XVI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Eran las doce menos cuarto en punto de la noche cuando penetramos en el cementerio de la
iglesia, pasando por encima de la tapia, no muy alta. La noche era oscura, aunque, a veces, la luz de la
luna se infiltraba entre las densas nubes que cubrían el firmamento. Nos mantuvimos muy cerca unos de
otros, con van Helsing un poco más adelante, mostrándonos el camino. Cuando llegamos cerca de la
tumba, miré atentamente a Arthur, porque temía que la proximidad de un lugar lleno de tan tristes
recuerdos lo afectaría profundamente; pero logró controlarse. Pensé que el misterio mismo que envolvía
todo aquello estaba mitigando su enojo. El profesor abrió la puerta y, viendo que vacilábamos, lo cual era
muy natural, resolvió la dificultad entrando él mismo el primero. Todos nosotros lo imitamos, y el anciano
cerró la puerta. A continuación, encendió una linterna sorda e iluminó el ataúd. Arthur dio un paso al
frente, no muy decidido, y van Helsing me dijo:
—Usted estuvo conmigo aquí el día de ayer. ¿Estaba el cuerpo de la señorita Lucy en este
ataúd?
—Así es.
El profesor se volvió hacia los demás, diciendo:
—Ya lo oyen y además, no creo que haya nadie que no lo crea.
Sacó el destornillador y volvió a quitarle la tapa al féretro. Arthur observaba, muy pálido, pero en
silencio.
Cuando fue retirada la tapa dio un paso hacia adelante. Evidentemente, no sabía que había una
caja de plomo o, en todo caso, no pensó en ello. Cuando vio la luz reflejada en el plomo, la sangre se
agolpó en su rostro durante un instante; pero, con la misma rapidez, volvió a retirarse, de tal modo que su
rostro permaneció extremadamente pálido. Todavía guardaba silencio. Van Helsing retiró la tapa de
plomo y todos nosotros miramos y retrocedimos.
¡El féretro estaba vacío!
Durante varios minutos, ninguno de nosotros pronunció una sola palabra. El silencio fue
interrumpido por Quincey Morris:
—Profesor, he respondido por usted. Todo lo que deseo es su palabra... No haría esta pregunta
de ordinario..., deshonrándolo o implicando una duda; pero se trata de un misterio que va más allá del
honor o el deshonor. ¿Hizo usted esto?
—Le juro por todo cuanto considero sagrado que no la he retirado de aquí, y que ni siquiera la he
tocado. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace dos noches, mi amigo Seward y yo vinimos aquí... con
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buenos fines, créanme. Abrí este féretro, que entonces estaba bien cerrado, y lo encontramos como
ahora, vacío. Entonces esperamos y vimos una forma blanca que se dirigía hacia acá, entre los árboles.
Al día siguiente volvimos aquí, durante el día, y vimos que el cadáver reposaba ahí. ¿No es cierto, amigo
John?
—Sí.
—Esa noche llegamos apenas a tiempo. Otro niñito faltaba de su hogar y lo encontramos,
¡gracias a Dios!, indemne, entre las tumbas. Ayer vine aquí antes de la puesta de sol, ya que al ponerse
el sol pueden salir los "muertos vivos". Estuve esperando aquí durante toda la noche, hasta que volvió a
salir el sol; pero no vi nada. Quizá se deba a que puse en los huecos de todas esas puertas ajos, que los
"no muertos" no pueden soportar, y otras cosas que procuran evitar. Esta mañana quité el ajo y lo demás.
Y ahora hemos encontrado este féretro vacío. Pero créanme: hasta ahora hay ya muchas cosas que
parecen extrañas; sin embargo, permanezcan conmigo afuera, esperando, sin hacer ruido ni dejarnos
ver, y se producirán cosas todavía más extrañas. Por consiguiente —dijo, apagando el débil rayo de luz
de la linterna—, salgamos.
Abrió la puerta y salimos todos apresuradamente; el profesor salió al último y, una vez fuera,
cerró la puerta. ¡Oh! ¡Qué fresco y puro nos pareció el aire de la noche después de aquellos horribles
momentos! Resultaba muy agradable ver las nubes que se desplazaban por el firmamento y la luz de la
luna que se filtraba de vez en cuando entre jirones de nubes..., como la alegría y la tristeza de la vida de
un hombre. ¡Qué agradable era respirar el aire puro que no tenía aquel desagradable olor de muerte y
descomposición! ¡Qué tranquilizador poder ver el resplandor rojizo del cielo, detrás de la colina, y oír a lo
lejos el ruido sordo que denuncia la vida de una gran ciudad! Todos, cada quien a su modo,
permanecimos graves y llenos de solemnidad. Arthur guardaba todavía obstinado silencio y, según pude
colegir, se estaba esforzando por llegar a comprender cuál era el propósito y el significado profundo del
misterio. Yo mismo me sentía bastante tranquilo y paciente, e inclinado a rechazar mis dudas y a aceptar
las conclusiones de van Helsing. Quincey Morris permanecía flemático, del modo que lo es un hombre
que lo acepta todo con sangre fría, exponiéndose valerosamente a todo cuanto pueda suceder.
Como no podía fumar, tomó un puñado bastante voluminoso de tabaco y comenzó a masticarlo.
En cuanto a van Helsing, estaba ocupado en algo específico. Sacó de su maletín un objeto que parecía
ser un bizcocho semejante a una oblea y que estaba envuelto cuidadosamente en una servilleta blanca; a
continuación, saco un buen puñado de una sustancia blancuzca, como masa o pasta. Partió la oblea,
desmenuzándola cuidadosamente, y lo revolvió todo con la masa que tenía en las manos. A continuación,
cortó estrechas tiras del producto y se dio a la tarea de colocar en todas las grietas y aberturas que
separaban la puerta de la pared de la cripta. Me sentí un tanto confuso y, puesto que me encontraba
cerca de él, le pregunté qué estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron también, movidos por la
curiosidad. El profesor respondió:
—Estoy cerrando la tumba, para que la "muerta viva" no pueda entrar.
—¿Va a impedirlo esa sustancia que ha puesto usted ahí?
—Así es.
—¿Qué está usted utilizando?
Esa vez, fue Arthur quien hizo la pregunta.
Con cierta reverencia, van Helsing levantó el ala de su sombrero y respondió:
—La Hostia. La traje de Ámsterdam. Tengo autorización para emplearla aquí.
Era una respuesta que impresionó a todos nosotros, hasta a los más escépticos, y sentimos
individualmente que en presencia de un fin tan honrado como el del profesor, que utilizaba en esa labor lo
que para él era más sagrado, era imposible desconfiar. En medio de un respetuoso silencio, cada uno de
nosotros ocupó el lugar que le había sido asignado, en torno a la tumba; pero ocultos, para que no
pudiera vernos ninguna persona que se aproximase. Sentí lástima por los demás, principalmente por
Arthur. Yo mismo me había acostumbrado un poco, debido a que ya había hecho otras visitas y había
estado en contacto con aquel horror; y aun así, yo, que había rechazado las pruebas hacía
aproximadamente una hora, sentía que el corazón me latía con fuerza. Nunca me habían parecido las
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tumbas tan fantasmagóricamente blancas; nunca los cipreses, los tejos ni los enebros me habían
parecido ser, como en aquella ocasión, la encarnación del espíritu de los funerales. Nunca antes los
árboles y el césped me habían parecido tan amenazadores. Nunca antes crujían las ramas de manera
tan misteriosa, ni el lejano ladrar de los perros envió nunca un presagio tan horrendo en medio de la
oscuridad de la noche.
Se produjo un instante de profundo silencio: un vacío casi doloroso. Luego, el profesor ordenó
que guardáramos silencio con un siseo. Señaló con la mano y, a lo lejos, entre los tejos, vimos una figura
blanca que se acercaba... Una figura blanca y diminuta, que sostenía algo oscuro apretado contra su
pecho. La figura se detuvo y, en ese momento, un rayo de la luna se filtró entre las nubes, mostrando
claramente a una mujer de cabello oscuro, vestida con la mortaja encerada de la tumba. No alcanzamos
a verle el rostro, puesto que lo tenía inclinado sobre lo que después identificamos como un niño de pelo
rubio. Se produjo una pausa y, a continuación, un grito agudo, como de un niño en sueños o de un perro
acostado cerca del fuego, durmiendo. Nos disponíamos a lanzarnos hacia adelante, pero el profesor
levantó una mano, que vimos claramente contra el tejo que le servía de escondrijo, y nos quedamos
inmóviles; luego, mientras permanecíamos expectantes, la blanca figura volvió a ponerse en movimiento.
Se encontraba ya lo bastante cerca como para que pudiéramos verla claramente, y la luz de la luna daba
todavía de lleno sobre ella. Sentí que el corazón se me helaba, y logré oír la exclamación y el sobresalto
de Arthur cuando reconocimos claramente las facciones de Lucy Westenra. Era ella. Pero, ¡cómo había
cambiado! Su dulzura se había convertido en una crueldad terrible e inhumana, y su pureza en una
perversidad voluptuosa. Van Helsing abandonó su escondite y, siguiendo su ejemplo, todos nosotros
avanzamos; los cuatro nos encontramos alineados delante de la puerta de la cripta. Van Helsing alzó la
linterna y accionó el interruptor, y gracias a la débil luz que cayó sobre el rostro de Lucy, pudimos ver que
sus labios estaban rojos, llenos de sangre fresca, y que había resbalado un chorro del líquido por el
mentón, manchando la blancura inmaculada de su mortaja.
Nos estremecimos, horrorizados, y me di cuenta, por el temblor convulsivo de la luz, de que
incluso los nervios de acero de van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si no lo hubiera
tomado del brazo, para sostenerlo, se hubiera desplomado al suelo.
Cuando Lucy... (llamo Lucy a la cosa que teníamos frente a nosotros, debido a que conservaba
su forma) nos vio, retrocedió con un gruñido de rabia, como el de un gato cuando es sorprendido; luego,
sus ojos se posaron en nosotros. Eran los ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy perversos
y llenos de fuego infernal, que no los ojos dulces y amables que habíamos conocido. En esos momentos,
lo que me quedaba de amor por ella se convirtió en odio y repugnancia; si fuera preciso matarla, lo habría
hecho en aquel preciso momento, con un deleite inimaginable. Al mirar, sus ojos brillaban con un
resplandor demoníaco, y el rostro se arrugó en una sonrisa voluptuosa.
¡Oh, Dios mío, como me estremecí al ver aquella sonrisa! Con un movimiento descuidado, como
una diablesa llena de perversidad, arrojó al suelo al niño que hasta entonces había tenido en los brazos y
permaneció gruñendo sobre la criatura, como un perro hambriento al lado de un hueso. El niño gritó con
fuerza y se quedó inmóvil, gimiendo. Había en aquel acto una muestra de sangre fría tan monstruosa que
Arthur no pudo contener un grito; cuando la forma avanzó hacia él, con los brazos abiertos y una sonrisa
de voluptuosidad en los labios, se echó hacia atrás y escondió el rostro en las manos.
No obstante, la figura siguió avanzando, con movimientos suaves y graciosos.
—Ven a mí, Arthur —dijo—. Deja a todos los demás y ven a mí. Mis brazos tienen hambre de ti.
Ven, y podremos quedarnos juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!
Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz... Algo semejante al ruido producido por el
vidrio cuando se golpea que nos impresionó a todos los presentes, aun cuando las palabras no nos
habían sido dirigidas. En cuanto a Arthur, parecía estar bajo el influjo de un hechizo; apartó las manos de
su rostro y abrió los brazos. Lucy se precipitó hacia ellos; pero van Helsing avanzó, se interpuso entre
ambos y sostuvo frente a él un crucifijo de oro. La forma retrocedió ante la cruz y, con un rostro
repentinamente descompuesto por la rabia, pasó a su lado, como para entrar en la tumba.
Cuando estaba a treinta o sesenta centímetros de la puerta, sin embargo, se detuvo, como
paralizada por alguna fuerza irresistible. Entonces se volvió, y su rostro quedó al descubierto bajo el
resplandor de la luna y la luz de la linterna, que ya no temblaba, debido a que van Helsing había
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recuperado el dominio de sus nervios de acero. Nunca antes había visto tanta maldad en un rostro; y
nunca, espero, podrán otros seres mortales volver a verla. Su hermoso color desapareció y el rostro se le
puso lívido, sus ojos parecieron lanzar chispas de un fuego infernal, la frente estaba arrugada, como si su
carne estuviera formada por las colas de las serpientes de Medusa, y su boca adorable, que entonces
estaba manchada de sangre, formó un cuadrado abierto, como en las máscaras teatrales de los griegos y
los japoneses. En ese momento vimos un rostro que reflejaba la muerte como ningún otro antes. ¡Si las
miradas pudieran matar!
Permaneció así durante medio minuto, que nos pareció una eternidad, entre el crucifijo levantado
y los sellos sagrados que había en su puerta de entrada. Van Helsing interrumpió el silencio,
preguntándole a Arthur.
—Respóndame, amigo mío: ¿quiere que continúe adelante?
Arthur se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, al tiempo que respondía:
—Haga lo que crea conveniente, amigo mío. Haga lo que quiera. No es posible que pueda existir
un horror como éste —gimió.
Quincey y yo avanzamos simultáneamente hacia él y lo cogimos por los brazos.
Alcanzamos a oír el chasquido que produjo la linterna al ser apagada. Van Helsing se acercó
todavía más a la cripta y comenzó a retirar el sagrado emblema que había colocado en las grietas. Todos
observamos, horrorizados y confundidos, cuando el profesor retrocedió, cómo la mujer, con un cuerpo
humano tan real en ese momento como el nuestro, pasaba por la grieta donde apenas la hoja de un
cuchillo hubiera podido pasar. Todos sentimos un enorme alivio cuando vimos que el profesor volvía a
colocar tranquilamente la masa que había retirado en su lugar.
Después de hacerlo, levantó al niño y dijo:
—Vámonos, amigos. No podemos hacer nada más hasta mañana. Hay un funeral al mediodía, de
modo que tendremos que volver aquí no mucho después de esa hora. Los amigos del difunto se irán
todos antes de las dos, y cuando el sacristán cierre la puerta del cementerio deberemos quedarnos
dentro. Entonces tendremos otras cosas que hacer; pero no será nada semejante a lo de esta noche. En
cuanto a este pequeño, no está mal herido, y para mañana por la noche se encontrará perfectamente.
Debemos dejarlo donde la policía pueda encontrarlo, como la otra noche, y a continuación regresaremos
a casa.
Se acercó un poco más a Arthur, y dijo:
—Arthur, amigo mío, ha tenido usted que soportar una prueba muy dura; pero, más tarde, cuando
lo recuerde, comprenderá que era necesaria. Está usted lleno de amargura en este momento; pero,
mañana a esta hora, ya se habrá consolado, y quiera Dios que haya tenido algún motivo de alegría; por
consiguiente, no se desespere demasiado. Hasta entonces no voy a rogarle que me perdone.
Arthur y Quincey regresaron a mi casa, conmigo, y tratamos de consolarnos unos a otros por el
camino. Habíamos dejado al niño en lugar seguro y estábamos cansados. Dormimos todos de manera
más o menos profunda.
29 de septiembre, en la noche. Poco antes de las doce, los tres, Arthur, Quincey Morris y yo,
fuimos a ver al profesor. Era extraño el notar que, como de común acuerdo, nos habíamos vestido todos
de negro. Por supuesto, Arthur iba de negro debido a que llevaba luto riguroso; pero los demás nos
vestimos así por instinto. Fuimos al cementerio de la iglesia hacia la una y media, y nos introdujimos en el
camposanto, permaneciendo en donde no nos pudieran ver, de tal modo que, cuando los sepultureros
hubieron concluido su trabajo, y el sacristán, creyendo que no quedaba nadie en el cementerio, cerró el
portón, nos quedamos tranquilos en el interior. Van Helsing, en vez de su portafolios negro, llevaba una
funda larga de cuero que parecía contener un bastón de criquet; era obvio que pesaba bastante.
Cuando nos encontramos solos, después de oír los últimos pasos perderse calle arriba, en
silencio y como de común acuerdo, seguimos al profesor hacia la cripta. Van Helsing abrió la puerta y
entramos, cerrando a nuestras espaldas. Entonces el anciano sacó la linterna, la encendió y también dos
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velas de cera que, dejando caer unas gotitas, colocó sobre otros féretros, de tal modo que difundían un
resplandor que permitía trabajar. Cuando volvió a retirar la tapa del féretro de Lucy, todos miramos,
Arthur temblando violentamente, y vimos el cadáver acostado, con toda su belleza póstuma.
Pero no sentía amor en absoluto, solamente repugnancia por el espantoso objeto que había
tomado la forma de Lucy, sin su alma. Vi que incluso el rostro de Arthur se endurecía, al observar el
cuerpo muerto. En aquel momento, le preguntó a van Helsing:
—¿Es realmente el cuerpo de Lucy, o solamente un demonio que ha tomado su forma?
—Es su cuerpo, y al mismo tiempo no lo es. Pero, espere un poco y volverá a verla como era y
es.
El cadáver parecía Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca
voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto
carnal y vulgar, que parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy. Van Helsing, con sus
movimientos metódicos acostumbrados, comenzó a sacar todos los objetos que contenía la funda de
cuero y fue colocándolos a su alrededor, preparados para ser utilizados. Primeramente, sacó un cautín de
soldar y una barrita de estaño, y luego, una lamparita de aceite que, al ser encendida en un rincón de la
cripta, dejó escapar un gas que ardía, produciendo un calor extremadamente fuerte; luego, sus bisturíes,
que colocó cerca de su mano, y después una estaca redonda de madera, de unos seis u ocho
centímetros de diámetro y unos noventa centímetros de longitud. Uno de sus extremos había sido
endurecido, metiéndolo en el fuego, y la punta había sido afilada cuidadosamente. Junto a la estaca
había un martillito, semejante a los que hay en las carboneras, para romper los pedazos demasiado
gruesos del mineral. Para mí, las preparaciones llevadas a cabo por un médico para llevar a cabo
cualquier tipo de trabajo eran estimulantes y me tranquilizaban; pero todas aquellas manipulaciones
llenaron a Quincey y a Arthur de consternación. Sin embargo, ambos lograron controlarse y
permanecieron inmóviles y en silencio.
Cuando todo estuvo preparado, van Helsing dijo:
—Antes de hacer nada, déjenme explicarles algo que procede de la sabiduría y la experiencia de
los antiguos y de todos cuantos han estudiado los poderes de los "muertos vivos". Cuando se convierten
en muertos vivos, el cambio implica la inmortalidad; no pueden morir y deben seguir a través de los
tiempos cobrando nuevas víctimas y haciendo aumentar todo lo malo de este mundo; puesto que todos
los que mueren a causa de los ataques de los "muertos vivos" se convierten ellos mismos en esos
horribles monstruos y, a su vez, atacan a sus semejantes. Así, el círculo se amplía, como las ondas
provocadas por una piedra al caer al agua. Amigo Arthur, si hubiera aceptado usted el beso aquel antes
de que la pobre Lucy muriera, o anoche, cuando abrió los brazos para recibirla, con el tiempo, al morir, se
convertiría en un nosferatu, como los llaman en Europa Oriental, y seguiría produciendo cada vez más
"muertos vivos", como el que nos ha horrorizado. La carrera de esta desgraciada dama acaba apenas de
comenzar. Esos niños cuya sangre succiona no son todavía lo peor que puede suceder; pero si sigue
viviendo, como "muerta viva", pierden cada vez más sangre, y a causa de su poder sobre ellos, vendrán a
buscarla; así, les chupará la sangre con esa horrenda boca.
Pero si muere verdaderamente, entonces todo cesa; los orificios de las gargantas desaparecen, y
los niños pueden continuar con sus juegos, sin acordarse siquiera de lo que les ha estado sucediendo.
Pero lo mejor de todo es que cuando hagamos que este cadáver que ahora está "muerto vivo" muera
realmente, el alma de la pobre dama que todos nosotros amamos, volverá a estar libre. En lugar de llevar
a cabo sus horrendos crímenes por las noches y pasarse los días digiriendo su espantoso condumio,
ocupará su lugar entre los demás ángeles, De modo que, amigo mío, será una mano bendita por ella la
que dará el golpe que la liberará. Me siento dispuesto a hacerlo, pero, ¿no hay alguien entre nosotros
que tiene mayor derecho de hacerlo? ¿No será una alegría el pensar, en el silencio de la noche, cuando
el sueño se niega a envolverlo: "Fue mi mano la que la envió al cielo; fue la mano de quien más la quería;
la mano que ella hubiera escogido de entre todas, en el caso de que hubiera podido hacerlo."? Díganme,
¿hay alguien así entre nosotros?
Todos miramos a Arthur. Comprendió, lo mismo que todos nosotros, la infinita gentileza que
sugería que debía ser la suya la mano que nos devolvería a Lucy como un recuerdo sagrado, no ya
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infernal; avanzó de un paso y dijo valientemente, aun cuando sus manos le temblaban y su rostro estaba
tan pálido como si fuera de nieve:
—Mi querido amigo, se lo agradezco desde el fondo de mi corazón destrozado. ¡Dígame qué
tengo que hacer y no fallaré!
Van Helsing le puso una mano en el hombro, y dijo:
—¡Bravo! Un momento de valor y todo habrá concluido. Debe traspasar su cuerpo con esta
estaca. Será una prueba terrible, no piense otra cosa; pero sólo durará un instante, y a continuación, la
alegría que sentirá será mucho mayor que el dolor que esa acción le produzca; de esta triste cripta saldrá
usted como si volara en el aire. Pero no debe fallar una vez que ha comenzado a hacerlo. Piense
solamente en que todos nosotros, sus mejores amigos, estaremos a su alrededor, sin cesar de orar por
usted.
Tome esa estaca en la mano izquierda, listo para colocarle la punta al cadáver sobre el corazón,
y el martillo en la mano derecha. Luego, cuando iniciemos la oración de los difuntos..., yo voy a leerla.
Tengo aquí el libro y los demás recitarán conmigo. Entonces, golpee en nombre de Dios, puesto que así
todo irá bien para el alma de la que amamos y la "muerta viva" morirá.
Arthur tomó la estaca y el martillo, y, puesto que su mente estaba ocupada en algo preciso, sus
manos ya no le temblaban en absoluto. Van Helsing abrió su misal y comenzó a leer, y Quincey y yo
repetimos lo que decía del mejor modo posible. Arthur colocó la punta de la estaca sobre el corazón del
cadáver y, al mirar, pude ver la depresión en la carne blanca. Luego, golpeó con todas sus fuerzas.
El objeto que se encontraba en el féretro se retorció y un grito espeluznante y horrible salió de
entre los labios rojos entreabiertos. El cuerpo se sacudió, se estremeció y se retorció, con movimientos
salvajes; los agudos dientes blancos se cerraron hasta que los labios se abrieron y la boca se llenó de
espuma escarlata. Pero Arthur no vaciló un momento. Parecía una representación del dios escandinavo
Thor, mientras su brazo firme subía y bajaba sin descanso, haciendo que penetrara cada vez más la
piadosa estaca, al tiempo que la sangre del corazón destrozado salía con fuerza y se esparcía en torno a
la herida. Su rostro estaba descompuesto y endurecido a causa de lo que creía un deber; el verlo nos
infundió valor y nuestras voces resonaron claras en el interior de la pequeña cripta.
Paulatinamente, fue disminuyendo el temblor y también los movimientos bruscos del cuerpo, los
dientes parecieron morder y el rostro temblaba. Finalmente, el cadáver permaneció inmóvil. La terrible
obra había concluido.
El martillo se le cayó a Arthur de las manos. Giró sobre sus talones, y se hubiera caído al suelo si
no lo hubiéramos sostenido. Gruesas gotas de sudor aparecieron en su frente y respiraba con dificultad.
En realidad, había estado sujeto a una tensión tremenda, y de no verse obligado a hacerlo por
consideraciones más importantes que todo lo humano, nunca hubiera podido llevar a feliz término aquella
horrible tarea.
Durante unos minutos estuvimos tan ensimismados con él que ni miramos al féretro en absoluto.
Cuando lo hicimos, sin embargo, un murmullo de asombro salió de todas nuestras bocas. Teníamos un
aspecto tan extraño que Arthur se incorporó, puesto que había estado sentado en el suelo, y se acercó
también para mirar; entonces, una expresión llena de alegría, con un brillo extraño, apareció en su rostro,
reemplazando al horror que estaba impreso hasta entonces en sus facciones.
Allí, en el ataúd, no reposaba ya la cosa espantosa que habíamos odiado tanto, de la que
considerábamos como un privilegio su destrucción y que se la confiamos a la persona más apta para ello,
sino Lucy, tal y como la habíamos conocido en vida, con su rostro de inigualable dulzura y pureza. Es
cierto que sus facciones reflejaban el dolor y la preocupación que todos habíamos visto en vida; pero eso
nos pareció agradable, debido a que eran realmente parte integrante de la verdadera Lucy. Sentimos
todos que la calma que resplandecía como la luz del sol sobre el rostro y el cuerpo de la muerta, era sólo
un símbolo terrenal de la tranquilidad de que disfrutaría durante toda la eternidad.
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Van Helsing se acercó, colocó
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rea larga y difícil, llena de
peligros y de dolor. ¿No van a ayudarme todos ustedes? Hemos aprendido a creer todos nosotros, ¿no
es así? Y, siendo así, ¿no vemos cuál es nuestro deber? ¡Sí! ¿No prometemos ir hasta el fin, por amargo
que sea?
Todos aceptamos su mano, uno por uno, y prometimos. Luego, al tiempo que nos alejábamos del
cementerio, el profesor dijo:
—Dentro de dos noches deberán reunirse conmigo para cenar juntos en casa de nuestro amigo
John. Debo hablar con otros dos amigos, dos personas a las que ustedes no conocen todavía; y debo
prepararme para tener listo el programa de trabajo y todos nuestros planes. Amigo John, venga conmigo
a casa, ya que tengo muchas cosas que consultarle y podrá ayudarme. Esta noche saldré para
Ámsterdam, pero regresaré mañana por la noche. Entonces comenzará verdaderamente nuestro trabajo.
Pero, antes de ello, tendré muchas cosas que decirles, para que sepan qué tenemos que hacer y qué es
lo que debemos temer. Luego, volveremos a renovar nuestra promesa, unos a otros, ya que nos espera
una tarea terrible, y una vez que hayamos echado a andar sobre ese terreno ya no podremos retroceder.
XVII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Cuando llegamos al hotel Berkeley, van Helsing encontró un telegrama que había llegado en su
ausencia:
"Llegaré por tren. Jonathan en Whitby. Noticias importantes.
MINA HARKER ."
El profesor estaba encantado.
—¡Ah!, esa maravillosa señora Mina —dijo—. ¡Una perla entre las mujeres! Va a llegar; pero no
puedo quedarme a esperarla. Debe llevarla a su casa, amigo John. Debe ir a recibirla a la estación.
Mándele un telegrama en camino para que esté preparada.
Cuando enviamos el telegrama, el profesor tomó una taza de té; a continuación, me habló de un
diario de Jonathan Harker y me entregó una copia mecanografiada, así como el diario que escribió Mina
Harker en Whitby.
—Tómelos —me dijo y examínelos atentamente. Para cuando regrese, estará usted al corriente
de todos los hechos y así podremos emprender mejor nuestras investigaciones. Cuídelos, puesto que su
contenido es un verdadero tesoro. Necesitará toda su fe, a pesar de la experiencia que ha tenido hoy
mismo. Lo que se dice aquí —colocó pesadamente la mano, con gravedad, sobre el montón de papeles,
al tiempo que hablaba—, puede ser el principio del fin para usted, para mí y para muchos otros; o puede
significar el fin del "muerto vivo" que tantas atrocidades comete en la tierra. Léalo todo, se lo ruego, con
atención. Y si puede añadir usted algo a la historia que aquí se relata, hágalo, puesto que en este caso
todo es importante. Ha consignado en su diario todos esos extraños sucesos, ¿no es así? ¡Claro! Bueno,
pues entonces, pasaremos todo en revista juntos, cuando regrese.
A continuación, hizo todos los preparativos para su viaje y, poco después, se dirigió a Liverpool
Street. Yo me encaminé a Paddington, a donde llegué como un cuarto de hora antes de la llegada del
tren.
La multitud se fue haciendo menos densa, después del movimiento característico en los andenes
de llegada. Comenzaba a intranquilizarme, temiendo no encontrar a mi invitada, cuando una joven de
rostro dulce y apariencia delicada se dirigió hacia mí, y después de una rápida ojeada me dijo:
—Es usted el doctor Seward, ¿verdad?
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—¡Y usted la señora Harker! —le respondí inmediatamente.
Entonces, la joven me tendió la mano.
—Lo conocía por la descripción que me hizo la pobre Lucy; pero... guardó silencio repentinamente
y un fuerte rubor cubrió sus mejillas.
El rubor que apareció en mi propio rostro nos tranquilizó a los dos en cierto modo, puesto que era
una respuesta tácita al suyo. Tomé su equipaje, que incluía una máquina de escribir, y tomamos el metro
hasta Fenchurch Street, después de enviar recado a mi ama de llaves para que dispusiera una salita y
una habitación dormitorio para la recién llegada.
Pronto llegamos. La joven sabía, por supuesto, que el lugar era un asilo de alienados; pero vi que
no lograba contener un estremecimiento cuando entramos.
Me dijo que si era posible le gustaría acompañarme a mi estudio, debido a que tenía mucho de
que hablarme. Por consiguiente, estoy terminando de registrar los conocimientos en mi diario fonográfico,
mientras la espero.
Como todavía no he tenido la oportunidad de leer los papeles que me confió van Helsing, aunque
se encuentran extendidos frente a mí, tendré que hacer que la señora se interese en alguna cosa para
poder dedicarme a su lectura. No sabe cuán precioso es el tiempo o de qué índole es la tarea que hemos
emprendido. Debo tener cuidado para no asustarla. ¡Aquí llega!
Del diario de Mina Harker
29 de septiembre. Después de instalarme, descendí al estudio del doctor Seward.
En la puerta me detuve un momento, porque creí oírlo hablar con alguien. No obstante, como me
había rogado que no perdiera el tiempo, llamé a la puerta y entré al estudio una vez que me dio permiso
para hacerlo.
Me sorprendí mucho al constatar que no había nadie con él. Estaba absolutamente solo, y sobre
la mesa, frente a él, se encontraba lo que supe inmediatamente, por las descripciones, que se trataba de
un fonógrafo. Nunca antes había visto uno y me interesó mucho.
—Espero no haberlo hecho esperar mucho —le dije—; pero me detuve ante la puerta, ya que creí
oírlo a usted hablando y supuse que habría alguna persona en su estudio.
—¡Oh! —replicó, con una sonrisa—. Solamente estaba registrando en mi diario los últimos
acontecimientos.
—¿Su diario? —le pregunté, muy sorprendida.
—Sí —respondió —, lo registro en este aparato. Al tiempo que hablaba, colocó la mano sobre el
fonógrafo. Me sentí muy excitada y exclamé:
—¡Vaya! ¡Esto es todavía más rápido que la taquigrafía! ¿Me permite oír el aparato un poco?
—Naturalmente —replicó con amabilidad y se puso en pie para preparar el artefacto de modo que
hablara.
Entonces, se detuvo y apareció en su rostro una expresión confusa.
—El caso es —comenzó en tono extraño que sólo registro mi diario; y se refiere enteramente...,
casi completamente..., a mis casos. Sería algo muy desagradable... Quiero decir...
Guardó silencio y traté de ayudarlo a salir de su confusión.
—Usted ayudó en la asistencia a mi querida Lucy en los últimos instantes. Déjeme escuchar
cómo murió. Le agradeceré mucho todo lo que pueda saber sobre ella. Me era verdaderamente muy
querida.
Para mi sorpresa, respondió, con una expresión de profundo horror en sus facciones:
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—¿Quiere que le hable de su muerte? ¡Por nada del mundo!
—¿Por qué no? —pregunté, mientras un sentimiento terrible se iba apoderando de mí.
El doctor hizo nuevamente una pausa y pude ver que estaba tratando de buscar una excusa.
Finalmente, balbuceó:
—¿Ve usted? No sé como retirar todo lo particular que contiene el diario.
Mientras hablaba se le ocurrió una idea, y dijo, con una simplicidad llena de inconsciencia, en un
tono de voz diferente y con el candor de un niño:
—Esa es la verdad, le doy mi palabra de ello. ¡Sobre mi honor de indio honrado!
No pude menos de sonreír y el doctor hizo una mueca.
—¡Esta vez me he traicionado! —dijo—. Pero, ¿sabe usted que aún cuando hace ya varios
meses que mantengo al día el diario, nunca me preocupé de cómo podría encontrar cualquier parte en
especial de él que deseara examinar?
Pero esta vez me convencí de que el diario del doctor que asistió a Lucy tendría algo que añadir
a nuestra suma de conocimientos sobre el terrible ser, y dije llanamente:
—Entonces, doctor Seward, lo mejor será que me deje que le haga una copia en mi máquina de
escribir.
Se puso intensamente pálido, al tiempo que me decía:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Por nada en el mundo dejaré que usted conozca esa terrible historia!
Por consiguiente, era terrible. ¡Mi intuición no me había engañado! Por unos instantes estuve
pensando, y mientras mis ojos examinaban cuidadosamente la habitación, buscando algo o alguna
oportunidad que pudiera ayudarme, vi un montón de papeles escritos a máquina sobre su mesa. Los ojos
del doctor se fijaron en los míos, e involuntariamente, siguió la dirección de mi mirada. Al ver los papeles,
comprendió qué era lo que estaba pensando.
—Usted no me conoce —le dije—. Cuando haya leído esos papeles, el diario de mi esposo y el
mío propio, que yo misma copié en la máquina de escribir, me conocerá un poco mejor. No he dejado de
expresar todos mis pensamientos y los sentimientos de mi corazón en ese diario; pero, naturalmente,
usted no me conoce... todavía; y no puedo esperar que confíe en mí para revelarme algo tan importante.
Desde luego, es un hombre de naturaleza muy noble; mi pobre Lucy tenía razón respecto a él. Se
puso en pie y abrió un amplio cajón, en el que estaban guardados en orden varios cilindros metálicos
huecos, cubiertos de cera oscura, y dijo:
—Tiene usted razón. No confiaba en usted debido a que no la conocía. Pero ahora la conozco; y
déjeme decirle que debí conocerla hace ya mucho tiempo. Ya sé que Lucy le habló a usted de mí, del
mismo modo que me habló a mí de usted. ¿Me permite que haga el único ajuste que puedo? Tome los
cilindros y óigalos. La primera media docena son personales y no la horrorizarán; así podrá usted
conocerme mejor. Para cuando termine de oírlos, la cena estará ya lista. Mientras tanto, debo leer parte
de esos documentos, y así estaré en condiciones de comprender mejor ciertas cosas.
Llevó él mismo el fonógrafo a mi salita y lo ajustó para que pudiera oírlo. Ahora voy a conocer
algo agradable, estoy segura de ello, ya que me va a mostrar el otro lado de un verdadero amor del que
solamente conozco una parte...
Del diario del doctor Seward
29 de septiembre. Estaba tan absorto en la lectura del diario de Jonathan Harker y en el de su
esposa que dejé pasar el tiempo sin pensar. La señora Harker no había descendido todavía cuando la
sirvienta anunció que la cena estaba servida.
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—Es probable que esté cansada. Será mejor que retrasemos la cena una hora —le dije, y volví a
enfrascarme en mi lectura.
Acababa de terminar la lectura del diario de la señora Harker cuando ella entró al estudio. Se veía
muy bonita y dulce, pero un poco triste, y sus ojos estaban un poco hinchados, signo inequívoco de que
había estado llorando. Por alguna razón, eso me emocionó profundamente. Unos instantes antes había
tenido yo mismo ganas de llorar, ¡Dios lo sabe!; pero el alivio que las lágrimas procuran me había sido
negado, y entonces, el ver aquellos ojos de mirada dulce, que habían estado llenos de lágrimas, me
impresionó. Por consiguiente, le dije con toda la amabilidad que pude:
—Me temo que mi diario la ha desconsolado.
—¡Oh, no! No estoy desconsolada —replicó—; pero me han emocionado más de lo que puedo
decir sus lamentaciones. Es una máquina maravillosa, pero cruelmente verdadera. Me hizo escuchar, en
el tono exacto, las angustias de su corazón. Era como un alma que se dirige a Dios Todopoderoso.
¡Nadie debe volver a escribir nunca eso! He tratado de serle útil. He copiado sus palabras en mi máquina
de escribir y nadie más necesita oír ahora los latidos de su corazón, como lo he hecho yo.
—Nadie necesita saberlo nunca, ni lo sabrá —le dije, en tono muy bajo.
Ella colocó su mano sobre las mías y me dijo con gravedad:
—¡Deben conocerlo!
—¡Deben! ¿Por qué? —preguntó.
—Porque es una parte de la terrible historia, una parte de la muerte de la pobre y querida Lucy y
de las causas que la provocaron; porque en la lucha que nos espera, para librar a la tierra de ese terrible
monstruo, debemos adquirir todos los conocimientos y toda la ayuda que es posible obtener. Creo que
los cilindros que me confió contienen más de lo que usted deseaba que yo conociera; pero he visto que
en ese registro hay muchos indicios para la solución de este negro misterio. ¿No va a dejarme usted que
le ayude? Conozco todo hasta cierto punto; y comprendo ya, aunque su diario me condujo sólo hasta el
siete de septiembre, cómo estaba siendo acosada la pobre Lucy y cómo se iba desarrollando su terrible
destino. Jonathan y yo hemos estado trabajando día y noche desde que el profesor van Helsing estuvo
con nosotros. Mi esposo ha ido a Whitby a conseguir más información y llegará aquí mañana, para tratar
de ayudarnos a todos. No debemos tener secretos entre nosotros; trabajando juntos y con entera
confianza podremos ser, con toda seguridad, más útiles y efectivos que si alguno de nosotros está
sumido en la oscuridad.
Me miró de modo tan suplicante, y al mismo tiempo manifestando tanto valor y resolución en su
actitud, que cedí inmediatamente ante sus deseos.
—Haga usted lo que mejor le parezca con respecto a este asunto —le dije —. ¡Que Dios me
perdone si hago mal! Hay aún cosas terribles que va a conocer; pero si ha recorrido ya tanto trecho en lo
referente a la muerte de la pobre Lucy, no se contentará, lo sé, permaneciendo en la ignorancia. No, el fin
mismo podrá darle a usted un poco de paz. Venga, la cena está servida. Debemos fortalecernos para
soportar lo que nos espera; tenemos ante nosotros una tarea cruel y peligrosa. Cuando haya cenado
podrá conocer todo el resto y responderé a todas las preguntas que usted quiera hacerme..., en el caso
de que haya algo que no comprenda; aunque estaba claro para todos los que estábamos presentes.
Del diario de Mina Harker
29 de septiembre. Después de cenar, acompañé al doctor Seward a su estudio.
Llevó el fonógrafo de mi salita y yo tomé mi máquina de escribir. Hizo que me instalara en un
asiento cómodo y colocó el fonógrafo de tal modo que pudiera manejarlo sin necesidad de levantarme, y
me mostró como detenerlo, en el caso de que deseara hacer una pausa. Entonces, muy preocupado,
tomó asiento de espaldas a mí, para que me sintiera con mayor libertad, y comenzó a leer. Yo me
coloqué en los oídos el casco, y escuché.
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Cuando conocí la terrible historia de la muerte de Lucy y de todo lo que siguió, permanecí
reclinada en mi asiento, como paralizada, absolutamente sin fuerzas.
Afortunadamente no soy dada a desmayarme. En cuanto el doctor Seward me vio, se puso en pie
de un salto, con expresión horrorizada, y apresurándose a sacar de una alacena una botella me dio una
copita de brandy, que, en unos minutos, me devolvió las fuerzas. Mi cerebro era un verdadero caos, y
solamente entre todos los horrores surgía un ligero rayo de luz al saber que mi pobre y querida Lucy
estaba finalmente en paz. De no ser por eso, no creo haber podido tolerarlo sin hacer una escena. Era
todo tan salvaje, misterioso y extraño, que si no hubiera conocido la experiencia de Jonathan en
Transilvania, no hubiera podido creerlo. En realidad, no sabía qué creer y procuré salir del paso
ocupándome de otra cosa. Le quité la cubierta a mi máquina de escribir, y le dije al doctor Seward:
—Déjeme que le escriba todo esto. Debemos estar preparados para cuando regrese el doctor
van Helsing. Le he enviado un telegrama a Jonathan para que venga aquí en cuanto llegue a Londres,
procedente de Whitby. En este caso, las fechas son importantes, y creo que si preparamos todo el
material y lo disponemos todo en orden cronológico, habremos adelantado mucho. Me ha dicho usted
que lord Godalming y el señor Morris van a venir también. Así podremos estar en condiciones de ponerlo
al corriente de todo en cuanto llegue.
El doctor, de acuerdo con lo dicho, hizo que el fonógrafo funcionara más lentamente y comencé a
escribir a máquina desde el principio del séptimo cilindro.
Usaba papel carbón y saqué tres copias, lo mismo que había hecho con todo el resto. Era ya
tarde cuando concluí el trabajo, pero el doctor fue a cumplir con su deber, en su ronda de visita a los
pacientes; cuando terminó, regreso y se sentó a mi lado, leyendo, para que no me sintiera demasiado
sola mientras trabajaba. ¡Qué bueno y comprensivo es! ¡El mundo parece estar lleno de hombres buenos,
aun cuando haya también monstruos! Antes de despedirme de él recordé lo que Jonathan había escrito
en su diario sobre la perturbación del profesor cuando leyó algo en un periódico de la tarde en la estación
de Exéter; así, al ver que el doctor Seward guardaba clasificados sus periódicos, me llevé a la habitación,
después de pedirle permiso para ello, los álbumes de The Westminster Gazette y The Pall Mall Gazette.
Recordaba lo mucho que nos habían ayudado los periódicos The Dailygraph y The Whitby Gazette ,de
los que había guardado recortes, para comprender los terribles sucesos de Whitby cuando llegó el conde
Drácula. Por consiguiente, tengo el propósito de examinar cuidadosamente, desde entonces, los
periódicos de la tarde, y quizá pueda así encontrar algún indicio. No tengo sueño, y el trabajo servirá para
tranquilizarme.
Del diario del doctor Seward
30 de septiembre. El señor Harker llegó a las nueve en punto. Había recibido el telegrama de su
esposa poco antes de ponerse en camino. Tiene una inteligencia poco común, si es posible juzgar eso
por sus facciones, y está lleno de energía. Si su diario es verdadero, y debe ser, a juzgar por las
maravillosas experiencias que hemos tenido, es también un hombre enérgico y valiente. Su ida a la
tumba por segunda vez era una obra maestra de valor. Después de leer su informe, estaba preparado a
encontrarme con un buen espécimen de la raza humana, pero no con el caballero tranquilo y serio que
llegó aquí hoy.
Más tarde. Después del almuerzo, Harker y su esposa regresaron a sus habitaciones, y al pasar
hace un rato junto a su puerta, oí el ruido que producía su máquina de escribir. Trabajan mucho. La
señora Harker me dijo que estaban poniendo en orden cronológico todas las pruebas que poseían.
Harker había recibido las cartas entre la consigna de las cajas en Whitby y los mozos de cuerda que se
ocuparon de ellas en Londres. Ahora esta leyendo la copia mecanografiada por su esposa de mi diario.
Me pregunto qué conclusiones sacarán. Aquí está...
¡Es extraño que no se me ocurriera pensar que la casa vecina pudiera ser el escondrijo del
conde! ¡Sin embargo, Dios sabe que habíamos tenido suficientes indicios a causa del comportamiento del
pobre Renfield! El montón de cartas relativas a la adquisición de la casa se encontraba con las copias
mecanografiadas. ¡Si lo hubiéramos sabido antes, hubiéramos podido salvarle la vida a la pobre Lucy!
¡Basta! ¡Esos pensamientos conducen a la locura! Harker ha regresado a sus habitaciones y está otra
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vez poniendo en orden el material que posee. Dice que para la hora de la cena estarán en condiciones de
presentar una narración que tenga una relación absoluta entre todos los hechos. Piensa que, mientras
tanto, debo ir a ver a Renfield, puesto que hasta estos momentos ha sido una especie de guía sobre las
entradas y salidas del conde. Me es difícil verlo todavía; pero, cuando examine las fechas, supongo que
veré claramente la relación existente. ¡Qué bueno que la señora Harker mecanografió el contenido de mis
cilindros! Nunca hubiéramos podido encontrar las fechas de otro modo...
Encontré a Renfield sentado plácidamente en su habitación y sonriendo como un bendito. En ese
momento parecía tan cuerdo como cualquier otra persona de las que conozco. Me senté a su lado y
hablé con él de infinidad de temas, que él desarrolló de una manera absolutamente natural. Entonces,
por su propia voluntad, me habló de regresar a su casa, un tema que nunca había tocado, que yo sepa,
durante su estancia en el asilo. En efecto, me habló confiado de que podría ser dado de alta
inmediatamente.
Creo que de no haber conversado antes con Harker y haber leído las cartas y las fechas de sus
ataques, me hubiera sentido dispuesto a firmar su salida, al cabo de un corto tiempo de observación. Tal
y como están las cosas, sospecho de todo. Todos esos ataques estaban ligados en cierto modo a la
presencia del conde en las cercanías. ¿Qué significaba entonces aquella satisfacción absoluta? ¿Quiere
decir que sus instintos están satisfechos a causa del convencimiento del triunfo final del vampiro? Es el
mismo zoófago y en sus terribles furias, al exterior de la puerta de la capilla de la casa, habla siempre del
"amo". Todo esto parece ser una confirmación de nuestra idea. Sin embargo, al cabo de un momento, lo
dejé; mi amigo estaba en esos instantes demasiado cuerdo para poder ponerlo a prueba seriamente con
preguntas. Puede comenzar a reflexionar y, entonces... Por consiguiente, me alejé de él. Desconfío de
esos momentos de calma que tiene a veces, y le he dado al enfermero la orden de que lo vigile
estrechamente y que tenga lista una camisa de fuerza para utilizarla en caso de necesidad.
Del diario de Jonathan Harker
29 de septiembre, en el tren hacia Londres. Cuando recibí el amable mensaje del señor Billington,
en el que me decía que estaba dispuesto a facilitarme todos los informes que obraban en su poder, creí
conveniente ir directamente a Whitby y llevar a cabo, en el lugar mismo, todas las investigaciones que
deseaba. Mi objeto era el de seguir el horrible cargamento del conde hasta su casa de Londres. Más
tarde podríamos ocuparnos de ello. El hijo de Billington, un joven muy agradable, fue a la estación a
recibirme y me condujo a casa de su padre, en donde habían decidido que debería pasar la noche. Eran
hospitalarios, con la hospitalidad propia de Yorkshire: dando todo a los invitados y dejándolos en entera
libertad para que hicieran lo que deseaban. Sabían que tenía mucho quehacer y que mi estancia iba a
ser muy corta, y el señor Billington tenía preparados en su oficina todos los documentos relativos a la
consignación de las cajas.
Me llevé una fuerte impresión al volver a ver una de las cartas que había visto sobre la mesa del
conde, antes de tener conocimiento de sus planes diabólicos. Todo había sido pensado cuidadosamente
y ejecutado sistemáticamente y con precisión. Parecía haber estado preparado para vencer cualquier
obstáculo que pudiera surgir por accidente para impedir que se llevaran a cabo sus intenciones. No había
dejado nada a la casualidad, y la absoluta exactitud con la que sus instrucciones fueron seguidas era
simplemente un resultado lógico de su cuidado. Vi la factura y tomé nota de ella: "Cincuenta cajas de
tierra común, para fines experimentales." También la copia de la carta dirigida a Carter Paterson y su
respuesta; saqué copias de las dos. Esa era toda la información que podía facilitarme el señor Billington,
de modo que me dirigí al puerto a ver a los guardacostas, a los oficiales de la aduana y al comandante de
puerto. Todos ellos tenían algo que decir sobre la entrada extraña del barco, que ya comenzaba a tener
su lugar en las tradiciones locales; pero no pudieron añadir nada a la simple descripción "cincuenta cajas
de tierra común". A continuación fui a ver al jefe de estación, que me puso amablemente en contacto con
los hombres que habían recibido en realidad las cajas. Su descripción coincidía con las listas y no
tuvieron nada que añadir, excepto que las cajas eran "extraordinariamente pesadas" y que su embarque
había sido un trabajo muy duro. Uno de ellos dijo que era una pena que no hubiera habido algún
caballero presente "como usted, señor", para recompensar en cierto modo sus esfuerzos, con una
propina en metálico; otro expresó lo mismo, diciendo que el esfuerzo hecho les había producido una sed
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tan grande que todavía no habían logrado calmarla del todo. No es necesario añadir que, antes de
dejarlos, me encargué de que no volvieran a tener que hacer ningún reproche al respecto.
30 de septiembre. El jefe de estación tuvo la amabilidad de darme unas líneas escritas para su
colega de King's Cross, de manera que cuando llegué allá por la mañana, pude hacerle preguntas sobre
la llegada de las cajas. Él también me puso inmediatamente en contacto con los empleados apropiados y
vi que sus explicaciones coincidían con la factura original. Las oportunidades de tener una sed anormal
habían sido pocas en este último caso; sin embargo, habían sido aprovechadas generosamente y me vi
obligado a ocuparme del resultado de un modo ex post facto.
De allí me dirigí a las oficinas centrales de Carter Paterson, donde fui recibido con la mayor
cortesía. Examinaron la transacción en su diario y sus archivos de correspondencia y telefonearon
inmediatamente a su oficina de King's Cross para obtener más detalles. Afortunadamente, los hombres
que se encargaron del acarreo estaban esperando trabajo y el funcionario los envió inmediatamente,
mandando asimismo con uno de ellos el certificado de tránsito y todos los documentos relativos a la
entrega de las cajas en Carfax. Nuevamente, descubrí que el duplicado correspondía exactamente; los
portadores estaban en condiciones de complementar la parquedad de los documentos con unos cuantos
detalles. Pronto supe que esos detalles estaban relacionados con lo sucio del trabajo y con la terrible sed
que les produjo a los trabajadores. Al ofrecerles la oportunidad, más tarde, para que la calmaran, uno de
los hombres hizo notar:
—Esa casa, señor, es la más abandonada que he visto en toda mi vida. ¡Caramba! Parece que
hace ya un siglo que nadie la ha tocado. Había una capa tan gruesa de polvo que hubiéramos podido
dormir en el suelo sin lastimarnos los riñones, y tan en desorden que parecía el antiguo templo de
Jerusalén. Pero la vieja capilla... ¡Fue el colmo de todo! Mis compañeros y yo pensamos que nunca
saldríamos de esa casa bastante pronto. ¡Cielo santo! ¡Por nada del mundo me quedaría allí un solo
instante después de anochecer!
Puesto que yo había estado en la casa, no tuve inconveniente en creerle; pero, si hubiera sabido
lo que yo, es seguro que habría empleado palabras más duras.
Hay algo de lo que estoy satisfecho, sin embargo: que todas las cajas que llegaron a Whitby de
Varna, en el Demetrio, estaban depositadas en la vieja capilla de Carfax. Debía haber allí cincuenta, a
menos que hubieran retirado ya alguna..., como lo temía, basándome en el diario del doctor Seward.
Tengo que tratar de entrevistarme con el portador que se llevaba las cajas de Carfax, cuando
Renfield los atacó. Siguiendo esa pista, es posible que lleguemos a saber muchas cosas importantes.
Más tarde. Mina y yo hemos trabajado durante todo el día y hemos puesto en orden todos los
papeles.
Del diario de Mina Harker
30 de septiembre. Estoy tan contenta que me es difícil contenerme. Supongo que se trata de la
reacción natural después del horrible temor que tenía: de que ese terrible asunto y la reapertura de sus
antiguas heridas podrían actuar en detrimento de Jonathan.
Lo vi salir hacia Whitby con un rostro tan animado como era posible; pero me sentía enferma de
aprensión. Sin embargo, el esfuerzo le había sentado bien. Nunca había estado tan resuelto, fuerte y con
tanta energía volcánica, como ahora. Es exacto lo que me dijo el excelente profesor van Helsing: es
verdaderamente resistente y mejora bajo tensiones que matarían a una persona de naturaleza más débil.
Ha regresado lleno de vida, de esperanza y de determinación. Lo hemos ordenado todo para esta noche.
Me siento muy emocionada. Supongo que es preciso tener lástima de alguien que es tan perseguido
como el conde. Solamente que... esa cosa no es humana... No es ni siquiera una bestia. Leer el relato del
doctor Seward sobre la muerte de la pobre Lucy y todo lo que siguió, es suficiente para ahogar todos los
sentimientos de conmiseración.
Más tarde. Lord Godalming y el señor Morris llegaron más temprano de lo que los esperábamos.
El doctor Seward había salido a arreglar unos asuntos y se había hecho acompañar por Jonathan; por
consiguiente, tuve que recibirlos yo. Fue para mí algo muy desagradable, debido a que me recordó todas
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las esperanzas de la pobre Lucy, de hacía solamente unos meses. Naturalmente, habían oído a Lucy
hablar de mí y parecía que el doctor van Helsing había estado también "haciéndome propaganda", como
lo expresó el señor Morris. ¡Pobres amigos! Ninguno de ellos sabe que estoy al corriente de todas las
proposiciones que le hicieron a Lucy. No sabían exactamente qué decir o hacer, ya que ignoraban hasta
que punto estaba yo al corriente de todo; por consiguiente, tuvieron que hablar de trivialidades. Sin
embargo, reflexioné profundamente y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era ponerlos
al corriente de todo. Sabía, por el diario del doctor Seward, que habían asistido a la muerte de la pobre
Lucy..., a la muerte verdadera..., y que no debía tener miedo de revelar un secreto antes de tiempo. Por
consiguiente, les dije de la mejor manera posible, que había leído todos los documentos y diarios, y que
mi esposo y yo, después de mecanografiarlos, acabábamos de terminar de ponerlos en orden. Les di una
copia a cada uno de ellos, para que pudieran leerlos en la biblioteca. Cuando lord Godalming recibió la
suya y la leyó cuidadosamente (era un legajo considerable de documentos), dijo:
—¿Ha escrito usted todo esto, señora Harker?
Asentí, y él agregó:
—No comprendo muy bien el fin de todo esto; pero son todos ustedes tan buenos y amables y
han estado trabajando de manera tan enérgica y honrada, que lo único que puedo hacer es aceptar todas
sus ideas a ciegas y tratar de ayudarlos. Ya he recibido una lección al tener que aceptar hechos que son
suficientes para hacer que un hombre se sienta triste hasta los últimos momentos de su vida. Además, sé
que usted amaba a mi pobre Lucy...
Al llegar a este punto, se volvió y se cubrió el rostro con las manos. Alcancé a percibir el llanto en
el tono de su voz. El señor Morris, con delicadeza instintiva, le puso una mano en el hombro, durante un
momento, y luego salió lentamente de la habitación.
Supongo que hay algo en la naturaleza de una mujer que hace que un hombre se sienta libre
para desplomarse frente a ella y expresar sus sentimientos emotivos o de ternura, sin creer que sean
humillantes para su virilidad; porque cuando lord Godalming se vio solo conmigo, se sentó en el diván y
dio rienda suelta al llanto sincera y abiertamente.
Me senté a su lado y le tomé la mano. Espero que no haya pensado que fuera un atrevimiento
mío, y que si piensa en ello después, nunca se le ocurrirá nada semejante.
Lo estoy denigrando un poco; sé que nunca lo hará... Es demasiado caballeresco para eso.
Comprendí que su corazón estaba destrozado, y le dije:
—Quería a Lucy y sé lo que ella representaba para usted, y lo que era usted para ella. Éramos
como hermanas, y, ahora que ella se ha ido, ¿no va a permitirme que sea como una hermana para usted
en medio de su dolor? Sé la tristeza que lo ha embargado, aunque no puedo medir exactamente su
profundidad. Si la simpatía y la comprensión pueden ayudarlo a usted en su aflicción, ¿no me permite
que lo ayude..., por amor de Lucy?
En un instante, el pobre hombre se encontró abrumado por el dolor. Me pareció que todo lo que
había tenido que sufrir en silencio hasta entonces brotaba de golpe. Se puso fuera de sí y, levantando las
manos abiertas, hizo chocar las palmas, expresando la magnitud de su dolor. Se puso en pie y, un
instante después, volvió a tomar asiento y las lágrimas no cesaban de correrle por las mejillas. Sentí una
enorme lástima por él, y sin pensarlo, abrí los brazos. Con un sollozo, apoyó su cabeza en mi hombro y
lloró como un niño cansado, al tiempo que temblaba de emoción.
Nosotras, las mujeres, tenemos algo de madres que nos hace elevarnos sobre las cosas menos
importantes cuando se invoca la maternidad; sentí que aquella cabeza de hombre presa del dolor
reposaba sobre mí, como si fuera la del bebé que algún día podré tener en el regazo, y le acaricié el pelo,
como si se tratara de mi hijo. En aquel momento no pensé en lo extraño que era todo aquello.
Al cabo de un rato, sus sollozos cesaron y se irguió, excusándose, aunque no trató de esconder
su emoción. Me dijo que durante muchos días y noches, días llenos de fatiga y noches sin sueño, se
había sentido incapaz de hablar con nadie, como debe hacerlo un hombre en momentos de aflicción
como aquellos. No había ninguna mujer cuyo consuelo pudiera serle entregado o con el que, debido a las
terribles circunstancias que rodeaban a su dolor, pudiera hablar libremente.
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—Ahora sé como sufría —dijo, al tiempo que se secaba los ojos—. Pero, no sé ni siquiera en este
momento y ninguna otra persona podrá comprenderlo nunca, lo mucho que ha significado hoy para mí su
dulce consuelo. Con el tiempo lo comprenderé mejor, y créame que, aunque se lo agradezco
infinitamente ahora, mi agradecimiento irá en aumento al mismo tiempo que mi comprensión. ¿Me
permite usted que seamos como hermanos durante todas nuestras vidas..., por amor de Lucy?
—Por el amor de nuestra Lucy —le dije, al tiempo que le daba la mano.
—Y por usted misma —añadió él—, puesto que si la estimación de un hombre y su gratitud tienen
algún valor, usted las ha ganado hoy. Si alguna vez en el futuro llega usted a tener necesidad de la ayuda
de un hombre, créame que no me llamará usted en vano. Dios quiera que nunca se presente ese
momento en que la luz del sol desaparezca de su vida; pero si llegara a presentarse, prométame que
acudirá a mí.
Era tan sincero y su dolor había sido tan profundo, que comprendí que sería un consuelo para él,
y le dije:
—Se lo prometo.
Cuando salí al pasillo vi al señor Morris, que estaba mirando al exterior por una de las ventanas.
Se volvió al oír el ruido de mis pasos.
—¿Cómo está Art? —inquirió.
Luego, viendo mis ojos enrojecidos, siguió diciendo:
—¡Ah! Ya veo que lo ha estado usted consolando. ¡Pobre amigo mío! Eso es lo que necesita.
Nadie que no sea una mujer puede consolar a un hombre cuando tiene el corazón destrozado, y él no
tiene a ninguna...
Enterró su propio dolor con tanta entereza que mi corazón sangró por él. Vi que tenía el
manuscrito en la mano y sabía que en cuanto lo leyera se daría cuenta de cuanto sabía; por
consiguiente, le dije:
—Desearía poder consolar a todos los que sufren profundamente. ¿Quiere usted ser mi amigo y
venir a mí si necesita consuelo? Más tarde comprenderá usted de qué le estoy hablando.
Vio que se lo decía con sinceridad y, haciéndome una reverencia, me tomó la mano, se la llevó a
los labios y la besó. Parecía ser un consuelo demasiado pobre para un alma tan valerosa y
desinteresada. Entonces, impulsivamente, me incliné y lo besé.
Sus ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Luego, dijo, en tono
tranquilo:
—¡Pequeña, nunca olvidará usted esa bondad sincera, en toda su vida!
Luego, se dirigió hacia el estudio, donde se encontraba su amigo.
—¡Pequeña!
La misma palabra con que se había referido a Lucy.
¡Pero demostró ser un amigo!.
XVIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
30 de septiembre. Llegué a casa a las cinco y descubrí que Godalming y Morris no solamente
habían llegado, sino que también habían estudiado las transcripciones de los diversos diarios y cartas
que Harker y su maravillosa esposa habían preparado y ordenado. Harker no había regresado todavía de
su visita a los portadores, sobre los que me había escrito el doctor Hennessey. La señora Harker nos dio
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una taza de té, y puedo decir con toda sinceridad que, por primera vez desde que vivía allí, aquella vieja
casona me pareció un hogar. Cuando terminamos, la señora Harker dijo:
—Doctor Seward, ¿puedo pedirle un favor? Deseo ver a su paciente, al señor Renfield. Déjeme
verlo. Me interesa mucho lo que dice usted de él en su diario.
Parecía tan suplicante y tan bonita que no pude negárselo; por consiguiente, la llevé conmigo.
Cuando entré en la habitación, le dije al hombre que había una dama a la que le gustaría verlo, a lo cual
respondió simplemente:
—¿Por qué?
—Está visitando toda la casa y desea ver a todas las personas que hay en ella —le contesté.
—¡Ah, muy bien! —dijo—. Déjela entrar, sea como sea; pero espere un minuto, hasta que ponga
en orden el lugar.
Su método de ordenar la habitación era muy peculiar.
Simplemente se tragó todas las moscas y arañas que había en las cajas, antes de que pudiera
impedírselo. Era obvio que temía o estaba celoso de cualquier interferencia.
Cuando hubo concluido su desagradable tarea, dijo amablemente:
—Haga pasar a la dama.
Y se sentó sobre el borde de su cama con la cabeza inclinada hacia abajo; pero con los párpados
alzados, para poder ver a la dama en cuanto entrara en la habitación.
Por espacio de un momento estuve pensando que quizá tuviera intenciones homicidas.
Recordaba lo tranquilo que había estado poco antes de atacarme en mi propio estudio, y me
mantuve en un lugar tal que pudiera sujetarlo inmediatamente si intentaba saltar sobre ella.
La señora Harker entró en la habitación con una gracia natural que hubiera hecho que fuera
respetada inmediatamente por cualquier lunático..., ya que la desenvoltura y la gracia son las cualidades
que más respetan los locos. Se dirigió hacia él, sonriendo agradablemente, y le tendió la mano.
—Buenas tardes, señor Renfield —le dijo—. Como usted puede ver, lo conozco. El doctor
Seward me ha hablado de usted.
El alienado no respondió enseguida, sino que la examinó con el ceño fruncido.
Su expresión cambió, su rostro reflejó el asombro y, luego, la duda; luego, con profunda sorpresa
de mi parte, le oí decir:
—No es usted la mujer con la que el doctor deseaba casarse, ¿verdad? No puede usted serlo,
puesto que está muerta.
La señora Harker sonrió dulcemente, al tiempo que respondía:
—¡Oh, no! Tengo ya un esposo, con el que estoy casada desde mucho antes de conocer siquiera
al doctor Seward. Soy la señora Harker.
—Entonces, ¿qué está usted haciendo aquí?
—Mi esposo y yo hemos venido a visitar al doctor Seward.
—Entonces no se quede.
—Pero, ¿por qué no?
Pensé que aquel estilo de conversación no podía ser más agradable para la señora Harker que lo
que lo era para mí. Por consiguiente, intervine:
—¿Cómo sabe usted que deseaba casarme?
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162
Su respuesta fue profundamente desdeñosa y la dio en una pausa en que apartó sus ojos de la
señora Harker y posó su mirada en mí, para volverla a fijar inmediatamente después en la dama.
—¡Qué pregunta tan estúpida!
—Yo no lo creo así en absoluto, señor Renfield —le dijo la señora Harker, defendiéndome.
Renfield le habló entonces con tanta cortesía y respeto como desdén había mostrado hacia mí
unos instantes antes.
—Estoy seguro de que usted comprenderá, señora Harker, que cuando un hombre es tan querido
y honrado como nuestro anfitrión, todo lo relativo a él resulta interesante en nuestra pequeña comunidad.
El doctor Seward es querido no solamente por sus servidores y sus amigos, sino también por sus
pacientes, que, puesto que muchos de ellos tienen cierto desequilibrio mental, están en condiciones de
distorsionar ciertas causas y efectos. Puesto que yo mismo he sido un paciente de un asilo de alienados,
no puedo dejar de notar que las tendencias mitómanas de algunos de los asilados conducen hacia
errores de non causa e ignoratio elenchi.
Abrí mucho los ojos ante ese desarrollo completamente nuevo. Allí estaba el peor de todos mis
lunáticos, el más afirmado en su tipo que he encontrado en toda mi vida, hablando de filosofía elemental,
con los modales de un caballero refinado. Me pregunté si sería la presencia de la señora Harker la que
había tocado alguna cuerda en su memoria. Si aquella nueva fase era espontánea o debida a la
influencia inconsciente de la señora, la dama debía poseer algún don o poder extraño.
Continuamos hablando, durante un rato y, viendo que en apariencia razonaba a la perfección, se
aventuró, mirándome a mí interrogadoramente al principio, llevándolo hacia su tema favorito de
conversación. Volví a asombrarme al ver que Renfield enfocaba la cuestión con la imparcialidad
característica de una cordura absoluta; incluso se puso de ejemplo al mencionar ciertas cosas.
—Bueno, yo mismo soy ejemplo de un hombre que tiene una extraña creencia. En realidad, no es
extraño que mis amigos se alarmaran e insistieran en que debía ser controlado. Acostumbraba pensar
que la vida era una entidad positiva y perpetua, y que al consumir multitud de seres vivos, por muy bajos
que se encuentren éstos en la escala de la creación, es posible prolongar la vida indefinidamente. A
veces creía en ello con tanta firmeza que trataba de comer carne humana. El doctor, aquí presente,
confirmara que una vez traté de matarlo con el fin de fortalecer mis poderes vitales, por la asimilación en
mi propio cuerpo de su vida, por medio de su sangre, Basándome, desde luego, en la frase bíblica:
"Porque la sangre es vida." Aunque, en realidad, el vendedor de cierta panacea ha vulgarizado la
perogrullada hasta llegar al desprecio. ¿No es cierto eso, doctor?
Asentí distraídamente, debido a que estaba tan asombrado que no sabía exactamente qué
pensar o decir; era difícil creer que lo había visto comerse sus moscas y arañas menos de cinco minutos
antes. Miré mi reloj de pulsera y vi que ya era tiempo de que me dirigiera a la estación para esperar a van
Helsing; por consiguiente, le dije a la señora Harker que ya era hora de irnos. Ella me acompañó
enseguida, después de decirle amablemente al señor Renfield:
—Hasta la vista. Espero poder verlo a usted con frecuencia, bajo auspicios un poco más
agradables para usted.
A lo cual, para asombro mío, el alienado respondió:
—Adiós, querida señora. Le ruego a Dios no volver a ver nunca su dulce rostro. ¡Que Él la
bendiga y la guarde!
Cuando me dirigí a la estación, dejé atrás a los muchachos. El pobre Arthur parecía estar más
animado que nunca desde que Lucy enfermara, y Quincey estaba mucho más alegre que en muchos
días.
Van Helsing descendió del vagón con la agilidad ansiosa de un niño. Me vio inmediatamente y se
precipitó a mi encuentro, diciendo:
—¡Hola, amigo John! ¿Cómo está todo? ¿Bien? ¡Bueno! He estado ocupado, pero he regresado
para quedarme aquí en caso necesario. He arreglado todos mis asuntos y tengo mucho de qué hablar.
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163
¿Está la señora Mina con usted? Sí. ¿Y su simpático esposo también? ¿Y Arthur y mi amigo Quincey
están asimismo en su casa? ¡Bueno!
Mientras nos dirigíamos en el automóvil hacia la casa, lo puse al corriente de todo lo ocurrido y
cómo mi propio diario había llegado a ser de alguna utilidad por medio de la sugestión de la señora
Harker. Entonces, el profesor me interrumpió:
—¡Oh! ¡Esa maravillosa señora Mina! Tiene el cerebro de un hombre; de un hombre muy bien
dotado, y corazón de mujer. Dios la formó con algún fin excelso, créame, cuando hizo una combinación
tan buena. Amigo John, hasta ahora la buena suerte ha hecho que esa mujer nos sea de gran auxilio;
después de esta noche no deberá tener nada que hacer en este asunto tan terrible. No es conveniente
que corra un peligro tan grande. Nosotros los hombres, puesto que nos hemos comprometido a ello,
estamos dispuestos a destruir a ese monstruo; pero no hay lugar en ese plan para una mujer. Incluso si
no sufre daños físicos, su corazón puede fallarle en muchas ocasiones, debido a esa multitud de
horrores; y a continuación puede sufrir de insomnios a causa de sus nervios, y al dormir, debido a las
pesadillas. Además, es una mujer joven y no hace mucho tiempo que se ha casado; puede que haya
otras cosas en que pensar en otros tiempos, aunque no en la actualidad. Me ha dicho usted que lo ha
escrito todo; por consiguiente, lo consultará con nosotros; pero mañana se apartará de este trabajo, y
continuaremos solos.
Estuve sinceramente de acuerdo con él, y a continuación le relaté todo lo que habíamos
descubierto en su ausencia y que la casa que había adquirido Drácula era la contigua a la mía. Se
sorprendió mucho y pareció sumirse en profundas reflexiones.
—¡Oh! ¡Si lo hubiéramos sabido antes! —exclamó—. Lo hubiéramos podido alcanzar a tiempo
para salvar a la pobre Lucy. Sin embargo, "la leche derramada no se puede recoger", como dicen
ustedes. No debemos pensar en ello, sino continuar nuestro camino hasta el fin.
Luego, se sumió en un silencio que duró hasta que entramos en mi casa. Antes de ir a
prepararnos para la cena, le dijo a la señora Harker:
—Mi amigo John me ha dicho, señora Mina, que su esposo y usted han puesto en orden todo lo
que hemos podido obtener hasta este momento.
—No hasta este momento —le dijo ella impulsivamente—, sino hasta esta mañana.
—Pero, ¿por qué no hasta este momento? Hemos visto hasta ahora los buenos resultados que
han dado los pequeños detalles. Hemos revelado todos nuestros secretos y, no obstante, ninguno de
ellos va a ser lo peor de cuanto tenemos que aprender aún.
La señora Harker comenzó a sonrojarse, y sacando un papel del bolsillo, dijo:
—Doctor van Helsing, ¿quiere usted leer esto y decirme si es preciso que lo incluyamos? Es mi
informe del día de hoy. Yo también he comprendido la necesidad de registrarlo ahora todo, por muy trivial
que parezca; pero, en esto hay muy poco que no sea personal. ¿Debemos incluirlo?
El profesor leyó la nota gravemente y se la devolvió a Mina, diciendo:
—No es preciso que lo incluyamos, si usted no lo desea así; pero le ruego que acepte hacerlo.
Solamente hará que su esposo la ame todavía más y que todos nosotros, sus amigos, la honremos, la
estimemos y la queramos más aún.
La señora Harker volvió a tomar el pedazo de papel con otro sonrojo y una amplia sonrisa.
Y de ese modo, hasta este preciso instante, todos los registros que tenemos están completos y
en orden. El profesor se llevó una copia para examinarla después de la cena y antes de nuestra reunión,
que ha sido fijada para las nueve de la noche. Los demás lo hemos leído ya todo; así, cuando nos
reunamos en el estudio, estaremos bien informados de todos los hechos y podremos preparar nuestro
plan de batalla contra ese terrible y misterioso enemigo.
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164
Del diario de Mina Harker
30 de septiembre. Cuando nos reunimos en el estudio del doctor Seward, dos horas después de
la cena, que tuvo lugar a las seis de la tarde, formamos de manera inconsciente una especie de junta o
comité. El profesor van Helsing se instaló en la cabecera de la mesa, en el sitio que le indicó el doctor
Seward en cuanto entró en la habitación. Me hizo sentarme inmediatamente a su derecha y me rogó que
actuara como secretaria: Jonathan se sentó a mi lado, y frente a nosotros se encontraban Lord
Godalming, el doctor Seward y el señor Morris. Lord Godalming se encontraba al lado del profesor y el
doctor Seward en el centro. El profesor dijo:
—Creo que puedo dar por sentado que todos estamos al corriente de los hechos que figuran en
esos documentos.
Todos asentimos, y el doctor continuó:
—Entonces, creo que sería conveniente que les diga algo sobre el tipo de enemigo al que vamos
a tener que enfrentarnos. Así pues, voy a revelarles parte de la historia de ese hombre, que he podido
llegar a conocer. A continuación podremos discutir nuestro método de acción, y podremos tomar de
común acuerdo todas las disposiciones necesarias.
"Existen seres llamados vampiros; todos nosotros tenemos pruebas de su existencia. Incluso en
el caso de que no dispusiéramos de nuestras desafortunadas experiencias, las enseñanzas y los
registros de la antigüedad proporcionan pruebas suficientes para las personas cuerdas. Admito que, al
principio, yo mismo era escéptico al respecto. Si no me hubiera preparado durante muchos años para que
mi mente permaneciera clara, no lo habría podido creer en tanto los hechos me demostraran que era
cierto, con pruebas fehacientes e irrefutables. Si, ¡ay!, hubiera sabido antes lo que sé ahora e incluso lo
que adivino, hubiéramos podido quizá salvar una vida que nos era tan preciosa a todos cuantos la
amábamos. Pero eso ya no tiene remedio, y debemos continuar trabajando, de tal modo que otras pobres
almas no perezcan, en tanto nos sea posible salvarlas. El nosferatu no muere como las abejas cuando
han picado, dejando su aguijón. Es mucho más fuerte y, debido a ello, tiene mucho más poder para hacer
el mal. Ese vampiro que se encuentra entre nosotros es tan fuerte personalmente como veinte hombres;
tiene una inteligencia más aguda que la de los mortales, puesto que ha ido creciendo a través de los
tiempos; posee todavía la ayuda de la nigromancia, que es, como lo implica su etimología, la adivinación
por la muerte, y todos los muertos que fallecen a causa suya están a sus órdenes; es rudo y más que
rudo; puede, sin limitaciones, aparecer y desaparecer a voluntad cuando y donde lo desee y en
cualquiera de las formas que le son propias; puede, dentro de sus límites, dirigir a los elementos; la
tormenta, la niebla, los truenos; puede dar órdenes a los animales dañinos, a las ratas, los búhos y los
murciélagos... A las polillas, a los zorros y a los lobos; puede crecer y disminuir de tamaño; y puede a
veces hacerse invisible. Así pues, ¿cómo vamos a llevar a cabo nuestro ataque para destruirlo? ¿Cómo
podremos encontrar el lugar en que se oculta y, después de haberlo hallado, destruirlo? Amigos míos, es
una gran labor. Vamos a emprender una tarea terrible, y puede haber suficiente para hacer que los
valientes se estremezcan. Puesto que si fracasamos en nuestra lucha, él tendrá que vencernos
necesariamente y, ¿dónde terminaremos nosotros en ese caso? La vida no es nada; no le doy
importancia. Pero, fracasar en este caso no significa solamente vida o muerte. Es que nos volveríamos
como él; que en adelante seríamos seres nefandos de la noche, como él... Seres sin corazón ni
conciencia, que se dedican a la rapiña de los cuerpos y almas de quienes más aman. Para nosotros, las
puertas del cielo permanecerán cerradas para siempre, porque, ¿quién podrá abrírnoslas?
Continuaremos existiendo, despreciados por todos, como una mancha ante el resplandor de Dios; como
una flecha en el costado de quien murió por nosotros. Pero, estamos frente a frente con el deber y, en
ese caso, ¿podemos retroceder? En lo que a mi respecta, digo que no; pero yo soy viejo, y la vida, con su
brillo, sus lugares agradables, el canto de los pájaros, su música y su amor, ha quedado muy atrás.
Todos los demás son jóvenes. Algunos de ustedes han conocido el dolor, pero les esperan todavía días
muy dichosos. ¿Qué dicen ustedes?"
Mientras el profesor hablaba, Jonathan me había tomado de la mano. Temía que la naturaleza
terrible del peligro lo estuviera abrumando, cuando vi que me tendía la mano; pero el sentir su contacto
me infundió vida..., tan fuerte, tan segura, con tanta resolución... La mano de un hombre valiente puede
hablar por sí misma; no necesita ni siquiera que sea una mujer enamorada quien escuche su música.
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165
Cuando el profesor cesó de hablar, mi esposo me miró a los ojos y yo lo miré a él; no
necesitábamos hablar para comprendemos.
—Respondo por Mina y por mí —dijo.
—Cuente conmigo, profesor —dijo Quincey Morris, lacónicamente, como de costumbre.
—Estoy con ustedes —dijo lord Godalming—, por el amor de Lucy, y no por ninguna otra razón.
El doctor Seward se limitó a asentir. El profesor se puso en pie y después de dejar su crucifijo de
oro sobre la mesa, extendió las manos a ambos lados. Yo le tomé la mano derecha y lord Godalming la
izquierda; Jonathan me cogió la mano derecha con su izquierda y tendió su derecha al señor Morris. Así,
cuando todos nos tomamos de la mano, nuestra promesa solemne estaba hecha. Sentí una frialdad
mortal en el corazón, pero ni por un momento se me ocurrió retractarme. Volvimos a tomar asiento en
nuestros sitios correspondientes y el doctor van Helsing siguió hablando, con una complacencia que
mostraba claramente que había comenzado el trabajo en serio. Era preciso tomarlo con la misma
gravedad y seriedad que cualquier otro asunto importante de la vida.
—Bueno, ya saben a qué tendremos que enfrentarnos; pero tampoco nosotros carecemos de
fuerza. Tenemos, por nuestra parte, el poder de asociarnos... Un poder que les es negado a los vampiros;
tenemos fuentes científicas; somos libres para actuar y pensar, y nos pertenecen tanto las horas diurnas
como las nocturnas. En efecto, por cuanto nuestros poderes son extensos, son también abrumadores, y
estamos en libertad para utilizarlos. Tenemos una verdadera devoción a una causa y un fin que alcanzar
que no tiene nada de egoísta. Eso es mucho ya.
"Ahora, veamos hasta dónde están limitados los poderes a que vamos a enfrentarnos y cómo
está limitado el individuo. En efecto, vamos a examinar las limitaciones de los vampiros en general y de
éste en particular.
"Todo cuanto tenemos como puntos de referencia son las tradiciones y las supersticiones. Esos
fundamentos no parecen, al principio, ser muy importantes, cuando se ponen en juego la vida y la muerte.
No tenemos modo de controlar otros medios, y, en segundo lugar porque, después de todo, esas cosas,
la tradición y las supersticiones, son algo. ¿No es cierto que otros conservan la creencia en los vampiros,
aunque nosotros no? Hace un año, ¿quién de nosotros hubiera aceptado una posibilidad semejante, en
medio de nuestro siglo diecinueve, científico, escéptico y realista? Incluso nos negábamos a aceptar una
creencia que parecía justificada ante nuestros propios ojos. Aceptemos entonces que el vampiro y la
creencia en sus limitaciones y en el remedio contra él reposan por el momento sobre la misma base.
Puesto que déjenme decirles que ha sido conocido en todos los lugares que han sido habitados por los
hombres. En la antigua Grecia, en la antigua Roma; existió en Alemania, en Francia, en la India, incluso
en el Chernoseso; y en China, que se encuentra tan lejos de nosotros, por todos conceptos, existe
todavía, y los pueblos los temen incluso en nuestros días. Ha seguido la estela de los islandeses
navegantes, de los malditos hunos, de los eslavos, los sajones y los magiares. Hasta aquí, tenemos todo
lo que podríamos necesitar para actuar; y permítanme decirles que muchas de las creencias han sido
justificadas por lo que hemos visto en nuestra propia y desgraciada experiencia. El vampiro sigue
viviendo y no puede morir simplemente a causa del paso del tiempo; puede fortalecerse, cuando tiene
oportunidad de alimentarse de la sangre de los seres vivos. Todavía más: hemos visto entre nos otros
que puede incluso rejuvenecerse; que sus facultades vitales se hacen más poderosas y que parecen
refrescarse cuando tiene suficiente provisión de sangre humana. Pero no puede prosperar sin ese
régimen; no come como los demás. Ni siquiera el amigo Jonathan, que vivió con él durante varias
semanas, lo vio comer nunca. No proyecta sombra, ni se refleja en los espejos, como observó también
Jonathan. Tiene la fuerza de muchos en sus manos, testimonio también de Jonathan, cuando cerró la
puerta contra los lobos y cuando lo ayudó a bajar de la diligencia. Puede transformarse en lobo, como lo
sabemos por su llegada a Whitby y por el amigo John, que lo vio salir volando de la casa contigua, y por
mi amigo Quincey que lo vio en la ventana de la señorita Lucy. Puede aparecer en medio de una niebla
que él mismo produce, como lo atestigua el noble capitán del barco, que lo puso a prueba; pero, por
cuanto sabemos, la distancia a que puede hacer llegar esa niebla es limitada y solamente puede
encontrarse en torno a él. Llega en los rayos de luz de la luna como el polvo cósmico... Como
nuevamente Jonathan vio a esas hermanas en el castillo de Drácula. Se hace tan pequeño... Nosotros
mismos vimos a la señorita Lucy, antes de que recuperara la paz, entrar por una rendija del tamaño de un
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166
cabello en la puerta de su tumba. Puede, una vez que ha encontrado el camino, salir o entrar de o a
cualquier sitio, por muy herméticamente cerrado que esté, o incluso unido por el fuego..., soldado,
podríamos decir. Puede ver en la oscuridad..., lo cual no es un pequeño poder en un mundo que esta
siempre sumido a medias en la oscuridad. Pero, escúchenme bien: puede hacer todas esas cosas,
aunque no está libre. No, es todavía más prisionero que el esclavo en las galeras o el loco en su celda.
No puede ir a donde quiera. Aunque no pertenece a la naturaleza debe, no obstante, obedecer a algunas
de las leyes naturales... No sabemos por qué. No puede entrar en cualquier lugar al principio, a menos
que haya algún habitante de la casa que lo haga entrar; aunque después pueda entrar cuándo y cómo
quiera. Sus poderes cesan, como los de todas las cosas malignas, al llegar el día.
“Solamente en algunas ocasiones puede gozar de cierto margen de libertad. Si no se encuentra
exactamente en el lugar debido, solamente puede cambiarse al mediodía o en el preciso momento de la
puesta del sol o del amanecer. Son cosas que hemos sabido, y que en nuestros registros hemos probado
por inferencia. Así, mientras puede hacer lo que guste dentro de sus límites, cuando se encuentra en el
lugar que le corresponde, en tierra, en su ataúd o en el infierno, en un lugar profano, como vimos cuando
se dirigió a la tumba del suicida en Whitby; en otros lugares, solamente puede cambiarse cuando llega el
momento oportuno. Se dice también que solamente puede pasar por las aguas corrientes al reflujo de la
marea. Además, hay cosas que lo afectan de tal forma que pierde su poder, como los ajos, que ya
conocemos, y las cosas sagradas, como este símbolo, mi crucifijo, que estaba entre nosotros incluso
ahora, cuando hicimos nuestra resolución; para él todas esas cosas no es nada; pero toma su lugar a
distancia y guarda silencio, con respeto. Existen otras cosas también, de las que voy a hablarles, por si
en nuestra investigación las necesitamos. La rama de rosal silvestre que se coloca sobre su féretro le
impide salir de él; una bala consagrada disparada al interior de su ataúd, lo mata, de tal forma que queda
verdaderamente muerto; en cuanto a atravesarlo con una estaca de madera o a cortarle la cabeza, eso lo
hace reposar para siempre. Lo hemos visto con nuestros propios ojos.
"Así, cuando encontremos el lugar en que habita ese hombre del pasado, podemos hacer que
permanezca en su féretro y destruirlo, si empleamos todos nuestros conocimientos al respecto. Pero es
inteligente. Le pedí a mi amigo Arminius, de la Universidad de Budapest, que me diera informes para
establecer su ficha y, por todos los medios a su disposición, me comunicó lo que sabía. En realidad,
debía tratarse del Voivo de Drácula que obtuvo su nobleza luchando contra los turcos, sobre el gran río
que se encuentra en la frontera misma de las tierras turcas. De ser así, no se trataba entonces de un
hombre común; puesto que en esa época y durante varios siglos después se habló de él como del más
inteligente y sabio, así como el más valiente de los hijos de la "tierra más allá de los bosques". Ese
poderoso cerebro y esa resolución férrea lo acompañaron a la tumba y se enfrentan ahora a nosotros.
Los Drácula eran, según Arminius, una familia grande y noble; aunque, de vez en cuando, había
vástagos que, según sus coetáneos, habían tenido tratos con el maligno. Aprendieron sus secretos en la
Escolomancia, entre las montañas sobre el lago Hermanstadt, donde el diablo reclamaba al décimo
estudiante como suyo propio. En los registros hay palabras como..., brujo, y.. Satán e infierno; y en un
manuscrito se habla de este mismo Drácula como de un "wampyr", que todos comprendemos
perfectamente. De esa familia surgieron muchos hombres y mujeres grandes, y sus tumbas consagraron
la tierra donde sólo este ser maligno puede morar. Porque no es el menor de sus horrores que ese ser
maligno esté enraizado en todas las cosas buenas, sino que no puede reposar en suelo que tenga
reliquias santas."
Mientras hablaba el maestro, el señor Morris estaba mirando fijamente a la ventana y,
levantándose tranquilamente, salió de la habitación. Se hizo una ligera pausa y el profesor continuó:
—Ahora debemos decidir qué vamos a hacer. Tenemos a nuestra disposición muchos datos y
debemos hacer los planes necesarios para nuestra campaña. Sabemos por la investigación llevada a
cabo por Jonathan que enviaron del castillo cincuenta cajas de tierra a Whitby, y que todas ellas han
debido ser entregadas en Carfax; sabemos asimismo que al menos unas cuantas de esas cajas han sido
retiradas. Me parece que nuestro primer paso debe ser el averiguar si el resto de esas cajas permanecen
todavía en la casa que se encuentra más allá del muro que hemos observado hoy, o si han sido retiradas
otras. De ser así, debemos seguirlas...
En ese punto, fuimos interrumpidos de un modo asombroso. Al exterior de la casa sonó el ruido
de un disparo de pistola; el cristal de la ventana fue destrozado por una bala que, desviada sobre el
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borde del marco, fue a estrellarse en el lado opuesto de la habitación. Temo que soy en el fondo una
cobarde, puesto que me estremecí profundamente. Todos los hombres se pusieron en pie; lord
Godalming se precipitó a la ventana y la abrió. Al hacerlo, oímos al señor Morris que decía:
—¡Lo siento! Creo haberlos alarmado. Voy a subir y les explicaré todo lo relativo a mi acto.
Un minuto más tarde entró en la habitación, y dijo:
—Fue una idiotez de mi parte y le pido perdón, señora Harker, con toda sinceridad. Creo que he
debido asustarla mucho. Pero el hecho es que mientras el profesor estaba hablando un gran murciélago
se posó en el pretil de la ventana. Les tengo un horror tan grande a esos espantosos animales desde que
se produjeron los sucesos recientes, que no puedo soportarlos y salí para pegarle un tiro, como lo he
estado haciendo todas las noches, siempre que veo a alguno. Antes acostumbraba usted reírse de mí por
ello, Art.
—¿Lo hirió? —preguntó el doctor van Helsing.
—No lo sé, pero creo que no, ya que se alejó volando hacia el bosque.
Sin añadir más, volvió a ocupar su asiento, y el profesor reanudó sus declaraciones:
—Debemos encontrar todas y cada una de esas cajas, y cuando estemos preparados, debemos
capturar o liquidar a ese monstruo o, por así decirlo, debemos esterilizar esa tierra, para que ya no pueda
buscar refugio en ella. Así, al fin, podremos hallarlo en su forma humana, entre el mediodía y la puesta
del sol y atacarlo cuando más debilitado se encuentre.
"Ahora, en cuanto a usted, señora Mina, esta noche es el fin, hasta que todo vaya bien. Nos es
usted demasiado preciosa para correr riesgos semejantes. Cuando nos separemos esta noche, usted no
deberá ya volver a hacernos preguntas. Se lo explicaremos todo a su debido tiempo. Nosotros somos
hombres, y estamos en condiciones de soportarlo, pero usted debe ser nuestra estrella y esperanza, y
actuaremos con mayor libertad si no se encuentra usted en peligro, como nosotros."
Todos los hombres, incluso Jonathan, parecieron sentir alivio, pero no me parecía bueno que
tuvieran que enfrentarse al peligro y quizá reducir su seguridad, siendo la fuerza la mejor seguridad...,
sólo por tener que cuidarme; pero estaban decididos, y aunque era una píldora difícil de tragar para mí,
no podía decir nada. Me limité a aceptar aquel cuidado quijotesco de mi persona.
El señor Morris resumió la discusión:
—Como no hay tiempo que perder, propongo que le echemos una ojeada a esa casa ahora
mismo. El tiempo es importante y una acción rápida nuestra puede salvar a otra víctima.
Sentí que el corazón me fallaba, cuando vi que se acercaba el momento de entrar en acción, pero
no dije nada, pues tenía miedo, ya que si parecía ser un estorbo o una carga para sus trabajos, podrían
dejarme incluso fuera de sus consejos. Ahora se han ido a Carfax, lo cual quiere decir que van a entrar
en la casa.
De manera muy varonil, me han dicho que me acueste y que duerma, como si una mujer pudiera
dormir cuando las personas a quienes ama se encuentran en peligro.
Tengo que acostarme y fingir que duermo, para que Jonathan no sienta más ansiedad por mí
cuando regrese.
Del diario del doctor Seward
1 de octubre, a las cuatro de la mañana. En el momento en que nos disponíamos a salir de la
casa, me llegó un mensaje de Renfield, rogándome que fuera a verlo inmediatamente, debido a que tenía
que comunicarme algo de la mayor importancia. Le dije al mensajero que le comunicara que cumpliría
sus deseos por la mañana; que estaba ocupado en esos momentos. El enfermero añadió:
—Parece muy intranquilo, señor. Nunca lo había visto tan ansioso. Creo que si no va usted a
verlo pronto, es posible que tenga uno de sus ataques de violencia.
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Sabía que el enfermero no me diría eso sin tener una causa justificada para ello y, por
consiguiente, le dije:
—Muy bien, iré a verlo ahora mismo.
Y les pedí a los otros que me esperaran unos minutos, puesto que tenía que ir a visitar a mi
"paciente".
—Lléveme con usted, amigo John —dijo el profesor —. Su caso, que se encuentra en el diario de
usted, me interesa mucho y ha tenido relación también, de vez en cuando, con nuestro caso. Me gustaría
mucho verlo, sobre todo cuando su mente se encuentra en mal estado.
—¿Puedo acompañarlos también? —preguntó lord Godalming.
—¿Yo también? —inquirió el señor Morris—. ¿Puedo acompañarlos?
—¿Me dejan ir con ustedes? —quiso saber Harker.
Asentí, y avanzamos todos juntos por el pasillo.
Lo encontramos en un estado de excitación considerable, pero mucho más razonable en su modo
de hablar y en sus modales de lo que lo había visto nunca. Tenía una comprensión inusitada de sí
mismo, que iba más allá de todo lo que había encontrado hasta entonces en los lunáticos, y daba por
sentado que sus razonamientos prevalecerían con otras personas cuerdas. Entramos los cinco en la
habitación, pero, al principio, ninguno de los otros dijo nada. Su petición era la de que lo dejara salir
inmediatamente del asilo y que lo mandara a su casa. Apoyaba su súplica con argumentos relativos a su
recuperación completa, y ponía como ejemplo su propia cordura de ese momento.
—Hago un llamamiento a sus amigos —dijo—. Es posible que no les moleste sentarse a
examinar mi caso. A propósito, no me ha presentado usted a ellos.
Estaba tan extrañado, que el hecho de presentar a otras personas a un loco recluido en un asilo
no me pareció extraño en ese momento. Además, había cierta dignidad en los modales del hombre, que
denunciaba tanto la costumbre de considerarse como un igual, que hice las presentaciones
inmediatamente.
—Lord Godalming, el profesor van Helsing, el señor Quincey Morris, de Texas, el señor Jonathan
Harker y el señor Renfield.
Les dio la mano a todos ellos, diciéndoles, conforme lo hacía:
—Lord Godalming, tuve el honor de secundar a su padre en el Windham; siento saber, por el
hecho de que es usted quien posee el título, que ya no existe. Era un hombre querido y respetado por
todos los que lo conocían, y he oído decir que en su juventud fue el inventor del ponche de ron que es tan
apreciado en la noche del Derby.
“Señor Morris, debe estar usted orgulloso de su gran estado. Su recepción en la Unión puede ser
un acontecimiento de gran alcance que puede tener repercusiones en lo futuro, cuando los Polos y los
Trópicos puedan firmar una alianza con las Estrellas y las Barras. El poder del Tratado puede resultar
todavía un motor de expansión, cuando la doctrina Monroe ocupe el lugar que le corresponde como
fábula política. ¿Qué puede decir cualquier hombre sobre el placer que siente al conocer a van Helsing?
Señor, no me excuso por abandonar todas las formas de prejuicios tradicionales. Cuando un individuo ha
revolucionado la terapéutica por su descubrimiento de la evolución continua de la materia cerebral, las
formas tradicionales no son apropiadas, puesto que darían la impresión de limitarlo a una clase
específica. A ustedes, caballeros, que por nacionalidad, por herencia o por dones naturales, están
destinados a ocupar sus lugares respectivos en el mundo en movimiento, los tomo como testigos de que
estoy tan cuerdo como, al menos, la mayoría de los hombres que están en completa posesión de su
libertad. Y estoy seguro de que usted, doctor Seward, humanista y médico jurista, así como científico,
considerará como un deber moral el tratarme como a alguien que debe ser considerado bajo
circunstancias excepcionales.”
Hizo esta última súplica con un aire de convencimiento que no dejaba de tener su encanto.
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Creo que estábamos todos asombrados. Por mi parte, estaba convencido, a pesar de que
conocía el carácter y la historia del hombre, que había recobrado la razón, y me sentí impulsado a decirle
que estaba satisfecho en lo tocante a su cordura y que llevaría a cabo todo lo necesario para dejarlo salir
del asilo al día siguiente. Sin embargo, creí preferible esperar, antes de hacer una declaración tan grave,
puesto que hacía mucho que estaba al corriente de los cambios repentinos que sufría aquel paciente en
particular.
Así, me contenté con hacer una declaración en el sentido de que parecía estar curándose con
mucha rapidez; que conversaría largamente con él por la mañana, y que entonces decidiría qué podría
hacer para satisfacer sus deseos. Eso no lo satisfizo en absoluto, puesto que se apresuró a decir:
—Pero, temo, doctor Seward, que no ha comprendido usted cuál es mi deseo. Deseo irme
ahora... Inmediatamente..., en este preciso instante..., sin esperar un minuto más, si es posible. El tiempo
urge, y en nuestro acuerdo implícito con el viejo escita, esa es la esencia del contrato. Estoy seguro de
que es suficiente comunicar a un doctor tan admirable como el doctor Seward un deseo tan simple
aunque tan impulsivo, para asegurar que sea satisfecho.
Me miró inteligentemente y, al ver la negativa en mi rostro, se volvió hacia los demás y los
examinó detenidamente. Al no encontrar una reacción suficientemente favorable, continuó diciendo:
—¿Es posible que me haya equivocado en mi suposición?
—Así es —le dije francamente, pero, al mismo tiempo, como lo comprendí enseguida, con
brutalidad.
Se produjo una pausa bastante larga y, luego, dijo lentamente:
—Entonces, supongo que deberé cambiar solamente el modo en que he formulado mi petición.
Déjeme que le ruegue esa concesión..., don, privilegio, como quiera usted llamarlo. En un caso
semejante, me veo contento de implorar, no por motivos personales, sino por amor de otros. No estoy en
libertad para facilitarle a usted todas mis razones, pero puede usted, se lo aseguro, aceptar mi palabra de
que son buenas, sanas y no egoístas, y que proceden de un alto sentido del deber. Si pudiera usted mirar
dentro de mi corazón, señor, aprobaría de manera irrestricta los sentimientos que me animan. Además,
me contaría usted entre los mejores y los más sinceros de sus amigos.
Nuevamente nos miró con ansiedad. Tenía el convencimiento cada vez mayor de que su cambio
repentino de método intelectual era solamente otra forma o fase de su locura y, por consiguiente, tomé la
determinación de dejarlo hablar todavía un poco, sabiendo por experiencia que, al fin, como todos los
lunáticos, se denunciaría él mismo.
Van Helsing lo estaba observando con una mirada de extraordinaria intensidad, con sus pobladas
cejas casi en contacto una con la otra, a causa de la fija concentración de su mirada. Le dijo a Renfield en
un tono que no me sorprendió en ese momento, pero sí al pensar en ello más adelante..., puesto que era
el de alguien que se dirigía a un igual:
—¿No puede usted decirnos francamente cuáles son sus razones para desear salir del asilo esta
misma noche? Estoy seguro de que si desea usted satisfacerme incluso a mí, que soy un extranjero sin
prejuicios y que tengo la costumbre de aceptar todo tipo de ideas, el doctor Seward le concederá, bajo su
responsabilidad, el privilegio que desea.
Renfield sacudió la cabeza tristemente y con una expresión de enorme sentimiento. El profesor
siguió diciendo:
—Vamos, señor mío, piénselo bien. Pretende usted gozar del privilegio de la razón en su más
alto grado, puesto que trata usted de impresionarnos con su capacidad para razonar. Hace usted algo
cuya cordura tenemos derecho a poner en duda, debido a que no ha sido todavía dado de alta del
tratamiento médico a causa de un defecto mental precisamente. Si no nos ayuda usted a escoger lo más
razonable, ¿cómo quiere usted que llevemos a cabo los deberes que usted mismo nos ha fijado? Sería
conveniente que nos ayudara, y si podemos hacerlo, lo ayudaremos para que sus deseos sean
satisfechos.
Renfield volvió a sacudir la cabeza, y dijo:
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—Doctor van Helsing, nada tengo que decir. Su argumento es completo y si tuviera libertad para
hablar, no dudaría ni un solo momento en hacerlo, pero no soy yo quien tiene que decidir en ese asunto.
Lo único que puedo hacer es pedirles que confíen en mí. Si me niegan esa confianza, la responsabilidad
no será mía.
Creí que era el momento de poner fin a aquella escena, que se estaba tornando demasiado
cómicamente grave. Por consiguiente, me dirigí hacia la puerta, al tiempo que decía:
—Vámonos, amigos míos. Tenemos muchas cosas que hacer. ¡Buenas noches!
Sin embargo, cuando me acerqué a la puerta, un nuevo cambio se produjo en el paciente. Se
dirigió hacia mí con tanta rapidez que, por un momento, temí que se dispusiera a llevar a cabo otro
ataque homicida. Sin embargo, mis temores eran infundados, ya que extendió las dos manos, en actitud
suplicante y me hizo su petición en tono emocionado. Como vio que el mismo exceso de su emoción
operaba en contra suya, al hacernos volver a nuestras antiguas ideas, se hizo todavía más demostrativo.
Miré a van Helsing y vi mi convicción reflejada en sus ojos; por consiguiente, me convencí todavía
más de lo correcto de mi actitud e hice un ademán que significaba claramente que sus esfuerzos no
servían para nada. Había visto antes en parte la misma emoción que crecía constantemente, cuando me
dirigía alguna petición de lo que, en aquellos momentos, significaba mucho para él, como, por ejemplo,
cuando deseaba un gato; y esperaba presenciar el colapso hacia la misma aquiescencia hosca en esta
ocasión. Lo que esperaba no se cumplió, puesto que, cuando comprendió que su súplica no servía de
nada, se puso bastante frenético. Se dejó caer de rodillas y levantó las manos juntas, permaneciendo en
esa postura, en dolorosa súplica, y repitió su ruego con insistencia, mientras las lágrimas resbalaban por
sus mejillas, y tanto su rostro como su cuerpo expresaban una intensa emoción.
—Permítame suplicarle, doctor Seward; déjeme que le implore que me deje salir de esta casa
inmediatamente. Mándeme como quiera y a donde quiera; envíe guardianes conmigo, con látigos y
cadenas; deje que me lleven metido en una camisa de fuerza, maniatado y con las piernas trabadas con
cadenas, incluso a la cárcel, pero déjeme salir de aquí. No sabe usted lo que hace al retenerme aquí. Le
estoy hablando del fondo de mi corazón..., con toda mi alma. No sabe usted a quién causa perjuicio, ni
cómo, y yo no puedo decírselo. ¡Ay de mí! No puedo decirlo. Por todo lo que le es sagrado, por todo lo
que le es querido; por su amor perdido, por su esperanza de que viva, por amor del Todopoderoso,
sáqueme usted de aquí y evite que mi alma se sienta culpable. ¿No me oye usted, doctor? ¿No
comprende usted que estoy cuerdo, y que le estoy diciendo ahora la verdad, que no soy un lunático en un
momento de locura, sino un hombre cuerdo que está luchando por la salvación de su alma? ¡Oh,
escúcheme! ¡Déjeme salir de aquí! ¡Déjeme! ¡Déjeme!
Pensé que cuanto más durara todo aquello tanto más furioso se pondría y que, así, le daría otro
ataque de locura. Por consiguiente, lo tomé de la mano e hice que se levantara.
—Vamos —le dije con firmeza —. No continúe esa escena; ya la hemos presenciado bastante.
¡Vaya a su cama y trate de comportarse de modo más discreto!
Repentinamente guardó silencio y me miró un momento fijamente. Luego, sin pronunciar una sola
palabra, se volvió y se sentó al borde de la cama. El colapso se había producido, como en ocasiones
anteriores, tal como yo lo había esperado.
Cuando me disponía a salir de la habitación, el último del grupo, me dijo, con voz tranquila y bien
controlada:
—Espero, doctor Seward, teniendo en cuenta lo que pueda suceder más adelante, que haya yo
hecho todo lo posible por convencerlo a usted esta noche.
XIX.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
1 de octubre, a las cinco de la mañana. Salí con el grupo para llevar a cabo la investigación con
la mente tranquila, debido a que creo que no había visto nunca a Mina tan firme y tan bien. Me alegro
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mucho de que consintiera en apartarse y dejarnos a nosotros, los hombres, encargarnos del trabajo. En
cierto modo, era como una pesadilla para mí que estuviera mezclada en tan terrible asunto, pero ahora
que su trabajo está hecho y que se debe a su energía e inteligencia, así como a su previsión, que toda la
historia haya sido reunida, de tal modo que cada detalle tiene significado, puede sentir con todo derecho
que ya ha llevado a cabo su parte y que, en adelante, puede dejar que nosotros nos encarguemos de
todo el resto. Creo que estábamos todos un poco molestos por la escena que había tenido lugar con el
señor Renfield. Cuando salimos de su habitación, guardamos todos silencio hasta que regresamos al
estudio. Una vez allí, el señor Morris dijo, dirigiéndose al doctor Seward:
—Dígame, Jack, si ese hombre no estaba representando una escena con el fin de engañarnos,
creo que es el lunático más cuerdo que he conocido. No estoy seguro, pero creo que tenía algún fin serio,
y en ese caso, es muy cruel que no se le haya dado ni una sola oportunidad.
Lord Godalming y yo guardamos silencio, pero el doctor van Helsing añadió:
—Amigo John, conoce usted a más lunáticos que yo, y me alegro de ello, porque temo que si
fuera yo quien tuviera que decidir, lo hubiera dejado en libertad antes de que se produjera ese ataque de
neurosis. Pero vivimos aprendiendo y en el momento actual no debemos correr riesgos inútiles, como
diría mi amigo Quincey. Todos están mejor como están.
El doctor Seward pareció responderles a los dos de un modo preocupado:
—Yo lo único que sé es que estoy de acuerdo con ustedes. Si ese hombre hubiera sido un
lunático ordinario, habría corrido el riesgo de confiar en él, pero parece estar tan ligado al conde de un
modo tan extraño, que tengo miedo de hacer algo indebido al satisfacer sus deseos. No puedo olvidar
cómo suplicaba casi con el mismo fervor porque deseaba un gato, y cómo después trató de destrozarme
la garganta con los dientes.
Además, llamó al conde "señor y amo" y es posible que desee salir para ayudarlo en algún plan
diabólico. Esa cosa horrible tiene a los lobos, a las ratas y a sus iguales para que lo ayuden, de modo que
supongo que es capaz de utilizar a un pobre lunático. Sin embargo, es cierto que parecía sincero. Sólo es
pero que hayamos hecho lo mejor posible en este caso. Esas cosas, junto al duro trabajo que nos espera,
son suficientes para afectar los nervios de un hombre.
El profesor avanzó y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo con la gravedad y amabilidad
que le eran habituales:
—No tema, amigo John. Estamos tratando de cumplir con nuestro deber en un caso
extremadamente triste y terrible; sólo podemos hacer lo que nos parezca mejor. ¿Qué otra cosa podemos
esperar, a no ser la piedad del Altísimo?
Lord Godalming había salido durante unos minutos, pero regresó inmediatamente. Levantó un
pequeño silbato de plata, al tiempo que observaba:
—Es posible que esa vieja casona esté llena de ratas, y en ese caso, tenemos un antídoto a
mano.
Después de pasar sobre el muro, nos dirigimos hacia la casa, teniendo cuidado de permanecer
entre las sombras de los árboles, proyectadas sobre el césped, cuando salía la luna. Cuando llegamos al
porche, el profesor abrió su maletín y sacó un montón de objetos, que colocó en uno de los escalones,
formando con ellos cuatro grupos, evidentemente uno para cada uno de nosotros. Luego dijo:
—Amigos míos, vamos a correr un riesgo tremendo, y tenemos que armarnos de diversas
formas. Nuestro enemigo no lo es solamente espiritual. Recuerden que tiene la fuerza de veinte hombres
y que, aunque nuestros cuellos o nuestros aparatos respiratorios son del tipo común, o sea, que pueden
ser rotos o aplastados, los de él no pueden ser vencidos simplemente por la fuerza. Un hombre más
fuerte, o un grupo de hombres que, en conjunto son más fuertes que él, pueden sujetarlo a veces, pero
no pueden herirlo, como nosotros podemos ser heridos por él. Así pues, es preciso que tengamos
cuidado de que no nos toque. Mantengan esto cerca de sus corazones.
Al hablar, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo entregó, ya que era yo el que más cerca
de él se encontraba.
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—Póngase estas flores alrededor del cuello.
Al decir eso, me tendió un collar hecho con cabezas de ajos.
—Para otros enemigos más terrenales, este revólver y este puñal, y para ayuda de todos, esas
pequeñas linternas eléctricas, que pueden ustedes sujetar a su pecho, y sobre todo y por encima de todo,
finalmente, esto, que no debemos emplear sin necesidad.
Era un trozo de la Sagrada Hostia, que metió en un sobre y me entregó. Todos los demás fueron
provistos de manera similar.
—Ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Si logramos abrir la puerta, no
necesitaremos introducirnos en la casa por la ventana, como lo hicimos antes en la de la señorita Lucy.
El doctor Seward ensayó un par de llaves maestras, con la destreza manual del cirujano, que le
daba grandes ventajas para ejecutar aquel trabajo. Finalmente, encontró una que entraba y, después de
varios avances y retrocesos, el pestillo cedió y, con un chirrido, se retiró. Empujamos la puerta; los
goznes herrumbrosos chirriaron y se abrió.
Era algo asombrosamente semejante a la imagen que me había formado de la apertura de la
tumba de la señorita Westenra, tal como la había leído en el diario del doctor Seward; creo que la misma
idea se les ocurrió a todos los demás, puesto que, como de común acuerdo, retrocedieron. El profesor
fue el primero en avanzar y en dirigirse hacia la puerta abierta.
—¡In manustuas, Domine! —dijo, persignándose, al tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.
Cerramos la puerta a nuestras espaldas, para evitar que cuando encendiéramos las lámparas, el
resplandor pudiera atraer a alguien que lo viera desde la calle. El profesor pulsó el pestillo
cuidadosamente, por si no es tuviéramos en condiciones de abrirlo rápidamente en caso de que
tuviéramos que salir de la casa a toda prisa.
Entonces, encendimos todos nuestras lámparas y comenzamos nuestra investigación.
La luz de las diminutas lámparas caía sobre toda clase de formas extrañas, cuando los rayos se
cruzaban unos con otros o nuestros cuerpos opacos proyectaban enormes sombras. No se apartaba de
mí el sentimiento de que había alguien más entre nosotros. Supongo que era el recuerdo, sugerido de
manera tan poderosa por el tétrico ambiente, de la espantosa experiencia que yo tuviera en Transilvania.
Creo que todos nosotros teníamos el mismo sentimiento, puesto que noté que los otros no cesaban de
mirar por encima del hombro cada vez que se producía un ruidito o que se proyectaba alguna nueva
sombra, tal como lo hacía yo mismo.
Todo el lugar estaba cubierto por una espesa capa de polvo. En el suelo, esa capa tenía varios
centímetros de profundidad, excepto en los lugares en que se veían huellas de pasos recientes en las
que, bajando la lámpara, pude ver marcas de tachuelas. Los muros estaban mohosos y cubiertos de
polvo, y en los rincones había gruesas telarañas, sobre las que se había acumulado el polvo, de tal forma
que colgaban como trapos desgarrados en los lugares en que se habían roto, a causa del peso que
tenían que soportar. En una mesa, en el vestíbulo, había un gran manojo de llaves, cada una de las
cuales tenía una etiqueta amarillenta a causa de la acción del tiempo. Habían sido usadas varias veces,
puesto que había varias marcas en el polvo similares a la que quedó cuando el profesor levantó las
llaves. Van Helsing se volvió hacia mí y me dijo:
—Usted conoce este lugar, Jonathan. Ha copiado planos de él, y lo conoce por lo menos mejor
que todos nosotros. ¿Por dónde se va a la capilla?
Tenía una idea de en dónde se encontraba, aunque durante mi última visita no había logrado
entrar en ella; por consiguiente, los guié y, después de unas cuantas vueltas equivocadas, me encontré
frente a una puerta baja, que formaba un arco de madera de roble, cruzada por barras de hierro.
—Este es el lugar —dijo el profesor, al tiempo que hacía que reposara la lucecita de su lámpara
sobre un mapa de la casa, copiado de mis archivos sobre la correspondencia relativa a la adquisición de
la casa. Con cierta dificultad, encontramos la llave correspondiente en el manojo y abrimos la puerta.
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Estábamos preparados para algo desagradable, puesto que al estar abriendo la puerta, un aire tenue y
maloliente parecía brotar de entre las rendijas, pero ninguno de nosotros esperaba encontrarse con un
olor como el que nos llegó. Ninguno de los otros había encontrado al conde en sus cercanías, y cuando
yo lo había visto, estaba, o bien en su rápida existencia en las habitaciones o, cuando estaba lleno de
sangre fresca, en un edificio en ruinas, a cielo abierto, donde penetraba el aire libre; pero, allí, el lugar era
reducido y cerrado, y el largo tiempo que había permanecido sin ser hallado hacía que el aire estuviera
estancado y que oliera a podrido.
Había un olor a tierra, como el de algún miasma seco, que sobresalía del aire viciado. Pero, en
cuanto al olor mismo, ¿cómo poder describirlo? No era sólo que se compusiera de todos los males de la
mortalidad y del olor acre y penetrante de la sangre, sino que daba la impresión de que la corrupción
misma se había podrido. ¡Oh! Me pongo enfermo sólo al recordarlo. Cada vez que aquel monstruo había
respirado, su aliento parecía haber quedado estancado en aquel lugar, intensificando su repugnancia.
Bajo circunstancias ordinarias, un olor semejante hubiera puesto punto final a nuestra empresa,
pero aquel no era un caso ordinario, y la tarea elevada y terrible en la que estábamos empeñados nos dio
fuerzas que se sobreponían a las consideraciones físicas. Después del primer estremecimiento
involuntario, consecuencia directa de la primera ráfaga de aire nauseabundo, nos pusimos todos a
trabajar, como si aquel repugnante lugar fuera un verdadero jardín de rosas.
Examinamos cuidadosamente el lugar, y el profesor dijo, al comenzar:
—Ante todo, hay que ver cuántas cajas quedan todavía; a continuación, deberemos examinar
todos los rincones, agujeros y rendijas, para ver si podemos encontrar alguna indicación respecto a qué
ha sucedido con las otras.
Una mirada era suficiente para comprobar cuántas quedaban, ya que las grandes cajas de tierra
eran muy voluminosas, y no era posible equivocarse respecto a ellas.
¡Solamente quedaban veintinueve, de las cincuenta! En un momento dado me llevé un buen
susto, ya que al ver a lord Godalming que se volvía repentinamente y miraba por la puerta de entrada
hacia el oscuro pasadizo que había más allá, yo también miré y, durante un instante, me pareció ver los
rasgos más notables del rostro maligno del conde, la nariz puntiaguda, los ojos rojizos, los labios rojos y
la terrible palidez. Eso ocurrió sólo durante el espacio de un segundo, ya que, como resumió lord
Godalming:
—Creí haber visto un rostro, pero eran sólo las sombras.
Y volvió a dedicarse a su investigación. Volví mi lámpara hacia esa dirección y me dirigí hacia el
pasadizo. No había señales de la presencia de nadie, y como no había puertas, ni rincones, ni aberturas
de ninguna clase, sino sólo los sólidos muros del pasadizo, no podía haber ningún escondrijo, ni siquiera
para él. Supuse que el miedo había ayudado a la imaginación, y no dije nada.
Unos minutos más tarde vi que Morris retrocedía repentinamente del rincón que estaba
examinando. Todos nosotros seguimos con la mirada sus movimientos, debido a que, indudablemente,
cierto nerviosismo se estaba apoderando de nosotros, y vimos una masa fosforescente que parpadeaba
como las estrellas. Instintivamente, todos retrocedimos. Todo el lugar estaba poblándose de ratas.
Durante un momento permanecimos inmóviles, asombrados, todos, excepto lord Godalming que,
aparentemente, estaba preparado para una contingencia similar.
Precipitándose hacia la pesada puerta de roble y bandas de hierro, que el doctor Seward había
descrito del exterior y que yo mismo había visto, hizo girar la llave en la cerradura, retiró los enormes
pestillos y abrió de un golpe la puerta. Luego, sacando del bolsillo su silbato de plata, hizo que sonara
lenta y agudamente. De detrás de la casa del doctor Seward le respondieron los ladridos de varios
perros, y un minuto después, tres terriers aparecieron, corriendo, por una de las esquinas de la casa.
Inconscientemente, todos nos habíamos vuelto hacia la puerta y, al hacerlo, vimos que el polvo se había
levantado mucho; las cajas que habían sido sacadas, lo habían sido por allá. Pero incluso en un solo
minuto que había pasado, el número de las ratas había aumentado mucho. Parecían aparecer en la
habitación todas a un tiempo, a tal punto que la luz de las lámparas, que se reflejaba sobre sus cuerpos
oscuros y en movimiento y brillaba sobre sus malignos ojos, hacía que toda la habitación pareciera estar
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llena de luciérnagas. Los perros aparecieron rápidamente, pero en el umbral de la puerta se detuvieron
de pronto y olfatearon; luego, simultáneamente, levantaron las cabezas y comenzaron a aullar de manera
lúgubre en extremo. Las ratas estaban multiplicándose por miles, y salimos de la habitación.
Lord Godalming levantó a uno de los perros y, llevándolo al interior de la habitación, lo colocó
suavemente en el suelo. En el momento mismo en que sus patas tocaron el suelo pareció recuperar su
valor y se precipitó sobre sus enemigos naturales.
Las ratas huyeron ante él con tanta rapidez, que antes de que hubiera acabado con un número
considerable, los otros perros, que habían sido transportados al centro de la habitación del mismo modo,
tenían pocas presas que hacer, puesto que toda la masa de ratas se había desvanecido.
Con su desaparición, pareció que había dejado de estar presente algo diabólico, puesto que los
perros comenzaron a juguetear y a ladrar alegremente, al tiempo que se precipitaban sobre sus enemigos
postrados, los zarandeaban y los enviaban al aire en sacudidas feroces. Todos nosotros nos sentimos
envalentonados. Ya fuera a causa de la purificación de la atmósfera de muerte, debido a que habíamos
abierto la puerta de la capilla, o por el alivio que sentimos al encontrarnos ante la abertura, no lo sé; pero
el caso es que la sombra del miedo pareció abandonarnos, como si fuera un sudario, y la ocasión de
nuestra ida a la casa perdió parte de su tétrico significado, aunque no perdimos en absoluto nuestra
resolución. Cerramos la puerta exterior, la atrancamos y corrimos los cerrojos; luego, llevando los perros
con nosotros, comenzamos a registrar la casa. No encontramos otra cosa que polvo en grandes
cantidades, y todo parecía no haber sido tocado en absoluto, exceptuando el rastro de mis pasos, que
había quedado de mi primera visita. Los perros no demostraron síntomas de intranquilidad en ningún
momento, e incluso cuando regresamos a la capilla, continuaron jugueteando, como si estuvieran
cazando conejos en el bosque, durante una noche de verano.
El resplandor del amanecer estaba irrumpiendo por levante, cuando salimos por la puerta
principal. El doctor van Helsing había tomado del manojo la llave de la puerta de entrada, cerró ésta
cuidadosamente, se metió la llave en el bolsillo y se dirigió a nosotros.
—Hasta ahora —dijo—, la noche ha sido verdaderamente un éxito para nosotros. No hemos
recibido ningún daño, como hubiéramos podido temer y, además, hemos podido cerciorarnos de qué
número de cajas falta. Sobre todo, me alegro mucho de que este primer paso que hemos dado, quizá el
más difícil y peligroso de todos, hayamos podido llevarlo a cabo sin que nuestra dulce señora Mina nos
acompañara, y sin que hubiera necesidad de turbar sus pensamientos, tanto más cuanto que estaría
despierta y dormida pensando en visiones, ruidos y olores que nunca podría olvidar. Asimismo, hemos
aprendido una lección, si es que podemos decirlo a particulari: que las bestias que están a las órdenes
del conde no son, sin embargo, dóciles al espíritu del conde, puesto que esas ratas acudirían a su
llamado, del mismo modo que llamó a los lobos desde la torre de su castillo, para que saliera a su
encuentro y al de aquella pobre madre. Aunque las ratas acudieron, huyeron un momento después en
desorden, ante la presencia de los perritos de nuestro amigo Arthur. Tenemos ante nosotros otros
asuntos, otros peligros y otros temores; y ese monstruo no ha usado sus poderes sobre el mundo animal
por última o única vez esta noche. Sea que se haya ido a algún otro lugar... ¡Bueno! Nos ha dado la
oportunidad de dar "jaque" en esta partida de ajedrez que estamos jugando en nombre del bien de las
almas humanas. Ahora, volvamos a casa. El amanecer esta ya cerca, y tenemos razones para sentirnos
contentos del trabajo de nuestra primera noche. Es posible que nos queden todavía muchos días y
noches llenas de peligros, pero debemos seguir adelante, sin retroceder ante ningún riesgo.
La casa estaba sumida en un profundo silencio cuando llegamos a ella, excepto por los gritos de
alguna pobre criatura que estaba en una de las alas más alejadas y un sonido bajo y lastimero que salía
de la habitación de Renfield. Indudablemente, el pobre hombre se estaba torturando, a la manera de los
orates, con pensamientos innecesariamente dolorosos.
Entré en mi habitación de puntillas y encontré a Mina dormida, respirando con tanta suavidad que
tuve que aguzar el oído para captar el sonido. Parecía más pálida que de costumbre. Esperaba que la
reunión de aquella noche no la hubiera impresionado demasiado. Me siento verdaderamente agradecido
de que permanezca fuera de nuestro trabajo futuro e incluso de nuestras deliberaciones. Es una tensión
demasiado grande para que la soporte una mujer. No pensaba así al principio, pero ahora sé mucho
mejor a qué atenerme. Por consiguiente, me alegro de que eso haya sido resuelto. Es posible que haya
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cosas que la asustaran si las oyera, no obstante, ocultárselas sería peor que revelárselas, si es que llega
a sospechar que hay algo que no le decimos. A partir de este momento, tendremos que ser para ella
como libros cerrados, por lo menos hasta el momento en que podamos anunciarle que todo ha concluido
y que la tierra ha sido liberada de aquel monstruo de las tinieblas. Supongo que será difícil guardar
silencio, debido a la confianza que reina entre nosotros, pero debo continuar en mi resolución y silenciar
completamente todo lo relativo a nuestros actos durante aquella noche, negándome a hablar de lo que ha
sucedido. Me acosté sobre el diván, para no molestarla.
1 de octubre, más tarde. Supongo que es natural que hayamos dormido todos hasta una hora
avanzada, ya que el día estaba ocupado en duros trabajos y la noche era pesada e insomne. Incluso
Mina debía haber sentido el cansancio, puesto que, aunque dormí hasta que el sol estaba muy alto,
desperté antes que ella. En realidad, estaba tan profundamente dormida, que durante unos segundos no
me reconoció siquiera y me miró con un profundo terror, como si hubiera sido despertada en medio de
una terrible pesadilla. Se quejó un poco de estar cansada y la dejé reposar hasta una hora más avanzada
del día. Sabíamos ahora que veintiún cajas habían sido retiradas, y en el caso de que fueran llevadas
varias a la vez, era posible que pudiéramos encontrarlas. Por supuesto, ello simplificaría
considerablemente nuestro trabajo y cuanto antes solventáramos ese asunto, tanto mejor sería. Tenía
que ir a ver a Thomas Snelling.
Del diario del doctor Seward
1 de octubre. Era casi mediodía cuando fui despertado por el profesor, que entró en mi
habitación. Estaba más alegre y amable que de costumbre, y es evidente que el trabajo de la noche
anterior había servido para aligerar parte del peso que tenía en la mente. Después de hablar de la
aventura de la noche anterior, dijo repentinamente:
—Su paciente me interesa mucho. ¿Es posible que lo visite con usted esta mañana? O, en el
caso de que esté usted muy ocupado, puedo ir solo a verlo, si usted me lo permite. Es una experiencia
nueva para mí encontrar a un lunático que habla de filosofía y discurre de manera tan cuerda.
Tenía ciertos trabajos urgentes que hacer y le dije que me gustaría que él fuera solo, ya que así
no me vería obligado a hacerlo esperar. Por consiguiente, llamé a uno de los ayudantes y le di las
debidas instrucciones. Antes de que mi maestro abandonara la habitación, le aconsejé que no se llevara
una impresión falsa sobre mi paciente.
—Deseo que me hable de sí mismo y de su decepción en cuanto a su consumo de animales
vivos. Le dijo a la señora Mina, como vi en su diario de ayer, que tuvo antes esas creencias. ¿Por qué
sonríe usted, amigo John?
—Excúseme —le dije —, pero la respuesta se encuentra aquí.
Coloqué la mano sobre las hojas mecanografiadas.
—Cuando nuestro cuerdo e inteligente lunático hizo esa declaración, tenía la boca todavía llena
de las moscas y arañas que acababa de comer, un instante antes de que la señora Harker entrara en su
habitación.
—¡Bueno! —dijo—. Su memoria es buena. Debí haberlo recordado. Y, no obstante, esa misma
desviación del pensamiento y de la memoria es lo que hace que el estudio de las enfermedades mentales
sea tan apasionante. Es posible que obtenga más conocimientos de la locura de ese pobre alienado que
lo que podría obtener de los hombres más sabios. ¿Quién sabe?
Continué mi trabajo y, antes de que pasara mucho tiempo, había concluido con lo más urgente.
Parecía que no había pasado realmente mucho tiempo, pero van Helsing había vuelto ya al estudio.
—¿Lo interrumpo? —preguntó cortésmente, permaneciendo en el umbral de la puerta.
—En absoluto —respondí—. Pase. Ya he terminado mi trabajo y estoy libre. Puedo acompañarlo,
si lo desea.
—Es inútil. ¡Acabo de verlo!
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—¿Y?
—Temo que no me aprecia mucho. Nuestra entrevista ha sido corta. Cuando entré en su
habitación estaba sentado en una silla, en el centro, con los codos apoyados sobre las rodillas y en su
rostro había una expresión hosca y malhumorada. Le he hablado con toda la amabilidad posible, y con
todo el respeto que he logrado aparentar. No me respondió palabra alguna.
"—¿No me reconoce usted? —inquirí.
"Su respuesta no fue muy tranquilizadora.
"—Lo conozco perfectamente. Es usted el viejo idiota de van Helsing. Desearía que se fuera
usted con sus estúpidas teorías psicológicas a otro lado. ¡Malditos sean todos los estúpidos holandeses!
"No pronunció ni una palabra más y siguió sentado, encerrado en su descontento y malhumor,
exactamente como si yo no hubiera estado en la habitación en absoluto; tal era su indiferencia. Así he
perdido la oportunidad de aprender algo de ese inteligente lunático; por consiguiente, debo irme para
tratar de consolarme cruzando unas cuantas palabras agradables con la dulce señora Mina. Amigo John,
me alegro infinitamente de que ya no tenga ella que sufrir más, ni que preocuparse por nuestros terribles
asuntos. Aunque echaremos en falta su ayuda, es mejor que así sea."
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted —le dije sinceramente, puesto que no quería que
su decisión al respecto se debilitara—. La señora Harker está mejor permaneciendo fuera de todo esto.
La situación está ya bastante mala para nosotros, los hombres, que nos hemos visto a veces en lugares
poco agradables, pero no es un lugar apropiado para una mujer y, si hubiera continuado con este asunto,
es muy posible que hubiera terminado siendo destrozada.
Así, van Helsing fue a conversar con el señor y la señora Harker. Quincey y Art han salido para
descubrir todo lo posible con respecto a la desaparición de las cajas. Yo tengo que concluir mi ronda de
trabajo, y nos reuniremos esta noche.
Del diario de Mina Harker
1 de octubre. Me resulta extraño permanecer en la oscuridad, como hoy; después de la confianza
total de Jonathan durante tantos años, me resulta desagradable verlo evitar ciertos temas de
conversación de manera manifiesta: los temas más vitales de todos. Esta mañana dormí hasta una hora
avanzada, a causa de las fatigas de ayer, y aunque Jonathan durmió hasta tarde también, despertó antes
que yo. Habló conmigo antes de salir, y nunca antes lo había hecho con mayor dulzura o ternura, pero no
mencionó ni una sola palabra sobre lo que había sucedido en su visita a la casa del conde. Sin embargo,
debe saber la terrible ansiedad que sentía yo. ¡Pobre Jonathan! Supongo que eso debe haberlo afligido
todavía más que a mí. Todos estuvieron de acuerdo en que no siguiera yo adelante en ese horrible
asunto, y estuve de acuerdo.
Pero, ¡me resulta muy desagradable pensar que me oculta algo! Y ahora estoy llorando como una
idiota, cuando, en realidad, sé que todo esto es producto del gran amor de mi esposo y de la buena
voluntad de todos esos hombres fuertes.
Eso me ha sentado bien. Bueno, algún día me lo contará todo Jonathan, y para evitar que pueda
llegar a pensar que le oculto yo también algo, continúo escribiendo mi diario, como de costumbre. Así, si
ha temido por mi confianza, debo mostrárselo, incluyendo todos los pensamientos y los sentimientos de
mi corazón, para que pueda leerlos claramente. Me siento hoy extrañamente triste y malhumorada.
Supongo que es la reacción a causa de la tremenda emoción.
Anoche me acosté cuando se fueron los hombres, sencillamente porque me dijeron que me
acostara. No tenía sueño, y sentía una ansiedad enorme. Estuve pensando en todo lo sucedido desde
que Jonathan fue a verme a Londres y todo ello parecía una horrible tragedia, como si el destino
impulsara todo hacia un fin siniestro.
Todo lo que hacemos, por muy buenas intenciones que tengamos, parece conducir a algo que
debe deplorarse profundamente. Si no hubiera ido a Whitby es posible que la pobre y querida Lucy
estuviera ahora entre nosotros. No se le había ocurrido visitar el cementerio de la iglesia hasta el
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momento de mi llegada, y si no hubiera ido allí durante el día no habría regresado dormida durante la
noche, y el monstruo no la hubiera destruido como lo hizo. ¡Oh! ¿Por qué fui a Whitby? ¡Otra vez
llorando! No sé qué me sucede hoy. Debo ocultárselo a Jonathan, puesto que si sabe que he llorado ya
dos veces esta mañana, yo que no lloro nunca y que nunca he tenido que derramar una sola lágrima por
él, el pobre hombre se desanimará y se preocupará. Debo aparentar un semblante sereno, y si me siento
con ganas de llorar, él no debe saberlo. Supongo que es una de las lecciones que nosotras, las pobres
mujeres, tenemos que aprender...
No puedo dejar de recordar cómo me quedé dormida. Recuerdo haber oído el ladrido repentino
de los perros y un estruendo de sonidos extraños, como oraciones en una gama tumultuosa, procedentes
de la habitación del señor Renfield, que se encuentra en alguna parte debajo de la mía. Luego, el silencio
volvió a reinar, tan profundo, que me sobresaltó y me levanté para mirar por la ventana. Todo estaba
oscuro y en silencio.
Las negras sombras proyectadas por la luz de la luna parecían estar llenas de un misterio que les
era propio. Nada parecía moverse, pero todo parecía lúgubre y tétrico, de modo que una ligera nubecilla
de niebla blanca, que avanzaba con una lentitud que hacía que su movimiento resultara casi
imperceptible, hacia la casa, por encima del césped, parecía tener una vitalidad propia. Creo que esos
pensamientos, al hacerme olvidar los anteriores, me hicieron bien, puesto que al volver a acostarme sentí
un letargo que me embargaba suavemente. Permanecí acostada un rato, pero no lograba conciliar el
sueño, de modo que volví a levantarme y a mirar por la ventana. La niebla se estaba extendiendo y se
encontraba ya muy cerca de la casa, de tal modo que la vi adosarse pesadamente a las paredes, como si
estuviera trepando hacia las ventanas. El pobre hombre hablaba con más fuerza que nunca y, aunque no
lograba distinguir bien sus palabras, comprendí que se trataba de una súplica apasionada de su parte.
Luego, oí el ruido de un forcejeo y comprendí que los enfermeros se estaban encargando de él. Me sentí
tan asustada, que me cubrí la cabeza con las sábanas, tapándome los oídos con los dedos. No tenía
sueño en absoluto o, por lo menos, así lo creía, pero debo haberme quedado dormida, puesto que, con
excepción de los sueños, no recuerdo ninguna otra cosa hasta la llegada de la mañana, cuando Jonathan
me despertó. Creo que necesité cierto esfuerzo y tiempo para recordar donde me encontraba y que era
Jonathan el que estaba inclinado sobre mí. Mi sueño era muy peculiar, y era algo típico, del modo como
al despertar los pensamientos se entremezclan con los sueños.
Creí que estaba dormida, esperando a que regresara Jonathan. Me sentía muy ansiosa por él y
no podía hacer nada; tenía las piernas, los brazos y el cuerpo con un peso encima, de tal modo que no
podía ejecutar ningún movimiento como de costumbre. Así dormí muy intranquilamente, y seguí soñando
cosas extrañas. Luego, comencé a sentir que el aire era pesado, húmedo y frío. Retiré las sábanas de mi
rostro y, con gran sorpresa, vi que todo estaba oscuro. La lamparita de gas que había dejado encendida
para Jonathan, aunque muy débil, parecía una chispita roja y diminuta a través de la niebla, que,
evidentemente, se había hecho más densa y había entrado en la habitación. Entonces, recordé que
había cerrado la ventana antes de acostarme. Deseaba levantarme para asegurarme de ello, pero una
letargia de plomo parecía retener mis miembros y mi voluntad. Permanecí inmóvil; eso fue todo. Cerré los
ojos, pero todavía podía ver con claridad a través de los párpados (es maravilloso ver qué trucos tienen
los sueños, y de qué manera tan lógica trabaja a veces nuestra imaginación). La niebla se hacía cada vez
más espesa, y ya podía ver cómo entraba en la habitación, puesto que la veía como si fuera humo..., o
como el vapor blanco del agua en ebullición..., entrando, no por la ventana, sino por debajo de la puerta.
Fue haciéndose cada vez más espesa, hasta que pareció concentrarse en una columna de vapor sobre la
que alcanzaba a ver la lucecita de la lámpara de gas que brillaba como un ojo rojizo. Las ideas se
agolparon en mi cerebro, al tiempo que la columna de vapor comenzaba a danzar en la habitación y entre
todos mis pensamientos me llegaron las frases de las escrituras: "Una columna de vapor por las noches y
de fuego durante el día." ¿Se trataba de algún guía espiritual que me llegaba a través del sueño? Pero la
columna estaba compuesta tanto del guía diurno como del nocturno, puesto que el fuego estaba en el ojo
rojo que, al pensar en él, me fascinó en cierto modo, puesto que, mientras lo observaba, el fuego pareció
dividirse y lo vi como si se tratara de dos ojos rojos, a través de la niebla, tal y como Lucy me dijo que los
había visto en sus divagaciones mentales, sobre el risco, cuando el sol poniente se reflejó en las
ventanas de la iglesia de Santa María. Repentinamente, recordé horrorizada que era así como Jonathan
había visto materializarse a aquellas horribles mujeres de la niebla que giraba bajo el resplandor de la
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luna, y en mi sueño debo haberme desmayado, puesto que me encontré en medio de la más profunda
oscuridad.
El último esfuerzo consciente que hizo mi imaginación fue el de hacerme ver un rostro lívido que
se inclinaba sobre mí, saliendo de entre la niebla. Debo tener cuidado con esos sueños, ya que pueden
hacer vacilar la razón de una persona, si se presentan con demasiada frecuencia. Voy a ver al doctor van
Helsing o al doctor Seward para que me receten algo que me haga dormir profundamente; lo único malo
es que temo alarmarlos.
Un sueño semejante se mezclaría en estos momentos con sus temores por mí. Esta noche
deberé esforzarme por dormir de manera natural. Si no lo logro, debo lograr que me den para mañana en
la noche una dosis de cloral; eso no me causará por una vez ningún daño y me sentará bien una buena
noche de sueño. Hoy desperté más fatigada que si no hubiera dormido en absoluto.
2 de octubre, a las diez de la noche. Anoche dormí, pero no soñé. Debo haber dormido
profundamente, puesto que no desperté cuando se acostó Jonathan, pero el sueño no me ha sentado
todo lo bien que sería de desear, puesto que hoy me he sentido débil y desanimada. Pasé todo el día de
ayer tratando de dormir o acostada, dormitando.
Por la tarde, el señor Renfield preguntó si podría verme. ¡Pobre hombre! Estuvo muy amable, y al
marcharse me besó la mano y rogó a Dios que me bendijera. En cierto modo, eso me afectó mucho, y las
lágrimas acuden a mis ojos cuando pienso en él. Esta es una nueva debilidad de la que tengo que
preocuparme y cuidarme. Jonathan se entristecería mucho si supiera que he estado llorando. Tanto él
como los demás estuvieron fuera hasta la hora de la cena, y regresaron muy cansados. Hice todo lo
posible por alegrarlos, y creo que el esfuerzo me sentó bien, puesto que me olvidé de lo cansada que
estaba yo misma. Después de la cena me mandaron a acostarme y todos salieron a fumar juntos, según
dijeron, pero sabía perfectamente que lo que deseaban era contarse unos a otros lo que les había
sucedido a cada uno de ellos durante el día; comprendí por la actitud de Jonathan que tenía algo muy
importante que comunicarles.
No tenía tanto sueño como debería; por consiguiente, antes de que se fueran le pedí al doctor
Seward que me diera alguna pastilla para dormir, de cualquier tipo, ya que no había dormido bien la
noche anterior. Con mucha habilidad, me preparó una droga adormecedora y me la dio, diciéndome que
no me causaría ningún daño, ya que era muy ligera... La he tomado y estoy esperando a que el sueño
me venza, lo cual me parece todavía algo lejano. Espero no haber hecho mal, ya que cuando el sueño
comienza a apoderarse de mí, me asalta un nuevo temor; es posible que haya cometido una tontería al
privarme del poder de despertar. Es posible que lo necesite. Ya tengo sueño. ¡Buenas noches!
XX.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
1 de octubre, por la noche. Encontré a Thomas Snelling en su casa, en Bethnal Green; pero,
desafortunadamente, no estaba en condiciones de recordar nada. El aliciente mismo de la cerveza que
mi esperada visita había abierto ante él, resultó demasiado fuerte, y comenzó a beber demasiado pronto,
antes de mi llegada. Sin embargo, supe, gracias a su esposa, una persona decente y tímida, que era
solamente el asistente de Smollet, que de los dos era el responsable. De modo que me dirigí hacia
Walworth y encontré al señor Joseph Smollet en su casa, en mangas de camisa, tomando una taza de té
tardía, que levantaba de un platillo. Es un tipo honrado e inteligente, un trabajador de confianza y con una
inteligencia y una personalidad que le son propias. Recordaba todo respecto al incidente de las cajas, y,
sacando de un lugar misterioso de la parte posterior de su pantalón una libreta con las puntas de las
hojas dobladas y las páginas cubiertas de jeroglíficos trazados con un lápiz de punta gruesa y con una
escritura muy apoyada, me comunicó el punto de destino de las cajas. Había seis que había tomado en
Carfax y las había depositado en el número ciento noventa y siete de Chicksand Street, en Mile End New
Town, y otras seis que había depositado en Jamaica Lane, Bermondsey. En el caso de que el conde
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deseara distribuir sus fantasmales refugios por todo Londres, esos lugares habrían sido escogidos como
punto de partida, de tal modo que a continuación pudiera distribuir completamente las cajas.
El modo sistemático en que todo aquello estaba siendo llevado a cabo me hizo pensar que eso
no podría significar que el monstruo deseaba confinarse en dos lugares de Londres. Estaba situado ya en
la parte este de la ribera norte, al este de la costa sur y al sur de la ciudad. Era seguro que no pensaba
dejar fuera de sus planes diabólicos el norte y el oeste..., por no hablar de la City misma, y el corazón
mismo del Londres elegante, al sudoeste y al oeste. Volví a ver a Smollet y le pregunté si podría decirnos
si había sido sacada alguna otra caja de Carfax.
Entonces respondió:
—Bueno, señor, se ha portado usted muy bien conmigo —le había dado medio soberano y voy a
decirle todo lo que sé. Oí a un hombre llamado Bloxam que decía hace cuatro noches en el "Are and
Ounds" de Pincer's Alley, que él y su compañero habían tenido un trabajo sucio y raro en una vieja casa
de Purfleet. No son frecuentes aquí los trabajos de esa índole, y creo que Sam Bloxam podrá decirle algo
más al respecto.
Le pregunté si le era posible indicarme donde podría encontrarlo. Le dije que si podía
conseguirme la dirección, tendría mucho gusto en entregarle otro medio soberano.
De modo que tomó de un trago el resto de su té y se puso en pie, diciendo que iba a iniciar sus
averiguaciones. En la puerta se detuvo, y dijo:
—Escuche, señor, no tiene sentido que espere usted aquí. Es posible que encuentre pronto a
Sam, o que no lo haga, pero, de todos modos, no creo que se encuentre en condiciones de decirle
muchas cosas esta noche. Sam es un tipo raro cuando saca los pies de sus casillas. Si puede usted
darme un sobre con un sello de correos y su dirección, veré donde es posible encontrar a Sam y le
enviaré los datos por correo esta misma noche. Pero será preciso que vaya a verlo muy de mañana si
quiere encontrarlo, puesto que Sam se levanta temprano, por muy prolongada que haya sido la juerga de
la noche anterior.
Eso resultó práctico, de modo que uno de los niños salió con un penique a comprar un sobre y
una hoja de papel, y le di el cambio. Cuando regresó, le puse la dirección al sobre y le pegué el sello, y
cuando Smollet me prometió otra vez que me enviaría la dirección por correo en cuanto la descubriera,
me dirigí a casa. De todos modos, estamos sobre la pista. Esta noche me siento cansado y deseo dormir.
Mina está profundamente dormida y tiene un aspecto demasiado pálido; sus ojos dan la impresión de que
ha estado llorando. Pobre mujer, estoy seguro de que le es muy duro permanecer en la ignorancia y que
eso puede hacer que se sienta doblemente ansiosa por mí y por todos los demás. Pero es mejor así. Es
mejor sentirse decepcionado y ansioso, que tener los nervios destrozados. Los médicos tenían razón al
insistir en que ella debía permanecer fuera de todo este terrible asunto. Debo mantenerme firme, puesto
que la carga del silencio debe pesar sobre todo en mí. Ni siquiera puedo mencionar el tema ante ella, por
ninguna circunstancia. En realidad, no creo que resulte una tarea difícil y dura, después de todo, ya que
ella misma se ha hecho reticente en lo relativo a ese tema y no ha vuelto a hablar del conde ni de sus
actos desde que le comunicamos nuestra decisión.
2 de octubre, por la noche. Fue un día largo, emocionante, y de los que resultan una verdadera
prueba. Por el primer correo he recibido la carta que me era destinada y que contenía una hoja sucia de
papel, sobre el que habían escrito con un lápiz de carpintero y una mano demasiado pesada: "Sam
Bloxam, Korkrans, 4, Poters Cort, Bartel Street, Walworth. Pregunte por el algacil."
Recibí la carta en la cama y me levanté, sin despertar a Mina. Estaba pálida y parecía dormir
pesada y profundamente. Pensé no despertarla, pero en cuanto volviera de esa investigación, tomaría las
disposiciones pertinentes para que regresara a Exéter. Creo que estará más contenta en nuestra propia
casa, interesándose en sus tareas cotidianas, que estando aquí, entre nosotros, en la ignorancia de todo
lo que está sucediendo. Vi solamente al doctor Seward durante un momento y le dije adónde me dirigía,
prometiéndole regresar a explicarle todo el resto en cuanto pudiera descubrir algo. Me dirigí a Walworth y
encontré con ciertas dificultades Potter's Court. La ortografía del señor Smollet me engañó, debido a que
pregunté primeramente por Poter's Court en lugar de Potter's Court. Sin embargo, cuando encontré la
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dirección, no tuve dificultades en encontrar la casa de huéspedes Corcoran. Cuando le pregunté al
hombre que salió a la puerta por el "algacil", movió la cabeza y dijo:
—No lo conozco. No hay ningún tipo así aquí; no he oído hablar de él en toda mi vida. No creo
que haya nadie semejante que viva aquí o en las cercanías.
Saqué la carta de Smollet y al leerla me pareció que la lección sobre la ortografía con que estaba
escrito la dirección podría ayudarme.
—¿Quién es usted? —le pregunté.
—Soy el alguacil —respondió.
Comprendí inmediatamente que estaba en terreno seguro.
La ortografía con que estaba escrita la carta me volvió a engañar.
Una propina de media corona puso los conocimientos del alguacil a mi disposición y supe que el
señor Bloxam había dormido en la casa Corcaran, para que se difuminaran los vapores de la cerveza que
había tomado la noche anterior, pero que se había ido a su trabajo en Poplar a las cinco de la mañana.
No pudo indicarme donde se encontraba el lugar exacto en que trabajaba, pero tenía una vaga idea de
que se trataba de algún almacén nuevo y con ese indicio tan sumamente ligero me puse en camino hacia
Poplar. Eran ya las doce antes de que lograra indicaciones sobre un edificio similar y fue en un café
donde me dieron los datos. En el salón había varias mujeres comiendo. Una de ellas me dijo que estaban
construyendo en Cross Angel Street un edificio nuevo de "almacenes refrigerados", y puesto que se
apegaba a la descripción del alguacil, me dirigí inmediatamente hacia allá. Una entrevista con un
guardián bastante hosco y con un capataz todavía más malhumorado que el guarda, cuyo humor hice
que mejorara un poco con la ayuda de unas monedas, me puso sobre la pista de Bloxam; mandaron a
buscarlo cuando sugerí que estaba dispuesto a pagarle al capataz su sueldo del día íntegro por el
privilegio de hacerle unas cuantas preguntas sobre un asunto privado. Era un tipo bastante inteligente,
aunque de maneras y hablar un tanto bruscos.
Cuando le prometí pagarle por sus informes y le di un adelanto, me dijo que había hecho dos
viajes entre Carfax y una casa de Piccadilly y que había llevado de la primera dirección a la última nueve
grandes cajas, "muy pesadas", con una carreta y un caballo que había alquilado para el trabajo. Le
pregunté si podría indicarme el número de la casa de Piccadilly, a lo cual replicó:
—Bueno, señor, me he olvidado del número, pero estaba a unas cuantas puertas de una gran
iglesia blanca, o algo semejante, que no hace mucho que ha sido construida. Era una vieja casona
cubierta de polvo, aunque no tan llena de polvo como la casa de la que saqué las cajas.
—¿Cómo logró usted entrar, si estaban desocupadas las dos casas?
—Me estaba esperando el viejo que me contrató en la casa de Purfleet. Me ayudó a levantar las
cajas y a colocarlas en la carreta. Me insultó, pero era el tipo más fuerte que he visto. Era un anciano, con
unos bigotes blancos, tan finos que casi no se le notaban.
¡Esa frase hizo que me sobresaltara!
—Tomó uno de los extremos de la caja como si se tratara de un juego de té, mientras yo tomaba
el otro, sudando y jadeando como un oso. Me costó un gran trabajo levantar la parte que me
correspondía, pero lo conseguí y... no soy tampoco un debilucho.
—¿Cómo logró usted entrar en la casa de Piccadilly?
—Me estaba esperando también allí. Debió salir inmediatamente y llegar allí antes que yo, puesto
que cuando llamé a la puerta, salió él mismo a abrirme y me ayudó a descargar las cajas en el vestíbulo.
—¿Las nueve? —le pregunté.
—Sí; llevé cinco en el primer viaje y cuatro en el segundo. Era un trabajo muy pesado, y no
recuerdo muy bien cómo regresé a casa.
Lo interrumpí:
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—¿Se quedaron las cajas en el vestíbulo?
—Sí; era una habitación muy amplia, y no había en ella nada más.
Hice otra tentativa para saber algo más al respecto.
—¿No le dio ninguna llave?
—No tuve necesidad de ninguna llave. El anciano me abrió la puerta y volvió a cerrarla cuando
me fui. No recuerdo nada de la segunda vez, pero eso se debe a la cerveza.
—¿Y no recuerda usted el número de la casa?
—No, señor. Pero no tendrá dificultades en encontrarla. Es un edificio alto, con una fachada de
piedra y un escudo de armas y unas escaleras bastante altas que llegan hasta la puerta de entrada.
Recuerdo esas escaleras debido a que tuve que subir por ellas con las cajas, junto con tres muchachos
que se acercaron para ganarse unos peniques. El viejo les dio chelines y, como vieron que les había
dado mucho, quisieron más todavía, pero el anciano agarró a uno de ellos por el hombro y poco faltó para
que lo echara por las escaleras; entonces, todos ellos se fueron, insultándolo.
Pensaba que con esos informes no tendría dificultades en encontrar la casa, de modo que
después de pagarle a mi informante, me dirigí hacia Piccadilly. Había adquirido una nueva y dolorosa
experiencia. El conde podía por lo visto manejar las cajas solo. De ser así, el tiempo resultaba precioso,
puesto que ya que había llevado a cabo ciertas distribuciones, podría llevar a cabo el resto de su trabajo,
escogiendo el tiempo oportuno para ello, pasando completamente inadvertido. En Piccadilly Circus me
apeé y me dirigí caminando hacia el oeste; después de pasar el junior Constitutional, llegué ante la casa
que me había sido descrita y me satisfizo la idea de que se trataba del siguiente refugio que había
escogido Drácula. La casa parecía haber estado desocupada durante mucho tiempo. Las ventanas
estaban llenas de polvo y las persianas estaban levantadas. Toda la estructura estaba ennegrecida por el
tiempo, y de las partes metálicas la pintura había desaparecido. Era evidente que en el balcón superior
había habido un anuncio durante cierto tiempo, que había sido retirado bruscamente, de tal modo que
todavía quedaban los soportes verticales. Detrás de la barandilla del balcón vi que sobresalían varias
tablas sueltas, cuyos bordes parecían blancos. Hubiera dado mucho por poder ver intacto el anuncio,
puesto que quizá me hubiera dado alguna indicación en cuanto a la identidad de su propietario.
Recordaba mi experiencia sobre la investigación y la compra de la casa de Carfax y no podía dejar de
pensar que si podía encontrar al antiguo propietario era posible que descubriera algún medio para entrar
en la casa.
Por el momento, no había nada que pudiera descubrir del lado de Piccadilly y tampoco podía
hacerse nada, de modo que me dirigí hacia la parte posterior para ver si podía verse algo de ese lado.
Las caballerizas estaban llenas de actividad, debido a que la mayoría de las casas estaban ocupadas.
Les pregunté a un par de criados y de encargados de las cuadras, que pude encontrar, si podían decirme
algo sobre la casa desocupada. Uno de ellos me dijo que había oído decir que alguien la había comprado
en los últimos tiempos, pero no sabía quién era el nuevo propietario. Uno de ellos, sin embargo, me dijo
que hasta hacía muy poco tiempo había habido un anuncio que decía "se vende" y que era posible que
podrían facilitarme más detalles Mitchell, Sons & Candy, los agentes de mudanzas, puesto que me dijo
que creía recordar que ese era el nombre que figuraba en el anuncio para todos los informes. No
deseaba parecerle demasiado ansioso a mi informador, ni dejar que adivinara demasiado, por lo cual,
luego de darle las más cumplidas gracias, me alejé. Estaba oscureciendo y la noche otoñal estaba
errándose, de modo que no quise perder el tiempo. Después de buscar la dirección de Mitchell, Sons &
Candy en un directorio telefónico de Berkeley, me dirigí inmediatamente a sus oficinas, que se
encontraban en Sackville Street.
El caballero que me recibió tenía unos modales particularmente suaves, pero no era muy
comunicativo. Después de decirme que la casa de Piccadilly, que en nuestra conversación llamó
"mansión", había sido vendida, consideró que mi interés debía concluir allí. Cuando le pregunté quién la
había comprado, abrió los ojos demasiado y guardó silencio un momento antes de responder:
—Está vendida, señor.
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—Excúseme —dije, con la misma cortesía—, pero tengo razones especiales para desear saber
quién adquirió ese edificio.
Volvió a hacer una pausa bastante prolongada y alzó las cejas todavía más.
—Está vendida, señor —volvió a decir, lacónicamente.
—Supongo que no le importará darme esa información —insistí.
—Pero, ¡por supuesto que me importa! —respondió—. Los asuntos de nuestros clientes son
absolutamente confidenciales en manos de Mitchell, Sons & Candy.
Estaba claro que se trataba de un pedante de la peor especie y que no merecía la pena discutir
con él. Pensé que sería mejor enfrentarme a él en su propio terreno y le dije:
—Sus clientes, señor, tienen suerte de tener un guardián tan resuelto de sus confidencias. Yo
mismo soy un profesional —al decir esto le tendí mi tarjeta—. En este caso, no estoy interesado en este
asunto por curiosidad: actúo por parte de lord Godalming, que desea saber algo sobre la propiedad que
creía que, hasta últimas fechas, se encontraba en venta.
Esas palabras hicieron que las cosas tomaran otro cariz.
—Me gustaría darle a usted esos informes si los tuviera, señor Harker, y especialmente me
gustaría servir a su cliente. En cierta ocasión llevamos a cabo unas transacciones para él sobre el alquiler
de unas habitaciones cuando era el Honorable Arthur Holmwood. Si puede usted darme la dirección de
su señoría, tendré mucho gusto en consultar a la casa sobre el sujeto y, en todo caso, me comunicaría
con su señoría por medio del correo de esta misma noche. Será un placer el facilitarle esos informes a su
señoría, si es que podemos apartarnos en este caso de las reglas de conducta de esta casa.
Deseaba hacerme una amistad, no buscarme un enemigo, de modo que le di las gracias, le
entregué la dirección de la casa del doctor Seward y me fui. Era ya de noche y me sentía cansado y
hambriento. Tomé una taza de té en la Aerated Bread Company y regresé a Purfleet en tren.
Encontré a todos los otros en la casa. Mina tenía aspecto pálido y cansado, pero hizo un valeroso
esfuerzo para parecer amable y animosa: me dolía pensar que había tenido que ocultarle algo y que de
ese modo la había inquietado. Gracias a Dios, sería la última noche que tendría que estar cerca sin asistir
a nuestras conferencias, creyendo en cierto modo que no era merecedora de nuestra confianza. Necesité
todo mi valor para mantenerla realmente alejada de todo lo relativo a nuestro horrible trabajo. Parece
estar en cierto modo más hecha a la idea, o el sujeto se le ha hecho repugnante, puesto que cada vez
que se hace alguna alusión accidental a ese tema, se estremece verdaderamente. Me alegro de que
hayamos tomado nuestra resolución a tiempo, puesto que con sentimientos semejantes, nuestros
conocimientos cada vez mayores serían una verdadera tortura para ella.
No podía hablarles a los demás de los descubrimientos que había efectuado durante el día en
tanto no estuviéramos solos. Así, después de la cena, y de un pequeño intermedio musical que sirvió
para guardar las apariencias, incluso para nosotros mismos, conduje a Mina a su habitación y la dejé que
se acostara. Mi adorable esposa fue más cariñosa conmigo que nunca y me abrazó como si deseara
retenerme, pero había mucho de qué hablar y tuve que dejarla sola. Gracias a Dios, el haber dejado de
contarnos todas las cosas, no había hecho que cambiaran las cosas entre nosotros.
Cuando bajé otra vez encontré a todos sentados en torno al fuego, en el estudio.
En el tren había escrito en mi diario todo lo relativo a mis descubrimientos del día, y me limité a
leerles lo que había escrito, como el mejor medio posible en que pudieran enterarse de los informes que
había obtenido. Cuando terminé, van Helsing dijo:
—Ha tenido usted un magnífico día de trabajo, amigo Jonathan. Indudablemente, estamos sobre
la pista de las cajas que faltan. Si encontramos todas en esa casa, entonces, nuestro trabajo se acerca a
su final. Pero, si falta todavía alguna de ellas, tendremos que buscarla hasta que la encontremos.
Entonces daremos el golpe final y haremos que el monstruo muera verdaderamente.
Permanecimos todos sentados en silencio y, de pronto, el señor Morris dijo:
—¡Digan! ¿Cómo vamos a poder entrar a esa casa?
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—Lo mismo que como lo hicimos en la otra —dijo lord Godalming rápidamente.
—Pero, Art, entramos por efracción en Carfax; pero era de noche y teníamos el parque que nos
ocultaba a las miradas indiscretas. Sería algo muy diferente el cometer ese delito en Piccadilly, tanto de
noche como de día. Confieso que no veo cómo vamos a poder entrar, a no ser que ese pedante de la
agencia inmobiliaria nos consiga alguna llave.
Lord Godalming frunció el ceño, se puso en pie y se paseó por la habitación. De pronto se detuvo
y dijo, volviéndose hacia nosotros y mirándonos uno por uno:
—Quincey tiene razón. Este asunto de las entradas por efracción se hace muy serio; nos salió
muy bien una vez, pero el trabajo que tenemos ahora entre manos es muy diferente..., a menos que
encontremos el llavero del conde.
Como no podíamos hacer nada antes de la mañana y como era aconsejable que lord Godalming
esperara hasta recibir la comunicación de Mitchell's, decidimos no dar ningún paso hasta la hora del
desayuno. Durante un buen rato, permanecimos sentados, fumando, discutiendo todas las facetas del
asunto, visto desde diferentes ángulos; aproveché la oportunidad de completar este diario y ponerlo al
corriente hasta este preciso instante. Tengo mucho sueño y debo ir a acostarme...
Sólo una línea más. Mina duerme profundamente y su respiración es regular. Tiene la frente
surcada de pequeñas arrugas, como si incluso dormida estuviera pensando. Está todavía muy pálida,
pero no tan macilenta como esta mañana. Mañana espero que podremos poner fin a todo esto; se irá a
nuestra casa de Exéter. ¡Oh! ¡Qué sueño tengo!
Del diario del doctor Seward
1 de octubre. Estoy absolutamente asombrado por lo de Renfield. Sus saltos de humor son tan
repentinos, que tengo dificultades para poder registrarlos y adaptarme a ellos, y como siempre tienen un
significado que va más allá de su propio bienestar, forman un estudio más que interesante. Esta mañana,
cuando fui a verlo, después de que hubo rechazado a van Helsing, sus modales eran los de un hombre
que estaba dirigiendo al destino. En efecto, estaba dándole órdenes al destino, subjetivamente. No se
preocupaba en absoluto por ninguna de las cosas terrenales; estaba en las nubes y miraba desde su
atalaya a todas las flaquezas y deseos de nosotros, los pobres mortales.
Decidí aprovecharme de la ocasión y aprender algo, de modo que le pregunté:
—¿Qué me dice usted de las moscas en estos últimos tiempos?
Me sonrió con aire muy superior..., con una sonrisa como la que hubiera podido aparecer en el
rostro de Malvolio, antes de responderme:
—La mosca, mi querido señor, tiene una característica sorprendente: sus alas son típicas del
carácter aéreo de las facultades psíquicas. ¡Los antiguos tuvieron razón cuando representaron el alma en
forma de mariposa!
Pensé agotar su analogía, y dije rápidamente:
—¡Oh! ¿Está usted buscando un alma ahora?
Su locura envolvió a la razón y una expresión de asombro se extendió sobre su rostro al tiempo
que, sacudiendo la cabeza con una energía que no le había visto nunca antes, dijo:
—¡Oh, no, no! No quiero almas. Todo lo que quiero es vida —su rostro se iluminó en ese
momento—. Siento una gran indiferencia sobre eso en la actualidad. La vida está muy bien: tengo toda la
que necesito. Tiene que buscarse usted otro paciente, doctor, si es que desea estudiar la zoofagia.
Esa salida me sorprendió un poco, por lo cual le dije:
—Entonces, usted dirige la vida; debe ser usted un dios, ¿no es así?
Sonrió con una especie de superioridad benigna e inefable.
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—¡Oh, no! No entra en mis cálculos, de ninguna manera, el arrogarme los atributos de la
divinidad. Ni siquiera me interesan sus actos especialmente espirituales. ¡Si me es posible establecer
cuál es mi posición intelectual, diría que estoy, en lo referente a las cosas puramente terrenales, en cierto
modo en la posición que ocupaba Enoch espiritualmente!
Eso representaba para mí un problema difícil, no lograba recordar en ese momento cuál había
sido la posición de Enoch. Por consiguiente, tuve que hacerle una pregunta simple, aunque comprendí
que, al hacerlo, me estaba rebajando ante los ojos del lunático...
—¿Y por qué se compara con Enoch?
—Porque andaba con Dios.
No comprendí la analogía, pero no me agradaba reconocerlo, de modo que volví al tema que ya
había negado:
—De modo que no le preocupa la vida y no quiere almas, ¿por qué?
Le hice la pregunta rápidamente y con bastante sequedad, con el fin de ver si me era posible
desconcertarlo.
El esfuerzo dio resultado y por espacio de un instante se tranquilizó y volvió a sus antiguos
modales serviles, se inclinó ante mí y me aduló servilmente, al tiempo que respondía:
—No quiero almas. ¡Es cierto! ¡Es cierto! No quiero. No me servirían de nada si las tuviera; no
tendría modo de usarlas. No podría comérmelas o...
Guardó silencio repentinamente y la antigua expresión de astucia volvió a extenderse sobre su
rostro, como cuando un viento fuerte riza la superficie de las aguas.
—Escuche, doctor, en cuanto a la vida, ¿qué es después de todo? Cuando ha obtenido todo lo
necesario y sabe que nunca deseará otra cosa, eso es todo. Tengo amigos, buenos amigos, como usted,
doctor Seward —esto lo dijo con una expresión de indecible astucia—. ¡Sé que nunca me faltarán los
medios de vida!
Creo que entre las brumas de su locura vio en mí cierto antagonismo, puesto que, finalmente,
retrocedió al abrigo de sus iguales..., al más profundo y obstinado silencio.
Al cabo de poco tiempo, comprendí que por el momento era inútil tratar de hablar con él. Estaba
enfurruñado. De modo que lo dejé solo y me fui.
Más tarde, en el curso del día, me mandó llamar. Ordinariamente no hubiera ido a visitarlo sin
razones especiales, pero en este momento estoy tan interesado en él que me veo contento de hacer ese
pequeño esfuerzo. Además, me alegró tener algo que me ayude a pasar el tiempo. Harker está fuera,
siguiendo pistas; y también Quincey y lord Godalming. Van Helsing está en mi estudio, examinando
cuidadosamente los registros preparados por los Harker; parece creer que por medio de un conocimiento
exacto de todos los detalles es posible que llegue a encontrar algún indicio importante. No desea que lo
molesten mientras trabaja, a no ser por algún motivo especial. Pude hacer que me acompañara a ver al
paciente, pero pensé que después de haber sido rechazado como lo había sido, no le agradaría ya ir a
verlo. Además, había otra razón: Renfield no hablaría con tanta libertad ante una tercera persona como lo
haría estando solos él y yo.
Lo encontré sentado en la silla, en el centro de su habitación, en una postura que indica
generalmente cierta energía mental de su parte. Cuando entré, dijo inmediatamente, como si la pregunta
le hubiera estado quemando los labios:
—¿Qué me dice de las almas?
Era evidente que mi aplazamiento había sido correcto. Los pensamientos inconscientes llevaban
a cabo su trabajo, incluso en el caso de los lunáticos. Decidí acabar con aquel asunto.
—¿Qué me dice de ellas usted mismo? —inquirí.
Renfield no respondió por el momento y miró en torno suyo, arriba y abajo, como si esperara
obtener alguna inspiración para responder.
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—¡No quiero almas! —dijo en tono débil y como de excusa.
El asunto parecía ocupar su mente y decidí aprovecharme de ello... a ser "cruel sólo para ser
bueno". De modo que le dije:
—A usted le gusta la vida, ¿quiere la vida?
—¡Oh, sí! Pero, eso ya está bien. ¡No necesita usted preocuparse por eso!
—Pero —inquirí—, ¿cómo vamos a obtener la vida sin obtener el alma al mismo tiempo?
Eso pareció sorprenderlo, de modo que desarrollé la idea:
—Pasará usted un tiempo muy divertido cuando salga de aquí, con las almas de todas las
moscas, arañas, pájaros y gatos, zumbando, retorciéndose y maullando en torno suyo. Les ha quitado
usted las vidas y debe saber qué hacer con sus almas.
Algo pareció afectar su imaginación, ya que se cubrió los oídos con los dedos y cerró los ojos,
apretándolos con fuerza, como lo hace un niño cuando le están lavando la cara con jabón. Había algo
patético en él que me emocionó; asimismo, recibí una lección, puesto que me parecía que había un niño
frente a mí..., solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban el cansancio y la barba que
aparecía sobre sus mejillas era blanca. Era evidente que estaba sufriendo algún proceso de desarreglo
mental y, sabiendo cómo sus estados anímicos anteriores parecían haber interpretado cosas que eran
aparentemente extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus pensamientos tanto como fuera
posible, para acompañarlo. El primer paso era el de volver a ganarme su confianza, de modo que le
pregunté, hablando con mucha fuerza, para que pudiera oírme, a pesar de que tenía los oídos cubiertos:
—¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a atraer a sus moscas?
Pareció despertarse de pronto y movió la cabeza. Con una carcajada, dijo:
—¡No! ¡las moscas son de poca importancia, después de todo! —hizo una ligera pausa, y añadió
—: Pero, de todos modos, no quiero que sus almas me anden zumbando en los oídos.
—¿O las arañas? —continué diciendo.
—¡No quiero arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada para comer o... —guardó
silencio repentinamente, como si se acordara de algún tópico prohibido.
"¡Vaya, vaya!", me dije para mis adentros. "Es la segunda vez que se detiene repentinamente
ante la palabra, ¿qué significa esto?"
Renfield se dio cuenta de que había cometido un error, ya que se apresuró a continuar, como
para distraer mi atención e impedir que me fijara en ello.
—No tengo ningún interés en absoluto en esos animales. "Ratas, ratones y otros animales
semejantes", como dice Shakespeare. Puede decirse que no tienen importancia. Ya he sobrepasado
todas esas tonterías. Sería lo mismo que le pidiera usted a un hombre que comiera moléculas con
palillos, que el tratar de interesarme en los carnívoros, cuando sé lo que me espera.
—Ya comprendo —le dije—. Desea usted animales grandes en los que poder clavar sus dientes,
¿no es así? ¿Qué le parecería un elefante para su desayuno?
—¡Está usted diciendo tonterías absolutamente ridículas!
Se estaba despertando mucho, de modo que me dispuse a ahondar un poco más el asunto.
—Me pregunto —le dije, pensativamente— a qué se parece el alma de un elefante.
Obtuve el efecto que deseaba, ya que volvió a bajar de las alturas y a convertirse en un niño.
—¡No quiero el alma de un elefante, ni ningún alma en absoluto! —dijo.
Durante unos momentos, permaneció sentado, como abatido. Repentinamente se puso en pie,
con los ojos brillantes y todos los signos de una gran excitación cerebral.
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—¡Váyase al infierno con sus almas! —gritó—. ¿Por qué me molesta con sus almas? ¿Cree que
no tengo ya bastante con qué preocuparme, sufrir y distraerme, sin pensar en las almas?
Tenía un aspecto tan hostil que pensé que se disponía a llevar a cabo otro ataque homicida, de
modo que hice sonar mi silbato. Sin embargo, en el momento en que lo hice se calmó y dijo, en tono de
excusa:
—Perdóneme, doctor; perdí el control. No necesita usted ayuda de ninguna especie. Estoy tan
preocupado que me irrito con facilidad. Si conociera usted el problema al que tengo que enfrentarme y al
que tengo que buscar una solución, me tendría lástima, me toleraría y me excusaría. Le ruego que no me
metan en una camisa de fuerza. Deseo reflexionar y no puedo hacerlo cuando tengo el cuerpo atado.
¡Estoy seguro de que usted lo comprenderá!
Era evidente que tenía autodominio, de modo que cuando llegaron los asistentes les dije que
podían retirarse. Renfield los observó, mientras se alejaban; cuando cerraron la puerta, dijo, con una
considerable dignidad y dulzura:
—Doctor Seward, ha sido usted muy considerado conmigo. ¡Créame que le estoy muy
agradecido!
Creí que sería conveniente dejarlo en ese momento y me fui. Hay desde luego algo en que
pensar respecto al estado de ese hombre. Varios puntos parecen formar lo que los periodistas
americanos llaman "una historia", tan sólo es preciso ponerlos en orden. Vamos a intentarlo.
No desea mencionar la palabra "beber".
Teme el sentirse cargado con el "alma" de algo.
No tiene miedo de pensar en la "vida" en el futuro.
Desprecia todas las formas inferiores de vida, aunque teme ser atormentado por sus almas.
¡Lógicamente, todos esos puntos indican algo! Tiene la seguridad, en cierto modo, de que llegará
a adquirir cierta forma de vida superior. Teme la consecuencia..., la carga de un alma. Por consiguiente,
¡es una vida humana la que está buscando! ¿En cuanto a la seguridad…? ¡Gran Dios! ¡El conde ha
estado con él y se prepara algún otro tremendo horror!
Más tarde. He ido a ver a van Helsing después de terminar mi ronda y le he comunicado mis
sospechas. Se puso muy serio y, después de reflexionar en ello por un momento, me pidió que lo llevara
a ver a Renfield. Así lo hice.
Cuando llegamos junto a la puerta de la habitación del alienado, oímos que estaba cantando al
interior con mucha alegría, como acostumbraba hacerlo en una época que parecía encontrarse ya muy
atrás. Al entrar vimos que había extendido el azúcar, como acostumbraba hacerlo antes, y que las
moscas, sumidas en el letargo del otoño, comenzaban ya a zumbar en la habitación. Tratamos de hacerlo
hablar sobre el sujeto de nuestra conversación anterior, pero se negó a prestarnos atención. Continuó
cantando, tal y como si no estuviéramos con él en absoluto. Había conseguido un pedazo de papel y lo
estaba doblando, al interior de una libreta de notas. Tuvimos que irnos, sin haber aprendido nada nuevo.
Es realmente un caso curioso. Tendremos que vigilarlo esta noche.
Carta de Mitchell, Sons & Candy a lord Godalming
1 de octubre
“Su señoría:
"Estamos siempre muy bien dispuestos a satisfacerlo en sus deseos. Estamos en condiciones,
con respecto a los deseos de Su Señoría, expresados por el señor Harker de parte de usted, de darle los
informes requeridos sobre el número trescientos cuarenta y siete de Piccadilly. Los vendedores originales
son los herederos del difunto señor Archibald Winter Suffield. El comprador es un noble extranjero, el
conde de Ville, que efectuó personalmente la compra, pagando al contado el precio estipulado, si Su
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Señoría nos excusa el empleo de una expresión tan sumamente vulgar. Aparte de esto, no conocemos
absolutamente nada más respecto al mencionado conde.
"Somos, señor, los más humildes servidores de Su Señoría,
"MITCHEL, SONS & CANDY "
Del diario del doctor Seward
2 de octubre. Coloqué a un hombre en el pasillo durante la última noche, para presentar un
informe exacto de todos los ruidos que pudiera oír en la habitación de Renfield y dándole instrucciones
para que en el caso de que se produjera algo insólito, me llamara inmediatamente. Después de la cena,
cuando estuvimos todos reunidos en torno al fuego del estudio, y después de que la señora Harker se
hubo retirado a sus habitaciones, discutimos de las tentativas y los descubrimientos que habíamos hecho
durante aquel día. Harker era el único de nosotros que había obtenido resultados y tenemos grandes
esperanzas de que los indicios que ha obtenido puedan ser de mucha importancia.
Antes de ir a acostarme, di una vuelta por las habitaciones de los pacientes y miré por el judas de
la puerta. Renfield estaba durmiendo profundamente y su pecho se elevaba y descendía con regularidad.
Esta mañana, el hombre que permaneció de servicio me comunicó que después de medianoche
estuvo inquieto y recitando sus oraciones con voz un poco fuerte. Le pregunté si eso era todo y me
respondió que eso era todo lo que había oído. Había algo en sus modales que se hacía tan sospechoso
que le pregunté francamente si se había dormido. Lo negó, pero admitió haberse quedado medio dormido
durante un rato. Es una desgracia que no se pueda confiar en los hombres, a menos que se les esté
vigilando.
Hoy, Harker ha salido a seguir su pista y Art y Quincey han ido a buscar caballos. Godalming
piensa que sería conveniente tener siempre preparados a los caballos, ya que cuando dispongamos de
los informes que buscamos, es posible que no haya tiempo que perder. Debemos esterilizar toda la tierra
importada entre el amanecer y la puesta del sol. Así podremos tomar al conde por su punto más débil, y
sin un lugar en el que pueda refugiarse. Van Helsing ha ido al Museo Británico buscando a ciertas
autoridades de medicina antigua. Los antiguos médicos tomaron en cuenta ciertas cosas que sus
seguidores no aceptaron y el profesor está buscando curas contra los demonios y los hechizos, que
pueden sernos útiles más adelante.
A veces pienso que debemos estar todos completamente locos y que vamos a recuperar la
razón, viéndonos encerrados en camisas de fuerza.
Más tarde. Nos hemos reunido nuevamente. Parece que al fin estamos sobre la pista y que el
trabajo de mañana puede muy bien ser el principio del fin. Me pregunto si la calma de Renfield tiene algo
que ver con eso. Sus saltos de humor se han ajustado tanto a los movimientos del conde, que la
destrucción inminente del monstruo puede haberle sido revelada de algún modo sutil. Si pudiéramos
tener alguna idea de lo que está ocurriendo en su mente, sobre todo entre el momento en que estuve
conversando con él y el instante en que volvió a dedicarse a la caza de moscas, podría considerarlo
como una pista valiosa. Aparentemente iba a estar tranquilo durante una temporada... ¿Será cierto…?
Ese grito horrible parece proceder de su habitación... El asistente entró precipitadamente en mi habitación
y me dijo que de alguna forma, Renfield había tenido un accidente. Había oído su grito y cuando acudió a
su habitación lo encontró desplomado en el suelo, boca abajo y todo cubierto de sangre.
Debo ir a verlo inmediatamente...
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XXI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de octubre. Déjenme expresar exactamente todo lo sucedido, tal y como lo recuerdo desde la
última vez en que escribí en el diario. Debo hacerlo con toda calma, ya que no debo pasar por alto ni uno
solo de los detalles que recuerdo.
Cuando llegué a la habitación de Renfield, lo encontré tendido en el suelo sobre su costado, en
medio de un charco de sangre. Cuando me dispuse a moverlo, comprendí que había recibido varias
heridas terribles; no parecía existir esa unidad de fines entre las partes del cuerpo, que parecen marcar
incluso la cordura letárgica. Al observar su rostro pude advertir que lo tenía horriblemente magullado,
como si se lo hubieran golpeado contra el suelo..., en realidad era de las heridas que tenía en el rostro
que había surgido el charco de sangre. El asistente que estaba arrodillado al lado del cuerpo me dijo,
mientras le dábamos la vuelta al cuerpo:
—Creo, señor, que tiene la espalda rota. Vea, tanto su brazo como su pierna derecha, así como
el lado derecho de su rostro, están paralizados.
El asistente estaba absolutamente estupefacto, debido a que no se explicaba cómo había podido
suceder algo semejante. Parecía absolutamente desconcertado y sus cejas estaban muy fruncidas
cuando dijo:
—No puedo comprender ninguna de las dos cosas. Puede marcarse el rostro así, golpeando su
cabeza contra el suelo. En cierta ocasión vi a una joven que lo hizo en el Asilo Eversfield, antes de que
nadie pudiera impedírselo. Y supongo que hubiera podido romperse la espalda al caer de la cama, si lo
hizo en una mala postura. Pero le aseguro que me es imposible imaginarme cómo pudieron suceder
ambas cosas al mismo tiempo. Si tenía la espalda rota no podía golpearse la cabeza, y si tenía el rostro
así ya antes de caerse de la cama, entonces habría rastro de sangre.
Entonces, le dije:
—Vaya a buscar al doctor van Helsing y ruéguele que tenga la bondad de venir aquí cuanto
antes. Quiero verlo inmediatamente.
El hombre se fue corriendo y a los pocos minutos apareció el profesor, en pijama y con sus
zapatillas. Cuando vio a Renfield en el suelo, lo miró agudamente y se volvió hacia mí. Creo que
reconoció lo que estaba pensando, como si estuviera reflejado claramente en mis ojos, ya que dijo
tranquilamente, manifiestamente para que lo oyera el asistente:
—¡Qué triste accidente! Necesitará una vigilancia muy atenta y muchos cuidados. Voy a
quedarme con usted; pero, ante todo, voy a vestirme. Si quiere usted quedarse aquí, me reuniré con
usted en unos momentos.
El paciente estaba respirando ahora de manera estentórea y era fácil comprender que había
sufrido alguna herida terrible. Van Helsing regresó con extraordinaria celeridad, trayendo consigo un
maletín con el instrumental de cirugía. Era evidente que había estado pensando y que se había decidido,
puesto que, incluso antes de echarle una ojeada al paciente, me susurró:
—Mande salir al asistente. Tenemos que estar solos con él para cuando se recupere de la
operación.
Por consiguiente, dije:
—Creo que eso es todo, Simmons. Hemos hecho ya todo lo que podíamos hacer. Será mejor que
vaya a ocuparse de su ronda; el doctor van Helsing va a operar al paciente. En caso de que haya algo
extraño en alguna parte, comuníquemelo inmediatamente.
El hombre se retiró y nosotros examinamos cuidadosamente al paciente. Las heridas de su rostro
eran superficiales; la verdadera herida era una fractura del cráneo, que se extendía sobre la región
motora. El profesor reflexionó durante un momento, y dijo:
—Debemos reducir la presión y volver a las condiciones normales, tanto como sea posible
hacerlo; la rapidez de la sufusión muestra la naturaleza terrible del daño. Toda la región motora parece
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estar afectada. La sufusión del cerebro aumentará rápidamente, debemos practicar la trepanación
inmediatamente, si no queremos que resulte demasiado tarde.
Mientras hablaba, se oyeron unos golpecitos suaves en la puerta; me dirigí a ella, la abrí y
encontré a Quincey y a Arthur que estaban en el pasillo, en pijama y zapatillas; este último habló:
—Oí a su asistente que llamaba al doctor van Helsing y le hablaba de un accidente. Por
consiguiente, desperté a Quincey o, más bien, lo llamé, ya que estaba despierto. Las cosas están
sucediendo con demasiada rapidez y de manera muy extraña como para que podamos dormir
profundamente en estos tiempos. He estado pensando en que mañana por la noche no veremos las
cosas tal como han sucedido. Tendremos que mirar hacia atrás y hacia adelante un poco más de lo que
lo hemos estado haciendo. ¿Podemos entrar?
Asentí, y mantuve la puerta abierta hasta que se encontraron en el interior; luego, volví a cerrarla.
Cuando Quincey vio la actitud y el estado del paciente y notó el horrible charco de sangre que había en el
suelo, dijo suavemente:
—¡Dios santo! ¿Qué le ha sucedido? ¡Pobre diablo!
Se lo expliqué brevemente y añadí que esperábamos que recuperaría el conocimiento después
de la operación..., al menos durante un corto tiempo. Fue inmediatamente a sentarse al borde de la
cama, con Godalming a su lado, y esperamos todos pacientemente.
—Debemos esperar —dijo van Helsing para determinar el mejor sitio posible en donde poder
practicar la trepanación, para poder retirar el coágulo de sangre con la mayor rapidez y eficiencia
posibles, ya que es evidente que la hemorragia va en aumento.
Los minutos durante los cuales estuvimos esperando pasaron con espantosa lentitud. Tenía un
pensamiento terrible, y por el semblante de van Helsing comprendí que sentía cierto temor o aprensión
de lo que iba a suceder. Temía las palabras que Renfield iba a pronunciar.
Temía verdaderamente pensar, pero estaba consciente de lo que estaba sucediendo, puesto que
he oído hablar de hombres que han oído el reloj de la muerte. La respiración del pobre hombre se hizo
jadeante e irregular. Parecía en todo momento que iba a abrir los ojos y a hablar, pero entonces, se
producía una respiración prolongada y estertórea y se calmaba, para adquirir una mayor insensibilidad.
Aunque estaba acostumbrado a los lechos de los enfermos y a los muertos, aquella expectación se fue
haciendo para mí cada vez más intolerable. Casi podía oír con claridad los latidos de mi propio corazón y
la sangre que fluía en mis sienes resonaba como si fueran martillazos.
Finalmente, el silencio se hizo insoportable. Miré a mis compañeros y vi en sus rostros
enrojecidos y en la forma en que tenían fruncido el ceño que estaban soportando la misma tortura que yo.
Un suspenso nervioso flotaba sobre todos nosotros, como si sobre nuestras cabezas fuera a sonar
alguna potente campana cuando menos lo esperábamos.
Finalmente, llegó un momento en que era evidente que el paciente se estaba debilitando
rápidamente; podía morir en cualquier momento. Miré al profesor y vi que sus ojos estaban fijos en mí. Su
rostro estaba firme cuando habló:
—No hay tiempo que perder. Sus palabras pueden contribuir a salvar muchas vidas; he estado
pensando en ello, mientras esperábamos. ¡Es posible que haya un alma que corra un peligro muy
grande! Debemos operar inmediatamente encima del oído.
Sin añadir una palabra más comenzó la operación. Durante unos minutos más la respiración
continuó siendo estertórea. Luego, aspiró el aire de manera tan prolongada que parecía que se le iba a
rasgar el pecho. Repentinamente, abrió los ojos y permanecieron fijos, con una mirada salvaje e
impotente. Permaneció así durante unos momentos y, luego, su mirada se suavizó, mostrando una alegre
sorpresa. De sus labios surgió un suspiro de alivio. Se movió convulsivamente, y al hacerlo, dijo:
—Estaré tranquilo, doctor. Dígales que me quiten la camisa de fuerza. He tenido un terrible sueño
y me he quedado tan débil que ni siquiera puedo moverme. ¿Qué me sucede en el rostro? Lo siento todo
inflamado y me duele horriblemente.
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Trató de volver la cabeza, pero, a causa del esfuerzo, sus ojos parecieron ponérsele otra vez
vidriosos y, suavemente, lo hice desistir de su empeño. Entonces, van Helsing dijo en tono grave y
tranquilo:
—Cuéntenos su sueño, señor Renfield.
Cuando oyó la voz del profesor, su rostro se iluminó, a pesar de sus magulladuras, y dijo:
—Usted es el doctor van Helsing. ¡Me alegro mucho de que esté usted aquí! Deme un trago de
agua; tengo los labios secos. Luego se lo contaré todo. He soñado.
Hizo una pausa, y pareció desvanecerse.
Llamé quedamente a Quincey.
—¡EI brandy! Está en mi estudio..., ¡dese prisa!
Se fue rápidamente y regresó con un vaso, una botella de brandy y una jarra de agua. Le
humedecimos al herido los labios magullados y recobró el sentido rápidamente. Sin embargo, parecía
que su pobre cerebro herido había estado trabajando mientras tanto, puesto que, cuando recuperó
completamente el conocimiento, me miró fijamente, con una terrible expresión de desconcierto que nunca
podré olvidar, y me dijo:
—No debo engañarme; no se trataba de un sueño, sino de una terrible realidad.
Sus ojos recorrieron la habitación, y cuando vio a las dos figuras que permanecían sentadas
pacientemente en el borde del lecho, continuó diciendo:
—Si no estuviera seguro de ello ya, lo sabría por ellos.
Cerró los ojos por un instante..., no a causa del dolor o del sueño, sino voluntariamente, como si
estuviera reuniendo todas sus fuerzas; cuando volvió a abrirlos, dijo apresuradamente y con mayor
energía de la que había mostrado hasta entonces:
—¡Rápido, doctor, rápido! ¡Me estoy muriendo! Siento que me quedan solamente unos minutos y
después caeré muerto o algo peor. Vuelva a humedecerme los labios con brandy. Tengo que decirle algo
antes de morir, o antes de que mi cerebro destrozado muera. ¡Gracias! Sucedió aquella noche, después
de que salió usted de aquí, cuando le imploré que me dejara salir del asilo. No podía hablar, ya que
sentía que mi lengua estaba atada; pero estaba tan cuerdo entonces, exceptuando el hecho de que no
podía hablar, como ahora. Estuve desesperado durante mucho tiempo después de que se fue usted de
mi habitación; debieron pasar varias horas. Luego, sentí una paz repentina. Mi cerebro pareció volver a
funcionar fríamente y comprendí dónde me encontraba. Oí que los perros ladraban detrás de la casa,
pero, ¡no donde estaba él!
Mientras el paciente hablaba, van Helsing lo miraba sin parpadear, pero alargó la mano, tomó la
mía y me la apretó con fuerza. Sin embargo, no se traicionó; asintió ligeramente y dijo en voz muy baja:
—Continúe.
Renfield continuó diciendo:
—Llegó hasta la ventana en medio de la niebla, como lo había visto antes, con frecuencia; pero
entonces era algo sólido, no un fantasma, y sus ojos eran feroces, como los de un hombre encolerizado.
Su boca roja estaba riendo y sus dientes blancos y agudos brillaban bajo el resplandor de la luna, al
tiempo que miraba hacia los árboles, hacia donde los perros estaban ladrando. No le pedí que entrara al
principio, aunque sabía que deseaba hacerlo... como había querido hacerlo siempre. Luego, comenzó a
prometerme cosas..., no con palabras sino haciéndolas verdaderamente.
Fue interrumpido por una palabra del profesor.
—¿Cómo?
—Haciendo que las cosas sucedieran; del mismo modo que acostumbraba mandarme las
moscas cuando brillaba el sol. Grandes moscas bien gordas, con acero y zafiros en sus alas; y enormes
palomillas, por las noches, con calaveras y tibias cruzadas.
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Van Helsing asintió en dirección al oído, al mismo tiempo que me susurraba a mí, de manera
inconsciente:
—La Acherontia Atropos de las Esfinges, lo que ustedes llaman la "polilla de la calavera", ¿no es
así?
El paciente continuó hablando, sin hacer ninguna pausa:
—Entonces comenzó a susurrar: "¡Ratas, ratas, ratas! Cientos, miles, millones de ellas y cada
una de ellas es una vida; y perros para comerlas y también gatos. ¡Todos son vida! Todos tienen sangre
roja con muchos años de vida en ellos; ¡no sólo moscas zumbadoras!" Yo me reí de él, debido a que
deseaba ver qué podía hacer. Entonces, los perros aullaron, a lo lejos, más allá de los árboles oscuros,
en su casa. Me hizo acercarme a la ventana. Me puse en pie, miré al exterior y él alzó los brazos y
pareció estar llamando a alguien, sin pronunciar una sola palabra. Una masa oscura se extendió sobre el
césped y avanzó como las llamas en un incendio. Apartó la niebla a derecha e izquierda y pude ver que
había miles y miles de ratas, con ojos rojos iguales a los de él, sólo que más pequeños. Mantuvo la mano
en alto, y todas las ratas se detuvieron; y pensé que parecía estar diciéndome: "¡Te daré todas esas
vidas y muchas más y más importantes, a través de los tiempos sin fin, si aceptas postrarte y adorarme!"
Y entonces, una nube rojiza, del color de la sangre, pareció colocarse ante mis ojos y, antes de saber qué
estaba haciendo, estaba abriendo el ventanillo de esa ventana y diciéndole: "¡Entre, Amo y Señor!" Todas
las ratas se habían ido, pero él se introdujo en la habitación por la ventana, a pesar de que solamente
estaba entreabierta unos centímetros..., como la luna ha aparecido muchas veces por un pequeño
resquicio y se ha presentado frente a mí en todo su tamaño y esplendor.
Su voz se hizo más débil, de modo que volví a humedecerle los labios con el brandy y continuó
hablando, pero parecía como si su memoria hubiera continuado funcionando en el intervalo, puesto que
su relato había avanzado bastante ya, cuando volvió a tomar la palabra. Estaba a punto de hacerlo volver
al punto en que se había quedado, cuando van Helsing me susurró:
—Déjelo seguir. No lo interrumpa; no puede volver atrás, y quizá no pueda continuar en absoluto,
una vez que pierda el hilo de sus pensamientos.
Renfield agregó:
—Esperé todo el día tener noticias suyas, pero no me envió nada; ni siquiera una mosca, y
cuando salió la luna, yo estaba muy enfadado con él. Cuando se introdujo por la ventana, a pesar de que
estaba cerrado, sin molestarse siquiera en llamar, me enfurecí mucho. Se burló de mí y su rostro blanco
surgió de entre la niebla, mientras sus ojos rojizos brillaban, y se paseó por la habitación como si toda ella
le perteneciera y como si yo no existiera. No tenía ni siquiera el mismo olor cuando pasó a mi lado. No
pude detenerlo. Creo que, de algún modo, la señora Harker había entrado en la habitación.
Los dos hombres que estaban sentados junto a la cama se pusieron en pie y se acercaron,
quedándose detrás del herido, de tal modo que él no pudiera verlos, pero en donde podían oír mejor lo
que estaba diciendo. Los dos estaban silenciosos, pero el profesor se sobresaltó y se estremeció; sin
embargo, su rostro adquirió una expresión más firme y grave. Renfield continuó adelante, sin darse
cuenta de nada:
—Cuando la señora Harker vino a verme aquella tarde, no era la misma; era como el té, después
de que se le ha echado agua a la tetera.
En ese momento, todos nosotros nos movimos, pero ninguno pronunció una palabra; Renfield
prosiguió:
—No supe que estaba aquí hasta que me habló, y no parecía la misma. No me intereso por las
personas pálidas; me agradan cuando tienen mucha sangre, y parecía que ella la había perdido toda. No
pensé en ello en ese momento, pero cuando salió de aquí, comencé a reflexionar en ello y me enfurecí
enormemente al comprender que él le estaba robando la vida.
Noté que todos los presentes se estremecieron, lo mismo que yo; pero, aparte de eso, todos
permanecimos inmóviles.
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—Así, cuando vino esta noche, lo estaba esperando. Vi la niebla que penetraba por la ventana y
lo así con fuerza. He oído decir que los locos tienen una fuerza sobrenatural, y como sabrá que yo estaba
loco, por lo menos a veces, resolví utilizar mi poder. Él también lo sintió, puesto que tuvo que salir de la
niebla para pelear conmigo.
Lo sujeté fuertemente y pensé que iba a vencerlo, porque no quería que continuara robándole la
vida a ella. Entonces vi sus ojos. Su mirada me traspasó, y mis fuerzas me abandonaron. Se soltó, y
cuando trataba otra vez de aferrarlo, me levantó en el aire y me dejó caer. Había una nube roja frente a
mí y oí un ruido como un trueno. La niebla pareció escaparse por debajo de la puerta.
Su voz se estaba haciendo más débil y su respiración más jadeante. Van Helsing se puso en pie
instintivamente.
—Ahora conocemos lo peor —dijo—. Está aquí, y conocemos sus fines. Puede que no sea
demasiado tarde. Tenemos que armarnos, lo mismo que la otra noche; pero no perdamos tiempo. No hay
un instante que perder.
No era necesario expresar con palabras nuestros temores ni nuestra convicción..., puesto que
eran comunes a todos nosotros. Nos apresuramos a tomar en nuestras habitaciones las mismas cosas
que teníamos cuando entramos en la casa del conde. El profesor tenía preparadas sus cosas, y cuando
nos reunimos en el pasillo, las señaló de manera significativa y dijo:
—Nunca las dejo, y no debo hacerlo, hasta que este desgraciado asunto concluya. Sean
prudentes también, amigos míos. No estamos enfrentándonos a un enemigo común. ¡Nuestra querida
señora Mina debe sufrir! ¡Ay! ¡Qué lástima!
Al exterior de la puerta de los Harker hicimos una pausa. Art y Quincey se mantuvieron atrás, y el
último preguntó:
—¿Debemos molestarla?
—Es preciso —dijo van Helsing tristemente—. Si la puerta está cerrada, la forzaremos para
entrar.
—¿No la asustaremos terriblemente? ¡No es natural entrar por efracción en la habitación de una
dama!
Van Helsing dijo solemnemente:
—Tiene usted toda la razón, pero se trata de una cuestión de vida o muerte. Todas las
habitaciones son iguales para un médico, e incluso si no lo fueran, esta noche son todas como una sola.
Amigo John, cuando haga girar la perilla, si la puerta no se abre, ¿quiere usted apoyar el hombro y abrirla
a la fuerza? ¿Y ustedes también, amigos míos? ¡Ahora!
Hizo girar la perilla de la puerta al tiempo que hablaba, pero la puerta no se abrió. Nos lanzamos
todos contra ella y, con un ruido seco, se abrió de par en par.
Caímos a la habitación y estuvimos a punto de perder todos el equilibrio. En efecto, el profesor
cayó de bruces, y pude ver por encima de él, mientras se levantaba sobre las manos y las rodillas. Lo que
vi me dejó estupefacto. Sentí que el cabello se me ponía rígido, como cerdas, en la parte posterior del
cuello; el corazón pareció detenérseme.
La luz de la luna era tan fuerte que, a través de los espesos visillos amarillentos, la habitación
podía verse con claridad. Sobre la cama, al lado de la ventana, estaba tendido Jonathan Harker, con el
rostro sonrojado y respirando pesadamente, como presa de estupor. Arrodillada sobre el borde más
cercano del lecho que daba al exterior, se distinguía la figura blanca de su esposa. A su lado estaba un
hombre alto y delgado, vestido de negro. Tenía el rostro vuelto hacia el otro lado, pero en cuanto lo
vimos, reconocimos todos al conde..., con todos los detalles, incluso con la cicatriz que tenía en la frente.
Con su mano izquierda tenía sujetas las dos manos de la señora Harker, apartándolas junto con sus
brazos; su mano derecha la aferraba por la parte posterior del cuello, obligándola a inclinar la cabeza
hacia su pecho. Su camisón blanco de dormir estaba manchado de sangre y un ligero reguero del mismo
precioso líquido corría por el pecho desnudo del hombre, que aparecía por una rasgadura de sus ropas,
La actitud de los dos tenía un terrible parecido con un niño que estuviera obligando a un gatito a meter el
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hocico en un platillo de leche, para que beba. Cuando entramos precipitadamente en la habitación, el
conde volvió la cabeza y en su rostro apareció la expresión infernal que tantas veces había oído describir.
Sus ojos brillaron, rojizos, con una pasión demoníaca; las grandes ventanas de su nariz blanca y aquilina
estaban distendidas y temblaban ligeramente; y sus dientes blancos y agudos, detrás de los labios
gruesos de la boca succionadora de sangre, estaban apretados, como los de un animal salvaje. Girando
bruscamente, de tal modo que su víctima cayó sobre la cama como si tuviera un lastre, se lanzó sobre
nosotros. Pero, para entonces, el profesor se había puesto ya en pie y tendía hacia él el sobre que
contenía la Sagrada Hostia. El conde se detuvo repentinamente, del mismo modo que la pobre Lucy lo
había hecho fuera de su tumba, y retrocedió. Retrocedió al tiempo que nosotros, con los crucifijos en alto,
avanzábamos hacia él. La luz de la luna desapareció de pronto, cuando una gran nube negra avanzó en
el cielo, y cuando Quincey encendió la lamparita de gas con un fósforo, no vimos más que un ligero vapor
que desaparecía bajo la puerta que, con el retroceso natural después de haber sido abierta bruscamente,
estaba en su antigua posición. Van Helsing, Art y yo, nos dirigimos apresuradamente hacia la señora
Harker, que para entonces había recuperado el aliento y había proferido un grito tan agudo, tan
penetrante y tan lleno de desesperación, que me pareció que iba a poder escucharlo hasta los últimos
instantes de mi propia vida. Durante unos segundos, permaneció en su postura llena de impotencia y de
desesperación. Su rostro estaba fantasmal, con una palidez que era acentuada por la sangre que
manchaba sus labios, sus mejillas y su barbilla; de su cuello surgía un delgado hilillo de sangre; sus ojos
estaban desorbitados de terror. Entonces, se cubrió el rostro con sus pobres manos lastimadas, que
llevaban en su blancura la marca roja de la terrible presión ejercida por el conde sobre ellas, y de detrás
de sus manos salió un gemido de desolación que hizo que el terrible grito de unos instantes antes
pareciera solamente la expresión de un dolor interminable. Van Helsing avanzó y cubrió el cuerpo de la
dama con las sábanas, con suavidad, mientras Art, mirando un instante su rostro pálido, con la
desesperación reflejada en el semblante, salió de la habitación.
Van Helsing me susurró:
—Jonathan es víctima de un estupor como sabemos que sólo el vampiro puede provocarlo. No
podemos hacer nada por la pobre señora Mina durante unos momentos, en tanto no se recupere. ¡Debo
despertar a su esposo!
Metió la esquina de una toalla en agua fría y comenzó a frotarle el rostro a Jonathan. Mientras
tanto, su esposa se cubría el pálido rostro con ambas manos y sollozaba de tal modo, que resultaba
desgarrador oírla. Levanté los visillos y miré por la ventana, hacia el exterior, y en ese momento vi a
Quincey Morris que corría sobre el césped y se escondía detrás de un tejo. No logré imaginarme qué
estaba haciendo allí; pero, en ese momento, oí la rápida exclamación de Harker, cuando recuperó en
parte el sentido y se volvió hacia la cama. En su rostro, como era muy natural, había una expresión de
total estupefacción. Pareció atontado unos instantes y, entonces, pareció que la conciencia volvía a él por
completo, y empezó a erguirse. Su esposa se incorporó a causa del rápido movimiento y se volvió hacia
él, con los brazos extendidos, como para abrazarlo; sin embargo, inmediatamente los echó hacia atrás,
juntó los codos y se cubrió de nuevo el rostro, estremeciéndose de tal modo, que el lecho temblaba
violentamente bajo su cuerpo.
—¡En nombre del cielo! ¿Qué significa esto? —exclamó Harker—. Doctor Seward, doctor van
Helsing, ¿qué significa esto? ¿Qué ha sucedido? Mina, querida, ¿qué ocurre? ¿Qué significa esa
sangre? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Ha estado aquí! —e incorporándose, hasta quedar de rodillas, juntó las
manos—. ¡Dios mío!, ¡ayúdanos! ¡Ayúdala! ¡Oh, Dios mío, ayúdala!
Con un movimiento rápido, saltó de la cama y comenzó a vestirse. Todo su temple de hombre
despertó de improviso, sintiendo la necesidad de entrar en acción inmediatamente.
—¿Qué ha sucedido? ¡Explíquenmelo todo! —dijo, sin hacer ninguna pausa—. Doctor van
Helsing, sé que usted ama a Mina. ¡Haga algo por salvarla! No es posible que sea demasiado tarde.
¡Cuídela, mientras yo voy a buscarlo a él! —su esposa, en medio de su terror, de su horror y de su
desesperación, vio algún peligro seguro para él, puesto que, inmediatamente, olvidando su propio dolor,
se aferró a él y gritó:
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—¡No, no! ¡Jonathan! ¡No debes dejarme sola! Ya he sufrido bastante esta noche, Dios lo sabe
bien, sin temer que él te haga daño a ti. ¡Tienes que quedarte conmigo! ¡Quédate con nuestros amigos,
que cuidarán de ti!
Su expresión se hizo frenética, al tiempo que hablaba; y, mientras él cedía hacia ella, Mina lo hizo
inclinarse, sentándolo en el borde de la cama y aferrándose a él con todas sus fuerzas.
Van Helsing y yo tratamos de calmarlos a ambos. El profesor conservaba en la mano su crucifijo
de oro y dijo con una calma maravillosa:
—No tema usted, querida señora. Estamos nosotros aquí con ustedes, y mientras este crucifijo
esté a su lado, no habrá ningún monstruo de esos que pueda acercársele. Está usted a salvo esta noche,
y nosotros debemos tranquilizarnos y consolarnos juntos.
La señora Harker se estremeció y guardó silencio, manteniendo la cabeza apoyada en el pecho
de su esposo. Cuando alzó ella el rostro, la camisa blanca de su esposo estaba manchada de sangre en
el lugar en que sus labios se habían posado y donde la pequeña herida abierta que tenía en el cuello
había dejado escapar unas gotitas.
En cuanto la señora Harker lo vio, se echó hacia atrás, con un gemido bajo y un susurro, en
medio de tremendos sollozos:
—¡Sucio, sucio! No debo volver a tocarlo ni a besarlo. ¡Oh! Es posible que sea yo ahora su peor
enemigo y que sea de mí de quien mayor temor deba él sentir.
Al oír eso, Jonathan habló con resolución.
—¡Nada de eso, Mina! Me avergüenzo de oír esas palabras; no quiero que digas nada semejante
de ti misma, ni quiero que pienses siquiera una cosa semejante. ¡Que Dios me juzgue con dureza y me
castigue con un sufrimiento todavía mayor que el de estos momentos, si por cualquier acto o palabra mía
hay un alejamiento entre nosotros!
Extendió los brazos y la atrajo hacia su pecho. Durante unos instantes, su esposa permaneció
abrazada a él, sollozando. Jonathan nos miró por encima de la cabeza inclinada de su esposa, con ojos
brillantes, que parpadeaban sin descanso, al tiempo que las ventanas de su nariz temblaban
convulsivamente y su boca adoptaba la dureza del acero. Al cabo de unos momentos, los sollozos de la
señora Harker se hicieron menos frecuentes y más suaves y, entonces, Jonathan me dijo, hablando con
una calma estudiada que debía estar poniendo a ruda prueba sus nervios:
—Y ahora, doctor Seward, cuénteme todo lo ocurrido. Ya conozco demasiado bien lo que
sucedió, pero reláteme todos los detalles, por favor.
Le expliqué exactamente qué había sucedido y me escuchó con impasibilidad forzada, pero las
ventanas de la nariz le temblaban y sus ojos brillaban cuando le expliqué cómo las manos del conde
sujetaban a su esposa en aquella terrible y horrenda posición, con su boca apoyada en la herida abierta
de su garganta. Me interesó, incluso en ese momento, el ver que, aunque el rostro blanco por la pasión
se contorsionaba convulsivamente sobre la cabeza inclinada de la señora Harker, las manos acariciaban
suave y cariñosamente el cabello ensortijado de su esposa.
Cuando terminé de hablar, Quincey y Godalming llamaron a la puerta. Entraron, después de que
les dimos permiso para hacerlo. Van Helsing me miró interrogadoramente. Comprendí que quería
indicarme que quizá sería conveniente aprovecharnos de la llegada de nuestros dos amigos para distraer
la atención de los esposos atribulados, con el fin de que no se fijaran por el momento uno en el otro; así
pues, cuando le hice un signo de asentimiento, el profesor les preguntó a los recién llegados qué habían
visto o hecho. Lord Godalming respondió:
—No lo encontré en el pasillo ni en ninguna de nuestras habitaciones. Miré en el estudio; pero,
aun cuando había estado allí, ya se había ido. Sin embargo...
Guardó silencio un instante, mirando a la pobre figura tendida en el lecho. Van Helsing le dijo
gravemente:
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—Continúe, amigo Arthur. No debemos ocultar nada más. Nuestra esperanza reposa ahora en
saberlo todo. ¡Hable libremente!
Por consiguiente, Art continuó:
—Había estado allí y, aunque solamente pudo estar unos segundos, puso todo el estudio en
desorden. Todos los manuscritos han sido quemados y las llamas azules estaban lamiendo todavía las
cenizas blancas —hizo una pausa—. ¡Gracias a Dios que está la otra copia en la caja fuerte!
Su rostro se iluminó un instante, pero volvió a entristecerse al agregar:
—Corrí entonces escaleras abajo, pero no encontré ningún signo de él. Miré en la habitación de
Renfield, pero... no había rastro de él, excepto... —volvió a guardar silencio.
—Continúe —le dijo Harker, con voz ronca.
Lord Godalming inclinó la cabeza, se humedeció los labios y continuó:
—Excepto que el pobre tipo está muerto.
La señora Harker levantó la cabeza, nos miró uno por uno a todos, y dijo solemnemente:
—¡Que se haga la voluntad de Dios!
No pude dejar de pensar que Art estaba ocultándonos algo, pero como supuse que lo haría con
un fin determinado, no dije nada. Van Helsing se volvió a Morris y le preguntó:
—Y usted, amigo Quincey, ¿no tiene nada que contarnos?
—Un poco —dijo Morris—. Es posible que sea algo importante, pero, por el momento, no puedo
asegurarlo. Creía que sería conveniente saber adónde iba el conde al salir de la casa. No lo vi, pero
advertí un murciélago que remontaba el vuelo desde la ventana de Renfield y volaba hacia el oeste.
Esperaba verlo regresar a Carfax en alguna de sus formas, pero, evidentemente, se dirigió hacia algún
otro refugio. Ya no volverá esta noche, debido a que el cielo comienza a enrojecer por el este y se acerca
el amanecer. ¡Debemos trabajar mañana!
Pronunció las últimas palabras con los dientes apretados. Durante unos dos minutos, reinó el
silencio y me imaginé que podíamos oír el ruido producido por los latidos de nuestros corazones.
Entonces, van Helsing, colocando cariñosamente su mano sobre la cabeza de la señora Harker, dijo:
—Ahora, querida señora Harker, díganos qué ha sucedido, con exactitud. Dios sabe que no
quiero causarle ninguna pena, pero es preciso que lo sepamos todo, ya que ahora, más que nunca,
tenemos que llevar a cabo todo el trabajo con rapidez y eficacia y con una urgencia mortal. Se acerca el
día en que debe terminarse todo, si es posible, y si tenemos la oportunidad de poder vivir y aprender.
La pobre señora se estremeció violentamente y pude advertir la tensión de sus nervios,
abrazándose a su esposo con mayor fuerza y haciendo que su cabeza descendiera todavía más sobre su
pecho. Luego, levantó la cabeza orgullosamente y tendió una mano que van Helsing tomó y, haciendo
una reverencia, la besó respetuosamente y la conservó entre sus propias manos. La otra mano de la
señora Harker estaba sujeta en una de las de su esposo, que, con el otro brazo, rodeaba su talle
protectoramente. Al cabo de una pausa en la que estuvo obviamente ordenando sus pensamientos,
comenzó:
—Tomé la droga que usted, con tanta amabilidad, me entregó, pero durante bastante tiempo no
me hizo ningún efecto. Me pareció estar cada vez más despierta, e infinidad de fantasmas comenzaron a
poblar mi imaginación... Todas ellas relativas a la muerte y a los vampiros, a la sangre, al dolor y a la
desesperación —su esposo gruñó involuntariamente, al tiempo que ella se volvía hacia Jonathan y le
decía amorosamente—: No te irrites, cariño. De es ser valeroso y fuerte, para ayudarme en esta terrible
prueba. Si supieras qué esfuerzo tan grande me cuesta simplemente hablar de este asunto tan horrible,
comprenderías lo mucho que necesito tu ayuda. Bueno, comprendí que debía tratar de ayudar a la
medicina para que hiciera efecto, por medio de mi propia voluntad, si es que quería que me sirviera de
algo. Por consiguiente, resueltamente, me esforcé en dormir. Estoy segura de que debí dormirme
inmediatamente, puesto que no recuerdo nada más. Jonathan, al entrar, no me despertó, puesto que mi
recuerdo siguiente es que estaba a mi lado. Había en la habitación la misma niebla ligera que había visto
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antes. Pero no recuerdo si tienen ustedes conocimiento de ello; encontrarán todo al respecto en mi diario,
que les mostraré más tarde. El mismo terror vago de la otra vez se apoderó de mí y tuve el mismo
sentimiento de que había alguien en la habitación. Me volví para despertar a Jonathan, pero descubrí que
dormía tan profundamente, que más bien parecía que era él y no yo quien había tomado la droga.
Me esforcé todo lo que pude, pero no logré que despertara. Eso hizo que me asustara mucho y
miré en torno mío, aterrorizada. Entonces, el corazón me dio un vuelco: al lado de la cama, como si
hubiera surgido de la niebla o mejor dicho, como si la niebla se hubiera transformado en él, puesto que
había desaparecido por completo, había un hombre alto y delgado, vestido de negro. Lo reconocí
inmediatamente por la descripción que me hicieron los otros. Por su rostro blanco como la cera; la nariz
larga y aquilina, sobre la que la luz formaba una delgada línea blanca; los labios entreabiertos, entre los
que aparecían los dientes blancos y agudos y los ojos rojos que me parecía haber visto a la puesta del
sol en la Iglesia de Santa María, en Whitby. Conocía también la cicatriz roja que tenía en la frente, donde
Jonathan lo golpeó. Durante un momento, mi corazón se detuvo y quise gritar, pero estaba paralizada.
Mientras tanto, el monstruo habló, con un susurro seco y cortante, mostrando con el dedo a Jonathan:
"—¡Silencio! Si profiere usted un solo sonido, lo cogeré a él y le aplastaré la cabeza.
"Yo estaba aterrorizada y demasiado estupefacta como para poder hacer o decir algo. Con una
sonrisa burlona, me puso una mano en el hombro y, manteniéndome bien sujeta me desnudó la garganta
con la otra, diciendo al mismo tiempo:
"—Primeramente, un pequeño refresco, como pago por mis esfuerzos. Será mejor que esté
inmóvil; no es la primera vez ni la segunda que sus venas me han calmado la sed.
"Yo estaba atolondrada y, por extraño que pueda parecer, no deseaba estorbarle. Supongo que
es parte de su terrible poder, cuando está tocando a una de sus víctimas. Y, ¡oh, Dios mío, oh, Dios mío,
ten piedad de mí! ¡Apoyó sus labios asquerosos en mi garganta!
"Sentí que mis fuerzas me estaban abandonando y estaba medio desmayada. No sé cuanto
tiempo duró esa terrible escena, pero me pareció que pasaba un buen rato antes de que retirara su boca
asquerosa, maloliente y sucia. ¡Vi que estaba llena de sangre fresca!"
El recuerdo pareció ser superior a sus fuerzas y se hubiera desplomado a no ser por el brazo de
su esposo que la sostenía. Con un enorme esfuerzo, se controló, y siguió diciendo:
—Luego, me habló burlonamente: "¡De modo que usted, como los demás, quería enfrentar su
inteligencia a la mía! ¡Quería ayudar a esos hombres a aniquilarme y a frustrar mis planes! Ahora ya sabe
usted y todos ellos saben en parte y sabrán plenamente antes de que pase mucho tiempo, qué significa
cruzarse en mi camino. Debieron guardar sus energías para usarlas más cerca de sus hogares. Mientras
hacían planes para enfrentarse a mí... A mí que he dirigido naciones, que he intrigado por ellas y he
luchado por ellas, cientos de años antes de que ellos nacieran, yo los estaba saboteando. Y usted, la
bienamada de todos ellos, es ahora mía; es carne de mi carne, sangre de mi sangre, familiar de mi
familia; mi prensa de vino durante cierto tiempo; y, más adelante, será mi compañera y ayudante. Será
usted vengada a su vez, puesto que ninguno de ellos podrá suplir sus necesidades. Pero ahora debo
castigarla por lo que ha hecho aliándose a los demás para combatirme. De ahora en adelante acudirá a
mi llamado. Cuando mi mente ordene, pensando en usted, cruzará tierras y mares si es preciso para
acudir a mi lado y hacer mi voluntad, y para asegurarme de ello, ¡mire lo que hago!" Entonces, se abrió la
camisa, y con sus largas y agudas uñas, se abrió una vena en el pecho. Cuando la sangre comenzó a
brotar, tomó mis manos en una de las suyas, me las apretó con firmeza y, con su mano libre, me agarró
por el cuello y me obligó a apoyar mi boca contra su herida, de tal modo que o bien me ahogaba o estaba
obligada a tragar... ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho para merecer un destino
semejante, yo, que he intentado permanecer en el camino recto durante todos los días de mi vida? ¡Ten
piedad de mí, Dios mío! ¡Baja tu mirada sobre mi pobre alma que está sujeta a un peligro más que mortal!
¡Compadécete de mí!
Entonces, comenzó a frotarse los labios, como para evitar la contaminación.
Mientras narraba su terrible historia, el cielo, al oriente, comenzó a iluminarse, y todos los detalles
de la habitación fueron apareciendo con mayor claridad. Harker permanecía inmóvil y en silencio, pero en
su rostro, conforme el terrible relato avanzaba, apareció una expresión grisácea que fue profundizándose
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a medida que se hacía más clara la luz del día; cuando el resplandor rojizo del amanecer se intensificó,
su piel resaltaba, muy oscura, contra sus cabellos, que se le iban poniendo blancos.
Hemos tomado disposiciones para permanecer siempre uno de nosotros atento al llamado de la
infeliz pareja, hasta que podamos reunirnos todos y dispongamos todo lo necesario para entrar en acción.
Estoy seguro de que el sol no se elevará hoy sobre ninguna casa que esté más sumida en la tristeza que
ésta.
XXII.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
3 de octubre. Tengo que hacer algo, si no quiero volverme loco; por eso estoy escribiendo en
este diario. Son ahora las seis de la mañana, y tenemos que reunirnos en el estudio dentro de media
hora, para comer algo, puesto que el doctor Seward y el profesor van Helsing están de acuerdo en que si
no comemos nada no estaremos en condiciones de hacer nuestro mejor trabajo. Dios sabe que hoy
necesitaremos dar lo mejor de cada uno de nosotros. Tengo que continuar escribiendo, cueste lo que
cueste, ya que no puedo detenerme a pensar. Todo, los pequeños detalles tanto como los grandes, debe
quedar asentado; quizá los detalles insignificantes serán los que nos sirvan más, después. Las
enseñanzas, buenas o malas, no podrán habernos hecho mayor daño a Mina y a mí que el que estamos
sufriendo hoy. Sin embargo, debemos tener esperanza y confianza. La pobre Mina me acaba de decir
hace un momento, con las lágrimas corriéndole por sus adoradas mejillas, que es en la adversidad y la
desgracia cuando debemos demostrar nuestra fe... Que debemos seguir teniendo confianza, y que Dios
nos ayudará hasta el fin. ¡El fin! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué fin…? ¡A trabajar! ¡A trabajar!
Cuando el doctor van Helsing y el doctor Seward regresaron de su visita al pobre Renfield,
discutimos gravemente lo que era preciso hacer. Primeramente, el doctor Seward nos dijo que cuando él
y el doctor van Helsing habían descendido a la habitación del piso inferior, habían encontrado a Renfield
tendido en el suelo. Tenía el rostro todo magullado y aplastado y los huesos de la nariz rotos.
El doctor Seward le preguntó al asistente que se encontraba de servicio en el pasillo si había oído
algo. El asistente le dijo que se había sentado y estaba semidormido, cuando oyó fuertes voces en la
habitación del paciente y a Renfield que gritaba con fuerza varias veces: "¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!" Después
de eso, oyó el ruido de una caída y, cuando entró en la habitación, lo encontró tendido en el suelo, con el
rostro contra el suelo, tal y como el doctor lo había visto. Van Helsing le preguntó si había oído "voces" o
"una sola voz" y el asistente dijo que no estaba seguro de ello; que al principio le había parecido que eran
dos, pero que, puesto que solamente había una persona en la habitación, tuvo que ser una sola. Podía
jurarlo, si fuera necesario, que la palabra pronunciada por el paciente había sido "¡Dios!". El doctor
Seward nos dijo, cuando estuvimos solos, que no deseaba entrar en detalles sobre ese asunto; era
preciso tener en cuenta la posibilidad de una encuesta, y no contribuiría en nada a demostrar la verdad,
puesto que nadie sería capaz de creerla. En tales circunstancias, pensaba que, de acuerdo con las
declaraciones del asistente, podría extender un certificado de defunción por accidente, debido a una
caída de su cama. En caso de que el forense lo exigiera, habría una encuesta que conduciría
exactamente al mismo resultado.
Cuando comenzamos a discutir lo relativo a cuál debería ser nuestro siguiente paso, lo primero
de todo que decidimos era que Mina debía gozar de entera confianza y estar al corriente de todo; que
nada, absolutamente nada, por horrible o doloroso que fuera, debería ocultársele. Ella misma estuvo de
acuerdo en cuanto a la conveniencia de tal medida, y era una verdadera lástima verla tan valerosa y, al
mismo tiempo, tan llena de dolor y de desesperación.
—No deben ocultarme nada —dijo—. Desafortunadamente ya me han ocultado demasiadas
cosas. Además, no hay nada en el mundo que pueda causarme ya un dolor mayor que el que he tenido
que soportar..., ¡que todavía estoy sufriendo! ¡Sea lo que sea lo que suceda, significará para mí un
consuelo y una renovación de mis esperanzas!
Van Helsing la estaba mirando fijamente, mientras hablaba, y dijo, repentinamente, aunque con
suavidad:
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—Pero, querida señora Mina, ¿no tiene usted miedo, si no por usted, al menos por los demás,
después de lo que ha pasado?
El rostro de Mina se endureció, pero sus ojos brillaron con la misma devoción de una mártir,
cuando respondió:
—¡No! ¡Mi mente se ha acostumbrado ya a la idea!
—¿A qué idea? —preguntó el profesor suavemente, mientras permanecíamos todos inmóviles,
ya que todos nosotros, cada uno a su manera, teníamos una ligera idea de lo que deseaba decir.
Su respuesta fue dada con toda sencillez, como si estuviera simplemente constatando un hecho
seguro:
—Porque si encuentro en mí (y voy a vigilarme con todo cuidado) algún signo de que pueda ser
causa de daños para alguien a quien amo, ¡debo morir!
—¿Se matará usted misma? —preguntó van Helsing, con voz ronca.
—Lo haré, si no hay ningún amigo que desee salvarme, evitándome ese dolor y ese esfuerzo
desesperado.
Mina miró al profesor gravemente, al tiempo que hablaba. Van Helsing estaba sentado, pero de
pronto se puso en pie, se acercó a ella y, poniéndole suavemente la mano sobre la cabeza, declaró
solemnemente:
—Amiga mía, hay alguien que estaría dispuesto a hacerlo si fuera por su bien. Puesto que yo
mismo estaría dispuesto a responder de un acto semejante ante Dios, si la eutanasia para usted, incluso
en este mismo momento, fuera lo mejor, resultara necesaria. Pero, querida señora...
Durante un momento pareció ser víctima de un choque emocional y un enorme sollozo fue
ahogado en su garganta; tragó saliva y continuó:
—Hay aquí varias personas que se levantarían entre usted y la muerte. No debe usted morir de
ninguna manera, y menos todavía por su propia mano. En tanto el otro, que ha intoxicado la dulzura de
su vida, no haya muerto, no debe usted tampoco morir; porque si existe él todavía entre los muertos
vivos, la muerte de usted la convertiría exactamente en lo mismo que es él. ¡No! ¡Debe usted vivir! Debe
luchar y esforzarse por vivir, ya que la muerte sería un horror indecible. Debe usted luchar contra la
muerte, tanto si le llega a usted en medio de la tristeza o de la alegría; de día o de noche; a salvo o en
peligro. ¡Por la salvación de su alma le ruego que no muera y que ni siquiera piense en la muerte, en
tanto ese monstruo no haya dejado de existir!
Mi pobre y adorada esposa se puso pálida como un cadáver y se estremeció violentamente,
como había visto que se estremecían las arenas movedizas cuando alguien caía entre ellas. Todos
guardábamos silencio; nada podíamos hacer. Finalmente, Mina se calmó un poco, se volvió hacia el
profesor y dijo con dulzura, aunque con una infinita tristeza, mientras el doctor van Helsing le tomaba la
mano:
—Le prometo, amigo mío, que si Dios permite que siga viviendo, yo me esforzaré en hacerlo,
hasta que, si es su voluntad, este horror haya concluido para mí.
Ante tan buena y valerosa actitud, todos sentimos que nuestros corazones se fortalecían,
disponiéndonos a trabajar y a soportarlo todo por ella. Y comenzamos a deliberar sobre qué era lo que
debíamos hacer. Le dije a Mina que tenía que guardar todos los documentos en la caja fuerte y todos los
papeles, diarios o cilindros de fonógrafo que pudiéramos utilizar más adelante, y que debería encargarse
de tenerlo todo en orden, como lo había hecho antes, Vi que le agradaba la perspectiva de tener algo que
hacer... si el verbo "agradar" puede emplearse, con relación a un asunto tan horrendo.
Como de costumbre, van Helsing nos había tomado la delantera a todos, y estaba preparado con
un plan exacto para nuestro trabajo.
—Es quizá muy conveniente el hecho de que cuando visitamos Carfax decidiéramos no tocar las
cajas de tierra que allí había —dijo—. Si lo hubiéramos hecho, el conde podría adivinar cuáles eran
nuestras intenciones y, sin duda alguna, hubiera tomado las disposiciones pertinentes, de antemano,
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para frustrar un esfuerzo semejante en lo que respecta a las otras cajas, pero, ahora, no conoce nuestras
intenciones.
Además, con toda probabilidad no sabe que tenemos el poder de esterilizar sus refugios, de tal
modo que no pueda volver a utilizarlos. Hemos avanzado tanto en nuestros conocimientos sobre la
disposición de esas cajas, que cuando hayamos visitado la casa de Piccadilly, podremos seguir el rastro
a las últimas de las cajas. Por consiguiente, el día de hoy es nuestro, y en él reposan nuestras
esperanzas. El sol que se eleva sobre nosotros, en medio de nuestra tristeza, nos guía en su curso.
Hasta que se ponga el astro rey, esta noche, el monstruo deberá conservar la forma que ahora tiene.
Está confinado en las limitaciones de su envoltura terrestre. No puede convertirse en aire, ni desaparecer,
pasando por agujeros, orificios, rendijas ni grietas. Para pasar por una puerta, tiene que abrirla, como
todos los mortales. Por consiguiente, tenemos que encontrar en este día todos sus refugios, para
esterilizarlos. Entonces, si todavía no lo hemos atrapado y destruido, tendremos que hacerlo caer en
alguna trampa, en algún lugar en el que su captura y aniquilación resulten seguras, en tiempo apropiado.
En ese momento me puse en pie, debido a que no me era posible contenerme al pensar que los
segundos y los minutos que estaban cargados con la vida preciosa de mi adorada Mina y con su
felicidad, estaban pasando, puesto que mientras hablábamos, era imposible que emprendiéramos
ninguna acción. Pero van Helsing levantó una mano, conteniéndome.
—No, amigo Jonathan —me dijo—. En este caso, el camino más rápido para llegar a casa es el
más largo, como dicen ustedes. Tendremos que actuar todos, con una rapidez desesperada, cuando
llegue el momento de hacerlo. Pero creo que la clave de todo este asunto se encuentra, con toda
probabilidad, en su casa de Piccadilly. El conde debe haber adquirido varias casas, y debemos tener de
todas ellas las facturas de compra, las llaves y diversas otras cosas. Tendrá papel en que escribir y su
libreta de cheques. Hay muchas cosas que debe tener en alguna parte y, ¿por qué no en ese lugar
central, tan tranquilo, al que puede entrar o del que puede salir, por delante o por detrás, en todo
momento, de tal modo que en medio del intenso tráfico, no haya nadie que se fije siquiera en él?
Debemos ir allá y registrar esa casa y, cuando sepamos lo que contiene, haremos lo que nuestro amigo
Arthur diría, refiriéndose a la caza: "detendremos las tierras", para perseguir a nuestro viejo zorro. ¿Les
parece bien?
—¡Entonces, vamos inmediatamente! —grité—. ¡Estamos perdiendo un tiempo que nos es
precioso!
El profesor no se movió, sino que se limitó a decir:
—¿Y cómo vamos a poder entrar a esa casa de Piccadilly?
—¡De cualquier modo! —exclamé—. Por efracción, si es necesario.
—Y la policía de ustedes, ¿dónde estará y qué dirá?
Estaba desesperado, pero sabía que, si esperaba, tenía una buena razón para hacerlo. Por
consiguiente, dije, con toda la calma de que fui capaz:
—No espere más de lo que sea estrictamente necesario. Estoy seguro de que se da
perfectamente cuenta de la tortura a que estoy siendo sometido.
—¡Puede estar seguro de ello, amigo mío! Y créame que no tengo ningún deseo de añadir
todavía mas sufrimiento al que ya está soportando. Pero tenemos que pensar antes de actuar, hasta el
momento en que todo el mundo esté en movimiento. Entonces llegará el momento oportuno para entrar
en acción. He reflexionado mucho, y me parece que el modo más simple es el mejor de todos. Deseamos
entrar a la casa, pero no tenemos llave. ¿No es así?
Asentí.
—Supongamos ahora que usted fuera realmente el dueño de la casa, que hubiera perdido la llave
y que no tuviera conciencia de delincuente, puesto que estaría en su derecho... ¿Qué haría?
—Buscaría a un respetable cerrajero, y lo pondría a trabajar, para que me franqueara la entrada.
—Pero, la policía intervendría, ¿no es así?
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—¡No! No intervendría, sabiendo que el cerrajero estaba trabajando para el dueño de la casa.
—Entonces —me miró fijamente, al tiempo que continuaba —, todo lo que estará en duda es la
conciencia y la opinión de la policía en cuanto a si es el propietario quien recurrió al cerrajero y la opinión
de la policía en cuanto a si el artesano está trabajando o no de acuerdo con las leyes. Su policía debe
estar compuesta de hombres cuidadosos e inteligentes, extraordinariamente inteligentes para leer el
corazón humano, si es que han de estar seguros de lo que deben hacer. No, no, amigo Jonathan, puede
usted ir a abrir las cerraduras de un centenar de casas vacías en su Londres o en cualquier ciudad del
mundo, y si lo hace de tal modo que parezca correcto, nadie intervendrá en absoluto. He leído algo sobre
un caballero que tenía una hermosa casa en Londres y cuando fue a pasar los meses del verano en
Suiza, dejando su casa cerrada, un delincuente rompió una de las ventanas de la parte posterior y entró.
Luego se dirigió al frente, abrió las ventanas, levantó las persianas y salió por la puerta principal, ante los
mismos ojos de la policía. A continuación, hizo una pública subasta en la casa, la anunció en todos los
periódicos y, cuando llegó el día establecido, vendió todas las posesiones del caballero que se
encontraba fuera. Luego, fue a ver a un constructor y le vendió la casa, estableciendo el acuerdo de que
debería derribarla y retirar todos los escombros antes de una fecha determinada. Tanto la policía como el
resto de las autoridades inglesas lo ayudaron todo lo que pudieron. Cuando el verdadero propietario
regresó de Suiza encontró solamente un solar vacío en el lugar en que había estado su casa. Ese delito
fue llevado a cabo en régle, y nuestro trabajo debe llevarse a cabo también en régle. No debemos ir tan
temprano que los policías sospechen de nuestros actos; por el contrario, debemos ir después de las diez
de la mañana, cuando haya muchos agentes en torno nuestro, y nos comportaremos como si fuéramos
realmente los propietarios de la casa.
No pude dejar de comprender que tenía toda la razón y hasta la terrible desesperación reflejada
en el rostro de Mina se suavizó un poco, debido a las esperanzas que cabía abrigar en un consejero tan
bueno. Van Helsing continuó:
—Una vez dentro de la casa, podemos encontrar más indicios y, de todos modos, alguno de
nosotros podrá quedarse allá, mientras los demás van a visitar los otros lugares en los que se encuentran
otras cajas de tierra... en Bermondsey y en Mile End.
Lord Godalming se puso en pie.
—Puedo serles de cierta utilidad en este caso —dijo—. Puedo ponerme en comunicación con los
míos para conseguir caballos y carretas en cuanto sea necesario.
—Escuche, amigo mío —intervino Morris—, es una buena idea el tenerlo todo dispuesto para el
caso de que tengamos que retroceder apresuradamente a caballo, pero, ¿no cree usted que cualquiera
de sus vehículos, con sus adornos heráldicos, atraería demasiado la atención para nuestros fines, en
cualquier camino lateral de Walworth o de Mile End? Me parece que será mejor que tomemos coches de
alquiler cuando vayamos al sur o al oeste; e incluso dejarlos en algún lugar cerca del punto a que nos
dirigimos.
—¡El amigo Quincey tiene razón! —dijo el profesor —. Su cabeza está, como se dice, al ras del
horizonte. Vamos a llevar a cabo un trabajo delicado y no es conveniente que la gente nos observe, si es
posible evitarlo.
Mina se interesaba cada vez más en todos los detalles y yo me alegraba de que las exigencias
de esos asuntos contribuyeran a hacerla olvidar la terrible experiencia que había tenido aquella noche.
Estaba extremadamente pálida..., casi espectral y tan delgada que sus labios estaban retirados, haciendo
que los dientes resaltaran en cierto modo. No mencioné nada, para evitar causarle un profundo dolor,
pero sentí que se me helaba la sangre en las venas al pensar en lo que le había sucedido a la pobre
Lucy, cuando el conde le había sorbido la sangre de sus venas. Todavía no había señales de que los
dientes comenzaran a agudizarse, pero no había pasado todavía mucho tiempo y había ocasión de
temer.
Cuando llegamos a la discusión de la secuencia de nuestros esfuerzos y de la disposición de
nuestras fuerzas, hubo nuevas dudas. Finalmente, nos pusimos de acuerdo en que antes de ir a
Piccadilly, teníamos que destruir el refugio que tenía el conde cerca de allí. En el caso de que se diera
cuenta demasiado pronto de lo que estábamos haciendo, debíamos estar ya adelantados en nuestro
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trabajo de destrucción, y su presencia, en su forma natural y en el momento de mayor debilidad, podría
facilitarnos todavía más indicaciones útiles.
En cuanto a la disposición de nuestras fuerzas, el profesor sugirió que, después de nuestra visita
a Carfax, debíamos entrar todos a la casa de Piccadilly; que los dos doctores y yo deberíamos
permanecer allí, mientras Quincey y lord Godalming iban a buscar los refugios de Walworth y Mile End y
los destruían. Era posible, aunque no probable, que el conde apareciera en Piccadilly durante el día y, en
ese caso, estaríamos en condiciones de acabar con él allí mismo. En todo caso, estaríamos en
condiciones de seguirlo juntos. Yo objeté ese plan, en lo relativo a mis movimientos, puesto que pensaba
quedarme a cuidar a Mina; creía que estaba bien decidido a ello; pero ella no quiso escuchar siquiera esa
objeción. Dijo que era posible que se presentara algún asunto legal en el que yo pudiera resultar útil; que
entre los papeles del conde podría haber algún indicio que yo pudiera interpretar debido a mi estancia en
Transilvania y que de todos modos, debíamos emplear todas las fuerzas de que disponíamos para
enfrentarnos al tremendo poder del monstruo. Tuve que ceder, debido a que Mina había tomado su
resolución al respecto; dijo que su última esperanza era que pudiéramos trabajar todos juntos.
—En cuanto a mí —dijo—, no tengo miedo. Las cosas han sido ya tan sumamente malas que no
pueden ser peores, y cualquier cosa que suceda debe encerrar algún elemento de esperanza o de
consuelo. ¡Vete, esposo mío! Dios, si quiere hacerlo, puede ayudarme y defenderme lo mismo si estoy
sola que si estoy acompañada por todos ustedes.
Por consiguiente, volví a comenzar a dar gritos:
—¡Entonces, en el nombre del cielo, vámonos inmediatamente! ¡Estamos perdiendo el tiempo! El
conde puede llegar a Piccadilly antes de lo que pensamos.
—¡De ninguna manera! —dijo van Helsing, levantando una mano.
—¿Por qué no? —inquirí.
—¿Olvida usted que anoche se dio un gran banquete y que, por consiguiente, dormirá hasta una
hora muy avanzada? —dijo, con una sonrisa.
¡No lo olvidé! ¿Lo olvidaré alguna vez..., podré llegar a olvidarlo? ¿Podrá alguno de nosotros
olvidar alguna vez esa terrible escena? Mina hizo un poderoso esfuerzo para no perder el control, pero el
dolor la venció y se cubrió el rostro con ambas manos, estremeciéndose y gimiendo. Van Helsing no
había tenido la intención de recordar esa terrible experiencia. Sencillamente, se había olvidado de ella y
de la parte que había tenido, debido a su esfuerzo mental. Cuando comprendió lo que acababa de decir,
se horrorizó a causa de su falta de tacto y se esforzó en consolar a mi esposa.
—¡Oh, señora Mina! —dijo—. ¡No sabe cómo siento que yo, que la respeto tanto, haya podido
decir algo tan desagradable! Mis estúpidos y viejos labios y mi inútil cabeza no merecen su perdón; pero
lo olvidará, ¿verdad?
El profesor se inclinó profundamente junto a ella, al tiempo que hablaba. Mina le tomó la mano y,
mirándolo a través de un velo de lágrimas, le dijo, con voz ronca:
—No, no debo olvidarlo, puesto que es justo que lo recuerde; además, en medio de todo ello hay
muchas cosas de usted que son muy dulces, debo recordarlo todo. Ahora, deben irse pronto todos
ustedes. El desayuno está preparado y debemos comer todos algo, para estar fuertes.
El desayuno fue una comida extraña para todos nosotros. Tratamos de mostrarnos alegres y de
animarnos unos a otros y Mina fue la más alegre y valerosa de todos. Cuando concluimos, van Helsing se
puso en pie y dijo:
—Ahora, amigos míos, vamos a ponernos en marcha para emprender nuestra terrible tarea.
¿Estamos armados todos, como lo estábamos el día en que fuimos por primera vez a visitar juntos el
refugio de Carfax, armados tanto contra los ataques espirituales como contra los físicos?
Todos asentimos.
—Muy bien. Ahora, señora Mina, está usted aquí completamente a salvo hasta la puesta del sol y
yo volveré antes de esa hora..., sí... ¡Volveremos todos! Pero, antes de que nos vayamos quiero que esté
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usted armada contra los ataques personales. Yo mismo, mientras estaba usted fuera, he preparado su
habitación, colocando cosas que sabemos que le impiden al monstruo la entrada. Ahora, déjeme
protegerla a usted misma. En su frente, le pongo este fragmento de la Sagrada Hostia, en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del…
Se produjo un grito de terror que casi heló la sangre en nuestras venas. Cuando el profesor
colocó la Hostia sobre la frente de Mina, la había traspasado..., había quemado la frente de mi esposa,
como si se tratara de un metal al rojo vivo. Mi pobre Mina comprendió inmediatamente el significado de
aquel acto, al mismo tiempo que su sistema nervioso recibía el dolor físico, y los dos sentimientos la
abrumaron tanto que fueron expresados en aquel terrible grito. Pero las palabras que acompañaban a su
pensamiento llegaron rápidas. Todavía no había cesado completamente el eco de su grito, cuando se
produjo la reacción, y se desplomó de rodillas al suelo, humillándose.
Se echó su hermoso cabello sobre el rostro, como para cubrirse la herida, y exclamó:
—¡Sucia! ¡Sucia! ¡Incluso el Todopoderoso castiga mi carne corrompida! ¡Tendré que llevar esa
marca de vergüenza en la frente hasta el Día del Juicio Final!
Todos guardaron silencio. Yo mismo me había arrojado a su lado, en medio de una verdadera
agonía, sintiéndome impotente, y, rodeándola con mis brazos, la mantuve fuertemente abrazada a mí.
Durante unos minutos, nuestros corazones angustiados batieron al unísono, mientras que los amigos que
se encontraban cerca de nosotros, volvieron a otro lado sus ojos arrasados de lágrimas. Entonces, van
Helsing se volvió y dijo gravemente, en tono tan grave que no pude evitar el pensar que estaba siendo
inspirado en cierto modo, y estaba declarando algo que no salía de él mismo:
—Es posible que tenga usted que llevar esa marca hasta que Dios mismo lo disponga o para que
la vea durante el Juicio Final, cuando enderece todos los errores de la tierra y de Sus hijos que ha
colocado en ella. Y mi querida señora Mina, ¡deseo que todos nosotros, que la amamos, podamos estar
presentes cuando esa cicatriz rojiza desaparezca, dejando su frente tan limpia y pura como el corazón
que todos conocemos!. Ya que estoy tan seguro como de que estoy vivo de que esa cicatriz
desaparecerá en cuanto Dios disponga que concluya de pesar sobre nosotros la carga que nos abruma.
Hasta entonces, llevaremos nuestra cruz como lo hizo Su Hijo, obedeciendo Su voluntad. Es posible que
seamos instrumentos escogidos de Su buena voluntad y que obedezcamos a Su mandato entre estigmas
y vergüenzas; entre lágrimas y sangre; entre dudas y temores, y por medio de todo lo que hace que Dios
y los hombres seamos diferentes.
Había esperanza en sus palabras y también consuelo. Además, nos invitaban a resignarnos.
Mina y yo lo comprendimos así y, simultáneamente, tomamos cada uno de nosotros una de las manos
del anciano y se la besamos humildemente. Luego, sin pronunciar una sola palabra, todos nos
arrodillamos juntos y, tomándonos de la mano, juramos ser sinceros unos con otros y pedimos ayuda y
guía en la terrible tarea que nos esperaba. Todos los hombres nos esforzamos en retirar de Mina el velo
de profunda tristeza que la cubría, debido a que todos, cada quien a su manera, la amábamos.
Era ya hora de partir. Así pues, me despedí de Mina, de una manera tal que ninguno de nosotros
podremos olvidarla hasta el día de nuestra muerte, y nos fuimos. Había algo para lo que estaba ya
preparado: si descubríamos finalmente que Mina resultaba un vampiro, entonces, no debería ir sola a
aquella tierra terrible y desconocida. Supongo que era así como en la antigüedad un vampiro se convertía
en muchos; sólo debido a que sus horribles cuerpos debían reposar en tierra santa, asimismo el amor
más sagrado era el mejor sargento para el reclutamiento de su ejército espectral.
Entramos en Carfax sin dificultad y encontramos todo exactamente igual que la primera vez que
estuvimos en la casona. Era difícil creer que entre aquel ambiente prosaico de negligencia, polvo y
decadencia, pudiera haber una base para un horror como el que ya conocíamos. Si nuestras mentes no
estuvieran preparadas ya y si no nos espolearan terribles recuerdos, no creo que hubiéramos podido
llevar a cabo nuestro cometido. No encontramos papeles ni ningún signo de uso en la casa, y en la vieja
capilla, las grandes cajas parecían estar exactamente igual que como las habíamos visto la última vez. El
doctor van Helsing nos dijo solemnemente, mientras permanecíamos en pie ante ellas:
—Ahora, amigos míos, tenemos aquí un deber que cumplir. Debemos esterilizar esta tierra, tan
llena de sagradas reliquias, que la han traído desde tierras lejanas para poder usarla. Ha escogido esta
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tierra debido a que ha sido bendecida. Por consiguiente, vamos a derrotarlo con sus mismas armas,
santificándola todavía más. Fue santificada para el uso del hombre, y ahora vamos a santificarla para
Dios.
Mientras hablaba, sacó del bolsillo un destornillador y una llave y, muy pronto, la tapa de una de
las cajas fue levantada. La tierra tenía un olor desagradable, debido al tiempo que había estado
encerrada, pero eso no pareció importarnos a ninguno de nosotros, ya que toda nuestra atención estaba
concentrada en el profesor. Sacando del bolsillo un pedazo de la Hostia Sagrada, lo colocó
reverentemente sobre la tierra y, luego, volviendo a colocar la tapa en su sitio, comenzó a ponerle otra
vez los tornillos.
Nosotros lo ayudamos en su trabajo.
Una después de otra, hicimos lo mismo con todas las grandes cajas y, en apariencia, las dejamos
exactamente igual que como las habíamos encontrado, pero en el interior de cada una de ellas había un
pedazo de Hostia. Cuando cerramos la puerta a nuestras espaldas, el profesor dijo solemnemente:
—Este trabajo ha terminado. Es posible que logremos tener el mismo éxito en los demás lugares,
y así, quizá para cuando el sol se ponga hoy, la frente de la señora Mina esté blanca como el marfil y sin
el estigma.
Al pasar sobre el césped, en camino hacia la estación, para tomar el tren, vimos la fachada del
asilo. Miré ansiosamente, y en la ventana de nuestra habitación vi a Mina.
La saludé con la mano y le dirigí un signo de asentimiento para darle a entender que nuestro
trabajo allí había concluido satisfactoriamente. Ella me hizo una señal en respuesta, para indicarme que
había comprendido. Lo último que vi de ella fue que me saludaba con la mano. Buscamos la estación con
el corazón lleno de tristeza y tomamos el tren apresuradamente, debido a que para cuando llegamos ya
estaba junto al andén de la estación, disponiéndose a ponerse nuevamente en marcha. He escrito todo
esto en el tren.
Piccadilly, las doce y media en punto. Poco antes de que llegáramos a Fenchurch Street, lord
Godalming me dijo:
—Quincey y yo vamos a buscar un cerrajero. Será mejor que no venga usted con nosotros, por si
se presenta alguna dificultad, ya que, en las circunstancias actuales, no sería demasiado malo para
nosotros el irrumpir en una casa desocupada. Pero usted es abogado, y la Incorporated Law Society
puede decirle que debía haber sabido a qué atenerse.
Yo protesté, porque no deseaba dejar de compartir con ellos ningún peligro, pero él continuó
diciendo:
—Además, atraeremos mucho menos la atención si no somos demasiados. Mi título me ayudará
mucho para contratar al cerrajero y para entendérmelas con cualquier policía que pueda encontrarse en
las cercanías. Será mejor que vaya usted con Jack y el profesor y que se queden en Green Park, en
algún lugar desde el que puedan ver la casa, y cuando vean que la puerta ha sido abierta y que el
cerrajero se ha ido, acudan. Los estaremos esperando y les abriremos la puerta en cuanto lleguen.
—¡El consejo es bueno! —dijo van Helsing.
Por consiguiente no discutimos más del asunto. Godalming y Morris se adelantaron en un coche
de alquiler y los demás los seguimos en otro. En la esquina de Arlington Street, nuestro grupo descendió
del vehículo y nos internamos en Green Park.
Mi corazón latió con fuerza cuando vi la casa en que estaban centradas nuestras esperanzas y
que sobresalía, siniestra y silenciosa, en condiciones de abandono, entre los edificios más alegres y
llenos de vida del vecindario. Nos sentamos en un banco, a la vista de la casa y comenzamos a fumar
unos cigarros puros, con el fin de atraer lo menos posible la atención. Los minutos nos parecieron
eternos, mientras esperábamos la llegada de los demás.
Finalmente, vimos un coche de cuatro ruedas que se detenía cerca. De él se apearon
tranquilamente lord Godalming y Morris y del pescante descendió un hombre rechoncho vestido con
ropas de trabajo, que llevaba consigo una caja con las herramientas necesarias para su cometido. Morris
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le pagó al cochero, que se tocó el borde de la gorra y se alejó. Ascendieron juntos los escalones y lord
Godalming le dijo al obrero qué era exactamente lo que deseaba que hiciera. El trabajador se quitó la
chaqueta, la colocó tranquilamente sobre la barandilla del porche y le dijo algo a un agente de policía que
acertó a pasar por allí en ese preciso momento. El policía asintió, y el hombre se arrodilló, colocando la
caja de herramientas a su lado. Después de buscar entre sus útiles de trabajo, sacó varias herramientas
que colocó en orden a su lado.
Luego, se puso en pie, miró por el ojo de la cerradura, sopló y, volviéndose hacia nuestros
amigos, les hizo algunas observaciones. Lord Godalming sonrió y el hombre levantó un manojo de llaves;
escogió una de ellas, la metió en la cerradura y comenzó a probarla, como si estuviera encontrando a
ciegas el camino. Después de cierto tiempo, probó una segunda y una tercera llaves. De pronto, al
empujar la puerta el empleado un poco, tanto él como nuestros dos amigos entraron en el vestíbulo.
Permanecimos inmóviles, mientras mi cigarro ardía furiosamente y el de van Helsing, al contrario, se
apagaba. Esperamos pacientemente hasta que vimos al cerrajero salir con su caja de herramientas.
Luego, mantuvo la puerta entreabierta, sujetándola con las rodillas, mientras adaptaba una llave a la
cerradura. Finalmente, le tendió la llave a lord Godalming, que sacó su cartera y le entregó algo. El
hombre se tocó el ala del sombrero, recogió sus herramientas, se puso nuevamente la chaqueta y se fue.
Nadie observó el desarrollo de aquella maniobra.
Cuando el hombre se perdió completamente de vista, nosotros tres cruzamos la calle y llamamos
a la puerta. Esta fue abierta inmediatamente por Quincey Morris, a cuyo lado se encontraba lord
Godalming, encendiendo un cigarro puro.
—Este lugar tiene un olor extremadamente desagradable —comentó este último, cuando
entramos.
En verdad, la atmósfera era muy desagradable y maloliente, como la vieja capilla de Carfax y,
con nuestra experiencia previa, no tuvimos dificultad en comprender que el conde había estado utilizando
aquel lugar con toda libertad.
A continuación, nos dedicamos a explorar la casa, y permanecimos todos juntos, en previsión de
algún ataque, ya que sabíamos que nos enfrentábamos a un enemigo fuerte, cruel y despiadado y
todavía no sabíamos si el conde estaba o no en la casa. En el comedor, que se encontraba detrás del
vestíbulo, encontramos ocho cajas de tierra.
¡Ocho de las nueve que estábamos buscando! Nuestro trabajo no estaba todavía terminado ni lo
estaría en tanto no encontráramos la caja que faltaba. Primeramente, abrimos las contraventanas que
daban a un patio cercado con muros de piedra, en cuyo fondo había unas caballerizas encaladas, que
tenían el aspecto de una pequeña casita.
No había ventanas, de modo que no teníamos miedo de que nos vieran. No perdimos el tiempo
examinando los cajones. Con las herramientas que habíamos llevado con nosotros, abrimos las cajas,
una por una, e hicimos exactamente lo mismo que habíamos hecho con las que estaban en la vieja
capilla. Era evidente que el conde no se hallaba en la casa en esos momentos, y registramos todo el
edificio, buscando alguno de sus efectos. Después de examinar rápidamente todas las habitaciones,
desde la planta baja al ático, llegamos a la conclusión de que en el comedor debían encontrarse todos los
efectos que pertenecían al conde y, por consiguiente, procedimos a examinarlo todo con extremo
cuidado. Se encontraban todos en una especie de desorden ordenado en el centro de la gran mesa del
comedor. Había títulos de propiedad de la casa de Piccadilly en un montoncito; facturas de la compra de
las casas de Mile End y Bermondsey; papel para escribir, sobres, plumas y tinta. Todo estaba envuelto en
papel fino, para preservarlo del polvo. Había también un cepillo para la ropa, un cepillo y un peine y una
jofaina... Esta última contenía agua sucia, enrojecida, como si tuviera sangre. Lo último de todo era un
llavero con llaves de todos los tamaños y formas, probablemente las que pertenecían a las otras casas.
Cuando examinamos aquel último descubrimiento, lord Godalming y Quincey Morris tomaron notas sobre
las direcciones de las casas al este y al sur, tomaron consigo las llaves y se pusieron en camino para
destruir las cajas en aquellos lugares. El resto de nosotros estamos, con toda la paciencia posible,
esperando su regreso..., o la llegada del conde.
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XXIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
3 de octubre. El tiempo nos pareció extremadamente largo, mientras esperábamos a lord
Godalming y a Quincey Morris. El profesor trataba de mantenernos distraídos, utilizando nuestras mentes
sin descanso. Comprendí perfectamente cuál era el benéfico objetivo que perseguía con ello, por las
miradas que lanzaba de vez en cuando a Harker. El pobre hombre está abrumado por una tristeza que da
dolor. Anoche era un hombre franco, de aspecto alegre, de rostro joven y fuerte, lleno de energía y con el
cabello de color castaño oscuro. Hoy, parece un anciano macilento y enjuto, cuyo cabello blanco se
adapta muy bien a sus ojos brillantes y profundamente hundidos en sus cuencas y con sus rasgos
faciales marcados por el dolor. Su energía permanece todavía intacta, en realidad, es como una llama
viva. Eso puede ser todavía su salvación, puesto que, si todo sale bien, le hará remontar el período de
desesperación; entonces, en cierto modo, volverá a despertar a las realidades de la vida. ¡Pobre tipo!
Pensaba que mi propia desesperación y mis problemas eran suficientemente graves; pero, ¡esto…! El
profesor lo comprende perfectamente y está haciendo todo lo que está en su mano por mantenerlo activo.
Lo que estaba diciendo era, bajo las circunstancias, de un interés extraordinario. Estas fueron más o
menos sus palabras:
—He estado estudiando, de manera sistemática y repetida, desde que llegaron a mis manos,
todos los documentos relativos a ese monstruo, y cuanto más lo he examinado tanto mayor me parece la
necesidad de borrarlo de la faz de la tierra. En todos los papeles hay señales de su progreso; no
solamente de su poder, sino también de su conocimiento de ello. Como supe, por las investigaciones de
mi amigo Arminius de Budapest, era, en vida, un hombre extraordinario. Soldado, estadista y
alquimista..., cuyos conocimientos se encontraban entre los más desarrollados de su época. Poseía una
mente poderosa, conocimientos incomparables y un corazón que no conocía el temor ni el remordimiento.
Se permitió incluso asistir a la Escolomancia, y no hubo ninguna rama del saber de su tiempo que no
hubiera ensayado. Bueno, en él, los poderes mentales sobrevivieron a la muerte física, aunque parece
que la memoria no es absolutamente completa. Respecto a algunas facultades mentales ha sido y es
como un niño, pero está creciendo y ciertas cosas que eran infantiles al principio, son ahora de estatura
de hombre. Está experimentando y lo está haciendo muy bien, y a no ser porque nos hemos cruzado en
su camino, podría ser todavía, o lo será si fracasamos, el padre o el continuador de seres de un nuevo
orden, cuyos caminos conducen a través de la muerte, no de la vida.
Harker gruñó, y dijo:
—¡Y todo eso va dirigido contra mi adorada esposa! Pero, ¿cómo está experimentando? ¡El
conocimiento de eso puede ayudarnos a destruirlo!
—Desde su llegada, ha estado ensayando sus poderes sin cesar, lenta y seguramente; su gran
cerebro infantil está trabajando, puesto que si se hubiera podido permitir ensayar ciertas cosas desde un
principio, hace ya mucho tiempo que estarían dentro de sus poderes. Sin embargo, desea triunfar, y un
hombre que tiene ante sí varios siglos de existencia puede permitirse esperar y actuar con lentitud.
Festina lente puede ser muy bien su lema.
—No lo comprendo —dijo Harker cansadamente—. Sea más explícito, por favor. Es posible que
el sufrimiento y las preocupaciones estén oscureciendo mi entendimiento.
El profesor le puso una mano en el hombro, y le dijo:
—Muy bien, amigo mío, voy a ser más explícito. ¿No ve usted cómo, últimamente, ese monstruo
ha adquirido conocimientos de manera experimental? Ha estado utilizando al paciente zoófago para
lograr entrar en la casa del amigo John. El vampiro, aunque después puede entrar tantas veces como lo
desee, al principio solamente puede entrar en un edificio si alguno de los habitantes así se lo pide. Pero
esos no son sus experimentos más importantes. ¿No vimos que al principio todas esas pesadas cajas de
tierra fueron desplazadas por otros? No sabía entonces a qué atenerse, pero, a continuación, todo
cambió. Durante todo este tiempo su cerebro infantil se ha estado desarrollando, y comenzó a pensar en
si no podría mover las cajas él mismo. Por consiguiente, más tarde, cuando descubrió que no le era difícil
hacerlo, trató de desplazarlas solo, sin ayuda de nadie. Así progresó y logró distribuir sus tumbas, de tal
modo, que sólo él conoce ahora el lugar en donde se encuentran. Es posible que haya pensado en
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enterrar las cajas profundamente en el suelo de tal manera que solamente las utilice durante la noche o
en los momentos en que puede cambiar de forma; le resulta igualmente conveniente, ¡y nadie puede
saber donde se encuentran sus escondrijos! ¡Pero no se desesperen, amigos míos, adquirió ese
conocimiento demasiado tarde! Todos los escondrijos, excepto uno, deben haber sido esterilizados ya, y
antes de la puesta del sol lo estarán todos. Entonces, no le quedará ningún lugar donde poder
esconderse. Me retrasé esta mañana para estar seguro de ello. ¿No ponemos en juego nosotros algo
mucho más preciado que él? Entonces, ¿por qué no somos más cuidadosos que él? En mi reloj veo que
es ya la una y, si todo marcha bien, nuestros amigos Arthur y Quincey deben estar ya en camino para
reunirse con nosotros. Hoy es nuestro día y debemos avanzar con seguridad, aunque lentamente y
aprovechando todas las oportunidades que se nos presenten. ¡Vean! Seremos cinco cuando regresen
nuestros dos amigos ausentes.
Mientras hablábamos, nos sorprendimos mucho al escuchar una llamada en la puerta principal de
la casona: la doble llamada del repartidor de mensajes telegráficos.
Todos salimos al vestíbulo al mismo tiempo, y van Helsing, levantando la mano hacia nosotros
para que guardáramos silencio, se dirigió hacia la puerta y la abrió. Un joven le tendió un telegrama. El
profesor volvió a cerrar la puerta y, después de examinar la dirección, lo abrió y leyó en voz alta:
"Cuidado con D. Acaba de salir apresuradamente de Carfax en este momento, a las doce cuarenta y
cinco, y se ha dirigido rápidamente hacia el sur. Parece que está haciendo una ronda y es posible que
desee verlos a ustedes. Mina."
Se produjo una pausa, que fue rota por la voz de Jonathan Harker.
—¡Ahora, gracias a Dios, pronto vamos a encontrarnos! Van Helsing se volvió rápidamente hacia
él, y le dijo:
—Dios actuará a su modo y en el momento que lo estime conveniente. No tema ni se alegre
todavía, puesto que lo que deseamos en este momento puede significar nuestra destrucción.
—Ahora no me preocupa nada —dijo calurosamente—, excepto el borrar a esa bestia de la faz
de la tierra. ¡Sería capaz de vender mi alma por lograrlo!
—¡No diga usted eso, amigo mío! —dijo van Helsing—. Dios en su sabiduría no compra almas, y
el diablo, aunque puede comprarlas, no cumple su palabra. Pero Dios es misericordioso y justo, y conoce
su dolor y su devoción hacia la maravillosa señora Mina, su esposa. No temamos ninguno de nosotros;
todos estamos dedicados a esta causa, y el día de hoy verá su feliz término. Llega el momento de entrar
en acción; hoy, ese vampiro se encuentra limitado con los poderes humanos y, hasta la puesta del sol, no
puede cambiar. Tardará cierto tiempo en llegar... Es la una y veinte..., y deberá pasar un buen rato antes
de que llegue. Lo que debemos esperar ahora es que lord Arthur y Quincey lleguen antes que él.
Aproximadamente media hora después de que recibiéramos el telegrama de la señora Harker,
oímos un golpe fuerte y resuelto en la puerta principal, similar al que darían cientos de caballeros en
cualquier puerta. Nos miramos y nos dirigimos hacia el vestíbulo; todos estábamos preparados para usar
todas las armas de que disponíamos..., las espirituales en la mano izquierda y las materiales en la
derecha. Van Helsing retiró el pestillo y, manteniendo la puerta entornada, dio un paso hacia atrás, con
las dos manos dispuestas para entrar en acción. La alegría de nuestros corazones debió reflejarse
claramente en nuestros rostros cuando vimos cerca de la puerta a lord Godalming y a Quincey Morris.
Entraron rápidamente, y cerraron la puerta tras ellos, y el último de ellos dijo, al tiempo que avanzábamos
todos por el vestíbulo:
—Todo está arreglado. Hemos encontrado las dos casas. ¡Había seis cajas en cada una de ellas,
y las hemos destruido todas!
—¿Las han destruido? —inquirió el profesor.
—¡Para él!
Guardamos silencio unos momentos y, luego, Quincey dijo:
—No nos queda más que esperar aquí. Sin embargo, si no llega antes de las cinco de la tarde,
tendremos que irnos, puesto que no podemos dejar sola a la señora Harker después de la puesta del sol.
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—Ya no tardará mucho en llegar aquí —dijo van Helsing, que había estado consultando su librito
de notas—. Nota bene. En el telegrama de la señora Harker decía que había salido de Carfax hacia el
sur, lo cual quiere decir que tenía que cruzar el río y solamente podría hacerlo con la marea baja, o sea,
poco antes de la una. El hecho de que se haya dirigido hacia el sur tiene cierto significado para nosotros.
Todavía sospecha solamente, y fue de Carfax al lugar en donde menos puede sospechar que pueda
encontrar algún obstáculo. Deben haber estado ustedes en Bermondse y muy poco rato antes que él. El
hecho de que no haya llegado aquí todavía demuestra que fue antes a Mile End. En eso se tardará algún
tiempo, puesto que tendrá que volver a cruzar el río de algún modo. Créanme, amigos míos, que ahora
ya no tendremos que esperar mucho rato. Tenemos que tener preparado algún plan de ataque, para que
no desaprovechemos ninguna oportunidad. Ya no tenemos tiempo. ¡Tengan todos preparados las armas!
¡Manténganse alerta!
Levantó una mano, a manera de advertencia, al tiempo que hablaba, ya que todos pudimos oír
claramente que una llave se introducía suavemente en la cerradura.
No pude menos que admirar, incluso en aquel momento, el modo como un espíritu dominante se
afirma a sí mismo. En todas nuestras partidas de caza y aventuras de diversa índole, en varias partes del
mundo, Quincey Morris había sido siempre el que disponía los planes de acción y Arthur y yo nos
acostumbramos a obedecerle de manera implícita. Ahora, la vieja costumbre parecía renovarse
instintivamente. Dando una ojeada rápida a la habitación, estableció inmediatamente nuestro plan de
acción y, sin pronunciar ni una sola palabra, con el gesto, nos colocó a todos en nuestros respectivos
puestos. Van Helsing, Harker y yo estábamos situados inmediatamente detrás de la puerta, de tal manera
que, en cuanto se abriera, el profesor pudiera guardarla, mientras Harker y yo nos colocaríamos entre el
recién llegado y la puerta. Godalming detrás y Quincey enfrente, estaban dispuestos a dirigirse a las
ventanas, escondidos por el momento donde no podían ser vistos. Esperamos con una impaciencia tal
que hizo que los segundos pasaran con una lentitud de verdadera pesadilla. Los pasos lentos y
cautelosos atravesaron el vestíbulo... El conde, evidentemente, estaba preparado para una sorpresa o, al
menos, la temía.
Repentinamente, con un salto enorme, penetró en la habitación, pasando entre nosotros antes de
que ninguno pudiera siquiera levantar una mano para tratar de detenerlo. Había algo tan felino en el
movimiento, algo tan inhumano, que pareció despertarnos a todos del choque que nos había producido
su llegada. El primero en entrar en acción fue Harker, que, con un rápido movimiento, se colocó ante la
puerta que conducía a la habitación del frente de la casa. Cuando el conde nos vio, una especie de
siniestro gesto burlón apareció en su rostro, descubriendo sus largos y puntiagudos colmillos; pero su
maligna sonrisa se desvaneció rápidamente, siendo reemplazada por una expresión fría de profundo
desdén. Su expresión volvió a cambiar cuando, todos juntos, avanzamos hacia él. Era una lástima que no
hubiéramos tenido tiempo de preparar algún buen plan de ataque, puesto que en ese mismo momento
me pregunté qué era lo que íbamos a hacer. No estaba convencido en absoluto de si nuestras armas
letales nos protegerían. Evidentemente, Harker estaba dispuesto a ensayar, puesto que preparó su gran
cuchillo kukri y le lanzó al conde un tajo terrible. El golpe era poderoso; solamente la velocidad diabólica
de desplazamiento del conde le permitió salir con bien.
Un segundo más y la hoja cortante le hubiera atravesado el corazón. En realidad, la punta sólo
cortó el tejido de su chaqueta, abriendo un enorme agujero por el que salieron un montón de billetes de
banco y un chorro de monedas de oro. La expresión del rostro del conde era tan infernal que durante un
momento temí por Harker, aunque él estaba ya dispuesto a descargar otra cuchillada. Instintivamente,
avancé, con un impulso protector, manteniendo el crucifijo y la Sagrada Hostia en la mano izquierda.
Sentí que un gran poder corría por mi brazo y no me sorprendí al ver al monstruo que retrocedía ante el
movimiento similar que habían hecho todos y cada uno de mis amigos. Sería imposible describir la
expresión de odio y terrible malignidad, de ira y rabia infernales, que apareció en el rostro del conde. Su
piel cerúlea se hizo verde amarillenta, por contraste con sus ojos rojos y ardientes, y la roja cicatriz que
tenía en la frente resaltaba fuertemente, como una herida abierta y palpitante. Un instante después, con
un movimiento sinuoso, pasó bajo el brazo armado de Harker, antes de que pudiera éste descargar su
golpe, recogió un puñado del dinero que estaba en el suelo, atravesó la habitación y se lanzó contra una
de las ventanas. Entre el tintineo de los cristales rotos, cayó al patio, bajo la ventana. En medio del ruido
de los cristales rotos, alcancé a oír el ruido que hacían varios soberanos al caer al suelo, sobre el asfalto.
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208
Nos precipitamos hacia la ventana y lo vimos levantarse indemne del suelo.
Ascendió los escalones a toda velocidad, cruzó el patio y abrió la puerta de las caballerizas. Una
vez allí, se volvió y nos habló:
—Creen ustedes poder confundirme... con sus rostros pálidos, como las ovejas en el matadero.
¡Ahora van a sentirlo, todos ustedes! Creen haberme dejado sin un lugar en el que poder reposar, pero
tengo otros. ¡Mi venganza va a comenzar ahora! Ando por la tierra desde hace siglos y el tiempo me
favorece. Las mujeres que todos ustedes aman son mías ya, y por medio de ellas, ustedes y muchos
otros me pertenecerán también... Serán mis criaturas, para hacer lo que yo les ordene y para ser mis
chacales cuando desee alimentarme. ¡Bah!
Con una carcajada llena de desprecio, pasó rápidamente por la puerta y oímos que el oxidado
cerrojo era corrido, cuando cerró la puerta tras él. Una puerta, más allá, se abrió y se cerró nuevamente.
El primero de nosotros que habló fue el profesor, cuando, comprendiendo lo difícil que sería perseguirlo
por las caballerizas, nos dirigimos hacia el vestíbulo.
—Hemos aprendido algo... ¡Mucho! A pesar de sus fanfarronadas, nos teme; teme al tiempo y
teme a las necesidades. De no ser así, ¿por qué iba a apresurarse tanto? El tono mismo de sus palabras
lo traicionó, o mis oídos me engañaron, ¿Por qué tomó ese dinero? ¡Van a comprenderme rápidamente!
Son ustedes cazadores de una bestia salvaje y lo comprenden. En mi opinión, tenemos que asegurarnos
de que no pueda utilizar aquí nada, si es que regresa.
Al hablar, se metió en el bolsillo el resto del dinero; tomó los títulos de propiedad del montoncito
en que los había dejado Harker y arrojó todo el resto a la chimenea, prendiéndole fuego con un fósforo.
Godalming y Morris habían salido al patio y Harker se había descolgado por la ventana para
seguir al conde. Sin embargo, Drácula había cerrado bien la puerta de las caballerizas, y para cuando
pudieron abrirla, ya no encontraron rastro del vampiro. Van Helsing y yo tratamos de investigar un poco
en la parte posterior de la casa, pero las caballerizas estaban desiertas y nadie lo había visto salir.
La tarde estaba ya bastante avanzada y no faltaba ya mucho para la puesta del sol. Tuvimos que
reconocer que el trabajo había concluido y, con tristeza, estuvimos de acuerdo con el profesor, cuando
dijo:
—Regresemos con la señora Mina... Con la pobre señora Harker. Ya hemos hecho todo lo que
podíamos por el momento y, al menos, vamos a poder protegerla. Pero es preciso que no desesperemos.
No le queda al vampiro más que una caja de tierra y vamos a tratar de encontrarla; cuando lo logremos,
todo irá bien.
Comprendí que estaba hablando tan valerosamente como podía para consolar a Harker. El pobre
hombre estaba completamente abatido y, de vez en cuando, gemía, sin poder evitarlo... Estaba pensando
en su esposa.
Llenos de tristeza, regresamos a mi casa, donde hallamos a la señora Harker esperándonos, con
una apariencia de buen humor que honraba su valor y su espíritu de colaboración. Cuando vio nuestros
rostros, el suyo propio se puso tan pálido como el de un cadáver: durante uno o dos segundos,
permaneció con los ojos cerrados, como si estuviera orando en secreto y, después, dijo amablemente:
—Nunca podré agradecerles bastante lo que han hecho. ¡Oh, mi pobre esposo! —mientras
hablaba, tomó entre sus manos la cabeza grisácea de su esposo y la besó—. Apoya tu pobre cabeza
aquí y descansa. ¡Todo estará bien ahora, querido! Dios nos protegerá, si así lo desea.
El pobre hombre gruñó. No había lugar para las palabras en medio de su sublime tristeza.
Cenamos juntos sin apetito, y creo que eso nos dio ciertos ánimos a todos. Era quizá el simple
calor animal que infunde el alimento a las personas hambrientas, ya que ninguno de nosotros había
comido nada desde la hora del desayuno, o es probable que sentir la camaradería que reinaba entre
nosotros nos consolara un poco, pero, sea como fuere, el caso es que nos sentimos después menos
tristes y pudimos pensar en lo porvenir con cierta esperanza. Cumpliendo nuestra promesa, le relatamos
a la señora Harker todo lo que había sucedido, y aunque se puso intensamente pálida a veces, cuando
su esposo estuvo en peligro, y se sonrojó otras veces, cuando se puso de manifiesto la devoción que
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sentía por ella, escuchó todo el relato valerosamente y conservando la calma. Cuando llegamos al
momento en que Harker se había lanzado sobre el conde, con tanta decisión, se asió con fuerza del
brazo de su marido y permaneció así, como si sujetándole el brazo pudiera protegerlo contra cualquier
peligro que hubiera podido correr. Sin embargo, no dijo nada, hasta que la narración estuvo terminada y
cuando ya estaba al corriente de todo lo ocurrido hasta aquel preciso momento, entonces, sin soltar la
mano de su esposo, se puso en pie y nos habló. No tengo palabras para dar una idea de la escena.
Aquella mujer extraordinaria, dulce y buena, con toda la radiante belleza de su juventud y su animación,
con la cicatriz rojiza en su frente, de la que estaba consciente y que nosotros veíamos apretando los
dientes... al recordar dónde, cuándo y cómo había ocurrido todo; su adorable amabilidad que se
levantaba contra nuestro odio siniestro; su fe tierna contra todos nuestros temores y dudas. Y sabíamos
que, hasta donde llegaban los símbolos, con toda su bondad, su pureza y su fe, estaba separada de
Dios.
—Jonathan —dijo, y la palabra pareció ser música, por el gran amor y la ternura que puso en
ella—, mi querido Jonathan y todos ustedes, mis maravillosos amigos, quiero que tengan en cuenta algo
durante todo este tiempo terrible. Sé que tienen que luchar..., que deben destruir incluso, como
destruyeron a la falsa Lucy, para que la verdadera pudiera vivir después; pero no es una obra del odio.
Esa pobre alma que nos ha causado tanto daño, es el caso más triste de todos. Imaginen ustedes cuál
será su alegría cuando él también sea destruido en su peor parte, para que la mejor pueda gozar de la
inmortalidad espiritual. Deben tener también piedad de él, aun cuando esa piedad no debe impedir que
sus manos lleven a cabo su destrucción.
Mientras hablaba, pude ver que el rostro de su marido se obscurecía y se ponía tenso, como si la
pasión que lo consumía estuviera destruyendo todo su ser.
Instintivamente, su esposa le apretó todavía más la mano, hasta que los nudillos se le pusieron
blancos. Ella no parpadeó siquiera a causa del dolor que, estoy seguro, debía estar sufriendo, sino que lo
miró con ojos más suplicantes que nunca. Cuando ella dejó de hablar, su esposo se puso en pie
bruscamente, arrancando casi su mano de la de ella, y dijo:
—¡Qué Dios me lo ponga en las manos durante el tiempo suficiente para destrozar su vida
terrenal, que es lo que estamos tratando de hacer! ¡Si además de eso puedo enviar su alma al infierno
ardiente por toda la eternidad, lo haré gustoso!
—¡Oh, basta, basta! ¡En el nombre de Dios, no digas tales cosas!, Jonathan, esposo mío, o harás
que me desplome, víctima del miedo y del horror. Piensa sólo, querido…; yo he estado pensando en ello
durante todo este largo día..., que quizá... algún día... yo también puedo necesitar esa piedad, y que
alguien como tú, con las mismas causas para odiarme, puede negármela. ¡Oh, esposo mío! ¡Mi querido
Jonathan! Hubiera querido evitarte ese pensamiento si hubiera habido otro modo, pero suplico a Dios que
no tome en cuenta tus palabras y que las considere como el lamento de un hombre que ama y que tiene
el corazón destrozado. ¡Oh, Dios mío! ¡Deja que sus pobres cabellos blancos sean una prueba de todo lo
que ha sufrido, él que en toda su vida no ha hecho daño a nadie, y sobre el que se han acumulado tantas
tristezas!
Todos los hombres presentes teníamos ya los ojos llenos de lágrimas. No pudimos resistir, y
lloramos abiertamente. Ella también lloró al ver que sus dulces consejos habían prevalecido. Su esposo
se arrodilló a su lado y, rodeándola con sus brazos, escondió el rostro en los vuelos de su vestido. Van
Helsing nos hizo una seña y salimos todos de la habitación, dejando a aquellos dos corazones amantes a
solas con su Dios.
Antes de que se retiraran a sus habitaciones, el profesor preparó la habitación para protegerla de
cualquier incursión del vampiro, y le aseguró a la señora Harker que podía descansar en paz. Ella trató
de convencerse de ello y, para calmar a su esposo, aparentó estar contenta. Era una lucha valerosa y
quiero creer que no careció de recompensa. Van Helsing había colocado cerca de ellos una campana
que cualquiera de ellos debía hacer sonar en caso de que se produjera cualquier eventualidad. Cuando
se retiraron, Quincey, Godalming y yo acordamos que debíamos permanecer en vela, repartiéndonos la
noche entre los tres, para vigilar a la pobre dama y custodiar su seguridad. La primera guardia le
correspondió a Quincey, de modo que el resto de nosotros debía acostarse tan pronto como fuera
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posible. Godalming se ha acostado ya, debido a que él tiene el segundo turno de guardia. Ahora que he
terminado mi trabajo, yo también tengo que acostarme.
Del diario de Jonathan Harker
3-4 de octubre, cerca de la medianoche. Creí que el día de ayer no iba a terminar nunca. Tenía el
deseo de dormirme, con la esperanza de que al despertar descubriría que las cosas habían cambiado y
que todos los cambios serían en adelante para mejor. Antes de separarnos, discutimos sobre cuál
debería ser nuestro siguiente paso, pero no pudimos llegar a ningún resultado. Lo único que sabíamos
era que quedaba todavía una caja de tierra y que solamente el conde sabía dónde se encontraba. Si
desea permanecer escondido, puede confundirnos durante años enteros y, mientras tanto, el
pensamiento es demasiado horrible; no puedo permitirme pensar en ello en este momento. Lo que si sé
es que si alguna vez ha existido una mujer absolutamente perfecta, esa es mi adorada y herida esposa.
La amo mil veces más por su dulce piedad de anoche; una piedad que hizo que incluso el odio que le
tengo al monstruo pareciera despreciable. Estoy seguro de que Dios no permitirá que el mundo se
empobrezca por la pérdida de una criatura semejante. Esa es una esperanza para mí. Nos estamos
dirigiendo todos hacia los escollos, y la esperanza es la única ancla que me queda. Gracias a Dios, Mina
está dormida y no tiene pesadillas. Temo pensar en cuáles podrían ser sus pesadillas, con recuerdos tan
terribles que pueden provocarlas. No ha estado tan tranquila, por cuanto he podido ver, desde la puesta
del sol. Luego, durante un momento, se extendió en su rostro una calma tal, que era como la primavera
después de las tormentas de marzo.
Pensé en ese momento que debía tratarse del reflejo de la puesta del sol en su rostro, pero, en
cierto modo, ahora sé que se trataba de algo mucho más profundo. No tengo sueño yo mismo, aunque
estoy cansado... Terriblemente cansado. Sin embargo, debo tratar de conciliar el sueño, ya que tengo
que pensar en mañana, y en que no podrá haber descanso para mí hasta que...
Más tarde. Debo haberme quedado dormido, puesto que me ha despertado Mina, que estaba
sentada en el lecho, con una expresión llena de asombro en el rostro. Podía ver claramente, debido a
que no habíamos dejado la habitación a oscuras; Mina me había puesto la mano sobre la boca y me
susurró al oído:
—¡Chist! ¡Hay alguien en el pasillo!
Me levanté cautelosamente y, cruzando la habitación, abrí la puerta sin hacer ruido.
Cruzado ante el umbral, tendido en un colchón, estaba el señor Morris, completamente despierto.
Levantó una mano, para imponerme silencio, y me susurró:
—¡Silencio! Vuelva a acostarse; no pasa nada. Uno de nosotros va a permanecer aquí durante
toda la noche. ¡No queremos correr ningún riesgo!
Su expresión y su gesto impedían toda discusión, de modo que volví a acostarme y le dije a Mina
lo que sucedía. Ella suspiró y la sombra de una sonrisa apareció en su rostro pálido, al tiempo que me
rodeaba con sus brazos y me decía suavemente:
—¡Oh, doy gracias a Dios, por todos los hombres buenos!
Dio un suspiro y volvió a acostarse de espaldas, para tratar de volver a dormirse.
Escribo esto ahora porque no tengo sueño, aunque voy a tratar también de dormirme.
4 de octubre, por la mañana. Mina me despertó otra vez en el transcurso de la noche. Esta vez,
habíamos dormido bien los dos, ya que las luces del amanecer iluminaban ya las ventanas débilmente, y
la lamparita de gas era como un punto, más que como un disco de luz.
—Vete a buscar al profesor —me dijo apresuradamente—. Quiero verlo enseguida.
—¿Por qué? —le pregunté.
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—Tengo una idea. Supongo que debe habérseme ocurrido durante la noche, y que ha madurado
sin darme cuenta de ello. Debe hipnotizarme antes del amanecer, y entonces podré hablar. Date prisa,
querido; ya no queda mucho tiempo.
Me dirigí a la puerta, y vi al doctor Seward que estaba tendido sobre el colchón y que, al verme,
se puso en pie de un salto.
—¿Sucede algo malo? —me preguntó, alarmado.
—No —le respondí—, pero Mina desea ver al doctor van Helsing inmediatamente.
Dos o tres minutos después, van Helsing estaba en la habitación, en sus ropas de dormir, y el
señor Morris y lord Godalming estaban en la puerta, con el doctor Seward, haciendo preguntas. Cuando
el profesor vio a Mina, una sonrisa, una verdadera sonrisa, hizo que la ansiedad abandonara su rostro; se
frotó las manos, y dijo:
—¡Mi querida señora Mina! ¡Vaya cambio! ¡Mire! ¡Amigo Jonathan, hemos recuperado a nuestra
querida señora Mina nuevamente, como antes! —luego, se volvió hacia ella y le dijo amablemente—: ¿Y
qué puedo hacer por usted? Supongo que no me habrá llamado usted a esta hora por nada.
—¡Quiero que me hipnotice usted! —dijo Mina —. Hágalo antes del amanecer, ya que creo que,
entonces, podré hablar libremente. ¡Dése prisa; ya no nos queda mucho tiempo!
Sin decir palabra, el profesor le indicó que tomara asiento en la cama.
La miró fijamente y comenzó a hacer pases magnéticos frente a ella, desde la parte superior de la
cabeza de mi esposa, hacía abajo, con ambas manos, repitiendo los movimientos varias veces. Mina lo
miró fijamente durante unos minutos, durante los cuales mi corazón latía como un martillo pilón, debido a
que sentía que iba a presentarse pronto alguna crisis. Gradualmente, sus ojos se fueron cerrando y siguió
sentada, absolutamente inmóvil. Solamente por la elevación de su pecho, al ritmo de su respiración,
podía verse que estaba viva. El profesor hizo unos cuantos pases más y se detuvo; entonces vi que tenía
la frente cubierta de gruesas gotas de sudor. Mina abrió los ojos, pero no parecía ser la misma mujer.
Había en sus ojos una expresión de vacío, como si su mirada estuviera perdida a lo lejos, y su voz tenía
una tristeza infinita, que era nueva para mí. Levantando la mano para imponerme silencio, el profesor me
hizo seña de que hiciera pasar a los demás. Entraron todos sobre la punta de los pies, cerrando la puerta
tras ellos y permanecieron en pie cerca de la cama, mirando atentamente. Mina no pareció verlos. El
silencio fue interrumpido por el profesor van Helsing, hablando en un tono muy bajo de voz, para no
interrumpir el curso de los pensamientos de mi esposa:
—¿Dónde se encuentra usted?
La respuesta fue dada en un tono absolutamente carente de inflexiones:
—No lo sé. El sueño no tiene ningún lugar que pueda considerar como real.
Durante varios minutos reinó el silencio. Mina continuaba sentada rígidamente, y el profesor la
miraba fijamente; el resto de nosotros apenas nos atrevíamos a respirar.
La habitación se estaba haciendo cada vez más clara. Sin apartar los ojos del rostro de Mina, el
profesor me indicó con un gesto que corriera las cortinas, y el día pareció envolvernos a todos. Una raya
rojiza apareció, y una luz rosada se difundió por la habitación. En ese instante, el profesor volvió a hablar:
—¿Dónde está usted ahora?
La respuesta fue de sonámbula, pero con intención; era como si estuviera interpretando algo. La
he oído emplear el mismo tono de voz cuando lee sus notas escritas en taquigrafía.
—No lo sé. ¡Es un lugar absolutamente desconocido para mí!
—¿Qué ve usted?
—No veo nada; está todo oscuro.
—¿Qué oye usted?
Noté la tensión en la voz paciente del profesor.
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—El ruido del agua. Se oye un ruido de resaca y de pequeñas olas que chocan.
Puedo oírlas al exterior.
—Entonces, ¿está usted en un barco?
Todos nos miramos, unos a otros, tratando de comprender algo. Teníamos miedo de pensar. La
respuesta llegó rápidamente:
—¡Oh, sí!
—¿Qué otra cosa oye?
—Ruido de pasos de hombres que corren de un lado para otro. Oigo también el ruido de una
cadena y un gran estrépito, cuando el control del torno cae al trinquete.
—¿Qué está usted haciendo?
—Estoy inmóvil; absolutamente inmóvil. ¡Es algo como la muerte!
La voz se apagó, convirtiéndose en un profundo suspiro, como de alguien que está dormido, y los
ojos se le volvieron a cerrar.
Pero esta vez el sol se había elevado ya y nos encontramos todos en plena luz del día. El doctor
van Helsing colocó sus manos sobre los hombros de Mina, e hizo que su cabeza reposara suavemente
en las almohadas. Ella permaneció durante unos momentos como una niña dormida y, luego, con un
largo suspiro, despertó y se extrañó mucho al vernos a todos reunidos en torno a ella.
—¿He hablado en sueños? —fue todo lo que dijo.
Sin embargo, parecía conocer la situación, sin hablar, puesto que se sentía ansiosa por saber
qué había dicho. El profesor le repitió la conversación, y Mina le dijo:
—Entonces, no hay tiempo que perder. ¡Es posible que no sea todavía demasiado tarde!
El señor Morris y lord Godalming se dirigieron hacia la puerta, pero la voz tranquila del profesor
los llamó y los hizo regresar sobre sus pasos:
—Quédense, amigos míos. Ese barco, dondequiera que se encuentre, estaba levando anclas
mientras hablaba la señora. Hay muchos barcos levando anclas en este momento, en su gran puerto de
Londres. ¿Cuál de ellos buscamos? Gracias a Dios que volvemos a tener indicios, aunque no sepamos
adónde nos conducen. Hemos estado en cierto modo ciegos, de una manera muy humana, ¡puesto que
al mirar atrás, vemos lo que hubiéramos podido ver al mirar hacia adelante, si hubiéramos sido capaces
de ver lo que era posible ver! ¡Vaya! ¡Esa frase es un rompecabezas!, ¿no es así? Podemos comprender
ahora qué estaba pensando el conde cuando recogió el dinero, cuando el cuchillo esgrimido con rabia por
Jonathan lo puso en un peligro al que todavía teme. Quería huir. ¡Escúchenme: HUIR! Comprendió que
con una sola caja de tierra a su disposición y un grupo de hombres persiguiéndolo como los perros a un
zorro, Londres no era un lugar muy saludable para él. ¡Adelante!, como diría nuestro amigo Arthur, al
ponerse su casaca roja para la caza. Nuestro viejo zorro es astuto, muy astuto, y debemos darle caza con
ingenio. Yo también soy astuto y voy a pensar en él dentro de poco. Mientras tanto, vamos a descansar
en paz, puesto que hay aguas entre nosotros que a él no le agrada cruzar y que no podría hacerlo
aunque quisiera... A menos que el barco atracara y, en ese caso, solamente podría hacerlo durante la
pleamar o la bajamar.
Además, el sol ha salido y todo el día nos pertenece, hasta la puesta del sol. Vamos a bañarnos y
a vestirnos. Luego, nos desayunaremos, ya que a todos nos hace buena falta.
Además, podremos comer con tranquilidad, puesto que el monstruo no se encuentra en la misma
tierra que nosotros.
Mina lo miró suplicantemente, al tiempo que preguntaba:
—Pero, ¿por qué necesitan ustedes seguir buscándolo, si se ha alejado de nosotros?
El profesor le tomó la mano y le dio unas palmaditas al tiempo que respondía:
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—No me pregunte nada al respecto por el momento. Después del desayuno responderé a sus
preguntas.
No aceptó decir nada más, y nos separamos todos para vestirnos.
Después del desayuno, Mina repitió su pregunta. El profesor la miró gravemente durante un
minuto, y luego respondió en tono muy triste:
—Porque, mi querida señora Mina, ahora más que nunca debemos encontrarlo, ¡aunque
tengamos que seguirlo hasta los mismos infiernos!
Mina se puso más pálida, al tiempo que preguntaba:
—¿Por qué?
—Porque —respondió van Helsing solemnemente— puede vivir durante varios siglos, y usted es
solamente una mujer mortal. Debemos temer ahora al tiempo..., puesto que ya le dejó esa marca en la
garganta.
Apenas tuve tiempo de recogerla en mis brazos, cuando cayó hacia adelante, desmayada.
XXIV.— DEL DIARIO FONOGRÁFICO DEL DOCTOR SEWARD,
NARRADO POR VAN HELSING
Esto es para Jonathan Harker.
Debe usted quedarse con su querida señora Mina. Nosotros debemos ir a ocuparnos de nuestra
investigación..., si es que puedo llamarla así, ya que no es una investigación, sino algo que ya sabemos,
y solamente buscamos una confirmación. Pero usted quédese y cuídela durante el día de hoy. Esa es lo
mejor y lo más sagrado para todos nosotros. De todos modos, el monstruo no podrá presentarse hoy.
Déjeme ponerlo al corriente de lo que nosotros cuatro sabemos ya, debido a que se lo he comunicado a
los demás. El monstruo, nuestro enemigo, se ha ido; ha regresado a su castillo, en Transilvania. Lo sé
con tanta seguridad como si una gigantesca mano de fuego lo hubiera dejado escrito en la pared. En
cierto modo, se había preparado para ello, y su última caja de tierra estaba preparada para ser
embarcada. Por eso tomó el dinero y se apresuró tanto; para evitar que lo atrapáramos antes de la
puesta del sol. Era su única esperanza, a menos que pudiera esconderse en la tumba de la pobre Lucy,
que él pensaba que era como él y que, por consiguiente, estaba abierta para él. Pero no le quedaba
tiempo. Cuando eso le falló, se dirigió directamente a su último recurso..., a su última obra terrestre
podría decir, si deseara una double entente. Es inteligente; muy inteligente. Comprendió que había
perdido aquí la partida, y decidió regresar a su hogar. Encontró un barco que seguía la ruta que deseaba,
y se fue en él. Ahora vamos a tratar de descubrir cuál era ese barco y, sin perder tiempo, en cuanto lo
sepamos, regresaremos para comunicárselo a usted. Entonces lo consolaremos y también a la pobre
señora Mina, con nuevas esperanzas. Puesto que es posible conservar esperanzas, al pensar que no
todo se ha perdido. Esa misma criatura a la que perseguimos tardó varios cientos de años en llegar a
Londres y, sin embargo, en un solo día, en cuanto tuvimos conocimiento de sus andanzas, lo hicimos huir
de aquí. Tiene limitaciones, puesto que tiene el poder de hacer mucho daño, aunque no puede soportarlo
como nosotros. Pero somos fuertes, cada cual a nuestro modo; y somos todavía mucho más fuertes,
cuando estamos todos reunidos. Anímese usted, querido esposo de nuestra señora Mina. Esta batalla no
ha hecho más que comenzar y, al final, venceremos...
Estoy tan seguro de ello como de que en las alturas se encuentra Dios vigilando a sus hijos. Por
consiguiente, permanezca animado y consuele a su esposa hasta nuestro regreso.
VAN HELSING
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Del diario de Jonathan Harker
4 de octubre. Cuando le leí a Mina el mensaje que me dejó van Helsing en el fonógrafo, mi pobre
esposa se animó considerablemente. La certidumbre de que el conde había salido del país le proporcionó
consuelo ya, y el consuelo es la fortaleza para ella. Por mi parte, ahora que ese terrible peligro no se
encuentra ya cara a cara con nosotros, me resulta casi imposible creer en él. Incluso mis propias
experiencias terribles en el castillo de Drácula parecen ser como una pesadilla que se hubiese
presentado hace mucho tiempo y que estuviera casi completamente olvidada, aquí, en medio del aire
fresco del otoño y bajo la luz brillante del sol...
Sin embargo, ¡ay!, ¿cómo voy a poder olvidarlo? Entre las nieblas de mi imaginación, mi
pensamiento se detiene en la roja cicatriz que mi adorada y atribulada esposa tiene en la frente blanca.
Mientras esa cicatriz permanezca en su frente, no es posible dejar de creer. Mina y yo tememos
permanecer inactivos, de modo que hemos vuelto a revisar varias veces todos los diarios. En cierto
modo, aunque la realidad parece ser cada vez más abrumadora, el dolor y el miedo parecen haber
disminuido. En todo ello se manifiesta, en cierto modo, una intención directriz, que resulta casi
reconfortante. Mina dice que quizá seamos instrumentos de un buen final. ¡Puede ser!
Debo tratar de pensar como ella. Todavía no hemos hablado nunca sobre lo futuro. Será mejor
esperar a ver al profesor y a todos los demás, después de su investigación.
El día ha pasado mucho más rápidamente de lo que hubiera creído que podría volver a pasar
para mí. Ya son las tres de la tarde.
Del diario de Mina Harker
5 de octubre, a las cinco de la tarde. Reunión para escuchar informes. Presentes: el profesor van
Helsing, lord Godalming, el doctor Seward, el señor Quincey Morris, Jonathan Harker y Mina Harker.
El doctor van Helsing describió los pasos que habían dado durante el día, para descubrir sobre
qué barco y con qué rumbo había huido el conde Drácula.
—Sabíamos que deseaba regresar a Transilvania. Estaba seguro de que remontaría la
desembocadura del Danubio; o por alguna ruta del Mar Negro, puesto que vino siguiendo esa ruta.
Teníamos una tarea muy difícil ante nosotros. Omne ignotum pro magnifico; así, con un gran peso en el
corazón, comenzamos a buscar los barcos que salieron anoche para el Mar Negro. Estaba en un barco
de vela, puesto que la señora Mina nos habló de las velas en su visión. Esos barcos no son tan
importantes como para figurar en la lista que aparece en el Times y, por consiguiente, fuimos, aceptando
una sugestión de lord Godalming, a Lloyd's, donde están anotados todos los barcos que aparejan, por
pequeños que sean. Allí descubrimos que sólo un barco con destino al Mar Negro había salido
aprovechando las mareas. Es el Czarina Catherine y va de Doolittle Wharf con destino a Varna, a otros
puertos y, luego, remontará por el río Danubio.
"Entonces", dije yo, "ese es el barco en que navega el conde." Por consiguiente, fuimos a
Doolittle's Wharf y encontramos a un hombre en una oficina tan diminuta que el hombre parecía ser
mayor que ella. Le preguntamos todo lo relativo a las andanzas del Czarina Catherine. Maldijo mucho, su
rostro se enrojeció y su voz era muy ríspida; pero no era mal tipo, de todos modos, y cuando Quincey
sacó algo del bolsillo y se lo entregó, produciendo un crujido cuando el hombre lo tomó y lo metió en una
pequeña billetera que llevaba en las profundidades de sus ropas, se convirtió en un tipo todavía mejor, y
humilde servidor nuestro. Nos acompañó y les hizo preguntas a varios hombres sudorosos y rudos; esos
también resultaron mejores tipos cuando aplacaron su sed.
Hablaron mucho de sangre y de otras cosas que no entendí, aunque adiviné qué era lo que
querían decir. Sin embargo, nos comunicaron todo lo que deseábamos saber.
"Nos comunicaron, entre otras cosas, que ayer, más o menos a las cinco de la tarde, llegó un
hombre con mucho apresuramiento. Un hombre alto, delgado y pálido, con nariz aquilina, dientes muy
blancos y unos ojos que parecían estar ardiendo. Que iba vestido todo de negro, con excepción de un
sombrero de paja que llevaba y que no le sentaba bien ni a él ni al tiempo que estaba haciendo, y que
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distribuyó generosamente su dinero, haciendo preguntas para saber si había algún barco que se dirigiera
hacia el Mar Negro, y hacia qué punto. Lo llevaron a las oficinas y al barco, a bordo del cual no quiso
subir, sino que se detuvo en el muelle y pidió que el capitán fuera a verlo. El capitán acudió, cuando le
dijeron que le pagaría bien, y aunque maldijo mucho al principio, cerró trato con él. Entonces, el hombre
alto y delgado se fue, no sin que antes le indicara alguien donde podía encontrar una carreta y un
caballo. Pronto volvió, conduciendo él mismo una carreta sobre la que había una gran caja, que descargó
él solo, aunque fueron necesarios varios hombres para llevarla a la grúa y para meterla a la bodega del
barco. Le dio muchas indicaciones al capitán respecto a cómo y dónde debería ser colocada aquella caja,
pero al capitán no le agradó aquello, lo maldijo en varias lenguas y le dijo que fuera si quería a ver como
era estibada la maldita caja. Pero él dijo que no podía hacerlo en ese momento; que embarcaría más
tarde, ya que tenía muchas cosas en qué ocuparse. Entonces, el capitán le dijo que se diera prisa... con
sangre... ya que aquel barco iba a aparejar... con sangre... en cuanto fuera propicia la marea... con
sangre. Entonces, el hombre sonrió ligeramente y le dijo que, por supuesto, iría en tiempo útil, pero que
no sería demasiado pronto. El capitán volvió a maldecir como un poligloto y el hombre alto le hizo una
reverencia y le dio las gracias, prometiéndole embarcarse antes de que aparejara, para no causarle
ningún trastorno innecesario. Finalmente, el capitán, más rojo que nunca, y en muchas otras lenguas, le
dijo que no quería malditos franceses piojosos en su barco. Entonces, después de preguntar dónde
podría encontrar un barco no muy lejos, en donde poder comprar impresos de embarque, se fue. "Nadie
sabía adónde había ido, como decían, puesto que pronto pareció que el Czarina Catherine no aparejaría
tan pronto como habían pensado. Una ligera bruma comenzó a extenderse sobre el río y fue haciéndose
cada vez más espesa, hasta que, finalmente, una densa niebla cubrió al barco y todos sus alrededores.
El capitán maldijo largo y tendido en todas las lenguas que conocía, pero no pudo hacer nada. El agua se
elevaba cada vez más y comenzó a pensar que de todos modos iba a perder la marea. No estaba de muy
buen humor, cuando exactamente en el momento de la pleamar, el hombre alto y delgado volvió a
presentarse y pidió que le mostraran dónde habían estibado su caja. Entonces, el capitán le dijo que
deseaba que tanto él como su caja estuvieran en el infierno. Pero el hombre no se ofendió y bajó a la
bodega con un tripulante, para ver dónde se encontraba su caja. Luego, volvió a la cubierta y permaneció
allí un rato, envuelto en la niebla. Debió subir de la bodega solo, ya que nadie lo vio. En realidad, no
pensaron más en él, debido a que pronto la niebla comenzó a levantarse y el tiempo aclaró
completamente. Mis amigos sedientos y malhablados sonrieron cuando me explicaron cómo el capitán
maldijo en más lenguas que nunca y tenía un aspecto más pintoresco que nunca, cuando al preguntarles
a otros marinos que se desplazaban hacia un lado y otro del río a esa hora, descubrió que muy pocos de
ellos habían visto niebla en absoluto, excepto donde se encontraba él, cerca del muelle. Sin embargo, el
navío aparejó con marea menguante, e indudablemente para la mañana debía encontrarse lejos de la
desembocadura del río. Así pues, mientras nos explicaban todo eso, debía encontrarse lejos ya, en alta
mar. "Y ahora, señora Mina, tendremos que reposar durante cierto tiempo, puesto que nuestro enemigo
está en el mar, con la niebla a sus órdenes, dirigiéndose hacia la desembocadura del Danubio. El avance
en un barco de vela no es nunca demasiado rápido; por consiguiente, podremos salir por tierra con
mucha mayor rapidez. y lo alcanzaremos allí. Nuestra mejor esperanza es encontrarlo cuando esté en su
caja entre el amanecer y la puesta del sol, ya que entonces no puede luchar y podremos tratarlo como se
merece. Tenemos varios días a nuestra disposición, durante los cuales podremos hacer planes.
Conocemos todo sobre el lugar a donde debemos ir, puesto que hemos visto al propietario del barco, que
nos ha mostrado facturas y toda clase de documentos. La caja que nos interesa deberá ser
desembarcada en Varna y entregada a un agente, un tal Ristics, que presentará allá sus credenciales.
Así, nuestro amigo marino habrá concluido su parte. Cuando nos preguntó si pasaba algo malo, ya que
de ser así podría telegrafiar a Varna para que se llevara a cabo una encuesta, le dijimos que no, debido a
que nuestro trabajo no puede llevarse a cabo por la policía ni en la aduana.
Debemos hacerlo nosotros mismos, a nuestro modo." Cuando el doctor van Helsing concluyó su
relato, le pregunté si se había cerciorado de que el conde se había quedado a bordo del barco. El
profesor respondió:
—Tenemos la mejor prueba posible de ello: sus propias declaraciones, cuando estaba usted en
trance hipnótico, esta mañana.
Volví a preguntarle si era necesario que persiguieran al conde, debido a que temía que Jonathan
me dejara sola y sabía que se iría también si los demás lo hacían.
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Me habló al principio con calma y cada vez de manera más apasionada. Sin embargo, conforme
continuaba hablando, se airaba más cada vez, hasta que al final vimos que le quedaba al menos aún
parte de aquel dominio de sí mismo que lo hacía maestro entre los hombres.
—Sí, es necesario... ¡Necesario! ¡Necesario! Por su bien en primer lugar, y por el bien de toda la
humanidad. Ese monstruo ha hecho ya demasiado daño, en el estrecho espacio en que se encuentra y
en el corto tiempo que ha transcurrido desde que era sólo un cuerpo que estaba buscando su medida en
la oscuridad y en la ignorancia. Todo eso se lo he explicado ya a los demás; usted, mi querida señora
Mina, lo escuchará en el fonógrafo de mi amigo John o en el de su esposo. Les he explicado como el
hecho de salir de su tierra árida..., árida en habitantes..., para venir a este país en el que las personas
habitan como los granos de maíz en una plantación, había sido un trabajo de siglos. Si algún otro muerto
vivo tratara de hacer lo mismo que él, necesitaría para ello todos los siglos del planeta y todavía no
tendría bastante. En el caso del vampiro que nos ocupa, todas las fuerzas ocultas de la naturaleza,
profundas y poderosas, deben haberse unido de alguna forma monstruosa. El lugar mismo en que
permaneció como muerto vivo durante todos esos siglos, está lleno de rarezas del mundo geológico y
químico. Hay fisuras y profundas cavernas que nadie sabe hasta dónde llegan. Hay también volcanes,
algunos de los cuales expulsan todavía aguas de propiedades extrañas, y gases que matan o vivifican.
Indudablemente, hay algo magnético o eléctrico en algunas de esas combinaciones de fuerzas ocultas,
que obran de manera extraña sobre la vida física, y que en sí mismas fueron desde el principio grandes
cualidades. En tiempos duros y de guerras, fue celebrado como el hombre de nervios mejor templados,
de inteligencia más despierta, y de mejor corazón. En él, algún principio vital extraño encontró su máxima
expresión, y mientras su cuerpo se fortalecía, se desarrollaba y luchaba, su mente también crecía. Todo
esto, con la ayuda diabólica con que cuenta seguramente, puesto que todo ello debe atribuirse a los
poderes que proceden del bien y que son simbólicos en él. Y ahora, he aquí lo que representa para
nosotros: la ha infectado a usted; perdóneme que le diga eso, señora, pero lo hago por su bien. La
contaminó de una forma tan inteligente, que incluso en el caso de que no vuelva a hacerlo, solamente
podría usted vivir a su modo antiguo y dulce, y así, con el tiempo, la muerte, que es común a todos los
hombres y está sancionada por el mismo Dios, la convertirá a usted en una mujer semejante a él. ¡Eso no
debe suceder! Hemos jurado juntos que no lo permitiremos. Así, somos ministros de la voluntad misma
de Dios: que el mundo y los hombres por los que murió Su Hijo, no sean entregados a monstruos cuya
existencia misma es una blasfemia contra Él. Ya nos ha permitido redimir un alma, y estamos dispuestos,
como los antiguos caballeros de las Cruzadas, a redimir muchas más. Como ellos, debemos ir hacia el
Oriente, y como ellos, si debemos caer, lo haremos por una buena causa.
Guardó silencio un momento y luego dije:
—Pero, ¿no aceptará sabiamente el conde su derrota? Puesto que ha sido expulsado de
Inglaterra, ¿no evitará este país, como evita un tigre el poblado del que ha sido rechazado?
—¡Ajá! Su imagen sobre el tigre es muy buena y voy a adoptarla. Su devorador de hombres,
como llaman los habitantes de la India a los tigres que han probado la sangre humana, se desentienden
de todas las otras presas, y acechan al hombre hasta que pueden atacarlo. El monstruo que hemos
expulsado de nuestro poblado es un tigre, un devorador de hombres, que nunca dejará de acechar a sus
presas. No, por naturaleza; no es alguien que se retire y permanezca alejado. Durante su vida, su vida
verdadera, atravesó la frontera turca y atacó a sus enemigos en su propio terreno; fue rechazado, pero,
¿se conformó? ¡No! Volvió una y otra vez. Observe su constancia y su resistencia. En su cerebro infantil
había concebido ya desde hace mucho tiempo la idea de ir a una gran ciudad. ¿Qué hizo? Encontró el
lugar más prometedor para él de todo el mundo. Entonces, de manera deliberada, se preparó para la
tarea. Descubrió pacientemente cuál es su fuerza y cuáles son sus poderes. Estudió otras lenguas.
Aprendió la nueva vida social; ambientes nuevos de regiones antiguas, la política, la legislación, las
finanzas, las ciencias, las costumbres de una nueva tierra y nuevos individuos, que habían llegado a
existir desde que él vivía. La mirada que pudo echar a ese mundo no hizo sino aumentar su apetito y
agudizar su deseo. Eso lo ayudó a desarrollarse, al mismo tiempo que su cerebro, puesto que pudo
comprobar cuán acertado había estado en sus suposiciones. Lo había hecho solo, absolutamente solo,
saliendo de una tumba en ruinas, situada en una tierra olvidada. ¿Qué no podrá hacer cuando el ancho
mundo del pensamiento le sea abierto? Él, que puede reírse de la muerte, como lo hemos visto, que
puede fortalecerse en medio de epidemias y plagas que matan a todos los individuos a su alrededor...
¡Oh! Si tal ser procediera de Dios y no del Diablo, ¡qué fuerza del bien podría ser en un mundo como el
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nuestro! Pero tenemos que librar de él al mundo. Nuestro trabajo debe llevarse a cabo en silencio, y
todos nuestros esfuerzos deben llevarse a cabo en secreto. Puesto que en esta época iluminada, cuando
los hombres no creen ni siquiera en lo que ven, las dudas de los hombres sabios pueden constituir su
mayor fuerza. Serán al mismo tiempo su protección y su escudo, y sus armas para destruirnos, a
nosotros que somos sus enemigos, que estamos dispuestos a poner en peligro incluso nuestras propias
almas para salvar a la que amamos... por el bien de la humanidad y por el honor y la gloria de Dios.
Después de una discusión general, se llegó a estar de acuerdo en que no debíamos hacer nada
esa noche; que deberíamos dormir y pensar en las conclusiones apropiadas. Mañana, a la hora del
desayuno, debemos volver a reunirnos, y después de comunicar a los demás nuestras conclusiones,
debemos decidirnos por alguna acción determinada...
Siento una maravillosa paz y descanso esta noche. Es como si una presencia espectral fuera
retirada de mí. Quizá...
Mi suposición no fue concluida, ya que vi en el espejo la roja cicatriz que tengo en la frente, y
comprendí que todavía estoy estigmatizada.
Del diario del doctor Seward
5 de octubre. Todos nos levantamos temprano, y creo que haber dormido nos hizo mucho bien a
todos. Cuando nos reunimos para el desayuno, reinaba entre nosotros una animación como no habíamos
esperado nunca volver a tener.
Es maravilloso ver qué elasticidad hay en la naturaleza humana. Basta que una causa de
obstrucción, sea cual sea, sea retirada de cualquier forma, incluso por medio de la muerte, para que
volvamos a sentir la misma esperanza y alegría de antes. Más de una vez, mientras permanecimos en
torno a la mesa, me pregunté si los horrores de los días precedentes no habían sido solamente un sueño.
Fue solamente cuando vi la cicatriz que tenía la señora Harker en la frente cuando volví a la realidad.
Incluso ahora, cuando estoy resolviendo el asunto gravemente, es casi imposible comprender que la
causa de todos nuestros problemas existe todavía. Incluso la señora Harker parece olvidarse de su
situación durante largos ratos; solo de vez en cuando, cuando algo se lo recuerda, se pone a pensar en
la terrible marca que lleva en la frente. Debemos reunirnos aquí, en mi estudio, dentro de media hora,
para decidir qué vamos a hacer. Solamente veo una dificultad inmediata; la veo más por instinto que por
raciocinio: tendremos que hablar todos francamente y, sin embargo, temo que, de alguna manera
misteriosa, la lengua de la pobre señora Harker esté sujeta. Sé que llega a conclusiones que le son
propias, y por cuanto ha sucedido, puedo imaginarme cuán brillantes y verdaderas deben ser; pero no
desea o no puede expresarlas. Le he mencionado eso a van Helsing y él y yo deberemos conversar
sobre ese tema cuando estemos solos. Supongo que parte de ese horrible veneno que le ha sido
introducido en las venas comienza a trabajar. El conde tenía sus propios propósitos cuando le dio lo que
van Helsing llama "el bautismo de sangre del vampiro". Bueno, puede haber un veneno que se destila de
las cosas buenas; ¡en una época en la que la existencia de tomaínas es un misterio, no debemos
sorprendernos de nada! Algo es seguro: que si mi instinto no me engaña respecto a los silencios de la
pobre señora Harker, existirá una terrible dificultad, un peligro desconocido, en el trabajo que nos espera.
El mismo poder que la hace guardar silencio puede hacerla hablar. No puedo continuar pensando en ello,
porque, de hacerlo, deshonraría con el pensamiento a una mujer noble.
Más tarde. Cuando llegó el profesor, discutimos sobre la situación. Comprendía que tenía alguna
idea, que quería exponérnosla, pero tenía cierto temor de entrar de lleno en el tema. Después de muchos
rodeos, dijo repentinamente:
—Amigo John, hay algo que usted y yo debemos discutir solos, en todo caso, al principio. Más
tarde, tendremos que confiar en todos los demás.
Hizo una pausa. Yo esperé, y el profesor continuó al cabo de un momento:
—La señora Mina, nuestra pobre señora Mina, está cambiando.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal, al ver que mis suposiciones eran confirmadas de ese
modo. Van Helsing continuó:
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—Con la triste experiencia de la señorita Lucy, debemos estar prevenidos esta vez, antes de que
las cosas vayan demasiado lejos. Nuestra tarea es, ahora, en realidad, más difícil que nunca, y este
problema hace que cada hora que pasa sea de la mayor importancia. Veo las características del vampiro
aparecer en su rostro. Es todavía algo muy ligero, pero puede verse si se le observa sin prejuicios. Sus
dientes son un poco más agudos y, a veces, sus ojos son más duros. Pero eso no es todo; guarda
frecuentemente silencio, como lo hacía la señorita Lucy. No habla, aun cuando escribe lo que quiere que
se sepa más adelante. Ahora, mi temor es el siguiente: puesto que ella pudo, por el trance hipnótico que
provocamos en ella, decir qué veía y oía el conde, no es menos cierto que él, que la hipnotizó antes, que
bebió su sangre y le hizo beber de la suya propia, puede, si lo desea, hacer que la mente de la señora
Mina le revele lo que conoce. ¿No parece justa esa suposición?
Asentí, y el maestro siguió diciendo:
—Entonces, lo que debemos hacer es evitar eso; debemos mantenerla en la ignorancia de
nuestro intento, para que no pueda revelar en absoluto lo que no conoce. ¡Es algo muy doloroso! Tan
doloroso, que me duele enormemente tener que hacerlo, pero es necesario. Cuando nos reunamos hoy,
voy a decirle que, por razones de las que no deseamos hablar, no podrá volver a asistir a nuestros
consejos, pero que nosotros continuaremos custodiándola.
Se enjugó la frente, de la que le había brotado bastante sudor, al pensar en el dolor que podría
causar a aquella pobre mujer que ya estaba siendo tan torturada. Sabía que le serviría de cierto consuelo
el que yo le dijera que, por mi parte, había llegado exactamente a la misma conclusión, puesto que, por lo
menos, le evitaría tener dudas. Se lo dije, y el efecto fue el que yo esperaba.
Falta ya poco para que llegue el momento de nuestra reunión general. Van Helsing ha ido a
prepararse para la citada reunión y la dolorosa parte que va a tener que desempeñar en ella. Realmente
creo que lo que desea es poder orar a solas.
Más tarde. En el momento mismo en que daba comienzo la reunión, tanto van Helsing como yo
experimentamos un gran alivio. La señora Harker envió un mensaje, por mediación de su esposo,
diciendo que no iba a reunirse con nosotros entonces, puesto que estaba convencida de que era mejor
que nos sintiéramos libres para discutir sobre nuestros movimientos, sin la molestia de su presencia. El
profesor y yo nos miramos uno al otro durante un breve instante y, en cierto modo, ambos nos sentimos
aliviados. Por mi parte, pensaba que si la señora Harker se daba cuenta ella misma del peligro, habíamos
evitado así un grave peligro y, sin duda, también un gran dolor. Bajo las circunstancias, estuvimos de
acuerdo, por medio de una pregunta y una respuesta, con un dedo en los labios, para guardarnos
nuestras sospechas, hasta que estuviéramos nuevamente en condiciones de conversar a solas. Pasamos
inmediatamente a nuestro plan de campaña. Van Helsing nos explicó de manera resumida los hechos:
—El Czarina Catherine abandonó el Támesis ayer por la mañana. Necesitará por lo menos,
aunque vaya a la máxima velocidad que puede desarrollar, tres semanas para llegar a Varna, pero
nosotros podemos ir por tierra al mismo lugar en tres días. Ahora bien, si concedemos dos días menos de
viaje al barco, debido a la influencia que tiene sobre el clima el conde y que nosotros conocemos, y si
concedemos un día y una noche como margen de seguridad para cualquier circunstancia que pueda
retrasarnos, entonces, nos queda todavía un margen de casi dos semanas. Por consiguiente, con el fin
de estar completamente seguros, debemos salir de aquí el día diecisiete, como fecha límite. Luego,
llegaremos a Varna por lo menos un día antes de la llegada del Czarina Catherine, en condiciones de
hacer todos los preparativos que juzguemos necesarios.
Por supuesto, debemos ir todos armados... Armados contra todos los peligros, tanto espirituales
como físicos.
En eso, Quincey Morris añadió:
—Creo haber oído decir que el conde procede de un país de lobos, y es posible que llegue allí
antes que nosotros. Por consiguiente, aconsejo que llevemos Winchesters con nosotros. Tengo plena
confianza en los rifles Winchester cuando se presenta un peligro de ese tipo. ¿Recuerda usted, Art,
cuando nos seguía la jauría en Tobolsk? ¡Qué no hubiéramos dado entonces por poseer un fusil de
repetición!
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—¡Bien! —dijo van Helsing—. Los Winchesters son muy convenientes. Quincey piensa
frecuentemente con mucho acierto, pero, sobre todo, cuando se trata de cazar. Las metáforas son más
deshonrosas para la ciencia que los lobos peligrosos para el hombre. Mientras tanto, no podemos hacer
aquí nada en absoluto, y como creo que ninguno de nosotros está familiarizado con Varna, ¿por qué no
vamos allá antes?
Resultará tan largo el esperar aquí como el hacerlo allá. Podemos prepararnos entre hoy y
mañana, y entonces, si todo va bien, podremos ponemos en camino nosotros cuatro.
—¿Los cuatro? —dijo Harker, interrogativamente, mirándonos a todos, de uno en uno.
—¡Naturalmente! —dijo el profesor con rapidez—. ¡Usted debe quedarse para cuidar a su dulce
esposa!
Harker guardó silencio un momento, y luego dijo, con voz hueca:
—Será mejor que hablemos de esto mañana. Voy a consultar con Mina al respecto.
Pensé que ése era el momento oportuno para que van Helsing le advirtiera que no debería
revelar a su esposa cuáles eran nuestros planes, pero no se dio por aludido.
Lo miré significativamente y tosí. A modo de respuesta, se puso un dedo en los labios y se volvió
hacia otro lado.
Del diario de Jonathan Harker
Octubre, por la tarde. Durante un buen rato, después de nuestra reunión de esta mañana, no
pude reflexionar. Las nuevas fases de los asuntos me dejaron la mente en un estado tal, que me era
imposible pensar con claridad. La determinación de Mina de no tomar parte activa en la discusión me
tenía preocupado y, como no me era posible discutir de eso con ella, solamente podía tratar de adivinar.
Todavía estoy tan lejos como al principio de haber hallado la solución a esa incógnita. Asimismo, el modo
en que los demás recibieron esa determinación, me asombró; la última vez que hablamos de todo ello,
acordamos que ya no deberíamos ocultarnos nada en absoluto unos a otros. Mina está dormida ahora,
calmada y tranquila como una niñita. Sus labios están entreabiertos y su rostro sonríe de felicidad.
¡Gracias a Dios, incluso ella puede gozar aún de momentos similares!
Más tarde. ¡Qué extraño es todo! Estuve observando el rostro de Mina, que reflejaba tanta
felicidad, y estuve tan cerca de sentirme yo mismo feliz un momento, como nunca hubiera creído que
fuera posible otra vez. Conforme avanzó la tarde y la tierra comenzó a cubrirse de sombras proyectadas
por los objetos a los que iluminaba la luz del sol que comenzaba a estar cada vez más bajo, el silencio de
la habitación comenzó a parecerme cada vez más solemne. De repente, Mina abrió los ojos y,
mirándome con ternura, me dijo:
—Jonathan, deseo que me prometas algo, dándome tu palabra de honor. Será una promesa que
me harás a mí, pero de manera sagrada, teniendo a Dios como testigo, y que no deberás romper, aunque
me arrodille ante ti y te implore con lágrimas en los ojos. Rápido; debes hacerme esa promesa
inmediatamente.
—Mina —le dije—, no puedo hacerte una promesa de ese tipo inmediatamente. Es posible que
no tenga derecho a hacértela.
—Pero, querido —dijo con una tal intensidad espiritual que sus ojos refulgían como si fueran dos
estrellas polares—, soy yo quien lo desea, y no por mí misma. Puedes preguntarle al doctor van Helsing
si no tengo razón; si no está de acuerdo, podrás hacer lo que mejor te parezca. Además, si están todos
de acuerdo, quedarás absuelto de tu promesa.
—¡Te lo prometo! —le dije; durante un momento, pareció sentirse extraordinariamente feliz,
aunque en mi opinión, toda felicidad le estaba vedada, a causa de la cicatriz que tenía en la frente.
—Prométeme que no me dirás nada sobre los planes que hagan para su campaña en contra del
conde —me dijo—. Ni de palabra, ni por medio de inferencias ni implicaciones, en tanto conserve esto.
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Y señaló solemnemente la cicatriz de su frente. Vi que estaba hablando en serio y le dije
solemnemente también:
—¡Te lo prometo!
Y en cuanto pronuncié esas palabras comprendí que acababa de cerrarse una puerta entre
nosotros.
Más tarde, a la medianoche. Mina se ha mostrado alegre y animada durante toda la tarde. Tanto,
que todos los demás parecieron animarse a su vez, como dejándose contagiar por su alegría; como
consecuencia de ello, yo también me sentí como si el peso tremendo que pesa sobre todos nosotros se
hubiera aligerado un poco. Todos nos retiramos temprano a nuestras habitaciones. Mina está durmiendo
ahora como un bebé; es maravilloso que le quede todavía la facultad de dormir, en medio de su terrible
problema. Doy gracias a Dios por ello, ya que, de ese modo, al menos podrá olvidarse ella de su dolor.
Es posible que su ejemplo me afecte, como lo hizo su alegría de esta tarde. Voy a intentarlo. ¡Qué sea un
sueño sin pesadillas!
6 de octubre, por la mañana. Otra sorpresa. Mina me despertó temprano, casi a la misma hora
que el día anterior, y me pidió que le llevara al doctor van Helsing. Pensé que se trataba de otra ocasión
para el hipnotismo y, sin vacilaciones, fui en busca del profesor. Evidentemente, había estado esperando
una llamada semejante, ya que lo encontré en su habitación completamente vestido. Tenía la puerta
entreabierta, como para poder oír el ruido producido por la puerta de nuestra habitación al abrirse. Me
acompañó inmediatamente; al entrar en la habitación, le preguntó a Mina si deseaba que los demás
estuvieran también presentes.
—No —dijo con toda simplicidad—; no será necesario. Puede usted decírselo más tarde. Deseo ir
con ustedes en su viaje.
El doctor van Helsing estaba tan asombrado como yo mismo. Al cabo de un momento de silencio,
preguntó:
—Pero, ¿por qué?
—Deben llevarme con ustedes. Yo estoy más segura con ustedes, y ustedes mismos estarán
también más seguros conmigo.
—Pero, ¿por qué, querida señora Mina? Ya sabe usted que su seguridad es el primero y el más
importante de nuestros deberes. Vamos a acercarnos a un peligro, al que usted está o puede estar más
expuesta que ninguno de nosotros, por las circunstancias y las cosas que han sucedido.
Hizo una pausa, sintiéndose confuso.
Al replicar, Mina levantó una mano y señaló hacia su frente.
—Ya lo sé. Por eso que debo ir. Puedo decírselo a ustedes ahora, cuando el sol va a salir; es
posible que no pueda hacerlo más tarde. Sé que cuando el conde me quiera a su lado, tendré que ir. Sé
que si me dice que vaya en secreto, tendré que ser astuta y no me detendrá ningún obstáculo... Ni
siquiera Jonathan.
Dios vio la mirada que me dirigió al tiempo que hablaba, y si había allí presente uno de los
ángeles escribanos, esa mirada ha debido quedar anotada para honor eterno de ella. Lo único que pude
hacer fue tomarla de la mano, sin poder hablar; mi emoción era demasiado grande para que pudiera
recibir el consuelo de las lágrimas. Continuó hablando:
—Ustedes, los hombres, son valerosos y fuertes. Son fuertes reunidos, puesto que pueden
desafiar juntos lo que destrozaría la tolerancia humana de alguien que tuviera que guardarse solo.
Además, puedo serles útil, puesto que puede usted hipnotizarme y hacer que le diga lo que ni siquiera yo
sé.
El profesor hizo una pausa antes de responder.
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—Señora Mina, es usted, como siempre, muy sabia. Debe usted acompañarnos, y haremos
juntos lo que sea necesario que hagamos.
El largo silencio que guardó Mina me hizo mirarla. Había caído de espaldas sobre las almohadas,
dormida; ni siquiera despertó cuando levanté las persianas de la ventana y dejé que la luz del sol
iluminara plenamente la habitación. Van Helsing me hizo seña de que lo acompañara en silencio. Fuimos
a su habitación y, al cabo de un minuto, lord Godalming, el doctor Seward y el señor Morris estuvieron
también a nuestro lado. Les explicó lo que le había dicho Mina y continuó hablando:
—Por la mañana, debemos salir hacia Varna. Debemos contar ahora con un nuevo factor: la
señora Mina. Pero su alma es pura. Es para ella una verdadera agonía decirnos lo que nos ha dicho, pero
es muy acertado, y así estaremos advertidos a tiempo. No debemos desaprovechar ninguna oportunidad
y, en Varna, debemos estar dispuestos a actuar en el momento en que llegue ese barco.
—¿Qué deberemos hacer exactamente? —preguntó el señor Morris, con su habitual laconismo.
El profesor hizo una pausa, antes de responder.
—Primeramente, debemos tomar ese navío; luego, cuando hayamos identificado la caja,
debemos colocar una rama de rosal silvestre sobre ella. Deberemos sujetarla, ya que cuando la rama
está sobre la caja, nadie puede salir de ella. Al menos así lo dice la superstición. Y la superstición debe
merecemos confianza en principio; era la fe del hombre en la antigüedad, y tiene todavía sus raíces en la
fe. Luego, cuando tengamos la oportunidad que estamos buscando... Cuando no haya nadie cerca para
vernos, abriremos la caja y..., y todo habrá concluido.
—No pienso esperar a que se presente ninguna oportunidad —dijo Morris—. En cuanto vea la
caja, la abriré y destruiré al monstruo, aunque haya mil hombres observándome, y aunque me linchen un
momento después.
Agarré su mano instintivamente y descubrí que estaba tan firme como un pedazo de acero.
Pienso que comprendió mi mirada; espero que la entendiera.
—¡Magnífico! —dijo el profesor van Helsing—. ¡Magnífico! ¡Nuestro amigo Quincey es un hombre
verdadero! ¡Que Dios lo bendiga por ello! Amigo mío, ninguno de nosotros se quedará atrás ni será
detenido por ningún temor. Estoy diciendo solamente lo que podremos hacer... Lo que debemos hacer.
Pero en realidad ninguno de nosotros puede decir qué hará. Hay muchas cosas que pueden suceder, y
sus métodos y fines son tan diversos que, hasta que llegue el momento preciso, no podremos decirlo. De
todos modos, deberemos estar armados, y cuando llegue el momento final, nuestro esfuerzo no debe
resultar vano. Ahora, dediquemos el día de hoy a poner todas nuestras cosas en orden. Dejemos
preparadas todas las cosas relativas a otras personas que nos son queridas o que dependen de
nosotros, puesto que ninguno de nosotros puede decir qué, cuándo ni cómo puede ser el fin. En cuanto a
mí, todos mis asuntos están en orden y, como no tengo nada más que hacer, voy a preparar ciertas
cosas y a tomar ciertas disposiciones para el viaje. Voy a conseguir todos nuestros billetes, etcétera.
No había nada más de qué hablar, y nos separamos.
Ahora debo poner en orden todos mis asuntos sobre la tierra y estar preparado para cualquier
cosa que pueda suceder...
Más tarde. Ya está todo arreglado. He hecho mi testamento y todo está completo. Mina, si
sobrevive, es mi única heredera. De no ser así, entonces, nuestros amigos, que tan buenos han sido con
nosotros, serán mis herederos.
Se acerca el momento de la puesta del sol; el desasosiego de Mina me hace darme cuenta de
ello. Estoy seguro de que existe algo en su mente que despierta en el momento de la puesta del sol. Esos
momentos están llegando a ser muy desagradables para todos nosotros, puesto que cada vez que el sol
se pone o sale, representa la posibilidad de un nuevo peligro..., de algún nuevo dolor que, sin embargo,
puede ser un medio del Señor para un buen fin. Escribo todas estas cosas en mi diario, debido a que mi
adorada esposa no debe tener conocimiento de ellas por ahora, pero si es posible que las pueda leer
más tarde, estará preparado para que pueda hacerlo.
Me está llamando en este momento.
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XXV.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
11 de octubre, por la noche. Jonathan Harker me ha pedido que tome nota de todo esto, ya que
dice no estar en condiciones de encargarse de esta tarea, y que desea que mantengamos un registro
preciso de los acontecimientos.
Creo que ninguno de nosotros se sorprendió cuando nos pidieron que fuéramos a ver a la señora
Harker, poco antes de la puesta del sol. Hacía tiempo que habíamos llegado todos a comprender que el
momento de la salida del sol y el de su puesta eran momentos durante los que gozaba ella de mayor
libertad; cuando su antigua personalidad podía manifestarse sin que ninguna fuerza exterior la
subyugara, la limitara o la incitara a entrar en acción. Esa condición o humor comienza siempre como
media hora antes de la puesta del sol y de su salida, y dura hasta que el sol se encuentra alto, o hasta
que las nubes, con el sol oculto, brillan todavía por los rayos de luz que brotan del horizonte. Al principio,
se trata de una especie de condición negativa, como si se rompiera algún asidero y, a continuación, se
presenta rápidamente la libertad absoluta; sin embargo, cuando cesa la libertad, el retroceso tiene lugar
muy rápidamente, precedido solamente por un período de silencio, que es una advertencia.
Esta noche, cuando nos reunimos, parecía estar reprimida y mostraba todos los signos de una
lucha interna. Sin embargo, vi que hizo un violento esfuerzo en cuanto le fue posible.
Sin embargo, unos cuantos minutos le dieron control completo de sí misma; luego, haciéndole a
su esposo una seña para que se sentara junto a ella, en el diván, donde estaba medio reclinada, hizo que
todos los demás acercáramos nuestras sillas.
Luego, tomando una mano de su esposo entre las suyas, comenzó a decir:
—¡Estamos todos juntos aquí, libremente, quizá por última vez! Ya lo sé, querido; ya sé que tú
estarás siempre conmigo, hasta el fin —eso lo dijo dirigiéndose a su esposo, cuya mano, como pudimos
ver, tenía apretada—. Mañana vamos a irnos, para llevar a cabo nuestra tarea, y solamente Dios puede
saber lo que nos espera a cada uno de nosotros. Van a ser muy buenos conmigo al aceptar llevarme. Sé
lo que todos ustedes, hombres sinceros y buenos, pueden hacer por una pobre y débil mujer, cuya alma
está quizá perdida... ¡No, no, no! ¡Todavía no! Pero es algo que puede producirse tarde o temprano. Y sé
que lo harán. Y deben recordar que yo no soy como ustedes. Hay un veneno en mi sangre y en mi alma,
que puede destruirme; que debe destruirme, a menos que obtengamos algún alivio. Amigos míos, saben
ustedes tan bien como yo que mi alma está en juego, y aun cuando sé que hay un modo en que puedo
salir de esta situación, ni ustedes ni yo debemos aceptarlo.
Nos miró de manera suplicante a todos, uno por uno, comenzando y terminando con su esposo.
—¿Cuál es ese modo? —inquirió van Helsing, con voz ronca. ¿Cuál es esa solución que no
debemos ni podemos aceptar?
—Que muera yo ahora mismo, ya sea por mi propia mano o por mano de alguno de ustedes,
antes de que el mal sea consumado. Tanto ustedes como yo sabemos que una vez muerta, ustedes
podrían liberar mi espíritu y lo harían, como lo hicieron en el caso de la pobre y querida Lucy. Si fuera la
muerte o el miedo a la muerte el único obstáculo que se interpusiera en nuestro camino, no tendría
ningún inconveniente en morir aquí, ahora mismo, en medio de los amigos que me aman. Pero la muerte
no lo es todo. No creo que sea voluntad de Dios que yo muera en este caso, cuando todavía hay
esperanzas y nos espera a todos una difícil tarea. Por consiguiente, por mi parte, rechazo en este
momento lo que podría ser el descanso eterno y salgo al exterior, a la oscuridad, donde pueden
encontrarse las cosas más malas que el mundo o el más allá encierran.
Guardamos todos silencio, ya que comprendíamos de manera instintiva que se trataba solamente
de un preludio. Los rostros de todos los demás estaban serios, y el de Harker se había puesto pálido
como el de un cadáver; quizá adivinaba, mejor que ninguno de nosotros, lo que iba a seguir.
La señora Harker continuó:
—Esa es mi contribución —no pude evitar el observar el empleo de esas palabras en aquellas
circunstancias y dichas con una seriedad semejante—. ¿Cuál será la contribución de cada uno de
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ustedes? La vida, lo sé continuó diciendo rápidamente—; eso es fácil para los hombres valientes. Sus
vidas son de Dios y pueden ustedes devolverle lo que le pertenece, pero, ¿qué es lo que van a darme a
mí?
Volvió a mirarnos inquisitivamente, pero esta vez evitó posar su mirada en el rostro de su esposo.
Quincey pareció comprender, asintió y el rostro de la señora Harker se iluminó.
—Entonces, debo decirles claramente qué deseo, puesto que no deben quedar dudas a este
respecto entre todos nosotros. Deben ustedes prometerme, todos juntos y uno por uno, incluyéndote a ti,
mi amado esposo, que, si se hace necesario, me matarán.
—¿Cuándo será, eso? —la voz era de Quincey, pero era baja y llena de tensión.
—Cuando estén ustedes convencidos de que he cambiado tanto que es mejor que muera a que
continúe viviendo. Entonces, cuando mi carne esté muerta, sin un momento de retraso, me atravesarán
con una estaca, me cortarán la cabeza o harán cualquier cosa que pueda hacerme reposar en paz.
Quincey fue el primero en levantarse después de la pausa. Se arrodilló ante ella y, tomándole la
mano, le dijo solemnemente:
—Soy un tipo vulgar que, quizá, no he vivido como debe hacerlo un hombre para merecer
semejante distinción; pero le juro a usted, por todo cuanto me es sagrado y querido que, si alguna vez
llega ese momento, no titubearé ni trataré de evadirme del deber que usted nos ha impuesto. ¡Y le
prometo también que me aseguraré, puesto que si tengo dudas, consideraré que ha llegado el momento!
—¡Mi querido amigo! —fue todo lo que pudo decir en medio de las lágrimas que corrían
rápidamente por sus mejillas, antes de inclinarse y besarle a Morris la mano.
—¡Yo le juro lo mismo, señora Mina! —dijo van Helsing.
—¡Y yo! —dijo lord Godalming, arrodillándose ambos, por turno, ante ella, para hacer su
promesa.
Los seguí yo mismo.
Entonces, su esposo se volvió hacia ella, con rostro descompuesto y una palidez verdosa que se
confundía con la blancura de su cabello, y preguntó:
—¿Debo hacerte yo también esa promesa, esposa mía?
—Tú también, amor mío —le respondió ella, con una lástima infinita reflejada en sus ojos y en su
voz—. No debes vacilar. Tú eres el más cercano y querido del mundo para mí; nuestras almas están
fundidas en una por toda la vida y todos los tiempos.
Piensa, querido, que ha habido épocas en las que hombres valerosos han matado a sus esposas
y a sus hijas, para impedir que cayeran en manos de sus enemigos. Sus manos no temblaron en
absoluto, debido a que aquellas a quienes amaban les pedían que acabaran con ellas. ¡Es el deber de
los hombres para quienes aman, en tiempos semejantes de dura prueba! Y, amor mío, si la mano de
alguien debe darme la muerte, deja que sea la mano de quien más me ama. Doctor van Helsing, no he
olvidado la gracia que le hizo usted a la persona que más amaba, en el caso de la pobre Lucy —se
detuvo, sonrojándose ligeramente, y cambió su frase—, al que más derecho tenía a darle la paz. Si se
presenta otra vez una ocasión semejante cuento con usted para que establezca ese recuerdo en la vida
de mi esposo, que sea su mano amorosa la que me libere de esa terrible maldición que pesa sobre mí.
—¡Lo juro nuevamente! —dijo el profesor, con voz resonante.
La señora Harker sonrió, verdaderamente sonrió, al tiempo que con un verdadero suspiro se
echaba hacia atrás y decía:
—Ahora, quiero hacerles una advertencia; una advertencia que nunca puedan olvidar: esta vez, si
se presenta, puede hacerlo con rapidez y de manera inesperada, y en ese caso, no deben perder tiempo
en aprovechar esa oportunidad. En ese momento puedo estar yo misma..., mejor dicho, si llega ese
momento, lo estaré... Aliada a nuestro enemigo, en contra de ustedes.
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"Una petición más —se hizo muy solemne al decirlo—. No es nada vital ni necesario como la otra
petición, pero deseo que hagan algo por mí, si así lo quieren."
Todos asentimos, pero nadie dijo nada; no había necesidad de hablar.
—Quiero que lean ustedes el Oficio de Difuntos.
Un fuerte gemido de su esposo la interrumpió; tomó su mano entre las suyas, se la llevó al
corazón y continuó:
—Algún día tendrás que leerlo sobre mí, sea cual sea el final de este terrible estado de cosas.
Será un pensamiento dulce para todos o para algunos de nosotros. Tú, amor mío, espero que serás
quien lo lea, porque así será tu voz la que recuerde para siempre, pase lo que pase.
—¿Debo leer eso, querida mía? —preguntó Jonathan.
—¡Eso me consolará, esposo mío! —fue todo lo que dijo ella.
Y Jonathan comenzó a leer, después de preparar el libro.
¿Cómo voy a poder, cómo podría alguien, describir aquella extraña escena, su solemnidad, su
lobreguez, su tristeza, su horror y, sin embargo, también su dulzura?
Incluso un escéptico, que solamente pudiera ver una farsa de la amarga verdad en cualquier cosa
sagrada o emocional, se hubiera impresionado profundamente, al ver a aquel pequeño grupo de amigos
devotos y amantes, arrodillados en torno a aquella triste y desventurada dama; o sentir la tierna pasión
que tenía la voz de su esposo, cuyo tono era tan emocionado que frecuentemente tenía que hacer una
pausa, leyendo el sencillo y hermoso Oficio de Difuntos. No... No puedo continuar, las palabras y la voz...
me faltan.
Su instinto no la engañó. Por extraño que pareciera y que fuera, y que, sobre todo, pueda parecer
después incluso a nosotros, que en ese momento pudimos sentir su poderosa influencia, nos consoló
mucho; y el silencio que precedía a la pérdida de libertad espiritual de la señora Harker, no nos pareció
tan lleno de desesperación como todos nosotros habíamos temido.
Del diario de Jonathan Harker
15 de octubre, en Varna. Salimos de Charing Cross por la mañana del día doce, llegamos a París
durante la misma noche y ocupamos las plazas que habíamos reservado en el Orient Express. Viajamos
día y noche y llegamos aquí aproximadamente a las cinco. Lord Godalming fue al consulado, para ver si
le había llegado algún telegrama, mientras el resto de nosotros vinimos a este hotel..., "el Odessus". El
viaje pudo haber resultado atractivo; sin embargo, estaba demasiado ansioso para preocuparme de ello.
Hasta el momento en que el Czarina Catherine llegue al puerto no habrá nada en todo el mundo
que me interese en absoluto. ¡Gracias a Dios!, Mina está bien y parece estar recuperando sus fuerzas;
está recuperando otra vez el color. Duerme mucho. Durante el día, duerme casi todo el tiempo. Sin
embargo, antes de la salida y de la puesta del sol, se encuentra muy despierta y alerta, y se ha
convertido en una costumbre para van Helsing hipnotizarla en esos momentos. Al principio, era preciso
cierto esfuerzo y necesitaba hacer muchos pases, pero ahora, ella parece responder en seguida, como
por costumbre, y apenas si se necesita alguna acción. El profesor parece tener poder en esos momentos
particulares; le basta con quererlo, y los pensamientos de mi esposa le obedecen.
Siempre le pregunta qué puede ver y oír. A la primera pregunta, Mina responde:
—Nada; todo está oscuro. Y a la segunda:
—Oigo las olas que se estrellan contra los costados del navío y el ruido característico del agua.
Las velas y las cuerdas se tensan y los mástiles y planchas crujen. El viento es fuerte... Lo oigo sobre la
cubierta, y la espuma que levanta la popa cae sobre el puente.
Es evidente que el Czarina Catherine se encuentra todavía en el mar, apresurándose a recorrer
la distancia que lo separa de Varna. Lord Godalming acaba de regresar. Tiene cuatro telegramas, uno
para cada uno de los cuatro días transcurridos y todos para el mismo efecto: el de asegurarse de que el
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Czarina Catherine no le había sido señalado al Lloyd's de ninguna parte. Había tomado disposiciones
para que el agente le enviara un telegrama diario, indicándole si el navío había sido señalado. Tenía que
recibir un mensaje cada día, incluso en el caso de que no hubiera noticia alguna del barco, para que
pudiera estar seguro de que montaban la guardia realmente al otro lado de la línea telegráfica.
Cenamos y nos acostamos temprano. Mañana iremos a ver al vicecónsul, para llegar a un
acuerdo, si es posible, con el fin de subir a bordo del barco en cuanto llegue al muelle. Van Helsing dice
que nuestra mejor oportunidad consiste en llegar al barco entre el amanecer y la puesta del sol. El conde,
aunque tome la forma de murciélago, no puede cruzar el agua por su propia voluntad y, por consiguiente,
no puede abandonar el barco. Como no puede adoptar la forma humana sin levantar sospechas, lo cual
no debe ir muy de acuerdo con sus deseos, permanecerá encerrado en la caja. Si podemos entonces
subir a bordo después de la salida del sol, estará completamente a nuestra merced, puesto que
podremos abrir la caja y asegurarnos de él, como lo hicimos con la pobre Lucy, antes de que despierte.
La piedad que pueda despertar en algunos de nosotros o en todos, no debe tomarse en cuenta. No
creemos que vayamos a tener muchas dificultades con los funcionarios públicos o los marinos. ¡Gracias a
Dios! Este es un país en el que es posible utilizar el soborno y todos nosotros disponemos de dinero en
abundancia. Solamente debemos ver que el barco no pueda entrar en el puerto entre la puesta del sol y
el amanecer, sin que nos adviertan de ello y, así, estaremos sobre seguro. El juez Bolsa de Dinero
resolverá este caso, creo yo.
16 de octubre. El informe de Mina sigue siendo el mismo: choques de las olas y ruidos del agua,
oscuridad y vientos favorables. Evidentemente, estamos a tiempo, y para cuando llegue el Czarina
Catherine, estaremos preparados. Como debe pasar por el estrecho de los Dardanelos, estamos seguros
de recibir entonces algún informe.
17 de octubre. Todo está dispuesto ya, creo yo, para recibir al conde al regreso de su viaje.
Godalming les dijo a los estibadores que creía que la caja contenía probablemente algo que le habían
robado a un amigo suyo y obtuvo el consentimiento para abrirla, bajo su propia responsabilidad. El
armador le dio un papel en el que indicaba al capitán que le diera todas las facilidades para hacer lo que
quisiera a bordo del navío, y, asimismo, una autorización similar, destinada a su agente en Varna. Hemos
visitado al agente, que se impresionó mucho por los modales de lord Godalming para con él, y estamos
seguros de que todo lo que pueda hacer para satisfacer nuestros deseos, lo hará. Ya hemos resuelto lo
que deberemos hacer, en el caso de que recibamos la caja abierta. Si el conde se encuentra en el
interior, van Helsing y el doctor Seward deberán cortarle la cabeza inmediatamente y atravesarle el
corazón con una estaca.
Morris, lord Godalming y yo debemos evitar las intromisiones, incluso en el caso de que sea
preciso utilizar las armas, que tendremos preparadas. El profesor dice que si podemos tratar así el cuerpo
del conde, se convertirá en polvo inmediatamente. En ese caso, no habrá pruebas contra nosotros, en el
caso de que hubiera sospechas de asesinato. Pero, incluso si no sucediera así, deberemos salir bien o
mal de nuestro acto y es posible que algún día, en lo futuro, estos escritos puedan servir para
interponerse entre algunos de nosotros y la horca. En lo que a mí respecta, correré el riesgo sintiéndome
muy agradecido, si fuera necesario. No pensamos dejar nada al azar para llevar a cabo nuestro intento.
Hemos tomado disposiciones con varios funcionarios, para que se nos informe por medio de un
mensajero especial en cuanto el Czarina Catherine sea avistado.
24 de octubre. Llevamos toda una semana esperando. Lord Godalming recibe diariamente sus
telegramas, pero siempre dicen lo mismo: "No ha sido señalado aún." La respuesta de Mina por las
mañanas y las tardes, siempre en trance hipnótico, no ha cambiado: choque de olas, ruidos del agua y
crujidos de los mástiles.
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Telegrama, 24 de octubre
Rufus Smith, Lloyd's, Londres, a lord Godalming,
a cargo del H. Vicecónsul inglés en Varna
"Czarina Catherine señalado esta mañana en los Dardanelos."
Del diario del doctor Seward
25 de octubre. ¡Cómo echo en falta mi fonógrafo! Escribir un diario con pluma me resulta
desesperante. Pero van Helsing dice que debo hacerlo. Estuvimos todos muy nerviosos ayer, cuando
Godalming recibió su telegrama de Lloyd's. Ahora comprendo perfectamente lo que los hombres sienten
en las batallas, cuando se les da órdenes de entrar en acción. La única de nuestro grupo que no mostró
ninguna señal de emoción fue la señora Harker. Después de todo, no es extraño que no se emocionara,
ya que tuvimos especial cuidado en no dejar que ella supiera nada sobre ello y todos tratamos de no
mostrarnos turbados en su presencia. En otros tiempos, estoy seguro de que lo hubiera notado
inmediatamente, por mucho que hubiéramos tratado de ocultárselo, pero, en realidad, ha cambiado
mucho durante las últimas tres semanas. La letargia se hace cada vez mayor en ella y está recuperando
parte de sus colores. Van Helsing y yo no nos sentimos satisfechos. Hablamos frecuentemente de ella;
sin embargo, no les hemos dicho ni una palabra a los demás. Eso destrozaría el corazón al pobre Harker,
o por lo menos su sistema nervioso, si supiera que teníamos aunque solamente fueran sospechas al
respecto. Van Helsing me dice que le examina los dientes muy cuidadosamente, mientras está en trance
hipnótico, puesto que asegura que en tanto no comiencen a aguzarse, no existe ningún peligro activo de
un cambio en ella. Si ese cambio se produce..., ¡lo hará en varias etapas…! Ambos sabemos cuáles
serán necesariamente estas etapas, aunque no nos confiamos nuestros pensamientos el uno al otro. No
debemos ninguno de nosotros retroceder ante la tarea... por muy tremenda que pueda parecernos. ¡La
"eutanasia" es una palabra excelente y consoladora! Le estoy agradecido a quienquiera que sea el que la
haya inventado.
Hay sólo unas veinticuatro horas de navegación a vela de los Dardanelos a este lugar, a la
velocidad que el Czarina Catherine ha venido desde Londres. Por consiguiente, deberá llegar durante la
mañana, pero como no es posible que llegue antes del mediodía, nos disponemos todos a retirarnos
pronto a nuestras habitaciones.
Debemos levantarnos a la una, para estar preparados.
25 de octubre, al mediodía. Todavía no hemos recibido noticias de la llegada del navío. El informe
hipnótico de la señora Harker esta mañana fue el mismo de siempre; por consiguiente, es posible que
recibamos las noticias al respecto en cualquier momento. Todos los hombres estamos febriles a causa de
la excitación, excepto Harker, que está tranquilo; sus manos están frías como el hielo y, hace una hora, lo
encontré humedeciendo el filo del gran cuchillo gurka que siempre lleva ahora consigo. ¡Será un mal
momento para el conde si el filo de ese "kukri" llega a tocarle la garganta, empuñado por unas manos tan
frías y firmes!
Van Helsing y yo estamos un tanto alarmados hoy respecto a la señora Harker. Cerca del
mediodía se sumió en una especie de letargo que no nos agrada en absoluto, aunque mantuvimos el
secreto, y no les dijimos nada a los demás, no nos sentimos contentos en absoluto de ello. Estuvo
inquieta toda la mañana, de tal modo que, al principio, nos alegramos al saber que se había dormido. Sin
embargo, cuando su esposo mencionó que estaba tan profundamente dormida que no había podido
despertarla, fuimos a su habitación para verla nosotros mismos. Estaba respirando con naturalidad y
tenía un aspecto tan agradable y lleno de paz, que estuvimos de acuerdo en que el sueño era mejor para
ella que ninguna otra cosa. ¡Pobre mujer! Tiene tantas cosas que olvidar, que no es extraño que el sueño,
si le permite el olvido, le haga mucho bien.
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Más tarde. Nuestra opinión estaba justificada, puesto que, después de un buen sueño de varias
horas, despertó; parecía estar más brillante y mejor que lo que lo había estado durante varios días. Al
ponerse el sol, dio el mismo informe que de costumbre.
Sea donde sea que se encuentre, en el Mar Negro, el conde se está apresurando en llegar a su
punto de destino. ¡Confío en que será a su destrucción!
26 de octubre. Otro día más, y no hay señales del Czarina Catherine. Ya debería haber llegado.
Es evidente que todavía está navegando hacia alguna parte, ya que el informe hipnótico de la señora
Harker, antes de la salida del sol, fue exactamente el mismo. Es posible que el navío permanezca a
veces detenido, a causa de la niebla; varios de los vapores que llegaron en el curso de la última noche
indicaron haber encontrado nubes de niebla tanto al norte como al sur del puerto. Debemos continuar
nuestra vigilancia, ya que el barco puede sernos señalado ahora en cualquier momento.
27 de octubre, al mediodía. Es muy extraño que no hayamos recibido todavía noticias del barco
que estamos esperando. La señora Harker dio su informe anoche y esta mañana como siempre:
"Choques de olas y ruidos del agua", aunque añadió que "las olas eran muy suaves". Los telegramas de
Londres habían sido exactamente los mismos de siempre: "No hay más informes." Van Helsing está
terriblemente ansioso y me dijo hace unos instantes que teme que el conde esté huyendo de nosotros.
Añadió significativamente:
—No me gusta ese letargo de la señora Mina. Las almas y las memorias pueden hacer cosas
muy extrañas durante los trances.
Me disponía a preguntarle algo más al respecto, pero Harker entró en ese momento y el profesor
levantó una mano para advertirme de ello. Debemos intentar esta tarde, a la puesta del sol, hacerla
hablar un poco más, cuando esté en su estado hipnótico.
28 de octubre. Telegrama.
Rufus Smith, Londres, a lord Godalming,
a cargo del H. Vicecónsul inglés en Varna
"Señalan que Czarina Catherine entró en Galatz hoy a la una en punto."
Del diario del doctor Seward
28 de octubre. Cuando llegó el telegrama anunciando la llegada del barco a Galatz, no creo que
nos produjo a ninguno de nosotros el choque que era dado esperar en aquellas circunstancias. Es cierto
que ninguno de nosotros sabíamos de dónde, cómo y cuándo surgiría la dificultad, pero creo que todos
esperábamos que ocurriera algo extraño. El día en que debería haber llegado a Varna nos convencimos
todos, individualmente, de que las cosas no iban a suceder como nos lo habíamos imaginado; solamente
esperábamos saber dónde ocurriría el cambio. Sin embargo, de todos modos, resultó una sorpresa.
Supongo que la naturaleza trabaja de acuerdo con bases tan llenas de esperanza, que creemos, en
contra de nosotros mismos, que las cosas tienen que ser como deben ser, no como deberíamos saber
que van a ser. El trascendentalismo es una guía para los ángeles, pero un fuego fatuo para los hombres.
Van Helsing levantó la mano sobre su cabeza durante un momento, como discutiendo con el
Todopoderoso, pero no dijo ni una sola palabra y, al cabo de unos segundos, se puso en pie con rostro
duro. Lord Godalming se puso muy pálido y se sentó, respirando pesadamente. Yo mismo estaba
absolutamente estupefacto y miraba asombrado a los demás. Quincey Morris se apretó el cinturón con un
movimiento rápido que yo conocía perfectamente: en nuestros tiempos de aventuras, significaba "acción".
La señora Harker se puso intensamente pálida, de tal modo que la cicatriz que tenía en la frente parecía
estar ardiendo, pero juntó las manos piadosamente y levantó la mirada, orando. Harker sonrió, con la
sonrisa oscura y amarga de quien ha perdido toda esperanza, pero al mismo tiempo, su acción desmintió
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esa impresión, ya que sus manos se dirigieron instintivamente a la empuñadura de su gran cuchillo kukri
y permanecieron apoyadas en ella.
—¿Cuándo sale el próximo tren hacia Galatz? —nos preguntó van Helsing, dirigiéndose a todos
en general.
—¡Mañana por la mañana, a las seis y media! —todos nos sobresaltamos, debido a que la
respuesta la había dado la señora Harker.
—¿Cómo es posible que usted lo sepa? —dijo Art.
—Olvida usted..., o quizá no lo sabe, aunque lo saben muy bien mi esposo y el doctor van
Helsing, que soy una maníaca de los trenes. En casa, en Exéter, siempre acostumbraba ajustar las tablas
de horarios, para serle útil a mi esposo. Sabía que si algo nos obligaba a dirigirnos hacia el castillo de
Drácula, deberíamos ir por Galatz o, por lo menos, por Bucarest; por consiguiente, me aprendí los
horarios cuidadosamente. Por desgracia, no había muchos horarios que aprender, ya que el único tren
sale mañana a la hora que les he dicho.
—¡Maravillosa mujer! —dijo el profesor.
—¿No podemos conseguir uno especial? —preguntó lord Godalming. Van Helsing movió la
cabeza.
—Temo que no. Este país es muy diferente del suyo o el mío; incluso en el caso de que
consiguiéramos un tren especial, no llegaríamos antes que el tren regular. Además, tenemos algo que
preparar. Debemos reflexionar. Tenemos que organizarnos. Usted, amigo Arthur, vaya a la estación,
adquiera los billetes y tome todas las disposiciones pertinentes para que podamos ponernos en camino
mañana. Usted, amigo Jonathan, vaya a ver al agente del armador para que le dé órdenes para el agente
en Galatz, con el fin de que podamos practicar un registro del barco tal como lo habíamos hecho aquí.
Quincey Morris, vea usted al vicecónsul y obtenga su ayuda para entrar en relación con su colega en
Galatz y que haga todo lo posible para allanarnos el camino, con el fin de que no tengamos que perder
tiempo cuando estemos sobre el Danubio. John deberá permanecer con la señora Mina y conmigo y
conversaremos. Así, si pasa el tiempo y ustedes se retrasan, no importará que llegue el momento de la
puesta del sol, puesto que yo estaré aquí con la señora Mina, para que nos haga su informe.
—Y yo —dijo la señora Harker vivamente, con una expresión más parecida a la antigua, de sus
días felices, que la que le habíamos visto desde hacía muchos días—, voy a tratar de serles útil de todas
las formas posibles y debo pensar y escribir para ustedes, como lo hacía antes. Algo está cambiando en
mí de una manera muy extraña, ¡y me siento más libre que lo que lo he estado durante los últimos
tiempos!
Los tres más jóvenes parecieron sentirse más felices en el momento en que les pareció
comprender el significado de sus palabras, pero van Helsing y yo nos miramos con gravedad y una gran
preocupación. Sin embargo, no dijimos nada en ese momento. Cuando los tres hombres salieron, para
ocuparse de los encargos que les habían sido confiados, van Helsing le pidió a la señora Harker que
buscara las copias de los diarios y le llevara la parte del diario de Harker relativo al castillo. La dama se
fue a buscar lo que le había pedido el profesor. Este, en cuanto la puerta se cerró tras ella, me dijo:
—¡Pensamos lo mismo! ¡Hable!
—Se ha producido un cambio. Es una esperanza que me pone enfermo, debido a que podemos
sufrir una decepción.
—Exactamente. ¿Sabe usted por qué le pedí a ella que me fuera a buscar el manuscrito?
—¡No! —le dije—, a menos que fuera para tener oportunidad de hablar conmigo a solas.
—Tiene usted en parte razón, amigo mío, pero sólo en parte. Quiero decirle algo y,
verdaderamente, amigo John, estoy corriendo un riesgo terrible, pero creo que es justo. En el momento
en que la señora Mina dijo esas palabras que nos sorprendieron tanto a ambos. Tuve una inspiración.
Durante el trance de hace tres días, el conde le envió su espíritu para leerle la mente; o es más probable
que se la llevara para que lo viera a él en su caja de tierra del navío, en medio del mar; por eso se
liberaba poco antes de la salida y de la puesta del sol. Así supo que estábamos aquí, puesto que ella
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tenía más que decir en su vida al aire libre, con ojos para ver y oídos para escuchar, que él, encerrado
como está, en su féretro. Entonces, ahora debe estar haciendo un supremo esfuerzo para huir de
nosotros. Actualmente no la necesita. "Está seguro, con el gran conocimiento que tiene, que ella acudirá
a su llamada, pero eliminó su poder sobre ella, como puede hacerlo, para que ella no vaya a su
encuentro. ¡Ah! Ahora tengo la esperanza de que nuestros cerebros de hombres, que han sido humanos
durante tanto tiempo y que no han perdido la gracia de Dios, llegarán más lejos que su cerebro infantil
que permaneció en su tumba durante varios siglos, que todavía no ha alcanzado nuestra estatura y que
solamente hace trabajos egoístas y, por consiguiente, mediocres. Aquí llega la señora Mina. ¡No le diga
usted una sola palabra sobre su trance! Ella no lo sabe, y sería tanto como abrumarla y desesperarla
justamente cuando queremos toda su esperanza, todo su valor; cuando debemos utilizar el cerebro que
tiene y que ha sido entrenado como el de un hombre, pero es el de una dulce mujer y ha recibido el poder
que le dio el conde y que no puede retirar completamente..., aunque él no lo piensa así. ¡Oh, John, amigo
mío, estamos entre escollos terribles! Tengo un temor mayor que en ninguna otra ocasión. Solamente
podemos confiar en Dios. ¡Silencio! ¡Aquí llega!"
Pensé que el profesor iba a tener un ataque de neurosis y a desplomarse, como cuando murió
Lucy, pero con un gran esfuerzo se controló y no parecía estar nervioso en absoluto cuando la señora
Harker hizo su entrada en la habitación, vivaz y con expresión de felicidad y, al estar ocupándose de algo,
aparentemente olvidada de su tragedia. Al entrar, le tendió a van Helsing un manojo de papeles escritos a
máquina. El profesor los hojeó gravemente y su rostro se fue iluminando al tiempo que leía. Luego,
sosteniendo las páginas entre el índice y el pulgar, dijo:
—Amigo John, para usted, que ya tiene cierta experiencia..., y también para usted que es joven,
señora Mina, he aquí una buena lección: no tengan miedo nunca de pensar. Un pensamiento a medias
ha estado revoloteando frecuentemente en mi imaginación, pero temo dejar que pierda sus alas... Ahora,
con más conocimientos, regreso al lugar de donde procedía ese embrión de pensamiento y descubro que
no tiene nada de embrionario, sino que es un pensamiento completo; aunque tan joven aún que no puede
utilizar bien sus alas diminutas. No; como el "Patito Feo" de mi amigo Hans Andersen, no era un
pensamiento pato en absoluto, sino un pensamiento cisne, grande, que vuela con alas muy poderosas,
cuando llega el momento de que las ensaye. Miren, leo aquí lo que escribió Jonathan:
—"Ese otro de su raza que, en una época posterior, repetidas veces, hizo que sus tropas
cruzaran El Gran Río y penetraran en territorio turco; que, cuando era rechazado, volvía una y otra vez,
aun cuando debía regresar solo del campo de batalla ensangrentada donde sus tropas estaban siendo
despedazadas, puesto que sabía que él solo podía triunfar..."
"¿Qué nos sugiere esto? ¿No mucho? ¡No! El pensamiento infantil del conde no vela nada, por
eso habló con tanta libertad. Sus pensamientos humanos no vieron nada, ni tampoco mi pensamiento de
hombre, hasta ahora. ¡No! Pero llega otra palabra de una persona que habla sin pensar, debido a que
ella tampoco sabe lo que significa..., lo que puede significar. Es como los elementos en reposo que, no
obstante, en su curso natural, siguen su camino, se tocan... y, ¡puf!, se produce un relámpago de luz que
cubre todo el firmamento, que ciega, mata y destruye algo o a alguien, pero que ilumina abajo toda la
tierra, kilómetros y más kilómetros alrededor. ¿No es así? Bueno, será mejor que me explique. Para
empezar, ¿han estudiado ustedes alguna vez la filosofía del crimen? "Sí" y "no". Usted, amigo John, sí,
puesto que es un estudioso de la locura. Usted, señora Mina, no; porque el crimen no la toca a usted...,
excepto una vez. Sin embargo, su mente trabaja realmente y no arguye a particulari ad universale.
"En los criminales existe esa peculiaridad. Es tan constante en todos los países y los tiempos,
que incluso la policía, que no sabe gran cosa de filosofía, llega a conocerlo empíricamente, que existe. El
criminal siempre trabaja en un crimen..., ese es el verdadero criminal, que parece estar predestinado para
ese crimen y que no desea cometer ningún otro. Ese criminal no tiene un cerebro completo de hombre.
Es inteligente, hábil, y está lleno de recursos, pero no tiene un cerebro de adulto. Cuando mucho, tiene
un cerebro infantil. Ahora, este criminal que nos ocupa, está también predestinado para el crimen; él,
también tiene un cerebro infantil y es infantil el hacer lo que ha hecho. Los pajaritos, los peces pequeños,
los animalitos, no aprenden por principio sino empíricamente, y cuando aprenden cómo hacer algo, ese
conocimiento les sirve de base para hacer algo más, partiendo de él. Dos pousto, dijo Arquímedes,
¡dénme punto de apoyo y moveré al mundo! El hacer una cosa una vez es el punto de apoyo a partir del
cual el cerebro infantil se desarrolla hasta ser un cerebro de hombre, y en tanto no tenga el deseo de
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hacer más, continuará haciendo lo mismo repetidamente, ¡exactamente como lo ha hecho antes! Oh, mi
querida señora, veo que sus ojos se abren y que para usted, la luz del relámpago ilumina todo el terreno."
La señora Harker comenzaba a apretarse las manos y sus ojos lanzaban chispas. El profesor continuó
diciendo:
—Ahora debe hablar. Díganos a nosotros, a dos hombres secos a ciencia, qué ve con esos ojos
tan brillantes.
Le tomó una mano y la sostuvo entre las suyas mientras hablaba. Su dedo índice y su pulgar se
apoyaron en su pulso, pensé instintiva e inconscientemente, al tiempo que ella hablaba:
—El conde es un criminal y del tipo criminal. Nordau y Lombroso lo clasificarían así y, como
criminal, tiene un cerebro imperfectamente formado. Así, cuando se encuentra en dificultades, debe
refugiarse en los hábitos. Su pasado es un indicio, y la única página de él que conocemos, de sus propios
labios, nos dice que en una ocasión, antes, cuando se encontraba en lo que el señor Morris llamaría "una
difícil situación", regresó a su propio país de la tierra que había ido a invadir y, entonces, sin perder de
vista sus fines, se preparó para un nuevo esfuerzo. Volvió otra vez, mejor equipado para llevar a cabo
aquel trabajo, y venció. Así, fue a Londres, a invadir una nueva tierra. Fue derrotado, y cuando perdió
toda esperanza de triunfo y vio que su existencia estaba en peligro, regresó por el mar hacia su hogar;
exactamente como antes había huido sobre el Danubio, procedente de tierras turcas.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! ¡Es usted una mujer extraordinariamente inteligente! —dijo van Helsing,
con entusiasmo, al tiempo que se inclinaba y le besaba la mano. Un momento más tarde me dijo, con la
misma calma que si hubiéramos estado llevando a cabo una auscultación a un enfermo:
—Solamente setenta y dos y con toda esta excitación. Tengo esperanzas —se volvió
nuevamente hacia ella y dijo, con una gran expectación—: Continúe. ¡Continúe! Puede usted decirnos
más si lo desea; John y yo lo sabemos. Por lo menos, yo lo sé, y le diré si está usted o no en lo cierto.
¡Hable sin miedo!
—Voy a intentarlo; pero espero que me excusen ustedes si les parezco egoísta.
—¡No! No tema. Debe ser usted egoísta, ya que es en usted en quien pensamos.
—Entonces, como es criminal, es egoísta; y puesto que su intelecto es pequeño y sus actos
están basados en el egoísmo, se limita a un fin. Ese propósito carece de remordimientos. Lo mismo que
atravesó el Danubio, dejando que sus tropas fueran destrozadas, así, ahora, piensa en salvarse, sin que
le importe otra cosa. Así, su propio egoísmo libera a mi alma, hasta cierto punto, del terrible poder que
adquirió sobre mí aquella terrible noche. ¡Lo siento! ¡Oh, lo siento! ¡Gracias a Dios por su enorme
misericordia! Mi alma está más libre que lo que lo ha estado nunca desde aquella hora terrible, y lo único
que me queda es el temor de que en alguno de mis trances o sueños, haya podido utilizar mis
conocimientos para sus fines.
El profesor se puso en pie, y dijo:
—Ha utilizado su mente; por eso nos ha dejado aquí, en Varna, mientras el barco que lo conducía
avanzaba rápidamente, envuelto en la niebla, hacia Galatz, donde, sin duda, lo había preparado todo
para huir de nosotros. Pero su mente infantil no fue más allá, y es posible que, como siempre sucede de
acuerdo con la Providencia Divina, lo que el criminal creía que era bueno para su bienestar egoísta,
resulta ser el daño más importante que recibe. El cazador es atrapado en su propia trampa, como dice el
gran salmista. Puesto que ahora que cree que está libre de nosotros y que no ha dejado rastro y que ha
logrado huir de nosotros, disponiendo de tantas horas de ventaja para poder hacerlo, su cerebro infantil lo
hará dormir. Cree, asimismo, que al dejar de conocer su mente de usted, no puede usted tener ningún
conocimiento de él; ¡ese es su error! Ese terrible bautismo de sangre que le infligió a usted la hace libre
de ir hasta él en espíritu, como lo ha podido hacer usted siempre hasta ahora, en sus momentos de
libertad, cuando el sol sale o se pone. En esos momentos, va usted por mi voluntad, no por la de él. Y
ese poder, para bien tanto de usted como de tantos otros, lo ha adquirido usted por medio de sus
sufrimientos en sus manos. Eso nos es tanto más precioso, cuanto que él mismo no tiene conocimiento
de ello, y, para guardarse él mismo, evita poder tener conocimiento de nuestras andanzas. Sin embargo,
nosotros no somos egoístas, y creemos que Dios está con nosotros durante toda esta oscuridad y todas
estas horas terribles. Debemos seguirlo, y no vamos a fallar; incluso si nos ponemos en peligro de
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volvernos como él. Amigo John, ésta ha sido una hora magnífica; y hemos ganado mucho terreno en
nuestro caso. Debe usted hacerse escriba y ponerlo todo por escrito, para que cuando lleguen los demás
puedan leerlo y saber lo que nosotros sabemos.
Por consiguiente, he escrito todo esto mientras esperamos el regreso de nuestros amigos, y la
señora Harker lo ha escrito todo con su máquina, desde que nos trajo los manuscritos.
XXVI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
29 de octubre. Esto lo escribo en el tren, de Varna a Galatz. Ayer, por la noche, todos nos
reunimos poco antes de la puesta del sol. Cada uno de nosotros había hecho su trabajo tan bien como
pudo; en cuanto al pensamiento, a la dedicación y a la oportunidad, estamos preparados para todo
nuestro viaje y para nuestro trabajo cuando lleguemos a Galatz. Cuando llegó el momento habitual, la
señora Harker se preparó para su esfuerzo hipnótico, y después de un esfuerzo más prolongado y serio
de parte de van Helsing de lo que era necesario usualmente, la dama entró en trance. De ordinario, la
señora hablaba con una sola insinuación, pero esa vez, el profesor tenía que hacerle preguntas y
hacérselas de manera muy firme, antes de que pudiéramos saber algo; finalmente, llegó su respuesta:
—No veo nada; estamos inmóviles; no hay olas, sino un ruido suave de agua que corre contra la
estacha. Oigo voces de hombres que gritan, cerca y lejos, y el sonido de remos en sus emplazamientos.
Alguien dispara una pistola en alguna parte; el eco del disparo parece muy lejano. Siento ruido de pasos
encima y colocan cerca cadenas y sogas. ¿Qué es esto? Hay un rayo de luz; siento el aire que me da de
lleno.
Aquí se detuvo. Se había levantado impulsivamente de donde había permanecido acostada, en el
diván, y levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba, como si estuviese soportando un gran peso.
Van Helsing y yo nos miramos, comprendiendo perfectamente. Quince y levantó las cejas un poco y la
miró fijamente, mientras Harker cerraba instintivamente su mano sobre la empuñadura de su kukri. Se
produjo una prolongada pausa. Todos sabíamos que el momento en que podía hablar estaba pasando,
pero pensamos que era inútil decir nada. Repentinamente, se sentó y, al tiempo que abría los ojos, dijo
dulcemente:
—¿No quiere alguno de ustedes una taza de té? Deben estar todos muy cansados.
Deseábamos complacerla y, por consiguiente, asentimos. Salió de la habitación para buscar el té.
Cuando nos quedamos solos, van Helsing dijo:
—¿Ven ustedes, amigos míos? Está cerca de la tierra: ha salido de su caja de tierra. Pero
todavía tiene que llegar a la costa. Durante la noche puede permanecer escondido en alguna parte, pero
si no lo llevan a la orilla o si el barco no atraca junto a ella, no puede llegar a tierra. En ese caso puede, si
es de noche, cambiar de forma y saltar o volar a tierra, como lo hizo en Whitby. Pero si llega el día antes
de que se encuentre en la orilla, entonces, a menos que lo lleven a tierra, no puede desembarcar. Y si lo
descargan, entonces los aduaneros pueden descubrir lo que contiene la caja. Así, resumiendo, si no
escapa a tierra esta noche o antes de la salida del sol, perderá todo el día. Entonces, podremos llegar a
tiempo, puesto que si no escapa durante la noche, nosotros llegaremos junto a él durante el día y lo
encontraremos dentro de la caja y a nuestra merced, puesto que no puede ser su propio yo, despierto y
visible, por miedo de que lo descubran.
No había nada más que decir, de modo que esperamos pacientemente a que llegara el
amanecer, ya que a esa hora podríamos saber algo más, por mediación de la señora Harker.
Esta mañana temprano, escuchamos, conteniendo la respiración, las respuestas que pudiera
darnos durante su trance. La etapa hipnótica tardó todavía más en llegar que la vez anterior, y cuando se
produjo, el tiempo que quedaba hasta la salida del sol era tan corto que comenzamos a desesperarnos.
Van Helsing parecía poner toda su alma en el esfuerzo; finalmente, obedeciendo a la voluntad del
profesor, la señora Harker dijo:
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—Todo está oscuro. Oigo el agua al mismo nivel que yo, y ciertos roces, como de madera sobre
madera.
Hizo una pausa y el sol rojizo hizo su aparición. Deberemos esperar hasta esta noche.
Por consiguiente, estamos viajando hacia Galatz muy excitados y llenos de expectación.
Debemos llegar entre las dos y las tres de la mañana, pero en Bucarest tenemos ya tres horas de retraso,
de modo que es imposible que lleguemos antes de que el sol se encuentre ya muy alto en el cielo. ¡Así
pues, tendremos todavía otros dos mensajes hipnóticos de la señora Harker! Cualquiera de ellos o ambos
pueden arrojar más luz sobre lo que está sucediendo.
Más tarde. El sol se ha puesto ya. Afortunadamente, su puesta se produjo en un momento en el
que no había distracción, puesto que si hubiera tenido lugar durante nuestra estancia en una estación, no
hubiéramos tenido la suficiente calma y aislamiento. La señora Harker respondió a la influencia hipnótica
todavía con mayor retraso que esta mañana. Temo que su poder para leer las sensaciones del conde
esté desapareciendo, y en el momento en que más lo necesitamos. Me parece que su imaginación
comienza a trabajar. Mientras ha estado en trance hasta ahora, se ha limitado siempre a los hechos
simples. Si esto puede continuar así, es posible que llegue a inducirnos a error. Si pensara que el poder
del conde sobre ella desaparecerá al mismo tiempo que el poder de ella para conocerlo a él, me sentiría
feliz, pero temo que no suceda eso. Cuando habló, sus palabras fueron enigmáticas:
—Algo está saliendo; siento que pasa a mi lado como un viento frío. Puedo oír, a lo lejos, sonidos
confusos... Como de hombres que hablan en lenguas desconocidas; el agua que cae con fuerza y
aullidos de lobos.
Hizo una pausa y la recorrió un estremecimiento, que aumentó de intensidad durante unos
segundos, hasta que, finalmente, temblaba como en un ataque. No dijo nada más; ni siquiera en
respuesta al interrogatorio imperioso del profesor. Cuando volvió del trance, estaba fría, agotada de
cansancio y lánguida, pero su mente estaba bien despierta. No logró recordar nada; preguntó qué había
dicho, y reflexionó en ello durante largo rato, en silencio.
30 de octubre, a las siete de la mañana. Estamos cerca de Galatz ya y es posible que no tenga
tiempo para escribir más tarde. Todos esperamos ansiosamente la salida del sol esta mañana.
Conociendo la dificultad creciente de procurar el trance hipnótico, van Helsing comenzó sus pases antes
que nunca. Sin embargo, no produjeron ningún efecto, hasta el tiempo regular, cuando ella respondió con
una dificultad creciente, sólo un minuto antes de la salida del sol. El profesor no perdió tiempo en
interrogarla. Su respuesta fue dada con la misma rapidez:
—Todo está oscuro. Siento pasar el agua cerca de mis orejas, al mismo nivel, y el raspar de
madera contra madera. Oigo ganado a lo lejos. Hay otro sonido, uno muy extraño, como...
Guardó silencio y se puso pálida, intensamente pálida.
—¡Continúe, continúe! ¡Se lo ordeno! ¡Hable! —dijo van Helsing, en tono firme. Al mismo tiempo,
la desesperación apareció en sus ojos, debido a que el sol, al salir, estaba enrojeciendo incluso el rostro
pálido de la señora Harker. Esta abrió los ojos y todos nos sobresaltamos cuando dijo dulcemente y, en
apariencia, con la mayor falta de interés:
—¡Oh, profesor! ¿Por qué me pide usted que haga lo que sabe que no puedo? ¡No recuerdo
nada! —entonces, viendo la expresión de asombro en nuestros ojos, dijo, volviéndose de unos a otros,
con una mirada confusa—: ¡Qué les he dicho? ¿Qué he hecho? No sé nada; sólo que estaba acostada
aquí, medio dormida, cuando le oí decir a usted: "¡Continúe! ¡Continúe! ¡Se lo ordeno! ¡Hable!" Me
pareció muy divertido oírlo a usted darme órdenes, ¡como si fuera una niña traviesa!
—¡Oh, señora Mina! —dijo van Helsing tristemente—. ¡Eso es una prueba, si es necesaria, de
cómo la amo y la honro, puesto que una palabra por su bien, dicha con mayor sinceridad que nunca,
puede parecer extraña debido a que está dirigida a aquella a quien me siento orgulloso de obedecer!
Se oyen silbidos; nos estamos aproximando a Galatz. Estamos llenos de ansiedad.
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Del diario de Mina Harker
30 de octubre. El señor Morris me condujo al hotel en el que habían sido reservadas habitaciones
para nosotros por telégrafo, puesto que él no hablaba ninguna lengua extranjera y, por consiguiente, era
el que resultaba menos útil. Las fuerzas fueron distribuidas en gran parte como lo habían sido en Varna,
excepto que lord Godalming fue a ver al vicecónsul, puesto que su título podría servirle como garantía
inmediata en cierto modo, ante el funcionario, debido a que teníamos una prisa extraordinaria. Jonathan y
los dos médicos fueron a ver al agente de embarque para conocer todos los detalles sobre la llegada del
Czarina Catherine.
Más tarde. Lord Godalming ha regresado. El cónsul está fuera y el vicecónsul enfermo; de modo
que el trabajo de rutina es atendido por un secretario. Fue muy amable y ofreció hacer todo lo que
estuviera en su poder.
Del diario de Jonathan Harker
30 de octubre. A las nueve, el doctor van Helsing, el doctor Seward y yo visitamos a los señores
Mackenzie y Steinkoff, los agentes de la firma londinense de Hapgood. Habían recibido un telegrama de
Londres, en respuesta a la petición telegráfica de lord Godalming, rogándoles que nos demostraran toda
la cortesía posible y que nos ayudaran tanto como pudieran. Fueron más que amables y corteses, y nos
llevaron inmediatamente a bordo del Czarina Catherine, que estaba anclado en el exterior, en la
desembocadura del río. Allí encontramos al capitán, de nombre Donelson, que nos habló de su viaje. Nos
dijo que en toda su vida no había tenido un viento tan favorable.
—¡Vaya! —dijo—. Pero estábamos temerosos, debido a que temíamos tener que pagar con algún
accidente o algo parecido la suerte extraordinaria que nos favoreció durante todo el viaje. No es corriente
navegar desde Londres hasta el Mar Negro con un viento en popa que parecía que el diablo mismo
estaba soplando sobre las velas, para sus propios fines. Al mismo tiempo, no alcanzamos a ver nada. En
cuanto nos acercábamos a un barco o a tierra, una neblina descendía sobre nosotros, nos cubría y
viajaba con nosotros, hasta que cuando se levantaba, mirábamos en torno nuestro y no alcanzábamos a
ver nada. Pasamos por Gibraltar sin poder señalar nuestro paso, y no pudimos comunicarnos hasta que
nos encontramos en los Dardanelos, esperando que nos dieran el correspondiente permiso. Al principio,
me sentía inclinado a arriar las velas y a esperar a que la niebla se levantara, pero, entre tanto, pensé
que si el diablo tenia interés en hacernos llegar rápidamente al Mar Negro, era probable que lo hiciera,
tanto si nos deteníamos, como si no. Si efectuábamos un viaje rápido, eso no nos desacreditaría con los
armadores y no causaba daño a nuestro tráfico, y el diablo que habría logrado sus fines, estaría
agradecido por no haberle puesto obstáculos.
Esta mezcla de simplicidad y astucia, de superstición y razonamiento comercial, entusiasmó a
van Helsing, que dijo:
—¡Amigo mío, ese diablo es mucho más inteligente de lo que muchos piensan y sabe cuándo
encuentra la horma de su zapato!
El capitán no se mostró descontento por el cumplido, y siguió diciendo:
—Cuando pasamos el Bósforo, los hombres comenzaron a gruñir; algunos de ellos, los rumanos,
vinieron a verme y me pidieron que lanzara por la borda una gran caja que había sido embarcada por un
anciano de mal aspecto, poco antes de que saliéramos de Londres. Los había visto espiar al sujeto ese y
levantar sus dos dedos índices cuando lo veían, para evitar el mal ojo. ¡Vaya! ¡Las supersticiones de esos
extranjeros son absolutamente ridículas! Los mandé a que se ocuparan de sus propios asuntos
rápidamente, pero como poco después nos encerró la niebla otra vez, sentí en cierto modo que quizá
tuvieran un poco de razón, aunque no podría asegurar que fuera nuevamente la gran caja. Bueno,
continuamos navegando y, aunque la niebla no nos abandonó durante cinco días, dejé que el viento nos
condujera, puesto que si el diablo quería ir a algún sitio... Bueno, no habría de impedírselo. Y si no nos
condujo él, pues, echaremos una ojeada de todos modos. En todo caso, tuvimos aguas profundas y una
buena travesía durante todo el tiempo, y hace dos días, cuando el sol de la mañana pasó entre la niebla,
descubrimos que estábamos en el río, justamente frente a Galatz. Los rumanos estaban furiosos y
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deseaban que, ya fuera con mi consentimiento o sin él, se arrojara la gran caja por encima de la borda, al
río. Tuve que discutir un poco con ellos, con una barra en la mano, y cuando el último de ellos abandonó
el puente con la cabeza entre las manos, había logrado convencerlos de que con mal ojo o no, las
propiedades de mis patrones se encontraban mucho mejor a bordo de mi barco que en el fondo del
Danubio. Habían subido la caja a la cubierta, disponiéndose a arrojarla al agua, y como estaba marcada
Galatz vía Varna, pensé que lo mejor sería dejarla allí, hasta que la descargáramos en el puerto y nos
liberáramos de ella de todos modos. No hicimos mucho trabajo durante ese día, pero por la mañana, una
hora antes de la salida del sol, un hombre llegó a bordo con una orden escrita en inglés y que le había
sido enviada de Londres, para recibir una caja que iba marcada para cierto conde Drácula.
Naturalmente, todo estaba preparado para que se la llevara. Tenía los papeles en regla y me vi
contento de deshacerme de esa maldita caja, puesto que yo mismo comenzaba a sentirme inquieto a
causa de ella. Si el diablo tenía algún equipaje a bordo, estaba convencido de que solamente podría
tratarse de aquella caja.
—¿Cómo se llamaba el hombre que se llevó esa caja? —preguntó el doctor van Helsing,
dominando su ansiedad.
—¡Voy a decírselo enseguida! —respondió y, bajando a su camarote, nos mostró un recibo
firmado por "Immanuel Hildesheim". La dirección era Burgenstrasse 16.
Descubrimos que eso era todo lo que conocía el capitán, de modo que le dimos las gracias, y nos
fuimos.
Encontramos a Hildesheim en sus oficinas; era un hebreo del tipo del Teatro Adelphi, con una
nariz como de carnero y un fez. Sus argumentos estuvieron marcados por el dinero, nosotros hicimos la
oferta y al cabo de ciertos regateos, terminó diciéndonos todo lo que sabía. Eso resultó simple, pero muy
importante. Había recibido una carta del señor de Ville, de Londres, diciéndole que recibiera, si posible
antes del amanecer, para evitar el paso por las aduanas, una caja que llegaría a Galatz en el Czarina
Catherine. Tendría que entregarle la citada caja a un tal Petrof Skinsky, que comerciaba con los
eslovacos que comercian río abajo, hasta el puerto. Había recibido el pago por su trabajo en la forma de
un billete de banco inglés, que había sido convenientemente cambiado por oro en el Banco Internacional
del Danubio. Cuando Skinsky se presentó ante él, le había entregado la caja, después de conducirlo al
barco, para evitarse los gastos de descarga y transporte. Eso era todo lo que sabía.
Entonces, buscamos a Skinsky, pero no logramos hallarlo.
Uno de sus vecinos, que no parecía tenerlo en alta estima, dijo que se había ido hacía dos días y
que nadie sabía adónde. Eso fue corroborado por su casero, que había recibido por medio de un enviado
especial la llave de la casa, al mismo tiempo que el importe del alquiler que le debía, en dinero inglés.
Eso había sucedido entre las diez y las once de la noche anterior. Estábamos nuevamente en un callejón
sin salida.
Mientras estábamos hablando, un hombre se acercó corriendo y, casi sin aliento, dijo que habían
encontrado el cuerpo de Skinsky en el interior del cementerio de San Pedro y que tenía la garganta
destrozada, como si lo hubiera matado algún animal salvaje. Los hombres y las mujeres con quienes
habíamos estado hablado salieron corriendo a ver aquello, mientras las mujeres gritaban:
—¡Eso es obra de un eslovaco!
Nos alejamos de allí apresuradamente, para no vernos envueltos en el asunto y que nos
interrogaran.
Cuando llegamos a la casa, no pudimos llegar a ninguna solución definida.
Estábamos convencidos de que la caja estaba siendo transportada por el agua hacia algún lugar,
pero tendríamos que descubrir hacia dónde. Con gran tristeza, volvimos al hotel, para reunirnos con
Mina.
Cuando nos reunimos todos, lo primero que consultamos fue si debíamos volver a depositar
nuestra confianza en Mina, revelándole todos los secretos de nuestras conferencias. La situación es
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bastante crítica, y esa es por lo menos una oportunidad aunque un poco arriesgada. Como paso
preliminar, fui eximido de la promesa que le había hecho a ella.
Del diario de Mina Harker
30 de octubre, por la noche. Estaban todos tan cansados, desanimados y tristes, que no era
posible hacer nada sin que antes descansaran; por consiguiente, les pedía todos que se acostaran
durante media hora, mientras yo lo escribo todo, poniendo al corriente los diarios hasta el momento
actual. Me siento muy agradecida hacia el inventor de la máquina de escribir portátil y hacia el señor
Morris, que me consiguió ésta. El trabajo se me hubiera hecho un poco pesado si hubiera tenido que
escribirlo todo con la pluma...
Todo está hecho; pobre y querido Jonathan, ¡cuánto ha sufrido y cuanto debe estar sufriendo
todavía! Está tendido en el diván y apenas se nota que respire; todo su cuerpo parece ser víctima de un
colapso. Tiene el ceño fruncido y su rostro refleja claramente su sufrimiento. Pobre hombre, quizá está
pensando y puedo ver su rostro arrugado, a causa de sus reflexiones. ¡Si pudiera serles de alguna
utilidad…! Haré todo lo posible.
Le he preguntado al doctor van Helsing, y él me ha entregado todos los papeles que no he visto
aún... Mientras ellos descansan, voy a examinar cuidadosamente todos los documentos, y es posible que
llegue a alguna conclusión. Debo tratar de seguir el ejemplo del profesor, y pensar sin prejuicios en los
hechos que tengo ante mí...
Creo que, gracias a la Divina Providencia, he hecho un descubrimiento. Tengo que conseguir un
mapa, para verificarlo...
Estoy más segura que nunca de que tengo razón. Mi nueva conclusión está preparada, de modo
que tengo que reunir a todos nuestros amigos para leérsela. Ellos podrán juzgarla. Es bueno ser
precisos, y todos los minutos cuentan.
Memorando de Mina Harker (Incluido en su diario)
Base de encuesta. El problema del conde Drácula consiste en regresar a su hogar.
a) Debe ser llevado hasta allá por alguien. Esto es evidente, puesto que si tuviera poder para
desplazarse como quisiera, lo haría en forma de hombre, de lobo, de murciélago o de cualquier otro
animal. Evidentemente, teme que lo descubran o que le pongan obstáculos, en el estado de desamparo
en que debe encontrarse..., confinado como está, entre el alba y la puesta del sol, en su caja de madera.
b) ¿Cómo puede ser transportado? En este caso, el procedimiento del razonamiento por
eliminación puede sernos útil. ¿Por tren, por carretera, por agua?
1. Por carretera. Hay demasiadas dificultades, especialmente para salir de la ciudad.
x) Hay gente; la gente es curiosa e investiga. Una idea, una duda o una suposición respecto a lo
que hay en la caja puede significar su destrucción.
y) Hay, o puede haber, aduanas o puestos de control por donde haya que pasar.
z) Sus perseguidores pueden seguirlo. Ese es su mayor temor, y con el fin de no ser traicionado
ha repelido, tan lejos como puede hacerlo, incluso a su víctima... ¡A mí!
2. Por tren. No hay nadie que se encargue de la caja. Tendría que correr el riesgo de retrasarse,
y un retraso sería fatal para él, puesto que sus enemigos lo persiguen. Es cierto que podría huir de
noche, pero, ¿qué sería de él al encontrarse en un lugar extraño, sin poder ir a ningún refugio? No es eso
lo que desea, y no está dispuesto a arriesgarse a eso.
3. Por agua. Este es el camino más seguro en cierto modo, pero el que mayor peligro encierra en
otros aspectos. Sobre el agua, carece de poder, con excepción de por la noche; incluso entonces,
solamente puede atraer la niebla, la tormenta, la nieve y a sus lobos. Pero en caso de accidente, las
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aguas vivas lo sumergirían y estaría realmente perdido. Podría hacer que su barca llegara a la orilla, pero
si se encontraba en tierras enemigas, donde no estaría en libertad de desplazarse, su situación sería
todavía desesperada.
Sabemos por lo sucedido hasta ahora que estaba en el agua; así pues, nos queda por averiguar
en qué aguas.
Lo primero de todo es comprender lo que ha hecho hasta ahora; entonces tendremos una idea
sobre cuál debe ser su tarea.
Primeramente. Debemos diferenciar entre lo que hizo en Londres, como parte de su plan general,
cuando tenía prisa a veces y tenía que arreglárselas lo mejor posible.
En segundo lugar debemos ponernos, lo mejor que podamos, a juzgar por los hechos que
conocemos, que ha hecho aquí.
En cuanto al primer punto, evidentemente pensaba llegar a Galatz, y envió la caja a Varna para
engañarnos, por si averiguábamos sus medios para huir de Inglaterra; entonces, su propósito inmediato y
único era escapar. Para probar todo eso, tenemos la carta de instrucciones enviada a Immanuel
Hildesheim, en el sentido de que debía recoger la caja y desembarcarla antes de la salida del sol.
Asimismo, las instrucciones a Petrof Skinsky. En este caso, solamente podemos adivinar, pero debe
haber habido alguna carta o mensaje, puesto que Skinsky fue a ver a Hildesheim.
Así, hasta ahora, sabemos que sus planes han tenido éxito. El Czarina Catherine hizo un viaje
extraordinariamente rápido... A tal punto, que las sospechas del capitán Donelson fueron despertadas,
pero su superstición, unida a su inercia, sirvieron al conde y navegó con viento propicio a través de la
niebla y todo lo demás, llegando a ciegas a Galatz. Ha sido probado que las disposiciones del conde han
sido bien tomadas. Hildesheim recibió la caja, la sacó del barco y se la entregó a Skinsky. Este la tomó...
y aquí es donde se pierde la pista. Solamente sabemos que la caja se encuentra en algún lugar, sobre el
agua, desplazándose. La aduana y la oficina de consumos, si existe, han sido evitadas.
Ahora llegamos a lo que el conde debió hacer después de su llegada a tierra, en Galatz.
La caja le fue entregada a Skinsky antes de la salida del sol. Al salir éste, el conde podía
aparecerse en su verdadera forma. Aquí preguntamos: ¿por qué fue escogido Skinsky para que llevara a
cabo esa tarea? En el diario de mi esposo está indicado el tal Skinsky como un individuo que traficaba
con los eslovacos que comerciaban por el río, hasta el puerto; y el grito de las mujeres, de que el crimen
había sido cometido por eslovacos, mostraba el sentimiento general en contra de los de su clase. El
conde deseaba aislamiento.
Yo supongo que, en Londres, el conde decidió regresar a su castillo por el agua, puesto que éste
era el camino más seguro y secreto. A él lo llevaron desde el castillo los cíngaros, y probablemente
entregaron su carga a eslovacos, que la llevaron a Varna, donde fue embarcada con destino a Londres.
Así, el conde conocía a las personas que podían efectuar ese servicio. Cuando la caja estaba en tierra,
antes de la salida del sol o después de su puesta, salió de su caja, se reunió con Skinsky y le dio
instrucciones sobre lo que tenía que hacer respecto a encontrar alguien que pudiera transportar la caja
por el río. Cuando Skinsky lo hizo, y el conde supo que todo estaba en orden, se dio a la tarea de borrar
las pistas, asesinando a su agente.
He examinado los mapas y he descubierto que el río más apropiado para que los eslovacos
hayan ascendido por él es el Pruth o el Sereth. He leído en el manuscrito que en mis momentos de trance
oí vacas a lo lejos y el ruido del agua al nivel de mis oídos, así como también el ruido de roce de madera
contra madera. Entonces, eso quiere decir que el conde, en su caja, viajaba sobre el río, en una barca
abierta..., impulsada probablemente por medio de remos o flotadores, ya que los bancos se encuentran
cerca y navega contra la corriente. No se producirían esos ruidos si avanzara al mismo tiempo que la
corriente.
Naturalmente, debe tratarse, ya sea del Sereth o del Pruth; pero, en este punto, podemos
investigar algo más. El Pruth es el más fácil para la navegación, pero el Sereth, en Fundu, recibe al
Bistritza, que corre en torno al Paso Borgo. La curva que describe se encuentra manifiestamente tan
cerca del castillo de Drácula como es posible llegar por agua.
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Del Diario de Mina Harke (continuación)
Cuando concluí la lectura, Jonathan me tomó en sus brazos y me abrazó; los demás me tomaron
de ambas manos, me sacudieron y el doctor van Helsing dijo:
—Nuestra querida señora Mina es, una vez más, nuestra maestra. Sus ojos se han posado en
donde nosotros no habíamos visto nada. Ahora, estamos nuevamente sobre la pista y, esta vez,
podemos triunfar. Nuestro enemigo se encuentra en su punto más débil y, si podemos alcanzarlo de día,
sobre el agua, nuestra tarea habrá concluido. Tiene cierta ventaja, pero no puede apresurarse, ya que no
puede abandonar su caja con el fin de no despertar sospechas entre quienes lo transportan; en el caso
de que ellos sospecharan algo, su primera reacción sería la de arrojarlo inmediatamente por la borda, y
perecería en el agua. Naturalmente, él sabe eso y no puede exponerse. Ahora, amigos, celebremos
nuestro consejo de guerra, puesto que es preciso que proyectemos aquí mismo, en este preciso instante,
lo que cada uno de nosotros debe hacer.
—Voy a conseguir una lancha de vapor para seguirlo —dijo lord Godalming.
—Y yo caballos para perseguirlo por tierra, en el caso de que desembarque por casualidad —dijo
Morris.
—¡Bien! —dijo el profesor—. Ambos tienen razón, pero ninguno deberá ir solo.
Debemos tener fuerzas para vencer a otras fuerzas, en caso necesario; los eslovacos son fuertes
y rudos, y van bien armados.
Todos los hombres sonrieron, ya que llevaban sobre ellos un pequeño arsenal.
—He traído varios Winchester —dijo el señor Morris—. Pueden usarse muy bien en medio de una
multitud y, además, hay lobos, El conde, si lo recuerdan ustedes, tomó otras precauciones; dio ciertas
instrucciones que la señora Harker no pudo oír ni comprender. Debemos estar preparados para todo.
—Creo que lo mejor será que vaya yo con Quincey —dijo el doctor Seward—. Estamos
acostumbrados a cazar juntos, y los dos, bien armados, podemos ser enemigos de cuidado para
cualquiera que se nos ponga enfrente. Usted tampoco debe ir solo, Art. Puede ser necesario luchar
contra los eslovacos, y un golpe de suerte, ya que no creo que lleven armas de fuego, puede hacer
fracasar todos nuestros planes. No debemos correr riesgos esta vez; no descansaremos en tanto la
cabeza y el cuerpo del conde no hayan sido separados y estemos seguros de que no va a poder
reencarnar.
Miró a Jonathan, al tiempo que hablaba, y mi esposo me miró a mí. Comprendí que el pobre
hombre estaba desesperado. Naturalmente, deseaba estar conmigo; pero, en todo caso, el grupo que
partiría en la lancha sería el que más probabilidades tendría de destruir al..., al... vampiro (¿por qué dudo
en escribir la palabra?). Guardó silencio un momento y el doctor van Helsing intervino, diciendo:
—Amigo Jonathan, eso le corresponde, por dos razones: primeramente, porque es usted joven,
valeroso y puede pelear. Todas las fuerzas pueden ser necesarias en el momento final; además, tiene
usted el derecho a destruirlo, puesto que tanto les ha hecho sufrir, a usted y a los suyos. No tema por la
señora Mina; yo la cuidaré, si puedo. Soy viejo y mis piernas no me permiten correr ya como antes;
además, no estoy acostumbrado a cabalgar un trecho tan prolongado para perseguir al conde, como
puede ser necesario, ni a luchar con armas mortales. Y puedo morir, si es necesario, tan bien como los
hombres más jóvenes. Déjenme decirles que lo que deseo es lo siguiente: mientras usted, lord
Godalming y nuestro amigo Jonathan, avanzan con tanta rapidez en su hermosa lancha de vapor, y
mientras John y Quincey guardan la ribera, donde por casualidad puede haber desembarcado Drácula,
voy a llevar a la señora Mina exactamente al territorio del enemigo. Mientras el viejo zorro se encuentra
encerrado en su caja, flotando en medio de la corriente del río, donde no puede escapar a tierra, y donde
no puede permitirse levantar la cubierta de su caja, debido a que quienes lo transportan lo arrojarían al
agua y lo dejarían perecer en ella, debemos seguir la pista recorrida por Jonathan. Desde Bistritz, sobre
el Borgo, y tenemos que encontrar el camino hacia el castillo del conde de Drácula. Allí, el poder
hipnótico de la señora Mina podrá ayudarnos seguramente, y nos pondremos en camino, que es oscuro y
desconocido, después del primer amanecer inmediato a nuestra llegada a las cercanías de ese tétrico
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lugar. Hay mucho quehacer, y otros lugares en que poder santificarse, para que ese nido de víboras sea
destruido.
En ese momento, Jonathan lo interrumpió, diciendo ardientemente:
—¿Quiere usted decir, profesor, que va a conducir a Mina, en su triste estado y estigmatizada
como está con esa enfermedad diabólica, a la guarida del lobo para que caiga en una trampa mortal? ¡De
ninguna manera! ¡Por nada del mundo!
Durante un minuto perdió la voz y continuó, más adelante:
—¿Sabe usted cómo es ese lugar? ¿Ha visto usted ese terrible antro de infernales infamias...
donde la misma luz de la luna está viva y adopta toda clase de formas, y en donde toda partícula de polvo
es un embrión de monstruo? ¿Ha sentido usted los labios del vampiro sobre su cuello?
Se volvió hacia mí, fijó los ojos en mi frente y levantó los brazos, gritando:
—¡Dios mío!, ¿qué hemos hecho para que hayas enviado este horror sobre nosotros? —y se
desplomó sobre el diván, sintiéndose destrozado.
La voz del profesor, con su tono dulce y claro, que parecía vibrar en el aire, nos calmó a todos.
—Amigo mío, es porque quiero salvar a la señora Mina de ese horror por lo que quiero llevarla
allí. Dios no permita que la introduzca en ese lugar. Hay cierto trabajo; un trabajo terrible que hay que
hacer allí, y que los ojos de ella no deben ver. Todos los hombres presentes, excepto Jonathan, hemos
visto qué vamos a tener que hacer antes de que ese lugar quede purificado. Recuerde que nos
encontramos en medio de un peligro terrible. Si el conde huye de nosotros esta vez, y hay que tener en
cuenta que es fuerte, inteligente y hábil, puede desear dormir durante un siglo, y a su debido tiempo,
nuestra querida dama —me tomó de la mano irá a su lado para acompañarlo, y será como las otras que
vio usted, Jonathan. Nos ha descrito usted todo lo referente a sus labios glotones y a sus risas horribles,
cuando se llevaban el saco que se movía y que el conde les había arrojado. Usted se estremece, pero es
algo que puede suceder. Perdone que le cause tanto dolor, pero es necesario. Amigo mío, ¿no se trata
de una empresa en la que probablemente tendré que perder la vida? En el caso de que alguno de
nosotros deba ir a ese lugar para quedarse, tendré que ser yo, para hacerles compañía.
—Haga lo que guste —dijo Jonathan, con un sollozo que hizo que temblara todo su cuerpo.
¡Estamos en las manos de Dios!
Más tarde. Me hizo mucho bien ver el modo en que esos hombres valerosos trabajan. ¿Cómo es
posible que las mujeres no amen a hombres que son tan sinceros, francos y valerosos? Asimismo, pensé
en el extraordinario poder del dinero. ¿Qué no puede hacer cuando es aplicado correctamente?, ¿qué no
puede conseguir cuando es usado de manera baja? Me siento muy contenta de que lord Godalming sea
tan rico y de que tanto él como el señor Morris, que posee también mucho dinero, estén dispuestos a
gastarlo con tanta liberalidad. Ya que, de no ser así, nuestra expedición no hubiera podido ponerse en
marcha, ni tan rápidamente ni con tan buen equipo, como va a hacerlo dentro de otra hora. No han
pasado todavía tres horas desde que se decidió qué parte íbamos a desempeñar cada uno de nosotros, y
ahora, lord Godalming y Jonathan, tienen una hermosa lancha de vapor, y están dispuestos a partir en
cualquier momento.
El doctor Seward y el señor Morris tienen media docena de excelentes caballos, todos
preparados. Poseemos todos los mapas y las ampliaciones de todos tipos que es posible conseguir. El
profesor van Helsing y yo deberemos salir esta noche, a las once y cuarenta minutos, en tren, con destino
a Veresti, en donde conseguiremos una calesa que nos conduzca hasta el Paso del Borgo. Llevamos
encima una buena cantidad de dinero, ya que tendremos que comprar la calesa y los caballos.
Deberemos conducirla nosotros mismos, puesto que no hay nadie en quien podamos confiar en este
caso. El profesor conoce muchas lenguas, de modo que podremos salir adelante sin demasiadas
dificultades. Todos tenemos armas, e incluso me consiguieron a mí un revolver de cañón largo; Jonathan
no se sentía tranquilo, a menos que fuera armada como el resto de ellos. Pero no puedo llevar un arma
que llevan los demás; el estigma sobre mi frente me lo prohíbe. El querido doctor van Helsing me
consuela, diciéndome que estoy bien armada, puesto que es posible que encontremos lobos. El tiempo
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se está haciendo cada hora que pasa más frío y hay copos de nieve que flotan en el aire, como malos
presagios.
Más tarde. Me armé de valor para despedirme de mi querido esposo. Es posible que no volvamos
a vernos nunca más. ¡Valor, Mina! El profesor te está mirando fijamente y esa mirada es una advertencia.
No debes derramar lágrimas ahora..., a menos que Dios permita que sean de alegría.
Del diario de Jonathan Harker
30 de octubre, por la noche. Estoy escribiendo esto a la luz que despide la caldera de la lancha
de vapor; lord Godalming está haciendo de fogonero. Tiene experiencia en el trabajo, puesto que tuvo
durante muchos años una lancha propia en el Támesis y otra en Norfolk Broads. Con relación a nuestros
planes, hemos decidido finalmente que las suposiciones de Mina eran pertinentes y que si el conde había
escogido una vía acuática para regresar a su castillo, debía tratarse necesariamente del río Sereth y del
Bistritza. Supusimos que en algún lugar cerca del grado cuarenta y siete de latitud norte sería el escogido
para atravesar el país entre el río y los Cárpatos. No teníamos miedo de avanzar a buena velocidad sobre
el río, en plena noche; el agua es profunda y las orillas están lo suficientemente separadas de nosotros
como para que podamos navegar tranquilamente y sin dificultades, incluso en la oscuridad. Lord
Godalming me dice que duerma un rato; que es suficiente por el momento que se quede uno de nosotros
de guardia. Pero no puedo dormir... ¿Cómo iba a poder hacerlo, con el terrible peligro que pesa sobre mi
querida esposa y al pensar que se dirige hacia ese maldito lugar…? Mi único consuelo es que estamos
en las manos de Dios. Lo malo es que, con esa fe, sería más fácil morir que continuar viviendo, para
terminar de una vez con todas estas preocupaciones. El señor Morris y el doctor Seward salieron para
hacer su enorme recorrido a caballo, antes de que nosotros nos pusiéramos en marcha; deben
mantenerse sobre la orilla del río, a bastante distancia, sobre las tierras altas, como para que puedan ver
una buena extensión del río sin necesidad de seguir sus meandros. Para las primeras etapas, llevan
consigo a dos hombres, para que conduzcan a sus caballos de refresco... Cuatro en total, con el fin de no
despertar la curiosidad. Cuando despidan a los hombres, lo cual sucederá bastante pronto, deberán
cuidar ellos mismos de los caballos. Es posible que necesitemos unirnos todos y, en ese caso, todos
podremos montar en los caballos... Una de las sillas de montar tiene un pomo móvil, que puede
adaptarse para Mina, en caso necesario.
Hemos emprendido una aventura terrible. Aquí, mientras avanzamos en medio de la oscuridad,
sintiendo la frialdad del río que parece levantarse para golpearnos, rodeados de todas las voces
misteriosas de la noche, vemos todo claramente. Parecemos ir hacia lugares desconocidos, por rutas
desconocidas, y entrar en un mundo nuevo de objetos oscuros y terribles. Godalming está cerrando la
puerta de la caldera...
31 de octubre. Continuamos avanzando a buena velocidad. Ha llegado el día y Godalming está
durmiendo. Yo estoy de guardia. La mañana está muy fría y resulta muy agradable el calor que se
desprende de la caldera, a pesar de que llevamos gruesas chaquetas de piel. Hasta ahora, solamente
hemos pasado a unos cuantos botes abiertos, pero ninguno de ellos tenía a bordo ninguna caja de
equipo de ninguna clase, de tamaño aproximado a la que estamos buscando. Los hombres se asustaban
siempre que volvimos nuestra lámpara eléctrica hacia ellos, se arrodillaban y oraban.
1 de noviembre, por la noche. No hemos tenido noticias en todo el día ni hemos encontrado nada
del tipo que buscamos. Ya hemos pasado Bistritza, y si nos equivocamos en nuestras suposiciones,
habremos perdido la oportunidad. Hemos observado todas las embarcaciones, grandes y pequeñas. Esta
mañana, temprano, la tripulación de uno de ellos creyó que éramos una nave del gobierno, y nos trató
muy bien. Vimos en ello, en cierto modo, un mejoramiento de nuestra situación; así, en Fundu, donde el
Bistritza converge en el Sereth. Conseguimos una bandera rumana que ahora llevamos en la proa. Este
truco ha tenido éxito en todos los botes que hemos encontrado a continuación; todos nos han mostrado
una gran deferencia y nadie ha objetado nada sobre lo que deseábamos inspeccionar o preguntar. En
Fundu no logramos noticias sobre ningún barco semejante, de modo que debió pasar por allí de noche.
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Siento mucho sueño; el frío me está afectando quizá, y la naturaleza necesita reposar de vez en cuando.
Godalming insiste en que él se encargará del primer cuarto de guardia. Dios lo bendiga por todas sus
bondades para con Mina y conmigo.
2 de noviembre, por la mañana. El día está muy claro. Mi buen amigo no quiso despertarme. Dijo
que hubiera considerado eso como un pecado, ya que estaba dormido pacíficamente y, por el momento,
me olvidaba de mis pesares. Me pareció algo desconsiderado el haber dormido tanto tiempo y dejarlo
velando durante toda la noche, pero tenía razón. Soy un hombre nuevo esta mañana y, mientras
permanezco sentado, viéndolo dormir a él, puedo ocuparme del motor, del timón y de la vigilancia. Siento
que mis fuerzas y mis energías están volviendo a mí. Me pregunto dónde estarán ahora Mina y van
Helsing. Debieron llegar a Veresti aproximadamente al mediodía del miércoles. Necesitarían cierto tiempo
para conseguir la calesa y los caballos, de modo que si se habían puesto en marcha, avanzando con
rapidez, estarían ya cerca del Paso del Borgo. ¡Que Dios los ayude y los cuide! Temo pensar en lo que
pueda suceder. ¡Si pudiéramos avanzar con mayor rapidez! Pero no es posible. Los motores están
trabajando a plena capacidad, y no es posible pedirles más. Me pregunto también cómo se encuentran el
señor Morris y el doctor Seward. Parece haber interminables torrentes que bajan de las montañas hasta
el río, pero como ninguno de ellos es demasiado ancho..., en este momento cuando menos, aun cuando
sean indudablemente terribles en invierno y cuando se derrite la nieve, los jinetes no encontrarán grandes
dificultades para cruzarlos. Espero alcanzar a verlos antes de llegar a Strasba, puesto que si para
entonces no hemos atrapado al conde, será quizá preciso que nos reunamos para decidir qué vamos a
hacer a continuación.
Del diario del doctor Seward
2 de noviembre. Llevamos tres días galopando. No hay nada nuevo y, de todos modos, no
hubiera tenido tiempo para escribir nada, en caso de que hubiera habido algo.
Solamente tomamos los descansos necesarios para los caballos, pero ambos lo estamos
soportando muy bien. Los días en que corríamos tantas aventuras están resultando muy útiles. Debemos
continuar adelante; nunca nos sentiremos contentos en tanto no volvamos a ver la lancha.
3 de noviembre. En Fundu nos enteramos de que la lancha había ido por el Bistritza. Deseé que
no hiciera tanto frío. Había señales de que nevaría, y si la nieve cayera con mucha fuerza, nos detendría.
En ese caso, tendremos que conseguir un trineo para continuar, al estilo ruso.
4 de noviembre. Hoy nos enteramos de que la lancha fue detenida por un accidente, cuando
trataba de ascender por los rápidos. Los botes eslovacos suben bien, con la ayuda de una cuerda y
dirigiéndolos correctamente. Algunos de ellos ascendieron sólo unas horas antes. Godalming era un
ajustador aficionado y, evidentemente, fue él quien puso la lancha en marcha otra vez. Finalmente,
consiguieron cruzar los rápidos, con ayuda de los habitantes, y acaban de emprender la marcha,
descansados. Temo que la lancha no mejoró mucho con el accidente; los campesinos nos informaron
que después de que volvió nuevamente a aguas tranquilas, seguía deteniéndose de vez en cuando,
mientras permaneció a la vista. Debemos avanzar con mayor brío que nunca; es posible que pronto
necesiten nuestra ayuda.
Del diario de Mina Harker
31 de octubre. Llegamos a Veresti por la tarde. El profesor me dice que esta mañana, al
amanecer, a duras penas pudo hipnotizarme, y que todo lo que pude decir fue: "oscuro y tranquilo".
Ahora está fuera, comprando una calesa y caballos; dice que más tarde tratará de comprar más caballos,
de manera que podamos cambiarlos en el camino. Nos quedan todavía ciento diez kilómetros por
recorrer. El paisaje es precioso y muy interesante; si nos encontráramos en diferentes circunstancias,
¡qué encantador resultaría contemplar todo esto! Si Jonathan y yo viajáramos solos por estas tierras, ¡qué
placer sería! Podríamos detenernos, veríamos a la gente, aprenderíamos algo sobre ella y llenaríamos
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nuestras mentes con todo lo pintoresco y el colorido del campo salvaje y hermoso y las personas tan
singulares. Pero, ¡ay…!
Más tarde. El doctor van Helsing ha regresado. Consiguió la calesa y los caballos; vamos a
cenar, y emprenderemos el viaje dentro de una hora. La casera nos está preparando una enorme canasta
de provisiones; parece ser suficiente para toda una compañía de soldados. El profesor la anima y me dice
en susurros que es posible que pase una semana antes de que podamos volver a obtener alimentos. El
también ha estado de compras, y ha enviado a su casa un conjunto maravilloso de abrigos y pellizas y
toda clase de ropa de abrigo. No tendremos ningún peligro de sentir frío.
Pronto nos pondremos en marcha. Temo pensar en lo que puede sucedernos; verdaderamente,
estamos en las manos de Dios; solamente Él sabe lo que puede suceder y le ruego, con toda la fuerza de
mi alma triste y humilde, que cuide a mi amado esposo; que, suceda lo que suceda, Jonathan pueda
saber que lo amo y que lo he honrado más de lo que puedo expresar, y que mi último y más sincero
pensamiento afectuoso será siempre para él.
XXVII.— EL DIARIO DE MINA HARKER
1 de noviembre. Hemos viajado todo el día a buena velocidad. Los caballos parecen saber que
los estamos tratando con bondad, ya que demuestran la voluntad de avanzar al mejor paso. Hemos
tenido algunos cambios y encontramos tan constantemente lo mismo, que nos sentimos animados a
pensar que el viaje será fácil. El doctor van Helsing se muestra lacónico; les dice a los granjeros que se
apresura a ir a Bistritz y les paga bien por hacer un cambio de caballos. Nos dan sopa caliente, café o té,
y salimos inmediatamente. Es un paisaje encantador, lleno de bellezas de todos los tipos imaginables, y
las personas son valerosas, fuertes y sencillas; parecen tener muchas cualidades hermosas. Son muy,
muy supersticiosos. En la primera casa en que nos detuvimos, cuando la mujer que nos sirvió vio la
cicatriz en mi frente, se persignó y puso dos dedos delante de mí, para mantener alejado el mal de ojo.
Creo que hasta se tomaron la molestia de poner una cantidad adicional de ajo en nuestros alimentos, y
yo no puedo soportarlo. Desde entonces, he tenido el cuidado de no quitarme el velo, y de esa forma he
logrado escapar a sus suspicacias. Estamos viajando a gran velocidad, y puesto que no tenemos cochero
que pueda contar chismes, seguimos nuestro camino sin ningún escándalo; pero me atrevo a decir que el
miedo al mal de ojo nos seguirá constantemente por todos lados. El profesor parece incansable; no quiso
descansar en todo el día, a pesar de que me obligó a dormir un buen rato. Al atardecer, me hipnotizó, y
dice que contesté como siempre: "Oscuridad, ruido de agua y roce de madera." De manera que nuestro
enemigo continúa en el río. Tengo miedo de pensar en Jonathan, pero de alguna manera ya no siento
miedo por él ni por mí. Escribo esto mientras esperamos en una granja, a que los caballos estén
preparados. El doctor van Helsing está durmiendo. ¡Pobre hombre! Parece estar muy cansado y haber
envejecido y encanecido. Pero su boca tiene la firmeza de un conquistador. Aun en sueños, tiene el
instinto de la resolución. Cuando hayamos emprendido el camino, deberé hacer que descanse, mientras
yo misma conduzco la calesa; le diré que tenemos todavía varios días por delante, y que no debe
debilitarse, cuando sea necesaria toda su fuerza... Todo está preparado. Dentro de poco partiremos.
2 de noviembre, por la mañana. Tuve éxito y tomamos turnos para conducir durante toda la
noche; ahora ya es de día y el tiempo está claro a pesar de que hace frío.
Hay una extraña pesadez en el aire…; digo pesadez porque no encuentro una palabra mejor;
quiero decir que nos oprime a ambos. Hace mucho frío y sólo nuestras pieles calientes nos permiten
sentirnos cómodos. Al amanecer, van Helsing me hipnotizó, dice que contesté: "Oscuridad, roces de
madera y agua rugiente", de manera que el río está cambiando a medida que ascienden. Mi gran deseo
es que mi amado no corra ningún peligro; no más de lo necesario, pero estamos en las manos de Dios.
2 de noviembre, por la noche. Hemos estado viajando todo el día. El campo se hace más salvaje
a medida que avanzamos y las grandes elevaciones de los Cárpatos, que en Veresti parecían estar tan
alejadas de nosotros y tan bajas en el horizonte, parecen rodearnos y elevarse frente a nosotros. Ambos
parecemos estar de buen humor; creo que nos esforzamos en animarnos uno al otro y, así, nos
consolamos. El doctor van Helsing dice que por la mañana llegaremos al Paso de l Borgo. Las casas son
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ahora muy escasas, y el profesor dice que el último caballo que obtuvimos tendrá que continuar con
nosotros, ya que es muy posible que no podamos volver a cambiarlo. Tenemos dos, además de los otros
dos que cambiamos, de manera que ahora poseemos un buen tiro.
Los caballos son pacientes y buenos y no nos causan ningún problema. No nos preocupamos de
otros viajeros, de manera que hasta yo puedo conducir. Llegaremos al paso de día; no queremos llegar
antes, de manera que vamos con calma y ambos tomamos un largo descanso, por turnos. ¿Qué nos
traerá el día de mañana? Vamos hacia el lugar en donde mi pobre esposo sufrió tanto. Dios nos permita
llegar con bien hasta allí y que Él se digne cuidar a mi esposo y a los que nos son queridos, que se
encuentran en un peligro tan mortal. En cuanto a mí, no soy digna de Él. ¡Ay! ¡No estoy limpia ante sus
ojos, y así permaneceré hasta que Él se digne permitirme estar ante su presencia, como uno de los que
no han provocado su ira!
Memorando de Abraham van Helsing
4 de noviembre. Esto es para mi antiguo y sincero amigo, el doctor John Seward, de Purefleet,
Londres, en caso de que no lo pueda volver a ver. Es posible que aclare. Es de mañana, y escribo junto
al fuego que nos ha mantenido vivos durante toda la noche.
La señora Mina me ha ayudado. Hace frío; mucho frío. Tanto, que el cielo gris y pesado está lleno
de nieve que, cuando caiga, permanecerá durante todo el invierno, ya que la tierra se está endureciendo
para recibirla. Parece haber afectado a la señora Mina. Ha tenido la cabeza tan pesada durante todo el
día, que no parece ser la misma. ¡Duerme, duerme y sigue durmiendo! Ella, que es siempre tan vivaz, no
ha hecho casi absolutamente nada en todo el día; hasta ha perdido el apetito. No hizo ninguna anotación
en su diario, ella que tan fielmente había escrito en cada una de nuestras paradas. Algo me dice que no
todo marcha bien. Sin embargo, esta noche está más vivaz. Su largo sueño del día la ha refrescado y
restaurado, y ahora está tan dulce y despierta como siempre. Traté de hipnotizarla al amanecer, pero sin
obtener ningún resultado positivo. El poder ha ido disminuyendo continuamente, día a día, y esta noche
me falló por completo. Bueno, ¡que se haga la voluntad de Dios...! ¡Cualquiera que sea y adondequiera
que nos lleve! Ahora, pasemos a lo histórico; ya que la señora Mina no escribió en su diario, debo, en mi
laborioso lenguaje antiguo, hacerlo, de manera que ningún día que pasamos quede sin ser registrado.
Llegamos al Paso del Borgo un poco antes del amanecer, ayer por la mañana; cuando observé
los signos precursores del alba, me preparé a hipnotizarla. Detuvimos la calesa y descendimos, con el fin
de que nada nos perturbara. Hice una especie de sofá con pieles, y la señora Mina, después de
acostarse, se prestó a la hipnosis, como siempre, pero más lenta y brevemente que nunca. Como antes,
su respuesta fue: "Oscuridad y aguas agitadas." Luego despertó, vivaz y radiante, y continuamos nuestro
camino, para llegar pronto al Paso. En esta hora y lugar, ella se llenó de un nuevo entusiasmo; un nuevo
poder director se manifestó en ella, ya que señaló un camino y dijo:
—Este es el camino.
—¿Cómo lo sabe? —inquirí.
—Por supuesto que lo sé —contestó ella, y al cabo de una pausa añadió—: ¿Acaso no viajó por
él mi Jonathan y escribió todo lo relativo a su viaje?
En un principio, pensé que era algo extraño, pero pronto vi que sólo podía existir un camino
semejante. Es muy poco utilizado, y sumamente diferente del camino real que conduce de Bucovina a
Bistritz, que es más amplio y duro y más utilizado.
De manera que tomamos ese camino. Encontramos otros caminos (no siempre estábamos
seguros de que fueran verdaderos caminos, ya que estaban descuidados y cubiertos de una capa ligera
de nieve). Los caballos sabían y solamente ellos. Les dejaba las riendas sueltas y los animales
continuaban pacientemente. Una detrás de otra, encontramos todas las cosas que Jonathan anotó en el
maravilloso diario que escribió.
Luego, proseguimos, durante largas y prolongadas horas. En un principio, le dije a la señora Mina
que durmiera; lo intentó y logró hacerlo. Durmió todo el tiempo hasta que, por fin, sentí que las sospechas
crecían en mí e intenté despertarla, pero ella continuó durmiendo y no logré despertarla a pesar de que lo
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intenté. No quise hacerlo con demasiada fuerza por no dañarla, ya que yo sé que ha sufrido mucho y que
el sueño, en ocasiones, puede ser muy conveniente para ella. Creo que yo me adormecí, porque, de
pronto, me sentí culpable, como si hubiera hecho algo indebido. Me encontré erguido, con las riendas en
la mano y los hermosos caballos que trotaban como siempre. Bajé la mirada y vi que la señora Mina
continuaba dormida. No falta mucho para el atardecer y, sobre la nieve, la luz del sol riela como si fuera
una enorme corriente amarilla, de manera que nosotros proyectamos una larga sombra en donde la
montaña se eleva verticalmente. Estamos subiendo y subiendo continuamente y todo es, ¡oh!, muy
agreste y rocoso. Como si fuera el fin del mundo.
Luego, desperté a la señora Mina. Esta vez despertó sin gran dificultad y, luego, traté de hacerla
dormir hipnóticamente, pero no lo logré; era como si yo no estuviera allí. Sin embargo, vuelvo a intentarlo
repetidamente, hasta que, de pronto, nos encontramos en la oscuridad, de manera que miro a mi
alrededor y descubro que el sol se ha ido. La señora Mina se ríe y me vuelvo hacia ella. Ahora está bien
despierta y tiene tan buen aspecto como nunca le he visto desde aquella noche en Carfax, cuando
entramos por primera vez en la casa del conde. Me siento asombrado e intranquilo, pero está tan vivaz,
tierna y solícita conmigo, que olvido todo temor. Enciendo un fuego, ya que trajimos con nosotros una
provisión de leña, y ella prepara alimentos mientras yo desato los caballos y los acomodo en la sombra,
para alimentarlos. Luego, cuando regresé a la fogata, ella tenía mi cena lista. Fui a ayudarle, pero ella me
sonrió y me dijo que ya había comido, que tenía tanta hambre que no había podido esperar. Eso no me
agradó, y tengo terribles dudas, pero temo asustarla y no menciono nada al respecto. La señora Mina me
ayudó, comí, y luego, nos envolvimos en las pieles y nos acostamos al lado del fuego. Le dije que
durmiera y que yo velaría, pero de pronto me olvido de la vigilancia y, cuando súbitamente me acuerdo de
que debo hacerlo, la encuentro tendida, inmóvil; pero despierta mirándome con ojos muy brillantes. Esto
sucedió una o dos veces y pude dormir hasta la mañana. Cuando desperté, traté de hipnotizarla, pero, a
pesar de que ella cerró obedientemente los ojos, no pudo dormirse. El sol se elevó cada vez más y,
luego, el sueño llegó a ella, demasiado tarde; fue tan fuerte, que no despertó.
Tuve que levantarla y colocarla, dormida, en la calesa, una vez que coloqué en varas a los
caballos y lo preparé todo. La señora continúa dormida y su rostro parece más saludable y sonrosado
que antes, y eso no me gusta. ¡Tengo miedo, mucho miedo!
Tengo miedo de todas las cosas. Hasta de pensar; pero debo continuar mi camino. Lo que nos
jugamos es algo de vida o muerte, o más que eso aún, y no debemos vacilar un instante.
5 de noviembre, por la mañana. Permítaseme ser exacto en todo, puesto que, aunque usted y yo
hemos visto juntos cosas extrañas, puede comenzar a pensar que yo, van Helsing, estoy loco; que los
muchos horrores y las tensiones tan prolongadas sobre mi sistema nervioso han logrado al fin trastornar
mi cerebro. Viajamos todo el día de ayer, acercándonos cada vez más a las montañas y recorriendo un
terreno cada vez más agreste y desierto. Hay precipicios gigantescos y amenazadores, muchas
cascadas, y la naturaleza parece haber realizado en alguna época su carnaval. La señora Mina sigue
durmiendo constantemente, y aunque yo sentí hambre y la satisfice, no logré despertarla, ni siquiera para
comer. Comencé a temer que el hechizo fatal del lugar se estuviera apoderando de ella, ya que está
manchada con ese bautismo de sangre del vampiro.
—Bien —me dije a mí mismo—, si duerme todo el día, también es seguro que yo no dormiré
durante la noche.
Mientras viajábamos por el camino áspero, ya que se trataba de un camino antiguo y deteriorado,
me dormí. Volví a despertarme con la sensación de culpabilidad y del tiempo transcurrido, y descubrí que
la señora Mina continuaba dormida y que el sol estaba muy bajo, pero, en efecto, todo había cambiado.
Las amenazadoras montañas parecían más lejanas y nos encontrábamos cerca de la cima de una colina
de pendiente muy pronunciada, y en cuya cumbre se encontraba el castillo, tal como Jonathan indicaba
en su diario. Inmediatamente me sentí intranquilo y temeroso, debido a que, ahora, para bien o para mal,
el fin estaba cercano. Desperté a la señora Mina y traté nuevamente de hipnotizarla, pero no obtuve
ningún resultado. Luego, la profunda oscuridad descendió sobre nosotros, porque aun después del
ocaso, los cielos reflejaban el sol oculto sobre la nieve y todo estaba sumido, durante algún tiempo, en
una gigantesca penumbra. Desenganché los caballos, y les di de comer en el albergue que logré
encontrar. Luego, encendí un fuego y, cerca de él, hice que la señora Mina, que ahora estaba más
despierta y encantadora que nunca, se sentara cómodamente, entre sus pieles. Preparé la cena, pero
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ella no quiso comer. Dijo simplemente que no tenía hambre. No la presioné, sabiendo que no lo deseaba,
pero yo cené, porque necesitaba estar fuerte por todos. Luego, presa aún del temor por lo que pudiera
suceder, tracé un círculo grande en torno a la señora Mina y sobre él coloqué parte de la Hostia sagrada
y la desmenucé finamente, para que todo estuviera protegido. Ella permaneció sentada tranquilamente
todo el tiempo; tan tranquila como si estuviera muerta, y empezó a ponerse cada vez más pálida, hasta
que tenía casi el mismo color de la nieve; no pronunció palabra alguna, pero cuando me acerqué a ella,
se abrazó a mí, y noté que la pobre se estremecía de la cabeza a los pies, con un temblor que era
doloroso de ver. A continuación, cuando se tranquilizó un poco, le dije:
—¿No quiere usted acercarse al fuego?
Deseaba hacer una prueba para saber si le era posible hacerlo.
Se levantó obedeciendo, pero, en cuanto dio un paso, se detuvo y permaneció inmóvil, como
petrificada.
—¿Por qué no continúa? —le pregunté.
Ella meneó la cabeza y, retrocediendo, volvió a sentarse en su lugar.
Luego, mirándome con los ojos muy abiertos, como los de una persona que acaba de despertar
de un sueño, me dijo con sencillez:
—¡No puedo! —y guardó silencio.
Me alegró sabiendo que si ella no podía pasar, ninguno de los vampiros, a los que temíamos,
podría hacerlo tampoco. ¡Aunque era posible que hubiera peligros para su cuerpo, al menos su alma
estaba a salvo!
En ese momento, los caballos comenzaron a inquietarse y a tirar de sus riendas, hasta que me
acerqué a ellos y los calmé. Cuando sintieron mis manos sobre ellos, relincharon en tono bajo, como de
alegría, frotaron sus hocicos en mis manos y permanecieron tranquilos durante un momento. Muchas
veces, en el curso de la noche, me levanté y me acerqué a ellos hasta que llegó el momento frío en que
toda la naturaleza se encuentra en su punto más bajo de vitalidad, y, todas las veces, mi presencia los
calmaba. Al acercarse la hora más fría, el fuego comenzó a extinguirse y me levanté para echarle más
leña, debido a que la nieve caía con más fuerza y, con ella, se acercaba una neblina ligera y muy fría.
Incluso en la oscuridad hay un resplandor de cierto tipo, como sucede siempre sobre la nieve, y pareció
que los copos de nieve y los jirones de niebla tomaban forma de mujeres, vestidas con ropas que se
arrastraban por el suelo. Todo parecía muerto, y reinaba un profundo silencio, que solamente interrumpía
la agitación de los caballos, que parecían temer que ocurriera lo peor. Comencé a sentir un tremendo
miedo, pero entonces me llegó el sentimiento de seguridad, debido al círculo dentro del que me
encontraba. Comencé a pensar también que todo era debido a mi imaginación en medio de la noche, a
causa del resplandor, de la intranquilidad, de la fatiga y de la terrible ansiedad. Era como si mis recuerdos
de las terribles experiencias de Jonathan me engañaran, porque los copos de nieve y la niebla
comenzaron a girar en torno a mí, hasta que pude captar una imagen borrosa de aquellas mujeres que lo
habían besado. Luego, los caballos se agacharon cada vez más y se lamentaron aterrorizados, como los
hombres lo hacen en medio del dolor. Hasta la locura del temor les fue negada, de manera que pudieran
alejarse. Sentí temor por mi querida señora Mina, cuando aquellas extrañas figuras se acercaron y me
rodearon. La miré, pero ella permaneció sentada tranquila, sonriéndome; cuando me acerqué al fuego
para echarle más leña, me cogió una mano y me retuvo; luego, susurró, con una voz que uno escucha en
sueños, sumamente baja:
—¡No! ¡No! No salga. ¡Aquí está seguro!
Me volví hacia ella y le dije, mirándola a los ojos:
—Pero, ¿y usted? ¡Es por usted por quien temo! Al oír eso, se echó a reír... con una risa ronca, e
irreal, y dijo:
—¿Teme por mí? ¿Por qué teme por mí? Nadie en todo el mundo esta mejor protegido contra
ellos que yo.
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Y mientras me preguntaba el significado de sus palabras, una ráfaga de viento hizo que la llama
se elevara y vi la cicatriz roja en su frente. Luego lo comprendí. Y si no lo hubiera comprendido entonces,
pronto lo hubiera hecho, gracias a las figuras de niebla y nieve que giraban y que se acercaban, pero
manteniéndose lejos del círculo sagrado. Luego, comenzaron a materializarse, hasta que, si Dios no se
hubiera llevado mi cordura, porque lo vi con mis propios ojos, estuvieron ante mí, en carne y hueso, las
mismas tres mujeres que Jonathan vio en la habitación, cuando le besaron la garganta.
Yo conocía las imágenes que giraban, los ojos brillantes y duros, las dentaduras blancas, el color
sonrosado y los labios voluptuosos. Le sonreían continuamente a la pobre señora Mina, Y al resonar sus
risas en el silencio de la noche, agitaban los brazos y la señalaban, hablando con las voces resonantes y
dulces de las que Jonathan había dicho que eran insoportablemente dulces, como cristalinas.
—¡Ven, hermana! ¡ven con nosotras! ¡ven! ¡ven! —le decían.
Lleno de temor, me volví hacia mi pobre señora Mina y mi corazón se elevó como una llama,
lleno de gozo, porque, ¡oh!, el terror que se reflejaba en sus dulces ojos y la repulsión y el horror, hacían
comprender a mi corazón que aún había esperanzas, ¡gracias sean dadas a Dios porque no era aún una
de ellas! Cogí uno de los leños de la fogata, que estaba cerca de mí, y, sosteniendo parte de la Hostia,
avancé hacia ellas. Se alejaron de mí y se rieron a carcajadas, de manera ronca y horrible. Alimenté el
fuego y no les tuve miedo, porque sabía que estábamos seguros dentro de nuestro círculo protector. No
podían acercárseme, mientras estuviera armado en esa forma, ni a la señora Mina, en tanto
permaneciera dentro del círculo, que ella no podía abandonar, y en el que las otras no podían entrar. Los
caballos habían dejado de gemir y permanecían inmóviles echados en el suelo. La nieve caía
suavemente sobre ellos, hasta que se pusieron blancos. Supe que, para los pobres animales, no existía
un terror mayor.
Permanecimos así hasta que el rojo color del amanecer comenzó a vislumbrarse en medio de la
nieve sombría. Me sentía desolado y temeroso, lleno de presentimientos y terrores, pero cuando el
hermoso sol comenzó a ascender por el horizonte, la vida volvió a mí. Al aparecer el alba, las figuras
horribles se derritieron en medio de la niebla y la nieve que giraba; las capas de neblina transparente se
alejaron hacia el castillo y se perdieron. Instintivamente, al llegar la aurora, me volví hacia la señora Mina,
para tratar de hipnotizarla, pero vi que se había quedado repentina y profundamente dormida, y no pude
despertarla. Traté de hipnotizarla dormida, pero no me dio ninguna respuesta en absoluto, y el sol salió.
Tengo todavía miedo de moverme. He hecho fuego y he ido a ver a los caballos. Todos están muertos.
Hoy tengo mucho quehacer aquí y espero hasta que el sol se encuentre ya muy alto, porque puede haber
lugares a donde tengo que ir, en los que ese sol, aunque oscurecido por la nieve y la niebla, será para mí
una seguridad.
Voy a fortalecerme con el desayuno, y después, voy a ocuparme de mi terrible trabajo. La señora
Mina duerme todavía y, ¡gracias a Dios!, está tranquila en su sueño.
Del diario de Jonathan Harker
4 de noviembre, por la noche. El accidente de la lancha había sido terrible para nosotros. A no
ser por él, hubiéramos atrapado el bote desde hace mucho tiempo, y para ahora, mi querida Mina estaría
ya libre. Temo pensar en ella, lejos del mundo, en aquel horrible lugar. Hemos conseguido caballos, y
seguimos por el camino. Escribo esto mientras Godalming se prepara. Tenemos preparadas nuestras
armas y los cíngaros tendrán que tener cuidado si es que desean pelear. ¡Si Morris y Seward estuvieran
con nosotros! ¡Sólo nos queda esperar! ¡Si no vuelvo a escribir, adiós, Mina! ¡Que Dios te bendiga y te
guarde!
Del diario del doctor Seward
5 de noviembre. Al amanecer, vemos la tribu de cíngaros delante de nosotros, alejándose del río,
en sus carretas. Se reúnen en torno a ellas y se desplazan apresuradamente, como si estuvieran siendo
acosados. La nieve está cayendo lentamente y hay una enorme tensión en la atmósfera. Es posible que
se trate solamente de nuestros sentimientos, pero la impresión es extraña. A lo lejos, oigo el aullido de los
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246
lobos; la nieve los hace bajar de las montañas y el peligro para todos es grande y procede de todos
lados. Los caballos están casi preparados, y nos ponemos en marcha inmediatamente. Vamos hacia la
muerte de alguien. Solamente Dios sabe de quién o dónde, o qué o cuándo o cómo puede suceder...
Memorando, por el doctor van Helsing
5 de noviembre, por la tarde. Por lo menos, estoy cuerdo. Gracias a Dios por su misericordia en
medio de tantos sucesos, aunque hayan resultado una prueba terrible.
Cuando dejé a la señora Mina dormida en el interior del círculo sagrado, me encaminé hacia el
castillo. El martillo de herrero que llevaba en la calesa desde Veresti me ha sido útil; aunque las puertas
estaban abiertas, las hice salir de sus goznes oxidados, para evitar que algún intento maligno o la mala
suerte pudieran cerrarlas de tal modo que una vez dentro no pudiera volver a salir. Las amargas
experiencias de Jonathan me sirven.
Recordando su diario, encuentro el camino hacia la vieja capilla, ya que sé que es allí donde voy
a tener que trabajar. La atmósfera era sofocante; parecía que había en ella algún ácido sulfuroso que, a
veces, me atontó un poco. O bien oía un rugido, o me llegaban distorsionados los aullidos de los lobos.
Entonces, me acordé de mi querida señora Mina y me encontré en medio de un terrible dilema.
No me he permitido traerla a este horrendo lugar, sino que la he dejado a salvo de los vampiros
en el círculo sagrado; sin embargo, ¡había lobos que la ponían en peligro! Resolví que tenía que hacer el
principal trabajo en el castillo, y que en lo tocante a los lobos deberíamos someternos a la voluntad de
Dios. De todos modos, eso significaría sólo la muerte y la libertad. Así es que me decidí por ella. Si la
elección hubiera sido por mí, no me hubiera sido difícil decidirme; ¡era mil veces mejor encontrarse en
medio de una jauría de lobos que en la tumba del vampiro! Por consiguiente, decidí continuar mi trabajo.
Sabía que había al menos tres tumbas que encontrar, las cuales estaban habitadas. De modo
que busqué sin descanso, y encontré una de ellas. Estaba tendida en su sueño de vampiro, tan llena de
vida y de voluptuosa belleza que me estremecí, como si me dispusiera a cometer un crimen. No pongo en
duda que, en la antigüedad, a muchos hombres que se disponían a llevar a cabo una tarea como la mía
les fallaran el corazón y los nervios. Por consiguiente, se retrasaba hasta que la misma belleza de la
muerta viva lo hipnotizaba; y se quedaba allí, hasta que llegaba la puesta del sol y cesaba el sueño del
vampiro. Entonces, los hermosos ojos de la mujer vampiro se abrían y lo miraban llenos de amor, y los
labios voluptuosos se entreabrían para besar... El hombre es débil. Así había una víctima más en la
guarida del vampiro; ¡uno más que engrosaba las filas terribles de los muertos vivos...!
Desde luego, existe cierta fascinación, puesto que me conmuevo ante la sola presencia de una
mujer tan bella, aun cuando esté tendida en una tumba destartalada por los años y llena del polvo de
varios siglos, aunque había ese olor horrible que flotaba en la guarida del conde. Sí; me sentía turbado...
Yo, van Helsing, a pesar de mis propósitos y de mis motivos de odios..., sentía la necesidad de un retraso
que parecía paralizar mis facultades y aferrarme el alma misma. Era posible que la necesidad de sueño
natural y la extraña opresión del aire me estuvieran abrumando. Estaba seguro de que me estaba
dejando dominar por el sueño; el sueño con los ojos abiertos de una persona que se entrega a una dulce
fascinación, cuando llegó a través del aire silencioso y lleno de nieve un gemido muy prolongado, tan
lleno de aflicción y de pesar, que me despertó como si hubiera sido una trompeta, puesto que era la voz
de la señora Mina la que estaba oyendo.
Luego, me dediqué a mi horrible tarea y descubrí, levantando las losas de las tumbas, a otra de
las hermanas, la otra morena. No me detuve a mirarla, como lo había hecho con su hermana, por miedo
de quedar fascinado otra vez; continúo buscando hasta que, de pronto, descubro en una gran tumba que
debió ser construida para una mujer muy amada, a la otra hermana, a la que, como mi amigo Jonathan,
he visto materializarse de la niebla. Era tan agradable de contemplar, de una belleza tan radiante y tan
exquisitamente voluptuosa, que el mismo instinto de hombre en mí, que exigía parte de mi sexo para
amar y proteger a una de ellas, hizo que mi cabeza girara con una nueva emoción. Pero, gracias a Dios,
aquel lamento prolongado de mi querida señora Mina no había cesado todavía en mis oídos y, antes de
que el hechizo pudiera afectarme otra vez, ya me había decidido a llevar a cabo mi terrible trabajo. Había
registrado todas las tumbas de la capilla, según creo, y como solamente había habido cerca de nosotros,
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durante la noche, tres de esos fantasmas de muertas vivas, supuse que no había más muertas vivas
activas que ellas. Había una gran tumba, más señorial que todas las demás, enorme y de nobles
proporciones. Sobre ella había escrita una sola palabra: DRÁCULA
Así pues, aquella era la tumba del Rey Vampiro, al que se debían tantos otros. El hecho de que
estuviese vacía fue lo suficientemente elocuente como para asegurarme de lo que ya sabía. Antes de
comenzar a restaurar a aquellas mujeres a su calidad de muertas verdaderas, por medio de mi horrible
trabajo, dejé una parte de la hostia sagrada en la tumba de Drácula, haciendo así que la entrada le fuera
prohibida y que permaneciera eternamente como muerto vivo.
Entonces comenzó mi terrible tarea, y tuve horror de ella. Si solamente hubiera sido una, no
resultaría difícil, relativamente. Pero, ¡eran tres! Tenía que recomenzar dos veces después de haber
llegado al colmo del horror. Puesto que si fue terrible con la dulce Lucy, ¿cómo no iba a serlo con
aquellas desconocidas, que habían sobrevivido durante varios siglos y que habían sido fortalecidas por el
paso de los años? Si pudieran, ¿lucharían por sus horrendas vidas…?
¡Oh, amigo John, era un trabajo de carnicero! Si no me hubiera dado ánimos el pensar en otros
muertos y en los vivos sobre los que pesaba un error semejante, no habría podido hacerlo. No ceso de
temblar todavía, aunque hace tiempo ya que el trabajo ha concluido. Gracias a Dios, mis nervios no me
traicionaron. Si no hubiera visto el reposo en primer lugar y la alegría que se extendió sobre el rostro del
cadáver un momento antes de que comenzara la disolución, como demostración de que un alma había
sido liberada, no hubiera podido concluir mi carnicería. No hubiera podido soportar el terrible ruido de la
estaca al penetrar, los labios cubiertos de espuma sanguinolenta, ni el retorcerse del cuerpo. Debí dejar
mi trabajo sin terminar, huyendo aterrorizado de allí, pero, ¡ya está concluido! Y en cuanto a las pobres
almas, puedo ahora sentir lástima por ellas y derramar lágrimas, puesto que vi la paz que se extendía
sobre sus rostros, antes de desaparecer. Puesto que, amigo John, apenas había cortado con mi cuchillo
la cabeza de todas ellas, cuando los cuerpos comenzaron a desintegrarse hasta convertirse en el polvo
natural, como si la muerte que debía haberse producido varios siglos antes, se hubiera finalmente
establecido con firmeza, proclamando: "¡Aquí estoy!"
Antes de salir del castillo, cerré las puertas de tal modo, que nunca volviera a poder entrar el
conde como muerto vivo.
Cuando entré en el círculo sagrado, en cuyo interior dormía la señora Mina, despertó y, al verme,
me dijo llorando que yo había soportado ya demasiado.
—¡Vámonos! —dijo—. ¡Alejémonos de este horrible lugar! Vamos a salir al encuentro de mi
esposo, que ya está en camino hacia nosotros; lo sé.
Tenía un aspecto frágil, pálido y débil, pero sus ojos estaban puros y brillaban con fervor. Estaba
contento de ver su palidez y su aspecto enfermizo, ya que mi mente estaba todavía llena del horror
producido al ver aquel sueño de las mujeres vampiros.
Así, con confianza y esperanza y, sin embargo, llenos de temor, nos dirigimos hacia el este, para
reunirnos con nuestros amigos y con él, puesto que la señora Mina dice que sabe que vienen a nuestro
encuentro.
Del diario de Mina Harker
6 de noviembre. Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando el profesor y yo nos pusimos en
marcha hacia el este, por donde sabía yo que se estaba acercando Jonathan. No avanzamos
rápidamente, debido a que el terreno era muy en pendiente y teníamos que llevar con nosotros pesadas
pieles y abrigos, porque no deseábamos correr el riesgo de permanecer sin ropas calientes en medio del
frío y de la nieve. Además, tuvimos que llevarnos parte de nuestras provisiones, ya que estábamos en
una comarca absolutamente desolada y, en toda la extensión que abarcaba nuestra mirada, sobre la
nieve, no se veía ningún lugar habitado. Cuando hubimos recorrido aproximadamente kilómetro y medio,
me sentí cansada por la pesada caminata, y me senté un momento a descansar. Entonces, miramos
atrás y vimos el lugar en que el altivo castillo de Drácula destacaba contra el cielo, debido a que
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estábamos en un lugar tan bajo con respecto a la colina sobre la que se levantaba, que los Cárpatos se
encontraban muy lejos detrás de él.
Lo vimos en toda su grandeza, casi pendiente sobre un precipicio enorme, y parecía que había
una gran separación entre la cima y las otras montañas que lo rodeaban por todos lados. Alcanzábamos
a oír el aullido distante de los lobos. Estaban muy lejos, pero el sonido, aunque amortiguado por la nieve,
era horripilante. Comprendí por el modo en que el profesor van Helsing estaba mirando a nuestro
alrededor, que estaba buscando un punto estratégico en donde estaríamos menos expuestos en caso de
ataque. El camino real continuaba hacia abajo y podíamos verlo a pesar de la nieve que lo cubría.
Al cabo de un momento, el profesor me hizo señas y, levantándome, me dirigí hacia él. Había
encontrado un lugar magnífico; una especie de hueco natural en una roca, con una entrada semejante a
una puerta, entre dos peñascos. Me tomó de la mano y me hizo entrar.
—¡Vea! —me dijo—. Aquí estará usted a salvo, y si los lobos se acercan, podrá recibirlos uno por
uno.
Llevó al interior todas nuestras pieles y me preparó un lecho cómodo; luego, sacó algunas
provisiones y me obligó a consumirlas. Pero no podía comer, e incluso el tratar de hacerlo me resultaba
repulsivo; aunque me hubiera gustado mucho poder complacerlo, no pude hacerlo. Pareció muy
entristecido. Sin embargo, no me hizo ningún reproche. Sacó de su estuche sus anteojos y permaneció
en la parte más alta de la roca, examinando cuidadosamente el horizonte. Repentinamente, gritó:
—¡Mire, señora Mina! ¡Mire! ¡Mire!
Me puse en pie de un salto y ascendí a la roca, deteniéndome a su lado; me tendió los anteojos y
señaló con el dedo. La nieve caía con mayor fuerza y giraba en torno nuestro con furia, debido a que se
había desatado un viento muy fuerte. Sin embargo, había veces en que la ventisca se calmaba un poco y
lograba ver una gran extensión de terreno. Desde la altura en que nos encontrábamos, era posible ver a
gran distancia y, a lo lejos, más allá de la blanca capa de nieve, el río que avanzaba formando meandros,
como una cinta negra, justamente frente a nosotros y no muy lejos..., en realidad tan cerca, que me
sorprendió que no los hubiéramos visto antes, avanzaba un grupo de hombres montados a caballo, que
se apresuraban todo lo que podían. En medio de ellos llevaban una carreta, un vehículo largo que se
bamboleaba de un lado a otro, como la cola de un perro, cuando pasaba sobre alguna desigualdad del
terreno. En contraste con la nieve, tal y como aparecían, comprendí por sus ropas que debía tratarse de
campesinos o de guanos.
Sobre la carreta había una gran caja cuadrada, y sentí que mi corazón comenzaba a latir
fuertemente debido a que presentía que el fin estaba cercano. La noche se iba acercando ya, y sabía
perfectamente que, a la puesta del sol, la cosa que estaba encerrada en aquella caja podría salir y,
tomando alguna de las formas que estaban en su poder, eludir la persecución. Aterrorizada, me volví
hacia el profesor y vi consternada que ya no estaba a mi lado. Un instante después lo vi debajo de mí.
Alrededor de la roca había trazado un círculo, semejante al que había servido la noche anterior para
protegernos. Cuando lo terminó, se puso otra vez a mi lado, diciendo:
—¡Al menos estará usted aquí a salvo de él!
Me tomó los anteojos de las manos, y al siguiente momento de calma recorrió con la mirada todo
el terreno que se extendía a nuestros pies.
—Vea —dijo—: se acercan rápidamente, espoleando los caballos y avanzando tan velozmente
como el camino se lo permite —hizo una pausa y, un instante después, continuó, con voz hueca—: Se
están apresurando a causa de que está cerca la puesta del sol. Es posible que lleguemos demasiado
tarde. ¡Que se haga la voluntad del Señor!
Volvió a caer otra vez la nieve con fuerza, y todo el paisaje desapareció. Sin embargo, pronto se
calmó y, una vez más, el profesor escudriñó la llanura con ayuda de sus anteojos. Luego, gritó
repentinamente:
—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! Vea: dos jinetes los siguen rápidamente, procedentes del sur. Deben ser
Quincey y John. Tome los anteojos. ¡Mire antes de que la nieve nos impida ver otra vez!
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Tomé los anteojos y miré. Los dos hombres podían ser el señor Morris y el doctor Seward. En
todo caso, estuve segura de que ninguno de ellos era Jonathan. Al mismo tiempo, sabía que Jonathan no
se encontraba lejos; mirando en torno mío, vi al norte del grupo que se acercaban otros dos hombres,
que galopaban a toda la velocidad que podían desarrollar sus monturas. Comprendí que uno de ellos era
Jonathan y, por supuesto, supuse que el otro debía ser lord Godalming. Ellos también estaban
persiguiendo al grupo de la carreta. Cuando se lo dije al profesor, saltó de alegría, como un escolar y,
después de mirar atentamente, hasta que otra ventisca de nieve hizo que toda visión fuera imposible,
preparó su Winchester, colocándolo sobre uno de los peñascos, preparado para disparar.
—Están convergiendo todos —dijo—. Cuando llegue el momento, tendremos gitanos por todos
lados.
Saqué mi revólver y lo mantuve a punto de disparar, ya que, mientras hablábamos, el aullido de
los lobos sonó mucho más cerca. Cuando la tormenta de nieve se calmó un poco, volvimos a mirar. Era
extraño ver la nieve que caía con tanta fuerza en el lugar en que nosotros nos encontrábamos y, un poco
más allá, ver brillar el sol, cada vez con mayor intensidad, acercándose cada vez más a la línea de
montañas. Al mirar en torno nuestro, pude ver manchas que se desplazaban sobre la nieve, solas, en
parejas o en tríos y en grandes números... Los lobos se estaban reuniendo para atacar a sus presas.
Cada instante que pasaba parecía una eternidad, mientras esperábamos. El viento se hizo de
pronto más fuerte y la nieve caía con furia, girando sobre nosotros sin descanso. A veces no llegábamos
a ver ni siquiera a la distancia de nuestros brazos extendidos; pero en otros momentos, el aire se
aclaraba y nuestra mirada abarcaba todo el paisaje. Durante los últimos tiempos nos habíamos
acostumbrado tanto a esperar la salida y la puesta del sol, que sabíamos exactamente cuándo iba a
producirse. No faltaba mucho para el ocaso. Era difícil creer que, de acuerdo con nuestros relojes, hacía
menos de una hora que estábamos sobre aquella roca, esperando, mientras los tres grupos de jinetes
convergían sobre nosotros. El viento se fue haciendo cada vez más fuerte y soplaba de manera más
regular desde el norte. Parecía que las nubes cargadas de nieve se habían alejado de nosotros, porque
había cesado, salvo copos ocasionales. Resultaba bastante extraño que los perseguidos no se
percataran de que eran perseguidos, o que no se preocuparan en absoluto de ello. Sin embargo,
parecían apresurarse cada vez más, mientras el sol descendía sobre las cumbres de las montañas.
Se iban acercando... El profesor y yo nos agazapamos detrás de una roca y mantuvimos nuestras
armas preparadas para disparar. Comprendí que estaba firmemente determinado a no dejar que pasaran.
Ninguno de ellos se había dado cuenta de nuestra presencia.
Repentinamente, dos voces gritaron con fuerza:
—¡Alto!
Una de ellas era la de mi Jonathan, que se elevaba en tono de pasión; la otra era la voz resuelta
y de mando del señor Morris. Era posible que los gitanos no comprendieran la lengua, pero el tono en
que fue pronunciada esa palabra no dejaba lugar a dudas, sin que importara en absoluto en qué lengua
había sido dicha.
Instintivamente, tiraron de las riendas y, de pronto, lord Godalming y Jonathan se precipitaron
hacia uno de los lados y el señor Morris y el doctor Seward por el otro. El líder de los gitanos, un tipo de
aspecto impresionante que montaba a caballo como un centauro, les hizo un gesto, ordenándoles
retroceder y, con voz furiosa, les dio a sus compañeros orden de entrar en acción. Espolearon a los
caballos que se lanzaron hacia adelante, pero los cuatro jinetes levantaron sus rifles Winchester y, de una
manera inequívoca, les dieron la orden de detenerse. En ese mismo instante, el doctor van Helsing y yo
nos pusimos en pie detrás de las rocas y apuntamos a los gitanos con nuestras armas. Viendo que
estaban rodeados, los hombres tiraron de las riendas y se detuvieron. El líder se volvió hacia ellos, les dio
una orden y, al oírla, todos los gitanos echaron mano a las armas de que disponían, cuchillos o pistolas, y
se dispusieron a atacar. El resultado no se hizo esperar.
El líder, con un rápido movimiento de sus riendas, lanzó su caballo hacia el frente, dirigiéndose
primeramente hacia el sol, que estaba ya muy cerca de las cimas de las montañas y, luego, hacia el
castillo, diciendo algo que no pude comprender. Como respuesta, los cuatro hombres de nuestro grupo
desmontaron de sus caballos y se lanzaron rápidamente hacia la carreta. Debía haberme sentido
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terriblemente aterrorizada al ver a Jonathan en un peligro tan grande, pero el ardor de la batalla se había
apoderado de mí, lo mismo que de todos los demás; no tenía miedo, sino un deseo salvaje y apremiante
de hacer algo. Viendo el rápido movimiento de nuestros amigos, el líder de los gitanos dio una orden y
sus hombres se formaron instantáneamente en torno a la carreta, en una formación un tanto
indisciplinada, empujándose y estorbándose unos a otros, en su afán por ejecutar la orden con rapidez.
En medio de ellos, alcancé a ver a Jonathan que se abría paso por un lado hacia la carreta,
mientras el señor Morris lo hacia por el otro. Era evidente que tenían prisa por llevar a cabo su tarea
antes de que se pusiera el sol. Nada parecía poder de tenerlos o impedirles el paso: ni las armas que les
apuntaban, ni los cuchillos de los gitanos que estaban formados frente a ellos, ni siquiera los aullidos de
los lobos a sus espaldas parecieron atraer su atención. La impetuosidad de Jonathan y la firmeza
aparente de sus intenciones parecieron abrumar a los hombres que se encontraban frente a él, puesto
que, instintivamente, retrocedieron y lo dejaron pasar. Un instante después, subió a la carreta y, con una
fuerza que parecía increíble, levantó la caja y la lanzó al suelo, sobre las ruedas. Mientras tanto, el señor
Morris había tenido que usar la fuerza para atravesar el círculo de gitanos. Durante todo el tiempo en que
había estado observando angustiada a Jonathan, vi con el rabillo del ojo a Quincey que avanzaba,
luchando desesperadamente entre, los cuchillos de los gitanos que brillaban al sol y se introducían en sus
carnes. Se había defendido con su puñal y, finalmente, creí que había logrado pasar sin ser herido, pero
cuando se plantó de un salto al lado de Jonathan, que se había bajado ya de la carreta, pude ver que con
la mano izquierda se sostenía el costado y que la sangre brotaba entre sus dedos. Sin embargo, no se
dejó acobardar por eso, puesto que Jonathan, con una energía desesperada, estaba atacando la madera
de la caja, con su gran cuchillo kukri, para quitarle la tapa, y Quincey atacó frenéticamente el otro lado
con su puñal. Bajo el esfuerzo de los dos hombres, la tapa comenzó a ceder y los clavos salieron con un
chirrido seco. Finalmente, la tapa de la caja cayó a un lado.
Para entonces, los gitanos, viéndose cubiertos por los Winchesters y a merced de lord Godalming
y del doctor Seward, habían cedido y ya no presentaban ninguna resistencia. El sol estaba casi
escondido ya entre las cimas de las montañas y las sombras de todo el grupo se proyectaban sobre la
tierra. Vi al conde que estaba tendido en la caja, sobre la tierra, parte de la cual había sido derramada
sobre él, a causa de la violencia con que la caja había caído de la carreta. Estaba profundamente pálido,
como una imagen de cera, y sus ojos rojos brillaban con la mirada vengadora y horrible que tan bien
conocía yo.
Mientras yo lo observaba, los ojos vieron el sol que se hundía en el horizonte y su expresión de
odio se convirtió en una de triunfo.
Pero, en ese preciso instante, surcó el aire el terrible cuchillo de Jonathan. Grité al ver que
cortaba la garganta del vampiro, mientras el puñal del señor Morris se clavaba en su corazón.
Fue como un milagro, pero ante nuestros propios ojos y casi en un abrir y cerrar de ojos, todo el
cuerpo se convirtió en polvo, y desapareció.
Me alegraré durante toda mi vida de que, un momento antes de la disolución del cuerpo, se
extendió sobre el rostro del vampiro una paz que nunca hubiera esperado que pudiera expresarse.
El castillo de Drácula destacaba en aquel momento contra el cielo rojizo, y cada una de las rocas
de sus diversos edificios se perfilaba contra la luz del sol poniente.
Los gitanos, considerándonos responsables de la desaparición del cadáver, volvieron grupas a
sus caballos y se alejaron a toda velocidad, como si temieran por sus vidas. Los que iban a pie saltaron
sobre la carreta y les gritaron a los jinetes que no los abandonaran. Los lobos, que se mantenían a
respetable distancia, los siguieron y nos dejaron solos.
El señor Morris, que se había desplomado al suelo con la mano apretada sobre su costado, veía
la sangre que salía entre sus dedos. Corrí hacia él, debido a que el círculo sagrado no me impedía ya el
paso; lo mismo hicieron los dos médicos. Jonathan se arrodilló a su lado y el herido hizo que su cabeza
reposara sobre su hombro. Con un suspiro me tomó una mano con la que no tenía manchada de sangre.
Debía estar viendo la angustia de mi corazón reflejada en mi rostro, ya que me sonrió y dijo:
—¡Estoy feliz de haber sido útil! ¡Oh, Dios! —gritó repentinamente, esforzándose en sentarse y
señalándome—. ¿Vale la pena morir por eso? ¡Miren! ¡Miren!
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El sol estaba ya sobre los picos de las montañas y los rayos rojizos caían sobre mi rostro, de tal
modo que estaba bañada en un resplandor rosado. Con un solo impulso, los hombres cayeron de rodillas
y dijeron: "Amén", con profunda emoción, al seguir con la mirada lo que Quincey señalaba. El moribundo
habló otra vez:
—¡Gracias, Dios mío, porque todo esto no ha sido en vano! ¡Vean! ¡Ni la nieve está más limpia
que su frente! ¡La maldición ha concluido!
Y, ante nuestro profundo dolor, con una sonrisa y en silencio, murió un extraordinario caballero.
NOTA
Hace siete años, todos nosotros atravesamos las llamas; y por la felicidad de que gozamos desde
entonces algunos de nosotros, creo que bien vale la pena haber sufrido tanto. Para Mina y para mí es
una alegría suplementaria el hecho de que el cumpleaños de nuestro hijo sea el mismo día en que murió
Quincey Morris. Su madre tiene la creencia, en secreto, aunque yo lo sé, de que parte del espíritu de
nuestro querido amigo ha pasado al niño. Su conjunto de nombres enlaza los de todo nuestro grupo de
hombres, pero lo llamamos Quincey.
Durante el verano de este año, hicimos un viaje a Transilvania, recorriendo el terreno que para
nosotros estaba y está tan lleno de terribles recuerdos. Nos resultó casi imposible creer que las cosas
que habíamos visto con nuestros propios ojos y oído con nuestros oídos, hubieran podido existir. Todo
rastro de aquello ha desaparecido por completo. El castillo permanece como antes, elevándose ante un
paisaje lleno de desolación.
Cuando volvimos a casa, hablamos de los viejos tiempos... que podíamos recordar sin sentir
desesperación, puesto que tanto Godalming como Seward son felices en sus matrimonios. Saqué los
papeles de la caja fuerte en que se han encontrado guardados desde nuestro regreso, hace tanto tiempo.
Nos sorprendimos al ver que todo el conjunto de papeles que componen la totalidad de los
registros, no puede decirse que constituyan un auténtico documento; solamente son un montón de
papeles mecanografiados, con excepción de las últimas notas tomadas por Mina, por el doctor Seward y
por mí mismo, así como el memorando del doctor van Helsing. No podemos pedirle a nadie, ni aunque lo
deseemos, aceptar ese montón de papeles como prueba de una historia tan terrible. Van Helsing resumió
todo cuando dijo, teniendo a nuestro hijito sobre sus rodillas:
—No necesitamos pruebas. ¡No le pedimos a nadie que nos crea! Este muchacho sabrá alguna
vez lo valerosa y extraordinaria que es su madre. Ahora, ya conoce su dulzura y su cariño; más adelante,
comprenderá cómo la amaban algunos hombres, que tanto arriesgaron por su bien.
JONATHAN HARKER.
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252
INDICE
I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER .................................................................................................................2
II.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (CONTINUACIÓN)....................................................................................9
III.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (CONTINUACIÓN)..............................................................................17
IV.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (CONTINUACIÓN)..............................................................................23
V.— CARTA DE LA SEÑORITA MINA MURRAY A LA SEÑORITA LUCY WESTENRA...............................31
VI.— DIARIO DE MINA MURRAY ............................................................................................................................36
VII.— RECORTE DEL "DAILYGRAPH", 8 DE AGOSTO (PEGADO EN EL DIARIO DE MINA MURRAY)...................43
VIII.— DEL DIARIO DE MINA MURRAY.................................................................................................................51
IX.— CARTA DE MINA HARKER A LUCY WESTENRA.......................................................................................69
X.— CARTA DEL DOCTOR SEWARD AL HONORABLE ARTHUR HOLMWOOD..........................................77
XI.— EL DIARIO DE LUCY WESTENRA..................................................................................................................86
XII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD ..........................................................................................................93
XIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN)...........................................................................103
XIV.— DEL DIARIO DE MINA HARKER................................................................................................................112
XV.— EL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN) ...............................................................................122
XVI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN)...........................................................................131
XVII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (CONTINUACIÓN) .........................................................................152
XVIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD....................................................................................................160
XIX.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER.....................................................................................................170
XX.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER......................................................................................................178
XXI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.......................................................................................................188
XXII.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER...................................................................................................197
XXIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD....................................................................................................205
XXIV.— DEL DIARIO FONOGRÁFICO DEL DOCTOR SEWARD, NARRADO POR VAN HELSING.........213
XXV.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.....................................................................................................222
XXVI.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD....................................................................................................231
XXVII.— EL DIARIO DE MINA HARKER ..............................................................................................................241
NOTA............................................................................................................................................................................251
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lunes, 30 de marzo de 2009
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