martes, 31 de marzo de 2009

ALEJANDRO DUMAS- EL HOMBRE DE LA MASCAR - PARTE 2

Parte 2
EL AMIGO DEL REY
Fouquet aguardaba con ansiedad, y ya había despedido a algunos servidores y amigos suyos que, anticipándose
a la hora de sus acostumbradas recepciones, acudieron a su puerta.
Cuando Fouquet vio volver a D'Artagnan, y tras éste al obispo de Vannes, su alegría fue tan grande como
grande había sido su zozobra. Para el superintendente, la presencia de Aramis era una compensación a la
desgracia de ser arrestado.
El obispo estaba taciturno y grave, y D'Artagnan, trastornado por todo aquel cúmulo de acontecimientos
increíbles.
––¿Y bien, capitán, me traéis al señor de Herblay?
––Y algo mejor todavía, monseñor.
––¿Qué?
––La libertad.
––¿Estoy libre?
––Sí, monseñor; por orden del rey.
Fouquet recobró toda su serenidad para interrogar a Aramis con la mirada.
––Dad las gracias al señor obispo de Vannes ––prosiguió D'Artagnan; ––pues a él y a nadie más que a él
debéis el cambio del rey.
Aramis se volvió hacia Fouquet, que no estaba menos pasmado que el mosquetero y le dijo:
––Monseñor, el rey me ha encargado que os diga que su amistad para con vos es hoy más firme que nunca,
y que la hermosa fiesta que le habéis dado y con tanta generosidad ofrecido, le ha dejado hondamente
satisfecho.
Y Aramis saludó a Fouquet tan ceremoniosamente, que éste, incapaz de comprender una diplomacia tan
sutil, quedó sin voz, sin idea, sin movimiento.
Herblay se volvió hacia el mosquetero, y le dijo con voz meliflua:
––Amigo mío, ¿verdad que no olvidaréis la orden del rey concerniente a las prohibiciones que tiene
hechas para cuando se levante?
Estas palabras eran tan claras que D'Artagnan se dio por entendido. Así, pues, saludó a Fouquet y luego a
Aramis con respeto algo irónico, y salió.
Entonces el superintendente se abalanzó a la puerta para cerrarla, y salió.
––Mi querido Herblay, creo que ha llegado la hora de que me expliquéis lo que pasa, porque en verdad
no entiendo nada.
––Todo vais a saberlo ––repuso Aramis sentándose y haciendo sentar a Fouquet.
––¿Por dónde hay que principiar?
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––Por esto. ¿Por qué ha mandado el rey que me pongan en libertad?
––Mejor hubierais hecho preguntándome por qué os hizo arrestar.
––Desde que lo efectuaron he tenido tiempo de reflexionarlo, y casi juraría que los celos han influido algo.
Mi fiesta ha contrariado a Colbert, y Colbert ha hallado contra mí algún plan, el de Belle-Isle, pongamos
por caso.
––No, todavía no hemos llegado a eso.
––¿Por qué?
––¿Os acordáis de aquellos resguardos de trece millones que os hizo robar Mazarino?
––Sí, ¿y qué?
––Que por este lado ya os declaran ladrón.
––¡Válgame Dios!
––No todo para aquí. ¿Recordáis la carta que escribisteis a La Valiére?
––¡Ay! es verdad.
––Pues sois traidor y sobornador.
––¿Por qué me ha perdonado pues, el rey?
––Todavía no hemos llegado a ese punto de nuestra argumentación. Lo que yo quiero es que ante todo
quedéis bien impuesto de vuestra situación. El rey sabe que sois malversador de caudales del Estado... ¡Qué
diantre!, ya sé yo que no habéis malversado un ardite; pero sea lo que fuere, Su Majestad no ha visto los
resguardos, y, por lo tanto, no puede menos de teneros por criminal.
––Con todo eso, no veo...
––Ya veréis. Además, como el rey ha leído la carta que dirigisteis a La Valiére, no puede caberle duda
alguna respecto de vuestros propósitos para con aquélla, ¿no es así?
––Sí; pero acabad de una vez.
––A eso voy. El rey es, pues, para vos un enemigo capital, implacable, eterno.
––De acuerdo. Pero ¿soy por ventura tan poderoso para que, pese al odio que me profesa y a los pretextos
que mi debilidad o mi desgracia le proporcionan contra mí, no se haya atrevido a consumar mi perdición?
––Queda demostrado, ––prosiguió Aramis con indiferencia, –– que no hay reconciliación posible entre
vos y el monarca.
––Pero me perdona.
––¿Lo creéis así? ––preguntó el obispo fijando una mirada escrutadora en su interlocutor.
––Puedo no creer en la sinceridad del corazón, pero sí en la verdad del caso, ––replicó Fouquet. Y al ver
que Aramis encogía ligeramente los hombros, añadió: ––Entonces ¿por qué os ha encargado Luis XIV que
me dijerais lo que me habéis dicho?
––El rey no me ha encargado de nada para vos.
––¡De nada! ––exclamó el superintendente en el colmo de la estupefacción. ––Pues ¿y la orden?...
––¡Ah! es verdad, ––repuso Aramis con acento tan singular, que Fouquet no pudo menos de estremecerse.
––Vos me ocultáis algo, Herblay. ¿Acaso el rey me destierra?
––Adivinado.
––Me asustáis.
––Señal que no habéis adivinado.
––¿Qué os ha dicho el rey? En nombre de nuestra amistad no me lo ocultéis.
––Nada.
––Vais a hacer que me muera de impaciencia, Herblay. ¿Continúo siendo superintendente?
––Mientras queráis.
––Pero ¿qué singular imperio habéis adquirido de repente en el ánimo de Su Majestad?
––Ya lo veis.
––Le hacéis obrar a vuestro antojo.
––Tal creo.
––Es inverosímil.
––Así dirán.
––Herblay, en nombre de nuestra alianza, de nuestra amistad y de cuanto más querido os sea en el mundo,
decidme sin rodeos lo que hay. ¿A qué debéis el haberos impuesto de tal manera en el ánimo del rey?
Me consta que no os veía con buenos ojos. Ahora me querrá.
––¿Habéis tenido algún negocio particular con él?
––Sí.
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––¿Un secreto, tal vez?
––Sí.
––¿Tal que pueda haber impreso un nuevo rumbo a las miras de Su Majestad?
––Realmente sois un hombre superior. Habéis adivinado. En efecto, he descubierto un secreto capaz de
modificar las miras del rey de Francia.
––¡Ah! ––repuso Fouquet con la reserva del hombre cortés que no quiere interrogar.
––Vais a juzgarlo, ––continuó Aramis, ––y a decirme si me engaño respecto de la importancia de tal secreto.
––Pues me hacéis la gran merced de abrirme vuestro corazón, os escucho; pero conste que no he cometido
la indiscreción de interrogaros.
Aramis se recogió un momento. Después miró profundamente a Fouquet que estaba mudo, admirado,
confundido y con grave acento le contó la historia del desgraciado Felipe.
––¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué extraña aventura! ––dijo al fin Fouquet.
––Todavía no hemos llegado al fin. Paciencia, amigo mío.
––La tendré.
––Dios envió al oprimido un vengador, o, si lo preferís, un apoyo. Sucedió, pues, que el soberano reinante...
Opináis como yo, ¿no es verdad? Prosigo, pues Dios permitió que el usurpador tuviese por primer ministro
un hombre de talento y de gran corazón y sobre esto, animoso.
––Está bien, está bien ––dijo Fouquet. ––Comprendo, habéis contado conmigo para que os ayude a reparar
la injusticia de que ha sido víctima el pobre hermano de Luis XIV. Habéis hecho bien; os ayudaré. Gracias,
Herblay, gracias.
––Nada de eso, pero... si no me dejáis concluir, ––exclamó Aramis con impasibilidad.
––Me callo.
––Decía, pues, que el soberano reinante cobró aversión a su ministro, el señor Fouquet, el cual se veía
amenazado en su fortuna, en su libertad y quizá también en su vida, por la intriga y el odio, a los que prestó
oído el rey. Pero Dios permitió, asimismo, para la salvación del príncipe sacrificado, que el señor Fouquet
tuviese a su vez un amigo devoto, conocedor del secreto de Estado, y con aliento bastante para publicar
aquel secreto después de haberlo tenido para aguardarle por espacio de veinte años en su corazón.
––No digáis más, ––repuso Fouquet ardiendo en ideas generosas; ––os comprendo y lo adivino todo. Al
saber que yo estaba arrestado, os habéis abocado con el rey, al ver que vuestras súplicas no le ablandaban.
le habéis amenazado con revelar el secreto, y Luis XIV, asustado, ha concedido al terror lo que había negado
a vuestra generosa intercesión. Comprendo, comprendo, vos tenéis en el puño al rey; comprendo.
––Ni pizca, ––replicó Aramis. A fe, no valía la pena de que me interrumpierais otra vez. Además, y con
perdón sea dicho, descuidáis demasiado la lógica y no hacéis el uso debido de vuestra memoria.
––¿Por qué?
––¿En qué he basado yo el principio de nuestra conversación?
––En el odio que me profesa Su Majestad, odio invencible, pero ¿qué odio es capaz de resistir a la amenaza
de tal revelación?
––Aquí es donde falsea vuestra lógica. ¡Cómo! ¿vos creéis que de haber hecho yo tal revelación, estaría
vivo en esta hora?
––Apenas hace diez minutos que os habéis separado del rey.
––¿Y qué? no hubiera tenido tiempo de hacerme matar; pero sí el suficiente para hacerme amordazar y
sepultar en una mazmorra. Vaya, más firme en el raciocinio, ¡voto a mil bombas!
Por tal exclamación del mosquetero, resbalón de un hombre que siempre caminaba con pies de plomo,
Fouquet pudo comprender a qué grado de exaltación había llegado el sereno y reservado obispo de Vannes.
––Además, ––continuó éste último después de haberse calmado, ––¿sería yo quien soy, un amigo verdadero,
si a vos a quien ya el rey os odia, os expusiera a ser juguete de una pasión todavía terrible de aquél?
Que le hubierais robado la hacienda y galanteado a su concubina, ¡pase! Pero tener en vuestras manos su
corona y su honra, primero os arrancaría el corazón con sus propias uñas.
––¿Luego no le habéis dejado entrever el secreto?
––Antes me hubiera tragado todos los venenos que Mitrídates se bebió en el espacio de veinte años para
ver si de esta suerte conseguía no morirse.
––¿Qué habéis hecho pues?
––Ahí está el quid, monseñor. Paréceme que voy a despertar vuestra curiosidad. ¿Continuáis prestándome
oído atento?
––¡Pues no he de escucharos! Decid.
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Aramis dio una vuelta alrededor del aposento para cerciorarse de que nadie podía escuchar, y luego se
volvió a sentar junto al sillón en el cual Fouquet aguardaba con profunda ansiedad sus revelaciones.
––Había olvidado haceros sabedor de una particularidad notable referente a los mellizos de que estamos
hablando, ––repuso Aramis, ––y es que Dios los ha criado tan semejantes entre sí, que únicamente él, si les
citara ante el tribunal, los podría distinguir uno de otro. Ana de Austria, con ser madre de ellos, no lo conseguiría.
––¡Es imposible! ––exclamó Fouquet.
––Nobleza de facciones, andar, estatura, voz, todo en ellos es igual.
––Pero ¿y el pensamiento, la inteligencia, la ciencia de la vida?
––En esto hay desigualdad, monseñor. El preso de la Bastilla es incontestablemente superior a su hermano,
y si la pobre víctima pasase de la prisión al trono, tal vez desde su origen Francia no habría tenido un
soberano más grande en cuanto a la inteligencia y a la nobleza de carácter.
Fouquet bajó la frente bajo el peso de aquel secreto terrible.
––También hay desigualdad para vos entre los dos gemelos hijos de Luis XIII, ––repuso Aramis acercándose
al superintendente y prosiguiendo su obra de tentación; ––y la desigualdad, en este punto, está en
que el último nacido no conoce a Colbert.
Fouquet se levantó con las facciones pálidas y alteradas. La saeta había dado en el blanco, pero no en el
corazón, sino en el alma.
––Ya, ––dijo el superintendente, ––me proponéis una conspiración.
––Casi, casi.
––Una tentativa de esas que cambian la faz de los imperios, como me habéis dicho al principio de esta
conversación.
––Pero, ––replicó Fouquet después de penoso silencio, ––vos no habéis reflexionado que esta revolución
política es para trastornar a todo el reino, y que para arrancar de cuajo el árbol de infinitas raíces a que llaman
un rey y sustituirlo por otro, nunca estará la tierra lo suficientemente apelmazada para que el nuevo
soberano quede al abrigo del viento de la borrasca pasada y de las oscilaciones de su propio cuerpo.
Aramis volvió a sonreírse.
––Tened en cuenta ––continuó Fouquet enardeciéndose con la eficacia del talento que concibe un proyecto
y lo madura en pocos segundos, y con la amplitud de miras del que prevé todas las consecuencias y
abarca todos los resultados; ––tened en cuenta que debemos convocar a la nobleza, al clero y al estado llano;
destruir al príncipe reinante, turbar con un escándalo inaudito la tumba de Luis XIII, perder la vida y la
honra de Ana de Austria, y la vida y la paz de María Teresa, y que hecho esto, si lo conseguimos...
––Por mí fe que no os comprendo, ––replicó Aramis con indiferencia. ––De cuantas palabras acabáis de
verter no aprovecha ni una.
––¡Cómo! ––exclamó con admiración el superintendente, ––¿un hombre como vos no discute en el terreno
de la práctica? ¿Os limitáis a la alegría pueril de una ilusión política? ¿Prescindís de las alternativas de
la ejecución, es decir, de la realidad?
––Amigo mío, ––replicó Aramis dando un acento de familiaridad desdeñosa al calificativo, ––¿qué hace
Dios para sustituir a un rey por otro?
––¡Dios! ––prorrumpió Fouquet, ––Dios delega a su agente, que toma al condenado, se lo lleva y hace
sentar al triunfador en el trono vacío.
––Pero olvidáis que aquel agente es la muerte...
––¡Oh Dios! ¿acaso alentaríais la intención?...
––Nada de eso, monseñor. Vais más allá del fin. ¿Quién os habla de matar a Luis XIV? ¿quién de seguir
el ejemplo de Dios en la estricta práctica de sus obras? No. Lo que yo quise deciros es que Dios hace las
cosas sin trastorno, sin escándalo, sin esfuerzos, y que los hombres inspirados por Dios triunfan como él en
cuanto emprenden, intentan y hacen.
––¿Qué queréis decir?
––Quiero decir, amigo mío, ––prosiguió Aramis, ––que si ha habido trastorno, escándalo, y aún esfuerzo
en la sustitución del rey por el preso, os reto á que me lo probéis.
––¿Cómo? ––exclamó Fouquet, más blanco que el pañuelo con que se enjugaba las sienes. ––¿Qué decís?...
––Entrad en el dormitorio del rey, ––continuó Aramis con pasmosa tranquilidad, ––y no obstante estar
vos en autos, os reto a que advirtáis que el preso de la Bastilla está acostado en la cama de su hermano.
––Pero ¿y el rey? ––preguntó Fouquet sobrecogido de horror al oír tal nueva.
––¿Qué rey? ––dijo Aramis con voz suave, ––¿el que os odia o el que os quiere?
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––El rey... de ayer.
––Tranquilizaos; ha ido a tomar en la Bastilla el puesto que por espacio de demasiado tiempo ha ocupado
su víctima. ––¡Dios de Dios! ¿Y quién le ha llevado a la Bastilla?
––Yo.
––¡Vos!
––Sí, y del modo más sencillo. Esta noche le he secuestrado, y mientras él bajaba a la obscuridad, el otro
subía a la luz. Paréceme que eso no ha levantado el más leve ruido. Un relámpago sin trueno no despierta a
nadie.
Fouquet lanzó un grito sordo, como si un ser invisible hubiese descargado sobre él un golpe terrible, y,
tomándose la cabeza con las crispadas manos, murmuró:
––¿Vos habéis hecho eso?
––Con bastante destreza. ¿Qué? ¿no lo creéis?
––¿Vos habéis destronado al rey y reducido a prisión?
––Sí.
––¿Y la acción se ha consumado aquí, en Vaux?
––Sí, en la cámara de Morfeo. No parece sino que la construyeron en previsión de semejante acto.
––¿Y cuándo ha pasado eso?
––Esta noche.
––¡Esta noche!
––Entre doce y una.
––¡En Vaux! ¡en mi casa! ––prorrumpió Fouquet con voz atragantada.
––Sí, en vuestra casa, que bien vuestra es desde que Colbert no puede hacer que os la roben.
––¡Conque ha sido en mi casa donde se ha cometido tamaño crimen!
––¡Crimen! ––repuso Aramis con estupefacción.
––¡Crimen abominable! ––prosiguió Fouquet exaltándose por momentos, ––¡crimen más execrable que
un asesinato! ¡crimen que para siempre deshonra mi nombre y me libra al horror de la posteridad!
––Estáis delirando, caballero, ––replicó el obispo con voz no muy firme. ––Cuidado con levantar tanto la
voz.
––La levantaré de tal suerte, que me oirá el universo entero.
––Señor Fouquet, ved lo que hacéis.
––Sí, ––exclamó el superintendente volviéndose hacia el prelado y mirándole cara a cara, ––al cometer
esa traición, ese crimen contra mi huésped, contra aquel que descansaba tranquilamente bajo mi techo, me
habéis deshonrado. ¡Ay de mí!
––¡Ay de aquel que bajo vuestro techo meditaba la ruina de vuestra fortuna y de vuestra vida! ¿Olvidáis
eso?
––¡Era mi huésped, era mi rey!
––¿Estoy con un insensato? ––repuso Aramis levantándose, con los ojos sanguinolentos y la boca convulsiva.
––No, sino con un hombre honrado.
––¡Loco!
––Con un hombre que os impedirá que consuméis vuestro crimen.
––¡Loco!
––Con un hombre que prefiere mataros y morir a que consuméis su deshonor.
Y Fouquet se abalanzó a su espada puesta por D'Artagnan a la cabecera de la cama, y la blandió con resolución.
Aramis arrugó el ceño, y se metió la diestra en la pechera como buscando un arma. Aquel ademán no pasó
inadvertido a Fouquet, que noble y soberbio en su magnanimidad, arrojó lejos de sí su espada, que fue a
parar al pasillo de la cama, y se acercó a Herblay hasta tocarle el hombro con su desarmada mano.
––Caballero, ––dijo el superintendente, ––me sería grato morirme en este instante para no sobrevivir a mi
oprobio; si todavía sentís por mí alguna amistad, por favor, quitadme la vida. Aramis permaneció silencioso
e inmóvil.
––¿No me respondéis?
Herblay levantó pausadamente la cabeza, y por sus pupilas cruzó un nuevo rayo de esperanza.
––Reflexionad en lo que nos espera, monseñor, ––dijo el prelado. ––Queda satisfecha la justicia, el rey
vive aún, y su prisión os salva la vida.
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––Podéis haber obrado en mi provecho ––repuso Fouquet, –– pero no acepto vuestro servicio. Sin embargo,
no quiero causar vuestra perdición. Salid inmediatamente de esta casa.
Aramis apagó el rayo que emanaba de su quebrantado corazón.
––Soy hospitalario para todos, ––continuó Fouquet con inefable majestad; ––tan seguro estáis vos de no
veros sacrificado, como aquel de quien habíais consumado la perdición.
––Lo seréis vos, ––replicó Herblay con voz sorda y profética; ––lo seréis vos, lo seréis vos.
––Acepto el augurio, señor de Herblay; pero nada me detendrá. Vais a salir de Vaux, de Francia; os concedo
cuatro horas para que os pongáis a cubierto de la persecución del rey.
––¿Cuatro horas? ––dijo Aramis con voz de zumba y de incredulidad.
––Sí; dentro del plazo que os fijo nadie os perseguirá. Luego llevaréis cuatro horas de delantera a cuantos
el rey envíe a vuestro alcance.
––¡Cuatro horas! ––repitió Aramis sonrojándose.
––Son más que las que se necesitan para embarcaros y llegar a Belle-Isle, que os doy por refugio.
––¡Ah! ––murmuró el prelado.
––Belle-Isle es mía para vos, como Vaux es mío para el rey. Marchaos, Herblay, y tened por seguro que
mientras yo aliente, no tocarán en uno de vuestros cabellos.
––Gracias, ––dijo Aramis con terrible ironía.
––Marchaos, pues, y dadme la mano para que ambos corramos, vos, a la salvación de vuestra vida, yo, a
la salvación del rey. Aramis sacó de su seno la mano que en él escondió. Estaba teñida en su sangre, arrancada
de su pecho con sus uñas, como para castigar a la carne por haber dado vida a tantos proyectos, más
vanos, más insensatos, más perecederos que la vida del hombre.
Fouquet sintió horror y compasión, y tendió los brazos a Herblay.
––No traía armas, ––dijo éste, huraño y terrible como el espectro de Dido.
Y sin tocar la mano de Fouquet, desvió la mirada y retrocedió dos pasos.
Las últimas palabras del prelado fueron una imprecación; su último ademán un anatema escrito por su
enrojecida mano, con la que salpicó con algunas gotas de sangre el rostro del superintendente.
Después, ambos se abalanzaron fuera del aposento por la escalera secreta que conducía a los patios interiores.
Fouquet ordenó que engancharan sus mejores caballos; Aramis se detuvo al pie de la escalera que conducía
al cuarto de Porthos.
Mientras la carroza de Fouquet salía del patio principal a galope tendido, Herblay decía entre sí:
––¿Partiré solo? ¿avisaré al príncipe?... ¡Oh rabia!... Si aviso al príncipe, ¿qué hago?... Partir con él ...
arrastrar conmigo y a todas partes ese testimonio acusador... La guerra... la guerra civil, implacable... Sin
recursos ¡ay!... ¡Imposible!... ¿Qué va a hacer sin mí?... ¡Ah! sin mí va a derrumbarse como yo... ¿Quién
sabe?... ¡Cúmplase su destino!... ¿No estaba condenado? pues continúe siéndolo... ¡Dios!... ¡Demonio!...
sombrío y mofador poder a que llaman ingenio del hombre, no eres más que un soplo incierto, más inútil
que el viento en la montaña, te nombras acaso, y no eres nada, lo abrasas todo con tu aliento, levantas las
peñas, y aún la montaña, y de improviso te desmenuzas ante la cruz de madera tras la cual vive otro poder
invisible... que tal vez tú negabas, y que se venga de ti, y te reduce a polvo sin designarse siquiera decirte
cómo se llama... ¡Perdido!... ¡Estoy perdido!... ¿Qué hacer?... ¿Iré a Belle-Isle? ... Sí... ¡Y Porthos, que va a
quedarse aquí, y a hablar, y a contárselo todo a todos! ¡Porthos, que tal vez va a padecer!... No, yo no quiero
que Porthos padezca. Es uno de mis miembros; su dolor es mi dolor... Porthos partirá conmigo, seguirá
mi destino, fuerza es que lo siga.
Y temeroso de encontrar a alguien a quien su precipitación pudiera parecer sospechosa, Aramis subió la
escalera sin ser visto.
Porthos apenas regresado de París, dormía ya el sueño del justo. Su gigantesco cuerpo olvidaba la fatiga,
así como su cerebro el pensamiento.
Aramis entró ligero como un espectro, apoyó su nerviosa mano en el hombro del gigante, y dijo en voz
alta:
––Porthos, levantaos.
Porthos se levantó y abrió los ojos antes de haber abierto su inteligencia.
––¡Partimos, ––dijo Aramis.
––¡Ah! ––exclamó el gigante.
––A caballo y más veloces que nunca.
––¡Ah! ––replicó Porthos.
––Vestíos.
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Aramis ayudó a su amigo a vestirse, y le metió en el bolsillo su dinero y sus diamantes.
En esto un ligero ruido llamó la atención de Herblay, y al volverse y al ver a D'Artagnan en el vano de la
puerta, se estremeció.
––¿Qué diablos estáis haciendo ahí tan conmovido? ––preguntó el mosquetero.
––¡Chitón! ––dijo el gigante.
––Partimos en comisión, ––añadió el obispo.
––¡Qué dichosos sois! ––repuso D'Artagnan.
––¡Valiente dicha! ––dijo Porthos. ––Me estoy cayendo de fatiga, y en verdad preferiría dormir; pero el
servicio del rey...
––¿Habéis visto al señor Fouquet? ––preguntó Aramis al gascón.
––Sí, hace poco, en su carroza.
––¿Qué os ha dicho? Adiós.
––¿Nada más?
––¿Qué más queríais que me dijese?
––Escuchad, ––dijo Aramis abrazando al mosquetero, ––vuelve a brillar el sol para vos: en adelante no
tendréis que envidiar a nadie.
––¡Bah!
––Os predigo para hoy un acontecimiento que mejorará en tercio y quinto vuestro estado.
––¿De veras?
––Ya sabéis que yo estoy al corriente de noticias.
––Sí, sé.
––Porthos, ¿estáis?
––Partamos, ––exclamó el gigante.
––Y abracemos a D'Artagnan, ––añadió Aramis.
––Con toda el alma ¿Y los caballos?
––No faltan aquí, ––repuso el gascón. ––¿Queréis el mío?
––Gracias, Porthos tiene su caballeriza. Adiós D'Artagnan.
Los dos fugitivos subieron sobre sendos caballos y en presen cia del capitán de mosqueteros, que tuvo el
estribo a Prothos y acompañó a sus amigos con la mirada hasta que los hubo perdido de vista.
––En otro tiempo, ––murmuró D'Artagnan, ––hubiera dicho que esos hombres huían; pero en la actualidad
está tan cambiada la política, que a eso le llaman ir en comisión. En buena hora sea. Vamos a nuestros
quehaceres.
Y el gascón entró filosóficamente en su alojamiento.
CÓMO SE RESPETA LA CONSIGNA EN LA BASTILLA
Fouquet, mientras su carroza lo llevaba como en alas del huracán, se estremecía de horror al pensar en lo
que acababa de saber.
––¿Qué hacían, en su juventud esos hombres prodigiosos, ––decía entre sí el superintendente, ––si en la
edad madura todavía tienen fibra para idear tales empresas y ejecutarlas sin pestañear?
A veces, Fouquet se preguntaba si cuanto le contó Herblay no era un sueño, y si al llegar él a la Bastilla
no iba a encontrar una orden de arresto que le enviase adonde el rey destronado.
En esta previsión, el superintendente dio algunas órdenes selladas por el camino, mientras enganchaban
los caballos, y las dirigió a D'Artagnan y a todos los jefes de cuerpo cuya fidelidad no podía ser sospechosa.
––De esta manera, ––dijo entre sí Fouquet, ––preso o no, habré servido cual debo la causa del honor.
Como las órdenes no llegarán a su destino antes que yo, si vuelvo libre, no las habrán abierto, y las recobraré.
Si tardo, será señal de que me habrá ocurrido alguna desgracia, y entonces nos llegará socorro a mí y al
rey.
Así preparado, el superintendente llegó a la puerta de la Bastilla después de haber recorrido cinco leguas
y media en una hora.
A Fouquet le sucedió completamente lo contrario que a Aramis. Por más que se nombró, por más que se
dio a conocer, no consiguió que le permitiesen la entrada en la fortaleza. A fuerza de instar, amenazar y
ordenar, logró que un centinela avisara a un sargento para que éste a su vez advirtiera al mayor.
Fouquet tascaba el freno en su carroza, a la puerta de la Bastilla, y aguardaba la vuelta del sargento, que
por fin reapareció con cara avinagrada.
––¿Qué ha dicho el mayor? ––preguntó Fouquet con impaciencia.
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––El mayor se ha echado a reír, ––contestó el soldado, ––y me ha dicho que el señor Fouquet está en
Vaux, y que aun cuando estuviese en París, no se levantaría tan temprano.
––¡Voto a tal! sois un hato de pillos, ––exclamó el superintendente lanzándose fuera de la carroza.
Y antes de que el sargento hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta, Fouquet se coló por la abertura y siguió
adelante a pesar de las voces de auxilio que profería aquél.
Fouquet iba ganando terreno, sin hacer caso de los gritos del sargento, que al fin le alcanzó y dijo al centinela
de la segunda puerta:
––¡Cerradle el paso!
El centinela cruzó la pica ante el ministro; pero éste, que era robusto y ágil, y, además, estaba exasperado,
arrancó de las manos del soldado la pica y con ella le santiguó de firme las espaldas, sin olvidar las del
sargento, que se acercaba en demasía. Los apaleados pusieron el grito en el cielo, y a sus voces salió todo el
cuerpo de guardia de la avanzada, entre cuyos individuos hubo uno que conoció a Fouquet y que, al verlo,
exclamó:
––¡Monseñor!... ¡monseñor!... ¡Amigos! ¡deteneos! Efectivamente, el que de tal suerte acababa de expresarse
detuvo a los guardias, que se disponían a vengar a sus compañeros.
Fouquet ordenó que abriesen la reja; pero le objetaron que la consigna lo prohibía. Entonces mandó que
avisaran al gobernador; pero éste, ya informado de lo que sucedía, se adelantaba apresuradamente blandiendo
la espada a la cabeza de veinte soldados y seguido del mayor, en la persuasión de que atacaban la
Bastilla.
Baisemeaux, al conocer a Fouquet, dejó caer la espada, y con tartamuda lengua dijo:
––¡Ah! monseñor, perdonad...
––Os felicito, caballero, ––repuso Fouquet, sofocado; ––el servicio de la fortaleza se hace a las mil maravillas.
Baisemeaux se dio a entender que las palabras del ministro encerraban una ironía presagio de arrebatada
cólera, y palideció; pero muy lejos de esto, Fouquet, dijo:
––Señor de Baisemeaux, necesito hablar con vos en particular.
Fouquet siguió al gobernador a su despacho en medio de un murmullo de satisfacción general.
Baisemeaux temblaba de vergüenza y de temor. Pero fue peor todavía cuando Fouquet le preguntó con
voz lacónica y mirada de imperio:
––¿Habéis visto al señor de Herblay esta noche?
––Sí, monseñor.
––¿Y no os llena de horror el crimen de que os habéis hecho cómplice?
––No hay remedio para mí, ––dijo para sus adentros el gobernador. Y con voz alta añadió: ––¿Qué crimen,
monseñor?
––Señor Baisemeaux, ved cómo obráis, pues en lo que habéis hecho hay bastante para haceros descuartizar
vivo. Conducidme inmediatamente adonde está el preso.
––¿Qué preso? ––preguntó el gobernador temblando de los pies a la cabeza.
––¡Ah! ¿fingís no comprenderme? Bueno; bien mirado es lo mejor que podéis hacer, porque, de confesar
vos vuestra complicidad, no habría remedio para vos. Quiero, pues, simular que doy fe a vuestra ignorancia.
––Por favor, monseñor...
––Está bien. Conducidme al calabozo del preso.
––¿Al calabozo de Marchiali?
––¿Quién es Marchiali?
––El preso que ha traído el señor de Herblay esta noche.
––¿Le llaman Marchiali? ––preguntó el superintendente, turbado en sus convicciones por la ingenua seguridad
de Baisemeaux.
––Sí, monseñor, bajo tal nombre está inscripto en el registro de la Bastilla.
Fouquet sondeó con la mirada el corazón de Baisemeaux, y con la claridad que da el hábito del poder, vio
en él la sinceridad más absoluta.
––¿Ese Marchiali es el preso que el señor de Herblay se llevó anteayer?
––Sí, monseñor.
––¿Y le ha traído nuevamente esta noche? ––añadió con viveza el superintendente, que al punto comprendió
el mecanismo del plan de Aramis.
––Sí, monseñor.
––¿Y se llama Marchiali?
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––Esto es. Si monseñor viene para llevárselo, mejor; porque iba a escribir otra vez respecto de él.
––¿Qué ha hecho?
––Desde esta noche está insufrible; le dan tales arrebatos, que no parece sino que la Bastilla se viene al
suelo.
––Pues bien ––dijo Fouquet, ––voy a desembarazaros de él.
––Que me place, monseñor.
––Conducidme a su calabozo.
––Monseñor me hará la merced de entregarme la orden...
––¿Qué orden?
––Una orden del rey.
––Voy a firmaros una.
––No basta, monseñor; necesito la orden del rey.
––¡Ah! ––exclamó Fouquet irritándose otra vez, ––ya que os mostráis tan escrupuloso en soltar a los presos,
mostradme la orden mediante la cual libertasteis a Marchiali.
Baisemeaux mostró la orden concerniente a la libertad de Seldón.
––Seldón no es Marchiali ––objetó Fouquet.
––Pero marchiali no está libre, monseñor, sino en su calabozo.
––¿No me habéis dicho que el señor de herblay se lo llevó y lo ha devuelto?
––No he dicho esto, monseñor.
––¿Que no lo habéis dicho? todavía me parece estar oyéndolo.
––Ha sido un lapsus.
––¡Señor de Baisemeaux, cuidado!
––Como estoy en regla, nada tengo que temer, monseñor.
––¿Y os atrevéis a decir eso?
––Lo diré ante un apóstol. El señor de Herblay me ha traído la orden de libertad a Seldón, y Seldón está
libre.
––Os digo que Marchiali ha salido de la Bastilla.
––Que me lo prueben, monseñor.
––Dejadme que lo vea.
––Monseñor, vos que ejercéis un mando tan alto en este reino, sabéis que nadie puede ver a los presos sin
una orden del rey.
––Bien ha entrado el señor de Herblay.
––Que me lo prueben, monseñor ––repitió Baisemeaux.
––El señor de Herblay ha perdido todo su poder.
––¡Quién! ¿el señor de Herblay? es imposible.
––Ya veis que ha influido en vos.
––Lo que me influye, monseñor, es el servicio del rey. Al pediros una orden de él, cumplo con mi deber.
Entregádmela y entraréis.
––Os doy mi palabra de que si me dejáis entrar en el calabozo del preso os entregaré inmediatamente la
orden que me exigís.
––Dádmela sin dilación, monseñor.
––Como también os la doy de que os hago arrestar junto con vuestros oficiales si no consentís en lo que
os pido.
––Antes de cometer semejante acto de violencia, reflexionaréis, monseñor ––dijo Baisemeaux más blanco
que la cera, –– que sólo obedeceremos a una orden del rey, y que tan poco os costará obtener una para
ver a Marchiali, como para conseguir otra tan en mi perjuicio, siendo como soy, inocente.
––Es verdad ––repuso Fouquet poseído de furor. Y con voz sonora y atrayendo a sí al desventurado
gobernador, añadió: ––¿Sabéis por qué quiero con tanto ardor hablar con el preso?
––No, monseñor, y dignaos notar en el espanto que me infundís y que va a dar conmigo en tierra.
––Mas daréis con vos en tierra cuando dentro de poco me veáis volver al frente de diez mil hombres y
treinta cañones.
––¡Válgame Dios! ¡monseñor se vuelve loco!
––Cuando amotine contra vos y vuestras malditas torres al pueblo de París, y fuerce vuestras puertas, y
os haga colgar de las almenas de la torre de Coin.
––¡Monseñor! ¡Monseñor!...
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––Os concedo diez minutos para que os decidáis ––añadió Fouquet con voz sosegada, ––espero aquí,
sentado en este sillón. Si dentro de diez minutos persistís, salgo, y me tengáis o no por loco, veréis lo que
pasa.
Baisemeaux dio en el suelo una patada de desesperación, pero no replicó.
Al ver esto, Fouquet tomó una pluma y escribió lo siguiente:
––“Reúna el preboste de los mercaderes la guardia cívica, y con ella y para el servicio del rey, ataque la
Bastilla”.
Baisemeaux encogió los hombros. Fouquet escribió:
“El señor duque de Bouillón y el señor príncipe de Condé se pondrán a la cabeza de los suizos y de los
guardias, y para el servicio de Su Majestad marcharán sobre la Bastilla”.
Baisemeaux reflexionó. Fouquet continuó en su tarea y extendió esta orden:
“Se ordena a todo soldado, ciudadano o noble, que tomen doquiera los encuentren, al caballero Herblay,
obispo de Vannes, y a sus cómplices, que son el señor Baisemeaux, gobernador de la Bastilla, sospechoso
de los crímenes de traición, rebelión y lesa majestad...”
––Deteneos, monseñor ––exclamó Baisemeaux. ––Si entiendo lo que pasa, que me emplumen; pero como
tantos males, aunque desencadenados por la locura, pueden sobrevenir dentro de dos horas, júzgueme el
rey y vea si he obrado mal al romper la consigna en presencia de tantas y tan eminentes catástrofes. Vamos
a la torre, monseñor; veréis a Marchiali.
Fouquet se lanzó fuera del despacho. Baisemeaux le siguió, limpiándose el frío sudor que le inundaba la
frente.
––¡Qué horrorosa mañana! ––iba diciendo Baisemeaux; ––¡qué desgracia!
––¡Aprisa! ¡aprisa! ––dijo con voz áspera el superintendente, advirtiendo lo que pasaba en el ánimo del
gobernador. ––Quédese aquí este hombre, y tomad vos mismo las llaves y mostradme el camino. Nadie
¿oís? absolutamente nadie debe enterarse de lo que va a pasar.
––¡Ah! ––repuso Baisemeaux indeciso.
––¡Otra vez! ––prorrumpió Fouquet. ––Decid inmediatamente sí o no, y salgo de la Bastilla para llevar
yo mismo las órdenes a su destino.
Baisemeaux tomó las llaves y subió solo con el ministro la escalera de la torre.
Según iban ascendiendo por aquella espiral, los murmullos ahogados se convertían en gritos claros y en
espantosas imprecaciones.
––¿Quién grita? ––preguntó Fouquet.
––Marchiali. Así aúllan los locos ––respondió el gobernador dirigiendo una mirada más henchida de alusiones
ofensivas que de respeto al superintendente.
Este se estremeció, pues en un grito todavía más terrible que los anteriores acababa de conocer la voz del
rey.
Fouquet se detuvo en el descenso de la escalera, y tomó el manojo de llaves de manos de Baisemeaux,
que, figurándose que el nuevo loco iba a estrellarse el cráneo con una de ellas, exclamó:
––¡Ah! el señor de Herblay no me ha hablado de eso.
––¡Vengan las llaves! ––prorrumpió Fouquet arrancándoselas. ––¿Dónde está la puerta que quiero abrir?
––Es ésta.
Un grito horrendo seguido de un terrible trancazo contra la puerta, despertó los ecos de la escalera.
––¡Retirarós! ––dijo con voz amenazante Fouquet a Baisemeaux.
––Con mil amores ––murmuró el gobernador.
––¡Retiraros! ––repitió Fouquet, ––y si antes que os llame sentáis la planta en esta escalera, yo os aseguro
que vais a ocupar el sitio del preso más infeliz de la Bastilla.
––De esta no escapo ––masculló el gobernador retirándose con paso vacilante.
Los gritos del preso resonaban cada vez con más fuerza.
Fouquet, en cuanto se hubo cerciorado de que Baisemeaux había llegado al pie de la escalera, introdujo la
llave en la primera cerradura.
––¡Socorro! ¡soy el rey! ¡socorro! ––gritó entonces Luis XIV con acento de rabia.
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Como la llave de la segunda puerta no era la misma que la de la primera, Fouquet se vio obligado a probar
algunas de las del manojo, mientras el rey, enardecido, loco, furioso, gritaba con todas sus fuerzas:
––¡El señor Fouquet es quien me ha hecho traer aquí! ¡socorro contra el señor Fouquet! ¡soy el rey! ¡favor
al rey contra el señor Fouquet!
Estas vociferaciones partían del corazón del ministro, e iban seguidas de golpes espantosos descargados
contra la puerta con la silla, de la que Luis se servía como de un ariete.
Fouquet dio por fin con la llave.
El rey, ya no articulaba, sino rugía, aullaba estas palabras:
––¡Muera Fouquet! ¡muera el asesino Fouquet!
Entonces se abrió la puerta.
EL RECONOCIMIENTO DEL REY
Fouquet y el rey iban a abalanzarse uno contra otro pero al verse se detuvieron y lanzaron un grito de
horror.
––¿Venís a asesinarme? ––exclamó el rey al conocer al superintendente.
––¡El rey en semejante estado! ––exclamó el ministro. Efectivamente, nada más espantoso que el aspecto
del joven príncipe en el momento en que entró Fouquet. Su traje estaba hecho jirones, y su camisa, desabrochada
y reducida a pedazos, estaba empapada del sudor y la sangre que le inundaba el pecho y los desgarrados
brazos.
Fosco, pálido, frenético, con los cabellos erizados, Luis XIV era la imagen viviente de la desesperación,
del hambre y del miedo reunidos en una sola estatua; y tanto se conmovió y turbó el ministro al verle, que
se acercó a él desolado, con los brazos abiertos y las lágrimas en los ojos.
Luis blandió sobre la cabeza de Fouquet el palo de la silla del cual hiciera tan enfurecido uso.
––¡Qué! ––dijo con voz trémula el ministro, ––¿no conocéis ya al más fiel de vuestros amigos?
––Vos, vos amigo mío? ––replicó el rey con rechinar de dientes en que resonaron el odio y la sed de inmediata
venganza.
––Un servidor respetuoso ––añadió Fouquet cayendo de hinojos.
El rey tiró su arma, y el ministro se acercó a él, le besó las rodillas, le tomó cariñosamente en brazos y dijo:
––¡Oh rey! ¡oh hijo mío! ¡cuánto debéis haber padecido!
Luis, recobrado por el cambio de la situación, miróse a sí mismo, y, avergonzado del desorden de sus ropas,
corrido de su locura, abochornado de la protección de que era objeto, retrocedió.
Fouquet no comprendió aquel movimiento, ni que el rey, en su orgullo, nunca le perdonaría el que hubiese
sido testigo de tanta debilidad.
––Venid, Sire, estáis libre ––dijo el superintendente.
––¿Libre? ––repuso el rey. ––¡Ah! ¿me devolvéis la libertad después de haber osado poner sobre mí
vuestra mano?
––Sire ––repuso Fouquet indignado, vos no decís lo que sentís; vos no creéis que en esta circunstancia
sea yo culpable.
Y sucinta y calurosamente el ministro contó al monarca toda la intriga de que el lector ya conoce los detalles.
Durante el relato, Luis sufrió las más horribles angustias, y, una vez Fouquet hubo terminado, la magnitud
del peligro que había corrido le conmovió todavía más que la importancia del secreto relativo a su hermano
gemelo.
––Señor Fouquet ––dijo el rey, ––eso del parto doble es una mentira, y no puede ser que hayáis sido víctima
de semejante impostura.
––¡Sire!
––Digo que no puede ser que se sospeche de la honra y de la virtud de mi madre. ¿Y vos, mi primer ministro,
no habéis castigado ya a los criminales?
––No os ofusquéis, Sire ––repuso Fouquet. ––Reflexionadlo bien; el nacimiento de vuestro hermano...
––No tengo más que uno, el duque de Orleans, a quien conocéis como a mí mismo. Os digo que hay
conspiración, empezando por el gobernador de la Bastilla.
––Sire, Sire, el gobernador de la Bastilla ha sido engañado como todo el mundo, por el parecido del
príncipe.
––¿El parecido? ¡Queréis callaros!
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––Con todo eso es menester que Marchiali se parezca grandemente a Vuestra Majestad para que todos se
engañen ––repuso Fouquet.
––¡Locura!
––No digáis eso; Sire; el hombre que se muestra dispuesto a arrojar la mirada de vuestros ministros, de
vuestra madre, de vuestra servidumbre, de vuestra familia, debe estar muy seguro del parecido.
––En efecto ––exclamó el rey. Y ese hombre ¿dónde está?
––¿Dónde sino en Vaux?
––¡En Vaux! ¿Y vos consentís que permanezca en Vaux un hombre tal?
––Sire, he creído que lo más apremiante era librar a Vuestra Majestad. Cumplido este deber, haré lo que
el rey me ordene.
––Concentremos tropas en París ––dijo el monarca, después de unos instantes de reflexión.
––Ya están dadas las órdenes al efecto ––contestó Fouquet.
––¿Las habéis dado vos? ––exclamó el rey.
––Para esto sí, Sire. Antes de una hora Vuestra Majestad estará al frente de diez mil hombres.
Por toda respuesta, el rey tomó con tal efusión la mano del superintendente que se veía cuánta desconfianza
había conservado hasta entonces hacia el primer ministro, a pesar de la intervención de éste.
––¿Y con los diez mil hombres ––prosiguió el rey, ––vamos a sitiar, en vuestra casa, a los rebeldes, que a
estas horas deben haber ya tomado posesión de ella y tal vez atrincherándose en ella.
––Me admira de que tal sucediese.
––¿Por qué?
––Porque he desenmascarado a su jefe, el alma de la empresa, y a mi ver ha abortado el plan.
––¿Vos habéis desenmascarado al supuesto príncipe?
––No, Sire, ni siquiera lo he visto.
––¿A quien, pues, habéis desenmascarado?
––El jefe de la empresa no es el desventurado usurpador; éste sólo es un instrumento destinado por toda
su vida al infortunio, lo conozco.
––¡Sin remisión!
––Es el padre Herblay, obispo de Vannes.
––¿Vuestro amigo?
––Lo fue, Sire ––replicó con nobleza el superintendente.
––Es una desgracia para vos ––dijo el rey con menos generosidad.
––Mientras estuve ignorante del crimen, Sire, tal amistad nada tenía de deshonrosa.
––Era menester preverlo.
––Si soy culpable, Sire, me pongo en las manos de Vuestra Majestad.
––No es eso lo que quise decir, señor Fouquet ––dijo el rey, disgustado de haber dado a conocer la mala
disposición de su ánimo; ––lo que quise decir es que a pesar de la máscara con que el miserable Herblay se
cubría el rostro, he tenido como un presentimiento de que era él. Pero al caudillo de la empresa le acompañaba
un hombre de pelo en pecho, que me amenazaba con su fuerza hercúlea.
––¿Quién es?
––Debe ser su amigo el barón de Vallón, el antiguo mosquetero.
––¿El amigo de D'Artagnan y del conde de La Fere? No es para desperdiciarla esta relación entre los
conspiradores y el señor de Bragelonne.
––Sire, Sire, os avanzáis en demasía. El señor conde de La Fere es el hombre más de bien que hay en
Francia. Contentaos con lo que pongo en vuestras manos.
––Corriente, porque eso quiere decir que ponéis en mis manos a los culpables.
––¿Qué interpretación da Vuestra Majestad a mis palabras? –– preguntó Fouquet.
––Entiendo que vamos a llegar a Vaux con las tropas, y que no va a escapar ni uno de cuantos forman
aquel nido de víboras.
––¡Qué! ¿Vuestra Majestad va a matar a los suyos? ––exclamó Fouquet.
––¡Hasta el último!
––¡Oh! ¡Sirte!
––Entendámonos, señor Fouquet ––dijo con altivez el monarca. ––Yo no vivo en un tiempo en que el
asesinato sea la única y última razón de los reyes. Gracias a Dios no es así. Tengo parlamentos que juzgan
en mi nombre, y patíbulos en los que ejecutan mi voluntad suprema.
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––Me propaso a hacer observar a Vuestra Majestad ––replicó Fouquet palideciendo, ––que todo proceso
sobre esta materia será un escándalo mortífero para la dignidad del trono. Hay que evitar a todo trance que
el augusto nombre de Ana de Austria circule por los labios del pueblo, entreabiertos por una sonrisa.
––Hay que hacer justicia. señor Fouquet.
––Está bien, Sire; pero la sangre real no puede correr en el patíbulo.
––¡La sangre real! ¿y vos creéis eso? ––exclamó el rey enfurecido y dando una patada en el suelo. ––El
parto doble de que me habéis hablado es pura fábula. Ahí, sobre todo, en esa fábula, es donde para mí está
el crimen de Herblay, ese es el crimen que yo quiero castigar, mucho más que no la violencia y el insulto
que me han inferido él y Vallón.
––¿Castigar de muerte?
––De muerte.
––Sire ––repuso con firmeza el ministro, levantando con majestad la frente, ––si os gusta, haréis decapitar
a Felipe de Francia, vuestro hermano; eso os atañe a vos, Sire, y sobre el particular consultaréis a vuestra
madre Ana de Austria. Lo que ordenéis estará bien ordenado. Quiero, pues, no mezclarme más en este
asunto, ni siquiera para la mayor honra de vuestra corona; pero tengo que pediros una gracia, y os la pido,
Sire.
––¿Cuál? ––preguntó el rey turbado por las últimas palabras del ministro.
––El perdón de los señores de Herblay y de Vallón.
––¿Mis asesinos?
––No, Sire, sino dos rebeldes.
––Comprendo que me pidáis el perdón para vuestros amigos.
––¡Mis amigos! ––exclamó Fouquet hondamente ofendido.
––Sí, vuestros amigos, pero la seguridad de mi Estado exige un ejemplar castigo de los culpables.
––No os diré, Sire, que acabo de libertaros y de salvaros la vida.
––¡Caballero!
––Ni que si el señor de Herblay hubiese tenido la intención de asesinaros, pudo haberos asesinado esta
madrugada en el bosque de Senar.
––El rey se estremeció.
––Un pistoletazo en mitad del rostro de Luis XIV, desfigurado por la herida era para siempre la absolución
del señor de Herblay.
Al saber el peligro evitado, el rey palideció de miedo.
––Si el señor de Herblay hubiese sido un asesino ––continuó Fouquet, ––no tenía necesidad de hacerme
sabedor de su plan para conseguir sus propósitos. Desembarazado del rey legítimo, no había quien fuera
capaz de reconocer al usurpador, que habría sido reconocido por Ana de Austria, pues para ello no dejaba
de ser un hijo como para la conciencia del señor de Herblay era aquél un rey de la sangre de Luis XIII.
Además, el conspirador contaba con la seguridad, con el secreto, con la impunidad, con sólo disparar una
pistola. Sire, por vuestra salvación eterna, perdón para el señor de Herblay.
La fiel pintura de la generosidad de Aramis, en vez de enternecer al rey le humilló; porque el monarca en
su indómito orgullo, no podía admitir que un hombre había tenido a su discreción la vida de un rey. Cada
una de las palabras de Fouquet tenía por eficaces para obtener el perdón de sus amigos, destilaba una gota
de veneno en el ya ulcerado corazón de Luis XIV, que, muy lejos de ceder, exclamó con ímpetu:
––Verdaderamente no me explico que me pidáis clemencia para hombres tales. ¿A qué pedir lo que uno
puede conseguir sin solicitarlo?
––No os comprendo. Sire.
––Sin embargo, es evidente. ¿Dónde estoy?
––En la Bastilla, Sire.
––Y en un calabozo, y pasando por loco, ¿no es verdad?
––Lo es, Sire.
––Y aquí nadie conoce más que a Marchiali.
––De seguro, Sire.
––Pues dejad las cosas como están. Dejad al loco que se pudra en un calabozo de la Bastilla, y los señores
de Herblay y de Vallón para nada necesitan de mi clemencia. Su nuevo rey les obedecerá.
––Vuestra Majestad me injuria, y hace mal ––replicó Fouquet con sequedad. ––Ni yo soy tan niño, ni el
señor de Herblay tan inepto que no nos hayamos hecho todas esas reflexiones y si yo, como decís, hubiese
querido sentar en el trono a un nuevo rey, ¿a qué haber venido a forzar las puertas de la Bastilla para arran-
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caros de ella? Esto cae de su peso. Vuestra Majestad tiene el juicio turbado con la cólera; de lo contrario,
no ofendería sin razón a su servidor que le ha prestado el más importante servicio.
Viendo Luis XIV que se había excedido, que las puertas de la Bastilla todavía estaban cerradas para él,
mientras poco a poco iban abriéndose las esclusas tras las cuales el generoso Fouquet contenía su cólera,
repuso:
––No lo he dicho para humillaros. ¡Dios me libre! Lo que hay, es que os dirigís a mí para obtener un perdón,
y os respondo según me dicta mi conciencia. Ahora bien, según mi conciencia, los culpables de quienes
estamos hablando no son dignos de clemencia ni de perdón.
Fouquet guardó silencio.
––En esto ––prosiguió el rey, ––mi conducta es tan generosa como la vuestra en cuanto a lo que os ha
traído, porque la verdad es que estoy en vuestro poder. Y aun añado que lo es más, atento que vos me imponéis
condiciones de las cuales pueden pender mi libertad y mi vida, y el negarme a admitirlas, es hacer
un sacrificio.
––Realmente la sinrazón está de mi parte ––repuso Fouquet; ––en la apariencia os obligaba a ser clemente;
me arrepiento, Sire, y os suplico que me perdonéis.
––Lo estáis, mi querido señor Fouquet ––dijo el rey sonriéndose de modo que acabó de serenar su rostro,
alterado desde la víspera, por tantos acontecimientos.
––Bueno, yo ya he obtenido mi perdón ––repuso el obstinado ministro–– ––pero ¿y los señores de Herblay
y de Vallón?
––No lo obtendrán mientras yo viva ––replicó el inflexible rey. ––Hacedme la merced de no volver a decirme
jamás una palabra sobre el particular.
––Seréis obedecido, Sire.
––¿Y no me guardaréis rencor por mi negativa?
––No, Sire, porque había previsto el caso.
––¿Vos habéis previsto el caso de que yo negaría el perdón a aquellos señores?
––Sí, Sire, y lo prueba el que he tomado todas mis disposiciones en consonancia con mi previsión.
––¿Qué queréis decir? ––exclamó con sorpresa el soberano. ––Por decirlo así, el señor de Herblay acaba
de ponerse a mi discreción, dejándome la honra de salvar a mi rey y a mi patria. ¿Podía yo condenar a
muerte al señor de Herblay? No, como tampoco exponerle a la legítima indignación de Vuestra Majestad,
lo cual hubiera sido lo mismo que si yo hubiese matado por mi mano.
––¿Qué habéis hecho?
––Sire, he dado al señor de Herblay mis mejores caballos, y llevan cuatro horas de delantera a cuantos
Vuestra Majestad pueda enviar en persecución de aquél.
––Está bien ––exclamó Luis: ––pero el mundo es bastante grande para que mis corredores ganen sobre
vuestros caballos las cuatro horas de delantera que habéis concedido al señor de Herblay.
––Al concederle cuatro horas, Sire, sabía que le daba la vida, y la salvará.
––¿Cómo?
––Porque tras una carrera en la cual siempre llevará cuatro horas de ventaja a vuestros mosqueteros, llegará
a mi castillo de Belle-Isle, donde le he dado asilo.
––Bueno ––replicó el rey; ––pero olvidáis que me donasteis Belle-Isle.
––No para hacer arrestar en ella a mis amigos.
––¡Ah! ¿os reincorporáis de Belle-Isle?
––Para eso, sí, Sire.
––Mis mosqueteros volverán a quitárosla, y en paz.
––Ni vuestros mosqueteros ni todo vuestro ejército son capaces de tomarla, Sire. Belle-Isle es inexpugnable
––dijo Fouquet con frialdad.
El rey perdió el color y lanzó un rayo por los ojos. Fouquet conoció que estaba perdido; pero como no era
hombre que retrocediera ante la voz del honor, sostuvo la rencorosa mirada del rey, que devoró su rabia.
––¿Vamos a Vaux? ––preguntó Luis XIV tras una pausa de silencio.
––Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad ––contestó Fouquet haciendo una profunda reverencia; ––
pero creo que Vuestra Majestad no puede prescindir de mudar de traje antes de presentarse en la corte.
––Pasaremos por el Louvre ––dijo el rey.
––Vamos.
Luis XIV y Fouquet se marcharon en presencia del despavorido Baisemeaux, que una vez más vio salir a
Marchiali, y se arrancó los pocos cabellos que le quedaban.
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EL FALSO REY
En Vaux el real usurpador continuaba desempeñando a las mil maravillas su papel de rey.
Felipe ordenó que, para su salida de la cama, introdujesen a las entradas, ya dispuestas para presentarse a
su rey. Y se decidió a dar tal orden, pese a la ausencia de Herblay, que no se dejaba ver de nuevo, nuestros
lectores saben por qué. Pero el príncipe, creyendo que aquella ausencia no podía prolongarse, quería, como
todos los hombres temerarios, ensayar su valor y su fortuna, fuera de toda protección y consejo.
Otra razón le impedía a ello: Ana de Austria iba a aparecer. La madre culpable iba a encontrarse en presencia
de su hijo sacrificado; y Felipe no quería, de sentir una debilidad, hacer testigo de ella al hombre
ante el cual estaba obligada a desplegar en adelante tanta energía.
Felipe abrió de par en par la puerta, y entraron silenciosamente algunos personajes.
El no se movió mientras sus ayudas de cámara lo vistieron, a imitación de lo que vio hacer, la víspera, a
su hermano. Felipe desempeñó en aquel punto el papel de rey de manera que no despertó ninguna sospecha.
Felipe recibió, en traje de caza, a sus visitantes, y gracias a su memoria y a las notas de Aramis, conoció
inmediatamente a Ana de Austria, a quien daba la mano el duque de Orleans, y a la princesa a la cual
acompañaba Saint-Aignán. A todos dirigió Felipe una sonrisa, y, al conocer a su madre, se estremeció.
El noble e imponente rostro de la reina madre, descompuesto por el dolor, dispuso su corazón en pro de
aquella famosa reina que inmolara un hijo a la razón del Estado. Felipe encontró hermosa a su madre, y
como sabía que Luis XIV la amaba, se propuso amarla también, y no ser para su vejez un castigo cruel.
Felipe miró a su hermano con ternura fácil de comprender. El duque de Orleans nada había usurpado, a
nadie perjudicado en su vida. Rama separada, dejaba que creciera el tallo, sin pensar en su propia elevación
y majestad. Así como a su madre, Felipe se propuso amar a su hermano, a quien le bastaba el dinero, que da
los placeres.
Después Felipe saludó afectuosamente a Saint-Aignán, que se deshacía en sonrisas y en reverencias, y,
temblando, tendió la mano a su cuñada Enriqueta, de la que le llamó la atención la hermosura. Pero en los
ojos de la princesa notó un resto de frialdad que le pareció de buen agüero para la facilidad de sus relaciones
futuras.
––¡Cuánto más cómodo me será ––dijo Felipe, ––ser hermano de esa mujer, que no su galán, si me manifiesta
una frialdad que mi hermano no podía sentir por ella, y que a mí me la impone el deber!
Lo que Felipe temía más en aquel momento era la presencia de la reina María Teresa; porque su corazón
y su alma acababan de ser conmovidos por una prueba tan violenta que, a pesar de su buen temple, tal vez
no hubieran soportado un nuevo choque. Por fortuna la reina no se presentó. Entonces, Ana de Austria empezó
una disertación política respecto del recibimiento que el señor Fouquet había hecho a la familia real, y
atenuó sus ataques con cumplimientos dirigidos al rey, con preguntas sobre su salud, con halagos maternales
y con astucias diplomáticas.
––¿Os habéis reconciliado con el señor Fouquet, hijo mío? –– preguntó Ana de Austria.
––Saint-Aignán ––dijo Felipe, ––hacedme la merced de enteraros de cómo está la reina.
A estas palabras, las primeras que Felipe pronunció en voz alta, la ligera diferencia que había entre la voz
de Felipe y la de Luis XIV, no pasó inadvertida a los oídos maternales; así es que Ana de Austria miró fijamente
a su hijo.
––Señora ––continuó Felipe una vez hubo salido Saint-Aignán ––ya sabéis que no me place que me
hablen mal del señor Fouquet, y vos misma me habéis hablado de él ventajosamente.
––Es verdad, por esto me ciño a interrogaros respecto a vuestra disposición para con él.
––Sire ––dijo Enriqueta, ––a mí siempre me ha sido simpático el señor Fouquet. Es hombre de gusto exquisito,
y un excelente sujeto.
––Un superintendente que nunca escatima y que paga en oro cuantas libranzas le envío al cobro ––añadió
el duque de Orleans.
––Por lo que se ve ––replicó la reina madre, ––aquí todos miran únicamente por sí, y nadie por el Estado,
y la verdad es que el señor Fouquet está arruinando el reino.
––¿También vos escudáis al señor Colbert, madre mía? ––repuso Felipe bajando la voz.
––¿Por qué me decís eso? ––preguntó Ana de Austria con sorpresa.
––Porque os expresáis como lo haría vuestra antigua amiga, la señora de Chevreuse.
Al oír este nombre, la reina palideció. Felipe había irritado a la leona.
––¿Qué me estáis diciendo de la señora de Chevreuse ––repuso Ana de Austria, ––y qué mosca os ha picado
hoy contra mí?
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––¿Por ventura ––continuó Felipe, ––la señora de Chevreuse no está siempre dispuesta a formar una liga
contra alguien? ¿Acaso no os ha hecho recientemente una visita?
––Os expresáis de tal suerte ––dijo Ana de Austria ––que no parece sino que estoy oyendo a vuestro padre.
––Mi padre no podía ver a la señora de Chevreuse, y con razón ––dijo Felipe. Tampoco yo puedo sufrirla,
y si se atreve a venir, como en otro tiempo, para sembrar las disensiones y el odio so pretexto de mendigar
dinero...
––¿Qué? ––repuso con altivez Ana de Austria provocando la tormenta.
––La expatriaré, y con ella a todos los artesanos de secretos y misterios ––contestó con resolución Felipe.
El no calculó el alcance de sus terribles palabras, o tal vez se propuso ver el efecto que producían.
Ana de Austria estuvo en un tris de caerse desmayada; abrió desmesuradamente los ojos, pero por un instante
dejó de ver, y tendió los brazos hacia el duque de Orleans que le dio un beso sin temor de irritar al
monarca.
––Sire ––murmuró Ana de Austria, ––mal, muy mal tratáis a vuestra madre.
––¿En qué os trato mal, señora? ––replicó Felipe. ––Solo hablo de la señora de Chevreuse. ¿O es que
preferís la señora de Chevreuse a la seguridad de mi Estado y a la mía propia? Lo que digo y afirmo es que
la señora de Chevreuse ha venido a Francia para pedir prestado dinero, y que se ha dirigido al señor fouquet
para venderle cierto secreto.
––¡Cierto secreto! ––exclamó Ana de Austria.
––Relativo a un supuesto robo cometido por el superintendente, lo cual es falso. El señor Fouquet la hizo
despedir con indignación, pues prefiere la estimación del rey a toda complicidad con intrigantes. Entonces,
la señora de Chevreuse fue y vendió el secreto al señor Colbert, y como es mujer insaciable, y no le bastaba
haber arrancado cien mil escudos al intendente, picó más alto para ver si se hacía con mayores recursos...
¿Es o no es verdad lo que digo, señora?
––Todo lo sabéis, Sire ––repuso la reina madre, más inquieta que irritada.
––Ya veis, pues, señora ––continuó Felipe ––que tengo derecho de mirar con malos ojos a esa harpíá que
viene a tramar en mi corte la deshonra de unos y la ruina de otros. Si Dios ha permitido que se cometieran
ciertos crímenes, y los ha ocultado bajo el manto de su clemencia, yo no admito que la señora de Chevreuse
tenga el poder de contrarrestar los designios de Dios.
Tanto esta última parte del discurso de Felipe turbó a la reina madre, que se compadeció de ella, y, tomándole
la mano, se la besó con ternura; pero Ana de Austria no advirtió que en aquel beso dado a pesar de
las resistencias y los rencores del corazón, iba envuelto el perdón de ocho años de horribles padecimientos.
Felipe dejó que aquellas emociones se suavizaran, y tras un instante de silencio, dijo con cierta alegría:
––Todavía no partimos hoy; tengo un plan.
Felipe miró hacia la puerta por si veía a Herblay, cuya ausencia empezaba a inquietarlo. Y al ver que su
madre se disponía a marcharse, repuso:
––Quedaos, madre; quiero que hagáis las paces con el señor Fouquet.
––Pero si no lo quiero mal; lo único que temo son sus prodigalidades.
––Pondremos coto a ellas, y no tomaremos del superintendente más que las buenas cualidades.
––¿Qué busca Vuestra Majestad? ––preguntó Enriqueta al ver que el rey miraba hacia la puerta, y deseosa
de dispararle una saeta al corazón, pues creyó que aquél esperaba a La Valiére o carta de ésta.
––Hermana mía ––respondió Felipe, adivinando el pensamiento de la princesa, gracias a la maravillosa
perspicacia que la fortuna iba a permitirle desplegar en lo sucesivo; ––hermana mía, espero a un hombre
notabilísimo, a un consejero hábil si los hay, y al cual quiero presentaros a todos, recomendándolo a vuestra
indulgencia. ¡Ah! ¿sois vos, D'Artagnan? Entrad.
––¿Qué desea Vuestra Majestad? ––preguntó el gascón adelantándose.
––¿Sabéis dónde está vuestro amigo el señor obispo de Vannes?
––Pero si...
––Lo estoy aguardando y no aparece. Que vayan por él.
D'Artagnan se quedó como quien ve visiones; pero reflexionando que Aramis había salido de Vaux ocultamente
con una comisión del rey, dedujo que éste tenía empeño en guardar secreto. Así pues, replicó:
––¿Vuestra Majestad desea absolutamente que vayan por el señor de Herblay?
––Tanto como eso no ––respondió Felipe; ––no tengo tal necesidad de él, pero si lo encuentran...
––He dado en el blanco ––dijo entre sí D'Artagnan.
––¿Ese señor de Herblay es el obispo de Vannes? ––preguntó Ana de Austria.
––¿Y es el amigo del señor Fouquet?
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––Sí, señora; en sus modales fue mosquetero.
Ana de Austria se ruborizó.
––Uno de aquellos cuatro valientes que hicieron tantas proezas ––añadió Felipe.
La reina madre se arrepintió de haber querido morder.
––Sea cual fuese vuestra elección ––dijo Ana de Austria, –– desde luego la tengo por excelente.
––En él ––continuó Felipe ––veréis la profundidad de Richelieu, descartada la avaricia de Mazarino.
––¿Un primer ministro, Sire? ––preguntó el duque de Orleans no teniéndolas todas consigo.
––Ya os lo contaré, hermano mío... Pero es singular que no esté aquí el señor de Herblay. ––Y levantando
la voz, añadió: ––Avisen al señor Fouquet que tengo que hablar con él... ¡Ah! ante vosotros, ante vosotros;
no os retiréis.
Saint-Aignán volvió trayendo nuevas satisfactorias de la reina María Teresa, que guardaba cama sólo por
precaución y para recobrar la fuerza para cumplir la voluntad del rey.
Mientras andaban buscando por todas partes a Fouquet y a Herblay, el nuevo rey continuaba apaciblemente
sus pruebas, y todo el mundo, familia, servidumbre y criados, le tenían por el rey, en su gesto, en su
voz y en sus hábitos.
Felipe, aplicando a todas las fisonomías la nota y el dibujo fieles que le proporcionó su cómplice Herblay,
se portaba de modo que no podía despertar la más leve sospecha en el ánimo de los que le rodeaban.
Nada podía en lo porvenir inquietar al usurpador. Y aquí es de admirar la portentosa facilidad con que la
Providencia acababa de derrumbar el mayor poder del mundo para sustituirlo con el más humilde.
Felipe admiraba la bondad de Dios para coni él, pero a las veces le parecía que se interpusiera una nube
entre él y los rayos de su nueva gloria. Aquella nube era la ausencia de Aramis.
Decayó la conversación. Felipe no pensaba en despedir a su hermano ni a Enriqueta, que no acertaban a
explicarse aquel descuido del rey, y empezaban a impacientarse. Entonces, Ana de Austria se inclinó hasta
su hijo y le dirigió algunas palabras en castellano. Felipe, que ignoraba el idioma, palideció ante el inesperado
obstáculo; pero como si el imperturbable espíritu de Herblay lo hubiese cubierto con su infalibilidad,
en vez de desconcertarse se levantó.
––¡Qué! ¿no me respondéis? ––repuso Ana de Austria.
––¿Qué ruido es ese? ––preguntó Felipe volviéndose hacia la puerta de la escalera secreta. ––¡Por aquí!
¡por aquí! ¡Faltan pocos escalones para llegar, Sire! ––gritó una voz.
––La voz del señor Fouquet ––dijo D'Artagnan, que estaba en pie junto a la reina madre.
––No andará lejos el señor de Herblay ––añadió Felipe, el cual vio lo que nunca pudo esperar que vería
tan cerca de sí.
Todos miraron hacia la puerta por la cual presumían iba a entrar Fouquet; pero no fue éste quien entró,
sino otro personaje que arrancó una exclamación terrible, de dolor, al rey y a todos los circunstantes,
Ni aun los hombres cuyo sino encierra más elementos extraños y accidentes maravillosos, les es dado
contemplar un espectáculo semejante al que ofrecía aquel momento el dormitorio real.
Al través de los medio cerrados postigos entraba una vaga claridad, velada por grandes colgaduras de terciopelo
forradas de tupida seda.
En medio de aquella suave penumbra se habían dilatado poco a poco las pupilas, y cada cual veía a los
demás antes con la confianza que no con los ojos. Con todo, en tales circunstancias llega uno a distinguir
todo cuanto lo rodea, y si se presenta un nuevo objeto, éste aparece luminoso como bañado por los rayos
del sol.
Esto fue lo que sucedió respecto de Luis XIV cuando apareció, pálido y con el ceño fruncido, baja el cortinón
de la escalera secreta seguido de Fouquet, en cuyo rostro se veían impresas la severidad y la tristeza.
La reina madre, que tenía asida una de las manos de Felipe, al ver a Luis XIV, lanzó un grito, como lo
habría hecho al ver un fantasma, el duque de Orleans quedó momentáneamente deslumbrado, y dejó de
mirar al rey que tenía enfrente para posar los ojos en el que estaba a su lado, y la princesa, juguete de una
ilusión qua nada tenía de inverosímil, se adelantó un paso, creyendo que veía reflejada en un espejo la imagen
de u cuñado. Los dós príncipes, desconcertados a cual más, pues renunciamos a pintar el espantoso
sobrecogimiento de Felipe, temblorosos los dos, y los dos con las manos crispadas, se medían mutuamente
con los ojos y hundían uno en el alma del otro miradas más agudas que un puñal. Mudos, jadeantes, encorvados,
no parecía sino que iban a arremeterse cual encarnizados enemigos. Aquella inaudita semejanza de
rostro, ademanes y estatura, la casual semejanza de trajes ––pues Luis, al pasar por el Louvre, se había
puesto uno dé terciopelo morado, ––aquella acabada analogía de ambos príncipes acabó de trastornar el
corazón de Ana de Austria, sin embargo que todavía no adivinaba la verdad. Que hay desventuras que el
ser humano no se aviene a aceptar en la vida, y prefiere achacarlas a lo sobrenatural, a lo imposible. Luis no
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contó con aquellos obstáculos; Luis creyó que le bastaría presentarse para que todos lo conocieran. Sol viviente,
no admitía que pudiesen compararle con hombre alguno ni que toda antorcha no se convirtiera en
tinieblas tan pronto él hacía brillar su rayo vencedor. Así es que al ver a Felipe, quizás fue él quien quedó
más petrificado que todos los demás, y su silencio, su inmovilidad, fueron el tiempo de recogimiento y de
calma precursores de las explosiones violentas de la cólera.
Mas ¿quién sería capaz de pintar el sabrecogimiento y el estupor de Fouquet en presencia de aquel retrato
viviente de su soberano? Fouquet se dijo mentalmente que Aramis tenía razón, que el intruso era un rey tan
puro en su estirpe como el otro, y que para haber repudiado toda participación en aquel golpe de Estado tan
hábilmente llevado a término por el general de los jesuitas, era preciso ser un loco entusiasta, para siempre
indigno de poner las manos en una obra política. Además, Fouquet sacrificaba la sangre de Luis XIII a la
sangre del mismo rey, una ambición noble a una ambición egoísta, el derecho de adquirir al derecho de
conservar. Bastóle ver al pretendiente para comprender todo el alcance de su desacierto.
Para todos quedó envuelto en el misterio lo que pasó en el ánimo de Fouquet, el cual tuvo cinco minutos
para concentrar sus meditaciones respecto de aquel punto del caso de conciencia; cinco minutos, es decir,
cinco siglos durante los cuales los dos reyes y su familia apenas tuvieron tiempo de rehacerse de tan terrible
conmoción.
D'Artagnan, arrimado a la pared, al lado del superintendente, con la mano en la cabeza y la mirada fija,
no acertaba a explicarse aquel prodigio. De pronto no pudiera haber dicho por qué dudaba; pero es seguro
que sabía que había tenido razón al dudar, y que en aquel encuentro de los dos Luises, estaba todo el misterio
que, durante aquellos últimos días, hizo tan sospechosa al mosquetero la conducta de Aramis.
Sin embargo, D'Artagnan, como los actores todos de aquella escena, no veía claro; parecía nadar en las
nieblas de un pesado sueño.
De pronto, Luis XIII, más impaciente y más acostumbrado a mandar, se abalanzó a los postigos y los
abrió de par en par rasgando las colgaduras, dando con ello paso a una oleada de luz que inundó de claridad
el dormitorio e hizo retroceder a Felipe hasta la alcoba.
––Madre ––exclamó Luis aprovechando con ardor el movimiento de Felipe y dirigiéndose a Ana de Austria;
––madre, ya que aquí han desconocido todos a su rey, ¿no conocéis vos a vuestro hijo? '
Ana de Austria se estremeció y levantó las manos hacia el cielo sin poder articular palabra.
––Madre ––dijo Felipe con voz tranquila, ––¿no conocéis a vuestro hijo?
Luis retrocedió a su vez.
Ana de Austria, herida en su razón y en su alma por el remordimiento, perdió el equilibrio, y como nadie
la socorrió por estar todos petrificados, cayó en su sillón exhalando un débil suspiro.
Luis XIV, no pudiendo soportar aquel espectáculo y aquella afrenta, se abalanzó a D'Artagnan, de quien
empezaba a apoderarse el vértigo, y que se tambaleaba rozando la puerta que le servía de apoyo, y exclamó:
––¡A mí, mosqueteros! Miradnos a los dos cara a cara y ved cuál de las dos está más pálida.
Aquella voz despertó a D'Artagnan y removió en su corazón la fibra de la obediencia. Así pues, el mosquetero
irguió la frente, y, sin vacilar más, se acercó a Felipe, le sentó la mano en el hombro y le dijo:
––Daos preso, caballero.
Felipe no levantó los ojos hacia el cielo, ni se movió del sitio en que se encontraba como si hubiese echado
raíces en él; lo único que hizo fue clavar una intensa mirada en su hermano, reprochándole con sublime
silencio todas las amarguras y todos sus martirios venideros. Ante aquel lenguaje de alma, Luis, sin fuerzas,
bajó los ojos, y llevándose precipitadamente consigo a su hermano y a su cuñada, abandonó a su madre
tendida y sin movimiento a tres pasos del hijo a quien por segunda vez dejaba condenar a muerte.
Felipe se acercó a Ana de Austria, y con voz dulcísima y noblemente conmovida, dijo:
––Madre, madre mía, si yo no fuese vuestro hijo os maldeciría por haberme hecho tan desgraciado.
D'Artagnan sintió hielo en la médula de sus huesos, y saludando respetuosamente al joven príncipe, le dijo
medio encorvado:
––Monseñor, perdonadme, no soy más que un soldado, y mis juramentos me ligan al que acaba de salir
de este aposento.
––Gracias, señor de D'Artagnan. Pero ¿qué ha sido del señor de Herblay?
––El señor de Herblay está a salvo, monseñor ––dijo una voz tras ellos, ––y mientras yo aliente o esté libre,
nadie le tocará un cabello.
––¡Ah! ¿sois vos, señor fouquet? ––repuso Felipe sonriéndose con tristeza.
––Perdonadme, monseñor ––replicó el superintendente; ––pero el que acaba de salir de aquí era mi huésped.
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––A eso le llamo yo ser buenos y dignos amigos ––murmuró Felipe exhalando un suspiro. ––Ellos me
hacen desear el mundo. Señor de D'Artagnan, os sigo.
En el instante en que el capitán de mosqueteros iba a salir, apareció Colbert, entregó a aquél una orden
del rey y se retiró.
D'Artagnan estrujó con rabia el papel.
––¿Qué es ello? ––preguntó el príncipe.
––Leed, monseñor ––contestó el mosquetero.
Felipe leyó las siguientes palabras, trazadas apresuradamente por la mano de Luis XIV:
“El señor D'Artagnan va a conducir al preso a las islas de Santa Margarita, y le cubrirá el rostro con una
visera de hierro, que aquél no podrá levantar bajo pena de muerte.”
––Está bien ––dijo con resignación el desventurado príncipe. ––Estoy pronto.
––Aramis tenía razón ––repuso Fouquet al oído del mosquetero; ––tan rey es éste como el otro.
––¡Más! ––replicó D'Artagnan. ––Sólo le faltamos vos y yo.
EN EL QUE PORTHOS CREE QUE CORRE TRAS UN DUCADO
Aramis y Porthos aprovecharon el tiempo que les concedió Fouquet.
Porthos no comprendía para qué género de comisión le obligaban a desplegar tal velocidad; pero al ver
que Aramis arreaba a su cabalgadura, él no le iba a la zaga. Así pronto se encontraron a doce leguas de
Vaux, luego hubo necesidad de cambiar de caballos y organizar un servicio de postas.
Allí fue donde Porthos se aventuró a interrogar discretamente a Aramis.
––¡Chitón! ––replicó Herblay; ––contentaos con saber que nuestra fortuna depende de nuestra rapidez.
Como si Porthos hubiera sido todavía el mosquetero sin blanca de 1926, siguió adelante, movido por la
mágica palabra “fortuna”. ––Van a hacerme duque ––dijo en alta voz y hablando consigo mismo.
––Puede que sí ––replicó Aramis sonriéndose a su modo. Aramis tenía la cabeza hecha un volcán, la actividad
de su cuerpo no había conseguido sobreponerse a la de su espíritu. en el camino real, y libre de entregarse
a lo menos a las impresiones del momento, Herblay vomitaba una blasfemia a cada tropiezo de su
cabalgadura y a cada desigualdad del terreno. Pálido y cubierto de hirviente sudor, clavaba despiadadamente
las espuelas en los ijares de su montura.
Así crrieron por espacio de ocho largas horas los fugitivos, hasta que llegaron a Orleans.
Eran las cuatro de la tarde, y Aramis, al interrogar sus recuerdos, dio por cierto que toda persecución era
imposible. Admitiendo la persecución, que, por otra parte, no era manifiesta, los fugitivos tenían una ventaja
de cinco horas sobre sus perseguidores.
Para Herblay, no habría sido imprudente descansar, pero seguir adelante era asegurar la partida.
Dio, pues, a Porthos el disgusto de montar nuevamente a caballo, y ambos devoraron el espacio hasta las
siete de la tarde, hora en que se apearon en una venta.
No les faltaba más que una posta para llegar a Blois; pero un contratiempo diabólico vino a sembrar la
alarma en el corazón de Aramis. En aquella posta no había caballos.
El prelado se preguntó por qué infernal maquinación sus enemigos habían conseguido quitarle el medio
de ir más alá, a él que no tenía por Dios al acaso y veía en todo resultado una causa. Pero en el instante en
que iba a dar rienda a su enojo para obtener una explicación o un caballo, se le ocurrió una idea: se acordó
de que el conde de La Fere vivía en las cercanías.
––No viajo ni hago posta entera ––dijo Herblay al maestro de postas. ––Dadme, pues, dos caballos para
ir a visitar a un señor amigo mío que mora no lejos de aquí.
––¿Qué señor? ––preguntó el maestro de postas.
––El señor conde de La Fere.
––¡Ah! ––repuso el maestro descubriéndose con respeto, ––no puedo proporcionaros dos caballos, pues
todos los tiene acaparados el señor duque de Beaufort.
––¿El señor duque de Beaufort? ––repuso Aramis con disgusto.
––Con todo ––continuó el maestro de postas, ––si os place serviros de un carretón, haré enganchar a él
un caballo ciego al que sólo le quedan los remos, y así podréis llegar a casa del señor conde de La Fere.
––Esto vale un Luis ––repuso Herblay.
––No, señor, sino un escudo.
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––Os daré un escudo, pero eso no menoscaba para nada mi derecho a daros un luis por vuestra buena
ocurrencia.
––Está caro ––repuso leno de alegría el maestro de postas.
El maestro de postas encargó a uno de sus mozos de cuadra que condujera los forasteros a La Fere.
Prthos se sentó en la carreta, junto a Aramis, y dijo al oído de éste:
––Comprendo.
––¡Ah! ––replicó Aramis: ––¿y qué comprendéis, mi buen amigo?
––Vamos de parte del rey a hacer una proposición de grande importancia a Athos.
––¡Psé!
––No me digáis nada ––añadió Porthos procurando hacer contrapeso para evitar los tumbos de la carreta,
––no me digáis nada; adivinaré.
––Eso es, adivinad.
A las nueve de la noche y a la claridad de una luna despejada, Porthos y Aramis llegaron a casa de Athos.
Porthos y su compañero se apearon a la puerta del pequeño castillo, que es donde vamos a encontrar de
nuevo a Athos y a Bragelonne, desaparecidos ambos después del descubrimiento de la infidelidad de Luisa.
Si hay una máxima verdadera, es la que reza que los grandes dolores encierran en sí el germen de su consuelo.
En efecto, la dolorosa herida abierta en el corazón de Raúl, acercó a él a su padre y Dios sabe si eran
dulces los consuelos que manaban de los elocuentes labios y del alma generosa de Athos. Sin embargo, no
siempre Raúl comprendía a su padre; y es que para el corazón verdaderamente enamorado, nada reemplaza
el recuerdo y el pensamiento del objeto amado. Entonces decía Raúl a su padre:
––Señor, cuanto me decís es cierto: creo firmemente que no hay quien haya sentido más quebrantado el
corazón que vos; pero vos sois demasiado grande por lo que atañe a la inteligencia, y excesivamente probado
por la desventura, para no ser indulgente con la debilidad del soldado que padece por la primera vez.
Pago un tributo que no volveré a pagar; por lo tanto, toleradme que me abisme cuando pueda en el dolor,
que sumergido en él me olvide de mí mismo y se anegue mi corazón.
––¡Raúl! ¡Raúl!
––Escuchad, señor; nunca me acostumbraré a la idea de que Luisa, la más casta y candorosa de las mujeres
pueda haber engañado de manera tan vil a un hombre tan honrado y tan amante como yo; nunca acertaré
a resolverme a ver aquel rostro apacible y angelical convertido en cara hipócrita y lasciva. ¡Luisa perdida!
¡Luisa infame! ¡Ah!, señor, esto es para mí más doloroso que mi desventura, que su abandono.
Athos entonces echaba mano del remedio heroico; defendía a Luisa contra Raúl, y justificaba su perfidia
con su amor.
––Una mujer que hubiera cedido al rey por el mero hecho de ser rey ––decía Athos, ––merecería el calificativo
de infame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes ambos, han olvidado, el su alcurnia, ela sus juramentos.
El amor todo lo absuelve, Raúl. El rey y Luisa se aman sinceramente.
Dada aquella puñalada, Athos, suspirando, miraba a su hijo como al dolor de la tremenda herida huía a lo
más cerrado del bosque o se refugiaba en su cuarto del que una hora después salía, pálido y trémulo, para
acercarse nuevamente y sonriéndose a athos, a quien besaba la mano como el perro que acaba de ser castigado
acaricia a su amo para rescatar su falta. Raúl sólo daba oídos a su debilidad, y no confesaba más que
su dolor.
Así pasaron los días que siguieron a la escena durante la cual Athos había agitado de manera tan violenta
el indómito orgullo del monarca; escena sobre la cual el conde de La Fere no dijo nunca una palabra a Raúl,
por más que a éste le habría tal vez servido de consuelo la humillación por la que pasó su rival. Y es que
Athos no quería que el amante ofendido olvidara el respeto debido al rey.
Y cuando Bragelonne, enardecido, arrebatado, sombrío, hablaba con menosprecio de la palabra real, de la
fe equívoca que algunos insensatos buscaban en las personas emanadas del trono; cuando Raúl predecía los
tiempos en que los reyes serían más pequeños que los hombres. Athos le decía con su voz serena y persuasiva:
Tenéis razón, hijo mío; sucederá como decís: los reyes perderán su prestigio, como pierden su claridad
las estrellas que han llegado al límite que Dios les señalara. Pero antes que llegue tal momento, ya estaremos
muertos nosotros, Raúl; y no olvidéis lo que voy a deciros: en este mundo fuerza es que todos, hombres,
mujeres y reyes, vivamos en los presentes; sólo para Dios debemos vivir según lo venidero.
He aquí como conversaban Athos y Raúl, paseándose por la larga alameda de tilos del parque, cuando resonó
la campanilla que servía para avisar al conde la hora de la comida o una visita. Maquinalmente y sin
dar importancia el sonido que acababa de vibrar, el conde y su hijo dieron media vuelta, y al llegar al extremo
de la alameda se encontraron en presencia de Porthos y de Herblay.
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EL ÚLTIMO ADIÓS
Raúl lanzó una exclamación de alegría y abrazó con ternura a Porthos, Aramis y Athos se abrazaron como
se abrazan los hombres maduros, y aun para el primero aquel abrazo equivalió a una pregunta, pues dijo
sin tardanza:
––Amigo mío, estamos aquí por poco rato.
––¡Ah! ––exclamó el conde.
––El tiempo de poneros al tanto de mi buena suerte, ––repuso Porthos.
––¡Ah! ––exclamó Raúl.
Athos miró a Aramis, cuyo ademán sombrío le pareció poco en armonía con la buena nueva de que
hablaba Vallón.
––¿Qué buena suerte os ha traído? ––preguntó Raúl sonriéndose.
––El rey me hace duque, ––respondió con misterio el buen Porthos inclinándose hasta el oído del joven
duque vitalicio. Pero los apartes del coloso eran siempre lo bastante sonoros para que todos los oyeran.
Athos lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis, que se apoyó en el brazo de su amigo, y,
después de haber pedido licencia a Porthos para hablar algunos momentos aparte, dijo al conde:
––Mi querido Athos, estoy transido de dolor.
––¡De dolor! ––exclamó el conde; ––¿qué decís, mi querido amigo?
––He aquí en dos palabras lo que pasa: he conspirado contra el rey, la conspiración ha abortado, y a esta
hora es indudable que me buscan.
––¡Os buscan!... ¡una conspiración!... Pero ¿qué estáis diciendo, amigo mío?
––La triste verdad. Estoy perdido.
––Pero Porthos ... ese título de duque... ¿qué significa todo eso?
––Esta es la causa de mi pesadumbre mayor; esta mi herida más profunda. En la creencia de un triunfo
infalible, arrastré a Porthos en mi conjuración, a la que aplicó todas sus fuerzas, sin saber absolutamente
nada, y hoy está comprometido y perdido como yo.
––¡Dios santo! ––exclamó el conde volviéndose hacia Porthos, que le dirigió una sonrisa de cariño.
––Es menester que lo comprendáis todo, ––prosiguió Aramis. ––Escuchadme.
Y Herblay contó la historia que ya conocemos.
––Era una grande idea, ––repuso el conde, ––pero también una falta muy grande...
––De la que estoy castigado, ––exclamó Aramis.
––Por eso no os revelaré por entero mi pensamiento.
––No temáis en manifestármelo.
––Pues bien, lo que habéis hecho vos es un crimen.
––Capital, lo sé; es crimen de lesa majestad.
––¡Pobre Porthos! ––dijo el conde.
––¿Qué queréis que haga? Ya os he dicho que el triunfo era seguro.
––Fouquet es hombre honrado.
––Y yo un necio por haberle juzgado tan mal. ––dijo Aramis –– ¡Oh sabiduría de los hombres! ¡oh muela
inmensa que tritura un mundo, y que a lo mejor es detenida por el grano de arena que cae no se sabe cómo
en sus rodajes!
––¡Decid por un diamante, Herblay. En fin, ya el mal no tiene remedio. ¿Qué pensáis hacer?
––Me llevo conmigo a Porthos, pues el rey nunca querrá creer que nuestro buen amigo ha obrado candorosamente
creyendo que al hacer la que ha hecho servía a su soberano. Pagaría con su cabeza mi falta, y no
lo consiento.
––¿Adónde os le lleváis?
––Primeramente a Belle-Isle, que es un refugio inexpugnable; luego, y en una embarcación que tengo
preparada, nos trasladaremos a Inglaterra, donde estoy bien relacionado.
––¿Vos a Inglaterra?
––O a España, donde todavía tengo más amigos.
––Al desterrar a Porthos, le arruináis, pues el rey confiscará sus bienes.
––Todo está previsto. Una vez en España, arbitraré la manera de reconciliarme con Luis XIV y de hacer
que Porthos entre nuevamente en su gracias.
––Por lo que veo, gozáis de gran valimiento, ––dijo Athos con discreción.
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––Muy grande, y al servicio de mis amigos, amigo Athos, ––dijo Aramis acompañando sus palabras de
un sincero apretón de manos.
––Gracias, ––repuso el conde.
––Y pues parece que viene rodado, perdonad que os diga que también vos y Raúl estáis descontentos a
causa de los agravios que os ha inferido el rey. Imitad nuestro ejemplo. Pasad a BelleIsle, y luego veremos...
Os doy palabra de que dentro de un mes habrá estallado la guerra entre Francia y España a causa de
ese hijo de Luis XIII, que es también infante, y al cual Francia detiene inhumanamente. Ahora bien, como
Luis XIV no querrá que por esta causa se encienda una guerra, os garantizo una transacción cuyo resultado
será la grandeza de Porthos y mía, y un ducado en Francia para vos, que ya sois grande de España. ¿Aceptáis?
––No; prefiero tener algo que echar en cara al rey; es un orgullo natural entre los de mi linaje el aspirar a
la superioridad sobre las estirpes reales. Si yo hiciese lo que me proponéis, quedaría obligado al rey, y
cuanto ganaría en lo material, lo perdería en mi conciencia. Gracias.
––Pues dadme dos cosas: vuestra absolución...
––Si realmente os habíais propuesto vengar al débil y al oprimido contra el opresor, os la doy, Aramis.
––Me basta, ––repuso Herblay sonrojándose. Ahora, dadme vuestros dos mejores caballos para el segundo
relevo, pues so pretexto de un viaje que el señor de Beaufort hace por estos parajes, me los han negado
en el relevo cercano.
––Tendréis mis dos caballos mejores, Aramis, y os recomiendo a Porthos.
––Nada temáis. Dos palabras más; ¿os parece que hago para con él lo que debo?
––Estando, como está hecho el mal sí; porque el rey no lo perdonaría, y luego , por más que él diga,
siempre tenéis un apoyo en el señor Fouquet, que nos os abandonará, ya que no obstante su heroico comportamiento,
también está muy comprometido.
––Decís bien. He ahí por qué en vez de embarcarme inmediatamente, lo que daría a comprender mi temor
y me haría culpable voy a quedarme en territorio francés. Pero Belle-Isle será para mí el territorio que
yo quiera: inglés, español o romano, todo consiste en el pabellón que yo enarbole.
––¿Cómo así?
––Yo soy quien ha fortificado a Belle-Isle, y mientras yo la defienda, no habrá quien ponga la planta en
ella. Además de que, como vos lo habéis dicho hace poco, puedo contar con el señor Fouquet, lo cual quiere
decir que sin el consentimiento del superintendente no atacarán a Belle-Isle.
––Es verdad. Sin embargo, sed prudente. Aramis se sonrió.
––Os recomiendo a Porthos, ––repitió el conde con fría insistencia.
––Nuestro hermano Porthos seguirá mi suerte, ––repuso Aramis en el mismo tono.
Athos se inclinó y estrechó la mano de Aramis; luego se acercó al Porthos y le dio un efusivo abrazo.
––¿Verdad que nací con buena estrella? ––repuso él, embozándose en su amplia capa.
Venid, amigo mío, ––dijo Aramis.
Raúl se había anticipado para dar las órdenes del caso y hacer ensillar los dos caballos.
Ya el grupo se había dividido; ya Athos miraba a sus amigos a punto de partir, cuando algo así como una
niebla pasó por delante de los ojos del conde y le cayó cual losa de plomo sobre el corazón.
––¡Es singular! ––dijo entre sí Athos. ––¿De qué nace ese anhelo de abrazar nuevamente a Porthos?
Precisamente Vallón se había vuelto, y se acercaba con los brazos abiertos a su antiguo amigo.
Aquel último abrazo encerró tanta ternura como en la juventud, como en los tiempos en que el corazón
latía con fuerza, como en los días en que la vida se presentaba color de rosa.
Porthos subió sobre el caballo, mientras Aramis se volvía para echar nuevamente los brazos al cuello de
Athos.
Este vio a sus dos amigos en el camino real alargarse en la sombra con sus blancas capas. Cual dos fantasmas,
los fugitivos se agrandaban a proporción que iban alejándose, y no fue entre la niebla, no en la pendiente
del suelo donde desaparecieron: al final de la perspectiva, Aramis y Porthos pareció como que habían
dado con los pies a sus cuerpos un impulso que les hizo perderse evaporados en las nubes.
Entonces y con el corazón opreso Athos entró otra vez en su casa y dijo a Bragelonne:
––El corazón me dice que no volveré a ver a esos dos hombres. De repente atrajo la atención de padre e
hijo hacia la alameda, un rumor de caballos y de voces.
Algunos porta antorchas a caballo sacudían alegremente sus hachas en los árboles del camino, y de cuando
en cuando volvían el rostro para no alejarse de los jinetes que les seguían.
Aquella luz, aquel ruido, el polvo que levantaban una docena de caballos ricamente enjaezados, hicieron
estupendo contraste en medio de la noche con la desaparición sorda y fúnebre de Porthos y de Aramis.
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Athos entró en su casa; pero apenas hubo llegado a su terraza, cuando pareció que la verja se inflamaba,
todas las antorchas se detuvieron y abrasaron con su claridad el camino.
––¡El señor duque de Beaufort! ––gritó una voz.
Athos al oír aquel grito, se abalanzó a la verja.
BEAUFORT
Ya el duque se había apeado y buscaba algo alrededor.
––Aquí estoy, monseñor, ––dijo Athos.
––¡Hola! Buenas noches, ¿es muy tarde para un amigo, querido conde?
Beaufort, del brazo de Athos entró en casa, seguido de Raúl que iba respetuosa y modestamente entre los
oficiales del príncipe, de los cuales muchos eran amigos suyos.
El príncipe se volvió en el instante en que Raúl, para dejarle solo con Athos cerraba la puerta para pasar
con los oficiales a una sala contigua.
––¿Es ese el mozo de quien he oído tantos elogios de boca del señor príncipe de Condé? ––preguntó
Beaufort.
––Sí, monseñor, ––respondió el conde.
––¡Es todo un soldado! No está de más aquí. Decidle que se quede, conde.
––Raúl, quedaos, ya que monseñor lo consiente, ––dijo Athos.
––¡Caramba! es gallardo y hermoso, ––prosiguió el duque. –– ¿Me lo daréis si os lo pido?
––¿En qué sentido me lo preguntáis, monseñor? ––dijo el conde.
––He venido para despedirme de vos.
––¿Para despediros, monseñor?
––Sí. ¿No imagináis poco ni mucho lo que voy a ser?
––Lo que siempre habéis sido, monseñor; príncipe valiente y caballero cumplido.
––Voy a convertirme en príncipe africano, en caballero beduino. El rey me envía a hacer la guerra a los
árabes.
––¡Qué decís, monseñor!
––¿Verdad que es fenomenal? Yo, el parisiense por excelencia, yo, que he reinado en los barrios y fui
llamado rey de los mercados, paso de la plaza de Maubert a los minaretes de Djidgeli; de frondista me convierto
en aventurero.
––Si vos mismo no me lo dijeseis, monseñor...
––No lo creeríais. Sin embargo, dad crédito a mis palabras, y despidámonos. Esto trae el recobrar el favor.
––¿El favor?
––Sí. ¿Os sonreís? ¡Ah! mi querido conde, ¿sabéis por qué he aceptado?
––Porque Vuestra Alteza antepone la gloria a todo.
––No, conde, andar a mosquetazos con los salvajes no es glorioso. Yo no tomo la gloria por este lado, y
lo más probable es que en vez de gloria encuentre yo otra cosa... Pero quise y quiero, ¿oís bien, señor conde?
que mi vida tenga esta última faz después de haber brillado de tan singular manera durante medio siglo.
Porque no podéis menos de convenir conmigo, en que no deja de ser notable el haber nacido hijo de rey,
haber hecho la guerra a reyes, figurado entre los grandes del siglo, llenado dignamente los deberes de su
jerarquía, trascender a Enrique IV, y ser grande almirante de Francia, para ir a hacerse matar en Djidgeli, en
medio de turcos, sarracenos y moros.
––Rara es vuestra insistencia sobre el particular, monseñor, ––repuso Athos turbado. ––¿Cómo admitir
que una carrera tan brillante como la vuestra vaya a tener por remate un fin tan obscuro?
––¿Acaso os creéis, hombre justo y sencillo, que si por tan ridículo pretexto voy al Africa, no haré por
salir de ella sin menoscabo? ¿Por ventura no haré hablar de mí? Y para que hablen de mí actualmente,
cuando brillan Condé, Turena y otros tantos, ¿qué me queda a mí, almirante de Francia, hijo de Enrique IV,
rey de París, sino hacerme matar? ¡Voto al diablo! yo os juro que hablarán de mí; pese a todo dios me matarán,
si no en Africa, en otra parte.
––Exageráis, monseñor, ––dijo el conde, ––y nunca os habéis mostrado exagerado sino en punto al valor.
––Valor se requiere para irse uno al arrostrar el escorbuto, la disentería, la langosta y las flechas emponzoñadas.
Además, hace tiempo que lo tengo pensado, y cuando me decido, el demonio que me haga desistir.
––Quisisteis salir de Vincennes, monseñor.
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––¡Hombre! ¿por ventura no me ayudasteis vos a salir de allí? A propósito, ¿dónde está Vaugrimaud que
no lo veo por más que miro al todas partes? ¿Sigue bien?
––Vaugrimaud continúa siendo el más respetuoso servidor de Vuestra Alteza, ––respondió Athos sonriéndose.
Traigo para él y por vía de legado cien doblones. Tengo hecho mi testamento, conde, y comprenderéis
que si vieran el nombre de Grimaud en mi testamento...
El duque se echó a reír; luego se volvió hacia Raúl, que desde el comienzo de aquella conversación se
quedó profundamente pensativo y le dijo:
––Joven, me consta que en esta casa hay cierto vino de Vauvray...
Raúl salió apresuradamente para servir al duque; el cual, una vez a solas con el conde, le tomó la mano y
le preguntó, aludiendo a Bragelonne:
––¿Qué pensáis hacer de él?
––Por lo pronto, nada, monseñor.
––Ya, de resultas de la pasión del rey por... La Valiére.
––Esto es, monseñor.
––¿Conque es cierto lo que dicen?... Me baila por la mente que yo he visto en alguna parte a la muchacha
esa, y si mal no recuerdo, no es hermosa.
––No lo es, monseñor. ––¿Sabéis a quién me recuerda? ––No sé, monseñor.
––Me recuerda a una moza no mal parecida, hija de una mujer que vivía en el mercado.
––¡Ah! ––exclamó Athos sonriéndose.
––¡Qué hermosos tiempos aquellos! ––dijo Beaufort. ––Pues sí. La Valiére me recuerda a aquella muchacha.
––¿No tuvo un hijo?
––Paréceme que sí, ––respondió el duque con indolente ingenuidad, con un olvido indecible. ––De manera
que el pobre Raúl... Es hijo vuestro, ¿no es verdad?
––Sí, monseñor.
––De manera que el pobre muchacho se ha visto desbancado por el rey, y de resultas, vos y él ponéis mala
cara al soberano.
––Hacemos más que ponerle mala cara, monseñor; nos hemos separado de él.
––¿Vais a dejar que se pudra ese muchacho? Hacéis mal. Dádmelo al mí.
––Deseo conservarlo a mi lado, monseñor. No tengo más que él en el mundo, y mientras se avenga a permanecer...
––Bien, bien, ––repuso el duque. ––Sin embargo, yo lo hubiera reconciliado sin tardanza con el rey. Es
de la madera de que se hacen los mariscales de Francia, y a más de uno de su fuste, he visto yo empuñar el
bastón de mariscal.
––No digo que no, monseñor; pero como el rey es quien nombra a los mariscales de Francia, Raúl nunca
aceptará cosa alguna de Su Majestad.
En esto entró Bragelonne precediendo al Grimaud, que traía en sus todavía seguras manos una salvilla
con un vaso y una botella del vino predilecto del duque.
Beaufort, al ver a su antiguo protegido, exclamó con alegría:
––Buenas noches, Grimaud, ¿qué tal va esa salud?
Grimaud, tan lleno de satisfacción como su noble interlocutor, hizo una profunda reverencia.
––¡Dos amigos! ––exclamó el duque sacudiendo con robusta mano el hombro del honrado Grimaud, que
hizo una reverencia más profunda que la primera.
––¡Cómo! ¿un sólo vaso, conde? ––repuso Beaufort.
––Sólo beberé con Vuestra Alteza si Vuestra Alteza se digna invitarme a que lo haga, ––contestó con noble
humildad Athos.
––¡Vive Dios! que habéis hecho bien en no haber hecho traer más que un vaso, ––replicó el duque; ––así
beberemos los dos en él como dos hermanos de armas. Vos primero, conde.
––Pues os dignáis hacerme tal favor, hacédmelo por entero, ––dijo Athos apartando con suavidad el vaso.
––Sois un grande amigo, ––repuso Beaufort, que bebió y entregó el vaso de oro a su compañero: ––pero
como todavía tengo sed, quiero honrar a ese garrido mozo que está ahí en pie. ––Y volviéndose hacia Raúl,
añadió: ––La dicha va conmigo, vizconde; mientras bebáis en mi vaso, desead algo, y acabe conmigo la
peste si no veis cumplido vuestro deseo.
El duque tendió el vaso al Bragelonne, que humedeció precipitadamente en el vino los labios y dijo con
igual presteza:
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––Deseo algo, monseñor.
A Raúl le brillaron con fuego sombrío los ojos, se le encendieron las mejillas, y se sonrió de modo que
llenó de espanto al Athos.
––¿Qué deseáis? ––preguntó Beaufort sentándose en el sillón, mientras con una mano entregaba la botella
y una bolsa a Grimaud.
––¿Me prometéis acceder a mi deseo, monseñor?
––Desde luego, pues tal es lo pactado.
––Pues deseo acompañaros a Djidgeli, monseñor. Athos se puso pálido y no pudo ocultar su turbación. –
–Es difícil, muy difícil, mi querido vizconde, ––repuso el duque bajando la voz y después de haber mirado
al su amigo como para ayudarle a parar aquel golpe imprevisto.
––Perdonad, monseñor, he sido indiscreto, ––repuso Bragelonne con voz firme; ––pero como vos mismo
me habéis invitado...
––¿A que me dejarais? ––atajó el conde.
––Señor, ¿cómo podéis creer...?
––¡Qué caramba! ––exclamó el duque. ––el vizconde tiene razón. ¿Qué va a hacer aquí sino morirse de
tristeza?
Raúl se sonrojó; pero el príncipe, enardecido, prosiguió:
––La guerra es destrucción, en ella se gana todo, y sólo se pierde una cosa, la vida, y entonces tanto peor.
––Es decir, la memoria, ––repuso Raúl con viveza, ––es decir, tanto mejor.
Mas al ver que Athos se levantaba y abría la ventana, el joven se arrepintió de las palabras que acababa
de pronunciar.
El acto del conde sin duda escondía una emoción; Raúl se abalanzó a su padre, que ya había devorado su
dolor, pues reapareció en el campo de luz de las bujías con el rostro sereno e impasible.
––¿En qué quedamos? ––preguntó el duque, ––¿se viene o no se viene conmigo? Si se viene le nombro
mi edecán, y os prometo mirarlo como a hijo, conde.
––¡Monseñor! ––exclamó Raúl hincando una rodilla.
––Monseñor, ––repuso Athos asiendo la mano al duque, –– Raúl hará lo que mejor le plazca.
––No, sino lo que os plazca a vos, señor, ––replicó el vizconde.
––Vaya, vaya, ––dijo Beaufort, ––aquí no hay conde ni vizconde que valgan. Me llevo al Bragelonne. La
marina le abre una carrera brillantísima, amigo mío.
Raúl entendió, y recobró su serenidad, y no volvió a proferir palabra.
Al ver lo avanzado de la hora, Beaufort se levantó y dijo apresuradamente:
Tengo prisa; pero a quien me diga que he perdido el tiempo conversando con un amigo, le responderé
que en cambio he hecho una buena adquisición.
––Con perdón, señor duque, ––repuso Bragelonne, ––pero no digáis nada respecto de mí al rey, a quien
no estoy dispuesto a servir.
––¿A quién, pues, vas a servir si no al rey, muchacho? ––objetó el duque. ––Pasaron ya aquellos tiempos
en que podías haber dicho que servías a Beaufort. Hoy, grandes y chicos, servimos al rey; por eso si sirves
en mis naves, no valen subterfugios, mi querido vizconde, a quien servirás será a Su Majestad.
Athos aguardaba con cierta alegría impaciente la manera cómo iba a escaparse de aquel callejón sin salida
el vizconde, enemigo irreconciliable del rey, su rival. El padre creía que el obstáculo ahogaría el deseo y
casi estaba agradecido al Beaufort, cuya ligereza o cuya generosa reflexión acababa de poner otra vez en
duda la partida de un hijo su único gozo. Pero Raúl contestó con voz firme y sosegada:
––Ya yo había resuelto en mi ánimo la objeción que me hacéis, señor duque. Pues me hacéis la gran merced
de llevarme con vos, serviré en vuestras naves, pero en ellas serviré a un amo más poderoso que el rey:
a Dios.
––¡A Dios! ––exclamaron a una Athos y el príncipe. ––¿Como?
––Mi intención es profesar y hacerme caballero de Malta, –– prosiguió Bragelonne, vertiendo una a una
sus palabras, más heladas que las gotas desprendidas de los negros árboles después de las tormentas invernales.
A este último golpe, Athos se tambaleó, el príncipe se sintió conmovido, y Grimaud exhaló un sordo gemido
y dejó caer la botella, que se hizo añicos en la alfombra sin que ninguno de los presentes lo advirtiera.
Beaufort miró de hito en hito al vizconde, y por más que éste tenía los ojos clavados en el suelo, leyó en
sus facciones una resolución inquebrantable.
En cuanto a Athos, conocedor como era del alma tierna e inflexible de su hijo, no contó hacerle desviar
del camino que acababa de trazarse.
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––Conde, ––dijo Beaufort tendiendo la mano a Athos, ––dentro de dos días salgo para Tolón. ¿Os veré
en París para saber vuestra resolución definitiva?
Tendré la honra de ir allá para daros las gracias por todas vuestras bondades.
––No dejéis de llevaros al vizconde, tanto si me acompaña al Africa como no, ––añadió el duque; ––tiene
mi palabra, y no le pido sino la vuestra.
Después de haber derramado un poco de bálsamo en la herida abierta en aquel corazón paternal, el duque
dio un tirón de orejas a Grimaud, que parpadeaba más que de costumbre, y en la terraza se reunió con su
escolta y se alejó.
PREPARATIVOS DE MARCHA
Athos, hombre fuerte por excelencia, no perdió más tiempo en combatir la inmutable resolución de su
hijo; al contrario, empleó los dos días que el duque concedió en hacer preparar cuidadosamente el equipaje
de Raúl por el buen Grimaud, que se aplicó a la tarea con el cariño y la inteligencia que todos sabemos.
El conde mandó a su fiel criado que una vez preparados los equipajes, saliese para País, y para no exponerse
a hacer esperar al duque, o, a lo menos, a que Raúl fuese tachado de reacio si el duque advertía su
ausencia, al día siguiente de la visita de Beaufort emprendió con su hijo el camino de París.
Athos se dirigió a casa de Planchet para saber de D'Artagnan; al llegar a la calle de los Lombardos, se
encontró con que en la tienda del droguero había gran movimiento, pero no originado por la venta o la llegada
de mercancías. Planchet no oficiaba, como de costumbre, entre sacos y barriles. No. Un sirviente, con
la pluma en la oreja, y otro con una libreta en la mano, trazaban cifras y sumas, mientras un tercero contaba
y pesaba.
Tratábase de un inventario.
Athos, que no era comerciante, y veía que despedían a muchos parroquianos, se preguntó si él, que nada
tenía que comprar, sería allí importuno. Así pues, se acercó a uno de los sir vientes y le dijo con toda finura
si podía hablar con el señor Planchet.
––Está dando la última mano a sus maletas, ––respondió el interpelado.
––¡Como! ¿Se va el señor Planchet?
––Sí, señor, dentro de poco.
––Pues hacedme la merced de decirle que el señor conde de La Fere desea hablar con él.
Uno de los empleados, sin duda acostumbrado a oír pronunciar con el mayor respeto el nombre del conde
de La Fere, fue a avisar inmediatamente a Planchet.
Planchet, dejó su ocupación y acudió apresuradamente, diciendo con verdadera alegría:
––¡Ah¡ señor conde, ¿qué buena estrella os trae?
––Mi querido Planchet, ––repuso Athos, ––me trae el deseo de saber de vos... ¡Pero en qué tráfago os encuentro!
Estáis blanco como un molinero ¿Dónde os habéis metido?
––¡Ah! ¡diantre! cuidado, señor conde, cuidado, no os acerquéis a mí hasta que me haya sacudido bien.
––¿Por qué? Harina o polvo no hacen más que blanquear.
––No, no, eso que veis en mis brazos es arcénico.
––¿Arsénico?
––Sí, señor estoy haciendo mis provisiones para los ratones.
––Es verdad, en una tienda como esta los ratones abundan.
––No me ocupé de esta tienda, señor; conde: los ratones se han comido en ella más que me comerán.
––¿Qué queréis decir?
––Podéis haberlo visto, señor conde: hacen mi inventario.
––¿Os retiráis?
––Sí, señor conde, traspaso mi tienda a uno de mis empleados,
––¿Conque ya estáis bastante rico?
––Le he tomado aversión a la ciudad, no sé si porque envejezco, y porque, al envejecer, como me dijo
una vez el señor de D'Artagnan, uno piensa con más frecuencia en la juventud; pero hace algún tiempo que
el campo y la huerta me atraen. Y acompañando de una sonrisa un tanto presuntuosa, añadió: ––En mis
mocedades fui campesino.
––¿Vais a comprar algunas tierras? ––preguntó Athos.
––Una casita en Fontainebleau y unas veinte fanegas en los alrededores de ella.
––Os doy mi enhorabuena. Planchet.
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––Pero estamos muy mal aquí, señor conde; ese maldito polvo os hace toser, y no quiero envenenar al
más cumplido caballero del reino.
––Sí, hablemos aparte, ––dijo Athos: ––en vuestra habitación, por ejemplo, porque tendréis un cuarto
particular...
––Es verdad, señor conde.
––¿Arriba tal vez? ––repuso Athos fingiendo subir al ver turbado a Planchet.
––Es que... ––objetó el droguero vacilando.
Athos interpretó mal la vacilación de Planchet, y atribuyéndola al temor de éste de ofrecer una hospitalidad
poco digna al huésped, prosiguió adelante, diciendo:
––No importa, ya sabemos que la habitación de un tendero, en este barrio, no puede ser un palacio. Vaya,
subamos.
Raúl precedió a su padre y entró, pero al mismo punto resonaron dos exclamaciones, y aun podemos decir
tres, y una de ellas más aguda que las demás, como lanzada por una mujer. La otra exclamación, de sorpresa,
salió de boca de Raúl, que, no bien la hubo proferido, cerró la puerta. La tercera fue de espanto, y la
exhaló Planchet, pues dio un paso para descender de nuevo.
––¿La señora?... ––repuso Athos. ––Perdonad, mi amigo, ignoraba que aquí arriba tuvieseis...
––Es Truchen ––añadió Planchet un poco sonrojado.
––Quienquiera que sea, mi buen Planchet, perdonad nuestra indiscreción.
––No, no, ahora ya podéis subir, señores.
––¿Para qué? ––repuso Athos.
––La señora ya está avisada, y habrá tenido tiempo...
––No Planchet. Adiós.
––No me deis el disgusto de quedaron en la escalera, señores, ni de salir de mi casa sin haberos sentado.
––De haber sabido nosotros que ahí arriba había una dama, –– dijo Athos con su habitual serenidad ––os
habríamos pedido permiso para saludarla.
Planchet quedó tan cortado por aquella exquisita impertinencia, que forzó el paso y abrió por sí mismo la
puerta para hacer entrar al conde y a su hijo. Truchen, ya completamente vestida con traje de tendera rica y
coqueta, y mirando con sus ojos alemanes con mezcla de francés a los recién llegados, hizo a cada uno de
éstos una reverencia y se bajó a la tienda, aunque no sin antes haber pegado el oído a la puerta para saber
qué dirían de ella a Planchet los hidalgos visitadores; pero como Athos se lo figuró, no dijo una palabra
respecto del particular. En cambio no tuvo otro remedio que escuchar a Planchet, que le contó sus idilios de
felicidad, traducidos en un lenguaje más casto que el de Lòngo, y acabó diciendo que Truchen había hecho
el encanto de su edad madura, y traído la bendición a sus negocios, como Ruth a Booz.
––Sólo os faltan herederos de vuestra prosperidad, ––repuso Athos.
––Si tuviese uno, no le tocarían menos de trescientas mil libras, ––replicó Planchet.
––Pues es menester que lo tengáis, ––dijo sosegadamente Athos, ––para que no se pierda vuestra fortunita.
La palabra “fortunita” puso a Planchet en su fila, como en otro tiempo la voz del sargento cuando aquél
era piquero del regimiento del Piamonte, donde lo colocó Rochefort.
Athos comprendió que el droguero se casaría con Truchen, y que formaría un árbol genealógico. Y esto
le pareció tanto más evidente, cuando supo que el sirviente a quien Planchet vendía su tienda era primo de
Truchen, encarnado como un alelí, de encrespados cabellos y cargado de hombros.
El conde de La Fere sabía cuánto puede y debe saberse sobre la suerte de un droguero. Porque la verdad
es que Athos comprendió, y dijo sin transición:
––¿Dónde está el señor de D'Artagnan, que no le han encontrado en el Louvre?
––Ha desaparecido, señor conde.
––¡Desaparecido! ––exclamó Athos con sorpresa.
––Ya sabemos lo que esto significa, señor conde.
––No yo.
––Cuando el señor de D'Artagnan desaparece, es siempre por alguna comisión o algún negocio.
––¿Os ha dicho algo?
––Nunca me dice nada.
––Sin embargo, tiempo atrás supisteis su viaje a Inglaterra.
––A causa de la especulación, ––replicó atolondradamente Planchet.
––¿Qué especulación?
––Quiero decir... ––protestó Planchet.
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––Bien, bien, vuestros asuntos, así como los de vuestro amigo, nada tienen que ver; sólo me ha llevado a
interrogaros el interés que el señor de D'Artagnan nos inspira. Ahora bien, como el capitán de mosqueteros
no está aquí, y no podéis decirnos dónde está, nos vamos. Hasta la vista Planchet:
––Señor conde. ––dijo el droguero, ––querría poder deciros...
––De ningún modo, no soy yo quien recrimine la discreción a un servidor.
Esta palabra “servidor hirió al semi––millonario Planchet; pero el respeto y su natural bondad se sobrepusieron
al orgullo.
––No es indiscreto deciros que el señor de D'Artagnan estuvo aquí el otro día, ––repuso el droguero, ––y
que pasó largas horas consultando un mapa.
––Tenéis razón, amigo mío; no digáis más.
––Y como prueba aquí está el mapa, ––añadió Planchet.
Y presentó, en efecto, al conde de La Fere, un mapa de Francia, en el cual la mirada experta de aquél
descubrió un itinerario punteado con pequeños alfileres.
Athos siguió con la mirada los alfileres y los agujeros, y vio que D'Artagnan debía haber tomado la dirección
del Mediodía, hacia el Mediterráneo, del lado de Tolón, hasta las inmediaciones de Cannes.
El conde se devanaba los sesos para adivinar qué iba: a hacer D'Artagnan en Cannes, y qué motivos podía
tener para ir a observar las márgenes del Var; pero nada sacó en claro.
––No importa, ––dijo Raúl, ––que tampoco atinó en el porqué del viaje del mosquetero, y dirigiéndose a
su padre, que silenciosamente y con el dedo le hacía comprender la marcha de D'Artagnan; ––no importa,
se puede confesar que hay una providencia siempre ocupada en acercar nuestro destino al del señor de
D'Artagnan. El va hacia Cannes y vos, señor, me acompañáis, a lo menos, hasta Tolón. Estad seguro de que
más fácilmente lo encontraremos en nuestro camino que en este mapa.
Despidiéndose de Planchet, que estaba reprendiendo a sus dependientes, y con ellos al primo de Truchen,
su sucesor, los dos hidalgos salieron para encaminarse a casa del duque de Beaufort, y a la puerta de la droguería
vieron un coche, depositario futuro de los encantos de Truchen y de las talegas del droguero. EL
INVENTARIO DE M. DE BEAUFORT
No le faltaba más a Athos que visitar al duque de Beaufort y ponerse de acuerdo con él para la partida.
El duque estaba espléndidamente instalado en París; tenía el soberbio boato de las colosales fortunas que
algunos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempo de las liberalidades de Enrique III. En aquel
reinado hubo señores que verdaderamente estaban más ricos que el monarca, y sabiendo ellos esto, usaban
de sus riquezas, y se daban el gusto de humillar un poco a su real majestad.
Aquella fue la egoísta aristocracia a la cual Richelieu obligó a contribuir con su sangre, su bolsa y sus reverencias
a lo que desde entonces se llamó “el servicio del rey”.
Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían vuelto a levantar
la cabeza! Pero también ¡cuántas la doblaron para no volver a levantarla jamás, desde Richelieu a Luis
XIV! Pero Beaufort había nacido príncipe, y de una sangre que no derrama en los patíbulos, si no es por
sentencia de los pueblos.
Este príncipe conservó, pues, su modo de vivir con esplendidez. ¿Cómo pagaba sus caballos, sus criados
y su mesa? Nadie lo sabía, y él menos que los demás. Pero en aquel tiempo los hijos del rey gozaban de un
privilegio, y es que persona alguna se negaba a convertirse en acreedor de ellos, ya por respeto, ya por devoción,
o bien porque esperaban cobrar algún día.
Athos y Raúl encontraron la casa del príncipe revuelta como la de Planchet.
También el duque hacía inventario, es decir que distribuía a sus amigos, a sus acreedores, todo cuanto de
valor había en su casa.
Para encontrar la entonces enorme cantidad de dos millones, que el duque juzgó necesario reunir para encaminarse
al Africa, distribuía a sus antiguos acreedores valijas, armas, joyas y mue bles, lo cual era más
magnífico que vender, y le reportaba el doble.
En efecto, ¿qué hombre a quien uno debe diez mil libras se niega a llevarse un regalo de seis mil, que tiene
el mérito de haber pertenecido al descendiente de Enrique IV, y después de haberse llevado el regalo, no
da otras diez mil libras a tan generoso señor?
Y así fue. El duque levantó la casa; la cual no necesita un almirante si la tiene a bordo. Además, se deshizo
de sus armas superfluas, pues iba a vivir entre cañones, y de sus joyas, que la mar podía devorar; pero
en cambio tenía en sus cofres tres o cuatrocientos mil escudos.
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Y en todas partes, en la casa, había personas que creían robar a mansalva. El lo daba todo. La fábula
oriental en que un árabe saqueando un palacio se apoderó de una olla en cuyo fondo había un saco de oro, y
a quien todos dejaron pasar sin inconveniente, era una verdad en casa del duque. Todos estaban contentos
con llevarse algo.
Beaufort acabó por dar sus caballos y vació sus graneros. Además, se creía que si el duque hacía aquello
era porque esperaba hallar mayor fortuna entre los árabe.
He aquí la situación, de la que se dio cuenta al instante con su mirada investigadora el conde de La Fere.
Este encontró al almirante de Francia un poco aturdido, pues acababa de levantarse de una mesa de cincuenta
cubiertos donde se bebió en abundancia a la prosperidad de la expedición, y al llegar a los postres,
se abandonaron los restos a los criados y los platos vacíos a los curiosos.
Beaufort se había embriagado a una con su ruina y con su popularidad.
––He aquí mi edecán, ––exclamó el duque al ver a Athos y a Raúl. ––Por aquí, conde; por aquí, vizconde.
Athos buscó un paso al través de los montones de ropa blanca y de vajilla que cubrían el suelo.
––He aquí vuestra comisión, ––dijo el príncipe a Raúl. Yo la había preparado contando con vos. Id por
delante hasta Antibes. ¿Conocéis el mar?
––Sí, monseñor, he viajado con el príncipe de Condé.
––Bueno. Haced que todas las garrabas estén dispuestas para escoltarme y conducir mis provisiones. Urge
que el ejército pueda embarcarse, a más tardar, dentro de quince días.
––Así se hará, monseñor.
––Esta orden os confiere el derecho de visita y de requisa en todas las islas cercanas a la costa. En ellas
haréis las levas y las requisas que en mi nombre os plazca hacer.
––Está bien, señor duque.
––Y como sois activo y trabajáis mucho, necesitáis mucho dinero.
––Yo creo que no, monseñor.
––Pues yo espero lo contrario. Mi mayordomo ha extendido unas libranzas de a mil libras cada una, pagaderas
en las ciudades del Mediodía. Veros con él y os dará cien.
––Conservad vuestro dinero, ––repuso Athos interrumpiendo al príncipe ––para hacer la guerra a los árabes,
tanto se necesita del oro como del plomo.
––Pues yo quiero ensayar lo puesto ––replicó el duque, ––además de que ya conocéis mi modo de pensar
respecto de la expresión: mucho ruido, mucho fuego, y si es menester, desapareceré entre el humo. A vos
os retengo, mi querido conde.
––No, monseñor, me voy con Raúl; la comisión que le habéis encargado es difícil y penosa, y por sí solo
le costaría demasiado trabajo llenarla. Vos no notáis, monseñor. en que acabáis de conferirle un mando de
primer orden.
––¡Bah!
––¡Y en la marina!
––Es verdad; pero un hombre como él hace cuanto se propone. ––Monseñor, en ningún otro hombre
hallaréis más celo, más inteligencia y más valentía que en Raúl; pero si no pudiese efectuarse el embargo
del ejército en el día que tenéis dispuesto, nadie más que vos tendría la culpa de semejante contratiempo. ––
¡Toma! ¿pues no me está riñendo mi amigo?
––Monseñor, para avituallar una escuadra, para concentrar una cuadrilla, para reclutar a los marineros, un
almirante necesitaría tres meses, y Raúl es capitán de caballería, y no le concedéis más que dos semanas.
––Pues yo os digo que él lo hará. También lo creo yo; pero le ayudaré.
––Ya he contado con vos, y aún espero que, una vez en Tolón, no le dejaréis partir solo.
––¡Ah! ––exclamó Athos moviendo la cabeza.
––¡Paciencia! ¡Paciencia!
––Con vuestra licencia, monseñor.
––¿Os vais? Guárdeos Dios y la suerte os ayude.
––Adiós, monseñor, y que también os sea propicia la fortuna.
––Bien, empieza la expedición, ––dijo Athos a su hijo. ––No hay víveres, ni reservas, ni flotilla de carga.
¿Qué van a hacer?
––Si todos hacen lo que yo, ––repuso Raúl, ––no faltarán las vituallas.
LA FUENTE DE PLATA
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El viaje fue agradable. Athos y su hijo atravesaron toda Francia a razón de quince leguas por día. Emplearon
quince días en llegar a Tolón y perdieron las huellas de D'Artagnan en Antibes.
Hay que creer que el capitán de mosqueteros quiso guardar el incógnito en aquellos parajes; porque de
los informes que tomó Athos, obtuvo la seguridad de que habían visto al jinete que él describió, cambiar
caballos por un coche cuidadosamente cerrado que tomó hacia Aviñón.
Raúl sintió mucho no encontrar a D'Artagnan; y es que a su tierno corazón le faltaba la despedida y el
consuelo de aquel corazón de acero.
Athos sabía por experiencia que D'Artagnan se volvía impenetrable cuando estaba metido en un negocio
serio, ya por cuenta propia o en servicio del rey, y aun temía ofender a su amigo o perjudicarlo, tomando
demasiados informes. Sin embargo, cuando Raúl empezó su labor de clasificación para la flotilla, y concentró
las gabarras y alijadores para enviarlos a Tolón, uno de los pescadores dijo al conde que su barca
estaba en reparación después de un viaje hecho por cuenta de un hidalgo a quien apremiaba mucho embarcarse.
Imaginándose Athos que aquel hombre mentía para quedar libre y ganar más dinero pescando, una vez
sus compañeros hubiesen partido, insistió para conseguir pormenores.
El pescador dijo entonces que unos seis días antes, y durante una noche, un hombre le había flotado su
barca para trasladarse a la isla de San Honorato. Cerróse el trato, pero el hidalgo llegó con una gran caja de
coche, a la que se empeñó en embarcar, pese a las dificultades que presentaba tal operación. El pescador
quiso desdecirse, y amenazó, y en pago recibió una paliza furiosamente descargada por el hidalgo. El pescador
acudió, refunfuñando, al síndico de sus cofrades de Antibes, los cuales administran justicia entre sí y
se protegen; pero el hidalgo exhibió cierto papel, al ver el cual el síndico, haciendo una reverencia hasta el
suelo, conjuró al pescador a obedecer y le echó un sermón por haberse mostrado recalcitrante.
––Entonces, ––prosiguió el pescador, ––no tuve más remedio que partir con el cargamento.
––Bueno, ––replicó Athos, ––pero hasta aquí nada justifica lo que habéis dicho respecto del estado de
vuestra embarcación. ––A eso voy, señor. Puse la proa a la isla de San Honorato, obedeciendo a la orden
del hidalgo; pero cambiando éste de parecer, se empeñó en que no podríamos pasar por el sud de la abadía.
––¿Por qué no?
––Porque frente a la torre cuadrada de los Benedictinos, hacia la punta del sur, está el banco de los
“Monjes”, a flor de agua y bajo ella, paso peligroso, pero que yo lo he salvado mil veces. El hidalgo me
pidió que lo desembarcara en Santa Margarita.
––¿Y qué?
––¿Y qué, señor? ––exclamó el pescador con dejo provenzal. –– ¿Somos o no somos marinos? ¿Conocemos
el paso o sólo servimos para meternos en agua dulce? Yo me abstiné en pasar, y el hidalgo ¿qué
hizo? Me echó las manos al cuello y me dijo que iba a estrangularme. Entonces mi segundo y yo empuñamos
sendas hachas para vengarnos de la afrenta de la noche, pero el hidalgo tiró de su espada y la esgrimió
tan aprisa, que el demonio que lo acercara a él. Yo iba a lanzarle el hacha en la cabeza, lo cual estaba en mi
derecho, ¿verdad, señor?, porque un marino a bordo es rey, como un ciudadano lo es en su casa; como he
dicho, iba yo a lanzarle mi hacha a la cabeza, cuando prontamente y creedme si queréis, aquella caja de
carroza se abrió no sé cómo, y de ella salió una especie de fantasma, cubierta con un casco negro y una
máscara negra; algo que metía espanto y nos amenazaba con el puño.
––¿Quién era? ––preguntó Athos.
––El demonio, señor, porque el hidalgo, al verlo, dijo con gran alegría: “Gracias monseñor.”
––¡Es singular! ––exclamó el conde mirando a Raúl.
––¿Qué hicisteis vos entonces? ––preguntó Bragelonne al pescador.
––Ya comprenderéis, señor, que dos hombres como nosotros, éramos pocos contra dos hidalgos; pero
¡contra el diablo! ¡digo! Mi compañero y yo nos consultamos; pero, como si lo hubiéramos hecho, nos
echamos de cabeza al agua, a siete u ochocientos pies de la costa.
––¿Y entonces?
––Entonces, señor, como soplaba el viento fresco del suroeste, la barca siguió avanzando y fue a parar a
la playa de Santa margarita.
––Pero ¿y los viajeros?
––¡Bah! no os inquietéis. Y la prueba de que el uno era el demonio y protegía al otro, está en que cuando
llegamos a nado adonde la barca, en vez de encontrar aquellos dos hombres desmenuzados por el choque,
no encontramos nada, ni siquiera la carroza.
––¡Es extraño! ¡Es extraño! ––repitió el conde. ––¿Y qué hicisteis luego, amigo mío?
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––¿Qué hice? Me quejé al gobernador de Santa margarita, que se llevó el dedo a la boca y me dijo que
como yo fuese otra vez a él con semejantes cuentos, me haría azotar.
––¿El gobernador?
––Sí, señor; y mi barca hecha astillas, pues dejó toda la proa en el cabo de Santa Margarita, y el carpintero
me pide ciento veinte libras para reparar la avería.
––Bueno, ––repuso Bragelonne, ––quedáis eximido de servicio. Podéis marcharos.
––¿Vamos a Santa Margarita, Raúl? ––preguntó luego Athos. ––Sí, señor; porque hay que poner algo en
claro, y de seguro el hidalgo es D'Artagnan; en su modo de obrar le conozco.
Aquel mismo día, Athos y su hijo partieron para Santa Margacita a bordo de un quechemarín que por orden
de ellos vino de Tolón.
La impresión que sintieron al desembarcar fue muy agradable. La isla estaba llena de flores y frutas. Los
naranjos y los granados doblaban sus ramas bajo el peso de los frutos; y toda la parte cultivada servía de
jardín al gobernador.
La isla estaba deshabitada. Tenía una ensenada donde podían refugiarse pequeñas embarcaciones, y donde
iban los contrabandistas a depositar sus mercancías, lo que el gobernador les permitía, con tal que no
azasen, ni tocasen las plantas.
Así es que la guarnición de la isla sólo se componía de ocho hombres que guardaban una fortaleza con
doce cañones enmohecidos. La fortaleza tenía un profundo foso y tres torrecillas unidas entre sí por terraplenes.
Cuando Athos y Raúl llegaron a la isla de Santa Margarita, era el mediodía. Siguieron la tapia del vergel,
bajo un sol abrasador. Todo era calma y silencio, todo dormía pesadamente; como el mar tranquilo, las
hojas de los árboles inclinadas e inmóviles, sostenían una quietud sofocante, y hasta los insectos dormían
en sus cuevas.
Los viajeros no encontraron a nadie que pudiera conducirles ante el gobernador. Sólo Athos vio cruzar un
soldado por los terraplenes, llevando una cesta, y volviendo sin ella.
De pronto Athos oyó que le llamaban, y al levantar la cabeza vio en el vano de una ventana enrejada, algo
blanco, como una mano que se movía, un no sé qué deslumbrador, como un arma herida por los rayos
del sol, y antes que pudiese enterarme, llamó su atención desde la torre al suelo una ráfaga luminosa y un
golpe seco en el foso. El objeto que produjo la ráfaga luminosa y el golpe, era una fuente de plata, que rodó
hasta la candente arena, adonde fue Raúl a recogerla.
La mano que lanzó la fuente de plata hizo una seña a los dos hidalgos y desapareció. Entonces Raúl y
Athos miraron con atención la fuente cubierta de polvo, y en el fondo de ella descubrieron unos caracteres
trazados con la punta de un cuchillo y que decían: “Soy hermano del rey de Francia. Preso hoy, mañana
estaré loco. Caballeros franceses y cristianos, rogad a Dios por el alma y la razón del hijo de vuestros señores.”
A Athos se le cayó de las manos la fuente, mientras Raúl se esforzaba en descifrar el sentido misterioso
de aquellas lúgubres palabras.
En aquel mismo instante y de lo alto de la torre partió un grito. Raúl, veloz como el rayo, bajó la cabeza y
obligó a su padre a que hiciese lo mismo. En la cresta de la muralla acababa de relucir el cañón de un mosquete,
del cual partió una blanca humareda, y a seis pulgadas de los hidalgos vino a aplastarse una bala
contra una piedra. Tras el primer mosquete apareció otro que también apuntó.
––¡Voto al diablo! ––gritó Athos. ––¿Se asesina a la gente aquí? ¡Bajad, cobardes!
––¡Bajad! ––repitió Bragelonne amenazando con el puño a los del castillo.
El que iba a disparar el segundo mosquetazo, respondió a las voces del conde y Raúl con otras de sorpresa,
y como su compañero se disponía a continuar el ataque y tomó el mosquete cargado, el que acababa de
gritar levantó el arma, y el tiro fue al aire.
Athos y Raúl, al ver que los que les atacaron desaparecían de la plataforma, creyeron que bajaban para
atacarles de frente, y aguardaron a pie firme.
Apenas transcurridos cinco minutos, sonó un tambor llamando a los ocho soldados de la guarnición, que
se vinieron al otro lado del foso con mosquetes, al mando de un oficial en quien Raúl conoció al que había
disparado el primer mosquetazo. Aquel oficial ordenó a sus soldados que preparasen las armas.
––¡Nos van a fusilar! ––exclamó Bragelonne. ––A lo menos desenvainemos y saltemos al foso, y mucho
será que cada uno de nosotros no matemos a uno cuando hayan descargado.
Ya Raúl, añadiendo la acción al dicho, iba a saltar, seguido de Athos, cuando a sus espaldas resonó una
voz conocida que llamó:
––¡Athos! ¡Raúl!
––¡D'Artagnan! ––respondieron los dos hidalgos.
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––¡Mil rayos! ¡Abajo las armas! ––gritó el capitán a los soldados. ––Ya estaba y seguro de lo que decía.
Los soldados bajaron sus mosquetes.
––Pero, ––preguntó Athos, ––¿sin avisar nos fusilan?
––Era yo quien iba a fusilaros, ––replicó D'Artagnan, ––y si el gobernador no he hecho blanco, lo hubiera
hecho yo, amigos míos. Es una suerte que yo haya tomado la costumbre de apuntar con toda clama, en
vez de hacerlo instintivamente. Al apuntaros me ha parecido conoceros, y ¡qué dicha, amigos míos!
––¡Cómo! ––exclamó el conde, ––¿el que ha disparado contra nosotros es el gobernador de la fortaleza?
––En persona.
––¿Por qué ha disparado? ¿Qué le hemos hecho?
––¡Voto al diablo! Habéis recogido lo que os ha tirado el preso.
––Es verdad.
––El preso ha escrito algo en la fuente, ¿no es cierto?
––Sí.
––Me lo temí. ––repuso D'Artagnan dando muestras de la mayor inquietud y apoderándose de la fuente
para leer lo que en ella había escrito; y, palideciendo lanzó una exclamación de angustia y añadió: ––
¡Silencio! Aquí está el gobernador.
––¿Qué va a hacernos? ––repuso Bragelonne.
––Callaos, por Dios, ––dijo D'Artagnan. ––Si sospechan que sabéis leer, habéis comprendido, por más
que yo os quiera con toda mi alma y me haga matar por vosotros...
––¿Qué? ––preguntaron a una Athos y Raúl.
––No os salvaré de un encierro perpetuo por mucho que logre salvaros de la muerte. Repito, pues, ¡silencio!
El gobernador atravesó el foso por medio de un puentecillo de tablas, y preguntó a D'Artagnan:
––¿Qué os detiene?
––Sois españoles y no comprendéis pizca de francés, ––dijo el gascón en voz baja a sus amigos. Y volviéndose
hacia el gobernador, añadió en voz alta: ––¿No os lo dije? Estos caballeros son dos capitanes españoles
a quienes conocí en Ipres el año pasado... No entienden el francés.
––¡Ah! ––repuso con atención el gobernador e intentando leer los caracteres de la fuente de plata. Y al
ver que D'Artagnan se la quitaba para borrarlos con la punto de su espada, exclamó: –– ¿Qué hacéis?
¿Conque yo no puedo leer?...
––Es un secreto de Estado, ––dijo el mosquetero; ––y como sabéis que por orden del rey está condenado
a muerte el que lo sepa, no hallo reparo en que leáis lo que dice la bandeja, pero inmediatamente después os
hago fusilar.
Mientras D'Artagnan profería, entre formal e irónico, aquel apóstrofe, Athos y Raúl guardaban el más
impasible silencio.
––Es imposible que esos caballeros no comprendan a lo menos algunas palabras ––repuso el gobernador.
––¡Bah! Aunque comprendiesen lo que uno habla, no leerían ningún escrito, ni siquiera en castellano. Un
noble español no debe saber leer.
––Invitad a esos caballeros a que vengan al fuerte, ––dijo el gobernador, que si bien tuvo que contentarse
con las explicaciones del gascón, era tenaz.
––Muy bien; yo mismo iba a proponéroslo, ––replicó D'Artagnan.
Lo cierto es que el capitán de mosqueteros hubiera querido ver a sus amigos a cien leguas de distancia.
Así, pues, se volvió hacia los dos hidalgos, y en castellano les invitó al entrar en la fortaleza.
PRISIONERO Y CARCELEROS
Una vez en el fuerte, y mientras el gobernador hacía algunos preparativos para recibir a sus huéspedes:
––Vamos, ––dijo Athos, ––explicaos ahora que estamos solos.
––Es muy sencillo, ––respondió el mosquetero. ––He conducido aquí un preso a quien por orden del rey
nadie puede ver. Al llegar vosotros, el preso os ha arrojado algo al través de los barrotes de su ventana, algo
que yo he visto caer mientras estaba comiendo con el gobernador, y que Raúl ha recogido. Y como no necesito
mucho tiempo para comprender, he comprendido que estabais en inteligencia con el preso. Entonces...
––Habéis ordenado que nos fusilaran, ––interrumpió Athos.
––Lo confieso; pero si he sido yo quien primero he empuñado un mosquete, por fortuna he sido el último
en apuntaros.
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––Si me hubierais matado, hubiera tenido el honor de morir por la casa real de Francia; y es honra insigne
morir por vuestra mano, siendo, como sois, su más leal y noble defensor.
––¿Qué diablos estáis diciendo de la casa real? ––repuso D'Artagnan. ––¡Qué! un hombre como vos, discreto
y avisado, ¿da crédito al las locuras que escribe un insensato?
––Sí.
––Y con mayor razón, mi querido caballero, ––dijo Raúl, –– cuando tenéis orden de matar a quien las
crea.
––Porque cuanto más absurda es una calumnia, ––replicó el gascón, ––más probabilidades tiene de popularizarse.
––No. D'Artagnan, ––repuso en voz baja Athos, ––sino porque el rey no quiere que el secreto de su familia
transpire entre el pueblo y cubra de infamia a los verdugos del hijo de Luis XIII.
––No digáis esas niñerías, Athos, o de lo contrario dejo de teneros por sensato. Por otra parte, ¿cómo podría
Luis XIII tener un hijo en la isla de Santa Margarita?
––Un hijo a quien habéis conducido vos aquí, enmascarado, en la barca de un pescador, ––dijo el conde
de La Fere.
––¿Y de dónde habéis sacado vos que una barca de pescador?... ––repuso D'Artagnan algo cortado.
––Una barca que os ha traído aquí junto con la carroza que encerraba al preso, a quien vos llamáis monseñor.
Ya veis que lo sé.
––Aunque esto fuese verdad, ––replicó el mosquetero, royéndose el bigote; ––aunque fuese verdad que
yo hubiese conducido aquí en una barca y con una carroza a un preso enmascarado, nada prueba que el
preso sea un príncipe... de la casa real de Francia.
––Eso preguntádselo a Aramis, ––contestó con frialdad el conde.
––¿A Aramis? ––exclamó con turbación el mosquetero. ––¿Habéis visto a Aramis?
––Si, después del contratiempo que sufrió en Vaux. He visto al Aramis fugitivo, perseguido, perdido, y
por él he sabido lo bastante para creer en lo que aquel desventurado ha grabado en la fuente de plata.
––He aquí cómo Dios se burla de lo que los hombres llaman sabiduría, ––repuso D'Artagnan con abatimiento.
––¡Buen secreto el que ya conocen catorce o quince personas! Athos ¡maldito sea el azar que os ha
puesto frente a mí en este asunto! porque ahora...
––¿Queréis decir que vuestro secreto se ha divulgado porque yo lo sé? ––dijo Athos con severa dulzura.
––¡Ay! otros más pesados he guardado en mi vida, y si no, recorred vuestra memoria.
––Pero nunca tan peligrosos, ––replicó D'Artagnan con tristeza. ––Sospecho que cuantos estén en este
secreto morirán mal. ––Cúmplase la voluntad de Dios, D'Àrtagnan. Pero aquí está el gobernador.
D'Artagnan y sus amigos se identificaron otra vez con los papeles que les tocaba desempeñar.
Aquel gobernador, suspicaz y duro, y muy obsequioso con D'Artagnan, se limitó a poner buena cara a sus
huéspedes y a observarlos atentamente. Athos y Raúl notaron que el gobernador buscaba con frecuencia y
repentinamente ponerles en un aprieto, o sorprenderlos; pero ninguno de los dos se desconcertó; dando así
visos de verosimilitud, si no de verdad completa, a lo que dijera el mosquetero.
Acabada la comida, el gobernador se preparó para dormir la siesta.
––¿Cómo se llama ese hombre? tiene muy mal aspecto ––dijo Athos en castellano a D'Artagnan.
––Saint-Mars, ––respondió el mosquetero.
––¿Conque va a ser el carcelero del joven príncipe?
––¿Acaso lo sé yo? ¿Quién sabe si voy a pasar toda mi vida en esta isla?
––¿Quién? ¿vos? ¡Cá!
––Amigo mío, me encuentro en la situación de quien se halla un tesoro en medio del desierto. Quiere llevárselo,
y no puede; quiere dejarlo, y no se atreve. El rey no me llamará, temiendo de que otro no vigile tan
bien como yo, y al mismo tiempo me echará de menos sabiendo, como sabe, que, de cerca, nadie le servirá
como yo. Por lo demás, sucederá lo que Dios quiera.
––Por lo mismo que no sabéis nada fijo, ––replicó Bragelonne, ––vuestro estado es transitorio y os volveréis
a París.
––Preguntad a esos señores qué vienen a hacer en Santa Margarita, ––interrumpió Sain––Mars.
––Sabedores de que había un convento de benedictinos en San Honorato, digno de ser visitado, y
abundante caza en Santa Margarita, se han decidido a venir.
––Estoy a su disposición como a la vuestra, ––dijo Saint-Mars.
––Gracias, ––repuso el gascón.
––Y ¿cuándo parten? ––prosiguió el gobernador.
––Mañana, ––respondió D'Artagnan.
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Saint-Mars fue a hacer su ronda, y dejó al mosquetero solo con los supuestos españoles.
––Ved una vida y una sociedad que me fastidian, ––exclamó D'Artagnan. ––Mando a ese hombre, y no
puedo soportarle, ¡voto a mil rayos!... ¿Os gustaría matar conejos? El paseo resultará grato y poco fatigoso.
La isla sólo tiene legua y media de longitud por media de anchura. Es un verdadero parque. Divirtámonos.
––Vayamos adonde queráis, D'Artagnan, no para divertirnos, sino para conversar con toda libertad.
El gascón hizo seña a un soldado, que comprendió, trajo escopetas para los tres hidalgos, y se volvió al
fuerte.
Ahora, ––dijo el mosquetero, ––respondedme a la pregunta que ha poco me ha hecho el maldito Saint-
Mars: ¿Qué habéis venido a hacer aquí?
––Hemos venido para despedirnos de vos.
––¡Despediros de mí! ¡Cómo! ¿parte Raúl?
––Sí.
––Apuesto que con el señor de Beaufort.
––Lo habéis adivinado, como siempre, amigo mío.
––La costumbre...
Mientras los dos amigos daban comienzo a su conversación, Raúl, con la cabeza pesada y el corazón
henchido, se sentó en una musgosa peña, con la escopeta sobre las rodillas, y ora mirando la mar, ora el
cielo, escuchando la voz de su alma, dejaba que poco a poco fuesen alejándose de él los cazadores.
––Raúl estás siempre triste, ¿no es verdad? ––preguntó D'Artagnan a Athos al notar la ausencia de Bragelonne.
––De muerte, ––respondió Athos.
––Creo que exageráis. Raúl es de buen temple. Los corazones nobles como el suyo, tienen una segunda
envoltura como una coraza. La primera sangra, la segunda resiste.
––No, ––repuso Athos, ––Raúl morirá de esta.
––¡Voto al diablo! ––exclamó D'Artagnan poniéndose sombrío. Después preguntó:
––¿Por qué le dejáis partir?
––Porque así lo quiere él.
––¿Y por qué no lo acompañáis?
––Porque no quiero verle morir. D'Artagnan miró en la cara al conde.
––Vos sabéis que pocas cosas me han dado miedo en mi vida, ––repuso Athos apoyando el brazo en el de
su amigo. ––Pues bien, tengo un miedo incesante, insuperable; temo llegar al día en que sostendré entre mis
brazos el cadáver de ese pobre muchacho.
––¡Oh! ––exclamó D'Artagnan. ––¡Cómo! ¡venís a poneros en presencia del hombre más valiente que
decís haber conocido, de vuestro D'Artagnan, del hombre sin igual, como le nombrabais en otro tiempo, y
con los brazos cruzados le decís que teméis a vuestro hijo muerto, cuando habéis visto cuanto verse pueda
en este mundo! ¿A qué ese miedo, Athos? en la tierra, el hombre debe esperarlo y afrontarlo todo.
––Escuchad, amigo mío: después de haber gastado mis fuerzas en esa tierra de que me habláis, no he
conservado más que dos religiones: la de la vida, o sea mis amistades y mi deber de padre; la de la eternidad,
o sea el amor y el respeto de Dios. Ahora tengo la revelación de que si Dios permitiese que en mi presencia
mi amigo o mi hijo exhalasen su postrer aliento... ¡Oh! ni siquiera quiero deciros eso, D'Artagnan.
––¡Decidlo! ¡Decidlo!
––Soy fuerte contra todo, menos contra la muerte de aquellos a quienes amo. Estoy viejo y se acabó el
valor; pero si Dios me hiriese de frente y de esta suerte, le maldeciría, y un caballero cristiano no debe maldecir
a Dios, D'Artagnan, trastornado por aquella violenta borrasca de dolores.
––D'Artagnan, amigo mío, vos que amáis a Raúl, vedle, ––añadió Athos mostrando a su hijo; ––nunca le
abandona la tristeza. ¿Hay más terrible, más aflictivo, que asistir minuto por minuto a la incesante agonía
de ese mísero corazón?
––Dejadme que hable con él, Athos, ¿Quién sabe?
––Probadlo; pero estoy convencido de que será en vano.
––No le prodigaré consuelos, sino que le serviré.
––¿Vos?
––Yo. ¿Sería la primera vez que una mujer volviese de su infidelidad? Voy allá.
Athos meneó la cabeza y continuó solo el paseo. D'Artagnan tomó por el atajo al través de las malezas, y
al llegar a Raúl le tendió la mano y le dijo:
––¿Y bien? ¿tenéis que decirme algo?
––Tengo que pediros un favor, ––respondió el vizconde.
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––Hablad.
––Tarde o temprano vais a regresar a Francia.
––Tal espero.
––Es menester que escriba a la señorita de La Valiére.
––No es menester.
––¡Tengo tanto que decirle!
––Pues id a decírselo a ella.
––¡Nunca!
––Luisa ama al rey, ––dijo brutalmente D'Artagnan; ––es una muchacha honrada.
Raúl se estremeció.
––Y a pesar de haberos abandonado, puede que os ame más que al rey, pero de otra manera.
––¿Creéis firmemente que Luisa ame al rey, señor de D'Artagnan?
––Hasta la idolatría. Su corazón es inaccesible a todo afecto. Si continuaseis viviendo a su lado llegaríais
a ser su mejor amigo.
––¡Ah! ––exclamó Raúl con arranque apasionado ante aquella esperanza dolorosa.
––¿Queréis?
––Sería una cobardía.
––Nunca hay cobardía en hacer lo que impone la fuerza mayor. Si vuestro corazón os dice: ve o muere,
id, Raúl. Ella. que os amaba, ¿ha sido cobarde o valiente al preferir al rey, a quien su corazón le ordenaba
imperiosamente preferir? No, ha sido la más valiente de las mujeres. Haced como ella, obedeceos a vos
mismo. ¡Ah! Raúl, estoy seguro de que al verla vos de cerca y con los ojos de un hombre celoso, dejarías
de amarla.
––Me decidís, señor de D'Artagnan. –
–¿A partir para verla de nuevo?
––Al contrario, a partir para no volver a verla nunca jamás. Prefiero amarla siempre.
––Con toda franqueza os digo que no esperabas semejante conclusión.
––Hacedme una merced, amigo; vos, que volveréis a verla, dadle esta carta, que, si lo juzgáis oportuno,
le explicará, como a vos, lo que pasa en mi corazón. Leedla, la he escrito la noche última, pues tuve el presentimiento
de que os vería hoy.
Y entregó a D'Artagnan una carta que decía:
“Señorita: no sois culpable a mis ojos porque no me amáis, sino porque habéis consentido que yo creyera
que me amabais; este error va a costarme la vida, y que si os lo perdono a vos, no me lo perdono a mí. Dicen
que los amantes felices cierran los oídos a las quejas de los amantes desdeñados; pero como vos no me
amabais, no pasará eso con vos, sino que me escucharéis con ansiedad. Estoy seguro que de haber insistido
yo para con vos para trocar vuestras amistad en amor, hubierais cedido temerosa de acarrearme la muerte o
de aminorar la estima en que os tenía; pero prefiero morir sabiendo que sois libre y dichosa. ¡Cuánto vais a
amarme cuando ya no tengáis que temer mi mirada ni mis reproches! Me amaréis, sí, porque por muy encantador
que os parezca un nuevo amor, Dios en nada me ha hecho inferior a aquel a quien habéis escogido,
y porque mi devoción, mi sacrificio, mi doloroso fin, me aseguran a vuestros ojos una superioridad segura
sobre él. En la sencilla credulidad de mi corazón, he dejado escapar el tesoro que en mis manos tuve;
ni falta quien me diga que vos me amábais lo bastante para llegar con el tiempo a amarme mucho. En verdad,
esto dulcifica mi amargura y hace que vea en mí mi único enemigo.
“Recibid este último adiós, y agradecedme el que me haya refugiado en el inviolable asilo donde todo
odio se extingue, donde perdura el amor.
“Adiós, mi señorita, y estad segura de que si con mi sangre pudiese yo labrar vuestra dicha, os la daría
hasta la última gota, puesto que la sacrifico al mi desgracia. ––Raúl de Bragelonne”.
La carta está bien, ––dijo el capitán; sólo le encuentro una falta.
––¿Cuál? ––preguntó Raúl.
––Que habla de todo, menos de lo que exhala de vuestros ojos y de vuestro corazón cual mortífero veneno,
y del amor insensato que todavía os abrasa.
Raúl palideció y se calló.
––¿Por qué no escribís solamente estas palabras: “señorita: en vez de maldeciros, os amo y muero”?
––Es verdad, ––exclamó Raúl con siniestro gozo. E hizo pedazos su carta, y escribió estas líneas:
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“Para gozar de la inefable dicha de repetiros que os amo cometo la cobardía de escribiros y en castigo de
mi cobardía, muero –– Raúl”.
––La entregaréis este papel, ¿no es verdad, capitán? ––dijo el vizconde al mosquetero.
––¿Cuándo? ––preguntó D'Artagnan.
––Cuando escribáis la fecha al pie de estas palabras, ––respondió Bragelonne, señalando con el dedo la
última frase y levantándose prontamente para volar al encuentro de Athos, que regresaba muy despacio.
Al pasar por la muralla para entrar en una galería de la cual D'Artagnan tenía la llave, vieron que Saint-
Mars iba al calabozo del preso, y se escondieron en el rincón de la escalera a una seña del mosquetero.
––¿Qué hay? ––preguntó Athos.
––Mirad y veréis, ––respondió el gascón: ––el preso torna de la capilla.
Y a la luz de los relámpagos y en medio de la violácea bruma con que el viento esfumaba el espacio, se
vio pasar gravemente, a unos seis pasos de distancia detrás del gobernador, a un hombre vestido de negro,
con el rostro cubierto por una careta de acero bruñido, soldada a un casco de lo mismo, que le envolvía toda
la cabeza. El fuego del cielo arrancaba leonados reflejos que al revolotear caprichosamente, parecían las
iracundas miradas que, a falta de imprecaciones, lanzaba aquel desventurado.
En mitad de la galería, el preso se detuvo un instante, contempló el inmenso horizonte, aspiró el sulfuroso
olor de la tormenta, bebió con avidez la cálida lluvia, lanzó un suspiro, semejante a un rugido.
––Venid, caballero, ––dijo Saint-Mars bruscamente al preso al ver que persistía en mirar más allá de las
murallas. ––Venid, repito, caballero.
––Decid, monseñor. ––gritó desde su rincón Athos a SaintMars con voz tan solemne y terrible, que el
gobernador se estremeció de los pies a la cabeza.
Athos exigía el respeto a la majestad caída.
El preso se volvió, al tiempo que Saint-Mars decía:
––¿Quién ha hablado?
Yo, ––respondió D'Artagnan, mostrándose en seguida. ––Ya sabéis que esta es la orden.
––¡No me llaméis caballero ni monseñor! ––dijo a su vez el preso con voz que conmovió a Raúl hasta lo
más hondo de sus entrañas; ––¡llamadme maldito!
El preso siguió adelante, y tras él chirrió la férrea puerta.
––¡He ahí un hombre desventurado! ––exclamó con voz sorda D'Artagnan, mostrando a Raúl el calabozo
del príncipe.
LAS PROMESAS
Apenas D'Artagnan entró en su aposento con sus amigos, vino un soldado del fuerte para avisarle que el
gobernador deseaba hablar con él.
Una barca había llegado a Santa Margarita con una orden importante para el capitán de mosqueteros,
que, al abrir el pliego, conoció la letra del rey.
“Como supongo que habéis dado ya el debido cumplimiento a mis órdenes, ––decía Luis XIV, ––al llegar
este pliego a vuestras manos volved inmediatamente a París, donde os espero en el Louvre”.
––¡Loado sea Dios! se acabó mi destierro, ––exclamó con alegría D'Artagnan y mostrando el pliego a
Athos. ––¡Ceso de ser carcelero!
––¿Luego nos dejáis? ––repuso el conde de La Fere con tristeza.
––Para volvernos a ver, amigo mío, ––replicó el mosquetero, –– pues Raúl ya está bastante crecido para
marcharse solo con el señor de Beaufort, y preferirá dejar que su padre se vuelva en compañía de D'Artagnan
a no obligarle a que haga solo las doscientas leguas que lo separan de La Fere. ¿No es verdad, Raúl?
––Sí, ––respondió el vizconde con triste acento.
––No, amigo mío, ––interrumpió Athos, ––no me separaré de Raúl hasta el día en que su nave haya desaparecido
en el horizonte. Mientras esté en Francia, no se separará de mí.
––Como queráis; pero a lo menos saldremos juntos de Santa Margarita. Aprovechaos de la barca que va a
conducirme a Antibes.
––Eso sí, nunca nos alejaremos con bastante prisa de este fuerte y del espectáculo que ha poco nos ha entristecido.
Los tres amigos se despidieron del gobernador, y a la luz de los postreros relámpagos de la tormenta que
se alejaba, vieron blanquear por última vez las murallas de la fortaleza.
D'Artagnan se separó de sus amigos aquella noche misma...
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––Amigos míos, ––dijo D'Artagnan antes de montar a caballo y abrazando a Athos, ––me hacéis el efecto
de los soldados que abandonan su puesto. El corazón me dice que Raúl necesitaría que vos lo mantuvierais
en su rango. ¿Queréis que solicite pasar al Africa con cien buenos mosqueteros? El rey no me dirá que no,
y vos os vendréis conmigo.
––Señor de D'Artagnan, ––repuso el vizconde estrechándole cariñosamente la mano, ––gracias por el
ofrecimiento, superior a cuanto deseamos el señor conde y yo. Soy joven, y necesito penas para el alma y
fatiga para el cuerpo; el señor conde necesita de más profundo reposo, y os le recomiendo a vos que sois su
mejor amigo, en la seguridad de que al velar por él tendréis en vuestras manos su alma y la mía.
––Fuerza es que parta, mi caballo se impacienta, ––dijo D'Artagnan, en quien la señal más manifiesta de
viva emoción era el cambiar de conversación. ––Hasta la vista pues, mi querido Athos; cuanto más apresuréis
vuestro regreso, más pronto volveré a abrazaros.
Esta escena tuvo lugar ante la casa elegida por Athos a las puertas de Antibes, y adonde D'Artagnan después
de cenar había ordenado que le trajesen sus caballos. Allí empezaba el camino real, que se extendía
blanco y onduloso en medio duelos vapores de la noche.
El caballo aspiraba con fuerza las emanaciones salinas de los pantanos, yendo al trote.
Athos y Raúl volvían con tristeza hacia la casa, cuando de pronto oyeron aproximarse el ruido de los pasos
de un caballo, ruido que al principio tomaron por una de esas extrañas repercusiones que engañan el
oído al cada revuelta del camino. Pero era D'Artagnan que volvía al galope al encuentro de sus amigos, que
lanzaron una exclamación de alegre sorpresa.
El capitán se apeó con ligereza y uniendo en un abrazo las cabezas de Athos y de Raúl, las mantuvo así
largo tiempo ahogando un suspiro que le quebrantaba el pecho. Luego, con la rapidez que llegó, emprendió
de nuevo la marcha, clavando sus espuelas en los ijares de su enfurecido caballo.
––¡Ay! ––suspiró Athos imperceptiblemente mientras D'Artagnan, recuperando el tiempo perdido decía
entre sí:
––¡Mal presagio!
Las órdenes de Beaufort se llevaban a feliz término. Gracias a la diligencia de Raúl, había llevado para
tolón la escuadrilla, a la que formaron convoy innumerables embarcacioncitas tripuladas por las mujeres y
los amigos de los pescadores y los contrabandistas reclutados para el servicio de la escuadra.
El poco tiempo que de vivir juntos les quedaba al padre y al hijo, parecía que pasaba con doble rapidez,
como aumenta la suya todo cuanto está para caer en el abismo de la eternidad.
Athos y Raúl regresaron a Tolón, donde hacían gran ruido carros y armas, relinchadores caballos, trompetas
y tambores, y los soldados, criados y mercaderes que llenaban sus calles.
El duque de Beaufort estaba en todas partes, activando el embarco con el celo y el interés de un buen capitán,
mostrándose cariñoso hasta con sus más humildes compañeros, y reprendiendo a sus tenientes por
muy encumbrados que fuesen. Todo quiso inspeccionarlo Beaufort: artillería, provisiones, bagajes, equipos
y caballos. Frívolo, jactancioso y egoísta en su palacio, el duque, ante la responsabilidad que había contraído,
era otra vez soldado, el gran señor capitán.
Estando Beaufort, satisfecho de su inspección, aparentemente a lo menos, felicitó a Raúl, dio las últimas
órdenes para darse a la vela al clarear el nuevo día, y convidó a su mesa al conde y a su hijo, que so pretexto
de atender a necesidades del servicio, declinaron la honra que les hacía el duque.
Athos y Raúl se fueron a su posada, situada a la sombra de los árboles de la plaza Mayor, y cenaron apresuradamente.
Luego el conde condujo a su hijo a los peñones que dominan la ciudad, vastas y plomizas
montañas desde las cuales se descubre un horizonte líquido tan lejano, que parece estar al nivel de ellas.
Como suele en aquel templado clima, la noche estaba hermosa, la luna, al levantarse a espaldas de los
peñones, cubría con una argentada sábana la azul alfombra de la mar; en la rada maniobraban silenciosamente
las naves que venían a ocupar el sitio que les estaba designado para facilitar el embarco. La mar,
cargada de fósforo, se abría bajo las quillas de las barcas, que con sus cabeceos parecían querer sondear
aquel abismo de blancas llamas, mientras de los remos se desprendían líquidos diamantes. En alas de la
brisa, llegaban los cantos sencillos y lentos de los marineros, alegres por la generosidad del almirante, y a
sus voces se unía de vez en cuando el rechinar de cadenas y el ruido sordo de las balas al caer en las bodegas.
Espectáculo y armonías que, como el temor, oprimían el pecho, pero que también, como la esperanza,
lo dilataban. Athos y su hijo se sentaron entre las malezas y sobre una alfombra de musgo del promontorio,
y por encima de sus cabezas iban y venían los corpulentos murciélagos, arrebatados por el espantos torbellino
de su ciega caza. Raúl sacó los pies fuera del acantilado y los dejó que se bañaran en aquel vacío poblado
por el vértigo y que invita a la muerte.
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Cuando la luna, ya alta, inundó con su luz los vecinos picachos, cuando el espejo del agua quedó iluminado
en toda su extensión, y los fanales de a bordo hubieron formado cada uno de ellos un punto rojo luminoso
sobre la negra mole de cada nave, Athos llamó a sí todos sus recuerdos y todo su valor, y dijo a Raúl:
––Dios ha hecho cuanto vemos, Raúl y también a nosotros, átomos de ese gran universo. Brillamos como
aquellos faroles, como las estrellas: suspiramos como las olas, sufrimos como aquellas grandes naves que
se consumen arando las aguas, obedientes al viento que las lleva hacia su puerto, como a nosotros el soplo
de Dios nos empuja a nuestro fin. Todo ama y vive, Raúl, y todo cuanto vive es hermoso.
––Realmente es maravilloso el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos, ––repuso el vizconde.
––¡Qué bueno es D'Artagnan! ––interrumpió inmediatamente Athos, ––¡qué dicha el haberse apoyado
toda una vida en un amigo como él! Esto os fa faltado, Raúl. Yo no era un amigo para vos.
––¿Por qué, señor?
––Porque os he dado ocasión de que pudierais creer que la vida no tenía más que una fez, porque ¡ay!
triste y severo, sin querer he cortado siempre los alegres capullos que sin cesar brotaban del árbol de la juventud;
en una palabra, porque en este instante me arrepiento de no haber hecho de vos un hombre expansivo,
disoluto y casquivano.
––Ya sé por qué me decís eso, señor, ––dijo el vizconde. –– Pero estáis en un error, no sois vos quien me
ha hecho lo que soy, sino el amor que me sorprendió en un momento en que los niños sólo tienen inclinaciones;
sino la constancia propia de mi carácter, constancia que en los demás es un hábito. Creí que toda mi
vida sería como era; que Dios me había puesto en un camino recto, orillado de frutas y de flores. Protegido
por vuestra vigilancia y vuestra fuerza, me tuve por vigilante y fuerte, y como estaba preparado, a la primera
caída he perdido el valor para siempre. No, sólo para mi ventura figuráis en mi pasado, señor, en mi porvenir
sois mi esperanza. Nada tengo que decir de la vida tal cual vos me la habéis dispuesto, y por es os
bendigo y os amo de todo corazón.
––Vuestras palabras me hacen bien, mi querido Raúl, y me prueban que en los días que vendrán haréis
algo por mí.
––Todo lo haré por vos, señor.
––Raúl, lo que hasta ahora no he hecho por vos, lo haré en adelante. Seré vuestro amigo, no vuestro padre.
A vuestra vuelta, que será pronto, ¿no es verdad? frecuentaremos el trato de las gentes en vez de vivir,
como hasta ahora, aislados.
––Sí, señor, pues una expedición como esa no puede ser larga. Así pues, dentro de poco tiempo, en vez
de vivir módicamente de mi renta, os daré el capital de mis tierras; eso os bastará para lanzaros al mundo
hasta mi muerte, y antes de que éstas llegue, espero que me daréis el consuelo de no dejar que se extinga mi
estirpe.
––Haré cuanto me ordenéis. ––repuso Raúl profundamente conmovido.
––Raúl, haced que vuestro empleo de ayudante de campo no os conduzca a tentativas demasiado arriesgadas,
tanto más cuanto está acreditado vuestro valor. Acordaos de que la guerra de los árabes es de emboscadas
y asesinatos.
––Así dicen.
––Dejar la vida en una emboscada es poco glorioso, Raúl, pues acusa temeridad o imprevisión. ¿Me
habéis comprendido bien, Raúl? No permita Dios que os exhorte a rehuir el combate.
––De lo mío soy prudente, señor, y la suerte me es muy propicia, ––dijo Raúl dejando vagar por sus labios
una sonrisa que heló el corazón del desventurado padre. Y al ver el efecto de su sonrisa, se apresuró a
añadir: ––Tan es así, que en veinte combates a que he asistido no he sacado más que un rasguño.
––Además, ––prosiguió Athos, ––es menester que os guardéis del clima, porque es un fin muy vulgar
morir de una fiebre. El rey san Luis suplicaba a Dios que antes que la calentura, le enviase una flecha o la
peste.
––Con la sobriedad y un ejercicio moderado...
––Ya he obtenido del señor de Beaufort, ––atajó Athos, ––que cada quince días expida a Francia un correo,
lo cual correrá a vuestro cargo como edecán suyo. Supongo que no me olvidaréis.
––No, señor, ––respondió Raúl con voz entrecortada.
––En definitiva, Raúl, como sois buen cristiano, y yo también lo soy, debemos contar con una protección
más especial de Dios o de nuestros ángeles custodios. Raúl, prometedme que si os sobreviene un mal, seré
yo el primero en quien penséis.
––¡Oh! señor, os lo prometo.
––Y que me llamaréis inmediatamente.
––Sin perder momento, señor.
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––¿Soñáis conmigo alguna vez, Raúl?
––Todas las noches, señor. Durante mi primera juventud, os veía en sueños, sosegado y cariñoso con la
mano tendida encima de mi cabeza. Por eso dormía siempre tan bien... “antes”
––Nos amamos demasiado, ––dijo el conde, ––para que desde el momento de nuestra separación, parte
de nuestro ser no viaje con uno de nosotros dos y no habite donde habitemos. Mi corazón sentirá la tristeza
cuando vos estéis triste, y cuando os sonriáis pensando en mí, me enviaréis desde aquella lejana tierra un
rayo de vuestra alegría.
––No os prometo estar alegre, ––repuso Bragelonne; ––pero sí os juro que, como no se oponga la muerte,
no pasaré una hora sin que yo piense en vos.
El conde, no pudiendo contenerse por más tiempo, echó los brazos al cuello de su hijo, y lo retuvo abrazado
con todas sus fuerzas.
A la luna había reemplazado el crepúsculo matutino, una dorada faja subía sobre el horizonte, anunciando
la llegada del nuevo día.
Athos echó su capa sobre los hombros de Raúl y le condujo a la ciudad, convertida en inmenso hormiguero.
Al extremo de la meseta que acababan de abandonar, Athos y Raúl vieron un bulto negro que se movía
con indecisión y como avergonzado de que le vieran. Era Grimaud que, inquieto había seguido a sus amos,
y les aguardaba.
––¡Ah! ¡mi buen Grimaud! ––exclamó Raúl, ––¿qué quieres? ¿Vienes a decirnos que es la hora de la partida?
––¿Solo? ––profirió Grimaud mostrando Raúl a Athos y en son de reproche que demostraba claramente
cuán trastornado estaba el anciano.
––Es verdad, es verdad, ––repuso el conde. ––No, Raúl no partirá solo; no permanecerá en extraña tierra
sin un amigo que le recuerde los seres de él amados.
––¿Yo? ––preguntó Grimaud.
––¿Tú? ¡Ah! sí, sí, ––exclamó Raúl conmovido hasta lo más íntimo de su corazón.
––¡Ay! ––objetó el conde, ––¡estás muy viejo, mi buen Grimaud!
––Mejor, ––replicó el anciano con inefable profundidad de sentimiento y de inteligencias.
––Pero ved que ya se está efectuando el embarco y tú no estás preparado ––dijo Bragelonne.
––Sí ––contestó Grimaud mostrando las llaves de sus maletas ligadas con las de su joven señor.
––Pero tú no puedes dejar de esta suerte solo al señor conde –– objetó Raúl. ––Tú no has dejado nunca al
señor conde. Grimaud volvió su oscurecida mirada hacia Athos como para conocer el parecer de uno y de
otro, y al ver que aquél nada respondía, repuso:
––El señor conde prefriere que os acompañe.
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza.
En aquel momento llenó los aires el redoble de los tambores: de la ciudad salieron los regimientos que
debían formar parte de la expedición, cinco en todo, compuestos cada uno de cuarenta compañías. El regimiento
Real, que abría la marcha y que se distinguía por el uniforme blanco con vivos azules de sus soldados,
llevaba desplegadas sus banderas de ordenanza, color de violeta y de hoja seca, sembradas de flores de
lis de oro y acuarteladas en cruz, y su bandera coronela, blanca con la cruz flordelisada, que sobresalí de las
demás. Formaban las alas del mencionado regimiento las compañías de mosqueteros, y el centro de los
piqueros, horquilla en mano y mosquete en el hombro aquéllos, y los últimos con sus lanzas de catorce
pies, y unos y otros avanzaban alegremente hacia las barcas de transporte que debían conducirlos por secciones
a las naves. Al regimiento Real seguían los de Picardía, Navarra, Normandía y el de la capitana, y
cerraba la marcha, seguido de su estado mayor, el señor de Beaufort, que en la elección de las tropas había
demostrado ser capitán peritísimo.
Faltando todavía más de una hora para embarcarse, Raúl y Athos se encaminaron pausadamente a la orilla
para ocupar su sitio en el instante en que pasaba el príncipe.
Grimaud, lleno de ardor, hacía transportar a la capitana el equipaje de Raúl.
Athos, apoyado en el brazo de su hijo a quien iba a perder, se absorbía en la más dolorosa meditación, y
se aturdía con el ruido y el movimiento, cuando de repente vio llegar un oficial de Beaufort, que de parte de
éste llamó a Raúl.
––Hacedme la merced de decir al señor príncipe ––contestó Bragelonne, ––que se sirva concederme una
hora más para gozar de la presencia del señor conde.
––No ––repuso Athos, ––un edecán no puede estar separado de esta suerte de su general. Caballero, decid
al príncipe que el vizconde irá en seguida.
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El oficial se alejó al galope.
––Separarnos aquí o separarnos a bordo, al fin y al cabo resulta lo mismo ––dijo Athos desempolvando
cuidadosamente el traje de su hijo y pasándole la mano por los cabellos mientras iban andando. ––
Necesitáis dinero, Raúl; el señor de Beaufort es hombre gustoso, y estoy seguro de que allá tendréis gusto
en comprar armas y caballos, que en aquella tierra son preciosos. Ahora bien, como no servís al rey ni al
señor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestro ilustre albedrío, no debéis contar con sueldo ni larguezas.
Quiero, que nada os falte en Djidgeli. Tomad, ahí van doscientas pistolas para que las gastéis dispuesto al
darme gusto.
Raúl estrechó la mano a su padre, y, al doblar la esquina de una calle, vieron al príncipe montado en
magnífico caballo blanco que correspondía con graciosas corvetas a los aplausos de las damas de la ciudad.
El duque llamó a Raúl y tendió la mano al conde, a quien dijo tantas y tales cosas y con tan cariñosa expresión,
que el corazón del infortunado padre se sintió un poco fortalecido.
En medio de aquel bullicio llegó un momento terrible, y fue el momento en que al abandonar la arena de
la playa, soldados y marineros cruzaron con sus familias y sus amigos los últimos besos: momento supremo
en que a pesar de la pureza del cielo, el calor del sol, los perfumes del aire y la agradable vida que circula
por las venas, todo parece negro y amargo, y no obstante hablar por la boca de Dios, todo hace dudar de
Dios.
Siendo el uso que el almirante y su estado mayor se embarcasen los últimos, el cañón aguardaba. Para
lanzar su formidable voz, a que el generalísimo hubiese sentado los pies en la plancha que conducía a la
capitana.
Athos, olvidando almirante, flota y su propia vanidad de hombre fuerte, abrazó a su hijo y lo estrechó
convulsivamente contra su pecho.
––Acompañadnos a bordo y ganaréis media hora ––dijo el duque conmovido.
––No ––repuso Athos, ya me he despedido, y no quiero hacerlo por segunda vez.
––Entonces embarcaos pronto, vizconde ––dijo el príncipe queriendo evitar lágrimas a aquellos dos
hombres cuyos corazones estaban a punto de quebrantarse.
Y con ternura paternal, y fuerte como lo hubieras sido Porthos, el príncipe levantó a Raúl en brazos y lo
colocó en el esquife, que al punto y a una seña del almirante se apartó de la orilla a impulsos de sus remos.
El mismo duque, prescindiendo de todo ceremonial, saltó al esquife, y con el pie, lo empujó mar adentro.
––¡Adiós! ––gritó Raúl.
Athos solo pudo contestar con una seña; pero sintió algo ardiente en su mano: era el beso respetuoso de
Grimaud, el último adiós del perro leal.
Athos se sentó en el muelle, desconsolado, sordo, abandonado. Cada segundo que transcurría le borraba
una de las facciones, uno de los matices de la pálida tez de su hijo. Con los brazos caídos, fija la mirada y
abierta la boca, el infeliz padre quedó confundido con Raúl en una misma mirada, en un mismo pensamiento,
en un mismo estupor.
Poco a poco, chalupas y figura llegaron a una distancia en que los hombres solamente son puntos y el
amor recuerdos. Athos vio como su hijo subía la escalera de la capitana, y se asomaba al empalletado, colocándose
de manera que su padre no pudiese perderlo de vista. En vano tronó el cañón, en vano de las naves
partió un prolongado rumor contestado desde tierra por inmensas aclamaciones, en vano se esforzó el ruido
en aturdir los oídos del padre, y el humo en borrar el objeto amado de todas sus aspiraciones: Athos vio a
su hijo hasta el último momento; el imperceptible átomo pasó del negro al pálido, del pálido al blanco, y
del blanco a nada, y desapareció a los ojos de Athos mucho después que para los de los presentes habían
desaparecido las poderosas naves y sus hinchadas velas.
A mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y apenas si los topes de los palos sobresalían de la
abrasada línea del mar, Athos vio remontarse por el espacio una nubecilla tan pronto desvanecida como
vista: era el humo de un cañonazo mandado disparar por Beaufort para saludar por última vez la costa de
Francia.
ENTRE MUJERES
D'Artagnan no pudo ocultar su emoción a sus amigos como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible
guerrero, vencido por el temor y los presentimientos, cedió a la flaqueza humana; y cuando hubo acallado
su corazón y calmado el temblor de sus músculos, se volvió hacia su lacayo, silencioso servidor siempre
oído atento para obedecer con más presteza, y le dije:
––Rabaud, sabe que debo hacer treinta leguas por día.
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––Está bien, mi capitán, ––respondió Rabaud.
Desde aquel instante, D'Artagnan, acostumbrado a montar, verdadero centauro, no le ocupó en nada.
El hombre inteligente nunca se aburre cuando ejercita el cuerpo, como el sano nunca deja de parecerle
leve carga la vida si algo le cautiva el espíritu.
D'Artagnan, siempre corriendo, siempre pensando, llegó a París elástico de músculos, como atleta preparado
para la gimnasia, y como no encontró al rey, que acababa de partir hacia Meudón para una cacería, en
vez de correr tras el monarca, como hubiera hecho en otro tiempo, se desnudó, tomó un baño, y esperó a
que regresase Su Majestad bien fatigado y polvoriento.
Durante las cinco horas que tardó Luis XIV en llegar, el mosquetero tomó, como suele decirse, el aire de
la casa, y se pertrechó contra toda eventualidad.
D'Artagnan supo que el rey hacía quince días que estaba taciturno; que la reina madre estaba enferma y
abatida; que el duque de Orleáns se volvía devoto; que la princesa padecía accesos histéricos, y que Guiche
había partido para sus tierras, que Colbert estaba radiante de gozo, y que Fouquet cambiaba todos los días
de médico, que no le curaba, y que su principal enfermedad no era de las que curan los médicos.
También contaron al gascón que el rey trataba con grandes miramientos al superintendente, del que no le
apartaba: pero que Fouquet, herido en el corazón como árbol frondoso carcomido por un gusano, desmejoraba
a pesar de las sonrisas del rey, sol de los árboles de la corte; que el rey no podía prescindir de La Valiére,
y que si no la llevaba consigo a las cacerías, le escribía cartas y más cartas, no ya en verso, sino, lo
que era peor, en prosa y mucho.
En efecto, se veía al “rey más grande del mundo”, como decían los poetas de aquel tiempo, apearse del
caballo “con ardor sin igual”, y trazar sobre la copa de su sombrero y en estilo culterano frases que su ayudante
de campo perpetuo, Saint-Aignán, llevaba a La Valiére a escape y a riesgo de reventar sus caballos.
Entonces D'Artagnan pensó en las recomendaciones del pobre Raúl, en la carta de desesperación que éste
le diera para una mujer que se pasaba la vida esperando; y como D'Artagnan se complacía en filosofar, resolvió
aprovechar la ausencia del rey para conversar un instante con La Valiére.
Esto era fácil, Luisa durante la cacería real, se paseaba con algunas damas por una de las galerías del Palacio
Real, donde precisamente el capitán de mosqueteros debía pasar revista de inspección a algunos guardias.
D'Artagnan no dudaba de que si la conversación recaía sobre Raúl, ella al menos le daría pie para escribir
una carta de consuelo al pobre desterrado.
Ahora bien, la esperanza, o a lo menos el consuelo para Bragelonne, atendida la disposición de ánimo en
que hemos visto a aquél, era el sol, la vida de dos hombres a quienes el capitán quería entrañablemente.
D'Artagnan se encaminó, pues, adonde sabía que estaba La Valiére, y la encontró en medio de un numeroso
corro. En su aparente soledad. La favorita de Luis XIV, recibía, tanto y más que una reina decente, un
homenaje de que la princesa Enriqueta se hubiera enorgullecido cuando el monarca sólo tenía ojos para ella
y sus miradas servían de norma a las de sus cortesanos.
Aunque no era el capitán de mosqueteros un mozalbete, tratábanle las damas con mucho mimo; y es que
D'Artagnan era tan cortés como valiente, y su terrible fama le había conciliado la amistad de los hombres y
la admiración de las mujeres.
Por eso, al ver entrar al gascón, todas las señoritas le dirigieron la palabra, le hicieron mil preguntas sobre
dónde había estado, qué había sido de él, por qué en tanto tiempo y montado en su brioso corcel no había
evolucionado el patio llenando de admiración a cuantos lo contemplaban desde el balcón del rey. A lo cual
replicó D'Àrtagnan que llegaba de la tierra de las naranjas, arrancando con su respuesta la risa de sus interlocutoras.
En aquel tiempo todo el mundo viajaba, y, no obstante, un viaje de cien leguas era un problema resuelto
con frecuencia por la muerte.
––¿De la tierra de las naranjas? ––exclamó la Tonnay––Charente. ––Ya, de España.
––¡Je! ¡je! ––rió D'Artagnan.
––¿De Malta? ––dijo la Montalais.
––Por mi fe que os quemáis, señoritas ––repuso el gascón.
––¿Es una isla? ––preguntó La Valiére.
––No quiero que os devanéis los sesos buscando, señorita; vengo de la tierra donde en este momento se
está embarcando el señor de Beaufort para pasar a Argel.
––¿Habéis visto al ejército? ––preguntaron algunas camareras belicosas.
––Como os veo a vosotras ––replicó D'Artagnan.
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––¿Hay algunos amigos nuestros por allá? ––dijo con frialdad la Tonnay––Charente, pero con la intención
visible de llamar la atención sobre sus calculadas palabras.
––Sí ––respondió D'Artagnan, ––vi a los señores de La Guillotiere, de Mouchy y de Bragelonne.
La Valiére palideció.
––¿El señor de Bragelonne? ¡Cómo! ¿el vizconde ha partido para la guerra? ––exclamó la pérfida Atanasia
sin hacer caso de los pisotones que le daba la Montalais. Y dirigiéndose a D'Artagnan, prosiguió despiadadamente:
––Yo tengo la idea de que todos los que van a esa guerra son desesperados a quienes ha maltratado
el amor, y van a buscar negras, menos crueles que las blancas.
Algunas damas se rieron, La Valiére perdió su serenidad, y la Montalais tosió fuertemente.
––En cuanto a las mujeres de Djidgeli, ––replicó D'Artagnan, ––no estáis en lo cierto, señorita; no son
negras, pero tampoco blancas, sino amarillas.
––¡Amarillas!
––No digáis mal de ellas: en mi vida nunca he visto un color que case más admirablemente con unos ojos
negros y unos labios de coral.
––Mejor para el señor de Bragelonne ––repuso Atanasia con insistencia; ––así se desquitará el pobre.
A estas palabras siguió el más profundo silencio, silencio durante el cual el gascón tuvo tiempo de reflexionar
que las palomas sin hiel a que llamamos mujeres, se tratan entre sí más sañudamente que los tigres
y los osos.
Para Atanasia no era bastante haber hecho palidecer a Luisa; quiso también sacarla los colores al rostro.
Así pues, dijo: ––¿Sabéis que pesa un gran pecado sobre vuestra conciencia, Luisa?
––¿Qué pecado? ––balbuceó la infortunada, mientras buscaba en vano en torno de sí un apoyo.
––¡Qué caramba! el vizconde no dejaba de ser vuestro prometido. El pobre os amaba y vos le disteis calabazas.
––Es un derecho que tiene toda mujer honrada ––replicó Aura con además de arrogancia. ––Cuando una
sabe que no puede labrar la ventura de un hombre, lo mejor es repelerlo.
Luisa no supo comprender si debía quedar agraviada o agradecida a la que tomó su defensa.
––¡Repeler! ¡repeler! está bien ––arguyó Atanasia, ––pero no es este el pecado que La Valiére tendría
que echarse en cara. El verdadero pecado está en haber enviado al pobre Bragelonne a la guerra; a la guerra
donde uno encuentra la muerte.
Luisa se pasó la mano por su helada frente.
––Y si muere ––continuó la implacable Atanasia, ––vos le habréis dado la muerte; ahí el pecado.
La Valiére, medio muerta, se acercó tambaleándose a D'Artagnan, en cuyo rostro se veía una emoción
inusitada, y apoyándose en su brazo, le dijo con voz turbada por la cólera y el dolor:
––¿Qué tenéis que decirme?
––Lo que tenía que deciros ––respondió el mosquetero luego que hubo conducido a Luisa a bastante distancia
de los demás, ––acaba de manifestárselo por entero, aunque brutalmente, la señorita Atanasia.
Luisa lanzó un mal reprimido ay, y lastimada por aquella nueva herida, echó a correr como los pajarillos
heridos de muerte, que buscan la sombra para exhalar el postrer aliento, y desapareció por una puerta en el
instante en que el rey entraba por otra.
Luis dirigió su primera mirada al sitio vacío de su amante, y al no verla frunció el ceño; pero al punto advirtió
la presencia de D'Artagnan, que le hacía una profunda reverencia.
––Diligente habéis sido, y estoy satisfecho de vos ––dijo el monarca al mosquetero.
Esta era la expresión superlativa de satisfacción real, y para ser objeto de ella muchos debían hacerse matar.
Camaradas y cortesanos, que habían formado un respetuoso círculo alrededor del rey a su entrada, al ver
que aquél deseaba hablar en particular con D'Artagnan, se apartaron.
Luis XIV siguió adelante y condujo al capitán de mosqueteros fuera de la sala, después de haber buscado
otra vez con la mirada a La Valiére, de quien no se explicaba la ausencia.
––¿Y el preso? ––preguntó el monarca a D'Artagnan cuando se encontraron fuera de tiro de las orejas indiscretas.
––Está en prisión, Sire.
––¿Qué dijo durante el camino?
––Nada, Sire.
––¿Qué hizo?
––Sire, el pescador a bordo de cuya barca me trasladaba a Santa Margarita, se sublevó y me amenazó de
muerte, y el preso, en vez de intentar fugarse, me defendió.
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––Basta ––dijo el rey y empezando a pasearse de uno a otro lado del gabinete. Os he mandado a buscar,
señor capitán, para deciros que salgáis para Nantes y preparéis allí mi alojamiento.
––¿Para Nantes? ––exclamó D'Artagnan.
––Está en la Bretaña.
––Ya sé, Sire. ¿Y Vuestra Majestad emprende un viaje tan largo?
––Los Estados se reúnen en aquella ciudad, y como tengo que hacerles dos peticiones, quiero estar
presente.
––¿Cuándo me pongo en camino?
––Esta noche... mañana por la mañana... o por la tarde, pues necesitáis descansar.
––Ya estoy descansado, Sire.
––Muy bien. Así pues, esta noche o mañana, a vuestra elección.
D'Artagnan saludó como para despedirse; luego al ver que el monarca estaba turbado, se adelantó dos pasos
y preguntó:
––¿El rey lleva la corte?
––Por supuesto ––respondió Luis XIV.
Así Vuestra Majestad necesita de sus mosqueteros ––dijo D'Artagnan fijando una mirada tan escrutadora
en el rey, que éste bajó la suya.
––Tomad una brigada ––repuso el soberano.
––¿Vuestra Majestad no tiene que darme ninguna orden más?
––No... ¡Ah! Sí. En el palacio de nantes, que está muy mal distribuido, según dicen, acostumbraos a colocar
mosqueteros a la puerta de cada uno de los principales dignatarios que me llevaré conmigo.
––¿De las principales? ¿Como verbigracia a la puerta del señor de Lyonnes? ¿De los señores de Brienne,
Leteller y Fouquet?
––Sí.
––Está bien, Sire. Parto mañana.
––Dos palabras aún, señor de D'Artagnan. En Nantes encontraréis al duque de Gesvres, capitán de los
guardias. Cuidad de que los mosqueteros estén alojados antes de que los guardias lleguen. Ya sabéis que los
que llegan primero sacan provecho.
––Es verdad.
––¿Y si el señor Gesvres os interroga?
––¿A mí? ¡Bah! ¿a título de qué tendría que interrogarme el señor de Gesvres?
Y el mosquetero dio marcialmente media vuelta y salió, mientras decía para sí:
––¡Nantes! ¿Por qué no se ha atrevido a decir inmediatamente Belle-Isle?
Al llegar a la puerta principal, un dependiente del señor de Brienne se acercó a D'Artagnan.
––¿Qué hay, Arístides? ––preguntó el capitán.
––A cargo de la caja del señor Fouquet.
D'Artagnan leyó con sorpresa la libranza, y vio que era de puño y letra del rey y valedera por doscientas
pistolas.
––¡Cómo! ––dijo entre sí el mosquetero después de haber dado cortésmente las gracias al dependiente de
Brienne, ––¿van a hacer pagar ese viaje al señor Fouquet? ¡Mil rayos! ni Luis XI lo habría hecho peor. ¿Por
qué no me han dado una libranza a cargo de Colbert? ¡La habría pagado con tanto gusto!
Y fiel a su principio de no dejar enfriar una libranza a la vista, D'Artagnan se encaminó a casa de Fouquet
para cobrar las doscientas pistolas.
LA CENA
El superintendente debía estar enterado del próximo viaje del rey a Nantes, porque dio una cena de despedida
a sus amigos. El ir y venir de criados cargados de platos, y la actividad que se notaba en el escritorio,
eran señales evidentes de un próximo trastorno en la cocina y en la caja.
D'Artagnan se presentó, libranza en mano, en el escritorio y al decirle que ya era tarde y que la caja estaba
cerrada, no replicó más que esto:
––Servicio del rey.
El dependiente, un poco turbado al ver la cara fosca que puso el capitán, contestó que la razón era respetable,
pero que también lo eran las costumbres de la casa, y rogaba al portador que volviese al siguiente día.
D'Artagnan pidió entonces hablar con el señor Fouquet.
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––El señor Fouquet no se cuidaba de tales pequeñeces, –– replicó el dependiente dando con la puerta en
las narices del mosquetero.
Este, que previó el caso, había puesto la punta de su bota entre la puerta y la jamba, de manera que no jugó
la cerradura, y volvió a encontrarse cara a cara con el dependiente que, cambiando de tono dijo, entre
despavorido y cortés:
––Si vuestra merced desea hablar con el señor superintendente, vaya a las antesalas, aquí está el escritorio,
a donde nunca viene monseñor.
––¡Al fin! ––repuso D'Artagnan. ––¿Y dónde están las antesalas?
––Al otro lado del patio, ––respondió el dependiente satisfecho de verse libre.
D'Artagnan atravesó el patio, y preguntó a los criados.
––Monseñor no recibe a esta hora, ––le respondió uno que llevaba en una fuente de plata sobredorada
tres faisanes y doce codornices.
––Decidle, ––repuso el capitán deteniendo al criado por el extremo de la fuente, ––que soy el señor de
D'Artagnan, capitán teniente de los mosqueteros de Su Majestad.
El criado lanzó un grito de sorpresa y desapareció seguido del gascón, que llegó a tiempo para encontrar
en la antesala a Pelissón que, un poco pálido, venía del comedor al encuentro del anunciado.
––No es nada desagradable, señor Pelissón, ––dijo D'Artagnan sonriéndose; ––no es más que una librancilla.
––¡Ah! ––exclamó el amigo de Fouquet ensanchándosele el pecho.
Pelissón asió de la mano al mosquetero y le hizo entrar en el comedor, donde los amigos íntimos rodeaban
al superintendente, colocado en el centro en un sillón con almohadones. Allí esta ban reunidos todos
los epicúreos que poco tiempo antes hacían en Vaux los honores de la casa, discreteaban y hacían ganar
dinero a Fouquet. Amigos alegres, cariñosos casi todos, no habían abandonado a su protector al acercarse la
tormenta, y a pesar de las amenazas del cielo y del temblor de la tierra, estaban allí, risueños, solícitos, devotos
en el infortunio como lo habían sido en la prosperidad. A la izquierda del superintendente estaba la
Belliere, y a su derecha la esposa; como si, desafiando las leyes del mundo y las preocupaciones, los dos
ángeles tutelares de aquel hombre se hubieran reunido para prestarle, en el momento crítico, el apoyo de
sus entrelazados brazos. La Belliere estaba pálida, trémula, y atenta y respetuosa con la esposa del superintendente,
que con una mano sobre la de su marido, miraba con ansiedad hacia la puerta por la cual Pelissón
iba a conducir a D'Artagnan. Este entró con actitud cortés, para luego admirarse, cuando con mirada infalible
adivinó la significación de todas las fisonomías.
––Perdonadme que no os haya salido a recibir viniendo en nombre del rey, señor de D'Artagnan ––dijo
Fouquet levantándose y dando a sus últimas palabras una triste firmeza que llenó de espanto el corazón de
sus amigos.
––Monseñor, ––contestó D'Artagnan, ––no vengo en nombre del rey, sino para reclamar el pago de una
libranza de doscientas pistolas.
Todas las frentes se serenaron; menos la de Fouquet, que dijo al mosquetero:
––¿Acaso vos partís para Nantes, también?
––No sé adónde voy, monseñor.
––Pero, ––repuso la esposa de Fouquet, ya tranquilizada, ––no partís tan apresuradamente que no nos
hagáis la fineza de sentaros en nuestra compañía, señor capitán.
––Señora, sería una gran honra: pero me apremia de tal modo el tiempo. que ya lo veis, no he tenido otro
remedio que interrumpir vuestra cena para hacer que me paguen esta libranza.
––Que será satisfecha en oro, ––dijo Fouquet haciendo seña a su mayordomo, que inmediatamente salió
con la libranza que le entregó D'Artagnan.
––No tenía temor por el pago, ––repuso el mosquetero; ––la casa es buena.
Fouquet se sonrió dolorosamente.
––¿Estáis mal? ––preguntó la Belliere.
––¿El acceso? ––dijo la esposa del superintendente.
––No es nada, gracias, ––respondió Fouquet.
––¡Qué! ¿Estáis enfermo monseñor? ––preguntó D'Artagnan.
––Pillé unas tercianas en Vaux.
––¿La humedad de las grutas, de noche?
––No, por una emoción.
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––Sí, la excesiva solicitud que pusisteis en recibir al rey, ––dijo La Fontaine con voz sosegada, sin saber
que decía un sacrilegio. ––Nunca es uno bastante solícito en recibir al rey, ––dijo cariñosamente Fouquet a
su poeta.
––El caballero querrá decir ardor, ––repuso D'Artagnan con amable franqueza. ––La verdad es, monseñor,
que nunca se ha ejercido la hospitalidad como en Vaux.
La esposa de Fouquet dejó comprender claramente, en la expresión de su rostro, que si Fouquet se había
portado bien con el rey, el rey no había correspondido con el ministro.
Pero allí sólo sabían el terrible secreto del rey, D'Artagnan y Fouquet; y si el primero no se sentía con valor
para compadecer, el segundo no tenía derecho a acusar.
El capitán, a quien entregaron las doscientas pistolas, iba a despedirse, cuando Fouquet se levantó, tomó
un vaso, hizo que dieran otro a D'Artagnan, y dijo:
––A la salud del rey, “suceda lo que suceda”.
––Y a la vuestra, monseñor, “sobrevenga lo que sobrevenga”, ––contestó D'Artagnan bebiendo.
Después de estas palabras de mal agüero, el gascón saludó a todos, que se levantaron y oyeron el ruido de
las espuelas y de las botas de aquél hasta que llegó al pie de la escalera.
––Por un instante creí que venía por mí, y no por mi dinero, –– dijo Fouquet, esforzándose en reírse.
––¡Por vos! ¿Y por qué? ––exclamaron los amigos del superintendente.
––No nos hagamos ilusiones, queridos hermanos míos en Epicuro, ––dijo Fouquet; ––no quiero hacer
comparaciones entre el más humilde pecador de la tierra y el Dios a quien adoramos; pero ese Dios dio un
día a sus amigos una comida que se llama la “Cena”, y que lo fue de despedida como la que estamos celebrando
en estos momentos.
Todos lanzaron una voz de dolorosa negativa.
––Cerrad las puertas, ––dijo Fouquet. Y cuando salieron todos los criados, añadió, bajando la voz: ––
¿Qué fui y quién soy, amigos míos? Reflexionadlo y responded. Si un hombre como yo, desciende desde el
momento en que deja de elevarse. No tengo ya dinero ni crédito; sólo tengo enemigos poderosos y amigos
que nada pueden.
––Ya que os explicáis con tanta franqueza, ––exclamó Pelissón levantándose, ––también nosotros debemos
ser francos. Si estáis perdido, corréis a vuestra ruina y debéis deteneros. Ante todo, ¿qué dinero nos
queda?
––Setecientas mil libras, ––respondió Fouquet.
––El pan, ––murmuró su esposa.
––Haced que preparen relevos, y huid, ––dijo Pelissón.
––¿A dónde?
––A Suiza, a Saboya, pero huid.
––Si monseñor huye, ––dijo la Belliere, ––dirán que es culpable y que ha tenido miedo.
––Más todavía, ––repuso Fouquet, ––dirán que me he llevado veinte millones.
––Escribiremos memorias para justificaros, ––dijo La Fontaine; ––huid.
––Me quedo, ––replicó Fouquet; ––además ¿no se me presenta todo bien?
––Poseéis Belle-Isle, ––exclamó el cura Fouquet.
Y allá voy en línea recta al encaminarme a Nantes, ––repuso el superintendente. ––Así pues, tengamos
paciencia.
––Pero antes de llegar a nantes, ¡cuánto camino! ––objetó la esposa del ministro.
––Lo sé, ––replicó Fouquet: ––pero ¿qué hacer? El rey me llama a los estados, y aunque sé que es para
perderme, no puedo menos de partir, so pena de mostrarme receloso.
––Pues bien, ––dijo Pelissón, ––yo he hallado la manera de conciliarlo todo. Vais a partir para nantes, pero
con algunos amigos y en vuestra carroza hasta Orleans, donde os embarcaréis en nuestro buque que os
conducirá hasta el fin del camino. Estad preparado para defenderos si os atacan, y para huir si os amenazan.
En una palabra, por lo que pueda suceder llevad todo el dinero que tengáis a mano; luego, y cuando queráis
os acercáis al mar y os embarcáis para Belle-Isle, y desde allí os dirigís adonde os plazca, semejante al
águila que sale y hiende el espacio cuando la desalojan de su nido.
Las palabras de Pelissón fueron acogidas con general aprobación.
––Sí, haced eso, ––dijo la esposa de Fouquet a su marido.
––Hacedlo, ––repitieron todos los amigos del superintendente.
––Lo haré, ––contestó Fouquet.
––Esta tarde misma.
––Dentro de una hora.
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––Inmediatamente.
––Las setecientas mil libras os servirán de base para labrar una nueva fortuna, ––dijo el padre Fouquet; –
–porque ¿quién nos impedirá que en Belle-Isle armemos corsarios?
––Y si fuere menester, saldremos a descubrir un nuevo mundo, ––añadió La fontaine, lleno de proyectos
y de entusiasmo.
Un golpe dado a la puerta interrumpió aquel concurso de alegría y de esperanzas.
––¡Un correo del rey! ––anunció el maestro de ceremonias.
Al anuncio siguió un silencio más profundo, como si el mensaje de que era portador el correo hubiera sido
una respuesta a todos los proyectos concebidos un instante hacía.
Todos esperaban a ver qué hacía Fouquet, cuya frente estaba cubierta de sudor, y que en realidad estaba
entonces bajo el dominio de su calentura.
Fouquet se fue a su gabinete para recibir el mensaje de Su Majestad.
Era tal el silencio, que desde el comedor se oyó la voz de Fouquet, que respondió:
––Está bien, caballero.
Aquella voz estaba alterada por la emoción.
Casi en seguida Fouquet llamó a Gourville, que atravesó la galería en medio de la expectación universal,
y por fin reapareció entre sus convidados; pero no pálido y descompuesto como al salir, sino lívido y desconocido.
Espectro viviente, Fouquet se adelantaba con los brazos caídos y seca la boca, como cadáver que
viniese a saludar a sus amigos de la vida. Al ver al ministro, todos se levantaron y se abalanzaron a él deshaciéndose
en lamentos. Fouquet miró a Pelissón, se apoyó en su esposa, y estrechó la mano a la Belliere.
––¿Y bien? ¿Qué pasa? ––preguntaron todos a una.
Fouquet abrió su crispada y sudorosa mano derecha y mostró un papel sobre el cual, y lleno de espanto,
se precipitó Pelissón, que leyó las siguientes líneas de puño y letra del rey:
“Mi querido y estimado señor fouquet: del dinero nuestro que todavía queda en vuestro poder, dadnos setecientas
mil libras que nos hacen falta hoy para nuestra partida.
Sabiendo que vuestra salud no es buena, suplicamos a dios que os la devuelva y os tenga en su santa
guarda. Luis”.
“La presente sirve de recibo.”
Un murmullo de espanto circuló por la sala...
––Bueno ––exclamó Pelissón a su vez, ––habéis recibido esta carta, ¿no es así?
––Así es, ––respondió Fouquet.
––¿Qué pensáis hacer?
––Nada, pues la he recibido. Si la he recibido es señal de que la he pagado, ––repuso el superintendente
con naturalidad que arrancó el corazón de sus amigos.
––¡Que habéis pagado! ––exclamó la esposa de Fouquet con desesperación. ––¡Entonces estamos perdidos!
––Vaya, dejémonos de palabras inútiles, ––dijo Pelissón. ––Ya que habéis perdido el dinero, salvad la
vida. ¡A caballo, monseñor! ¡A caballo!
––¡Pero si no puede sostenerse en pie!
––¡Ah! ––dijo el intrépido Pelissón, ––si entramos en reflexiones...
––Tiene razón. ––murmuró Fouquet.
––¡Monseñor! ¡Monseñor! ––gritó gourville subiendo de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.
––¿Qué hay?
––Como sabéis, he salido acompañando al correo de su Majestad con el dinero. Pues bien, al llegar a palacio
he visto...
––Toma un poco de aliento, amigo mío, estás sofocado.
––¿Qué habéis visto? ––preguntaron con impaciencia los amigos.
––He visto a los mosqueteros montar a caballo.
––Veis, veis ––exclamaron todos.
––No hay que perder minuto.
La señora de Fouquet se salió precipitadamente a la escalera y ordenó que engancharan.
––Señora, ––dijo la Belliere echándose en pos de aquélla y deteniéndola, ––por su salvación os lo ruego,
no demostréis nada ni manifestéis la menor alarma,
Pelissón salió para disponer que prepararan las carrozas.
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Mientras, Gourville recogió en un sombrero lo que los desconsolados y despavoridos amigos de Fouquet
pudieron depositar en él, última ofrenta, piadosa limosna hecha por la pobreza al infortunio.
Llevados por los unos y sostenido por los otros, el superintendente fue encerrado en su carroza.
Gourville se subió al pescante y empuñó las riendas, y Pelissón sostuvo en sus brazos a la desmayada esposa
de Fouquet. En cuando a la Belliere, fue más enérgica, y recibió el pago, recogiendo el último beso del
ministro.
CONSEJOS DE AMIGO
D'Artagnan y Fouquet partieron y éste con tal rapidez que aumentaba el tierno interés de sus amigos. Los
primeros momentos del viaje, o mejor, de esta fuga, fueron turbados por el continuo temor que inspiraban
al fugitivo los caballos y coches que tras sí veía. No era natural, en efecto, que Luis XIV dejase escapar su
presa. El joven león había husmeado la caza y tenía muy buenos perros para estar descuidado. Mas, insensiblemente,
todos los temores fueron desapareciendo: el superintendente, a fuerza de correr tomó tal delantera
a los perseguidores que, razonablemente, no podían alcanzarle. En cuanto al hecho, sus amigos encontraron
una excelente disculpa. ¿No debía ir a Nantes a reunirse con el rey? Pues su precipitación era prueba
de su celo.
Llegó cansado pero tranquilo a Orleans, en donde, gracias a los cuidados de su correo que le había precedido,
encontró una hermosa embarcación en forma de góndola, pero más larga y pesada, de las que entonces
hacían el servicio entre Nantes y Orleans por el Loira, travesía larga, aún hoy, que entonces parecía más
agradable y cómoda que no el camino real con sus caballos de posta y sus malas y mal suspendidas carrozas.
Fouquet partió en seguida. Los remeros, sabiendo que tenían el honor de conducir al superintendente de
“hacienda”, se prometían una buena gratificación si la merecían. La lancha voló sobre las aguas del Loira,
serenas y tranquilas, sobre las que se reflejaban los purpúreos rayos de un sol espléndido. Los ocho remeros
que llevaron a Fouquet como las alas llevan a los pájaros, eran tantos cuantos nunca se usaban en aquellas
embarcaciones, como no fuese para servir al mismo rey.
Fouquet dijo a su amigo Gourville, estrechándole la mano:
––Amigo mío, todo está jugado: recuerda tú el proverbio “Los primeros van delante”, y Colbert no trata
de adelantarme, Colbert es un hombre prudente.
Cuando llegó a Nantes, Fouquet subió a una carroza, que la ciudad le envió, no se sabe por qué, y se encaminó
a la casa de Ayuntamiento, escoltado por una gran muchedumbre que desde hacía algunos días llenaba
la ciudad en la expectativa de una convocatoria de estados. Apenas instalado el superintendente,
Gourville salió para hacer preparar los caballos en un camino de Poitiers y de Vannes y una barca en Paimboeuf;
y tal fue el misterio, la actividad y la generosidad que aquél desplegó, que nunca Fouquet, atacado
entonces por la calentura, estuvo más cerca de su salvación, salvo la cooperación del azar.
Circuló aquella noche por la ciudad el rumor de que el rey venía apresuradamente en caballos de posta, y
que se le esperaba entre diez y once.
El pueblo, esperando al rey, se regocijaba viendo a los mosqueteros, recién llegados con su capitán D'Artagnan,
y alojados en el palacio, en el que daban guardias de honor en todas las puertas.
D'Artagnan, que era muy cortés, como a las diez de la mañana se presentó en la habitación del superintendente
para ofrecerle sus respetos, y aunque éste sufría de calentura, y estaba hecho un mar de sudor, se
empeñó en recibir a D'Artagnan, que quedó contento de tal distinción, como se verá por la conversación
que ambos tuvieron.
Fouquet se acostó como quien ama la vida y economiza todo lo posible el delgadísimo hilo de la existencia.
D'Artagnan apareció en el umbral del dormitorio y fue saludado con afabilidad por el superintendente.
––Buenos días, monseñor, ––respondió el mosquetero ––¿qué tal os encontráis del viaje?
––Bastante bien, gracias.
––¿Y la calentura?
––Bastante mal. Como veis, estoy bebiendo. Apenas he sentado la planta en Nantes, le he impuesto una
contribución de tisana.
––Lo que primero debéis procurar es dormir, monseñor.
––De muy buena gana lo haría, señor de D'Artagnan.
––¿Qué os lo impide, monseñor?
––En primer lugar, vos.
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––¿Yo? ¡Ah! monseñor...
––Sin duda. ¿Por ventura aquí, como en París, no venís en nombre del rey?
––¡Por Dios! monseñor, ––replicó el capitán, ––dejad en reposo a Su Majestad. El día que venga de parte
del rey para lo que vos queréis decir, os doy palabra de no haceros languidecer. Me ve
réis empuñar la espada, según la ordenanza, y me oiréis decir de golpe y con ceremonia: Monseñor, os
arresto en nombre del rey. Fouquet se estremeció, tan natural y robusto había sido el acento del agudo gascón,
tan parecida había sido la ficción a la realidad.
––¿Me prometéis tal franqueza? ––dijo Fouquet.
––Palabra. Pero no hemos llegado a tal extremo.
––¿Qué os lo hace creer, señor de D'Artagnan? Yo creo lo contrario.
––El que no he oído hablar de nada.
––¡Je! je!
––¡Diantre! veo que a pesar de la fiebre estáis de buen humor, ––replicó el mosquetero. ––El rey no puede
ni debe impedir que uno os quiera de todo corazón.
––¿Y creéis que Colbert me quiere también tanto como decís? ––repuso el ministro haciendo una mueca.
––¿Quién os habla de Colbert? ––dijo D'Artagnan. ––Colbert es un hombre excepcional. Quizá no os
quiera; pero la ardilla puede preservarse de la culebra por poco que se empeñe en ello.
––Veo que me estáis hablando como amigo, señor de D'Artagnan, en mi vida he encontrado hombre de
más ingenio y de más corazón que vos.
––Es favor que me hacéis; pero os ponéis ronco, monseñor. Bebed.
D'Artagnan tomó una taza de tisana y se la ofreció con la más cordial amistad a Fouquet, que la tomó y
dio las gracias con una sonrisa.
––Esas cosas no le suceden a nadie más que a mí, ––exclamó D'Artagnan. ––He pasado diez años ante
vuestras barbas, cuando apaleabais el dinero, distribuíais en pensiones cuatro millo nes anuales, sin que
repararais en mí, y advertís que estoy en el mundo, precisamente en el momento...
––En que voy a derrumbarme. Es verdad, mi querido señor de D'Artagnan. Pues bien, si caigo, tened por
verdad lo que voy a deciros, no pasará día sin que me diga a mí mismo y golpeándome la frente: ¡Oh mor-
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tal insensato! ¡teníais a la mano al señor de D'Artagnan y no te serviste de
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que me han
dado, ––prosiguió D'Artagnan, ––es menester que os profese hondo afecto y que tenga empeño en que ninguna
vaya dirigida contra vos.
––Sin duda, ––repuso con distracción el ministro.
––¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar de habérmelas con un hombre como vos, que sois uno de los
primeros del reino, me las hubiera con una conciencia turbada e inquieta, me comprometía para siempre?
¡Qué buena ocasión la presente para quien quisiere poner tierra por medio! Ni policía, ni guardias, ni órdenes;
libre el agua, espedito el camino, el señor de D'Artagnan obligado a prestar sus caballos si se los pidieran...
Eso debe tranquilizaros, monseñor; porque es obvio que, de sustentar malos designios, el rey no me
habría dejado tan independiente. En verdad, señor fouquet, pedidme cuanto os agrade; estoy a vuestra disposición.
Lo único que reclamo de vos, si consentís, es que de mi parte saludéis a Aramis y a Porthos, digo
si os embarcáis para Belle-Isle, como tenéis derecho a hacerlo, en el acto, de bata, como estáis.
Con esto y una profunda reverencia, el mosquetero, cuyas miradas no habían perdido nada de su inteligente
benevolencia, salió del dormitorio y desapareció; pero aun no había legado a las gradas del vestíbulo,
cuando Fouquet, fuera de sí, tiró del cordón de la campanilla y gritó:
––¡Mis caballos! ¡mi esquife!
El superintendente, al ver que nadie le respondía, se vistió con lo que encontró a mano.
––¡Gourville!... ¡Gourville!... ––gritó el ministro.
Gourville entró pálido y jadeante.
––¡Partamos! ¡partamos! ––exclamó el superintendente al ver a su amigo.
––Es demasiado tarde, ––contestó Gourville.
––¡Demasiado tarde! ¿por qué?
––¡Escuchad!
Ante el palacio se oía el rumor de trompetas y tambores.
––¿Qué es eso, Gourville?
––Llega el rey, monseñor.
––¡El rey!
––El rey, que ha venido a marchas forzadas y reventando caballos y se ha anticipado ocho horas a todos
los cálculos.
––¡Estamos perdidos! ––murmuró Fouquet, ––¡Ah! buen D'Artagnan, has hablado demasiado tarde.
En efecto, en aquel instante el rey llegaba a Nantes, y a poco tronaron los cañones de las murallas y los
de un buque de guerra anclado en el río.
Fouquet frunció el ceño, llamó a sus ayudas de cámara e hizo que le pusieran el traje de ceremonia.
Desde su ventana y al través de las cortinas, el ministro vio la impaciencia del pueblo y gran número de
soldados que habían seguido al príncipe sin que pudiese adivinarse cómo.
El rey fue conducido a palacio con gran pompa, y Fouquet le vio apearse al pie del rastrillo y hablar al
oído de D'Artagnan que le tenía el estribo.
Apenas el rey hubo pasado la bóveda de entrada, el capitán se encaminó a casa de Fouquet, pero con lentitud
y parándose tantas veces para hablar a sus mosqueteros, formados en línea, que no parecía sino que
contaba los segundos a los pasos antes de cumplir la comisión que le dio el rey.
Al verle en el patio, el superintendente abrió la ventana para hablar con él.
––¡Cómo! ¿”aún” estabais aquí, monseñor? ––preguntó D'Artagnan.
––Sí, señor, ––respondió Fouquet exhalando un suspiro; ––la llegada del rey me ha sorprendido en lo
mejor de mis proyectos.
––¡Ah! ¿sabéis que el rey acaba de llegar?
––Le he visto. ¿Y ahora venís de su parte?
––A informarme de vuestra salud, monseñor, y si no es demasiado delicada, rogaros que os presentéis en
palacio.
––Sin perder minuto, señor de D'Artagnan.
––¡Malhaya! ––repuso el capitán; ––desde que el rey está aquí, ya nadie es dueño de pasearse a su albedrío;
ahora estamos bajo el imperio de la consigna, tanto vos como yo.
Fouquet exhaló otro suspiro, subió a una carroza, tanta era su debilidad, y se encaminó a palacio, escoltado
por D'Artagnan, cuya cortesía era ahora tan espantosa como consoladora y alegre había sido poco antes.
CÓMO EL REY LUIS XIV HIZO SU PEQUEÑO PAPEL
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Al apearse Fouquet para entrar en el palacio de Nantes, un hombre del pueblo se le acercó con el mayor
respeto y le entregó una carta.
D'Artagnan impidió que aquel hombre hablase con el ministro, y le alejó, pero la carta estaba ya en manos
del superintendente, que la abrió y la leyó, dando muestras de un vago terror que no pasó inadvertido al
mosquetero. Fouquet metió la carta en la cartera y siguió hacia las habitaciones de Luis XIV.
Al través de las ventanillas abiertas en cada piso del torreón, y subiendo tras Fouquet, D'Artagnan vio en
la plaza cómo el hombre de la carta miraba en torno de sí y hacía señales a otros que desaparecían por las
calles inmediatas después de haber repetido las señales hechas por el personaje que hemos indicado.
A Fouquet le hicieron esperar un rato en la azotea que hemos citado, que daba a un pasillo junto al cual
habían dispuesto el despacho del rey.
D'Artagnan se adelantó entonces al superintendente, a quien había acompañado respetuosamente, y entró
en el gabinete de su Majestad.
––¿Y bien? ––le preguntó Luis XIV, que al verle entrar cubrió con un gran paño verde el bufete atestado
de papeles.
––Está cumplida la orden, Sire.
––¿Y Fouquet?
––El señor superintendente está ahí, ––replicó D'Artagnan.
––Que le introduzcan aquí dentro de diez minutos, ––dijo el rey despidiendo con un ademán al gascón.
Este salió, pero apenas hubo llegado al pasillo, al extremo del que Fouquet estaba aguardando, cuando
volvió a llamarle la campanilla del monarca.
––¿No ha manifestado extrañeza alguna? ––preguntó Luis XIV.
––¿Quién, Sire?
––”Fouquet”, ––repitió el rey sin decir señor, particularidad que confirmó en sus sospechas al capitán de
mosqueteros.
––No, Sire.
––Está bien, podéis marcharos.
Fouquet no se había movido de la azotea donde le dejó su guía, y estaba leyendo nuevamente la carta,
concebida en estos términos:
“Se trama algo contra vos, y si no se atreven en palacio, será cuando regreséis a vuestra casa, ya cercada
por los mosqueteros. No entréis en ella, sino dirigios detrás de la explanada, donde os espera un caballo
blanco”.
Fouquet había reconocido la letra y el celo de Gourville, y no queriendo que, de sobrevenirle una desgracia,
aquel papel pudiese comprometer a su fiel amigo, hizo mil pedazos la carta y la arrojó al viento por el
pretil de la azotea.
D'Artagnan sorprendió al superintendente mientras éste estaba mirando revolotear por el espacio los últimos
pedazos de la carta. ––El rey os aguarda, monseñor, ––dijo el mosquetero. Fouquet avanzó con ademán
resuelto por el pasillo, en el que trabajaban Brienne y Rose, mientras Saint-Aignán, sentado en una
sillita no lejos de ellos y con la espada entre las piernas, parecía estar esperando órdenes y bostezaba.
A Fouquet le pareció extraño que Brienne, Rose y Saint-Aignán, siempre tan corteses y obsequiosos,
apenas se hubiesen movido al pasar él, el superintendente. Pero ¿qué podía esperar de los cortesanos aquel
a quien el rey ya solamente llamaba Fouquet?
El ministro irguió la cabeza, y, resuelto a arrostrarlo todo de frente, entró en el gabinete de Luis XIV tan
pronto una campanilla que ya nos es conocida le hubo anunciado a Su majestad.
Luis le saludó con la cabeza, sin levantarse, y le preguntó con interés por su salud.
––Estoy con un acceso de fiebre, Sire, ––respondió el superintendente; ––pero a la orden de Vuestra Majestad.
––Bien: mañana se reúnen los estados; ¿tenéis preparado algún discurso?
––No, Sire; pero improvisaré uno. Conozco bastante los asuntos que van a tratarse para no quedarme cortado.
Sólo querría hacer una pregunta: ¿me da Vuestra Majestad licencia para que se la dirija?
––Hacedla.
––¿Por qué, siendo vuestro primer ministro, Sire, no os dignasteis advertirme en París?
––Porque estabais enfermo y no quería causaros fatiga alguna.
––Nunca me fatigan el trabajo y las explicaciones, Sire, y pues ha llegado para mí el momento de pedir
una explicación a mi soberano...
––¿Sobre qué?
––Sobre las intenciones de Vuestra Majestad respecto de mí. Luis XIV se sonrojó.
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––Sire, ––prosiguió Fouquet con viveza, ––he sido calumniado y debo provocar una información.
––Habláis inútilmente, ––replicó el monarca: ––yo sé lo que sé.
––Vuestra majestad no puede saber más que lo que le han dicho, y yo no os he dicho nada, Sire. mientras
los demás han hablado qué sé yo cuántas veces.
––¿Qué queréis decir? ––prorrumpió Luis XIV anheloso de dar fin a aquella embarazosa conversación.
––Voy al hecho, sire, y acuso a un hombre de perjudicarme ante vos.
––Nadie os perjudica, señor Fouquet.
––Esta respuesta, Sire, me prueba que yo tenía razón.
––Señor Fouquet, no me gusta que acusen.
––¡Cuando uno es acusado!
––Basta, ya hemos hablado demasiado sobre esto.
––¿Luego Vuestra Majestad no quiere que me justifique?
––Os repito que no os acuso.
Es evidente que ha tomado una resolución, pensó Fouquet retrocediendo un paso y haciendo una ligera
inclinación con la cabeza. Sólo tiene esa obstinación el que no puede volverse atrás. Sería menester estar
ciego para no ver ahora el peligro, vacilar sería una nedesad. Y en voz alta preguntó:
––¿Me ha enviado a buscar Vuestra Majestad para algún trabajo?
––No, sino para daros un consejo.
––Lo espero con el mayor respeto, Sire.
––Descansad; no prodiguéis más vuestras fuerzas. La sesión de los estados será corta, y cuando mis secretarios
la hayan cerrado, no quiero que en Francia se hable de hacienda en quince días.
––¿Nada tiene que decirme Vuestra Majestad sobre la reunión de los estados?
––No.
––¿A mí, superintendente de hacienda?
––Os ruego que descanséis; nada más tengo que deciros.
Fouquet se mordió los labios y bajó la cabeza con señales evidentes de meditar algo grave.
––¿Acaso os fastidia veros obligado a descansar? ––dijo el rey, contaminado por la inquietud que se veía
en el rostro del ministro.
––Sí, Sire, no estoy acostumbrado al reposo.
––Estáis enfermo y es menester que os cuidéis.
––¿No me ha hablado Vuestra Majestad de un discurso que debe pronunciarse mañana?
Esta pregunta le turbó, el rey no respondió.
Fouquet sintió el peso de aquella vacilación, y creyó ver en los ojos del príncipe el peligro que él precipitaría
con sus recelos. Si hago ver que tengo miedo, ––dijo entre sí el ministro––, estoy perdido.
Al monarca, le tenía desasosegado la desconfianza de Fouquet.
Como la primera palabra que me dirija sea dura, ––continuó el ministro pensando––, si se irrita o finge
irritarse para tomar un pretexto, ¿cómo salgo del apuro? Suavicemos la pendiente. Gourville tenía razón. Y
alzando la voz, dijo de pronto:
––Sire, pues veláis por mi salud hasta el punto de dispensarme de todo trabajo, ¿os dignaríais excusarme
de asistir al consejo de mañana? Así podría pasar en cama el día, y probaría un remedio contra estas malditas
fiebres si tuvieseis a bien cederme vuestro médico.
––Concedido. Os enviaré mi licencia para mañana, os enviaré mi médico, y recobraréis la salud.
––Gracias, Sire, ––dijo fouquet inclinándose. Y tomando una resolución prosiguió:
––¿Tendré la honra de conducir a Vuestra Majestad a BelleIsle, a mi casa?
––El ministro miró cara a cara al rey para juzgar del efecto de su proposición.
––¿Sabéis lo que decís? ––replicó el monarca sonrojándose otra vez y esforzándose en sonreírse. ––
¿Belle-Isle vuestra casa?
––Es cierto, Sire.
––¿Habéis olvidado, ––;prosiguió Luis XIV con el mismo tono jovial, ––que me donasteis Belle-Isle?
––No lo he olvidado, Sire, pero como todavía no habéis tomado posesión de ella, ahora podríais hacerlo.
––Con mucho gusto.
––Por otra parte ésta era la intención de Vuestra majestad, que era la mía, y no sabría deciros cuán satisfecho
y orgulloso me he sentido al ver venir de París toda la casa militar del rey para esa toma de posesión.
––No he traído solamente para eso a mis mosqueteros, ––balbuceó el rey.
––Lo supongo, ––dijo con viveza el superintendente: ––Vuestra Majestad sabe muy bien que le basta ir
solo a BelleAsle con un bastoncito para que a su presencia se derrumben todas las fortificaciones.
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––No, ––exclamó el rey, ––no quiero que unas fortificaciones tan costosas se derrumben. Queden en pie
contra los holandeses y los ingleses. Lo que yo deseo ver en Belle-Isle, no lo adivinaríais: son las hermosas
campesinas, solteras y casadas, del interior o de la costa, que bailan tan bien y son tan seductoras con sus
sayas rojas. Me han dicho grandes alabanzas de vuestras vasallas, señor superintendente; mostrádmelas.
––Cuando Vuestra Majestad quiera.
––¿Tenéis dispuesto algún buque?
––No, Sire, ––respondió el superintendente, que vio la poco hábil indirecta; ––como ignoraba que Vuestra
Majestad tuviera tal deseo, y sobre todo que tuviese tanta prisa por ver a BelleIsle, no he hecho preparativos.
––Sin embargo, ¿no tenéis una embarcación?
––Cinco poseo, sire, pero unas están en Port y otras en Paimboeuf, y para legar adonde están y hacer que
vengan, se necesitan a lo menos veinticuatro horas. ¿Quiere Vuestra Majestad que envíe un correo o que
vaya yo por alguna de ellas?
––Dejad que pase vuestra calentura. Aguardad a mañana.
––Decís bien, Sire... ¿Quién sabe qué ideas tendremos mañana? ––replicó Fouquet, ya libre de toda duda
e intensamente pálido.
El rey se estremeció y alargó la mano hacia su campanilla; pero el ministro se le anticipó, diciendo:
––Sire, me da la calentura y estoy tiritando. Si estoy aquí un segundo más, es fácil que me desmaye. Déme
Vuestra majestad licencia para ir a acostarme.
––En efecto, tiritáis, y da compasión veros. Recogeos, señor Fouquet; ya enviaré a preguntar por vuestra
salud.
––Vuestra Majestad me colma de atenciones. Dentro de una hora estaré mucho mejor.
––Quiero que alguien os acompañe, ––dijo el rey.
––Como os plazca, Sire; de buena gana me apoyaría en el brazo de alguno.
––¡Señor de D'Artagnan! ––gritó el rey tocando de la campanilla.
––¡Oh! Sire, ––repuso Fouquet riéndose de un modo que dio calambres al soberano, ––¿para que me
acompañe a mi casa me dais al capitán de mosqueteros? Es un honor muy equívoco, Sire. Me basta un simple
lacayo.
––¿Por qué, señor Fouquet? ¿No me acompaña a mí el señor de D'Artagnan?
––Sí, Sire; pero cuando os acompaña es para obedecer, en tanto que yo...
––¿Qué?
––En tanto que yo, Sire, si entro en mi casa con vuestro capitán de mosqueteros, la gente va a decir que
habéis mandado arrestarme.
––¡Arrestaros! ––profirió Luis XIV, poniéndose todavía más pálido que fouquet.
––¿Por qué no, sire? ––prosiguió Fouquet sin cesar de reírse. ––Y apostaría que algunos se alegrarían de
ello.
Esta salida desconcertó al monarca que, gracias a la habilidad de Fouquet, retrocedió ante la apariencia
del golpe que estaba meditando, v al ver entrar a D'Artagnan, ordenó a éste que designara un mosquetero
para que acompañase al superintendente.
––Es inútil, ––repuso Fouquet; ––espada por espada, prefiero a Gourville, que me está aguardando abajo;
pero esto no impide que yo goce de la compañía dei señor D'Artagnan, que me gustaría que viese Belle-
Isle, siendo tan perito en materia de fortificaciones. D'Artagnan se inclinó sin comprender nada.
Fouquet hizo una nueva reverencia, y se salió afectando la lentitud del hombre que se pasea; una vez fuera
de palacio, dijo entre sí mientras desaparecía entre la muchedumbre:
––Estoy salvado. Si, verás a Belle-Isle, rey infame, pero cuando ya no estaré en ella.
––Capitán, ––dijo el rey al mosquetero, ––vais a seguir al señor Fouquet a cien pasos de distancia. Se encamina
a su casa, y allá vais a ir vos también; le arrestáis en mi nombre y le encerráis en una carroza.
––¿En una carroza? Corriente.
––De manera que por el camino no pueda hablar con persona alguna, ni arrojar ningún escrito.
––Lo que Vuestra Majestad me ordena es muy dificil; yo no puedo hacer morir por asfixia al señor Fouquet,
y si me pide que le deje respirar, no voy a impedírselo cerrando cristales y cortinillas. Ya veis, pues,
que puede gritar y arrojar papeles por la ventanilla.
––Y está previsto el caso; los dos inconvenientes de que acabáis de hablar los obviará una carroza con un
enrejado de hierro.
––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan; ––pero como no hay quien labre en media hora un enrejado de hierro para
una carroza, y Vuestra Majestad me ordena que vaya enseguida a casa del señor Fouquet...
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––Ya está, ––replicó el rey.
––Esto es distinto, ––repuso el capitán.
––Todo está pronto, y el cochero y el lacayo aguardan en el patio de servicio.
––Sólo me falta preguntar adónde debo conducir al señor Fouquet, ––dijo D'Artagnan inclinándose.
––Por ahora al castillo de Angers. Luego, veremos. ¡Ah! ya habéis notado que para arrestar al señor Fouquet
no me valgo de mis guardias, lo cual pondrá furioso al señor de Gesvres. Esto quiere decir que tengo
confianza en vos.
Ya lo sé, Sire, y es inútil que lo ponderéis.
––Os lo he dicho con el objeto de manifestaros que si, por casualidad, por una casualidad cualquiera, el
señor Fouquet se evadiera... Porque se han dado casos, señor capitán...
––Con frecuencia, Sire; pero eso va con los demás, no conmigo.
––¿Por qué no con vos?
––Porque por un instante he tenido la idea de salvar al señor Fouquet.
El rey se estremeció.
––Porque, ––prosiguió el capitán, ––habiendo adivinado yo vuestro plan sin que vos me hubieseis dicho
sobre él una palabra, y siéndome simpático el señor Fouquet, al intentar salvarlo estaba en mi derecho.
––En verdad, no podéis tranquilizarme respecto de vuestros servicios, ––repuso el soberano.
––Si yo lo hubiese salvado entonces, mi inocencia no pudiera negarse; y me aventuro a decir que habría
obrado bien, porque el señor fouquet no es un criminal. Pero en vez de escucharme, se ha entregado en brazos
del destino, y ha dejado escapar la hora de la libertad. El sufrirá las consecuencias. Ahora he recibido
órdenes para mí ineludibles; por lo tanto, dad por arrestado al señor superintendente, Sire, y por encerrado
en el castillo de Angers.
––Todavía no le habéis echado la mano, capitán.
––Esto es cosa mía; cada uno a lo suyo, Sire. Lo único que os digo, es que lo reflexionéis con madurez.
¿Me dais formalmente la orden de arrestar al señor Fouquet, Sire?
––No una, sino mil veces os la doy si fuera menester.
––Pues venga por escrito.
––Aquí está.
D'Artagnan la leyó, saludó al monarca, salió, y al legar a la azotea vio pasar todo satisfecho a Gourville
en dirección de la casa del superintendente.
EL CABALLO BLANCO Y EL CABALLO NEGRO
––Es sorprendente, ––dijo entre sí el gascón; ––¡Gourville corriendo alegre por la calle, cuando está casi
seguro de que al señor fouquet le amaga un peligro, y cuando es también casi seguro de que él es quien ha
avisado al superintendente por medio de la carta que éste ha rasgado en mil pedazos aquí mismo! ¿Gourville
se restrega las manos? señal de que ha hecho algo de provecho. ¿De dónde vendrá? Llega por la calle de
las Hierbas. ¿Adónde va a parar esa calle?
D'Artagnan miró por encima de las casas de nantes, dominadas por el palacio, la línea trazada por las calles,
como pudiera haberlo hecho en el plano topográfico; sólo que en vez de un papel extendido, vacío y
desierto, el plano viviente se levantaba en relieve con los movimientos, el vocerío y las figuras de personas
y cosas. Extramuros se extendía la verde llanura, cerrada por el encendido horizonte y surcada por las azuladas
aguas del Loira y por las verdinegras aguas de los pantanos. De las puertas de nantes partían dos
blancos caminos que divergían como dos dedos separados de una mano gigantesca.
D'Artagnan, que había abrazado con una mirada todo el panorama, siguiendo la línea de la calle de las
Hierbas, fue a parar con la vista al punto de partida de uno de los caminos: y ya se disponía a salir de la
azotea para entrar en el torreón y bajar a buscar la enrejada carroza para irse a casa del señor Fouquet,
cuando le llamó la atención algo que avanzaba por aquel camino.
––¿Qué es aquello que se mueve allá abajo? ––dijo entre sí el mosquetero. ––Un caballo, un caballo desbocado
sin duda.
El objeto movedizo se separó del camino y se metió por los sembrados.
––¡Un caballo blanco! ––continuó el gascón, que acababa de ver resaltar el color del animal sobre la oscura
alfalfa; ––¡y lo monta alguno! De fijo que el jinete es un muchacho, y que el caballo, sediento, lo lleva
al diagonalmente hacia un abrevadero.
El caballo blanco corría, corría siempre hacia el Loira a cuyo extremo se veía una pequeña embarcación.
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¡Oh! ¡Oh! ––murmuró el mosquetero, ––sólo un hombre que huye corre de tal suerte al través de tierras
de labor; sólo un Fouquet, un hacendista puede correr así en pleno día y montan do un caballo blanco: sólo
un señor de Belle-Isle puede huir hacia el mar, cuando en tierra hay bosques tan cerrados; y sólo hay un
D'Artagnan en el mundo capaz de alcanzar a Fouquet, que lleva media hora de delantera, y antes de una
hora habrá llegado a la embarcación que le espera.
Dicho esto, el gascón mandó que la carroza del enrejado saliese a escape hacia un bosquecillo situado
fuera de Nantes, y, escogiendo su mejor caballo, subió sobre él, echó por la calle de las Hierbas, y tomó, no
el camino que llevaba Fouquet, sino la orilla del Loira, seguro de que así ganaría diez minutos sobre el total
del trayecto, y, en la intersección de las dos líneas, alcanzaría al fugitivo, que no podía presumir que por
aquel lado le persiguiesen.
En la rapidez de su carrera, con la impaciencia del perseguidor, animándose como en la caza y en la guerra,
D'Artagnan, tan amable y tan bueno con Fouquet, se volvió feroz y caso sanguinario.
Mientras corrió por largo tiempo sin ver al caballo blanco, su furor tomó todos los caracteres de la rabia.
Dudando de sí mismo, supuso que Fouquet se había abismado en un camino subterráneo, o cambiado el
caballo blanco por uno de aquellos famosos caballos negros, veloces como el viento, que D'Artagnan admiraba
y envidiara tantas veces en San Mandé. En aquellos momentos, cuando el viento escocía los ojos y
le arrancaba lágrimas, y la silla quemaba, y el caballo, abiertas sus carnes por las espuelas, rugía de dolor y
hacía volar con sus pies la arena y los guijarros, D'Artagnan levantábase sobre sus estribos, y al no ver nada
en el agua ni bajo la arboleda, buscaba en el aire como un insensato, y devorado por el temor del ridículo,
decía sin cesar:
––¡Yo! ¡yo burlado por un Gourville! Se dirá que envejezco, o que he recibido un millón para dejar huir
a fouquet.
Y hundía sus espuelas en los ijares de su caballo, que en dos minutos había recorrido una legua.
De repente y al extremo de una dehesa, allende la valla, D'Artagnan vio aparecer y desaparecer para aparecer
de nuevo y permanecer visible en un terreno más elevado, una forma blanca que le hizo estremecerse
de alegría y serenarse en seguida.
Se enjugó la frente, abrió las rodillas, y, recogiendo las riendas, moderó el paso del vigoroso animal, su
cómplice en aquella caza del hombre.
Entonces pudo estudiar la forma del camino, y su situación respecto de fouquet.
Este había fatigado a su caballo al atravesar las tierras, y conociendo cuán necesario le era llegar a un
suelo más duro, buscaba el camino por la secante más corta.
D'Artagnan seguí en línea recta por la pendiente del acantilado que le ocultaba a la vista de su enemigo,
para cortarle el paso al llegar al camino, donde iba a principiar la verdadera carrera, a entablarse la lucha.
D'Artagnan dejó respirar a su caballo, notó que el superintendente hacía lo mismo con el suyo. Pero como
ambos llevaban demasiada prisa para continuar mucho tiempo a aquel paso, el caballo blanco partió
como una flecha en cuanto pisó en terreno más resistente. D'Artagnan aflojó las riendas, y su caballo negro
tomó el galope.
Ambos seguían el mismo camino; los cuádruples ecos de la carrera se confundían; Fouquet aun no había
advertido la presencia de D'Artagnan. Pero al la salida de la pendiente, sólo un eco hirió los aires, el de los
pasos de la cabalgadura del mosquetero, que producía el efecto del trueno.
Fouquet se volvió, y al ver a un centenar de pasos a su espalda a su enemigo inclinado hasta el cuello de
su corcel, ya no dudó que le perseguía un mosquetero, al que conoció por su bruñido tahalí y su roja casaca.
Fouquet, pues, aflojó también las riendas a su caballo, que puso entre él y su adversario veinte pies más de
distancia.
¡Ah! ––dijo entre sí D'Artagnan con inquietud, ––el caballo que monta Fouquet no es de los ordinarios.
Y examinó las particularidades de aquel corcel; vio que tenía redonda la grupa, larga y enjuta la cola, patas
delgadas y secas como alambres y cascos más duros que el mármol.
D'Artagnan picó a su caballo, perola distancia continuó siendo igual.
El mosquetero prestó oído atento pero no oyó ni un resoplido del caballo blanco, no obstante dejar atrás
los vientos.
El caballo negro, por el contrario, empezaba a roncar como si le hubiese dado un ataque de tos.
––Aunque reviente mi caballo, ––pensó D'Artagnan, ––debo darle alcance.
Y rasgando la boca del pobre animal y lacerándole las carnes vivas con sus espuelas, logró ganar sobre
fouquet unas veinte toesas, es decir a tiro de pistola.
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––¡Animo! ¡Animo! ––murmuró el mosquetero; ––el caballo blanco quizá se debilite también, y si no cae
el caballo, caerá su amo. Pero caballo y caballero, continuaron derechos unidos, y poco a poco ganaron
terreno.
D'Artagnan lanzó un grito salvaje que hizo volver el rostro al Fouquet, cuya montura conservaba bastantes
fuerzas.
––¡Famoso caballo! ––dijo con ronca voz D'Artagnan. ––¡Voto al diablo! señor Fouquet, en nombre del
rey, daos preso. ––Y al ver que fouquet no respondía, aulló: ––¿Me habéis oído, señor Fouquet?
El caballo de D'Artagnan dio un paso en falso.
––Sí, contestó lacónicamente el ministro.
D'Artagnan estuvo para volverse loco, la sangre afluyó a las sienes y a los ojos.
––¡En nombre del rey, deteneros, u os derribo de un pistoletazo! ––gritó el mosquetero.
––Derribadme, ––exclamó fouquet corriendo siempre. D'Artagnan tomó una de sus pistolas y la amartilló,
esperando que el ruido al amartillarla detendría a su enemigo. También vos lleváis pistolas, defendeos,
––le dijo.
Fouquet volvió el rostro, y mirando al gascón cara a cara, se desbrochó con la mano derecha el jubón; pero
no tocó a las pistoleras.
Entre ellos apenas había veinte pasos.
––¡Voto al diablo! ––exclamó D'Artagnan, ––no os asesinaré; si no queréis disparar contra mí, rendíos.
¿Qué es la prisión?
––Prefiero morir, ––respondió Fouquet; ––así sufriré menos.
––Bueno, os prenderé vivo, ––repuso D'Artagnan loco de desesperación y arrojando su pistola.
Y haciendo un prodigio de que sólo era él capaz, puso su caballo a diez pasos del caballo blanco; ya estiraba
la mano para agarrar su presa, cuando Fouquet exclamó:
––Matadme; es más humano.
––No, vivo, vivo.
Pero el caballo de D'Artagnan dio otro paso en falso, y perdió terreno, y Fouquet se adelantó.
Al galope desencadenado había seguido el trote largo, y a éste el simple trote; la carrera parecía tan frenética
como al principio a aquellos fatigados atletas.
––¡A vuestro caballo, no a vos! ––gritó D'Artagnan fuera de sí, empuñando la segunda pistola y disparando
sobre el caballo blanco. El animal, herido en la grupa, dio un brinco terrible y se encabritó; pero el de
D'Artagnan caía muerto.
––Estoy deshonrado, ––dijo entre sí el mosquetero, ––soy un miserable. Y levantando la voz, añadió: ––
Señor Fouquet, por favor, echadme una de vuestras pistolas para levantarme la tapa de los sesos.
Fouquet siguió su marcha.
––¡Por favor, por favor! ––exclamó D'Artagnan, ––lo que no queréis en este instante, le haré dentro de
una hora. Hacedme este favor, señor Fouquet: dejadme que me mate aquí, en este camino, y así moriré como
un valiente estimado.
Fouquet continuó trotando y callado.
D'Artagnan echó a correr tras su enemigo, y sucesivamente fue arrojando al suelo su sombrero y su casaca,
que le incomodaban, la vaina de su espada, que se le metía entre las piernas, y por último no pudiendo
sostenerla en la mano, su espada.
El caballo blanco agonizaba, y D'Artagnan iba acercándose. Agotadas ya las fuerzas, el animal pasó del
trote al paso corto, y poseído del vértigo y echando sangre y espuma por la boca, mo vía violentamente la
cabeza. D'Artagnan hizo un esfuerzo desesperado; de un brinco se echó sobre Fouquet, y asiéndole de una
pierna, dijo con voz entrecortada y jadeante:
––Os arresto en nombre dei rey. Ahora sacadme los sesos de un pistoletazo, los dos habremos cumplido
con nuestro deber. Fouquet arrojó lejos de sí, al río, las dos pistolas de que pudiera haberse apoderado el
gascón, y se apeó, diciendo:
––Me entrego. Ahora apoyaos en mi brazo, pues vais a desmayaros.
––Gracias, ––murmuró D'Artagnan que efectivamente, sintió que le faltaba la tierra y el cielo se le venía
encima, y cayó sin fuerzas y sin aliento.
Fouquet bajó al río, recogió agua en su sombrero, y volviendo adonde el mosquetero, le refrescó las sienes
y le vertió algunas gotas en los labios.
D'Artagnan se incorporó, mirando alrededor y al ver al ministro con su humedecido sombrero en la mano
y sonriendo con inefable dulzura, exclamó:
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––¡Cómo! ¿no habéis huido? ¡Ah, monseñor!, en punto a lealtad, corazón y alma, el verdadero rey no es
el Luis del Louvre, ni el Felipe de Santa Margarita, sino vos, el proscrito, el condenado.
––Pero, ¿cómo vamos a arreglarnos para regresar a Nantes? Estamos muy lejos.
––Es verdad, ––contestó el mosquetero.
––Quizás el caballo pueda regresar. ¡era tan buen corcel! subíos sobre él, señor de D'Artagnan; yo iré a
pie hasta que hayáis descansado.
––¡Pobre bestia! ¡Herida! ––dijo el gascón.
––Todavía podrá caminar, la conozco: pero montemos sobre ella los dos.
––Probemos ––repuso el capitán.
Cuando el caballo sintió el doble peso, vaciló: mas se repuso y anduvo por algunos minutos, luego cayó
junto al caballo negro.
––El destino quiere que vayamos a pie; magnífico pase, ––dijo Fouquet apoyándose en el brazo de D'Artagnan.
––Mal día para mí, ¡Voto a mil bombas! ––exclamó el mosquetero con la mirada fija, frunciendo el ceño
y el corazón triste.
Lentamente hicieron Fouquet y D'Artagnan las cuatro leguas que les separaba del bosque, tras el cual les
esperaba la carroza con una escolta. Al ver Fouquet la siniestra máquina, se volvió hacia D'Artagnan, que
avergonzado por Luis XIV bajó los ojos, y dijo:
––Poco generoso es el hombre que ha concebido la idea, señor de D'Artagnan, y ese hombre no sois vos.
¿Para qué ese enrejado?
––Para impediros que arrojéis por la ventanilla algún escrito.
––Es ingenioso.
––Pero, si no escribir, podéis hablar.
––¿Con vos?
––Si os place.
Fouquet se quedó pensativo, y después dijo, mirando cara a cara al capitán.
––Una sola palabra; ¿la retendréis?
––Sí, monseñor.
––¿La trasmitiréis a quien yo quiero?
––La trasmitiré.
––”San Mandé”, ––dijo en voz baja fouquet.
––Está bien. ¿Y a quién tengo que transmitirla?
––A la señora de Belliere o a Pelissón.
––Lo haré.
La carroza atravesó Nantes y tomó el camino de Angers.
EN EL CUAL LA ARDILLA CAE Y LA CULEBRA VUELA
Eran las dos de la tarde, y el rey, inquieto, iba y venía de su gabinete a la azotea, abriendo de vez en
cuando la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios.
Colbert, sentado en el mismo sitio en que Sain-Aignán pasó tanto tiempo por la mañana, estaba conversando
en voz baja con Brienne. Luis XIV abrió de pronto la puerta y les preguntó:
––¿De qué estáis hablando?
––De la primera sesión de los estados. ––respondió Brienne levantándose.
––Está bien, ––repuso el monarca entrando otra vez.
Cinco minutos después la campanilla llamó a rose, por ser ya la hora de despacho.
––¿Habéis acabado vuestras copias? ––preguntó el rey.
––Aun no, Sire.
––Ved si ha regresado el señor de D'Artagnan.
––Todavía no.
––¡Es extraño! ––murmuró el rey. ––Llamad al señor Colbert.
Colbert entró.
––Señor Colbert, ––dijo el rey con viveza, ––sería del caso indagar qué ha sido del señor de D'Artagnan.
––¿Y dónde quiere Vuestra Majestad que se le busque? ––repuso con toda calma el intendente.
––¿No sabéis adónde le he enviado? ––replicó con aspereza el monarca.
––Vuestra Majestad no me lo ha dicho.
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––Hay cosas que se adivinan, y sobre todo vos las adivináis.
––Yo puedo suponer, pero me está vedado adivinar del todo.
Apenas Colbert dijo esto, una voz más ruda que la del rey interrumpió la conversación empezada entre el
monarca y el intendente.
––¡D'Artagnan! ––exclamó Luis XIV lleno de alegría.
––Sire, ––preguntó el mosquetero, pálido y de pésimo humor, ––¿ha sido Vuestra Majestad quien ha dado
órdenes a mis mosqueteros?
––¿Qué órdenes? ––preguntó el rey.
––Respecto de la casa del señor Fouquet.
––No. ––contestó Luis.
––¡Ah! ––repuso D Artagnan royéndose el bigote. Y señalando a Colbert, añadió: ––No me engañé, es
ese caballero.
––¿Qué orden? Vamos a ver, ––dijo el monarca.
––La de revolver toda la casa, apalear a los criados y empleados del señor de Fouquet, fracturar los cajones,
en una palabra, saquear una morada tranquila. Eso es una salvajada, ¡voto al diablo!
––¡Caballero!... ––repuso colbert intensamente pálido. ––Señor Colbert, ––atajó D'Artagnan, ––sólo el
rey tiene el derecho de mandar a mis mosqueteros. A vos os lo vedo, y ante Su Majestad os lo digo. ¿Os
habéis figurado que un caballero que ciñe espada es un bergante que lleva la pluma a la oreja?
––¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ––exclamó el rey.
––No puede darse mayor humillación. ––prosiguió el mosquetero; ––mis soldados están deshonrados, yo
no mando retires o escribientes de la intendencia.
––Pero vamos a ver ¿que pasa? ––dijo con voz de autoridad el monarca.
––Pasa, Sire, que este caballero, que no puede haber adivinado las órdenes de Vuestra Majestad, y por lo
tanto no ha sabido que había salido para arrestar al señor Fouquet, el caballero, que ha hecho construir una
jaula de hierro para encerrar en ella a su amo de ayer, ha enviado a Roncherat a casa del señor fouquet, para
apoderarse de los papeles de éste, y no han dejado mueble sano. Mis mosqueteros, en cumplimiento de mis
órdenes, cercaban la casa desde la mañana. Y pregunto yo: ¿por qué se han propasado a hacerlos entrar?
¿Por qué les han hecho cómplices del saqueo, obligándoles a presenciarlo? ¡Vive Dios! Nosotros ser, vimos
al rey, pero no el señor Colbert.
––¡Señor de D'Artagnan! ––repuso con severidad Luis XIV, –– no permito que en mi presencia se hable
en ese tono.
––He obrado en pro de Su Majestad, ––dijo Colbert con voz alterada, ––y es para mí muy duro verme
tratado tan mal por un oficial del rey, tanto más cuanto no puedo replicaros por vedármelo el respeto que
debo al mi soberano.
––¡El respeto que debéis a vuestro soberano! ––prorrumpió D'Artagnan echando llamas por los ojos. El
respeto que debe uno al su soberano consiste ante todo en hacer respetar su autoridad y hacer amable su
persona. Todo agente de un poder absoluto representa ese poder, y cuando los pueblos maldicen la mano
que los maltrata, Dios les pide cuentas a la mano real, ¿oís?
D'Artagnan tomó una actitud altiva, y con la mirada fiera, la mano sobre la espada y temblándole los labios,
fingió más cólera que sentía.
Colbert, humillado y devorado por la rabia, saludó al rey como pidiéndole licencia para retirarse.
El rey, contrariado en su orgullo y en su curiosidad, no sabía qué hacer. D'Artagnan, al verle titubear,
comprendió que de quedarse más tiempo en el gabinete sería cometer una falta; lo que él quería era conseguir
un triunfo sobre Colbert, y la única manera de conseguirlo era herir tan hondo y en lo vivo al rey, que a
éste no le quedase otra salida que escoger entre uno y otro antagonista.
D'Artagnan se inclinó; pero el rey, que ante todo quería saber nuevas exactas sobre el arresto del superintendente
de hacienda, se olvidó de colbert, que nada nuevo tenía que decir, y llamó a su capitán de mosqueteros,
diciéndole:
––Señor de D'Artagnan, explicadme primero cómo habéis hecho mi comisión; luego descansaréis.
El gascón, que iba a salir, se detuvo a la voz del rey y retrocedió.
Colbert se inclinó ante él, se irguió a medias ante el mosquetero, y, con los ojos animados de fuego siniestro,
y la muerte en el corazón, salió del gabinete.
––Sire, ––dijo D'Artagnan ya solo con el monarca y más tranquilo, ––sois un rey joven, y a la aurora es
cuando uno adivina si el día será hermoso o triste. ¿Qué queréis que augure de vuestro reinado el pueblo
que dios ha puesto bajo vuestra ley, si dejáis que entre vos y él se interpongan ministros todo cólera y vio-
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lencia? Pero hablemos de mí, Sire, dejemos una discusión que os parece ociosa y tal vez inconveniente. He
arrestado al señor Fouquet.
––Largo tiempo os ha costado, ––repuso con acritud el monarca.
––Veo que me he explicado mal, ––dijo D'Artagnan mirando con fijeza a Luis XIV. ––¿He dicho a Vuestra
Majestad que he arrestado al señor Fouquet?
––Sí, ¿y qué?
––Que rectifico diciendo que el señor Fouquet me ha arrestado a mí.
Entonces Luis XIV enmudeció de sorpresa, D'Artagnan, con su mirada de lince, comprendió lo que pasaba
en el ánimo de su soberano, y, sin darle tiempo de hablar, contó, con la poesía y gracejo que tal vez únicamente
él poseía en aquel tiempo, la evasión de Fouquet, la persecución, la encarnizada carrera, y, por
último, la inimitable generosidad del superintendente, que pudiendo huir y matar a su perseguidor, había
preferido la prisión, y quizás otra cosa peor, a la humillación de aquel que quería arrebatarle su libertad.
A medida que iba narrando el capitán de mosqueteros, Luis XIV se agitaba y devoraba las palabras mientras
hacía chasquear unas contra otras sus uñas.
––Resulta, pues, Sire, a lo menos a mis ojos que el hombre que de tal suerte se conduce es caballeroso y
no puede ser enemigo del rey. Tal es mi opinión, Sire, os lo repito. Sé lo que me vais a decir, y ante todo
me inclino, pues para mí es muy respetable; pero soy soldado, y cumplida que me han dado, me callo.
––¿Dónde está ahora el señor Fouquet? ––preguntó tras un instante de silencio el monarca.
––En la jaula de hierro que para él ha mandado construir el señor Colbert, y que en este instante vuela
hacia Angers al galope de cuatro briosos caballos.
––¿Por qué os habéis separado de él por el camino?
––Porque Vuestra Majestad no me dijo que yo fuera hasta Angers. Y la mejor prueba de ello es que
Vuestra Majestad andaba buscándome hace poco. Además, me asistía otra razón, y es que, ante mí, el pobre
señor Fouquet no hubiera intentado evadirse.
––¿Decís? ––exclamó el rey estupefacto.
––He confiado su custodia al sargento más torpe de cuantos hay entre mis mosqueteros, al fin de que el
preso se evada.
––¿Estáis loco, señor de D'Artagnan? ––exclamó el rey cruzando los brazos.
––¡Ah! Sire, no esperéis que después de lo que el señor fouquet acaba de hacer por vos y por mí que me
convierta en su enemigo. No me confiéis nunca su custodia. Sire, si tenéis empeño en que quede bajo cerrojos;
porque por muy fuerte que sean las rejas del la jaula, el pájaro acabará por volar.
––Me admira que no hayáis seguido desde luego la suerte de aquel a quien el señor Fouquet quería sentar
en mi trono, ––
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rente de la habitual, se presentó tan bueno, tan franco, tan comunicativo, y sus ojos cobraron una
expresión de inteligencia tan noble, que el mosquetero, que era gran fisonomista, se sintió conmovido casi
hasta el extremo de cambiar sus convicciones.
––Lo que el rey os ha dicho, ––repuso Colbert estrechando la mano de D'Artagnan, ––prueba cuánto conoce
su Majestad a los hombre. La encarnizada oposición que hasta hoy he desplegado, no contra individuos,
sino contra abusos, prueba que no tenía otro fin que el de prestar a mi señor un gran reinado, y a mi
patria un gran bienestar. Tengo muchos planes, señor D'Artagnan, y los veréis desenvolverse al sol de la
paz; y si no tengo la certidumbre y la dicha de conquistarme la amistad de los hombres honrados, a lo menos
estoy seguro de conseguir su estima, y por su admiración daría mi vida.
Aquel cambio, aquella súbita elevación y las muestras de aprobación del soberano, dieron mucho que
pensar al mosquetero; el cual saludó muy cortésmente a Colbert, que no le perdía de vista.
El rey, al verlos reconciliados les despidió y una vez fuera del gabinete, el nuevo ministro detuvo al capitán
y le dijo:
––¿Cómo se explica, señor de D'Artagnan, que un hombre tan perspicaz como vos no me haya conocido
a la primera mirada?
––Señor Colbert ––contestó el mosquetero, ––el rayo de sol en los ojos propios impide ver el más ardiente
brasero. Cuando un hombre ocupa el poder, brilla, y pues vos habéis llegado a él, ¿qué sacaríais en perseguir
al que acaba de perder el favor del rey y ha caído de tal altura
––¿Yo perseguir al señor Fouquet? ¡Nunca! Lo que yo quería era administrar la hacienda, pero solo, porque
soy ambicioso, y sobre todo porque tengo la más grande confianza en mi mérito; porque sé que todo el
dinero de Francia ha de venir a parar a mis manos, y me gusta ver el dinero del rey; porque si me quedan
treinta años de vida, en ese tiempo no me quedará para mí ni un óbolo; porque con el dinero que yo obtenga
voy a construir graneros, edificios y ciudades y a abrir puertos; porque fundaré bibliotecas y academias, y
convertiré a mi patria en la nación más grande y más rica del mundo. He ahí las causas de mi animosidad
contra el señor Fouquet, que me impedía obrar. Además, cuando yo sea grande y fuerte, y sea fuerte y
grande la Francia, a mi vez gritaré: ¡Misericordia!
––¿Misericordia, decís? Pues pidamos al rey la libertad del señor Fouquet, en quien Su Majestad no se
ensaña sino por vos.
––Señor de D'Artagnan, ––repuso Colbert irguiéndola cabeza, ––yo no entro ni salgo en esto; vos sabéis
que el rey tiene una enemistad personal contra el señor Fouquet.
––El rey se cansará, y olvidará.
––Su Majestad nunca olvida, señor de D'Artagnan... ¡Hola! el rey llama y va a dar una orden... Ya veis
que yo no he influido para nada. Escuchad.
En efecto, el rey llamó a sus secretarios, y al mosquetero.
––Aquí estoy, Sire, ––dijo D'Artagnan.
––Dad al señor de Saint-Aignán veinte mosqueteros para que custodien al señor Fouquet.
D'Artagnan y Colbert cruzaron una mirada.
Y que desde Angers trasladen al preso a la Bastilla de París, ––continuó el monarca.
––Tenéis razón, ––dijo el capitán al ministro.
––Saint-Aignán, ––prosiguió Luis XIV, ––mandaréis fusilar a todo el que hable por el camino en voz baja
al señor Fouquet.
––¿Y yo, Sire? ––preguntó Saint-Aignán.
––Vos solamente le hablaréis en presencia de los mosqueteros. Saint-Aignán hizo una reverencia y salió
para hacer ejecutar la orden; y D'Artagnan iba a retirarse también, cuando el rey le detuvo, diciéndole:
––Vais a salir inmediatamente para tomar posesión de la isla del feudo de Belle-Isle.
––¿Yo solo, Sire?
––Llevaos cuantas tropas sean necesarias para no sufrir un descalabro si la plaza se resiste.
Del grupo de cortesanos partió un murmullo de incredulidad aduladora.
––Ya se ha visto, ––repuso D'Artagnan.
––Lo presenhcié en mi infancia, y no quiero presenciarlo otra vez. ¿Habéis oído? Pues manos a la obra, y
no volváis sino con las llaves de la plaza.
––Es esta una misión que, si la desempeñáis bien. ––dijo Colbert al gascón, ––os dará el bastón de mariscal
de Francia.
––¿Por qué me decís si la desempeño bien?
––Porque es difícil.
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––¿En qué?
––En Belle-Isle tenéis amigos, y a hombres como vos no les es tan fácil pasar por encima del cuerpo de
un amigo para triunfar.
D'Artagnan bajó la cabeza, mientras Colbert se volvía al gabinete del rey.
Un cuarto de hora después el gascón recibió por escrito la orden de hacer volar a Belle-Isle, en caso de
resistencia, y confiriéndole el derecho de todo justicia sobre todos los habitantes de la isla o “refugiados”,
con prescripción de no dejar escapar ni uno.
––Colbert tenía razón, ––dijo entre sí D'Artagnan, ––mi bastón de mariscal va a costar la vida a mis dos
amigos. Pero se olvidan que mis amigos son listos como los pájaros, y que no aguardarán a que les caiga
encima la mano del pajarero par desplegar las alas; y yo voy a mostrarles tan bien la mano, que tendrán
tiempo de verla. ¡Pobre Porthos, pobre Aramis! No, mi fortuna no os costará ni una pluma de vuestras alas.
Habiendo concluido esto, D'Artagnan concentró el ejército real, lo hizo embarcar en Paimboeuf, y se dio
a la vela sin perder un momento.
BELLE-ISLE-EN-MER
Hacia el extremo del muelle en el paseo que bate furioso mar durante el flujo de la tarde, dos hombres
asidos del brazo tenían una conversación animada y expansiva, sin que nadie pudiese oír lo que decían,
porque el viento se llevaba una a una sus palabras como la blanca espuma arrancada a la cresta de las olas.
El sol se había puesto tras el océano, encendido como un crisol gigantesco.
Algunas veces, uno de los dos interlocutores se volvía hacia el Este, y sombrío interrogaba la superficie
del mar, mientras el otro quería leer en las miradas de su compañero. Luego, reanudaban su paseo, taciturnos.
Los dos sujetos eran los proscriptos Porthos y Aramis, refugiados en Belle-Isle después de la ruina de sus
esperanzas y del desquiciamiento del vasto plan de Herblay.
––Por más que digáis, mi querido Aramis, ––repuso Porthos respirando con todas sus fuerzas el aire salino
que henchía su robusto pecho, no es natural la desaparición de todas las barcas de pesca que hace dos
días se hicieron al la mar, porque no se ha desencadenado temporal alguno y ha reinado constante calma.
Ni con tormenta podían haber zozobrado todas las barcas. Repito que me extraña.
Tenéis razón, Porthos, ––contestó Aramis, ––es extraño.
Y además, ––prosiguió el gigante, a quien el asentimiento del obispo de Vannes despertaba las ideas, ––
si las barcas hubiesen naufragado, hubiera llegado algún resto la estas playas.
––Lo he notado como vos.
––Reparad también en que las dos únicas barcas que quedaban en toda la isla y a las cuales envié en busca
de las demás... Aramis interrumpió a su compañero con un grito y un movimiento tan repentinos, que
Porthos se calló estupefacto.
––¡Cómo! ––exclamó Aramis, ––¿vos habéis enviado las dos barcas!...
––A buscar las demás, sí, ––respondió con sencillez Porthos.
––¡Ah, desventurado! ¿Qué habéis hecho? ¡entonces estamos perdidos!
––¡Perdidos! ––exclamó el gigante despavorido. ––¿Por qué estamos perdidos, Aramis?
––Nada, nada, ––repuso el obispo mordiéndose los labios. –– Quise decir...
––¿Qué?
––Que si quisiéramos dar un paseo por el mar, no podríamos.
––¡Valiente placer, por mi vida! para quien lo apetezca. Lo que yo deseo, no es el gusto más o menos
grande que uno puede recibir en Belle-Isle, sino en Pierrefonds, Bracieux, Vallón, en mi hermosa Francia;
porque aquí no estamos en Francia, amigo mío, ni sé dónde. Lo que digo con toda la sinceridad de mi alma,
y perdonad mi franqueza en gracia a mi afecto, es que aquí me siento mal.
Amigo Porthos, ––dijo Aramis ahogando un suspiro, ––he ahí por qué es tan triste que hayáis enviado las
dos barcas que nos quedaban. De no haberlas enviado, ya hubiéramos partido.
––¡Partido! ¿Y la consigna?
––¿Qué consigna?
––¡Pardiez! La consigna que diariamente y bajo cualquier pretexto me repetíais, esto es, que guardáramos
a Belle-Isle contra el usurpador.
––Es verdad, ––murmuró Aramis.
Ya veis, pues, que no podemos partir, y que nada nos perjudica el envío de las dos barcas.
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Aramis se calló, y tendió por el inmenso mar su mirada, luminosa como la de la gaviota, para penetrar
más allá del horizonte.
––A pesar de eso, ––continuó Porthos, ––que estaba tanto más aferrado al su idea, ––no me dais explicación
alguna respecto a lo que pueda haber sucedido al las desventuradas barcas. Doquiera paso, oigo ayes y
lamentos; los niños lloran al ver llorar a las mujeres, como si yo pudiese restituir a los unos sus padres, y a
las otras sus esposos. ¿Qué suponéis vos, y qué debo responderles?
––Supongámoslo todo, mi buen Porthos, y nada digamos. Este, poco satisfecho de tal respuesta, volvió la
cabeza y profirió algunas palabras de mal humor.
––¿Os acordáis, ––dijo Aramis con melancolía y estrechando con afectuosa cordialidad ambas manos a
Porthos, que en los hermosos días de nuestra juventud, cuando éramos fuertes y valientes, los otros dos y
nosotros nos hubiéramos vuelto a Francia sinos hubiese dado la gana, sin que nos hubiera detenido esa sábana
de agua salada?
––¡Oh, seis leguas! ––repuso Porthos.
––¿Os habríais quedado en tierra, si me hubieseis visto embarcarme en una tabla?
––No, Aramis, no; pero hoy ¡qué tabla no necesitaríamos, yo sobre todo! ––dijo el señor de Bracieux
riéndose con orgullo y lanzando una mirada a su colosal redondez. Y añadió: ––¿Formalmente no os aburrís
un poco en Belle-Isle? ¿No preferiríais a esto las comodidades de vuestro palacio de Vannes?
––No, ––respondió Aramis, sin atreverse a mirar a Porthos.
––Pues quedémonos, ––repuso él suspirando. Y agregó: ––Sin embargo, como nos propusiéramos de veras,
pero bien de veras, volvernos a Francia, aunque no pudiésemos disfrutar de barca alguna...
––¿Habéis notado otra cosa, mi querido amigo? Desde la desaparición de nuestras barcas, durante esos
dos días en que no ha vuelto ninguno de nuestros pescadores no ha abordado a esta isla ni una mísera barquichuela.
––Es verdad; antes de estos funestos días, veíamos llegar barcas y lanchas.
––Habrá que informarse, ––dijo de repente Aramis. Aun cuando deba hacer construir una balsa...
Aramis continuó paseándose con todas las señales de una agitación creciente.
Porthos, que se cansaba siguiendo los febriles movimientos de su amigo, y en su calma y en su credulidad
no comprendía el por qué de aquella exasperación que se resolvía en sobresaltos continuos, detuvo al
Aramis y le dijo:
––Sentémonos en esta roca, uno junto a otro... Ahora os conjuro por última vez que me expliquéis de
manera que yo lo comprenda qué hacemos aquí.
––Porthos... ––dijo Aramis con turbación.
––Sé que el falso rey ha intentado destronar al rey legítimo. Esto lo comprendo. ¿No es falso lo que me
dijisteis?
––Sí, ––respondió Aramis.
––Sé, además, que el falso rey ha proyectado vender Belle-Isle a los ingleses. Eso también lo comprendo.
Y sé y comprendo que nosotros, ingenieros y capitanes, hemos venido a Belle-Isle para tomar la dirección
de las obras de defensa y el mando de diez compañías reclutadas y pagadas por el señor Fouquet, o más
bien, de las diez compañías de su yerno.
Aramis se levantó con impaciencia, como león importunado por un mosquito, pero Porthos le retuvo por
el brazo, y prosiguió:
––Mas lo que no comprendo, lo que, a pesar de todos los esfuerzos de mi inteligencia y de mis reflexiones,
no acierto ni acertaré a comprender, es que en vez de enviarnos hombres, víveres y municiones, nos
dejen sin embarcaciones y sin auxilio; que en vez de establecer con nosotros una correspondencia, por señales,
o por comunicaciones escritas o verbales, intercepten toda la relación con nosotros. Vamos, Aramis,
respondedme, o más bien antes de hacerlo dejad que os diga lo que pienso.
El obispo levantó la cabeza.
––Pues bien, lo que yo creo es que en Francia ha pasado algo grave. Toda la noche la he pasado soñando
con el señor Fouquet.
––¿Qué es lo que se ve allá abajo, Porthos?
––Interrumpió de pronto Aramis levantándose y mostrando a su amigo un punto negro que resaltaba sobre
la encendida faja del mar.
––¡Una embarcación! Sí, es una embarcación. ¡Ah, por fin vamos a tener noticias!
––¡Dos! ––dijo el prelado descubriendo otra arboladura, ––¡tres, cuatro!
––¡Cinco! ––repuso Porthos a su vez. ––¡Seis! ¡Siete! ¡Dios mío, es una flota!
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––Probablemente son nuestras barcas que regresan, ––––dijo Aramis desasosegado, con fingida serenidad.
––Son muy grandes para ser barcas de pescar, objetó Porthos; ––y además, ¿no notáis que vienen del
Loira? Mirad, todo el mundo las ha visto aquí como nosotros; las mujeres y los niños empiezan a poblar las
escolleras.
––¿Son nuestras barcas? ––preguntó Aramis a un anciano pescador que pasó en aquel instante.
––No, monseñor ––respondió el interpelado, ––son chalanas del servicio real.
––¡Chalanas del servicio real! ––exclamó Aramis estremeciéndose. ––¿En qué lo conocéis?
––En el pabellón.
––¿Cómo podéis divisar el pabellón, si el buque es apenas visible? ––objetó Porthos.
––Veo que hay uno, ––replicó el anciano, ––y nuestras barcas y chalanas mercantes no lo izan. Esa clase
de pinazas que llegan, por lo general sirven para el transporte de tropas.
––¡Ah! ––exclamó Aramis.
––¡Viva! ––gritó Porthos, ––nos envían refuerzos, ¿no es verdad, Aramis?
––Porthos, ––exclamó de improviso el prelado tras un corto instante de meditación, ––haced que toquen
generala.
––¡Generala! ¿Estáis loco?
––Sí, y que los artilleros suban a su sitio, sobre todo en las baterías de la costa.
Porthos abrió unos ojos tamaños y miró atentamente a su amigo como para convencerse de que éste estaba
en su juicio. ––Si vos no vais, iré yo, mi buen Porthos, ––dijo Aramis con voz suave.
––Voy, voy, ––repuso Porthos, y dejó al obispo para hacer ejecutar la orden, mirando al cada momento
hacia atrás para ver si aquél había padecido una alucinación y si, reflexionando mejor, volvía a llamarle.
Clarines y tambores tocaron generala, y la campana grande del torreón tocó a rebato.
Los muelles se llenaron de curiosos y de soldados, y brillaron las mechas en las manos de los artilleros
colocados tras los cañones de grueso calibre sentados en sus cureas de piedra.
Cuando estuvieron cada uno en su sitio y hechos todos los preparativos de la defensa, Porthos dijo con
timidez al oído de Herblay:
––Ayudadme a comprender.
––Demasiado pronto comprenderéis, ––contestó Aramis a su teniente.
––La escuadra que llega a velas desplegadas en demanda del puerto de Belle-Isle, es la flota real, ¿no es
verdad?
––Pero como en Francia hay dos reyes, hay que saber a cuál de los dos pertenece esa escuadra.
––¡Oh! acabáis de abrirme los ojos, ––dijo Porthos, convencido por aquel argumento; por lo cual se encaminó
apresuradamente a las baterías para vigilar a su gente y exhortar a cada uno al cumplimiento de su
deber.
Entretanto, Aramis, con la mirada siempre fija en el horizonte, veía las naves acercarse por momentos.
La muchedumbre y los soldados, subidos sobre las cumbres y las fragosidades de las rocas, veían progresivamente
los palos, las velas bajas y los cascos de las pinazas, que llevaban en el tope el pabellón real de
Francia.
Era ya noche cerrado cuando una de las chalanas cuya presencia conmovió tan hondamente a los habitantes
de Belle-Isle, echó anclas a tiro de cañón de la plaza.
Aun con la obscuridad, se vio que a bordo reinaba gran movimiento, y que de uno de sus costados desatracaba
un bote que, tripulado por tres remeros, avanzó hacia el puerto y atracó al pie del fuerte.
El patrón del bote saltó en tierra, y esgrimió en el aire una carta como solicitando comunicarse con alguno.
Aquel hombre, a quien conocieron inmediatamente muchos soldados, era uno de los pilotos de la isla, patrón
de una de las barcas conservadas por Aramis y enviadas por Porthos a buscar las barcas perdidas.
El piloto pidió que lo condujesen donde Herblay. A una seña de un sargento, dos soldados le escoltaron
hasta el muelle, donde estaba Aramis, envuelto casi en tinieblas a pesar de la luz de las hachas de viento
que llevaban los soldados que seguían al obispo en su ronda.
––¡Cómo! ––exclamó Herblay, ––¿eres tú, Jonatás? ¿De parte de quién vienes?
––De parte de los que me han tomado, monseñor. ––¿Quién te ha atrapado?
––Ya sabéis que salimos a buscar a nuestros compañeros, monseñor.
––Pues bien, apenas hubimos navegado una legua, cuando nos apresó un quechemarín del rey.
––¿De qué rey? ––preguntó Porthos.
–– Jonatás miró a Porthos asombrado.
––Prosigue, ––dijo el prelado.
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––Pues nos llevaron adonde estaban reunidos los que fueron apresados antes que nosotros.
––¡Hombre! ¿a qué esa manía de apresaros a todos? ––exclamó Porthos.
––Para impedirnos que os diéramos noticias, señor, ––contestó Jonatás.
––¿Y para qué os han soltado hoy? ––preguntó Porthos.
––Para que os diga que nos han apresado.
––Cada vez lo entiendo menos, ––dijo entre sí el honrado Porthos.
––¿Luego una escuadra bloquea la costa? ––dijo Aramis, que había estado meditando mientras hablaban
Porthos y Jonatás.
––Sí, monseñor, ––respondió el piloto entregando una carta.
––¿Quién la manda?
––El capitán de los mosqueteros del rey.
––¿D'Artagnan? ––dijo Aramis.
––¡D'Artagnan! ––exclamó Porthos.
––Creo que así se llama, ––repuso Jonatás.
––¿Y es él quien te ha entregado esta carta?
––Sí, monseñor.
––Acercaos, ––dijo Aramis a los de las hachas de viento.
Aramis leyó con avidez las siguientes líneas:
“Manda el rey que me apodere de Belle-Isle, que pase a cuchillo a la guarnición si se resiste, o la haga
prisionera de guerra. Anteayer arresté al señor Fouquet para enviarle a la Bastilla.
D'Artagnan”
––¿Qué pasa? ––preguntó Porthos al ver que Aramis estrujaba la carta.
––Nada, amigo mío, nada. Y volviéndose hacia Jonatás añadió: ––¿Has hablado con el señor de D'Artagnan?
––Sí, monseñor.
––¿Qué te ha dicho?
––Que para más amplios informes hablará con vos.
––¿Dónde?
––A bordo de su buque. El señor mosquetero, ––continuó Jonatás, ––me ha dicho que os tome a vos y al
señor ingeniero en mi bote y os lleve a su buque.
––Vamos allá, ––dijo Porthos; ––¡Oh! buen D'Artagnan.
––¿Estás loco? ––exclamó Aramis deteniendo a su amigo. ¿Quién os asegura que no nos armen un lazo?
––¿El otro rey? ––dijo Porthos con misterio.
––Sea lo que fuere es un lazo, y es cuanto puede decirse, amigo mío.
––Puede que sí. ¿Qué hacemos, pues? Sin embargo, si D'Artagnan nos envía a buscar...
––¿Quién os asegura que sea D'Artagnan?
––¡Ah!... Pero la letra es suya...
––Cualquiera falsea la letra, y ésta está falsificada, trémula.
––¿Qué hago? ––preguntó Jonatás.
––Te vuelves a bordo, ––respondió Aramis, ––y le dices al capitán que le rogamos que venga él en persona
a la isla.
––Comprendo, ––repuso Porthos.
––Está bien, monseñor, ––dijo el piloto, ––pero ¿y si rehusa venir?
––Si rehusa, haremos uso de los cañones, que para eso los tenemos.
––¿Contra D'Artagnan?
––Si es D'Artagnan, ––replicó Aramis, ––vendrá. Ve, Jonatás, a bordo.
––Por quien soy que no entiendo nada, ––murmuró Porthos.
––Ha llegado el momento de hacéroslo comprender todo, amigo mío, ––dijo Herblay. ––Sentaos en esta
cureña y escuchadme atentamente.
Aramis tomó la mano de su amigo y dio comienzo a sus explicaciones.
LAS EXPLICACIONES DE ARAMIS
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––Lo que voy a deciros, amigo Porthos, ––dijo Herblay, ––va a sorprenderos, pero también a instruiros.
––Prefiero quedar sorprendido, ––repuso con benevolencia Porthos; ––no os andéis con miramientos.
Soy duro para las emociones; nada temáis, pues.
––Es difícil, Porthos... porque en verdad, os repito que tengo que deciros cosas muy singulares, muy extraordinarias.
––Os expresáis tan bien, mi querido amigo, que me pasaría días enteros escuchando. Hacedme, pues, la
merced de explicaros, y... se me ocurre una idea: para facilitaros el trabajo, para ayudaros a decirme esas
cosas, voy a interrogaros.
––Muy bien.
––¿Por qué vamos a pelear, mi querido Aramis?
––Como me hagáis pregunta como esa, no me ayudaréis en nada; todo lo contrario; pues precisamente es
ese el nudo gordiano. Mirad, amigo mío, con un hombre generoso y abnegado como vos, lo mejor es
hablar. Os he engañado, mi buen amigo.
––¿Vos me habéis engañado?
––Sí.
––¿Lo hicisteis por mi bien?
––Así lo creí con toda sinceridad.
––Entonces, ––repuso el probo señor de Bracieux, ––me habéis hecho una merced y os lo agradezco,
porque si vos no me hubieseis engañado, pudiera yo haberme engañado a mí mismo. ¿Y en qué me habéis
engañado, Aramis?
––En que yo servía al usurpador, contra quien Luis XIV dirige en este momento todos sus esfuerzos.
––Y el usurpador, ––repuso Porthos rascándose la frente, –– es... No comprendo bastante bien.
––Uno de los dos reyes que se disputan la corona de Francia.
––Ya. Eso quiere decir que servíais al que no es Luis XIV.
––Esto es.
––De lo cual se sigue...
––Que somos rebeldes, mi buen amigo.
––¡Diantre! ¡diantre!... ––exclamó Porthos contrariado en sus esperanzas.
––Calmaos, ––repuso Herblay, ––hallaremos manera de ponernos en salvo.
––No es eso lo que me inquieta, ––replicó Porthos; ––lo que se me atraganta es el maldito calificativo de
rebelde, y así el ducado que me prometieron...
––Tenía que dároslo el usurpador.
––No es lo mismo, Aramis, ––repuso majestuosamente el gigante.
––Como solamente habría dependido de mí, habríais sido príncipe.
––He ahí en lo que habéis hecho mal en engañarme, ––replicó el señor de Bracieux royéndose las uñas
con melancolía; ––porque yo contaba con el ducado que se me ofreció, y en serio, pues sabía que erais
hombre de palabra.
––¡Pobre Porthos! Perdonadme por caridad.
––¿Así, pues, estoy del todo enemistado con Luis XIV? ––insinuó Porthos sin responder al ruego del
obispo de Vannes.
––Dejad en mis manos este asunto; os prometo arreglarlo. Yo cargaré con todo.
––¡Aramis!. ..
––Dejadme hacer, repito, Porthos. Nada de falsa generosidad ni de abnegación importuna. Vos ignorabais
en todo mis proyectos, y si algo habéis hecho, no ha sido por vos mismo. En cuanto a mí, es muy distinto:
soy el único autor de la conjuración; y como tenía necesidad de mi compañero inseparable, os envié a
buscar y vinisteis, fiel a vuestra antigua divisa: “Todos para uno, cada uno para todos”. Mi crimen está en
haber sido egoísta.
––Aprueba lo que acabáis de decirme, ––repuso Porthos. –– Puesto que habéis obrado únicamente por
vos, nada puedo echaros en cara. ¡Es tan natural el egoísmo!
Dicha esta frase sublime, Porthos estrechó cordialmente la mano a Aramis, que en presencia de aquella
candorosa grandeza de alma se sintió pequeño. Era la segunda vez que se veía forzado a doblegarse ante la
superioridad real del corazón, mucho más poderosa que el esplendor de la inteligencia, y respondió a la
generosa caricia de su amigo con una muda y enérgica presión.
––Ahora que nos hemos explicado claramente, ––repuso Porthos, ––y sé cuál es mi situación ante Luis
XIV, creo que ha llegado el momento de que me hagáis comprender la intriga política de que somos víctimas,
porque yo veo que bajo todo eso existe una intriga política.
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––Como va a venir D'Artagnan, ––contestó Aramis, ––él os la contará en detalle, mi buen Porthos. Yo
estoy transido de dolor, muerto de pesadumbre y necesito de toda mi presencia de ánimo y de toda mi reflexión
para salvaros del mal paso en que con tanta imprudencia os he metido; pero ya conocemos nuestra
situación; ahora al rey Luis XIV no le queda más que un enemigo, y ese enemigo soy yo, sólo yo. Os traje a
mí, me seguisteis, y hoy os devuelvo la libertad para que volváis a vuestro príncipe. Ya veis que el camino
es fácil.
––Entonces, ––replicó Porthos con admirable buen sentido, –– ¿por qué si nuestra situación es tan buena,
preparamos cañones, mosquetes y toda clase de aparatos de guerra? más sencillo sería decir al capitán
D'Artagnan: “Amigo mío, nos hemos equivocado, y hay que dejar las cosas como estaban; abridnos la
puerta, dejadnos pasar, y buenos días”.
––Veo una dificultad.
––¿Cuál?
––Dudo que D'Artagnan venga con tales órdenes, y nos veremos obligados a defendernos.
––¡Bah! ¿Defendernos contra D'Artagnan? ¡Qué locura! ¿Contra el buen D'Artagnan?...
––No raciocinemos como niños, ––dijo Herblay sonriéndose con cierta tristeza; ––en el consejo y en la
ejecución, seamos hombres. ¡Hola! desde el puerto llaman con la bocina a una embarcación. Atención,
Porthos, mucha atención.
––Será D'Artagnan ––dijo Porthos con voz atronadora y acercándose al parapeto.
––Yo soy, ––respondió el capitán de mosqueteros saltando con ligereza a los escalones del muelle y subiendo
con presteza hasta la pequeña explanada donde le aguardaban sus dos amigos.
Al saltar en tierra D'Artagnan, Porthos y Aramis vieron a un oficial que seguía al gascón como la sombra
sigue al cuerpo.
El capitán se detuvo en las gradas del muelle, en medio de su camino, y el compañero le imitó:
––Haced retirar la gente, ––dijo D'Artagnan a Porthos y a Aramis; ––fuera del alcance de la voz.
Porthos dio la orden, que fue ejecutada inmediatamente.
Entonces el gascón se volvió hacia su seguidor y le dijo:
––Caballero, ya no estamos en la flota del rey, donde y en virtud de ciertas órdenes, me habéis hablado
con tal arrogancia hace poco.
––Señor de D'Artagnan, ––replicó el oficial, ––no he hecho más que obedecer sencilla, aunque rigurosamente,
lo que me han mandado. Me han dicho que os siguiera, y os sigo; que no os dejara comunicar con
persona alguna sin que yo me entere de lo que hacéis, y me entero.
D'Artagnan se estremeció de cólera, y Porthos y Aramis, que oían aquel diálogo, se estremecieron también,
pero de inquietud y de temor.
El mosquetero se mordió el bigote con la rapidez que en él era significativa de una exasperación terrible,
y en voz más baja y tanto más acentuada, cuanto simulaba una calma profunda y se henchía de rayos, dijo:
––Caballero, al enviar yo un bote aquí, os habéis empeñado en saber lo que escribía yo a los defensores
de Belle-Isle, y en cuanto me habéis exhibido una orden, os he mostrado el billete; luego, al regresar a bordo
el patrón portador de la respuesta de estos caballeros, ––añadió D'Artagnan designando con la mano a
Herblay y a Porthos, ––habéis oído todo cuanto ha dicho el mensajero. Esto entra en las órdenes que habéis
recibido y seguido puntualmente, ¿no es verdad?
––Sí, señor, ––respondió el oficial, ––pero...
––Cuando he manifestado la intención de venir a Belle-Isle, –– prosiguió D'Artagnan amostazándose cada
vez más, ––habéis exigido acompañarme y he accedido sin oposición. Ya estáis en Belle-Isle, ¿no es
así?
––Sí, señor, pero...
––Pero... no se trata ya del señor Colbert o de quien os haya dado la orden de la que seguís las instrucciones,
sino de un hombre que estorba al señor de D'Artagnan, y con él se encuentra solo en las gradas de
una escalera bañada por treinta pies de agua salada; lo cual es una mala posición para el hombre ese, os lo
advierto.
––Si os estorbo, señor de D'Artagnan, ––dijo con timidez el oficial, ––mi servicio es el que...
––Vos o quienes os envían habéis tenido la desgracia de hacerme un insulto; y como no puedo volverme
contra los que os apoyan, porque no los conozco o están demasiado lejos, os juro que si dais un paso más
tras mí al levantar yo el pie para subir al encuentro de aquellos señores... os juro, repito, que de un tajo os
parto el cráneo y os arrojo al agua, y sea lo que sea. Sólo he montado en cólera seis veces en mi vida, y
cada una ha costado la vida a un hombre.
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––Vuestra merced hace mal en obrar contra mi consigna, –– repuso con sencillez el oficial, inmóvil y palideciendo
ante la que se persignó y echó tras el mosquetero.
––¡Cuidado, D'Artagnan, cuidado! ––dijeron desde lo alto del parapeto Porthos y Aramis, hasta entonces
mudos y conmovidos. D'Artagnan les hizo callar con un ademán, levantó un pie con espantosa calma para
subir un escalón, y, con la espada en la mano, se volvió para ver si le seguía el oficial, que se signó y echó
tras el mosquetero.
Porthos y Aramis, que conocían a D'Artagnan, dieron un grito y se lanzaron para detener el golpe que ya
creían seguro; pero el gascón pasó su espada a la mano izquierda, y con voz conmovida dijo al oficial:
––Sois un valiente, y como tal vais a comprender mejor lo que ahora os diré, que lo que os dije antes.
––Os escucho, señor de D'Artagnan, ––dijo el bravo oficial.
––Esos caballeros, a quienes venimos a ver, y contra los cuales habéis recibido órdenes, son amigos míos.
––Lo sé, señor de D'Artagnan.
––Ya comprenderéis, pues, que no puedo tratarles como os lo prescriben vuestras instrucciones.
––Comprendo vuestra reserva.
––Pues bien, dejadme que hable con ellos sin testigos.
––Si accedo a vuestra petición, señor de D'Artagnan, falto a mi palabra, y si no accedo os disgusto; pero
como prefiero lo primero a lo segundo, hablad con vuestros amigos y no me tengáis en menos por haber
hecho, por amor a vos, a quien honro y estimo, por vos sólo, una acción villana.
D'Artagnan, conmovido, abrazó al joven y subió al encuentro de sus amigos; el oficial se embozó en su
capa y se sentó en los escalones, cubiertos de húmedas algas.
Los tres amigos se abrazaron como en los buenos años de su juventud; luego dijo D'Artagnan:
––Esta es la situación; juzgad.
––¿Qué significan tantos rigores? ––preguntó Porthos.
––Ya debéis sospechar algo, ––replicó D'Artagnan.
––¿Yo? no, mi querido capitán: porque al fin nada he hecho, ni Aramis tampoco.
D'Artagnan lanzó una mirada de reproche al obispo, que la sintió penetras en su encallecido corazón.
––¡Ah! ¡querido Porthos! ––exclamó Aramis.
––Ya veis las disposiciones que he tomado, ––repuso el mosquetero. ––Belle-Isle tiene interceptada toda
comunicación: todas vuestras barcas han sido apresadas, y si hubierais huido, caíais en poder de los cruceros
que surcan el mar y os acechan. El rey quiere tomaros y os tomará.
Y D'Artagnan se arrancó algunos pelos de su entrecano bigote.
Aramis se puso sombrío, y Porthos colérico.
––Mi idea era llevaros a bordo, teneros junto a mí, y luego daros la libertad, ––continuó D'Artagnan. ––
Pero ahora, ¿quién me dice a mí que al volver a mi buque no voy a hallar un superior, órdenes secretas que
me quiten el mando para darlo a otro que disponga de mí y de vosotros sin esperanza de socorro?
––Nosotros nos quedamos en Belle-Isle, ––dijo resueltamente Aramis, ––y yo––os respondo de que no
me rindo sino en buenas condiciones.
Porthos nada dijo.
––Dejad que tantee al bravo oficial que me acompaña, ––repuso D'Artagnan, que había notado el silencio
de Porthos. ––Su valerosa resistencia me place, pues acusa a un hombre digno, que, aunque nuestro enemigo,
vale mil veces más que no un cobarde complaciente. Probemos, y sepamos por su boca lo que tiene
derecho a hacer, lo que le permite o le veda su consigna.
D'Artagnan fue al parapeto, se inclinó hacia los escalones del muelle, y llamó al oficial que subió inmediatamente.
––Caballero, ––le dijo D'Artagnan, después de haber cruzado con él las más cordiales cortesías, ––¿qué
haríais si quisiere llevarme conmigo a estos señores?
––No me opondría a ello; pero como he recibido orden directa y formal de custodiarles personalmente,
les custodiaría.
––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan.
––Basta, esto se ha acabado, ––repuso con voz sorda Herblay.
Porthos continuó callado.
––De todos modos, ––dijo el prelado, ––llevaos a Porthos, que con mi ayuda y la vuestra probará al rey
que en este asunto nada tiene que ver.
––¡Hum! ––repuso el gascón ––¿Queréis veniros conmigo, Porthos? el rey es clemente.
––Déjenme que lo medite, ––respondió con nobleza Porthos.
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––¿Luego os quedáis?
––Hasta nueva orden, ––exclamó Herblay con viveza.
––Hasta que se nos haya ocurrido una idea, ––replicó el mosquetero, ––y creo que no hay para mucho
tiempo, pues se me ha ocurrido una.
––Creo haberla adivinado, ––dijo Aramis.
––Vamos a ver, ––dijo el mosquetero acercando el oído a la boca de Aramis.
Este dijo apresuradamente algunas palabras al capitán, que respondió:
––Eso es.
––Entonces es infalible, ––exclamó con satisfacción el prelado.
––Pues preparaos mientras dura la primera emoción que causará ese proyecto.
––¡Oh! no temáis.
––Caballero, ––dijo D'Artagnan al oficial, ––os doy las gracias. Acabáis de ganaros tres amigos verdaderos.
––Es verdad, ––repuso Aramis.
Porthos sólo hizo una señal de aquiescencia con la cabeza.
Después de abrazar con ternura a sus dos antiguos amigos, D'Artagnan dejó a Belle-Isle con el inseparable
compañero que le diera Colbert, sin haber modificado la suerte de unos y otros, aparte de la especie de
explicación con que se contentó el buen Porthos.
El oficial dejó respetuosamente reflexionar a sus anchas al capitán, que al llegar a su buque, acoderado a
tiro de cañón de Belle-Isle, había elegido ya todos sus recursos ofensivos y defensivos.
D'Artagnan reunió inmediatamente su consejo de guerra, compuesto de ocho oficiales que servían a sus
órdenes, esto es, un jefe de las fuerzas marítimas, un mayor jefe de la artillería, un ingeniero, el oficial a
quien ya conocemos, y cuatro jinetes.
Reunidos todos en la cámara de popa, D'Artagnan se levantó, descubriéndose y les habló en los siguientes
términos:
––Señores, he ido a reconocer a Belle-Isle, y sé deciros que está bien guarnecida y preparada para una
defensa que puede ponernos en grave apuro. He resuelto, pues, mandar llamar a dos de los principales jefes
de la plaza para hablar con ellos, que lejos de sus tropas y de sus cañones y, sobre todo, movidos por nuestras
razones, cederán. ¿Sois de mi parecer, señores?
––Señor de D'Artagnan, ––replicó el mayor de artillería levantándose, y con voz respetuosa pero firme, –
–habéis dicho que la plaza está preparada para una defensa que puede poneros en grave apuro. ¿Luego que
vos sepáis, la plaza está resuelta a la rebelión?
La réplica del mayor irritó visiblemente al mosquetero; y como no era hombre que se abatiera por tan poco,
tomó nuevamente la palabra y dijo:
––Justa es vuestra observación, caballero; pero no ignoráis que Belle-Isle es un feudo del señor Fouquet
y que los antiguos reyes dieron a los señores de Belle-Isle el derecho de armarse en su casa.
Y al ver que el mayor hacía un ademán, prosiguió:
––No me interrumpáis. Ya sé que vais a decirme que tal derecho se les dio contra los ingleses, no para
pelear contra su rey. Pero no es el señor Fouquet quien defiende a Belle-Isle, pues lo arresté anteayer; arresto
del cual ni saben nada los habitantes y defensores de la isla, y al cual éstos no darían crédito por más que
se lo anunciarais, por lo inaudito, por lo extraordinario, por lo inesperado. Un bretón sirve a su señor, no a
sus señores, y le sirve hasta que lo ve muerto. Ahora bien, nada tiene de sorprendente que se resistan contra
quien no sea el señor Fouquet o no se presente con una orden firmada por éste. Por esto me propongo mandar
llamar a dos de los principales jefes de la guarnición; los cuales, al ver las fuerzas de que disponemos,
comprenderán la suerte que les espera en caso de rebelión. Les haremos saber bajo la fe de nuestra palabra,
que el señor Fouquet está preso, que toda resistencia no puede menos de perjudicarle, y que una vez disparado
el primer cañonazo no pueden esperar misericordia alguna del rey. Entonces, yo creo que no resistirán
más, que se rendirán sin luchar, y que amigablemente nos apoderaremos de una plaza que pudiera costarnos
mucho el conquistarla... Supongo lo que vais a decirme, ––continuó D'Artagnan, dirigiéndose al oficial que
le acompañó a Belle-Isle y se disponía a hablar; ––sé que Su Majestad ha prohibido toda comunicación secreta
con los defensores de Belle-Isle, por eso precisamente ofrezco comunicar con ellos únicamente en
presencia de todo mi estado mayor.
Los oficiales se miraron como para asentir de común acuerdo a los deseos de D'Artagnan; y ya veía éste
con gozo que el resultado del sentimiento de aquéllos sería el envío de un bote a Por thos y a Aramis, cuando
el oficial del rey sacó de su faltriquera un pliego cerrado y señalado con un número 2, y lo entregó al
mosquetero, que preguntó con sorpresa qué era aquel pliego.
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––Leedlo, señor de D'Artagnan, ––respondió el oficial con cortesía.
D'Artagnan desdobló con desconfianza el papel y leyó lo siguiente:
“Se prohibe al señor de D'Artagnan toda reunión de consejo y toda deliberación antes de haberse rendido
Belle-Isle y de haber pasado por las armas a los prisioneros. –– Luis.”
El capitán contuvo la impaciencia y contestó sonriéndose con amabilidad:
––Está bien, quedarán cumplidas las órdenes del rey.
El golpe era directo, duro, mortal. D'Artagnan, enfurecido de que el rey se hubiese anticipado, no por eso
desesperó al contrario, dando vueltas a la idea que trajera de Bellle-Isle, creyó que de ella iba a surgir otro
camino de salvación para sus amigos. Así pues, dijo súbitamente:
––Señores, puesto que Su Majestad ha encargado el cumplimiento de sus órdenes secretas a otro que a
mí, he dejado de merecer su confianza, y de ella sería verdaderamente indigno si tuviese el valor de conservar
un mando sujeto a tantas sospechas injuriosas. Parto enseguida para presentar mi dimisión al rey, y la
doy ante vosotros, instándoos a que os repleguéis conmigo sobre las costas de Francia sin comprometer
fuerza alguna de las que Su Majestad me ha confiado. Vuélvase, pues, cada cual a su puesto y ordenad el
regreso; dentro de una hora empezará el flujo.
Y el ver que todos se disponían a obedecer, menos el oficial celador, añadió:
––Supongo que esta vez no tendréis que oponeros orden alguna. D'Artagnan dijo esto casi en son de
triunfo; aquel plan era la salvación de sus amigos; levantado el bloqueo, podían embarcarse inmediatamente
y darse a la vela para Inglaterra o para España, sin temor; mientras él se presentaba al rey, justificaba su
regreso con la indignación que levantaran contra él las desconfianzas de Colbert, le enviaban otra vez con
amplios poderes, y se apoderaba de Belle-Isle, es decir, de la jaula sin los pájaros. Pero a estos planes se
opuso el oficial, entregando otra orden del rey así concebida:
“En el momento que el señor de D'Artagnan manifieste el deseo de presentar su dimisión, queda destituido
de su cargo de generalísimo, y ninguno de los oficiales que estén a sus órdenes debe obedecerle. Además,
tan pronto el señor de D'Artagnan deje de ser generalísimo del ejército enviado contra Belle-Isle, deberá
volver a Francia en compañía del oficial que ponga en sus manos el presente mensaje, y que lo custodiará
bajo su responsabilidad.”
El bravo e inteligente D'Artagnan palideció. Todo había sido calculado con profundidad que, por primera
vez, después de treinta años, le recordó la admirable previsión y la lógica inflexible del gran cardenal.
––Señor de D Artagnan, ––dijo el oficial, ––cuando os plazca; estoy a vuestras órdenes.
––Partamos, ––contestó el mosquetero rechinando los dientes.
El oficial hizo arriar inmediatamente un bote en que debía embarcarse D'Artagnan que, fuera de sí al ver
la embarcación dijo:
––¿Cómo van a arreglarse ahora para dirigir los diferentes cuerpos del ejército?
––Partiendo vos, ––respondió el jefe de la escuadra, ––el rey me ha confiado a mí el mando.
––Entonces es para vos este pliego, ––repuso el agente de Colbert dirigiéndose al nuevo jefe. ––Vemos
nuestros poderes.
––Aquí están ––contestó el marino exhibiendo un despacho del rey.
––He ahí vuestras instrucciones, ––dijo el oficial entregándole el pliego. Y volviéndose hacia D'Artagnan
y viendo la desesperación de aquel hombre de bronce, añadió con voz conmovida:
––Partamos, caballero.
––Al instante, ––profirió con voz débil el gascón, vencido, doblegado por la implacable imposibilidad.
Y bajó al bote, que singló hacia Francia con viento favorable y conducido por la marea ascendiente.
Con D'Artagnan se embarcaron también los guardias del rey.
Con todo, el gascón alentaba todavía la esperanza de llegar a Nantes con bastante presteza y de abogar
con suficiente elocuencia en pro de sus amigos para inclinar al rey a la clemencia.
El bote volaba como una golondrina, y D'Artagnan veía claramente resaltar la negra línea de las costas de
Francia sobre las blanquecinas nubes de la noche.
––¡Qué no diera yo para conocer las instrucciones del nuevo jefe! ––dijo el mosquetero en voz baja al
oficial, a quien hacía una hora que no dirigía la palabra. ––Son pacíficas, ¿no es verdad? y...
No acabó; un cañonazo lejano resonó por la superficie del mar; luego resonó otro, y otros dos o tres más
fuertes.
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––Ya está abierto el fuego contra Belle-Isle, ––respondió el oficial.
El bote atracó en tierra de Francia.
LA DESPEDIDA DE PORTHOS
Cuando los dejó D'Artagnan, Aramis y Porthos entraron en el fuerte principal para hablar con más libertad.
Porthos, siempre receloso, molestaba a Herblay, que en su vida había tenido más libre el espíritu que en
aquellos momentos.
––Mi querido Porthos, ––dijo de pronto el obispo, ––dejad que os explique la idea de D'Artagnan. Una
idea a la cual vamos a deber la libertad antes de doce horas.
––¿De veras? ––exclamó Porthos con admiración. Vamos a ver.
––Por lo que ha pasado entre nuestro amigo y el oficial, ya habéis visto que le sujetaban ciertas órdenes
referentes a nosotros dos.
––Sí; lo he visto.
––Pues bien, D'Artagnan va a presentar su dimisión al rey, y durante la confusión que de su ausencia va a
originarse, nosotros nos fugaremos; es decir, os fugaréis vos, si únicamente uno de los dos podemos fugarnos.
––O nos fugamos juntos o los dos nos quedamos aquí, ––replicó Porthos meneando la cabeza.
––Generoso tenéis el corazón, amigo mío, ––dijo Aramis: –– pero, francamente, vuestra inquietud me
aflije.
––¿Yo inquieto? no lo creáis.
––Entonces estáis resentido conmigo.
––Tampoco.
––Pues ¿a qué esa cara lúgubre?
––Es que estoy haciendo mi testamento, ––dijo el buen Porthos mirando con tristeza a Herblay.
––¡Vuestro testamento! ––exclamó el obispo. ––¡Qué! ¿os tenéis por perdido?
––No, pero me siento fatigado. Esta es la primera vez que me sucede, y como en mi familia hay cierta
herencia...
––¿Cuál?
––Mi abuelo era hombre dos veces más robusto que yo.
––¡Diantre! ¿Acaso era Sansón vuestro abuelo?
––No, se llamaba Antonio. Pues sí, mi abuelo tenía mi edad cuando, al partir un día para la caza, le flaquearon
las piernas, lo cual nunca le había pasado.
––¿Qué significaba tal fatiga?
––Nada bueno, como vais a verlo; porque a pesar de quejarse de la debilidad de piernas partió para la caza,
y un jabalí le hizo frente y él le tiró un arcabuzazo que falló y la bestia le abrió a él un canal.
––Esta no es razón para que os alarméis.
––Mi padre era más robusto que yo; pero no se llamaba Antonio, como mi abuelo, sino Gaspar, como
Coligny. Fue mi padre valerosísimo soldado de Enrique 111 y de Enrique IV, siempre a caballo. Pues bien,
mi padre, que nunca había sabido qué era el cansancio, le flaquearon las piernas una noche al levantarse de
la mesa.
––Puede que hubiese cenado bien, y por eso se tambaleaba, –– dijo Aramis.
––¡Bah! ¿Un amigo de Bassompierre tambalearse? ¡No! Como decía, mi padre le dijo a mi madre, que
hacía burla de él: “¿A ver si a mí me sale un jabalí como a mi padre?”
––¿Y qué pasó?
––Que arrostrando aquella debilidad, mi padre se empeñó en bajar al jardín en vez de meterse en. la cama,
y al sentar la planta en la escalera, le faltó el pie y fue a dar de cabeza contra la esquina de una piedra
en la que había un gozne de hierro que le partió la sieny quedó muerto.
––Realmente son' extraordinarias las circunstancias que acabáis de contar, ––dijo Aramis fijando los ojos
en su amigo; ––pero no infiramos de ellas que puede presentarse una tercera. A un hombre de vuestra robustez
no le pega ser supersticioso; por otra parte, ¿en qué se ve que os flaquean las piernas? En mi vida os
he visto tan campante: cargaríais en hombros una casa.
––Bueno, sí, por ahora estoy bien, pero hace poco sentía mis piernas débiles, y este fenómeno, como vos
decís, se ha repetido cuatro veces en poco tiempo. No os digo que esto me ha asustado, pero sí que me ha
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contrariado, porque la vida es agradable. Tengo dinero, hermosos feudos, preciados caballos, y amigos queridos
como D'Artagnan, Athos, Raúl y vos.
El admirable Porthos ni siquiera se tomó el trabajo de disimular a Herblay la categoría que le daba en sus
amistades.
––Viviréis aún largos años para conservar al mundo ejemplares de hombres extraordinarios, ––repuso el
obispo estrechándole la mano. ––Descansad en mí, amigo mío; no nos ha llegado contestación alguna de
D'Artagnan, y esta es buena señal; debe de haber hecho concentrar la escuadra y despejar el mar. Yo, por
mi parte, hace poco he ordenado que lleven, sobre rodillos, una barca hasta la salida del gran subterráneo de
Locmaría, donde tantas veces hemos cazado zorras al acecho.
––Ya, os referís a la gruta que desemboca en el ancón por el pasadizo que descubrimos el día en que se
escapó por allí aquel soberbio zorro.
––Precisamente. Si esto va mal, esconderán para nosotros una barca en aquel subterráneo, si es que no lo
han hecho ya, y en el instante favorable, durante la noche, nos escapamos.
––Comprendo.
––¿Qué tal las piernas?
––En este instante, muy bien.
––¡Lo veis! Todo conspira a darnos tranquilidad y esperanza. ¡Vive Dios! Porthos, todavía nos queda
medio siglo de prósperas aventuras, y si yo llego a tierra de España, vuestro ducado no es tan ilusorio.
––Esperemos, ––dijo el gigante un poco contento por el nuevo calor de su compañero.
De pronto se oyeron gritos de: “¡A las armas!” cuyas voces penetraron en el aposento en que estaban los
dos amigos y llenaron de sorpresa al uno y de inquietud al otro. Aramis abrió la ventana y vio correr a muchos
hombres con hachas de viento encendidas, seguidos de sus mujeres, mientras los defensores acudían a
sus puestos.
––¡La escuadra! ¡La escuadra! ––gritó un soldado que conoció a Aramis.
––¿La escuadra? ––repitió el obispo.
––Sí, monseñor, está a medio tiro de cañón, ––continuó el soldado.
––¡A las armas! ––vociferó Aramis.
––¡A las armas! ––repitió con voz tonante Porthos, lanzándose en pos de su amigo y en dirección al muelle
para ponerse al abrigo de las baterías.
Vieron acercarse las chalupas cargados de soldados, formando tres divisiones divergentes para desembarcar
en tres puntos a la vez.
––¿Qué debemos hacer? ––preguntó un oficial de guardia.
––Detenerlas, y si no ceden, ¡fuego! ––respondió Aramis.
Cinco minutos después empezó el cañoneo, cuyos ecos fueron los que llegaron a oídos de D'Artagnan al
desembarcar en Francia. Pero las chalupas estaban ya demasiado cerca del muelle para que los cañones
hiciesen blanco; atracaron, y el combate empezó casi cuerpo a cuerpo.
––¿Qué tenéis, Porthos? ––preguntó Aramis a su amigo.
––Nada... las piernas... Es verdaderamente incomprensible... pero al cargar se repondrán.
En efecto, Porthos y Aramis cargaron con tal vigor y animaron tanto a los suyos, que los realistas se reembarcaron
atropelladamente sin haber sacado más ventaja que algunos heridos que consigo se llevaron.
––¡Porthos, necesitamos un prisionero! ––gritó Aramis. ––¡Pronto, pronto!
Porthos se agachó en la escalera del muelle, agarró por la nuca a uno de los oficiales del ejército real que
para embarcarse esperaba que todos lo hubiesen hecho, y levantándolo, se sirvió de él como de una rodela
sin que le pegasen un tiro.
––Ahí va un prisionero, ––dijo Porthos a su amigo.
––Calumniad ahora a vuestras piernas, ––repuso Herblay echándose a reír.
––Es que no lo he tomado con las piernas, sino con los brazos, ––replicó Porthos con tristeza.
EL HIJO DE BISCARRAT
Los bretones de la isla estaban orgullosos de aquella victoria; pero Aramis; no les alentaba y decía a
Porthos:
––Lo que va a suceder es que, despertada la cólera del rey por la resistencia, una vez la isla en su poder,
lo que de seguro diezmada o abrasada.
––Esto quiere decir que no hemos hecho nada útil, ––replicó Porthos.
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––Por lo de pronto sí, ––repuso el obispo, ––pues tenemos un prisionero, por boca de quien sabremos qué
preparan nuestros enemigos
––Interroguémosle, ––dijo Porthos, ––y el modo de hacerle hablar es sencillísimo: le convidamos a cenar,
y bebiendo se le desatará la lengua.
Dicho y hecho. El oficial, un poco inquieto al principio, se tranquilizó viendo con quién tenía que habérselas
y, sin temor de comprometerse, dio todos los pormenores imaginables sobre la dimisión y la partida
de D'Artagnan y sobre las órdenes que dio el nuevo jefe para apoderarse de Belle-Isle por sorpresa.
Aramis y Porthos cruzaron una mirada de desesperación, ya no podían contar con las ideas de D'Artagnan,
y por consiguiente con ningún recurso en caso de derrota.
Continuó su interrogatorio; Herblay preguntó al prisionero cómo pensaban tratar las tropas reales a los jefes
de Belle-Isle, y al responderle aquél que había orden de matarlos durante el combate y de ahorcar a los
supervivientes, cruzó otra mirada con Porthos.
––Soy muy ligero para la horca ––repuso Herblay; ––a los hombres como yo no se les cuelga.
––Y yo soy demasiado pesado, ––dijo Porthos; ––los hombres como yo rompen la soga.
––Estoy seguro de que hubiéramos dejado a vuestra elección el género de muerte, ––dijo con finura el
prisionero.
––Mil gracias, ––contestó con formalidad el obispo.
––Vaya pues a vuestra salud este vaso de vino, ––dijo Porthos bebiendo.
Charlando se prolongó la cena, y el oficial, que era hidalgo de buen entendimiento, se aficionó al ingenio
de Aramis y a la cordial llaneza de Porthos.
––Una pregunta, con perdón ––dijo el prisionero, ––y excusad mi franqueza el que nos hallemos ya en la
sexta botella.
––Hablad, ––dijo Aramis.
––¿No servíais los dos en el cuerpo de mosqueteros del difunto rey?
––Sí, y que éramos de los mejores, ––respondió Porthos.
––Es verdad, ––exclamó el oficial ––y aun añadiría que no había soldados como vosotros, si no temiese
ofender la memoria de mi padre.
––¿De vuestro padre? ––repuso Aramis.
––Sí, ¿sabéis cómo me llamo? Me llamo Jorge de Biscarrat. ––¡Biscarrat?... ––repuso Aramis recorriendo
su memoria. –– Creo...
––Buscad bien ––dijo el oficial.
––¡Voto al diablo! ––exclamó Porthos, ––no hay para qué pensar mucho, Biscarrat, alias Cardenal... fue
uno de los cuatro que vinieron a interrumpirnos el día que espada en mano nos hicimos amigos de D'Artagnan.
––Esto es, señores.
––El único a quien no herimos, ––añadió Aramis.
––Es decir que era un espadachín, ––repuso el prisionero.
––Es cierto, muy cierto, ––dijeron a una los dos amigos. –– Plácenos conocer a un hombre tan bravo.
Biscarrat estrechó las manos que le tendieron los dos antiguos mosqueteros.
Aramis miró a su amigo como diciéndole: “Este va a ayudarnos”, y luego dijo:
––¿Verdad que el haber sido hombre digno le enorgullece a uno?
––Eso mismo se lo oí siempre a mi padre.
––¿Verdad también, ––prosiguió Herblay, ––que para uno es triste encontrarse con hombres a quienes
van a arcabucear o a colgar, tanto más cuanto esos hombres resultan ser antiguos conocidos, relaciones
hereditarias?
––¡Bah! no os aguarda un fin tan desastroso, señores míos, –– repuso con viveza el oficial.
––Vos lo habéis dicho.
––Cuando aun no os conocía; pero ahora os digo que podéis evitar tan funesto destino.
––¡Que podemos! ––exclamó Herblay, chispeándole de inteligencia los ojos y mirando alternativamente
al prisionero y a Porthos.
––Con tal que no nos exijan una bajeza, ––repuso con noble intrepidez Porthos mirando a su vez a Biscarrat
y al prelado.
––No os exigirán nada, señores, ––dijo el oficial. ––¿Qué queréis que os exijan, cuando si os prenden os
matan? Evitad que os encuentren.
––Para encontrarnos, fuerza es que vengan a buscarnos aquí, ––repuso Porthos con dignidad.
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––Habéis dicho bien, mi buen amigo, ––dijo Aramis sin dejar de interrogar con la mirada la fisonomía de
Biscarrat, silencioso y cohibido. Y dirigiendo la palabra a este último, le dijo: ––O mucho me engaño, o
queréis hacernos una confidencia y no os atrevéis.
––¡Ah! señores, es que, de hablar, hago traición a la consigna; pero escuchad, habla una voz que me releva
de mi compromiso.
––¡El cañón! ––exclamó Porthos.
––¡El cañón y la mosqueteróa! ––prorrumpió el obispo.
Entre las rocas y a lo lejos oíase el fragor siniestro de un combate breve.
––¿Qué significa eso? ––dijo Porthos.
––Lo que yo sospeché, ––respondió Aramis.
––¿Y qué habéis sospechado? ––preguntó el prisionero.
––Que vuestra embestida no era más que un ataque simulado, y que mientras vuestras compañías se dejaban
rechazar, teníais la certeza de efectuar un desembarco en la parte opuesta de la isla.
––No uno, sino muchos, ––contestó Biscarrat.
––Entonces estamos perdidos, ––repuso con toda calma el prelado.
––No digo que no estemos perdidos, ––arguyó el señor de Pierrafonds; ––pero todavía no nos han hecho
prisioneros, ni mucho menos estamos ahorcados.
Dicho esto, Porthos se.íevantó de la. mesa,; se acercó. a la pared del aposento, y descolgo con la mayor
impasibilidad su espada y sus pistolas que inspeccionó con el minucioso cuidado del veterano que se dispone
a luchar y que conoce que su vida depende. en gran parte de las excelencias y .del buen estado de sus
armas.
Al estampido de los cañonazos, a la; nueva de. la sorpresa que podía poner la isla. en manos de las tropas
reales, la muchedumbre entró aterrada y atropelladamente al fuerte para pedir auxilio y consejo a sus jefes.
Aramis, pálido y vencido, se asomó, entre dos hachones, a la ventana que daba al patio principal, en aquel
instante lleno de soldados que esperaban órdenes y. dijo con voz grave y sonora:
––Amigos míos, el señor Fouquet, vuestro protector, vuestro arraigo, vuestro padre, ha sido arrestado por
orden del rey y sepultado en la Bastilla.
––¡Venguemos al señor Fouquet! ¡Mueran los realistas! ––gritaron los más exaltados.
––No, amigos míos ––contestó solemnemente el prelado, ––no opongáis resistencia. El rey es señor en su
reino. Humillaos ante Dios y amad a Dios, y al rey, que han castigado al señor Fouquet. Pero no venguéis a
vuestro señor, ni lo intentéis, pues os sacrificaríais en vano, y sacrificaríais esposas, hijos, bienes y libertad.
Pues el rey os lo ordena, abajo las armas, amigos míos, y retiraos sosegadamente a vuestras casas. Os lo
pido, os lo ruego, y si fuera menester os lo ordeno en nombre del señor Fouquet.
La muchedumbre reunida al pie de la ventana acogió las palabras de Aramis con un murmullo de cólera y
de terror.
––Los soldados del rey Luis XIV han entrado en la isla, –– prosiguió Herblay, ––y ya no sería un combate
lo que hubiese entre ellos y vosotros, sino una carnicería. Idos, pues, y olvidad; y ahora os lo ordeno en
nombre de Dios.
Aunque con lentitud, los amotinados se retiraron sumisos y silenciosos.
––¿Qué demonios acabáis de decir, amigo mío? ––dijo Porthos.
––Habéis salvado a esos habitantes, caballero, ––repuso Biscarrat, ––pero no a vos ni a vuestro amigo.
––Señor de biscarrat, ––dijo con acento noble y cortés el obispo de Vannes, ––hacedme la merced de
marcharos.
––Con mil amores, caballero; pero...
––Nos haréis un favor con ello, señor de biscarrat, porque al anunciar vos al teniente del rey la sumisión
de los moradores de la isla y decirle cómo se ha verificado la sumisión, tal vez consigáis para nosotros alguna
gracia.
––¡Gracia! ¿Qué palabra es esa? ––exclamó Porthos despidiendo rayos por los ojos.
Aramis dio un fuerte codazo a su amigo, como hacía en sus buenos años, cuando quería advertirle que
iba a cometer o había cometido alguna torpeza.
––Iré, señores, ––dijo Biscarrat, ––sorprendido también de haber oído la palabra “gracia” en boca del altivo
mosquetero de quien poco hacía contó y ensalzó con entusiasmo las heroicas proezas.
––Id, pues, señor de Biscarrat, ––dijo Aramis, ––y contad anticipadamente con nuestra gratitud.
––Pero entretanto ¿qué va a ser de vosotros, señores, de vosotros a quienes me honro en llamar amigos
míos, ya que os habéis dignado aceptar este título? ––repuso el oficial, conmovido, al despedirse de los dos
antiguos adversarios de su padre.
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––Nos quedamos aquí.
––Ved que la orden es formal, señores.
––Soy obispo de Vannes, señor de Biscarrat, y así como no arcabucean a un obispo, tampoco ahorcan a
un noble.
––Tenéis razón, monseñor, ––dijo Biscarrat; ––todavía podéis contar con esta posibilidad. Parto, pues, en
busca del jefe de la expedición, del teniente del rey. Guárdeos Dios, señores; o mejor dicho, hasta la vista.
El oficial montó sobre un caballo que Aramis le hizo preparar, y partió hacia donde se oían los mosquetazos
cuando la irrupción de la muchedumbre en el fuerte interrumpió la conversación de los dos amigos
con su prisionero.
––¿Comprendéis? ––preguntó Aramis a Porthos una vez a solas con su amigo y después de haber mirado
cómo partía Biscarrat.
––Nada, ––respondió el gigante.
––¿Por ventura no os molestaba la presencia de Biscarrat?
––No, es un buen muchacho.
––Sí, pero ¿es prudente que todo el mundo conozca la gruta de Locmaria?
––¡Ah, diantre! ¡Es verdad! ¡Es verdad! Comprendo, comprendo. Nos escapamos por el subterráneo.
––Si gustáis, ––repuso jovialmente Herblay. ––Andando, amigo Porthos, nuestra barca nos espera, y el
rey todavía no nos ha echado la mano.
Un silencio espantoso reinaba en la isla.

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