martes, 31 de marzo de 2009

ALEJANDRO DUMAS- HOMBRE DE LA MaSCARA - PARTE 3

PARTE 3
LA GRUTA DE LOCMARIA
El subterráneo de Locmaria estaba bastante lejos del muelle para que los dos amigos tuviesen necesidad
de economizar sus fuerzas antes de llegar a él. Por otra parte, había sonado ya la media noche en el reloj del
fuerte, y Aramis y Porthos iban cargados de dinero y de armas. Caminaban, pues, nuestros dos fugitivos por
el arenal que separaba del subterráneo el muelle, oído atento y procurando evitar todas las emboscadas. De
cuando en cuando y por el camino que deliberadamente dejaban a su izquierda, pasaban habitantes procedentes
del interior, a quienes hizo huir la nueva del desembarco de los realistas. Al fin y tras una rápida
carrera, frecuentemente interrumpida por prudentes paradas, los dos amigos penetraron a la profunda gruta
de Locmaria, y a la que el previsor obispo de Vannes hizo llevar, sobre cilindros, una barca capaz de afrontar
las olas en aquella hermosa estación.
––Mi buen amigo, ––dijo Porthos después de haber respirado estrepitosamente, ––por lo que se ve ya
hemos llegado; pero si mal no me acuerdo, me hablasteis de tres hombres, que debían acompañaros. ¿Dónde
están que nos los veo?
––Indudablemente nos aguardan en la caverna, donde de fijo descansan del penoso trabajo que han
hecho. ––Y al ver que Porthos iba a entrar en el subterráneo, le detuvo, y añadió: –– Dejad que pase yo
delante, mi buen amigo. Como sólo conozco yo la señal que he dado a los nuestros, os recibirían a tiros u
os lanzarán sus cuchillos en la oscuridad.
––Pasad, amigo Aramis, sois todo sabiduría y prudencia. ¡Perdiez, pues no me flaquean otra vez las piernas!
Aramis dejó sentado a Porthos en la entrada de la gruta, y encorvado se internó en ella y lanzó un grito
imitando al del mochuelo, al que contestó un arrullo plañidero y apenas perceptible, que invitó a Herblay a
continuar su marcha prudente, hasta que le detuvo un grito igual al que él lanzó al entrar, y que resonó a
diez pasos de él.
––¿Sois vos, Ibo? ––preguntó el obispo.
––Sí, monseñor, y también Goennec con su hijo.
––Bueno. ¿Está todo preparado?
––Sí, monseñor.
––Llegaos los tres a la entrada de la gruta, mi buen Ibo, donde está descansando el señor de Pierrefonds.
Los tres bretones obedecieron; Porthos, rehecho, entraba ya, y sus fuertes pisadas resonaban en medio de
las cavidades formadas y sostenidas por las columnas de sílice y de granito.
En cuanto se unió el señor de Bracieux con el obispo, los bretones encendieron una linterna de que se
proveyeron.
––Veamos la barca, ––dijo Aramis, ––y cerciorémonos de lo que encierra.
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––No acerquéis mucho la luz, monseñor, ––dijo el patrón Ibo, ––pues según me habéis recomendado, he
metido, bajo el banco de popa, el barril de pólvora y las cargas de mosquete, que desde el fuerte me habíais
enviado.
––Está bien, ––repuso Herblay. Y tomando la linterna, inspeccionó minuciosamente la barca, con todas
las precauciones del hombre ni tímido ni ignorante ante el peligro.
La barca era larga, ligera, de poco calado, de quilla estrecha, bien construida, como tienen fama de construirlas
en Belle-Isle, de bordas un poco altas, resistente en el agua, muy manejable, y provista de tablas
para formar con ellas en tiempo inseguro como una cubierta por la que se deslizan las olas y protege a los
remeros.
En dos cofres bien cerrados y colocados bajo los bancos de popa y proa, Aramis encontró pan, bizcocho,
fruta seca, tocino, y una buena provisión de agua potable en dos odres; lo cual era suficiente para quienes
debían navegar siempre por la costa y podían refrescar sus vituallas en caso apremiante. Además, en la barca
había ocho mosquetes y otras tantas pistolas de caballería, cargados todos y en buen estado; remos y una
pequeña vela llamada de trinquete, que ayuda a los remeros, es útil al soplar la brisa y no carga la embarcación.
Una vez lo hubo inspeccionado todo, dijo Aramis a Porthos:
––Falta saber si debemos hacer salir la barca por el extremo desconocido de la gruta, siguiendo la pendiente
y la oscuridad del subterráneo, o si es mejor hacerla resbalar sobre rodillos al raso; al través de los
zarzales, allanando el camino de la costa, no más alta de veinte pies, y que en la alta marea ofrece tres o
cuatro brazas de agua sobre un buen fondo.
––Eso es lo menos, monseñor, ––repuso el patrón Ibo con el mayor respeto. ––Pero creo que por la pendiente
del subterráneo y en medio de la oscuridad en que nos veremos obligados a maniobrar nuestra embarcación,
el camino no será tan cómodo como el aire libre. Yo conozco la costa y puedo deciros que es
rasa; el interior de la gruta, al contrario, es escabroso, sin contar que al extremo de ella vamos a dar con la
salida que conduce al mar y por la cual tal vez no pase la barca.
––Ya he echado mis cálculos, ––dijo el obispo, ––y estoy seguro de que pasará.
––Bien, monseñor, ––insistió el patrón; ––pero vuestra grandeza sabe muy bien que para hacer llegar la
barca a la extremidad de la salida, es preciso quitar una piedra enorme, aquella por debajo de la cual se escurren
siempre los zorros y que cierra la salida como una puerta.
––No importa, ––dijo Porthos, ––la quitaremos.
––Creo que el patrón tiene razón, ––repuso Aramis. ––Probemos al aire libre.
––Tanto más, monseñor ––continuó el marino, ––cuanto no podemos embarcarnos antes que amanezca;
tal es el trabajo que falta hacer. Además, en cuanto claree, es menester que en la parte superior de la gruta
se coloque un buen vigía para vigilar las maniobras de las chalanas y de los cruceros que nos acecharán. ––
––Decís bien, Ibo, pasaremos por la costa.
Y los tres robustos bretones habían colocado ya sus rodillos bajo la barca e iban a hacerla deslizar, cuando
en el campo y lejos resonaron ladridos que movieron a Aramis a salir de la gruta, y a Porthos a seguir a
su amigo.
El alta teñía de púrpura y nácar mar y llanura; en medio de aquella vaga claridad veíanse los pequeños y
melancólicos abetos retorcerse sobre las piedras, y largas bandadas de cuervos rasa ban con sus negras alas
los sembrados de trigo. Sólo faltaba un cuarto de hora para el nuevo día, al que anunciaban con sus alegres
gorjeos los pajarillos. Los ladridos que detuvieron en su tarea a los tres bretones e hicieron salir de la gruta
a los dos amigos, se prolongaban en un profundo collado, casi a una legua del subterráneo.
––Es una jauría ––dijo Porthos; ––los perros están sobre un rastro.
––¿Qué es eso? ¿Quién caza a estas horas? ––repuso Herblay.
––Y sobre todo por este lado, donde temen la llegada de las tropas reales ––prosiguió Porthos. ––Pero...
¡Ibo! ¡Ibo Llegaos acá.
Ibo acudió dejando el cilindro que aun tenía en la mano e iba a colocar bajo la barca cuando la exclamación
del obispo le interrumpió en su tarea.
––¿Qué caza es esa, patrón? ––preguntó Porthos.
––No sé, monseñor ––respondió Ibo. ––Lo único que puedo deciros es que a estas horas el señor de
Locmaria no cazaría. Y, sin embargo los perros...
––A no ser que se hayan escapado de la perrera...
––No ––dijo Goennec. ––No son los perros del señor de Locmaria.
––Por prudencia volvámonos adentro ––repuso Aramis. ––Los ladridos se acercan, y dentro de poco vamos
a saber a qué atenernos.
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Todos se internaron nuevamente en la gruta; pero apenas se hubieron adelantado un centenar de pasos en
la obscuridad, cuando resonó en la caverna un ruido semejante al ronco suspiro de una persona aterrorizada,
y, jadeante, veloz, asustado, un zorro pasó como un rayo por delante de los fugitivos, saltó por encima
de la barca y desapareció, dejando tras sí un vaho acre, que no se desvaneció hasta algunos momentos después
bajo las chatas bóvedas del subterráneo.
––¡El zorro! ––exclamaron los bretones con la alegre sorpresa del cazador.
––¡Maldición.! ––prorrumpió el obispo. ––Han descubierto nuestro refugio.
––¡Qué! ––dijo Porthos. ––¿Un zorro nos asusta?
––¿Qué decís? ––replicó Herblay. ––¿En el zorro os fijáis? No se trata de él ¡vive Dios! ¿Acaso no sabíais
que tras el zorro vienen los perros, y tras los perros los hombres?
Porthos bajó la cabeza.
Como para confirmar las palabras de Aramis, la ladradora jauría llegó con vertiginosa rapidez, y seis galgos
corredores desembocaron en el pequeño arenal.
––¡He aquí a los perros ––dijo Aramis, al acecho tras una hendedura abierta entre dos peñas; ––ahora falta
saber quiénes son los cazadores!
––Si es el señor de Locmaria ––repuso el patrón, ––dejará que los perros registren la gruta, y se irá a esperar
al zorro al otro lado. ––No es el señor de Locmaria quien caza ––replicó Herblay, palideciendo a pesar
suyo.
––¿Quién, pues? ––preguntó Porthos.
––Mirad.
––¡Los guardias! ––exclamó Porthos al ver, al través de la abertura y en lo alto del otero, a una docena de
jinetes que aguijaban a sus caballos y excitaban a los perros.
––Sí, los guardias, amigo mío ––dijo Aramis.
––¿Los guardias del rey, monseñor? ––preguntaron los bretones palideciendo a su vez.
––Sí, y Biscarrat al frente de ellos montado en mi tordillo. Los perros entraron en la gruta, cuyas profundidades
repitieron los asordadores ladridos de la jauría.
––¡Ah diantres! ––exclamó Aramis, recobrando su sangre fría ante el peligro. Ya sé que estamos perdidos.
Pero todavía nos queda una probabilidad: si los guardias advierten que la gruta tiene una salida, no hay
esperanza, porque al entrar aquí van a descubrir la barca y a descubrirnos a nosotros. Así, pues, ni los perros
deben salir del subterráneo, ni los guardias entrar en él.
––Es verdad ––repuso Porthos.
––Los seis perros que han entrado ––continuó Aramis con la rápida precisión del mando, ––se pararán
ante la gruesa piedra por debajo de la cual se ha escurrido el zorro, y allí deben morir.
Los bretones se lanzaron, cuchillo en mano, y poco después se oyó un lamentable concierto de gemidos y
aullidos mortales, a los que siguió el silencio.
––Está bien ––dijo Aramis con frialdad.
––Ahora a los amos. Esperad que lleguen, escondernos y matar.
––¡Matar! ––repitió Porthos.
––Son diez y seis ––dijo Aramis, ––a lo menos por el pronto.
––Y bien armados ––añadió Porthos, sonriéndose.
––El asunto durará diez minutos ––dijo Herblay. ––Vamos.
Y con ademán resuelto empuñó un mosquete y se puso entre los dientes su cuchillo de monte. Luego
añadió:
––Ibo. Goennec y su hijo nos pasarán los mosquetes. Haced fuego a quemarropa, Porthos. Antes de que
los otros se hayan enterado, habremos derribado ocho, y luego mataremos a los demás a cuchilladas.
––¿Y el pobre Biscarrat también? ––preguntó Porthos.
––A Biscarrat primero que todo ––respondió Aramis y con la mayor frialdad. ––Nos conoce.
EN LA GRUTA
A pesar de la especie de adivinación que constituía la nota más saliente del carácter de Aramis, los acontecimientos,
sujetos a las alternativas de todo lo que está sometido al azar, no se desenvolvieron en absoluto
cual previó el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, y comprendiendo que zorro
y perros habían desaparecido en las profundidades del subterráneo, fue el que primero llegó a la entrada
de la gruta; pero dominado por el supersticioso terror que infunde naturalmente al hombre toda vía subterránea
y obscura, se detuvo en la parte exterior y aguardó a sus compañeros.
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––¿Y bien? ––preguntaron éstos al llegar jadeantes y no explicándose la inacción de Biscarrat.
––Fuerza es que zorro y jauría hayan desaparecido engullidos en ese subterráneo, pues no se oye a los perros.
––¿Por qué han dejado de ladrar, pues? ––objetó uno de los guardias.
––Es extraño ––añadió otro.
––¡Qué caramba! ––repuso otro de los guardias. ––Entremos. ¿Acaso está prohibido entrar en la gruta?
––No ––respondió Biscarrat. ––Pero está obscura como boca de lobo y puede uno descalabrarse.
––Y si no que lo digan nuestros perros ––dijo un guardia. ––De fijo se han estrellado.
––¿Qué diablos ha sido de ellos? ––se preguntaron unos y otros.
Y cada uno llamó a su respectivo perro por su nombre y lanzó su silbido favorito; pero ninguno respondió
al silbido ni al llamamiento.
––Puede que sea una gruta encantada ––dijo Biscarrat. Y apeándose y adelantándose un paso hacia el
subterráneo añadió: –– Veamos.
––Aguárdate: te acompaño ––repuso uno de los guardias al ver que Biscarrat iba a desaparecer en las tinieblas.
––No ––replicó Biscarrat. ––No nos arriesguemos todos a la vez. Aquí ha pasado algo extraordinario. Si
dentro de diez minutos no he vuelto, entrad juntos.
––Bien, te aguardamos ––dijeron los guardias.
Y, sin apearse, formaron un círculo alrededor de la gruta.
Biscarrat entró, pues, solo; se adelantó en medio de la negrura hasta tocar con el pecho el mosquete de
Porthos, y al tender la mano para saber lo que le oponía aquella resistencia, tomó el frío cañón del arma. Al
mismo instante Ibo blandió su cuchillo, que iba a descargar sobre el joven con toda la fuerza de un brazo
bretón, cuando el férreo puño de Porthos le detuvo a la mitad del camino.
––¡No quiero que le maten! ––exclamó Porthos con voz de trueno.
Biscarrat se encontró entre una protección y una amenaza, casi tan terrible la una como la otra.
Aunque valiente, Biscarrat lanzó una exclamación, que Aramis ahogó al punto metiendo un pañuelo en la
boca de aquél. ––Señor de Biscarrat ––dijo Herblay en voz baja. ––No os queremos mal, como debéis saberlo
si nos habéis conocido; pero si proferís una palabra, si exhaláis un suspiro, nos veremos forzados a
mataros como hemos matado a vuestros perros.
––Sí, os conozco, señores ––contestó también con voz remisa el joven. ––Pero, ¿por qué estáis aquí?
¿Qué hacéis en este sitio? ¡Desventurados! Creía que estabais en el fuerte.
––Y vos, ¿qué condiciones habéis obtenido en nuestro favor?
––He hecho cuanto ha estado en mis manos, señores; pero...
––¿Pero qué?
––Hay orden formal, señores.
––¿De matarnos?
Biscarrat no atreviéndose a decirles que había orden de ahorcarlos, no respondió.
––Señor de Biscarrat ––dijo Aramis comprendiendo su silencio. ––Si no hubiésemos tenido en consideración
vuestra juventud y nuestra antigua amistad con vuestro padre, a estas horas ya no viviríais; pero todavía
podéis escaparos de aquí si nos dais palabra de no decir a vuestros compañeros nada de lo que habéis
visto.
––No sólo os empeño mi palabra en cuanto a lo que me pedís, sino también os la doy de que haré todo lo
posible para evitar que mis compañeros entren en esta gruta.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron desde afuera varias voces que se engolfaron cual torbellino en el
subterráneo.
––Responded ––dijo Aramis.
––¡Aquí estoy! ––gritó Biscarrat.
––Podéis marcharos; descansamos en la fe de vuestra palabra ––repuso Herblay, soltando al joven, que
tomó el camino de la entrada.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron más cerca las voces, al tiempo que se proyectaban en el interior de la
gruta las sombras de algunas formas humanas.
Biscarrat se abalanzó al encuentro de sus amigos para detenerlos.
Aramis y Porthos escucharon con la atención de quien se juega la vida a un soplo del aire.
Biscarrat llegó a la entrada de la gruta seguido de sus amigos.
––¡Oh! ¡Oh! ––exclamó uno de ellos al llegar a la luz. ––¡Qué pálido estás!
––Verde, querrás decir ––repuso otro.
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––¿Yo? ––exclamó Biscarrat esforzándose en llamar a sí todas sus fuerzas.
––La cosa es seria, señores ––dijo otro.
––Le va a dar algo. ¡Quién trae sales!
Interpelaciones y burlas se cruzaban en torno de Biscarrat, como se cruzan en el campo de batalla los
proyectiles.
––¿Qué queréis que haya visto? ––dijo Biscarrat, rehaciéndose bajo aquel diluvio de interrogaciones. ––
Cuando he entrado en la gruta tenía mucho calor, y en ella me ha dado frío.
––Pero ¿y los perros? ¿Los has visto?
––Es de suponer que hayan tomado otro camino ––respondió Biscarrat.
––Señores ––dijo uno de los guardias, ––en lo que pasa y en la palidez de nuestro amigo hay un misterio
que Biscarrat no puede o no quiere revelar. Es indudable que Biscarrat ha visto algo en la gruta, y yo también
quiero verlo, aunque sea el diablo. ¡A la gruta, señores; a la gruta!
––¡A la gruta! ––repitieron todos.
––¡Señores! ¡Señores! ––exclamó Biscarrat poniéndose delante de sus compañeros para cerrarles el paso.
––¡Por favor, no entréis!
––¿Pero qué hay en esta gruta?
––Decididamente ha visto al diablo ––repuso el que ya sentó esta hipótesis.
––Pues si lo ha visto, que no sea egoísta y deje que también lo veamos nosotros ––dijo otro. ––Vamos,
échate a un lado.
––Señores ––dijo un oficial de más edad que los demás, que hasta entonces había callado y se expresó
con sosiego que hacía contraste con la animación de los jóvenes. ––Señores, en esta gruta hay algo o alguien
que no es el diablo, pero que ha tenido poder bastante para enmudecer a nuestros perros. Es preciso,
pues, que sepamos qué es o quién es ese algo o ese alguien.
Biscarrat intentó aún detener a sus amigos; pero todo fue inútil. Sus amigos entraron en la caverna tras el
oficial que había sido el último en hablar; pero fue el primero en lanzarse, espada en mano, al subterráneo
para arrostrar el peligro desconocido. Biscarrat, repelido por sus amigos, y no pudiendo acompañarles, so
pena de pasar a los ojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro, fue a apoyarse, con el oído atento y las
manos todavía extendidas en ademán de súplica, en uno de los ásperos lados de una roca que a él le pareció
expuesta al fuego de los mosqueteros. En cuanto a los guardias, iban internándose por momentos y dando
voces que se debilitaban a proporción de la distancia. De repente rugió como un trueno, bajo las bóvedas,
una descarga de mosquetería, dos o tres balas vinieron a aplastarse contra la roca en que Biscarrat se apoyaba,
y acompañados de suspiros, aullidos e imprecaciones, reaparecieron los guardias, pálidos unos, otros
ensangrentados, y todos envueltos en una nube de humo que el aire exterior parecía aspirar del fondo de la
caverna.
––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron los fugitivos. ––¡Tú sabías que en esta caverna había una emboscada
y no nos has prevenido! ¡Tú eres causa de que hayan perecido cuatro de los nuestros! ¡Ay de ti, Biscarrat!
––A lo menos dinos quién está ahí dentro ––exclamaron muchos furiosos.
––Dilo o muere ––dijo un herido incorporándose sobre una de sus rodillas y blandiendo contra su compañero
una espada ya inútil.
Biscarrat se precipitó a él con el pecho descubierto; pero el herido volvió a caer para no levantarse más.
––Tenéis razón ––dijo entonces Biscarrat adelantándose hacia el interior de la caverna, fuera de sí, con
los cabellos erizados y la mirada fosca. ––¡Muera yo que he dejado que asesinaran a mis compañeros! ¡Soy
un cobarde!
Y arrojando lejos de sí su espada, pues quería morir sin defenderse, agachó la cabeza y se entró en el subterráneo,
pero no solo, como él supuso, sino seguido de los demás; es decir, de los once que de los diez y
seis quedaban. Pero no pasaron de donde los primeros: una segunda descarga tendió a los cinco en la fría
arena, y como era imposible ver de dónde partía el mortífero rayo, los otros retrocedieron con espanto indescriptible.
Biscarrat, sano y salvo, se sentó en una roca y esperó.
De los diez y seis guardias no quedaban más que seis.
––¿Si de verdad será el diablo? ––dijo uno de los supervivientes.
––Peor es ––repuso otro.
––Preguntémoslo a Biscarrat; él lo sabe.
––¿Dónde está Biscarrat?
––Está muerto ––respondieron dos o tres.
––No ––replicó otro.
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––Por fuerza conoce a los que están dentro.
––¿Por qué?
––¿No ha estado prisionero entre los rebeldes?
––Es verdad. Llamémosle, pues, y sepamos por su boca contra quién nos las habemos.
––Para nada necesitamos de él; nos llegan refuerzos ––dijo el otro oficial.
En efecto, llegaba una compañía de guardias compuestas de setenta y cinco a ochenta individuos, a la que
en su ardor por la caza dejaron atrás sus oficiales, que ahora salieron al encuentro de sus soldados, y con
elocuencia fácil de concebir les explicaron la aventura y solicitaron su ayuda.
––¿Dónde están vuestros compañeros? ––preguntó el capitán.
––Están muertos.
––¿Pero no erais diez y seis?
––Han perecido diez. Biscarrat está en la caverna, y estamos aquí los cinco restantes.
––¿Luego Biscarrat está prisionero? ––Es probable.
––No; vedle ––repuso uno de los oficiales mostrando a Biscarrat, que en aquel instante apareció en la entrada
de la caverna. Y luego añadió ––Vamos allá a ver qué nos quiere, pues nos hace seña de que nos acerquemos.
––¡Vamos! ––repitieron todos adelantándose al encuentro de Biscarrat.
––Señor de Biscarrat ––dijo el capitán dirigiéndose al joven, –– me aseguran que vos conocéis a los que
están en la gruta y hacen una defensa tan desesperada. Así, pues, en nombre del rey, os intimo que declaréis
cuanto sepáis.
––Mi capitán ––contestó Biscarrat, ––no tenéis ya necesidad de intimarme, pues vengo en nombre de
ellos.
––¿A decirme que se rinden?
––No, señor, sino a deciros que están decididos a defenderse hasta la muerte si no les conceden buenas
condiciones.
––¿Cuántos son?
––Dos, ––respondió Biscarrat.
––¿Dos y quieren imponernos condiciones?
––Dos son, capitán ––repuso Biscarrat, ––y nos han matado ya diez compañeros.
––¿Qué hombres son esos, pues? ¿Por ventura son titanes?
––Más, mi capitán, más. ¿Os acordáis de la historia del bastión de San Gervasio?
––¿Donde cuatro mosqueteros del rey hicieron frente a un ejército? Sí, la recuerdo.
––Pues los que están ahí dentro son dos de ellos.
––¿Y qué interés tienen en tal defensa?
––Son los que defendían a Belle-Isle en nombre del señor Fouquet.
––¡Los mosqueteros! ¡Los mosqueteros! ––dijeron los soldados. Y al pensar que iban a luchar contra dos
de las más antiguas glorias militares del ejército, aquellos valientes se estremecieron de terror a la vez que
de entusiasmo.
––¿Dos hombres y han matado diez oficiales en dos descargas? ––exclamó el capitán. ––No puede ser,
señor Biscarrat.
––Yo no digo que no los acompañen dos o tres hombres, como a los mosqueteros les acompañaron tres o
cuatro criados en el bastión de San Gervasio; pero, creedme, mi capitán, yo he visto a esos hombres, he
sido prisionero de ellos, los conozco; bastan ellos dos para destruir un cuerpo de ejército.
––Eso es lo que vamos a ver, y pronto, ––repuso el capitán.
Entonces, todos se dispusieron a obedecer; sólo Biscarrat hizo la última tentativa, diciendo en voz baja al
capitán:
––Creedme, pasemos de largo. ¿Qué ganaremos combatiéndolos?
––Ganaremos la conciencia de no haber hecho retroceder a ochenta guardias del rey ante dos rebeldes. Si
escuchase vuestro consejo, señor de Biscarrat, sería hombre deshonrado, y al deshonrarme, deshonraría al
ejército.
El capitán se hizo describir por Biscarrat y sus compañeros el interior del subterráneo, y cuando le pareció
saber bastante, dividió la compañía en tres secciones, que debían entrar sucesivamente haciendo fuego
graneado en todas direcciones.
Sin duda en aquel ataque sucumbirían cinco hombres más, diez quizá; pero acabarían por apresar a los
rebeldes, ya que la caverna no tenía salida, y por mucho que hicieran, dos hombres no podían acabar con
ochenta.
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––Reclamo el honor de ponerme al frente del primer pelotón, mi capitán ––dijo Biscarrat.
––Bien ––respondió el capitán.
––Gracias ––dijo el joven con la entereza de los de su estirpe.
––¡Qué! ¿Os vais sin espada?
––Sí, tal cual estoy, mi capitán ––dijo Biscarrat; ––porque no voy para matar, sino a que me maten.
Y poniéndose al frente del primer pelotón, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, añadió:
––¡Marchen!
UN CANTO DE HOMERO
Ya es tiempo de pasar al otro campo y describir a los combatientes y el teatro de la batalla. La gruta, que
tenía unas cien toesas de longitud y llegaba hasta un declive que iba a parar en una caleta, en tiempo en que
Belle-Isle se llamaba todavía Colonesa, fue templo de divinidades paganas, y sus misteriosas concavidades
presenciaron más de un sacrificio humano. La entrada de aquella caverna la formaban una pendiente suave
cubierta por una baja bóveda de amontonadas peñas; el interior, de suelo desigual y peligroso por las fragosidades
de las peñas de la bóveda, se subdividía en varios compartimientos gradualmente más elevados y a
los cuales se llegaba por escalones ásperos, resquebrajados y unidos a derecha y a izquierda a enormes pilares
naturales. En el tercer compartimiento la bóveda era tan baja y tan estrecha la galería, que la barca apenas
pudiera haber pasado rozando las paredes; con todo, en un momento de desesperación, la madera cede
y la piedra se ablanda al soplo de la voluntad humana.
Tal era el pensamiento de Aramis cuando, tras el combate, se decidió a la fuga, fuga peligrosa, pues no
habían perecido todos los asaltantes, y admitiendo la posibilidad de botar la barca al mar, habrían huido en
plena luz, ante los vencidos, que al ver cuán pocos eran hubieran tenido interés en hacer perseguir a los
vencedores.
Cuando las dos descargas hubieron matado diez hombres, Aramis, acostumbrado a los rodeos del subterráneo,
se acercó a los cadáveres para inspeccionarlos uno a uno sin peligro, pues el humo impedía que lo
viesen desde fuera, y ordenó el arrastre de la barca hasta la gran piedra que cerraba la libertadora salida.
Porthos reunió todas sus fuerzas, y tomando con ambas manos la barca, la levantó mientras los bretones
colocaban rápidamente los rodillos bajo ella. De esta suerte, llegaron hasta el tercer compartimiento, es
decir, a la piedra que obstruía la salida. Porthos tomó por la base la gigantesca piedra, apoyó en ésta su robusto
hombro y le imprimió una sacudida que hizo crujir las paredes.
A la tercera sacudida cedió la piedra, que osciló por espacio de un minuto; luego Porthos se apoyó en las
rocas contiguas, y haciendo palanca con uno de sus pies, arrancó y separó la piedra de las aglomeraciones
calcáreas que le servían de goznes. Caída la piedra, penetró en el subterráneo la radiante luz del día, y el
azulado mar apareció a los maravillados ojos de los bretones.
En seguida procediose a subir la barca sobre aquella barricada; y sólo faltaban veinte toesas para hacerla
deslizar al mar, cuando llegó la compañía y el capitán la alineó para el asalto. Aramis, que todo lo vigilaba
para favorecer el trabajo de sus amigos, vio el refuerzo, contó los soldados y se convenció del insuperable
peligro en que iba a ponerles un nuevo combate. Huir por mar en el momento en que el subterráneo iba a
ser invadido, era imposible, pues la luz que acababa de iluminar los dos últimos compartimientos hubiera
mostrado a los soldados la barca deslizándose hacia el mar, y a los dos rebeldes a tiro de mosquete, sin contar
que una descarga acribillaría la embarcación si no quitaba la vida a los cinco navegantes. Aramis se mesaba
con rabia los cabellos, y ora invocaba el auxilio de Dios, ora del diablo.
Amigo mío ––dijo Herblay en voz baja a Porthos, que trabajaba él solo más que los rodillos y los bretones,
––acaban de llegar refuerzos a nuestros adversarios.
––¡Qué hacemos, pues? ––repuso sosegadamente Porthos.
––Reanudar el combate es aventurado ––contestó Aramis.
––Es verdad, porque es difícil que no nos maten a uno de los dos, y muerto el uno, el otro se haría matar
––dijo el gigante con la heroica sencillez que en él era realzada con todas las fuerzas de la materia.
––Ni a vos ni a mí nos matarán si hacéis lo que yo os diga –– repuso Aramis. a quien las palabras de su
amigo le habían penetrado en el corazón como un puñal.
––Decid, pues.
––Los soldados van a internarse en la gruta, y a lo sumo mataremos catorce o quince.
––¿Cuántos son? ––preguntó Porthos.
––Les ha llegado un refuerzo de setenta y cinco hombres.
––Que con los cinco hacen ochenta ––dijo Porthos.
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––Si nos envían una descarga cerrada nos acribillan a balazos.
––Tomemos pronto una resolución. Nuestros bretones van a continuar en su tarea, y nosotros nos traemos
aquí pólvora, balas y mosquetes.
––Reflexionad que los dos no conseguiremos disparar tres mosquetes a un tiempo ––dijo candorosamente
Porthos. ––No me parecen bien los mosquetes.
––¿Qué haríais vos?
––Voy a emboscarme tras el pilar con esta barra de hierro, y así, invisible e inatacable, cuando hayan entrado
a oleadas, descargo mi barra sobre los cráneos treinta veces por minuto. ¿Qué os parece el proyecto?
¿Os place?
––Mucho; pero la mitad se quedarán fuera para rendirnos por hambre. Lo que necesitamos es destruirlos
a todos, pues un solo hombre que sobreviva nos pierde.
––Es verdad; pero ¿cómo atraerlos?
––No moviéndonos.
––Pues no nos movamos; pero ¿y cuando estén todos reunidos?
––Dejadlo en mi mano; se me ha ocurrido una ideal
––Si es así, con tal que la idea que se os ha ocurrido sea buena... y debe serlo... estoy tranquilo.
––Al acecho, Porthos, y contad los que entren.
––¿Y vos?
––No os preocupéis por mí; no estaré ocioso.
––Creo que oigo voces.
––Son ellos. A vuestro sitio, y haced que podamos oírnos y tocarnos.
Porthos se refugió en el segundo compartimiento, completamente obscuro, empuñando una barra de hierro
de cincuenta libras de peso que había servido para hacer rodar la barca y que manejaba con facilidad
maravillosa. Aramis entró en el tercer compartimiento, se agachó y empezó la maniobra misteriosa.
Mientras tanto los bretones empujaban la barca hasta la playa.
Se oyó una voz de mando; era la última orden del capitán. Veinticinco hombres saltaron de las rocas superiores
al primer compartimiento de la gruta, y rompieron el fuego.
Retumbaron los ecos, los silbidos de las balas surcaron la bóveda, y el espacio se llenó de densa humareda.
––¡Por la izquierda! ¡Por la izquierda! ––gritó Biscarrat, que en su primer reconocimiento había visto el
paso del segundo compartimiento, y que, animado por el olor de la pólvora, quería guiar hacia aquel lado a
sus soldados.
Estos avanzaron, efectivamente, por la izquierda y se metieron en el estrecho corredor guiados por Biscarrat
que, con las manos hacia adelante, iba buscando su muerte.
––¡Venid! ¡Por aquí! ––gritó Biscarrat. ––Veo una luz.
––¡Golpe en ellos! ––dijo Aramis con voz sepulcral.
Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció. La barra de hierro descargó en mitad de la cabeza de Biscarrat,
que cayó muerto con la palabra en los labios. Luego la formidable barra volvió a levantarse para descargar
diez veces en diez segundos y dejar tendidos diez hombres. Los soldados nada veían: sólo oían ayes y suspiros
y hollaban cuerpos; todavía no sabían lo que pasaba, y avanzaron tropezando unos con otros, mientras
la implacable barra subía y bajaba incesantemente hasta acabar con el primer pelotón., sin que un solo ruido
hubiese puesto sobre aviso al pelotón segundo, que avanzaba tranquilamente, aunque alumbrado por una
antorcha formada de las entretejidas ramas de un pequeño pino que el capitán arrancó fuera de la gruta. Al
llegar al compartimiento en que Porthos, semejante al ángel exterminador, destruyó cuantos tocó, la primera
fila retrocedió aterrorizada. Ninguna descarga había contestado a las descargas de los guardias, y sin
embargo, ante sí tenían un montón de cadáveres y sus pies nadaban literalmente en sangre. Porthos continuaba
detrás de su pilar. El capitán, al alumbrar con la trémula luz del inflamado pino aquella horrible carnicería
de la que en vano buscaba la causa, retrocedió hasta el pilar tras el cual estaba Porthos; entonces
salió de la obscuridad una mano descomunal, agarró el pescuezo del capitán, que lanzó un estertoroso ronquido,
azotó el aire con las manos, soltando la antorcha, que se apagó en la sangre, y un segundo después
cayó junto a la antorcha. Todo se hizo misteriosamente y como por arte de magia. Entonces, el teniente,
obedeciendo a un impulso irreflexivo, instintivo, maquinal, dio la voz de ¡fuego! Una descarga retumbó,
aulló en aquellas concavidades y arrancó enormes piedras de las bóvedas; la caverna, por un instante quedó
iluminada por la luz de los fogonazos, pero luego más oscura a causa del humo. Tras la descarga reinó el
más profundo silencio, sólo turbado por los pasos de la tercera brigada que entraba en el subterráneo.
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LA MUERTE DE UN TITÁN
En el momento en que Porthos, más acostumbrado a la obscuridad que los que entraban, miraba en torno
de sí, para ver si en medio de aquella negrura Aramis le hacía alguna señal, sintió un golpecito en el brazo,
y en su oído una voz suave que decía:
––Venid.
––¿Adónde? ––dijo Porthos.
––¡Silencio! ––repuso Aramis, todavía más quedo.
Con el ruido de la tercera brigada. que continuaba avanzando, y acompañados de las imprecaciones de
los guardias que quedaron en pie y del estertor de los moribundos, Aramis y Porthos se escurrieron, sin ser
vistos, a lo largo de las graníticas paredes de la gruta. Aramis condujo a su amigo al penúltimo compartimiento,
y le mostró, en un; hueco de la pared, un barril de pólvora de sesenta a ochenta libras de peso, al
cual había aplicado una mecha.
––Amigo mío ––dijo Herblay a Porthos, ––vais a tomar este barril del que voy a encender la mecha, y
arrojarlo en medio de nuestros enemigos; ¿podéis?
––¡Ya lo creo! ––contestó Porthos.
––Encended la mecha. Aguardad a que estén todos reunidos; luego, Júpiter mío, lanzad vuestro rayo en
medio de ellos.
––Encended la mecha ––repitió el gigante.
––Yo ––continuó Aramis ––voy a reunirme a los bretones para ayudarles a botar la barca al agua. Os
aguardo en la orilla. Lanzad el barril con mano firme y venid corriendo.
––Encended ––dijo por tercera vez Porthos.
––¿Me habéis comprendido? ––preguntó Aramis.
––Cuando me explican comprendo ––respondió Porthos riéndose. ––Venga la yesca y marchaos.
Aramis dio un trozo de yesca ardiendo a Porthos, y se fue a la salida de la caverna, donde le estaban
aguardando los tres remeros. Porthos aplicó la yesca a la mecha, y aquella chispa, principio de un incendio
espantoso, brilló en la obscuridad como una luciérnaga y se corrió a la mecha, que se encendió. Porthos
activó el fuego con un soplo. Gracias a haberse disipado un poco el humo, a la claridad de la mecha durante
dos segundos pudieron distinguirse los objetos.
Breve, pero magnífico fue el espectáculo que ofreció aquel coloso, pálido, ensangrentado y con el rostro
iluminado por el fuego de la mecha que en la obscuridad ardía. Los soldados al verlo, al ver el barril que en
la mano sostenía, comprendieron lo que iba a pasar, y aterrados, lanzaron un grito de agonía. Unos intentaron
huir, pero se encontraron con la tercera brigada que les cerró el paso, los otros apuntaron maquinalmente
e hicieron fuego con sus descargados mosquetes; otros cayeron de hinojos, y dos o tres oficiales prometieron
a Porthos la libertad si les concedía la vida.
El teniente de la tercera brigada repetía la voz de fuego, pero los guardias tenían ante sí a sus despavoridos
compañeros que servían de muralla viviente a Porthos:
Cada sopló de Porthos al reavivar el fuego de la mecha, enviaba a aquel hacinamiento de cadáveres una
luz sulfurosa interrumpida por anchas y purpúreas fajas. El espectáculo,` sólo. duró dos segundos; pero en
aquel tiempo, un oficial de la tercera bri––: .; gada reunió ocho guardias armados de sendos mosquetes y
les ordenó que hiciesen fuego sobre Porthos a través de una abertura. Los que habían recibido la orden de
disparar temblaron de tal suerte, que la descarga mató a tres de sus compañeros, y a las cinco balas restantes
fueron silbando a rayas la bóveda, a surcar el suelo o a empotrarse en las paredes. A la descarga respondió
una carcajada, luego osciló el brazo del coloso, pasó por el aire algo como un cometa, y el barril, lanzado
a treinta pasos, pasó por encima de la barricada de cadáveres y fue a caer en medio de un pelotón de
aulladores soldados que se dejaron caer de bruces. El oficial, que había seguido en el aire la brillante cola,
se precipitó sobre el barril para arrancar la mecha antes que hubiese prendido en la pólvora. Su abnegación
fue inútil, la mecha, que en reposo habría durado cinco minutos, activada por el aire no duró más que treinta
segundos, y la máquina infernal reventó. Furiosos torbellinos, silbidos del azufre y del nitro, estragos
devoradores del fuego, trueno espantoso de la explosión, he ahí lo que en el segundo que siguió a los dos
segundos primeros pasó en aquella caverna, igual en horrores a una caverna de demonios. Las rocas se
abrieron como tablas de abeto bajo el hacha; en medio de la gruta brotó un chorro de fuego, de despojos
que se ensanchaba a proporción que subía; las macizas paredes de sílice se inclinaron para acostarse en la
arena, que convertida en instrumento de dolor se lanzó fuera de sus endurecidas capas en millones de átomos
para acribillar los rostros de los moribundos. Ayes, aullidos, imprecaciones, existencias, todo se apagó
en aquella inmensa catástrofe que convirtió los tres primeros compartimientos en un abismo en el cual ca-
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yeron uno a uno y según su pesadez, los despojos vegetales, minerales o humanos, y luego la arena y la
ceniza, que cual plomiza y humeante mortaja cubrieron aquel lugar de horrores.
Busquen ahora en aquella ardiente tumba, en aquel volcán subterráneo, a los guardias del rey con sus uniformes
azules con adornos de plata; busquen a los oficiales relucientes de oro, y las armas en que confiaron
todos para defenderse; y busquen, por fin, las piedras que les mataron y el suelo que los sustentó. Un hombre
solo, lo ha convertido todo en un caos más confuso, más informe y más terrible que el caos que existía
una hora antes de que Dios creara el mundo. De los tres compartimientos no quedó cosa alguna que Dios
pudiese haber reconocido como obra suya.
Porthos, según le aconsejó Aramis, después de haber lanzado el barril de pólvora echó a correr y llegó al
último compartimiento, en el que entraba el aire y el sol, y a cien pasos de él vio la barca mecida por las
olas y a sus amigos, es decir, la libertad y la vida después de la victoria. Seis zancadas más y se encontraba
fuera de la bóveda, y con otras seis zancadas llegaba a la barca; pero de improviso le flaquearon las piernas
y sintió como si se le hubiesen vaciado las rodillas.
––¡Ah diantre! ––murmuró Porthos, ––vuelve a acometerme debilidad y no puedo andar. ¿Qué significa
esto?
––¡Porthos! ––gritó Aramis al través de la puerta, no explicándose por qué se detenía el gigante, ––¡venid
pronto! ¡pronto!
––No puedo ––contestó Porthos haciendo un esfuerzo que contrajo inútilmente todos los músculos de su
cuerpo.
Porthos cayó de rodillas; pero con sus robustas manos se agarró a las rocas y volvió a levantarse.
––¡Pronto! ¡pronto! ––repitió Aramis encorvándose hacia la orilla como para atraer a Porthos con sus
brazos.
––Aquí estoy ––balbuceó él llamando a sí todas sus fuerzas para adelantarse otro paso.
––En nombre del cielo, Porthos, venid; el barril va a reventar.
––Venid, monseñor ––dijeron los bretones al ver que Porthos se movía como en una pesadilla.
Pero ya no era tiempo: retumbó la explosión, la tierra se resquebrajó, la humareda se lanzó por las anchas
hendiduras, se obscureció el cielo, la mar refluyó como repelida por la bocanada de fuego que brotó de la
gruta como de la boca de gigantesco monstruo; el reflujo arrastró la barca hasta unas veinte toesas de la
orilla, todas las peñas crujieron en su base y se rompieron en pedazos como al esfuerzo de poderosas cuñas;
parte de la bóveda se remontó por los aires; el fuego róseo y verde del azufre y la negra lava de las liquefacciones
arcillosas, chocaron y combatieron por un instante bajo una majestuosa cúpula de humo, y luego
oscilaron, se inclinaron y cayeron largos fragmentos de las rocas, que la violencia de la explosión no pudo
desarraigar de sus seculares zócalos; fragmentos que se saludaban unos a otros como ancianos graves y
lentos, y luego se prosternaban y tendían para siempre.
Aquel espantoso choque pareció devolver a Porthos las perdidas fuerzas; gigante entre aquellos gigantes,
se levantó; pero en el instante en que huía por en medio de las dos filas de graníticos fantasmas, estos últimos
ya no sostenidos por los correspondientes eslabones, empezaron a rodar con estrépito en torno de aquel
titán al parecer precipitado desde el cielo en medio de las rocas que acababa de lanzar contra él. Porthos
sintió temblar bajo sus pies el suelo conmovido por aquella espantosa sacudida, y tendió a derecha y a izquierda
sus titánicas manos para repeler las peñas que se le iban encima. Sin embargo, tan enorme fue una
de ellas, que le hizo doblar los brazos y agachar la cabeza, mientras otra granítica mole le caía entre los
hombros. Por un instante los brazos de Porthos cedieron, pero el hércules reunió todas sus fuerzas y separó
lentamente las paredes de aquella prisión en que estaba sepultado. Porthos apareció en aquel marco de granito
como el ángel del caos; pero al separar las peñas laterales, quitó su punto de apoyo al monolito que
pesaba sobre sus hombros, y el monolito hizo caer de rodillas al gigante. Las rocas laterales, separadas por
un instante, volvieron a juntarse y añadieron su peso al peso primitivo, bastante para aplastar a diez hombres.
El gigante cayó sin pedir socorro; cayó respondiendo a Aramis con palabras de aliento y de esperanza,
porque por breve espacio y gracias al robusto puntal de sus manos, pudo creer que, como Encelado, sacudiría
aquel triple, peso. Sin embargo, Aramis vio cómo poco a poco la mole bajaba; las crispadas manos y los
por un postres esfuerzo envarados brazos, cedieron como cedieron los desgarrados hombros, y la peña continuó
bajando, bajando...
––¡Porthos! ¡Porthos! ––exclamó Aramis mesándose los cabellos, ––¡Porthos! ¿dónde estáis? ¡Hablad!
––¡Paciencia! ¡paciencia ––murmuró Porthos con voz que iba extinguiéndose por momentos.
Apenas pudo concluir sus última palabra; el impulso de la caída aumentó el peso; la enorme peña se sentó,
cargada por las otras, y abismó a Porthos en una sepultura de rotas piedras. Al oír la expirante voz de su
amigo, Aramis dejó de guardia a uno de los tres bretones en la barca, saltó en tierra seguido de los otros
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dos, provistos de una palanca, y se encaminó hacia donde oía el último estertor del intrépido Porthos. Herblay,
centelleante, magnífico, joven como a los veinte años, se abalanzó a la triple mole, con sus manos
delicadas como las de una mujer, levantó por un milagro de vigor una de las esquinas de la inmensa sepultura
de granito. Entonces vislumbró en las tinieblas de aquella fosa la todavía brillante mirada de su amigo,
a quien la peña levantada por un instante había devuelto la respiración. Al punto Aramis y los dos bretones
se agarraron a la palanca de hierro, y con su triple esfuerzo intentaron, no levantar la peña, sino sostenerla
al aire. Todo fue inútil: los tres se vieron forzados a ceder lentamente y con dolor de su corazón. Porthos, al
verles agotar sus fuerzas en lucha estéril, murmuró burlonamente estas palabras supremas que le llegaron a
los labios con el postrer aliento:
––¡Pesa demasiado!
Después se empañaron los ojos, palideció su rostro, le blanquearon las manos, y el titán lanzó el postrer
suspiro.
Los tres hombres soltaron la palanca, que rodó sobre la tumularia peña; luego, jadeante, descolorido, con
el pecho oprimido y el corazón a punto de rompérsele, Aramis prestó oído atento. Nada se oía: el gigante
dormía el sueño eterno en la sepultura que Dios le había dado conforme a su grandeza.
EL EPITAFIO DE PORTHOS
Aramis, silencioso, helado, temblando como un medroso niño, bajó de aquella peña, tumba que no podía
ser hollada por cristianos pies.
Parecía que algo de Porthos hubiese muerto en él.
Los bretones rodearon a Aramis, y le abrazaron, él les dejó hacer, y los tres marineros le tomaron en peso
y le condujeron a la barca.
Colocado en el banco, junto al timón, los tres bretones hicieron fuerza de remos. prefiriendo alejarse de
esta manera a izar la vela que podía venderlos.
De la arrasada superficie de la antigua gruta de Locmari, de aquella orilla, sólo una prominencia atraía la
mirada. Aramis no podía desviar de ella los ojos, y desde lejos, desde la mar, a medida que se alejaba, le
parecía que la amenazadora y altiva peña se erguía, como antes se irguiera Porthos, y levantaba hasta el
cielo una cabeza risueña e invencible como la del probo y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro y, sin
embargo, muerto el primero.
¡Extraño destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón aliado al más astuto; la
fuerza corporal guiada por la sutileza de la inteligencia; y el cuerpo, una piedra, una peña, un peso vil y
material dominaba la fuerza y, desplomándose sobre su cuerpo, lanzaba de él a la inteligencia.
¡Oh digno Porthos! Nacido para ayudar a los demás, siempre dispuesto a sacrificarse en pro de los débiles,
como si Dios no le hubiese dado la fuerza más que para esto, al morir, creyó que no hacía más que
cumplir las condiciones de su pacto con Aramis, sin embargo de que únicamente Aramis lo redactó, pacto
que conoció sólo para reclamar su terrible solidaridad. ¡Oh noble Porthos! ¿De qué te sirvieron los castillos
llenos de muebles, los bosques poblados de caza, los lagos rebosantes de pesca y las cuevas pletóricas de
dinero? ¿De qué tantos lacayos de relucientes libreas, entre ellos Mosquetón, enorgullecido del poder que le
delegaste? ¡Oh Porthos! ¿para qué acumular tesoros, para qué tanto afanarte en suavizar y dorar tu vida
para venir a tenderte, con los huesos triturados, bajo fría piedra, en desierta playa, a los graznidos de los
pájaros del océano? ¿Para qué acumular tanta riqueza si ni siquiera había de figurar en tu sepultura un dístico
de mal poeta? ¡Oh bravo Porthos! Sin duda duerme todavía, olvidado, perdido, bajo la peña que los pastores
del páramos toman por el techo gigantesco de un dolmen.
Aramis, pálido, helado y con el corazón en los labios, hasta que la playa desapareció en el horizonte envuelta
en el velo de la noche, no apartó de la tumba de su amigo los ojos. Ni una palabra se exhaló de sus
labios, ni un suspiro salió de su oprimido pecho. Los bretones, supersticiosos, le miraban con temor; más
que de hombre, aquel silencio era de estatua.
Ya casi de noche, los bretones izaron la pequeña vela, que hinchándose al beso de la brisa impulsó a la
barca, que alejándo se de la costa. con rapidez, puso la proa hacia España y se. lanzó _ . al través del proceloso
golfo de Gàscuña. Pero apenas hacía media hora que habían izado la vela, cuándo los remeros se encorvaron.
en sus bancos, y haciendo pantalla de sus manos se mostraron unos a otros un punto blanco como
en la apariencia lo está una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas. Pero lo que parecía
inmóvil para los ojos de un profano, para la experta mirada del marinero caminaba con rapidez. Viendo el
profundo embotamiento de su amo, los bretones no se atrevieron a sacarle de su ensimismamiento, y se
limitaron a hacer conjeturas en voz baja. En efecto, Aramis, tan vigilante, tan activo, Aramis, cuyos ojos,
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como los del lince, velaban incesantemente y veían más de noche que de día, se hundía en la desesperación
de su alma. Así transcurrió una hora, durante la cual la luz del día fue apagándose gradualmente, pero durante
la cual también el buque a la vista se acercó tanto a la barca, que Goennec, uno de los tres marineros,
se decidió a decir en voz bastante alta:
––Monseñor, nos persiguen.
Aramis nada contestó. Entonces, los marineros, al ver que el buque seguía avanzando, por orden del patrón
Ibo, arriaron la vela, a fin de que aquel único punto que aparecía en la superficie de las olas cesase de
guiar al enemigo, el cual largó dos velas más. Por desgracia, corrían los días más hermosos y más largos
del año, y a la luz de aquel día nefasto sucedió la noche de la más esplendente luna. El buque perseguidor
navegaba viento en popa, y le quedaba todavía media hora de crepúsculo, y toda una noche de claridad relativa.
––¡Monseñor! ¡monseñor! ¡estamos perdidos! ––dijo el patrón; ––mirad, aunque hayamos cargado nuestra
vela, nos ven.
Aramis sin responder, le dio al patrón un catalejo.
Ibo miró y repuso:
––¡Oh! monseñor, los veo tan cerca, que me parece que puedo tocarlos con las manos. A lo menos vienen
veinticuatro hombres. ¡Ah! ahora veo al capitán en la proa, y mira con un anteojo como éste... Ahora se
vuelve y da una orden... Emplazan un cañón en la proa... lo cargan... apuntan... ¡Misericordia divina! ¡disparan
contra nosotros!
Y bajó maquinalmente el catalejo, y los objetos, repetidos hacia el horizonte, le aparecieron bajo su aspecto
real.
Por debajo de las velas del buque perseguidor, y un poco más azul que ellas, apareció una nubecilla de
humo que se dilató cual flor que se abre, y poco más o menos a una milla del cañoncito una bala lamió dos
o tres olas, abrió un blanco surco en el mar y desapareció tan inofensiva como la piedra con la cual, jugando,
un muchacho hace círculos en el agua.
Aquella bala fue a la vez una amenaza y un aviso.
––¿Qué hacemos? ––preguntó el patrón.
––Van a echarnos a pique ––dijo Goennec; ––dadnos la absolución, monseñor.
––Olvidáis que nos ven ––dijo Aramis a los marineros arrodillados a sus pies.
––Es verdad ––exclamaron los bretones avergonzados de su debilidad. ––Ordenad, monseñor, estamos
prontos a morir por vos.
––Esperemos ––dijo Aramis.
––¿Que esperemos?
––Sí; ¿no veis que de huir van a echarnos a pique, como habéis dicho hace poco?
––Quizás al amparo de la noche podamos escapar ––dijo el patrón.
––No les faltará algún fuego griego para iluminar su camino y el nuestro ––objetó Aramis.
Al mismo tiempo y cual si el buque enemigo hubiese querido responder a las palabras de Aramis, se remontó
al cielo una segunda nubecilla del seno de la cual surgió tina inflamada flecha que describió una
parábola semejante a un arco iris, cayó en el mar, donde continuó ardiendo, e iluminó un espacio de un
cuarto de legua de diámetro.
Ya veis que más vales esperar ––dijo Aramis a los aterrorizados bretones, que a una soltaron sus remos.
La barca cesó de avanzar y se metió sobre las olas.
Entretanto, la noche se venía encima, y el buque continuaba avanzando.
De tiempo en tiempo y cual buitre de sanguinolento cuello que saca la cabeza fuera de su nido, el formidable
fuego griego partía de los costados del buque y arrojaba en medio del océano su llama, blanca como
nieve candente. Por fin llegó a tiro de mosquete con toda la tripulación en la cubierta, y arma al brazo los
unos y los otros con la mecha encendida en la mano y junto á los cañones. No parecía sino que tuviesen que
habérselas con una fragata y combatir a una tripulación superior en número.
¡Rendíos! ––gritó el capitán del buque con ayuda de una bocina.
Los marineros miraron a Aramis, y viendo que les hacía una señal afirmativa, Ibo hizo ondear un trapo
blanco al extremo de un bichero. Lo cual era una manera de arriar el pabellón.
El buque avanzó como un caballo corredor; lanzó un nuevo cohete, que vino a caer a unas veinte brazas
de la barca y la iluminó con más claridad que un rayo del más ardiente sol.
––A la primera señal de resistencia, ¡fuego! ––exclamó el capitán del buque dirigiéndose a sus soldados,
que inmediatamente apuntaron sus mosquetes.
––¿No os hemos dicho que nos rendíamos? ––repuso Ibo.
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––¡Vivos, vivos, capitán! ––dijeron algunos soldados exaltados; ––¡es preciso tomarlos vivos!
––Bien, sí, vivos ––dijo el capitán. Y volviéndose hacia los bretones, añadió: ––A todos se os garantiza la
vida, menos al caballero Herblay.
Aramis se estremeció casi imperceptiblemente, y por un momento fijó la mirada en las profundidades del
océano, iluminado por los últimos vislumbres del fuego griego, vislumbres que corrían por las pendientes
de las olas, brillaban en sus crestas cual penachos, y hacían aún más sombríos, más misteriosos y más terribles
los abismos a los cuales cubrían.
––¿Habéis oído, monseñor? ––dijeron los bretones.
––Sí.
––¿Qué ordenáis?
––Aceptad.
––Pero ¿y vos, monseñor?
––Aceptad ––repitió Aramis inclinándose hasta la borda y mojando las yemas de sus blancos y puntiagudos
dedos en la verdosa agua del mar, a la cual miraba sonriéndose como a una amiga.
––Aceptamos ––respondieron los bretones; ––pero ¿qué garantías se nos da?
––La palabra de un caballero ––dijo el oficial. ––Por el nombre y por el uniforme que visto juro que se os
respetará la vida a todos, menos al señor caballero de Herblay. Soy teniente de la fragata del rey “Pomona”
». y me llamo Luis Constant de Pressigny.
Con un gesto rápido, Aramis, ya inclinado hacia el agua y con la mitad del cuerpo fuera de la borda, irguió
la frente, se levantó, y con las pupilas inflamadas, la sonrisa en los labios, y como si le hubiese pertenecido
a él el mundo, ordenó que echasen la escala; así lo hicieron los del buque de guerra. Aramis subió a
bordo seguido de los bretones, que quedaron mudos de asombro al ver que Herblay, en lugar de abatirse, se
encaminó resueltamente y con la mirada fija en él al encuentro del capitán y le hizo con la mano una seña
misteriosa, ante la cual el oficial palideció, tembló y bajó la cabeza. Luego y sin proferir palabra, Herblay
levantó la mano izquierda hasta la altura de los ojos de Pressigny, y le mostró el engaste de un anillo que le
ceñía el anular.
En aquella actitud majestuosa, fría, silenciosa y altiva, Aramis parecía un emperador dando a besar su
mano.
El capitán levantó de nuevo la cabeza y volvió a bajarla con muestras del más profundo respeto; luego
tendió una mano hacia popa, es decir, hacia la cámara, y se hizo a un lado para ceder el paso a Aramis.
Los tres bretones se miraban unos a otros con indecible estupefacción en medio del silencio de los tripulantes.
Cinco minutos después el capitán llamó a su segundo, que subió inmediatamente y le ordenó que hiciera
rumbo a la Coruña.
Mientras se estaba ejecutando la orden dada por Pressigny, Herblay reapareció en la cubierta, se sentó
junto al empalletado, y a pesar de lo obscuro de la noche, pues aun no había salido la luna, clavó obstinadamente
la mirada en dirección a Belle-Isle.
––¿Qué ruta seguimos, capitán ––preguntó en voz baja Ibo a Pressigny, que se había vuelto a popa.
––La que le place a monseñor ––respondió el interpelado. Aramis pasó la noche sobre el empalletado.
Ibo, al acercarse a él a la mañana siguiente, notó que la noche debió haber sido muy húmeda, pues la madera
sobre la cual el obispo apoyaba la cabeza, estaba mojada como por el rocío.
¡Quién sabe si fue el rocío, o si fueron las primeras lágrimas que derramaran los ojos de Aramis!
¡Oh buen Porthos! ¿qué epitafio hubiera valido lo que aquél?
EL REY LUIS XIV
D'Artagnan, que no estaba acostumbrado a resistencias como la que acababan de oponerle, regresó sumamente
irritado a Nantes, y ya sabemos que en él, hombre de fibra, la irritación se manifestaba por una
impetuosa embestida a la que hasta entonces pocos resistieron, aunque fuesen reyes.
D'Artagnan, todo exaltado fue derecho a palacio para hablar al rey. Este madrugaba desde que estaba en
Nantes; serían las siete de la mañana cuando llegó D'Artagnan.
––Voy a anunciaros ––dijo M. de Gesvres, con un aire que nada bueno presagiaba.
Gesvres volvió después de cinco minutos; cedió el paso a D'Artagnan, le condujo directamente al gabinete
de Su Majestad, y se colocó a espaldas de su compañero en la antesala, desde la cual se oía hablar claramente
al rey con su ministro Colbert, en el mismo gabinete en que Colbert, algunos días antes, oyó hablar
en alta voz al rey con D'Artagnan.
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Los guardias estaban formados a caballo ante la puerta principal y poco a poco cundió por la ciudad el
rumor de que el capitán de mosqueteros acababa de ser arrestado por orden del rey. Entonces y como en los
buenos tiempos de Luis XIV y de Treville, los mosqueteros se agitaron, ora formando grupos, ora llenando
las escaleras, ya congregándose en los patios, de los que partían vagos rumores que subían hasta los pisos
altos cual los roncos lamentos de las olas durante el flujo.
Gesvres estaba inquieto y miraba a sus guardias, que interrogados por los mosqueteros empezaban a
apartarse de ellos manifestando también alguna inquietud.
D'Artagnan, mucho más sereno que el capitán de guardias, al entrar se sentó en el alféizar de una ventana,
y con su mirada de águila y sin pestañear, presenciaba lo que ocurría sin que le pasara inadvertido ninguno
de los progresos de la fermentación que se iniciara al rumor de su arresto, y previendo el instante de la
explosión.
––¡Bueno estaría que esta noche mis pretorianos me proclamaran rey de Francia! ––dijo entre sí D'Artagnan
––¡Y que no me reiría poco!
Pero a lo mejor todo se calmó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados, murmullos y zozobras, se dispersaron,
desaparecieron, se evaporaron; Una sola frase apaciguó aquel revuelto mar.
––Señores, silencio ––dijo Brienne por encargo de Su Majestad, ––estáis molestando al rey.
––Vaya, se acabó ––murmuró D'Artagnan suspirando, ––los mosqueteros de hoy no son los de Luis XIII.
––¡Que entre el señor D'Artagnan! ––gritó el ujier.
El rey estaba sentado en su gabinete, de espaldas a la puerta y de cara a un espejo al cual y mientras removía
sus papeles le bastaba lanzar una mirada para ver a los que entraban.
Al entrar D'Artagnan, Luis XIV, sin volverse, echó sobre sus cartas y sus planos el gran paño de seda
verde que le servía para esconder sus secretos a los ojos de los importunos.
D'Artagnan comprendió la intención del rey y se quedó atrás; de manera que pasado un momento, el monarca,
que nada oía y sólo veía con el rabillo del ojo, se vio obligado a preguntar en alta voz:
––¿No está ahí el señor de D'Artagnan?
––Presente ––respondió el mosquetero adelantándose.
––¿Qué tenéis que decirme, caballero? ––dijo Luis fijando su límpida mirada en D'Artagnan.
––¿Yo, Sire? ––repuso el gascón, que espiaba la primera esto cada del adversario para dar un buen quite.
––sólo tengo que deciros que me habéis hecho arrestar y que estoy aquí.
El rey iba a replicar que no había mandado arrestar a D'Artagnan; pero como esto hubiera sido una excusa,
se calló, en lo cual le imitó obstinadamente el gascón.
––¿Para qué os envié a Belle-Isle? ––prosiguió Luis XIV mirando de hito en hito a su capitán.
––Paréceme ––respondió D'Artagnan al ver que el rey se colocaba en un terreno para él tan favorable ––
que Vuestra majestad se digna preguntarme qué fui a hacer en Belle-Isle. Pues bien, no lo sé; no es a mí a
quien debéis dirigir semejante pregunta, Sire, sino al infinito número de oficiales de toda especie a quienes
se dio un número infinito de órdenes de toda clase, mientras que a mí, generalísimo de la expedición, no se
me precisó absolutamente nada.
––Caballero ––repuso el rey, herido en su orgullo, ––sólo se dieron .órdenes a los jefes y oficiales que
inspiraban confianza
––Por eso no me admiro, Sire ––replicó D'Artagnan, ––que un capitán como yo, que tiene la categoría de
mariscal de Francia, se halla a las órdenes de cinco o seis tenientes mayores, buenos para espías, no lo niego,
pero no para dirigir operación alguna de guerra. Sobre el particular he venido a pedir explicaciones a
Vuestra Majestad.
––Señor de D'Artagnan, continuáis, como siempre, creyendo que vivís en un siglo en que los reyes estaban
como vos quejáis que habéis estado, esto es, bajo las órdenes y a la discreción de sus inferiores; olvidáis
que un rey sólo debe rendir cuanta de sus acciones a Dios
––Nada olvido, Sire ––dijo el mosquetero, mortificado a su vez por la lección. ––Por otra parte, no veo
en qué puede ofender a su rey un hombre cabal al preguntarle en qué le ha servido mal.
––Me habéis servido malamente al hacer contra mí causa común con mis enemigos.
––¿Cuáles son vuestros enemigos, Sire?
––Aquellos contra los cuales os envié.
––¡Dos hombres! ¡dos hombres enemigos del ejército de Vuestra Majestad! Es increíble. Sire.
––No sois vos el llamado a juzgar mi voluntad.
––Tan claramente lo he comprendido así, que he ofrecido respetuosamente mi dimisión a vuestra Majestad.
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––Y yo la he aceptado ––repuso el rey. ––Antes de separarme de vos he querido probaros que sabía cumplir
mi palabra.
––Vuestra Majestad ha hecho más que cumplir su palabra, pues Vuestra Majestad me ha hecho arrestar y
no me lo había prometido ––dijo D'Artagnan con acento fríamente zumbón.
––A esto me ha obligado vuestra desobediencia ––repuso Luis XIV haciendo caso omiso de la zumba y
sosteniéndose serio.
––¡Mi desobediencia! ––exclamó D'Artagnan encendido por la cólera.
––Es la palabra más suave que he hallado ––prosiguió Luis. –– Mi plan era tomar y castigar a los rebeldes,
y si los rebeldes eran amigos vuestros, ¿no me había de inquietar?
––También yo debí hacer lo mismo ––arguyó el mosquetero, –– porque fue una crueldad, Sire, enviarme
a tomar a mis amigos para conducirlos a vuestras horcas.
––Quise hacer una prueba con los servidores que comen mi pan y están obligados a defender mi persona;
y ya veis, la prueba ha salido mal.
––Por un mal servidor que pierde Vuestra majestad ––dijo D'Artagnan con amargura, ––hay diez que
aquel día hicieron sus pruebas. Escuchadme, Sire: no estoy acostumbrado a un servicio como ese. Para el
mal, mi espada es rebelde, y para mí era un mal el perseguir de muerte a dos hombres cuya vida os pidió
vuestro salvador, el señor Fouquet; además, aquellos dos hombres eran amigos míos, que no atacaban a
Vuestra Majestad sino que sucumbían bajo el peso de una cólera ciega. Por otra parte, ¿por qué no les dejaban
huir? ¿Qué crimen cometieron? Admito que me neguéis el derecho de juzgar su conducta; pero ¿por
qué sospechar de mí antes de obrar? ¿por qué rodearme de espías? ¿por qué reducirme, a mí, a quien teníais
la más absoluta confianza; a mí, que hace treinta años estoy apegado a vuestra persona y os he dado mil
pruebas de abnegación, porque es menester que os lo diga hoy que me acusan; por qué reducirme, repito, a
mirar ordenados en batalla a tres mil hombres del rey contra dos?
––Cualquiera diría que olvidáis lo que ellos hicieron ––dijo con voz sorda el monarca ––y que no dependió
de ellos el que yo no quedara para siempre perdido.
––Cualquiera diría también, Sire, que vos olvidáis que yo existía. ––Basta, señor de D'Artagnan, basta de
esos intereses avasalladores que perturban los míos. Fundo un Estado en el cual no habrá más que un señor,
como ya en otra ocasión os dije, y ha llegado la hora de hacer buena mi palabra. Si obedeciendo a vuestros
gustos o a vuestras amistades os empeñáis en contrarrestar mis planes y en salvar a mis enemigos, tengo
que anularlos o separarme de vos. Buscad un amo que os valga más. Ya sé que otro rey no se portaría como
yo, y que se dejaría dominar por vos, a riesgo de que os enviara a hacer compañía al señor Fouquet y a los
demás; pero yo tengo buena memoria, y para mí los servicios son títulos sagrados a la gratitud y la impunidad.
No llevaréis más castigo por vuestra indisciplina que esta lección, pues quiero imitar a mis predecesores
en su cólera, ya que no les he imitado en facilitar los favores. Además, otras razones me mueven a trataros
con blandura, sois hombre de buen sentido y de gran corazón, y seréis un buen servidor de quien os
tome; vais a cesar de tener motivos de insubordinación. Yo he destruido o arruinado a vuestros amigos; he
hecho desaparecer los dos puntos de apoyo en los cuales descansaba instintivamente vuestro caprichoso
carácter. A estas horas mis soldados han matado o hecho prisioneros a los rebeldes.
––¿Los han hecho prisioneros o los han matado? ––exclamó D'Artagnan palideciendo. ––¡Ah! Sire, si
supierais lo que me decís, si estuvierais seguro de que me decís la verdad, olvidaría cuanto hay de justo y
magnánimo en vuestras palabras para llamaros rey bárbaro y hombre desnaturalizado. Pero os perdono esas
palabras ––añadió D'Artagnan sonriéndose con orgullo; ––se las perdono al joven príncipe que no sabe ni
puede comprender lo que son hombres de talla de Herblay, Vallón y yo. ¿Prisioneros o muertos? ¡Ah! Sire
decidme si la nueva es cierta, cuántos hombres y cuánto dinero os ha costado, y luego veremos si la ganancia
corresponde al juego.
––Señor de D'Artagnan ––repuso el rey acercándose al mosquetero y con acento colérico, ––esa es la
respuesta de un rebelde. ¿Me hacéis el favor de decirme quién es el rey de Francia? ¿Sabéis que haya otro?
––Sire ––respondió con frialdad el capitán de mosqueteros, –– recuerdo que una mañana, en Vaux, hicisteis
la misma pregunta a varias personas, sin que ninguna de ellas, excepto yo, os respondiese. Si aquel día,
cuando no era fácil, os conocí, es ocioso que me lo preguntéis ahora que estáis a solas conmigo.
Al oír esto, Luis XIV bajó los ojos; le pareció que entre él y D'Artagnan acababa de pasar el espectro del
infortunado Felipe para evocar el recuerdo de aquel terrible suceso.
En aquel instante entró un oficial que entregó un pliego al rey, que cambió de color al leerlo, quedándose
inmóvil y silencioso al leerlo otra vez.
––Señor de D'Artagnan ––dijo el rey tomando una resolución repentina.––, ––como lo que me comunican
lo sabríais luego, vale más que lo sepáis por boca del rey. En Belle-Isle se ha librado un combate.
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––¡Ah! ––exclamó con la mayor tranquilidad el mosquetero, mientras el corazón le latía con violencia. –
–¿Y bien, Sire?
––He perdido ciento seis hombres.
––¿Y los rebeldes? ––preguntó el gascón por cuyos ojos cruzó un rayo de orgullo y de alegría.
––Se han fugado ––respondió Luis XIV. D'Artagnan lanzó una exclamación de triunfo.
––Mientras mi escuadra bloquee estrechamente la isla ––prosiguió el soberano, ––tengo la certeza de que
no se escapará una barca.
––De modo que ––repuso D'Artagnan poniéndose grave otra vez, ––si toman a los dos...
––Los ahorcarán ––contestó tranquilamente el rey.
––¿Y ellos lo saben? ––replicó el mosquetero refrenando un escalofrío.
––Sí, pues debisteis decírselo y todos allí lo saben.
––Entonces no los toman vivos, yo os respondo de ello.
––¡Ah! ––dijo con disciplina el rey, y tomando otra vez la carta. ––Bueno, los tomarán muertos, y resultará
lo mismo, pues el tomarlos no era más que para colgarlos.
D'Artagnan se enjugó el sudor que le humedecía la frente.
––Ya os he dicho ––continuó Luis XIV, ––que con el tiempo seré para vos un amo afectuoso, magnánimo
y constante. Sois el único hombre del pasado, digno de mi cólera o de mi amistad; según sea vuestra
conducta, no os escatimaré ni la una ni la otra. ¿Serviréis vos a un rey que tuviese que competir con otros
cien reyes sus iguales en el reino? ¿con tal debilidad, haría las grandes cosas que medito? ¡Lejos de nosotros
la levadura de los abusos feudales! La Fronda, que debía perder la monarquía, la ha emancipado. Soy
señor en mi Estado, y tendré servidores que tal vez no os iguales en ingenio, pero que llevarán su devoción
y su obediencia hasta el heroísmo. ¿Qué importa que Dios no haya dado inteligencia a los brazos y a las
piernas, cuando se la da a la cabeza que hace obedecer al cuerpo? La cabeza soy yo.
El mosquetero se estremeció, pero el rey, aunque advirtiendo aquel estremecimiento, continuó como si
tal cosa.
––Bueno, ahora hagamos los dos el pacto que os prometí un día que, en Blois, os parecí muy pequeño, y
agradecedme que no haga pagar a nadie las lágrimas que entonces derramé. Mirad a vuestro derredor: las
cabezas más altas están encorvadas. Encorvaos vos como ellas, o elegid el destierro que más os convenga.
Puede que reflexionándolo halléis que soy generoso al contar lo bastante con vuestra lealtad para separarme
de vos sabiendo que estáis descontento, cuando poseéis el secreto del Estado; pero sé que sois caballero
completo. ¿Por qué me habéis juzgado antes de tiempo? Juzgadme en adelante y con toda la severidad que
os plazca.
D'Artagnan quedó aturdido, mudo, indeciso; por la primera vez en su vida acababa de encontrar un adversario
digno de él.
––¿Qué os detiene? ––preguntó con suavidad el rey. ––¿Queréis que no os admita la dimisión? Ya yo sé
que será duro para un veterano capitán el quedarse con su mal humor.
––No es eso lo que me da cuidado, Sire ––repuso con melancolía el gascón. ––Si titubeo en retirar mi
dimisión, es porque ante vos soy viejo, y tengo hábitos difíciles de perder. Lo que necesitáis son cortesanos
que sepan divertiros, locos que se hagan matar por lo que llamáis vuestras grandes obras: que grandes serán,
lo presiento; pero... ¿y si a mí no me parecen tales? Sire, he visto la guerra y la paz; he servido a Richelieu
y a Mazarino; me curtí al fuego de La Rochela con vuestro padre, tengo el cuerpo hecho una criba, y,
como las serpientes, he mudado nueve o diez veces de pellejo. Después de afrentas e injusticias, poseo un
mando que en otro tiempo era algo, porque daba derecho a hablar con toda franqueza al rey. En adelante
vuestro capitán de mosqueteros será un oficial de escaleras abajo. En verdad, Sire, si tal debe ser en lo sucesivo
el empleo, aprovechaos de que estamos completamente solos para quitármelo; no os guardaré rencor;
como decís, me habéis domado, por más que al hacerlo me habéis empequeñecido, y al encorvarme,
me habéis hecho ver mi debilidad. ¡Si supierais cuánto le llena a uno llevar la cabeza erguida, y qué cara
voy a poner oliendo el polvo de vuestras alfombras! ¡Ah! Sire, lamento de todo corazón, y vos como yo, el
tiempo en que el rey de Francia veía en sus vestíbulos aquellos hidalgos insolentes, flacos, maldicientes,
intolerables, pero que en el día de la batalla mordían mortalmente. Hombres tales son los mejores cortesanos
para la mano que los alimenta, pues la lamen; pero para la mano que los castiga reservan las dentelladas.
Pero ¿a qué hablar de eso? El rey es mi señor, y quiere que componga versos, que con zapatos de raso
pula los mosaicos de sus antesalas; difícil es, pero cosas más difíciles he hecho todavía. Lo haré, Sire, y no
por la paga, pues tengo dinero; ni porque sea ambicioso, pues mi carrera es limitada, ni porque ame la corte.
No, Sire, me quedo, porque hace treinta años tengo la costumbre de presentarme al rey para tomar la
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consigna, y de oír que el rey me da las buenas noches con una sonrisa que no mendigo, pero que la mendigaré
en adelante. ¿Estáis contento, Sire?
Y D'Artagnan dobló su plateada cabeza, en la que el rey, sonriéndose, pasó con orgullo su blanca mano.
––Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo ––dijo Luis. Y pues ya no tengo enemigos en Francia, me
resta enviarte a tierra extraña para que recojas tu bastón de mariscal. Yo hallaré la ocasión, fia en mí, y entretanto
come mi mejor pan y duerme tranquilo.
––Enhorabuena ––repuso D'Artagnan conmovido. ––Pero ¿y esos pobres de Belle-Isle? ¡sobre todo uno
de ellos, tan bueno, tan bravo!
––¿Me pedís su perdón?
––De rodillas, Sire.
––Pues bien, si todavía es tiempo, llevádselo. Pero ¿me respondéis de ellos?
––Con mi cabeza.
––Id, pues. Mañana salgo para París, y deseo que para entonces hayáis regresado, pues no quiero que volváis
a separaros de mí.
––Estad tranquilo, sire ––exclamó D'Artagnan besando la mano al rey.
Y con el corazón henchido de gozo, salió de palacio y tomó el camino de Belle-Isle.
LOS AMIGOS DE M. FOUSUET
Luis XIV regresó a París, y con él D'Artagnan, el cual después de haber tomado cuantos informes pudo
recoger en Belle-Isle, volvió de ella sin saber nada del secreto que tan bien guardaba la pesada roca de
Locmaria, tumba heroica de Porthos.
El capitán de mosqueteros supo lo que habían hecho, con ayuda de tres bretones y contra un ejército entero,
los valientes amigos de quienes tan noblemente tomó la defensa e intentó salvar la vida: que a gran distancia,
en el mar, habían divisado una barca, a la cual un buque del rey, cual ave de rapiña, había perseguido,
tomado y devorado aquel pajarillo que huía con toda rapidez. Pero ahí paraban las certidumbres de
D'Artagnan: lo demás eran las conjeturas. ¿Qué pensar? El buque de guerra no había regresado; es verdad
que un temporal reinaba hacía tres días. Sin embargo, la corbeta que llevaba a bordo a Aramis era velera y
sólida, y podía haber corrido bien el temporal y haber tomado puerto en Brest o entrado por la boca del
Loira.
Tales fueron las noticias ambiguas, pero casi tranquilizadoras para él personalmente, que D'Artagnan dio
a Luis XIV, cuando éste, seguido de toda la corte, volvía a París.
El rey, contento del éxito, más benigno y afable desde que se sintió más fuerte, no dejó ni un instante de
cabalgar al estribo de la carroza de La Valiére; esto hizo que las damas y los cortesanos tratasen de hacer
olvidar aquel abandono del hijo y del esposo a las dos reinas.
Todo respiraba lo porvenir, lo pasado nada significaba ya para ninguno, excepto para algunos sensibles y
abnegados a quienes el recuerdo de aquél les ulceraba el corazón. como de ello recibió Luis una prueba
patética tan pronto estuvo instalado en palacio.
Acababa Luis XIV de levantarse y tomar su desayuno, cuando se le presentó D'Artagnan un poco pálido
y turbado.
––¿Qué os pasa, D'Artagnan? ––preguntó el monarca al notar la alteración de aquel rostro comúnmente
impasible.
––Una gran desventura, Sire.
––¿Cuál?
––Sire, en la refriega de Belle-Isle he perdido a mi amigo Vallón ––respondió D'Artagnan fijando sus
ojos de halcón en los de Luis XIV para adivinar el primer sentimiento de éste.
––Ya lo sabía ––replicó el rey.
––¿Y no me lo habéis dicho? ––exclamó el mosquetero.
––¿Para qué? Es tan respetable vuestro dolor. amigo mío, que mi deber era no aumentarlo. Haceros saber
la desgracia que os aflije, a vuestros ojos hubiera sido hacer alarde de ella. Sí, sabía que el señor de Vallón
se había enterrado bajo las peñas de Locmaria, y que el señor de Herblay me ha tomado un buque con su
tripulación y se ha hecho conducir a Bayona. Pero quise que lo supierais directamente, para que os convencierais
de que mis amigos son para mí respetables y sagrados, y que en mí siempre el hombre se inmolará a
los hombres, ya que el rey se ve tan a menudo obligado a sacrificarlos a su majestad y poderío.
––Pero ¿cómo sabéis?...
––Y vos ¿cómo lo sabéis?
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––Por esta carta que desde Bayona me escribe Aramis, libre ya de todo peligro ––respondió D'Artagnan.
––Aquí tengo yo una copia exacta de lo que os ha escrito Aramis ––dijo el rey sacando un papel de una
cajita colocada sobre un mueble contiguo al asiento en que el gascón estaba apoyado; ––aquí está la carta;
Colbert me la ha enviado ocho horas antes de que vos recibierais la vuestra, lo que prueba que estoy bien
servido.
––Lo estáis, Sire ––contestó el mosquetero. ––Es verdad, erais el único hombre capaz de dominar con
vuestra fortuna la fortuna y la fuerza de mis amigos. Habéis usado, Sire, pero me animo a creer que no abusaréis,
¿no es verdad?
––D'Artagnan ––dijo el rey sonriéndose con benevolencia, –– puedo hacer tomar a Herblay en territorio
español y que me lo traigan para ajusticiarle; pero no cederé a este natural y primer impulso. ¿No está libre?,
pues que continúe así.
––No siempre seréis tan clemente, tan noble y tan generoso como acabáis de serlo conmigo y con Herblay,
Sire; ya encontraréis consejeros que os curen de esta debilidad.
––Os engañáis D'Artagnan, al acusar a mis consejeros de querer inducirme al rigor: el mismo colbert es
quien me ha aconsejado que nada hiciera contra Herblay.
––¡El señor Colbert! ––exclamó D'Artagnan con estupefacción.
––Respecto a vos ––prosiguió el rey con bondad no común en él, ––tengo que anunciaros muchas y buenas
nuevas; pero ya la sabréis en cuanto haya hecho mis cálculos, mi querido capitán. Os dije que quería
labrar vuestra fortuna, y lo cumpliré.
––Gracias mil, Sire, pero como yo puedo esperar, suplico a Vuestra Majestad se digne recibir a unas pobres
gentes que hace largo rato están ahí fuera y vienen a poner a los pies del rey una humilde súplica.
––¿Quiénes son?
––Enemigos de Vuestra Majestad: Gourville, Pelissón y un poeta, Juan de la Fontaine, amigos de M. de
Fouquet.
––Que entren ––dijo Luis XIV arrugando el ceño.
D'Artagnan dio media vuelta, levantó la colgadura que cerraba la entrada del gabinete real, y sacando la
cabeza hacia la sala contigua, gritó:
––¡Que pasen!
En seguida aparecieron en la puerta del gabinete real los tres hombres a quienes nombró D'Artagnan. Al
acercarse los amigos del desventurado superintendente de hacienda, los cortesanos se hacían atrás como
para no contagiarse con la desgracia del infortunio. D'Artagnan se adelantó con presteza para asir de la mano
a aquellos desdichados que titubeaban y temblaban a la puerta del real gabinete, y los condujo ante el
sillón de Luis XIV, el cual, refugiado en el vano de una ventana, aguardaba el instante de la presentación y
se preparaba a hacer a los suplicantes una acogida rigurosamente diplomática. El primero de los amigos de
Fouquet que se adelantó fue Pelissón, que reprimió su llanto para que el rey pudiese oír mejor su voz y la
súplica que iba a elevarle. Gourville se mordía los labios para refrenar sus lágrimas por respeto al monarca,
y La Fontaine, con el rostro escondido en su pañuelo, no daba otras señales de vida que un convulsivo movimiento
de hombros a causa de sus sollozos. El rey conservó toda su dignidad; permaneció impasible y
aun continuó con el ceño fruncido como cuando D'Artagnan le anunció a sus enemigos. Luego hizo una
seña, como dando su venia para que los suplicantes se explicaran, y se quedó en pie observando a aquellos
tres hombres desesperados. Pelissón se inclinó hasta el suelo, y La Fontaine se arrodilló como en el templo
se arrodilla. Aquel obstinado silencio, únicamente cortado por suspiros y gemidos de dolor, empezaba a
excitar en el monarca, no la compasión, sino la impaciencia.
––Señor Pelissón, señor Gourville, y vos señor... ––dijo el rey con sequedad y sin nombrar a La Fontaine,
––veré con sumo desagrado que vengáis a suplicarme en pro de uno de los más grandes criminales a quien
debe castigar mi justicia. Un rey no se deja ablandar más que por las lágrimas de la inocencia o el arrepentimiento
de los culpables; y no creo en el arrepentimiento del señor Fouquet ni en las lágrimas de sus amigos,
porque el uno está gastado hasta el corazón, y los otros deben temer el, venir a ofenderme en mi casa.
Por eso os ruego señor Pelissón, señor Gourville, y a vos, señor... que no digáis nada que no sea la expresión
del más profundo acatamiento a mi voluntad.
––Sire ––respondió Pelissón temblando ante aquellas palabras, ––nada venimos a decir a Vuestra Majestad
que no sea claro reflejo del respeto y del amor más sincero que un súbdito debe a su rey. La justicia de
Vuestra Majestad es tremenda, y todos debemos acatar sus fallos, y ante ella nos inclinamos respetuosamente.
Lejos de nosotros la idea de venir a defender al hombre que ha tenido la desdicha de ofender a
Vuestra Majestad. El que ha incurrido en vuestra desgracia puede ser para nosotros un amigo, pero es enemigo
del Estado; le abandonamos con lágrimas en los ojos a la severidad del rey.
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––Por otra parte, juzgará mi parlamento ––repuso Luis XIV calmado por aquella voz de súplica y aquellas
persuasivas palabras. –– No castigo sin haber justipreciado el crimen, pues si mi justicia con una mano
empuña la espada, con la otra sostiene las balanzas.
––Por eso tenemos la más omnímoda confianza en la imparcialidad del rey, y esperamos poder oír nuestra
débil voz, con la venia de Vuestra Majestad, cuando para nosotros suene la hora de defender a un amigo
acusado.
––¿Qué venís a solicitar, pues? ––replicó Luis XIV con ademán impaciente.
––Sire ––continuó Pelissón ––el acusado deja una esposa y una familia. Lo poco que le quedaba al señor
Fouquet apenas bastaba para cubrir sus deudas, y su esposa, desde el cautiverio de su marido, se ve abandonada
de todos. La mano de Vuestra Majestad hiere como la de Dios, que cuando envía la lepra o la peste
a una familia, todos huyen y se alejan de la morada del leproso o del apestado. A veces, pero muy raras,
sólo un médico generoso se atreve a acercarse al umbral del maldito, y lo atraviesa animoso, y expone su
vida para combatir a la muerte. El es el último recurso del moribundo, el instrumento de la misericordia
divina. Sire, con las manos cruzadas de hinojos y como se suplica a Dios, os decimos: la esposa del señor
Fouquet ya no tiene amigos ni apoyo, y llora en su casa, mísera y desierta, abandonada de los mismos que
asediaban su puerta en la prosperidad, y sin crédito y sin esperanza. A lo menos, el desventurado sobre
quien pesa vuestra cólera recibe de vos, aunque culpable, el pan que mojan cada día sus lágrimas Tan afligida
y más despojada que su esposo, la señora Fouquet, la que tuvo la honra de recibir a Vuestra Majestad a
su mesa, la esposa del antiguo superintendente de hacienda de Vuestra Majestad, carece de pan.
Al llegar aquí, el silencio mortal que encadenaba el aliento de los dos amigos de Pelissón, fue interrumpido
por los sollozos de aquéllos, y D'Artagnan, a quien ya el corazón parecía querer saltársele del pecho al
escuchar aquella humilde súplica, tuvo que volver el rostro hacia el rincón del gabinete para morderse con
libertad el bigote y reprimir sus suspiros.
El rey conservó secos los ojos y severo el rostro; pero se sonrojó, y visiblemente menguó la firmeza de su
mirada.
––¿Qué deseáis? ––preguntó con voz conmovida el monarca.
––Venimos a pedir humildemente a Vuestra Majestad ––respondió Pelissón cada vez más conmovido, ––
que, sin incurrir en su desagrado, nos permita prestar a la señora Fouquet dos mil pistolas recogidas entre
todos los antiguos amigos de su esposo, para que a la viuda no le falte lo más necesario a la vida.
A la palabra “viuda”, pronunciada por Pelissón, cuando Fouquet todavía estaba vivo, Luis XIV palideció
intensamente, y se desplomó su orgullo, y la compasión se le subió del corazón a los labios, y mirando con
ojos de ternura a aquellos hombres que sollozaban a sus pies, respondió:
––¡Plegue a Dios que yo no confunda al inocente con el culpable! Los que dudan de mi misericordia con
los débiles, no me conocen; nunca descargué mi mano sino sobre los arrogantes. Haced lo que el corazón
os dicte para aliviar el dolor de la señora Fouquet. Retiraos, señores.
Los tres amigos, con los ojos enjutos, pues las lágrimas se les habían secado al contacto de sus encendidas
mejillas y de sus ardientes párpados, se levantaron silenciosamente, sin fuerzas para dar las gracias al
rey, que por otra parte puso término a las solemnes reverencias de aquéllos retirándose con presteza detrás
de su silón.
––Muy bien, Sire ––dijo D'Artagnan cuando los otros salieron, contestando a la interrogadora mirada del
rey; ––muy bien, amo mío; si no tuvieseis la divisa en la que campea el sol, os aconsejaría una que podríais
hacer traducir al latín por Conrat, ésta: “Blando con el débil, severo con el fuerte”.
––Os doy la licencia de que debéis tener necesidad para arreglar los asuntos de vuestro amigo el difunto
señor de Vallón –– dijo el rey sonriéndose y pasando a la pieza contigua.
EL TESTAMENTO DE PORTHOS
Pierrefonds estaba en el máximo luto. Los patios estaban desiertos, las caballerizas cerradas, las terrazas
abandonadas. Las fuentes de los estanques parábanse de suyo.
Por los caminos que llegaban al castillo, quien montando en una mula, quien subido sobre un jaco, venían
algunos graves personajes vecinos de campo, o si decimos los párracos y los bailíos de las tierras limítrofes,
todos los cuales y uno tras otro entraron silenciosos en el castillo, entregaron sus respectivas monturas
a un palafrenero afligido y, guiados por un criado, vestido de luto, se encaminaron al salón, donde en el
umbral Mosquetón recibía a los llegados.
En dos días había Mosquetón enflaquecido de tal suerte, que se zarandeaba dentro de su vestido como alfiler
en canuto, y su rostro, marcado de puntos rojos y blancos como el de la Virgen de Van Dick, estaba
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surcado por dos argentados arroyos que abrían lecho en aquellos sus carrillos antes tan esféricos cuanto
ahora enjutos.
Cada nuevo visitador arrancaba a Mosquetón nuevas lágrimas y era una compasión el verle llevar su manaza
a la luz para no reventar en sollozos.
Todas aquellas visitas no tenían otro fin que el de la lectura del testamento de Porthos, anunciada para
aquel día, y a la cual concurrieron todos los amigos del difunto, que no dejó pariente alguno, o cuantos sintieron
despertársele la codicia.
Los asistentes iban tomando asiento a medida que llegaban, y, al dar el mediodía, hora señalada para la
lectura, cerráronse las puertas del vasto salón.
El procurador de Porthos, superfluo es decir que era el sucesor de Coquenard, empezó por desplegar con
lentitud el gran pergamino en el cual la hercúlea mano de Porthos consignara su última voluntad. Roto el
sello, calados los anteojos y soltado el golpe de tos preliminar, todos y cada uno aguzaron el oído, todos,
excepto Mosquetón, que, para oír menos y llorar más a sus anchas, se había acurrucado en un rincón. De
pronto y como por mágicas artes se abrió la puerta de la sala y apareció, en medio de la viva luz del sol, una
figura viril. Era D'Artagnan que, llegado al castillo y no habiendo encontrado quien le tuviera el estribo,
había arrendado su caballo a la aldaba y se anunciaba a sí mismo. La luz del sol al entrar en la sala, el
murmullo de los asistentes y, más que todo, el instinto del perro leal, arrancaron de su abatimiento a Mosquetón,
que, al levantar la cabeza y conocer al antiguo amigo de su amo, aulló de dolor y vino a abrazarle
las rodillas regando al mismo tiempo las losas con sus lágrimas. D'Artagnan levantó al desesperado mayordomo,
le abrazó como un hermano digno, y después de saludar cortésmente a los presentes, que se inclinaron
unos hacia otros murmurando su nombre, fue a sentarse al testero de la gran sala en un sillón de encina
esculpida, sin soltar la mano de Mosquetón que, con el corazón angustiado, se sentó en un escabel. Entonces
el procurador, que estaba conmovido como los demás, empezó la lectura. Empezando con una ardiente
profesión de fe, Porthos pedía perdón a sus enemigos del daño que pudo haberle causado.
Este párrafo hizo brillar de inmenso orgullo los ojos de D'Artagnan, que, recobrando al antiguo Mosquetero
y calculando el número de los enemigos que aquél venciera, creyó que Porthos había obrado cuerdamente
al no especificarlos y al no recordar los agravios que les infiriera, pues de lo contrario el procurador
habría tenido mucho que leer.
Venía luego la enumeración siguiente:
“En la hora presente y por la gracia de Dios, poseo: l°. El Feudo de Pierrefonds con sus tierras de labranza,
bosques, prados, aguas y selvas, rodeados de buena cerca; 2°. El feudo de Bracieux, compuesto de castillo,
bosques y tierras de pan llevar, distribuidas en tres cortijos; 3°. El pequeño feudo de Vallón, llamado
así porque está en el valle; 4°. Cincuenta alquerías en Turena, que suman en conjunto quinientas fanegas;
5°. Tres estanque en el Berrí, que reditúan doscientas libras cada uno. En cuanto a los bienes 'mobiliarios',
así llamados porque se pueden mover, como tan bien lo explica mi sabio amigo el obispo de Vannes...”
Este lúgubre nombre hizo estremecer a D'Artagnan. El procurador continuó imperturbable:
“Consisten: 1°. En muebles que dejo de enunciar por falta de espacio, y que alhajan todos mis castillos o
casas, pero de los cuales ha hecho el inventario mi mayordomo...”
Todos los presentes convergieron los ojos hacia Mosquetón, que se abismó en su dolor.
“2°. En veinte caballos de mano y de tiro, que se hallan en mi castillo de Pierrefonds, llamados: Bayardo,
Rolando, Carlomagno, Pepino, Dunois, La Hire, Ogier, Sansón, Milón, Nemrod, Urganda, Armido, Falstrade,
Dalila, Rebeca, Yolanda, Fineta, Griseta, Liseta y Museta, 3°. En sesenta perros, divididos en seis
jaurías, para la caza del ciervo, del lobo, del jabalí y de la liebre respectivamente, y las otras dos para muestra
o para guarda; 4°. En armas de guerra y de caza, encerradas en mi galería de armas; 5°. En vinos de Anjou,
escogidos para Athos, a quien gustaban mucho en otro tiempo, y en vinos de Borgoña, Champaña,
Burdeos y España, conservados en ocho bodegas y doce cuevas de mis posesiones; 6°. Mis cuadros y estatuas,
que según dicen son de gran mérito, y los hay en bastante cantidad para fatigar la vista; 7°. Mi biblioteca,
compuesta de seis mil volúmenes intactos; 8°. Mi vajilla de plata, tal vez un poco usada, pero que no
dejará de pesar de mil a mil doscientas libras, pues yo a duras penas podía levantar el cofre que la encerraba;
y tanto es así que cargado con él, sólo podía dar seis vueltas alrededor de mi cuarto; 9°. Todo lo men-
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cionado, junto con la mantelería y demás ropa blanca, está distribuido entre las casas mías que más me gustaban...”
El procurador se detuvo para tomar aliento, y los concurrentes aprovecharon la suspensión para suspirar,
tose, redoblar la atención. Luego el procurador prosiguió:
“Ni he tenido hijos, ni es probable que los tenga, lo cual es para mí un verdadero dolor. Con todo eso, digo
que no digo bien, porque tengo un hijo en común con mis amigos, ese hijo, joven señor llamado Raúl
Augusto Julio de Bragelonne e hijo legítimo del señor conde de La Fere, me ha parecido digno de suceder a
los tres bravos hidalgos con cuya amistad me honro y de los cuales soy el servidor más humilde.”
Cuando el lector llegó aquí, oyóse un ruido agudo: la espada de D'Artagnan acababa de escurrirse de su
tahalí y de caer en las sonoras baldosas. Lo cual motivó que todos se volvieron hacia el punto de donde
partiera el ruido, con lo que pudieron ver cómo de las espesas pestañas dei gascón se desprendía una lágrima
como una pequeña nuez y le rodaba por su aguileña nariz, cuya luminosa arista brillaba, de aquella
suerte, como un filete de oro bruñido.
“Por eso, continuó el procurador, lego todos mis bienes, muebles e inmuebles, especificados más arriba,
al susodicho señor Raúl Augusto Julio de Bragelonne, hijo del señor conde de La Fere, para que se consuele
de la pesadumbre que al parecer le agobia, y ponerle en estado de llevar gloriosamente su nombre...”
Por el auditorio corrió un prolongado murmullo.
El procurador, ayudado por la flameante mirada de D'Artagnan, que estableció el silencio recorriendo la
sala, continuó:
“El vizconde de Bragelonne queda obligado a entregar al señor caballero de D'Artagnan, capitán de los
mosqueteros del rey, cuantos demás bienes le pida; a pasar una pensión a mi amigo, el señor caballero de
Herblay, caso de verse éste obligado a vivir en el destierro, a mantener a mis criados que me hayan servido
diez o más años, y a entregar quinientas libras a cada uno de los demás.
“Lego a mi mayordomo Mosquetón todos mis trajes de paisano, militares y de caza, en número de cuarenta
y siete, en la seguridad de que los llevará hasta quedar raídos, por amor y en recuerdo mío.
“Item más: lego al señor vizconde de Bragelonne el ya nombrado Mosquetón, mi antiguo servidor y fiel
amigo, para que le trate de modo que aquél, al morir declare que nunca ha dejado de ser dichoso”.
Mosquetón, al oír estas palabras, hizo una reverencia, se puso aún más pálido de lo que estaba, empezó a
temblar convulsivamente, y con el rostro trastornado por el dolor se tambaleó y titubeó como si buscara una
dirección para salirse de la sala.
––Salid de aquí e id a hacer vuestros preparativos, mi buen amigo ––dijo D'Artagnan a Mosquetón. ––Os
llevo conmigo a casa de Athos, adonde me encamino al irme de Pierrefonds.
Mosquetón, sin contestar, respirando apenas, como si todo en aquella sala debiese serle extraño en lo sucesivo,
abrió la puerta y desapareció lentamente.
El procurador terminó la lectura del testamento, después de la cual se marcharon frustrados en sus esperanzas,
pero con el más profundo respeto, la mayor parte de los que habían venido para informarse de la
última voluntad de Porthos.
D'Artagnan, en cuanto se hubo quedado solo, después de haber recibido la ceremoniosa reverencia que le
hiciera el procurador, admiró la profunda sabiduría del testador, que tan justamente distribuyese sus bienes
al más digno y al más necesitado, con una delicadeza que no habrían igualado los más puleros cortesanos y
los corazones más generosos.
En efecto, Porthos prescribiría a Raúl de Bragelonne que diese a D'Artagnan cuanto éste le pidiese; y el
buen Porthos sabía que D'Artagnan no pediría nada, y de pedir algo, quería que nadie sino él mismo eligiese
su parte.
Porthos dejaba una pensión a Aramis, quien por excederse en sus pretensiones, se encontraba detenido
por el ejemplo de D'Artagnan. Además, el vocablo “destierro”, soltado sin intención aparente por el testador,
¿no era la más blanda y delicada crítica de la conducta de Aramis, causa de la muerte de Porthos?
Finalmente, si el testador no hacía legado alguno a Athos, ¿no era porque había supuesto que el hijo ofrecería
la mejor parte al padre?
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Como se ve, el tosco entendimiento de Porthos avaloró todas las causas y todas las circunstancias con
más tacto que la ley, la costumbre y el criterio.
––Porthos era hombre de corazón ––dijo entre sí D'Artagnan exhalando un suspiro, mientras le pareció
que bajaba del techo un gemido. ––¡Ah! ––añadió el mosquetero, ––es el pobre Mosquetón; es preciso distraerle
de su dolor.
D'Artagnan se salió apresuradamente de la sala del honrado mayordomo, y al entrar en el cuarto de Porthos,
vio un montón de trajes de todos colores y de toda clase de telas sobre los cuales se había echado
Mosquetón después de haberlos amontonado. Aquel era el lote del amito fiel; aquellos trajes eran suyos y
bien suyos, se los habían legado formalmente.
Mosquetón, con las manos tendidas sobre aquellas reliquias, las besaba con los labios y con el rostro y
los cubría con su cuerpo.
––¡Válgame Dios, no se mueve!, ––dijo entre sí D'Artagnan acercándose al pobre mayordomo para consolarle;
––se ha desmayado.
D'Artagnan se engañaba: Mosquetón estaba muerto, como el perro que ha perdido a su amo y va a expirar
sobre la ropa de éste.
¡PADRE, PADRE!
Una serie funesta de acontecimientos había separado para siempre a los cuatro mosqueteros, en otro
tiempo ligados de manera al parecer indisoluble. Athos, solo desde la partida de Raúl, empezaba a pagar
tributo a esa muerte anticipada a que llamamos la ausencia de los seres queridos.
De regreso en su casa de Blois, sin tener ni siquiera a su lado a Grimaud para recoger de él una triste sonrisa
al pasar por el jardín, Athos sentía cada vez más debilitársele el cuerpo, tantos años conservado al parecer
inalterable.
Disimulado por la presencia del objeto amado, el curso de la edad, ésta llegaba ahora con el cortejo de
dolores e incomodidades tanto mayores, cuanto más tarde llegan, Athos ya no tenía allí a su hijo para esmerarse
en caminar derecho y con la cabeza levantada para dar el buen ejemplo, ni podía regenerar la lama de
sus miradas en el foco sin cesar ardiente de los ojos de aquél.
Y luego, aquel hombre tan sensible y reservado, desde el punto que dejó de encontrar dique a los impulsos
de su corazón, se entregó en brazos de la pesadumbre con todo el ardor con que los seres vulgares se
entregan a la alegría.
El conde de La Fere a los sesenta y dos años había conservado sus fuerzas. Siempre hermoso, pero agobiado,
noble, pero triste, benigno, buscaba desde que se quedó solo, los claros de las alamedas a los cuales
llegaba el sol al través del follaje.
Lejos Raúl, Athos dejó de librarse al rudo ejercicio de toda su vida, sus servidores, acostumbrados a verle
levantarse todo el año al alba, admiráronse de que entonces, no obstante estar en verano, el conde no hubiera
todavía dejado la cama a las siete de la mañana.
Athos se quedaba acostado y con un libro bajo la almohada; no para dormir ni leer, sino para no tener que
llevar su cuerpo, para dejar a su alma y a su mente lanzarse fuera de la carnal envoltura en busca de su hijo
o de Dios.
Sus servidores se asustaban al verle entregado por espacio de largas horas a una divagación muda e insensible;
ni siquiera oía las pisadas del criado que temeroso se llegaba hasta el umbral del dormitorio para
ver si su amo estaba dormido o despierto. Alguna vez olvidó que estaba mediado el día y que la hora de las
dos primeras comidas había pasado. Entonces lo despertaban, se levantaba, bajaba a su sombría alameda,
tomaba luego un poco de sol como para compartir su calor con el hijo ausente, y volvía a su paseo lúgubre,
monótono, hasta que, cansado, tornaba a su cama, su domicilio predilecto. Largos días pasó el conde sin
proferir una palabra, se negó a recibir a cuantos iban a visitarle, y durante la noche viéronle cómo encendía
su lámpara y pasaba horas y más horas escribiendo u ocupado en hojear pergaminos.
El ayuda de cámara notó que acortaba cada día más su paseo. La grande alameda de los tilos no tardó en
ser demasiado larga para los pies que en otro tiempo la recorrían innumerables veces al día.
Ya el andar cien pasos le rendía, ya ni quiso levantarse, y aun se negó a tomar alimento.
Entonces, aunque el conde no se quejaba, y siempre se sonreía, y era afable, asustados sus criados fueron
a Blois a buscar al antiguo médico del difunto duque de Orleans, e hicieron que viese a Athos sin que éste
viera al médico; le introdujeron en una pieza contigua al dormitorio del enfermo, y le rogaron que no se
mostrase, temerosos de disgustar a su amo que no había solicitado auxilio facultativo. El médico accedió.
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Examinó desde su escondrijo los síntomas del misterioso mal que agobiaba y minaba cada día más mortalmente
la existencia de aquel hombre poco antes lleno de vida y apegado a ella.
El médico notó en la mejilla de Athos la púrpura de la calentura lenta e implacable, nacida en uno de los
senos del corazón que, enconando gradualmente el dolor que engendra, es a la vez causa y efecto de una
situación peligrosa.
El médico empleó algunas horas en estudiar aquella dolorosa lucha de la voluntad contra una fuerza superior;
después como hombre resuelto y enérgico, salió inopinadamente de su escondite y se acercó a Athos,
que lo miró sin manifestar sorpresa.
––Con perdón, señor conde, ––dijo el médico llegándose al enfermo con los brazos abiertos y sentándose
a la cabecera de Athos, que con grandes trabajos salía de su preocupación; ––pero tengo que reñiros; preparaos
a escucharme.
––¿Qué pasa doctor? ––preguntó el conde tras un instante de silencio.
––Pasa que estáis enfermo, señor conde, y nada hacéis para curaros.
––¿Yo enfermo? ––repuso Athos, sonriéndose.
––Calentura, consunción; vaya, señor conde, dejémonos de subterfugios; sois buen cristiano y... ¿Seríais
capaz de quitaros la vida?
––¡Nunca!
––Pues bien, señor conde, os vais consumiendo, y de continuar así, sería suicidaros. Curaos, señor conde,
curaos.
––¿De qué? Primeramente hallad el mal.
––A vos os mina una aflicción.
––No, doctor; todo mi mal estriba en la ausencia de mi hijo; no me escondo de ello.
––Señor conde, vuestro hijo vive, y a sus ojos se abre el porvenir a que son acreedores los hombres de su
valer y de su estirpe; vivid por él...
––Ya lo hago, doctor... Y sonriéndose con melancolía añadió: ––Nada temáis, mientras Raúl viva, viviré
yo; tengo preparada mi mochila y mi alma está dispuesta; sólo espero la señal... Espero, doctor, espero...
El médico, que conocía la fortaleza de ánimo y la robustez del cuerpo de Athos, reflexionó un instante y
comprendiendo que las palabras eran ociosas y absurdos los remedios, se marchó exhortando a los criados
del conde que no abandonasen un instante a su amo.
Cuando se fue el médico, Athos no manifestó ningún disgusto porque le hubiesen turbado, ni recomendó
que le entregasen las cartas en cuanto llegase el correo, porque sabía que para sus servidores era un gozo y
una esperanza toda distracción que le llegaba, y que aquellos se la procurarían a costa de su misma sangre.
Pocas veces conciliaba Athos el sueño; lo único que hacía era abismarse por espacio de algunas horas en
una divagación más profunda, más oscura, que otros habrían confundido con el sueño: reposo momentáneo,
olvido de la materia que redundaba en fatiga del alma, porque Athos vivía con doble rapidez durante aquellas
peregrinaciones de la inteligencia. Una noche soñó que Raúl se vestía en una tienda de campaña, para ir
a una expedición dirigida personalmente por el duque de Beaufort. Raúl estaba triste, y se abrochaba lentamente
su coraza, y más lentamente aún se ceñía su espada.
––¿Qué os pasa, Raúl? ––le preguntó con ternura su padre.
––¡Ay! lo que me aflige es la muerte de Porthos, nuestro buen amigo, ––respondió Raúl. ––y padezco
aquí el dolor que vos sentís en Blois.
Y la visión desapareció con el sueño de Athos.
Al amanecer, uno de los criados entró en el dormitorio del conde y entregó a éste una carta procedente de
España.
––De Aramis, ––dijo entre sí Athos al ver el sobrescrito. Y después de leer algunas líneas, exclamó: ––
¡Porthos ha muerto! ¡Ah, Raúl, Raúl! ¡Gracias, cumples tu promesa! ¡Me adviertes!
Y acongojado, se desmayó en su lecho sin más causa que su debilidad.
Cuando el desmayo de Athos pasó, casi avergonzado de haber flaqueado ante aquel incidente sobrenatural,
se vistió y pidió un caballo, firmemente resuelto a irse a Blois para entablar correspondencia más segura,
ya fuese con el Africa, ya con D'Artagnan o Aramis, que en su última carta le ponía al corriente del mal
éxito de la expedición de Belle-Isle y de la muerte de Porthos, sobre cuyo fin le daba bastantes detalles para
que el tierno y devoto corazón de Athos se sintiera conmovido hasta las más hondas fibras.
Athos quiso, pues, hacer una postrera visita a su amigo Porthos, en su tumba de Locmaria.
Pero, apenas los gozosos criados vistieron a su amo, a quien veían con satisfacción prepararse para un
viaje que debía disipar su tristeza, apenas hubieron ensillado y conducido al pie de la escalinata el caballo
más manso de la caballeriza, cuando al padre de Raúl se le turbó la cabeza y le flaquearon las piernas.
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Athos, comprendiendo que no le sería posible dar un paso más, hizo que lo condujeran al sol; allí, acostado
en su banco de césped, tardó más de una hora en rehacerse de aquella atonía, por demás natural tras el
inerte reposo de los últimos días.
Athos tomó una taza de caldo para recobrarse, y humedeció sus secos labios en un vaso de vino de Anjou.
Entonces confortado y despejada la mente, Athos hizo que llevasen su caballo; pero necesitó de la ayuda
de sus criados para montar penosamente.
A cien pasos del castillo y a la primera revuelta del camino, Athos sintió escalofríos.
––Es extraño, ––dijo el conde a su ayuda de cámara, que le acompañaba.
––Paremos, señor, por vuestra salud os lo pido, ––contestó el fiel criado. ––Palidecéis.
––Lo cual no impedirá que prosiga yo mi camino, pues en camino estoy, ––replicó el conde dando rienda
a su caballo.
Pero en vez de obedecer a su amo, el animal se detuvo de repente, refrenado por un movimiento involuntario
de Athos y en el que éste no paró la atención.
––Algo se empeña en que no vaya más lejos, ––dijo el conde. Y tendiendo los brazos, añadió: ––
Sostenedme; ¡pronto! pues siento que se aflojan mis músculos y voy a caer del caballo.
El criado había visto el ademán de su amo; se acercó apresuradamente y lo recibió en sus brazos.
––Resueltamente “quieren” que me quede en casa, ––murmuró el conde.
Los criados se acercaron, le transportaron a su casa y le acostaron.
––No olvidéis que hoy espero cartas de Africa, ––dijo Athos a sus criados disponiéndose a dormir.
––El hijo de Blaisois ha montado a caballo para adelantarse una hora al correo de Blois, ––respondió el
ayuda de cámara.
––Gracias, ––contestó Athos sonriéndose con bondad.
El conde acogió el sueño, sueño ansioso que revelaba un padecimiento interno, como pudo notarlo en las
facciones el que se quedó a su cabecera para velarlo.
Así pasó el día, y al fin tornó el hijo de Blaisois, que dijo que el correo no había traído carta para el conde,
que debía esperar siete mortales días más a que llegase otro correo, y el conde comenzó la noche en tan
dolorosa persuasión.
En las primeras horas de aquella noche mortal, Athos acumuló a sus ya tristes probabilidades, cuantas
suposiciones sombrías pueden nacer en la mente de un hombre enfermo e irritado por los padecimientos.
La fiebre invadió el pecho de Athos, en el que prendió fuego inmediatamente, según la expresión del médico
que de Blois llevó consigo y en su último viaje al hijo de Blaisois, y tras el pecho invadió la cabeza,
que volvió a despejársele gracias a dos sangrías que le hizo el médico, pero que debilitaron al enfermo y
sólo le dejaron fuerza de acción en el cerebro.
Y cesó la temible calentura.
Ante aquella mejoría incontestable, el médico se volvió a Blois después de haber dejado algunas prescripciones
y dicho que el conde estaba salvado.
Entonces comenzó para Athos una situación extraña, indefinible. Libre de pensar, su espíritu voló a Raúl,
el hijo amado. En su imaginación vio los campos de Atrick en las cercanías de Djidgeli, en donde el duque
de Beaufort debía de haber desembarcado ya con su ejército. Por todas partes se veían plomizas peñas reverdecidas
a trechos por el agua del mar cuando azota la playa durante las borrascas. Más allá de la playa,
cuajada de rocas parecidas a tumbas, entre lentiscos y cactus, se veía como una aldea que ascendía en forma
de anfiteatro, envuelta en densa humareda por entre la que se veían pasar despavoridas sombras, y de la
que partían confusos clamores.
De pronto y del seno de aquella humareda, salió una llama que, arrastrándose, cubrió toda la aldea, y que,
agrandándose poco a poco, englobó en sus rojos torbellinos llantos, gritos, bra zos extendidos, maderos que
se derrumbaban, hojas de espada retorcidas, piedras calcinadas y árboles abrasados y reducidos a cenizas.
Y lo más extraño es que en medio de tal caos, Athos veía brazos levantados, y oía lamentos, sollozos y suspiros,
pero no veía figura humana. A lo lejos retumbaban el cañón y la mosquetería, mugía la mar, y los
rebaños huían saltando por los verdeantes declives. Pero no se veía un soldado que aplicara la mecha al
oído de los cañones, ni un marinero que ayudase a las maniobras de la escuadra, ni un pastor que guiase los
rebaños.
Después de la ruina de la aldea y de la destrucción de los fuertes que la dominaban, ruina y destrucción
realizadas mágicamente, sin la cooperación de un ser humano, se extinguió la llama y volvió a subir el
humo que, cada vez menos denso, acabó por evaporarse. Las sombras de la noche cubrieron entonces aquel
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paisaje: noche opaca en la tierra pero clara en el firmamento, en el que las estrellas de primera magnitud,
que con tal intensidad refulgen en el cielo africano, brillaban sin iluminar más que a sí mismas.
Sucedió prolongado silencio, que sirvió para reposar por un momento la turbada imaginación de Athos:
el cual, comprendiendo que aun no había terminado lo que tenía que ver, fijó con más atención las miradas
de su inteligencia en el estupendo espectáculo que le reservaba su imaginación. La luna, pálida y melancólica,
se levantó tras las vertientes de la costa, y plateando primeramente los ondulantes pliegues del mar,
calmado después de los mugidos con que acompañara la visión de Athos, salpicó de ópalos y diamantes los
brezos y los matorrales de la colina. Las grises peñas, cual fantasmas silenciosas y atentas, pareció como
que levantaban sus verdosas cabezas para mirar también el campo de batalla a la luz de la luna, campo de
batalla que ahora vio Athos sembrado de cadáveres.
El alma del conde se estremeció de espanto y de temor al conocer el uniforme azul y blanco de los soldados
de Picardía, sus largas picas de asta azul, y sus mosquetes con la flor de lis grabada en la culata; cuando
vio aquellas frías y abiertas heridas que miraban el azulado espacio como para reclamarle las almas a las
cuales libraran el paso; aquellos caballos despanzurrados, inmóviles, con la lengua fuera de la boca y colgando,
dormidos en la coagulada sangre esparcida en torno suyo y que manchaba sus mantillas y sus crines,
y el blanco caballo de Beaufort tendido, con la cabeza despedazada, en la primera fila de los muertos, Athos
se pasó una helada mano por la frente, y al no hallarla abrasada, conoció que asistía como espectador
tranquilo, al día siguiente de una batalla librada en la playa de Djidgeli por el ejército expedicionario que
vio abandonar las costas de Francia y desaparecer en el horizonte, del cual había saludado él, con el ademán
y con el pensamiento, el último cañonazo mandado disparar por el duque en señal de despedida a la
patria. No es para escribir la aflicción mortal con que el alma del conde, siguiendo con escrudiñadores ojos
las huellas de aquellos cadáveres, fue mirándoles uno a uno para ver si Raúl dormía entre ellos, ni para explicado
el gozo embriagador, divino, con que Athos se inclinó ante el Hacedor y le rindió gracias por no
haber visto a aquel a quien buscaba con tanto temor entre los muertos. Muertos que, caídos en su respectiva
fila, envarados, yertos, fáciles de conocer, parecían volverse con complacencia y respeto hacia el conde de
La Fere para que éste los viera mejor durante su fúnebre inspección.
A tal punto llegó la ilusión de Athos, que aquella visión era para él un viaje real efectuado por el padre al
Africa para obtener informes más exactos acerca de su hijo. Así, fatigado de haber recorrido mares y continentes.
trató de buscar descanso bajo una de las tiendas levantadas al abrigo de una peña, tiendas en cuyo
ápice flameaba la blanca y flordelisa bandera.
Entonces y mientras su mirada vagaba por la planicie, vio aparecer una forma blanca tras los resinosos
mirtos. Aquella figura ostentaba el uniforme de oficial, empuñaba una espada rota y se adelantaba poco a
poco hacia Athos, que, parándose de repente y fijando los ojos en ella, no habló ni se movió, si bien quiso
abrir los brazos, pues acababa de conocer a Raúl en aquel oficial pálido y silencioso. El conde intentó lanzar
una exclamación, y la voz se le ahogó en la garganta.
Raúl se llevó un dedo a los labios indicándole que se callase, y retrocedió lentamente sin que Athos viera
que moviese las piernas. El conde, más pálido y más tembloroso que Raúl, siguió penosamente a su hijo al
través de brezos y zarzales, piedras y zanjas. Raúl parecía no tocar el suelo, y ningún obstáculo se oponía a
la ligereza de su marcha.
Athos, fatigado por la fragosidad del terreno, se detuvo jadeante, mientras Raúl le hacía siempre seña de
que le siguiese. El tierno padre, a quien el amor daba nuevas fuerzas, hizo todo lo posible para subir la
montaña en pos de su hijo, que le atraía con su ademán y con su sonrisa, y al llegar a la cúspide, vio resaltar
como una figura negra y sobre el horizonte blanqueado por la luna, las formas aéreas de Raúl.
Athos tendió la mano para reunirse en la meseta, a su amado hijo, que también le tendía la suya; pero de
pronto, y cual si lo arrastrara una fuerza incontrastable, Raúl abandonó la tierra, y Athos vio brillar el cielo
entre la colina y los pies de su hijo, que ascendió por los aires hacia el cielo sin dejar de sonreírse y de llamar
con el además a su padre.
EL ANGEL DE LA MUERTE
En esto estaba Athos de su maravillosa visión cuando el abrir y cerrar de las puertas exteriores de la casa
rompió––su encanto. El conde oyó el galopar de un caballo por la endurecida arena de la alameda grande, y
el rumor de animadas conversaciones; pero sólo volvió la cabeza hacia la puerta de su dormitorio para percibir
mejor los rumores que hasta él llegaban. Alguien subió con paso tardo la escalinata, y el caballo, que
poco antes galopaba con rapidez, partió lentamente hacia la caballeriza. Algunos estremecimientos acom-
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pañaban aquellos pasos que poco a poco iban acercándose al cuarto de Athos; que al abrirse la puerta, preguntó
con voz desfallecida:
––Carta de Africa, ¿no es verdad?
––No, señor conde, ––respondió una voz que hizo estremecer en su lecho al padre de Raúl.
––¡Grimaud! ––murmuró Athos, cuyas sumidas mejillas se cubrieron de sudor.
Grimaud apareció en el umbral, pero no el Grimaud que vimos, joven aún por el valor y la devoción,
cuando saltó primero que todos en el bote destinado a conducir a Raúl a bordo, sino un anciano pálido y
grave, con el traje polvoriento y ralos cabellos plateados por la edad. Grimaud temblaba al apoyarse en la
puerta, y cuando de lejos y a la luz de la lámpara vio el rostro de su amo, estuvo a punto de caerse. Grimaud
levaba impresa en el rostro la huella de un dolor ya envejecido por un hábito lúgubre. Así como antes
se acostumbrara a no hablar, ahora se acostumbraba a no sonreírse. Athos tuvo bastante con una mirada
para notar aquella mutación en el rostro de su fiel servidor, y con el mismo tono con que hubiera hablado
con Raúl en su sueño, dijo:
––Raúl está muerto, ¿no es verdad, Grimaud?
Los otros criados del conde, con los ojos clavados en el lecho del doliente, escuchaban palpitantes detrás
de Grimaud.
––Sí, ––respondió el anciano, arrancando de su pecho y con un ronco suspiro aquel monosílabo.
Al oír la respuesta de Grimaud, los criados prorrumpieron en gemidos y lamentos, suspiros y deprecaciones
que llenaron la estancia de aquel padre agonizante. Esto fue como la transición que condujo a Athos a
su sueño. Sin proferir una palabra, sin derramar una lágrima, paciente, dulce y resignado como los mártires,
fijó en el cielo los ojos para ver de nuevo en él y remontándose de la montaña de Djidgeli, la amada aparición
que se alejaba de él en el instante de llegar Grimaud. E indudablemente al mirar hacia el cielo y al
reanudar su maravilloso sueño, Athos volvió a pasar por los mismos caminos por los cuales le condujera
aquella visión a la vez grata y terrible; porque después de haber cerrado suavemente los ojos, los abrió de
nuevo y se sonrió respondiendo a la sonrisa que le dirigía Raúl. Indudablemente Dios quiso abrir a aquel
elegido los tesoros de la bienaventuranza eterna en la hora en que los demás hombres tiemblan ante la severa
justicia del Señor y se aferran a la vida terrenal de ellos conocida, dominados por el terror que les inspira
la otra vida, que entreven a la luz tétrica y severa de las antorchas de la muerte. Tras una hora de éxtasis,
Athos levantó pausadamente sus blancas manos, imprimió a sus labios una sonrisa y murmuró en voz tan
tenue, que apenas fue oída, estas dos palabras dirigidas a Dios o a Raúl: “Aquí estoy”. Luego sus manos
volvieron a caer lentamente como si él mismo las hubiese descansado en el lecho.
Hasta en el sueño eterno, Athos conservó la plácida y sincera sonrisa que debía acompañarle a la tumba.
La quietud de sus facciones y la calma de su fin, hicieron dudar por largo tiempo a sus servidores de si
realmente estaba muerto.
Los criados del conde se empeñaron en llevarse de la cámara mortuoria a Grimaud, que desde lejos devoraba
aquel pálido rostro y no se atrevía a acercarse a él movido del piadoso temor de llevarle el soplo de la
muerte; pero a pesar de su fatiga, Grimaud se negó a retirarse, y se sentó en el suelo, guardando a su amo
con la vigilancia de un centinela, y anheloso de recoger su primera mirada al despertar y su último suspiro a
la muerte.
En la casa fueron apagándose los rumores; respetando el sueño del señor; pero Grimaud prestó oído atento
y advirtió que el conde había dejado de respirar. Entonces incorporándose miró desde el sitio en que estaba
para ver si sorprendería un estremecimiento en el cuerpo de su amo; pero ¡nada! Tuvo miedo y se puso
en pie a tiempo que en la escalera se oyó ruido de espuelas golpeadas por una espada, sonido belicoso, familiar
a sus oídos, que le detuvo en el instante en que se encaminaba al lecho mortuorio.
––¡Athos! ¡Athos! ¡amigo mío! ––exclamó una voz conmovida hasta las lágrimas y todavía más vibrante
que el cobre y el acero.
––¡Señor caballero de D'Artagnan! ––murmuró Grimaud.
––¿Dónde está? ––preguntó el mosquetero.
Grimaud le asió del brazo con sus huesudos dedos y le mostró el lecho, sobre cuyas sábanas resaltaba ya
el lívido color del cadáver.
D'Artagnan, con la respiración jadeante, se adelantó de puntillas, tembloroso, asustado del ruido que producía
su andar, y con el corazón desgarrado por mortal angustia, acercó su oído al pecho de Athos, y al ver
que éste estaba muerto, se hizo atrás.
Grimaud, que no perdía de vista al mosquetero y para quien cada uno de los ademanes de aquél era una
revelación, se llegó tímidamente al lecho y, sentándose a los pies de él, pegó los labios a la sábana, levantada
por los de su amo y se abrieron las fuentes de sus lágrimas.
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Aquel anciano, desesperado, que encorvado y sin proferir palabra lloraba, ofrecía el espectáculo más
conmovedor que D'Artagnan, en su vida llena de emociones, hubiese presenciado nunca.
El capitán permaneció en pie y en contemplación ante aquel risueño cadáver, que parecía haber conservado
su postrer pensamiento para hacer a su mejor amigo, al hombre a quien había amado más después de
Raúl, un recibimiento amable, aún más allá de la vida, y como para responder a aquella postrera caricia de
hospitalidad, D'Artagnan dio un beso en la frente de Athos y con sus temblorosos dedos le cerró los ojos.
De improviso, la amarga oleada que punto por punto iba subiendo, invadióle el corazón y le quebrantó el
pecho. Incapaz de dominar su emoción, se levantó, y saliendo violentamente de la fúnebre estancia en la
que acababa de encontrar muerto a aquel a quien él venía a traer la nueva de la muerte de Porthos, rompió
en sollozos tan desgarradores, que los criados, que parecían no aguardar más que una explosión de dolor,
contestaron a ellos con lúgubres clamores, y los perros del señor con sus lamentables aullidos. Sólo Grimaud
no levantó la voz; que aun en el paroxismo de su dolor no se hubiera atrevido a profanar la muerte, ni
por primera vez turbar el sueño de su amo. Al alba, D'Artagnan, que había pasado la noche paseándose por
el comedor, mordiéndose los puños para ahogar los suspiros, subió otra vez la escalera, y atisbando el instante
en que Grimaud volvería la cabeza hacia él, le hizo seña de que se le acercara, lo que ejecutó el fiel
servidor sin hacer más ruido que un espectro.
D'Artagnan volvió a bajar seguido de Grimaud, y una vez en el vestíbulo, tomó las manos del anciano y
le dijo:
––He visto cómo ha muerto el padre, Grimaud; dime ahora cómo ha muerto el hijo.
Grimaud sacó de su pechera una abultada carta dirigida a Athos, D'Artagnan, que en la del sobre conoció
la letra de Beaufort; rompió el sello, y a la azulada luz del alba y paseándose a la sombra de los añosos tilos
de la alameda que todavía conservaba la huella del que acababa de morir, leyó lo siguiente:
“Mi querido conde, ––decía el príncipe en su descomunal escritura de escolar torpe, ––en medio de un
gran triunfo nos llena de aflicción una gran desventura. El rey pierde uno de sus más valientes soldados, yo
un amigo, vos el señor Bragelonne, muerto tan gloriosamente, que no me siento con fuerza para llorarle
como yo quería. Recibid mi triste enhorabuena, mi querido conde, y no olvidéis que Dios nos envía a cada
cual las pruebas según la grandeza de nuestro corazón. La que en este momento os abruma es inmensa,
pero no superior a vuestro ánimo. –– Vuestro buen amigo. El duque de Beaufort”
Esta carta incluía una relación escrita por uno de los secretarios del príncipe. D'Artagnan, acostumbrado
a las emociones de la batalla, y escudado contra los entorpecimientos del corazón, no pudo menos de estremecerse
al leer esta relación:
“Por la mañana, monseñor el duque dio la orden de ataque. Los regimientos de Normandía y Picardía
habían tomado posiciones en las grises peñas dominadas por el declive de la montaña en la vertiente donde
se alzan los baluartes de Djidgeli. Empeñada la acción por la artillería, los regimientos avanzaron resueltamente,
con la pica alta los piqueros, y arma al brazo los mosqueteros, seguidos en su marcha y atentamente
por la mirada del príncipe, dispuesto a sostenerlos con una fuerte reserva. Junto a monseñor estaban los
capitanes más antiguos y sus ayudantes de campo, entre ellos el señor vizconde de Bragelonne, que había
recibido la orden de no separarse de su Alteza.
Entretanto, la artillería enemiga, que al principio disparaba a bulto contra el grueso del ejército, afinó su
puntería y sus balas mataron a algunos hombres en torno del príncipe. Los regimientos que avanzaban en
columna contra las murallas, fueron algo maltratados, y empezaron a vacilar al verse mal secundados por
nuestra artillería.
En efecto, las baterías emplazadas la víspera hacían un tiro incierto a causa de su posición, que era la de
abajo a arriba, lo cual hacía que no pudiese darse precisión a los disparos. Comprendiendo monseñor el mal
efecto de la posición de artillería de sitio, ordenó a las fragatas acoderadas en la pequeña rada que rompiesen
un fuego regular contra la plaza, y para llevar la orden, el primero que se ofreció fue el señor de Bragelonne,
que no pudo ver satisfechos sus deseos por haberse negado a consentir a su petición el príncipe. El
cual tenía razón, pues quería de veras al vizconde, y los acontecimientos se encargaron de justificar la previsión
y la negativa de monseñor, pues apenas hubo llegado a la orilla del mar el sargento a quien Su alteza
confió el parte solicitado por el señor de Bragelonne, cuando cayó muerto por dos descargas de espingarda
que le dirigió el enemigo.
El señor de Bragelonne, al ver esto, se volvió sonriéndose hacia su Alteza, que le dijo: “Ya lo veis, vizconde,
os he salvado la vida. Escribídselo así al señor conde de La Fere, para que sabiéndolo por vos, me lo
agradezca a mí”.
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El señor vizconde se sonrió con tristeza y replicó: “Monseñor, es verdad que sin vuestra benevolencia estaría
yo tendido allá abajo, donde el sargento, y en gran reposo”.
El señor vizconde dio esta respuesta con voz tan singular, que monseñor replicó con viveza: “¡Vive Dios!
no parece sino que os hace agua la boca, pero, ¡por el alma de Enrique IV! prometí a vuestro padre que os
devolvería vivo a él, y si quiere Dios cumpliré mi palabra”.
“Monseñor, contestó el señor de Bragelonne sonrojándose y en voz más baja, dignaos perdonarme; es
que siempre he anhelado acudir al peligro, y para un oficial nada es más grato que distinguirse ante su general;
sobre todo cuando su general es el señor de Beaufort.”
Los granaderos de los regimientos llegaron lo bastante cerca de los fosos y de las trincheras para lanzar a
ellos sus granadas, que produjeron poco efecto. Entretanto. el señor de Estrees, jefe de la escuadra, al ver la
tentativa del sargento, comprendió y abrió el fuego.
Entonces, los árabes, al verse acribillados por las balas de la escuadra y por las ruinas y los tasquiles de
sus malas murallas, prorrumpieron en gritos espantosos. Sus jinetes descendieron la montaña al galope,
encorvados sobre sus sillas, y se lanzaron a escape contra las columnas de infantería, que detuvieron aquel
ímpetu furioso cruzando sus picas. Rechazados por el batallón, los árabes se volvieron con inusitada furia
contra el estado mayor, que en aquel instante no podía contar más que con sus propias fuerzas.
El peligro era inminente, monseñor desenvainó, imitáronle sus secretarios y sus criados, y los oficiales de
su comitiva empeñaron un combate con aquellos furiosos. Entonces, el señor de Bragelonne, dando satisfacción
a los deseos que no cesó de manifestar desde el principio de la acción, combatió junto al príncipe
como un romano de la antigüedad, y quitó la vida a tres árabes con su corta espada: pero su arrojo no era
hijo del orgullo natural en todos los que combaten sino impetuoso, afectado y aun puede decirse forzado,
sin más fin que el de emborracharse con el ruido y la matanza; y se enardeció de tal suerte, que monseñor le
gritó que se detuviera.
El señor de Bragelonne debió oír la voz de su Alteza, pues nosotros que estábamos junto a él la oímos.
Con todo, no se detuvo, y continuó corriendo hacia las trincheras. Semejante desobediencia a las órdenes de
monseñor nos sorprendió a todos, tanto más cuanto el señor de Bragelonne era un oficial obedientísimo.
“¡Deteneos, Bragelonne! gritó Su Alteza redoblando sus instancias. ¡Deteneos! ¡os lo ordeno!. Nosotros,
que imitando el ademán del señor duque habíamos levantado la mano, esperábamos que el jinete volviese
grupas; pero no, el jinete seguía corriendo hacia las empalizadas. “¡Deteneos, Bragelonne! gritó con voz
potentísima el príncipe; ¡en nombre de vuestro padre, deteneos!”. El señor vizconde volvió el rostro, en el
que se veía impreso el más profundo dolor, pero no se detuvo.
Entonces comprendimos que su caballo se había desbocado. Adivinando el duque que el señor de Bragelonne
no era dueño de su caballo, y al verle traspasar la primera línea de granaderos, gritó: “¡Mosqueteros!
¡matadle su caballo! ¡Cien pistolas al que mate el caballo! “. Pero ¿cómo disparar contra la bestia sin herir
al jinete? Nadie se atrevía.
Por fin un tirador del regimiento de Picardía, llamado Luzerne, hizo fuego contra el caballo y lo hirió en
la grupa, pues vimos cómo la sangre teñía el blanco pelaje de aquél, pero el maldito bruto siguió todavía
más desenfrenadamente su carrera. Los soldados del regimiento de Picardía, que veían cómo aquel desventurado
joven, tan querido por todo el ejército, corría a la muerte, gritaban a voz en cuello: “¡Arrojaos al
suelo, señor vizconde! ¡al suelo! ¡arrojaos al suelo!” Pro ya el señor de Bragelonne había llegado a tiro de
pistola de la muralla, y contra él hicieron los árabes una descarga que lo envolvió en una nube de fuego y
de humo.
Disipada la humareda, le vimos a pie; acababan de matadle el caballo. Los árabes intimaron la rendición
al vizconde; pero éste hizo una señal negativa con la cabeza, y continuó avanzando hacia la empalizada.
Era una imprudencia mortal; sin embargo todo el ejército le agradeció que no retrocediese, ya que la desgracia
le llevó tan cerca del enemigo. El señor de Bragelonne se adelantó todavía algunos pasos más en
medio de los aplausos de los dos regimientos.
En aquel instante una segunda descarga conmovió de nuevo las murallas, y el vizconde desapareció por
segunda vez en el torbellino, pero ahora, al disiparse el humo, ya no le vimos en pie, sino tendido sobre los
brezos y con la cabeza más baja que las piernas.
Entonces, los árabes quisieron salir de sus trincheras para cortar la cabeza al señor de Bragelonne o apoderarse
de su cuerpo, como es costumbre entre los infieles; pero Su Alteza, que había observado el triste
espectáculo, que le arrancó profundos y dolorosos suspiros, al ver correr cual blancos fantasmas a los árabes
al través de los lentiscos, gritó con todas sus fuerzas: “¡Granaderos! ¿consentiréis que se apoderen de
ese noble cuerpo?”, dijo, y blandiendo su espada arremetió el primero contra el enemigo seguido de los dos
regimientos, que prorrumpieron en gritos tan terribles cuanto salvajes eran los de los árabes.
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Entonces comenzó el combate sobre el cuerpo de Bragelonne, lucha tan encarnizada que en el sitio quedaron
ciento sesenta árabes y más de cincuenta de los nuestros. Un teniente de Picardía fue el que cargó el
cuerpo del vizconde y lo trajo a nuestras líneas. Entretanto, el ejército iba avanzando, y con el apoyo de la
reserva destruyó las empalizadas.
A las tres los árabes cesaron el fuego, y por espacio de dos horas no se hizo uso más que del arma blanca;
fue una carnicería. A las cinco éramos victoriosos en toda la línea; el enemigo había abandonado sus posiciones
y el duque de Beaufort hizo plantar la bandera blanca en la cumbre de la colina.
Entonces pudieron tributarse todos los cuidados al señor de Bragelonne, que tenía el cuerpo atravesado
por ocho balazos y había perdido casi toda su sangre.
Con todo, el vizconde todavía respiraba, lo cual alegró por manera inefable a monseñor, que quiso asistir
a la primera cura del herido y a la consulta de los cirujanos, dos de los cuales declararon que el señor de
Bragelonne viviría, y a quienes abrazó el señor duque, ofreciendo mil escudos a cada uno si le salvaban. El
vizconde oyó los extremos de alegría de monseñor, y ora porque estuviera desesperado, ya porque sus heridas
le hiciesen padecer, imprimió a su rostro una expresión de contrariedad, que dio mucho que pensar,
sobre todo a uno de los secretarios, cuando hubo oído lo que se dice más adelante. El tercer cirujano que se
presentó fue el hermano Silvano de San Cosme, el más sabio de los nuestros, que a su vez sondeó las heridas,
pero sin dar su parecer.
El señor de Bragelonne tenía la mirada fija, como si hubiese querido interrogar los movimientos y la
mente del cirujano, que a las preguntas de Su Alteza, respondió que de las ocho heridas del vizconde, tres
eran mortales, pero que tanta era la robustez del herido, tan fecunda su juventud, y tan misericordiosa la
bondad de Dios, que tal vez el señor de Bragelonne sanaría, con la condición, sin embargo, de que no hiciese
el más leve movimiento. Y volviéndose hacia sus practicantes, el hermano Silvano añadió: “Sobre todo
no lo toquéis con el dedo pues sería quitarle la vida”.
Tras estas palabras del cirujano nos salimos todos de la tienda animados de alguna esperanza. El secretario
a que más arriba me refiero, al salir le pareció que el vizconde se había sonreído con tristeza al decirle al
señor duque con voz cariñosa: “Te salvaremos, Bragelonne, te salvaremos”. Mas, al llegar la noche, cuando
todos suponíamos que el doliente había descansado, uno de los ayudantes entró en la tienda de aquél, para
volver a salir de ella inmediatamente profiriendo lastimeras voces; acudimos todos apresuradamente y en
desorden, y el señor duque con nosotros. Entonces, el ayudante nos mostró el cuerpo del señor de Bragelonne,
tendido en tierra, al pie de la cama y bañado en el resto de su sangre.
Se pensó que su caída fue debida a una nueva convulsión, a algún movimiento febril, y que la caída precipitó
su fin. Tal es el parecer del hermano Silvano.
Levantado el cuerpo del vizconde, frío y sin vida, vióse que en su crispada diestra apoyada sobre su corazón,
tenía un rizo de blondos cabellos”.
––¡Desventurado! ––murmuró el mosquetero, ––¡se suicidó! –– Y volviendo los ojos hacia el aposento
del castillo en que Athos dormía el sueño eterno, añadió: ––han cumplido mutuamente la palabra que se
dieron. Ahora son dichosos, pues deben haberse reunido.
EL ÚLTIMO CANTO DEL POEMA
Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y a la de provincia, hasta donde los mensajeros
habían tenido tiempo de llevar la nueva. D'Artagnan se encerró para no hablar con ninguno; de tal
suerte y por largo tiempo abrumaron a aquel corazón hasta entonces infatigable dos muertes para él tan
dolorosas, después de la reciente muerte de porthos. Excepto Grimaud, que entró una vez en su cuarto, el
mosquetero no vio criado ni comensal. En el ruido de la casa, en las idas y venidas, a Artaghnán le pareció
adivinar que se hacían los preparativos para los funerales del conde, y como iba a cumplirse el plazo de su
licencia, escribió al rey para que le concediese algunos días más.
Grimaud entró en el cuarto de D'Artagnan, se sentó en su escabel junto a la puerta, como quien medita
profundamente, y luego se levantó e hizo seña al mosquetero de que le siguiese. Grimaud bajó hasta el
dormitorio del conde, mostró con el dedo el sitio de la cama vacío, y levantó elocuentemente los ojos hasta
el cielo.
––Sí, mi buen Grimaud, ––repuso D'Artagnan, ––al lado de su hijo que tanto amaba.
Grimaud salió del dormitorio y llegó al salón, donde, según costumbre de provincias, estaba expuesto el
cadáver antes del sepelio.
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D'Artagnan quedó parado al ver dos ataúdes abiertos en el salón, y al acercarse a una muda señal de Grimaud,
vio en uno de ellos a Athos, hermoso aún en la muerte, y en el otro a Raúl; con los ojos cerrados, las
mejillas nacaradas como el Palas de Virgilio, y la sonrisa en sus morados labios.
La presencia del padre y del hijo, de aquellas dos almas desaparecidas y representadas en la tierra por dos
yertos cadáveres incapaces de acercarse uno a otro por más que casi se estaban tocando, hizo estremecer a
D'Artagnan, que exclamó en voz baja:
––¡Raúl aquí! ¡Ah! Grimaud, nada me habías dicho.
Grimaud movió la cabeza sin despegar los labios; pero asió de la mano a D'Artagnan, lo condujo hasta el
féretro de Raúl y le mostró bajo el transparente sudario las negras heridas por las que se escapó la vida de
aquél. El mosquetero desvió la mirada, y estimando inútil interrogar a Grimaud, recordó que el secretario
del duque de Beaufort decía algo más que él no tuvo el valor de leer. Abriendo, pues, nuevamente la relación
del combate que costó la vida a Raúl, leyó estas palabras que formaban el último párrafo:
“Por orden del señor duque, ha sido embalsamado el cuerpo del señor vizconde, como lo hacen los árabes
cuando disponen que sus restos mortales sean trasladadas a la tierra natal. Además, monseñor ha destinado
relevos para que un criado de confianza que educó al señor de Bragelonne, pudiese llevar su féretro al señor
conde de La Fere”.
––Así, ––dijo para sus adentros D'Artagnan ––seguiré tu muerte, mi amado Raúl, yo viejo ya, yo, que
nada valgo ya en la tierra, y esparciré la ceniza sobre esa tu frente que besé todavía no hace dos meses. Tú
lo quisiste, y Dios lo ha permitido. Ni siquiera tengo el derecho de llorar, pues tú elegiste tu muerte que te
pareció preferible a la vida.
Por fin llegó el momento en que los fríos despojos de aquellos dos hidalgos debían ser restituidos a la tierra;
y tal fue la afluencia de militares y paisanos que acudió a rendirles el último tributo, que el camino de
la ciudad hasta la sepultura, que era una capilla situada en el llano, se vio inundado de jinetes y peones,
todos ellos enlutados.
Celebrado el oficio de los difuntos, y dado el postrer adiós a aquellos nobles muertos, los asistentes se
dispersaron, hablando, por el camino, de las virtudes y de la dulce muerte del padre,
y de las esperanzas que daba el hijo y de su triste fin en las africanas playas. Poco a poco los rumores
fueron extinguiéndose como las lámparas encendidas en la humilde nave.
D'Artagnan, que se había quedado solo, al advertir que la noche iba cerrando, se levantó del banco de encina
en el cual se sentó en la capilla, se encaminó a la doble huesa que encerraba los cuerpos de Athos y de
Raúl para darles el último adiós; una mujer oraba arrodillada sobre la húmeda tierra. D'Artagnan se detuvo
en el umbral de la capilla para ver quién era aquella alma piadosa que llenaba con tanto fervor y perseverancia
aquel deber sagrado.
La incógnita ocultaba el rostro en las manos, blancas como el alabastro, y con la noble sencillez de su traje
se veía que era dama de distinción.
En la parte de afuera, algunos criados a caballo y una carroza de camino aguardaban a la incógnita; ésta
se pasaba con frecuencia el pañuelo por el rostro; lloraba, y se golpeaba el pecho con la implacable compunción
de la mujer cristiana, y D'Artagnan oyó que repetidas veces y con dolor profundo profería la palabra
perdón.
Y al ver que la mujer aquella parecía abandonarse por completo a su dolor, y que en medio de sus lamentos
y de sus oraciones se echó atrás como si fuese a desmayarse, D'Artagnan, conmovido por amor a sus
llorados amigos, se adelantó algunos pasos hacia la tumba para interrumpir el siniestro coloquio de la penitente
con los muertos; mas apenas hubo crujido bajo sus pies la arena, la incógnita levantó la cabeza y mostró
al mosquetero un rostro amigo y cubierto de lágrimas. Aquella mujer era La Valiére, que murmuró con
voz apenas perceptible:
––¡Señor de D'Artagnan!
––¡Vos! ––dijo con acento sombrío el mosquetero, ––¡vos aquí! ¡Ah! señora, habría preferido veros
adornada de flores en la mansión del conde de La Fere. Vos hubierais llorado menos, ellos y yo también.
––¡Caballero! ––repuso Luisa sollozando.
––Porque sois vos la que habéis tendido a esos dos hombres en la tumba, ––continuó el implacable amigo
de los muertos. ––¡Ah! ya sé que la causa de la muerte del vizconde de Bragelonne soy yo, ––repuso La
Valiére juntando las manos. ––La nueva de su muerte llegó ayer a la corte, y desde las dos de esta madrugada
he recorrido cuarenta leguas para venir a pedir perdón al conde, suponiendo que aun vivía, y para suplicar
a Dios, sobre la tumba de Raúl. que me envíe todas las desventuras que merezco, excepto una. Mas
ahora que sé que la muerte del hijo ha causado la del padre, ya no tengo que echarme en cara un solo crimen,
sino dos, como dos son los castigos que de Dios debo esperar.
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––Voy a repetiros lo que Raúl me dijo en Antibes, cuando ya meditaba su muerte: “Si ha sucumbido al
orgullo y a la coquetería, la perdono despreciándola; si el amor, la perdono también, jurándole que ningún
hombre la hubiera amado como yo”.
Ya sabéis que por amor iba a sacrificarme a mí misma, –– repuso La Valiére ––como sabéis cuál fue mi
dolor cuando me encontrasteis sin sentidos, moribunda, abandonada. Pues bien, nunca he sentido un dolor
tan punzante como el de hoy, porque entonces esperaba y deseaba, en tanto que hoy ya no me atrevo a amar
sin remordimiento; porque presiento que aquel a quien amo me hará padecer uno por uno todos los tormentos
que yo he hecho padecer a los demás.
D'Artagnan, que conocía que Luisa no se engañaba, guardó silencio.
––Pues bien, señor de D'Artagnan, ––continuó La Valiére, ––no me abruméis ahora, por favor os lo pido.
Amo con delirio, amo hasta el punto de cometer el sacrilegio de decirlo ante las cenizas de Raúl sin sonrojo
y sin remordimiento. ¡Ay! el amor que yo siento es una religión; pero como tarde o temprano me veréis
sola, olvidada y desdeñada; como me veréis castigada, compadeceos de mí durante mi efímera dicha, dejadme
que goce de ella por algunos días, algunos minutos, si es que todavía dura ahora, si es que ese doble
asesinato no está ya expiado.
No había concluido de hablar La Valiére, cuando llamó la atención de D'Artagnan rumor de voces y pisar
de caballos: era un amigo del rey, Saint-Aignán, que iba a buscar a Luisa de parte de Su majestad, a quien,
dijo aquél, roían los celos y la inquietud.
Saint-Aignán no vio al mosquetero, medio oculto por el tronco de un castaño que sombreaba las dos
tumbas.
Luisa dio las gracias al emisario y lo despidió con un ademán. .
––Ya lo veis, todavía dura vuestra dicha, ––dijo D'Artagnan con amargura a la joven.
––Día llegará en que os arrepintáis de haberme juzgado tan mal, ––repuso Luisa levantándose con actitud
solemne, ––y aquel día seré yo que suplique a Dios que olvide lo injusto que habéis estado conmigo. No me
reprochéis mi dicha, señor de D'Artagnan, pues me cuesta muy cara y aun no he satisfecho por completo
toda la deuda.
Dijo, volvió a arrodillarse, y con voz dulce y afectuosa repuso:
––Perdón por última vez, mi prometido Raúl. Yo he roto la cadena que nos unía a los dos, pero yo, como
tú, estoy destinada
a morir de dolor. Tú has partido primero, y yo no tardaré en seguirte. Sólo quiero que veas que no he sido
cobarde, y que he venido a darte el postrer adiós. El Señor es mi testigo, Raúl, de que en rescate de la tuya
hubiera dado yo mi vida; pero no podía dar mi amor. Perdóname Raúl, perdóname.
Luisa tomó una rama y la clavó en el suelo, se enjugó los ojos, saludó a D'Artagnan y desapareció.
El capitán miró cómo partían caballos, jinetes y carrozas; luego cruzó los brazos sobre su oprimido pecho,
y dijo con voz conmovida:
––¿Cuándo me tocará a mí partir? ¿Qué le queda al hombre después de la juventud, el amor, la gloria, la
amistad, la fuerza y las riquezas? Le queda la peña bajo la cual duerme Porthos, que poseyó cuanto acabo
de decir; este césped, bajo el cual descansan Athos y Raúl, que todavía poseyeron mucho más...
Y tras un momento de vacilación, con la mirada atónita, se irguió y repuso:
––Sigamos adelante, y llegada la hora, Dios me lo dirá como se lo ha dicho a los demás.
D'Artagnan tocó con las yemas de los dedos la tierra humedecida por el rocío de la noche, se persignó, y
tomó solo, solo como nunca, la vuelta de París.
EPÍLOGO
Cuatro años después de la escena que acabamos de describir, y al amanecer de hermoso día, dos jinetes
bien montados llegaron a la ciudad de Blois a fin de disponerlo todo para una caza de volatería que el rey
quería efectuar en la variada planicie partida en dos por el Loira, y que confina con Meung por un lado, y
por el otro con Amboise.
Aquellos dos jinetes, que no eran otros que el perrero y el halconero de Su majestad; personajes respetabilísimos
en tiempo de Luis XIII, pero algo desatendidos por su sucesor; después de haber explorado el
terreno, se volvían, cuando divisaron acá y allá algunos pelotones de mosquetèros del rey, a los cuales sus
respectivos sargentos colocaban de trecho en trecho en los extremos de los cercados.
Detrás de los mosqueteros, subido en brioso corcel y fácil de conocer en sus bordados de oro, venía el
capitán, hombre de cabello casi enteramente cano y barba entrecana, algo cargado de espaldas, pero que
manejaba con soltura el caballo y no perdía de vista ninguna de las evoluciones de sus soldados.
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––A fe mía, ––dijo el perrero al halconero; ––el señor de D'Artagnan no envejece; con diez años más que
nosotros, parece un cadete a caballo.
––Es verdad ––repuso el halconero; ––en veinte años que le conozco no ha variado.
El halconero se engañaba; durante los últimos cuatro años el mosquetero había envejecido por doce. En
las comisuras de los ojos el tiempo le había impreso sus implacables garras; tenía despoblada la frente, y
sus manos, antes morenas y nervudas, blanqueaban como si en ellas empezara a enfriarse la sangre.
D'Artagnan se acercó con el ademán de afabilidad, propio de los hombres de valer, al halconero y al perrero,
que le saludaron con el mayor respeto.
––¡Qué feliz casualidad el veros por aquí, señor de D'Artagnan! ––exclamó el halconero.
––Yo soy quien debería decir tal, señores ––replicó D'Artagnan, ––pues en nuestros días el rey se sirve
con más frecuencia de sus mosqueteros que de sus halcones.
––¡Quién volviera a aquellos tiempos! ––exclamó el halconero exhalando un suspiro.
––¿Os acordáis, señor de D'Artagnan, de cuando el difunto rey cazaba con urraca por las viñas del otro
lado de Beaugenci? Entonces no erais capitán de mosqueteros.
––Y vos, sólo erais cabo de terzuelos, ––repuso D'Artagnan con jovialidad. ––No importa; ello es que
aquel era un buen tiempo, como lo es siempre el de la juventud... Buenos días, señor capitán perrera.
––Me hacéis mucho favor, señor conde, ––repuso el saludo.
D'Artagnan, no obstante ser conde hacía cuatro años, no oyó con gusto el calificativo que acababa de darle
el perrero y se calló.
––¿No os ha fatigado el camino, señor de D'Artagnan ––preguntó el halconero, ––si no me engaño, de
Pignerol aquí hay doscientas leguas.
Doscientas setenta a la ida y otras tantas a la vuelta, ––repuso con la mayor naturalidad el gascón.
––¿Y “él” sigue bien? ––preguntó en voz baja el halconero.
––¿Quién?
––El señor Fouquet ––continuó el halconero en la misma voz mientras el perrero se hacía a un lado por
prudencia.
––No, ––respondió D'Artagnan, ––el desventurado está sumamente abatido; no puede de ningún modo
creer que la prisión sea un favor; dice que el parlamento le absolvió al desterrarle, y que el destierro es la
libertad. El pobre no se figura que había el deliberado propósito de matarlo, y que al salvar de las garras del
parlamento la vida es ya deberle mucho a Dios.
––Es verdad, ––dijo el halconero, ––el infortunado estuvo a dos dedos del patíbulo; dicen que el señor
Colbert había transmitido ya las órdenes para el caso al gobernador de la Bastilla y que la ejecución estaba
decidida.
––¡En fin! ––exclamó D'Artagnan como para cortar la conversación.
––¡En fin! ––repitió el perrero acercándose, ––si el señor Fouquet está en Pigneroi, merecido se lo tiene;
bastante había robado al rey. Además, ¿no es nada el haber tenido la dicha de ser conducido allá por vos?
––Caballero, ––replicó D'Artagnan lanzando una mirada de enojo al perrero, ––si me dijesen que habéis
comido la pitanza de vuestros galgos, no sólo no lo creería, sino también os compadecería si por eso os
condenaran a encierro, y no. consentiría que hablasen mal de vos. Con todo eso y por muy probo que seáis,
sé deciros que no lo sois más que lo era el infeliz señor Fouquet.
Este discurso hizo agachar las orejas al perrero, que dejó que el halconero y D'Artagnan se le adelantaran
dos pasos.
A lo lejos asomaban ya los cazadores por las salidas del bosque, y veíanse pasar por los claros y cual estrellas
errantes, los penachos de las amazonas, y los blancos caballos atravesar como luminosas apariciones
la sombría floresta.
––¿Va a ser larga la cacería? ––preguntó D'Artagnan. ––Os ruego que soltéis pronto el ave, puesto estoy
que me caigo de fatiga. ¿Cazáis garzas o cisnes?
––Cisnes y garzas, señor de D'Artagnan, ––respondió el halconero; ––pero nada temáis, el rey no es práctico,
y si caza es sólo para divertir a las damas.
––¡Ah! ––exclamó con acento de sorpresa D'Artagnan, mirando al halconero que había vertido las tres
últimas palabras con marcada intención.
El perrero se sonrió como queriendo hacer las paces con el gascón.
––Reíos, reíos, ––exclamó D'Artagnan; ––llegué ayer tras un mes de ausencia, y por consiguiente, estoy
muy atrasado de noticias. Cuando partí, la corte estaba aún muy triste con la muerte de la reina madre, y el
rey había dado fin a las diversiones después de haber recogido el postrer suspiro de Ana de Austria; pero en
este mundo todo tiene fin.
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––Y también todo principio, ––dijo el perrero lanzando una carcajada.
––¡Ah! ––repitió D'Artagnan que ardía en deseos de saber, pero que por su categoría no podía ser interrogado
por sus inferiores; ––¿conque hay algo que empieza?
El perrero guiñó el ojo de una manera significativa; pero como D'Artagnan nada quería saber por boca de
aquél, preguntó al halconero:
––¿Vendrá pronto el rey?
Tengo orden de soltar las aves a las siete.
––¿Quién viene con el rey? ¿Qué tal la princesa? ¿Cómo está la reina?
––Mejor, señor de D'Artagnan.
––¿Ha estado enferma?
––Desde el último disgusto que ha pasado está enfermiza.
––¿Qué disgusto? Como llego de viaje, nada sé.
––Según parece, la reina un poco desdeñada desde la muerte de su suegra, se quejó al rey, que, según dicen
la contestó que pues dormía con ella todas las noches, que más quería.
––¡Pobre mujer! ––dijo D'Artagnan. ––¡Que odio debe profesar a La Valiére!
––¿A la señorita de La Valiére? ––repuso el halconero. ––¡Bah! no, señor.
––¿A quién pues?
El cuerno, llamando a los perros y a las aves, cortó la conversación.
Perrero y halconero picaron a sus caballos y dejaron a D'Artagnan en lo mejor, mientras a lo lejos aparecía
el soberano rodeado de damas y jinetes, que formaban un conjunto animado, bullicioso y deslumbrador,
como hoy no podemos formarnos idea, a no ser en la mentida opulencia y en la falsa majestad del teatro.
D'Artagnan, que ya tenía la vista débil, divisó tras el grupo tres carrozas, la primera, destinada a la reina,
estaba vacía; luego y al no ver junto al rey a La Valiére, la buscó y la vio en compañía de dos mujeres que
al parecer se aburrían mucho como ella. A la izquierda del rey y montada en fogoso corcel hábilmente manejado,
brillaba una mujer de portentosa hermosura, que sostenía con Su Majestad una correspondencia de
sonrisas y despertaba con su hablar las carcajadas de todos.
Yo conozco a aquella mujer, ––dijo mentalmente D'Artagnan. Y volviéndose hacia su amigo el halconero
le preguntó: ––¿Quién es la dama aquella?
––La señorita de Tonnay––Charente, marquesa de Montespan, ––respondió el halconero.
Cuando Luis XIV vio a D'Artagnan exclamó:
––¡Ah! ¿estáis de vuelta, conde? ¿Por qué no habéis venido a verme?
––Porque cuando he llegado, Vuestra majestad estaba todavía
durmiendo, y cuando he tomado mi servicio esta mañana, todavía no estabais despierto.
––Siempre el mismo, ––dijo en alta voz el rey y con acento de satisfacción. ––Descansad, conde, os lo
ordeno. Hoy cenaréis conmigo.
Un murmullo de admiración envolvió como una inmensa caricia al mosquetero.
LA MUERTE DE D'ARTAGNAN
Al llegar la primavera el ejército de tierra entró en campaña contra los holandeses, precediendo en magnífico
orden a la corte de Luis XIV, que a caballo y rodeado de carrozas llenas de damas y de cortesanos,
conducía a la flor y nata de su reino a aquella sangrienta fiesta.
Verdad es que los oficiales del ejército no tuvieron otra música que la artillería de las fortificaciones
holandesas; pero fue bastante para gran número de ellos, que en aquella guerra hallaron honores, adelantamiento,
gloria o muerte.
D'Artagnan partió al frente de 12.000 hombres de infantería y caballería, con orden de apoderarse de las
plazas que forman la llave de la red estratégica a que llaman la Frisia.
Nunca ningún general ha conducido más hábilmente un ejército como lo hizo D'Artagnan de quien sus
oficiales conocían la prudencia, la astucia y el valor. y sabían que no sacrificaría sin necesidad ni un soldado
ni una sola pulgada de terreno.
Tenía las antiguas costumbres de la guerra, es decir, vivir a costa de la tierra conquistada y mantener alegre
al soldado y batido al enemigo; el capitán de los mosqueteros del rey ponía todo su empeño en demostrar
que sabía su oficio. Nunca se escogieron mejor las ocasiones, nunca se dieron golpes de mano más bien
sentados, ni se aprovecharon mejor las faltas de los sitiados; basta decir que en un mes el ejército de D'Artagnan
se apoderó de doce pequeñas plazas y puso sitio a trece; la cual aun se mantenía firme al quinto día,
cuando D'Artagnan mandó abrir trinchera sin que al parecer supiese que el enemigo debiese nunca rendirse.
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Los zapadores y los obreros de D'Artagnan formaban un cuerpo lleno de emulación, inteligente y celoso;
porque aquél los trataba como soldados, les hacía glorioso el trabajo, y velaba cuidadosamente por sus vidas.
D'Artagnan despachó un correo a Luis XIV, notificándole los últimos triunfos; lo cual redobló el buen
humor de Su Majestad, así como las damas.
Daban al rey tanto lustre las victorias del mosquetero, que la Montespan ya no llamó al monarca más que
Luis el invencible; así es que La Valiére, que sólo llamaba al soberano Luis el victorioso, perdió mucho en
el favor de Su Majestad. Por otra parte, Luisa tenía con frecuencia los párpados hinchados de tanto llorar, y
para un invencible nada es más desagradable que una querida que llora cuando en torno de él todo sonríe.
El astro de La Valiére se anegaba en el horizonte entre nubes y lágrimas; pero en cambio la alegría de la
Montespán redoblaba con los triunfos del rey, a quien consolaba del todo.
El rey, deseoso de premiar los servicios de Artgnán, a quien debía la dicha de que estaba disfrutando, escribió
a Colbert la siguiente carta:
“Señor Colbert: ya es hora de que cumplamos la promesa que hicimos al señor de D'Artagnan, que tan
bien cumple las suyas. A este efecto y en tiempo oportuno se os facilitará cuanto es menester. ––Luis.”
Por consecuencia, Colbert entregó al oficial emisario de D'Artagnan, a quien retuviera junto a sí, otra carta
de su puño y letra y una arquilla de ébano con incrustaciones de oro, no voluminosa, pero indudablemente
muy pesada, pues el ministro dio al mensajero.cinco hombres para que le ayudasen a llevarla. Los emisarios
de Colbert y el oficial llegaron ante la plaza sitiada por D'Artagnan al amanecer, y se encaminaron al
alojamiento del general, donde supieron que éste, contrariado por la salida que hiciera la víspera el gobernador
de la plaza, hombre astuto, y en la cual los holandeses habían cegado una trinchera, matado setenta y
siete hombres y empezado a reparar una brecha, acababa de salir con diez compañías de granaderos para
rehacer la trinchera. El emisario de Colbert, que tenía orden de buscar a D'Artagnan donde se hallase y fuese
la hora que fuese, se encaminó pues a las trincheras seguido de su escolta, todos a caballo, y en sitio descubierto
vio a aquél con su sombrero con pasamanos de oro, su largo bastón y su dorado uniforme. D'Artagnan
se estaba mordiendo su cano bigote, y con la mano izquierda sacudía el polvo que a su paso hacían
llover sobre él las balas rasas que se empotraban en el suelo.
En medio de aquel horroroso fuego que conmovía el aire con sus silbidos, veíase a los oficiales manejar
la pala, y a los soldados arrastras las carretillas o cubrir con enormes fajinas el frente de las trincheras
abiertas nuevamente por el colosal esfuerzo de los soldados animados por su general.
D'Artagnan empezó a hablar con más suavidad cuando a las tres horas vio rehecha la trinchera, y se sosegó
del todo al decirle el capitán de zapadores que en aquélla ya podían abrigarse los soldados.
Apenas el capitán de zapadores acabó de hablar, cuando una bala de cañón le levó una pierna y le hizo
caer en brazos de D'Artagnan, que levantó en peso al herido, y con todo sosiego y animándole, lo bajó a la
trinchera en medio de los entusiastas aplausos de los regimientos.
Desde entonces, más que ardor fue delirio lo que sintieron los soldados; dos compañías se adelantaron
por un camino abierto, arremetieron las avanzadas, las destrozaron y se apoderaron de un baluarte; al ver lo
cual, sus compañeros, refrenados a duras penas por D'Artagnan, cargaron también y asaltaron con irresistible
ímpetu la contracarpa, llave de la plaza.
D'Artagnan, al ver que sólo le quedaba un recurso para detener a su ejército, que era alojarlo en la plaza,
lanzó el resto de sus tropas contra las dos brechas que los sitiados estaban reparando; el choque fue terrible.
Diez y ocho compañías dieron el ataque, mientras D'Artagnan avanzaba con la reserva hasta medio tiro de
cañón de la plaza para sostener por escalones el asalto.
Se oían claramente los ayes de los holandeses acuchillados sobre sus cañones por los granaderos de
D'Artagnan. La lucha se agigantaba con la desesperación dei gobernador, que disputaba palmo a palmo sus
posiciones.
D'Artagnan, para acabar y apagar el fuego incesante, envió al asalto una nueva columna, que taladró como
una barrena las robustas puertas. Poco después, y en medio del fuego, viose correr con terror pánico a
los sitiados perseguidos por los sitiadores.
Entonces D'Artagnan, respirando y lleno de alegría, oyó junto a sí una voz que le decía:
––Señor general, de parte del señor Colbert.
El rompió el sello de una carta que decía así:
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“Señor de D'Artagnan: el rey me encarga os diga que os ha nombrado mariscal de Francia, en justo premio
a vuestros buenos servicios y a la gloria de que cubrís sus armas. Su Majestad está en altísimo grado
satisfecho de las conquistas que habéis llevado a cabo, y os encarga especialmente que deis fin al sitio que
habéis comenzado, con honra para vos y lustre para él.”
D'Artagnan, que estaba en pie, con el rostro animado y la mirada ardiente, levantó los ojos para ver el
progreso de sus tropas en aquellas murallas envueltas en rojos y negros torbellinos, y respondió al mensajero:
––He acabado; dentro de un cuarto de hora a lo más se habrá rendido la ciudad.
Y D'Artagnan reanudó la lectura de la carta, que continuaba de este modo:
“La arquilla os la regalo yo, y estoy seguro de que no os disgustará ver que mientras vosotros, soldados,
desenvaináis la espada en defensa del rey, yo fomento las artes de la paz para adorno de las recompensas
dignas de vos.
“Me recomiendo a vuestra amistad, señor mariscal, y os ruego creáis en la mía muy sincera. ––Colbert.
D'Artagnan, ebrio de gozo, hizo una señal al mensajero, que se acercó con la arquilla en las manos; pero
en el momento en que el mariscal iba a contemplarla, llamó su atención hacia la ciudad una fuerte explosión
ocurrida en las murallas.
––Es extraño, ––dijo D'Artagnan, ––todavía no veo flamear en las murallas la bandera real ni oigo tocar
llamada.
El mariscal lanzó trescientos hombres de refresco a las órdenes de un valiente oficial, y ordenó que se batiese
otra brecha.
Luego, más tranquilo, D'Artagnan se volvió hacia la arquila que le presentaba el emisario de Colbert y
que con tanto esfuerzo había ganado; mas, al tender la mano para abrirla, partió de la ciudad una bala raza
que hizo pedazos la arquila entre los brazos del oficial, hirió en mitad del pecho a D'Artagnan, y le derribó
en el suelo, mientras el flordelisado bastón caía de aquella mutilada arquila y, rodando, venía a colocarse
bajo la desfallecida mano del mariscal.
D'Artagnan, a quien los que le rodeaban suponían incólume, intentó levantarse. Entonces, al ver al mariscal
cubierto de sangre y cada vez más pálido su noble rostro, su estado mayor prorrumpió en un grito terrible.
Apoyado en los brazos que de todas partes se tendían para recibirlo, D'Artagnan aún tuvo fuerzas para dirigir
una postrer mirada a la plaza y divisar la bandera blanca en el principal baluarte; sus oídos, ya sordos a
los rumores de la vida, percibieron débilmente los redobles del parche que anunciaban la victoria.
Entonces apretó con su crispada mano el bastón bordado de flores de lis de oro, posó en él los ojos, ya sin
fuerza para mirar al cielo, y cayó murmurando estas extrañas palabras, que a los soldados les parecieron
otras tantas voces cabalísticas, voces que en otro tiempo representaron tanto en la tierra, y que nadie comprendía,
excepto aquel moribundo:
––Athos, Porthos, hasta luego. Aramis, adiós para siempre.
De los cuatro valientes cuya historia hemos narrado, no quedaba más que uno solo: éste era Aramis. La
fuerza, la nobleza y el valor se habían remontado a Dios; la astucia, más hábil, les sobrevivió y moró sobre
la tierra.
FIN
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