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Capítulo sexto
El baile
El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del
señor de Morcef.
Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban
vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas
doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.
En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras
numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.
En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa,
tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la
cena.
Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había
erigido en una verdadera alameda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito
en favor de la tienda y de la alameda.
Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y
estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un
poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.
Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban
éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que
por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta
ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.
La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes,
vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del
señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las
portezuelas entablaron el siguiente diálogo:
-Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? -preguntó el procurador del rey.
-No -respondió la señora Danglars-, me encuentro aún muy afectada.
-Hacéis mal -repuso Villefort con una mirada significativa-, sería importante que os viesen en ella.
-¡Ah! ¿Lo creéis así? -preguntó la baronesa.
-Sí.
-En tal caso, iré.
-¿Qué queréis decir?
-Quiero decir que esto marcha muy bien -repuso el vizconde riendo-, y que ya me han preguntado
diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde... !, ya le daré mi parabién.
-¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?
-¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al
hombre de moda, somos de sus privilegiados.
-¿Estabais ayer en la ópera?
-No.
-Pues él estaba.
-Sí..., el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.
-¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba
deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la
encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y
vendrá también su princesa griega?
-No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.
-Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort -dijo la baronesa-; veo que está deseando
hablaros.
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Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se
acercaba.
-Apostaría -dijo Alberto interrumpiéndola- a que sé lo que me vais a preguntar.
-Me parece que no -dijo la señora de Villefort.
-¿Me lo confesaréis si lo adivino?
-Sí.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor.
-Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.
-No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si habíais recibido noticias del
señor Franz.
-Sí, ayer.
-¿Qué os decía?
-Que salía para París al mismo tiempo que su carta.
-Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?
-El conde vendrá, tranquilizaos.
-¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?
-Lo ignoraba.
-Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.
-No lo he oído pronunciar.
-¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.
-Es posible.
-Es maltés.
-Muy posible también.
-Hijo de un armador.
-¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito más feliz.
-Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un
establecimiento de aguas minerales.
-¡Bien!, enhorabuena -dijo Morcef-, buenas noticias; ¿me permitís que las repita por ahí?
-Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he contado.
-¿Por qué?
-Porque es un secreto.
-¿De quién?
-De la policía.
-Entonces esas noticias corrían...
-Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como sabéis, a la vista de ese lujo
inusitado, y la policía obtuvo informes...
-¡Bien...!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.
-A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no hubieran sido tan favorables.
-¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?
-Creo que no.
-Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.
En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso
bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.
-Señora -dijo Alberto-, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis,
uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.
-Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo
-respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.
Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba
preparada una compensaáón; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos
ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía
lentamente a sus labios.
Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez
su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su
rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo
en aquella muda contemplación.
Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su
olvido de cuanto los rodeaba, pues... el conde de Montecristo acababa de entrar.
Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la
atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su
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chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más
delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente,
su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza
maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas
las miradas.
Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos
esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento
útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad
y una firmeza incomparables.
Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no
hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.
Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de
Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la
puerta y se preparó a recibirle.
Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.
Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la
palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo
se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.
-¿Habéis visto a mi madre? -preguntó Alberto.
-Acabo de tener el honor de saludarla -dijo el conde-, pero no he visto a vuestro padre.
-Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué
género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.
-Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de
Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este
descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el
mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron
oficial.
-¡Enhorabuena! -dijo Montecristo-, esa es una cruz perfectamente merecida; entonces, si encuentra una
segunda vértebra ¿le harán comendador?
-Es probable -dijo Morcef.
-¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá
ser?
-La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que,
queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a David que les dibujase un traje.
-¡Ah, ya! -dijo Montecristo-. ¿Conque ese caballero es un académico?
-Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.
-¿Y cuál es su mérito, su especialidad?
-¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a
las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.
-¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?
-No, a la Academia Francesa.. .
-Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?
-Voy a deciros, parece...
-Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.
-No, pero escribe en muy buen estilo.
-¡Oh! -dijo Montecristo-, eso debe lisonjear soberanamente
el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de
encarnado, y, etc...
Alberto soltó una carcajada.
-¿Y aquel otro? -inquirió el conde.
-¿Aquel otro?
-Sí, el tercero.
-¡Ah!, el del frac azul.
-Eso es.
-Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga
uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.
-¿Y cuáles son sus méritos?
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-Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco
o seis veces con el ministerio.
-¡Bravo!, vizconde -dijo Montecristo riendo-, sois un cicerone encantador: ahora me haréis un favor,
¿no es cierto?
-¿Cuál?
-No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.
En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a
Danglars.
-¡Ah! ¡Sois vos, barón! -dijo.
-¿Por qué me llamáis barón? -dijo Danglars-; bien sabéis que no use mi título. No soy como vos,
vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?
-Desde luego -respondió Alberto-, porque si no fuese vizconde no sería nada, mientras que vos, aunque
sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.
-Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos -dijo Danglars.
-Por desgracia -dijo Montecristo- no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de
académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.
-¿Cómo? -dijo Danglars palideciendo.
-Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo
sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.
-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Danglars-, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.
-Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.
-Sí, pero avisado demasiado tarde -dijo Danglars-, he hecho honor a su firma.
-¡Bueno! -dijo Montecristo-, juntando esos doscientos mi] francos con...
-¡Chist!, ¡silencio! -dijo Danglars-, no habléis de esas cosas -y acercándose a Montecristo...-, sobre todo
delante de Cavalcanti hijo -añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia
el joven.
Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.
Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.
Montecristo se quedó solo un instante.
El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y
helados.
Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le
presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.
La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella;
también observó el movimiento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.
-Alberto -dijo-, ¿no habéis reparado en una cosa?
-¿Qué es ello, madre mía?
-Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.
-Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su entrada en el mundo.
-Vuestra casa no es la del conde -murmuró Mercedes-, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.
-¿Y qué?
-Que no ha tomado nada.
-El conde es muy sobrio.
Mercedes se sonrió tristemente.
-Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.
-¿Por qué motivo, madre mía?
-Hacedme ese favor, Alberto -dijo Mercedes.
Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.
Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó,
pero rehusó obstinadamente.
Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.
-¡Y bien! -dijo-, ya veis como no ha querido tomar nada.
-Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?
-Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto con placer tomar al conde
algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de
las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.
-¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.
-¡Oh!, tal vez -dijo la condesa-, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que
cualquier otro al calor.
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-No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las
celosías, puesto que han abierto las ventanas.
-En efecto -dijo Mercedes-, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.
Y salió del salón.
Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas,
pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.
Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados
aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.
Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de
notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.
-No encadenéis a estos señores, señor conde -dijo-; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a
ahogarse aquí.
-¡Ah!, señora -dijo un viejo general muy galante-, no creo que iremos solos al jardín.
-Bien-dijo Mercedes-, yo voy a daros el ejemplo.
Y dirigiéndose a Montecristo:
-Señor conde --dijo-, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.
El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un momento, rápido como el
relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos reflejaba
aquella mirada.
Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de
las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.
Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas exclamaciones de alegría,
unos veinte convidados.
La señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en
dirección a un invernadero.
-Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? -dijo.
-Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.
Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.
-Pero vos -dijo-, con ere vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.
-¿Sabéis adónde os llevo? -dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.
-No, señora -dijo éste-, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.
-Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.
El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y
Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que
desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para
reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo
de uva moscatel.
-Tomad, señor conde -dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus
párpados-; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de
Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.
El conde se inclinó y dio un paso atrás.
-¿Me despreciáis? -dijo Mercedes con voz temblorosa.
-Señora -dijo Montecristo-, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.
Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo,
calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y
la cogió.
-Tomad entonces ere albaricoque -dijo.
Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.
-¡Oh!, ¡tampoco! -dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido-; en verdad
tengo desgracia.
Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la
arena.
-Señor conde -repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes-, hay una tierna costumbre
árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.
-Lo sé, señora -respondió el conde-; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francis ni se parten
el pan y la sal, ni hay amistades eternas.
-Pero, en fin -dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo
estrechó convulsivamente Pntre sus manor-; somos amigos, ¿no es verdad?
Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después
del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos
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-Claro que somos amigos, señora -replicó-; ¿por qué no habíamos de serlo?
Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un
suspiro que más bien parecía un gemido.
-Gracias -dijo.
Y empezó a andar.
Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.
-Caballero -exclamó de repente la condesa después de diez minutos de paseo silencioso-, ¿es verdad
que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?
-Es verdad, señora, he sufrido mucho -respondió Montecristo.
-¿Sois feliz ahora?
-Sin duda -respondió el conde-, puesto que nadie me oye quejarme.
-¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?
-Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada -dijo el conde.
-¿No estáis casado? -inquirió la condesa.
-¡Yo casado! -respondió Montecristo estremeciéndose-, ¿quién ha podido deciros tal cola?
No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.
-Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro mmo
hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.
-¿De modo que vivís solo?
-Solo.
-¿No tenéis hermana..., hijo..., padre?
-No tengo a nadie en el mundo.
-¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?
-No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra,
y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme,
para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre
que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he
sufrido más que otros en mi lugar.
La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido necesidad de ello para respirar.
-Sí -dijo-, y os ha quedado en el corazón ese amor..., no se ama verdaderamente más que una vez..., ¿y
habéis vuelto a ver a esa mujer?
-Nunca.
-¡Nunca!
-No he vuelto al país donde ella vivía.
-¿A Malta?
-Sí, a Malta.
-¿De modo que está en Malta?
-Creo que sí.
-¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?
-A ella sí.
-Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?
-Yo no: ¿por qué había de odiarlos?
La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.
-Tomad -dijo.
-No como nunca moscatel, señora -respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa
le hacía aquel ofrecimiento.
La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.
-¡Sois inflexible! -murmuró.
Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él.
En este momento Alberto corría hacia ellos.
-¡Oh!, ¡madre mía! -dijo-, una gran desgracia.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la
realidad-; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!
-Está aquí el señor de Villefort.
-¿Y bien?
-Viene a buscar a su mujer y a su hija.
-¿Por qué?
-Porque la señora marquesa de Saint-Merán ha llegado a París,
ha traído la noticia de que el señor de Saint-Merán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada.
La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia,
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aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adivinó; este golpe la aterró como si la hubiese
herido un rayo, y cayó desmayada.
-Y el señor de Saint-Merán, ¿qué es de la señorita de Villefort? -preguntó el conde.
-Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.
-¡Ah!, ya...
-He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de SaintMerán no fuese también abuelo de la
señorita Danglars!
-¡Alberto! ¡Alberto! -dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche-, ¿qué decís? ¡Ah!, señor
conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.
Y dio unos pasos hacia adelante.
Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una
admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.
Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:
-Somos amigos, ¿no es verdad?
-¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso
servidor.
La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado
diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.
-¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? -preguntó Alberto asombrado.
El conde respondió:
-Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.
Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.
Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.
En efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre
escena.
Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de
Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como
acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro,
pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.
Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar;
y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se
sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho días,
hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.
Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó
un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los
cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su
carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían
hecho enemigos suyos.
El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que
fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre
de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los
precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a ella.
Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer,
estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.
-No -murmuró-, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para
aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas
sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que
iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propalado
a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse...
-¿Y para qué quería enterarse? -prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión-;
¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador
de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío,
misterioso a inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord
Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en
ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto
entre él y yo.
Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no
era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que
aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que
pertenecía la mano que los había trazado.
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En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto
algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido
de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después
gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de
sus amos.
Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana
entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una
frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad,
desaparecían casi bajo las lágrimas.
-¡Oh, caballero! -dijo-; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a
morirme!
Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.
Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier,
que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.
Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.
-¡Oh, Dios mío!, señora -preguntó-, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no
os acompaña el señor de Saint-Merán?
-El señor de Saint-Merán ha muerto -dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de
estupor.
Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:
-¡Muerto! -murmuró-, ¡muerto..., así..., súbitamente!
-Hace ocho días -continuó la señora de Saint-Merán-, subimos juntos al carruaje después de comer. El
señor Saint-Merán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida
Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó
de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural;
sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de
sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le
dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y
dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de
Saint-Merán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su
cadáver llegué a Aix.
Villefort quedó estupefacto.
-¿Y llamasteis a un médico, seguramente?
-En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.
-Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.
-¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.
-¿Y entonces, qué hicisteis?
-El señor de Saint-Merán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese
conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos
días.
-¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! -dijo Villefort-; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe..., y a
vuestra edad!
-Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es
verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por
ella es por quien veníamos. Quiero verla.
Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en un baile; dijo solamente a
la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.
-Al instante, caballero, al instante, os lo suplico -dijo la anciana.
Villefort tomó del brazo a la señora de Saint-Merán y la condujo a su habitación.
-Descansad -dijo-, madre mía.
La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan
llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.
Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al
cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un instante de
su lado para herir a otro anciano.
Mientras la señora de Saint-Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió
a buscar un coche de alquiler,
y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.
Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:
-¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?
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-Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina --dijo el señor de Villefort.
-¿Y mi abuelo? -preguntó la joven temblando.
El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.
Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora
de Villefort se apresuró a sostenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:
-¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.
Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tristeza como un velo negro al resto de
los convidados.
Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.
-El señor Noirtier desea veros esta noche -dijo en voz baja.
-Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita -dijo Valentina.
Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces
era la señora de Saint-Merán.
Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales
fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora
de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.
Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:
-Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra
suegra.
La señora de Saint-Merán la oyó.
-Sí, sí -dijo a Valentina también al oído- que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.
Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el
procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.
Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que
había en la casa, y envió a su criado a que se informase.
A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.
-¡Ay!, señor -dijo Barrois-, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de Saint-Merán ha
llegado y su marido ha muerto.
El señor de Saint-Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no
obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.
Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o pensativo, y después cerró un ojo
solo.
-¿La señorita Valentina? -dijo Barrois.
Noirtier hizo señas afirmativas.
-Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos con su precioso vestido.
Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.
-Sí, ¿queréis verla?
El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.
-Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le
diré que queréis hablarle, ¿no es esto?
-Sí -respondió el paralítico.
Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.
Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de
Saint-Merán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.
Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un
vaso.
Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de
la marquesa.
Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus
ojos en lágrimas.
El anciano insistía con su mirada.
-Sí, sí -dijo Valentina-, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?
El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.
-¡Ay! -repuso Valentina-, a no ser así, ¿qué sería de mí ?
Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche
tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era
ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de
sufrimiento.
Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la
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cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana
marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.
-¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? -exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de
agitación.
-No, hija mía, no -dijo la señora de Saint-Merán-; pero esperaba con impaciencia que hubieseis llegado
para mandar llamar a lo padre.
-¿A mi padre? -preguntó Valentina con inquietud.
-Sí, quiero hablarle.
Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después
entró Villefort.
-Caballero ---dijo la señora de Saint-Merán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de
faltar tiempo-, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?
-Sí, señora -respondió Villefort-, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.
-¿Vuestro yerno es el señor Franz d'Epinay?
-Sí, señora.
-¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el
usurpador volviese de la isla de Elba?
-Ese mismo.
-¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?
-Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre -dijo Villefort-; el señor d'Epinay
era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con
indiferencia al menos.
-¿Es un buen partido?
-Bajo todos los conceptos.
-¿El joven...?
-Goza de general consideración.
-¿Es decoroso?
-Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.
Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.
-¡Y bien!, caballero -dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint-Merán-, es preciso que os
deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.
-¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! -exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.
-Yo sé lo que me digo -repuso la marquesa-; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo
madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi
pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.
-¡Ah!, señora -dijo Villefort-, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había
perdido a la suya?
-Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina;
dejemos en paz a los muertos.
Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.
-Se hará como deseáis, señora -dijo Villefort-, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo
con el mío; y en cuanto llegue el señor d'Epinay a París...
-Mamá ---dijo Valentina-, las murmuraciones, el luto reciente..., ¿queréis, en fin, celebrar una boda
bajo tan tristes auspicios?
-Hija mía -interrumpió vivamente la abuela-, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles
tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido
desgraciada por eso.
-¡Siempre esa idea de muerte!, señora-replicó Villefort.
-¡Siempre...! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a
mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero
conocerle, en fin, sí! -prosiguió la anciana con una expresión espantosa-, para venir a buscarle desde el
fondo de mi tumba si no hace lo que debe.
-Señora -dijo Villefort-, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que casi rayan en locura. Los
muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.
-¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! -dijo Valentina.
-Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño
terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por
abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo;
pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay
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una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una
forma blanca.
Valentina lanzó un grito.
-Era la fiebre que os agitaba -dijo Villefort.
-Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios
hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la
mesa.
-¡Oh, abuelita, era un sueño!
-No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver este movimiento, la sombra
desapareció. La camarera entró con una luz.
-¿Pero no visteis a nadie?
-Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de
mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?
-¡Oh, señora! -dijo Villefort aterrado-, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros,
viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar...
-¡Jamás, jamás, jamás! -dijo la marquesa-. ¿Cuándo vuelve el señor d'Epinay?
-Le estamos esperando de un momento a otro.
-Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos. Además, quisiera que viniese
un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.
-¡Oh, madre mía! -murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela-;
¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!
-¡Un médico! -dijo la abuela encogiéndose de hombros-, no sufro; tengo sed.
-¿Qué bebéis, abuelita?
-Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.
Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que
suponía ella que había tocado la sombra.
La marquesa se bebió la naranjada.
En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:
-¡Un notario! ¡Un notario!
El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener
necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama
abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.
La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la señora de Saint-Merán, en
lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.
Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no hubiera vacilado un instante si
Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de Chateau-Renaud; pero Morrel era de origen
plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de Saint-Merán para con todos los
que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste
certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces todo se habría perdido.
Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint-Merán dormía con un sueño agitado y febril.
En este momento anunciaron al notario.
Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint-Merán se incorporó en la
cama.
-¡El notario! -dijo-, ¡que venga! ¡Venga!
El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.
-Vete, Valentina -dijo la señora de Saint-Merán-, y déjame con el señor.
-Pero, madre mía...
-Anda, anda.
La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.
En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.
Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los
hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una
hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por
la vida de su hija.
-¡Oh! -dijo Valentina-, querido señor de Avrigny, os esperábamos con impaciencia. Pero, antes de todo,
¿cómo siguen Magdalena y Luisa?
Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.
El señor de Avrigny se sonrió tristemente.
-Luisa, muy bien -dijo-; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según
creo -dijo- No será vuestro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros
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el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra
imaginación a los placeres del campo.
Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta
hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.
-No -dijo-, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha sucedido.
-No sé nada -respondió el señor Avrigny.
-¡Ay! -dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas-, ¡mi abuelo ha muerto!
-¿El señor de Saint-Merán?
-Sí.
-¿De repente?
-De un ataque de apoplejía fulminante.
-¿De una apoplejía? -repitió el médico.
-Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él.
¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.
-¿Dónde está?
-En su cuarto, con el notario.
-¿Y el señor Noirtier?
-Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.
-Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?
-Sí -dijo Valentina suspirando-, él me ama mucho.
-¿Quién no os amaría?
Valentina se sonrió tristemente.
-¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?
-Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño
había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.
-Es singular --dijo el doctor-, yo no sabía que la señora de Saint-Merán estuviera sujeta a esas
alucinaciones.
-Es la primera vez que la he visto así -dijo Valentina-, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca,
y mi padre también parecía fuertemente afectado.
-Vamos a ver -dijo el señor de Avrigny-, me parece muy extraño todo lo que me estáis diciendo.
El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.
-Subid --dijo al doctor.
-¿Y vos?
-¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y como decís, yo misma estoy
fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.
El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la
escalera que conducía al jardín.
No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de
haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura
o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.
Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger
ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este
sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz
que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.
Entonces esta voz llegó más caramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.
Capítulo séptimo
La promesa
Era Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de
las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte
del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.
Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó
tan preocupado y tembloroso a la valla.
Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y
fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.
En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.
-¿Vos a esta hora? -dijo.
-Sí, pobre amiga mía -respondió Morrel-; vengo a traer y a buscar malas noticias.
-¡Esta es la casa de la desgracia! -dijo Valentina-; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad
de dolores es bastante crecida.
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-Escuchadme, querida Valentina -dijo Morrel procurando contener su emoción para poderse explicar-,
os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?
-Escuchad -dijo a su vez Valentina-, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado
de mi boda, y mi abuela,
con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la
desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d'Epinay será firmado el contrato.
Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.
-¡Ay! -dijo en voz baja-,terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de
vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por
mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al
señor d'Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, mañana lo
seréis, porque ha llegado a París esta mañana.
Valentina lanzó un grito.
-Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora -dijo Morrel-; hablábamos, él del dolor de vuestra
casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía
yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me
estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no
asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef
entró primero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás
de él un joven, a quien el conde saludó, exclamando:
-¡Ah, señor Franz d'Epinay!
Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero
seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra
de lo que había pasado; ¡estaba loco!
Valentina murmuró:
-¡Pobre Maximiliano!
-Veamos, Valentina. Ahora, respondedme como a un hombre al que van a sentenciar a vida o a muerte:
¿qué pensáis hacer?
Valentina bajó la cabeza, estaba anonadada.
-Escuchad -dijo Morrel-, no es la primera vez que pensáis en la situación a que hemos llegado; es
grave, es perentoria, es suprema, no creo que sea el momento de abandonarse a un dolor estéril; esto es
bueno para los que se avienen a sufrir fácilmente y a beber sus lágrimas en silencio. Hay personas así, y
sin duda Dios les recompensará en el cielo su resignación en la tierra; pero el que se siente con voluntad
de luchar, no pierde un tiempo precioso, y devuelve inmediatamente a la suerte el golpe que ella le ha
dado. ¿Estáis resuelta a luchar contra la suerte, Valentina? Decid, porque eso es lo que vengo a preguntaros.
Valentina se estremeció, y miró a Morrel con asombro.
La idea de luchar contra su padre, contra su abuela, contra toda la familia, no se había presentado a su
imaginación.
-¿Qué me decís, Maximiliano? -preguntó Valentina-, ¿y a qué llamáis una lucha? ¡Oh!, decid más bien
sacrilegio. ¡Cómo! ¿Habría de luchar yo contra la orden de mi padre, contra los deseos de mi abuela
moribunda? ¡Es imposible!
Morrel hizo un movimiento. Valentina añadió:
-Tenéis un corazón demasiado noble para que no me comprendáis, y me comprendéis tan bien, querido
Maximiliano, que por eso os veo tan callado. ¡Luchar yo! ¡Dios me libre! No, no; guardo toda mi fuerza
para luchar contra mí misma, y para beber mis lágrimas, como vos decís. En cuanto a afligir a mi padre,
en cuanto a turbar los últimos momentos de mi pobrecita abuela, ¡jamás!
-Tenéis razón -dijo Morrel con una calma irónica.
-¡Qué modo tenéis de decirme eso, Dios mío! -exclamó Valentina ofendida.
-Os lo digo como un hombre que os admira, señorita -repuso Maximiliano.
-¡Señorita! -exclamó Valentina-; ¡señorita! ¡Oh!, ¡qué egoísta! , me ve desesperada y finge que no me
entiende.
-Os equivocáis, y al contrario, os entiendo perfectamente. No queréis contrariar al señor de Villefort, no
queréis desobedecer a la marquesa y mañana firmaréis el contrato que debe enlazaros con el señor
d'Epinay.
-¡Pero, Dios mío! ¿Puedo yo hacer otra cosa?
-No me preguntéis, señorita, porque yo soy muy mal juez en esta causa y zni egoísmo me cegaría
-respondió Morrel, cuya voz sorda y puños apretados anunciaban una creciente exasperación.
-¿Qué me hubierais propuesto, Morrel, si me hallaseis dispuesta a hacer lo que quisierais? Vamos,
responded. No se trata de decir: hacéis mal; es preciso que me deis un consejo.
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-¿Me habláis en serio, Valentina, y debo daros ese consejo?
-Seguramente, querido Maximiliano, porque si es bueno, lo seguiré sin vacilar.
-Valentina -dijo Morrel rompiendo una tabla ya desunida-, dadme vuestra mano en prueba de que me
perdonáis la cólera; ¡oh!, tengo la cabeza trastornada, y hace una hora que pasan por mi imaginación las
ideas más insensatas. ¡Oh!, en el caso en que rehuséis mi consejo...
-Vamos, decidme cuál es.
-Escuchad, Valentina.
La joven alzó los ojos y arrojó un suspiro.
-Soy libre -repuso Maximiliano-, soy bastante rico para los dos; os juro ante Dios que seréis mi mujer
antes de que mis labios hayan tocado vuestra frente.
Valentina dijo:
-¡Me hacéis temblar!
-Seguidme -continuó Morrel-; os conduzco a casa de mi hermana, que es digna de serlo vuestra: nos
embarcaremos para Argel, para Inglaterra o para América, o si preferís nos retiraremos juntos a alguna
provincia, o esperaremos a que nuestros amigos hayan vencido la resistencia de vuestra familia para
volver a París.
Valentina movió melancólicamente la cabeza.
-Ya lo esperaba, Maximiliano -dijo-; es un consejo de insensato; y yo lo sería más que vos, si no os
detuviese con estas palabras: ¡Imposible, Morrel, imposible!
-¿De modo que seguiréis vuestra suerte, sin tratar de modificarla? -dijo Morrel.
-¡Sí, aunque luego hubiera de morirme!
-¡Bien, Valentina! -repuso Maximiliano--, os repetiré que tenéis razón. En efecto, yo soy un loco, y vos
me probáis que la pasión ciega los entendimientos más claros: os lo agradezco a vos, que obráis sin
pasión. ¡Bien, es cosa decidida! Mañana seréis irrevocablemente la esposa del señor Franz d'Epinay, no
por esa formalidad de teatro inventada para el desenlace de las comedias, sino por vuestra propia voluntad.
-¡Por Dios!, no me desesperéis, Maximiliano -dijo Valentina-, ¿qué haríais, decid, si vuestra hermana
escuchase un consejo como el que me dais?
-Señorita -repuso Morrel con una amarga sonrisa-, yo soy un egoísta, vos lo habéis dicho, y como tal no
me ocupo de lo que harían otros en mi lugar, sino de lo que he de hacer yo. Pienso que os conozco hace
un año, que desde que os conocí, todas mis esperanzas de felicidad las cifré en vuestro amor; llegó un día
en que me dijisteis que me amabais; desde entonces no deseé más que poseeros; era mi anhelo, mi vida;
ahora ya no tengo deseo alguno; solamente digo que la desgracia me persigue, que había creído ganar el
cielo y lo he perdido. Eso está sucediendo todos los días; un jugador pierde, no tan sólo lo que tiene, sino
lo que no tiene.
Morrel pronunció estas palabras con una calma perfecta; Valentina le miró un instante con sus ojos
grandes y escudriñadores, procurando no dejar entrever la turbación que iba sintiendo en el fondo de su
pecho.
-Pero, en fin, ¿qué vais a hacer? -preguntó.
-Voy a tener el honor de despedirme de vos, señorita, poniendo a Dios, que oye mis palabras, por
testigo, que os deseo una vida tan sosegada y feliz, que no dé cabida en vuestro pecho a un recuerdo mío.
-¡Oh! -murmuró Valentina.
-¡Adiós, Valentina, adiós! -dijo Morrel inclinándose.
-¿Dónde vais? -gritó la joven sacando la mano por la hendidura y agarrando el brazo de Morrel, pues
sospechaba que aquella calma de su amado no podía ser real-, ¿dónde vais?
-Voy a tratar de no causar un nuevo trastorno a vuestra familia, y a dar un ejemplo que podrán seguir
todos los hombres honrados que se encuentren en mi situación.
-Antes de separaros de mí, decidme lo que vais a hacer, Maximiliano.
El joven se sonrió tristemente.
-¡Oh!, ¡hablad! -dijo Valentina-, ¡por favor!
-¿Habéis cambiado de resolución, Valentina?
-¡No puedo cambiar! ¡Desdichado! ¡Bien lo sabéis! -exclamó la joven.
-¡Entonces adiós, Valentina!
Valentina golpeó la valla con una fuerza de que nadie la hubiera creído capaz, y cuando Morrel se
alejaba, pasó sus dos manos a través de la misma y cruzándolas, exclamó:
-¿Qué vais a hacer? Yo quiero saberlo; ¿adónde vais?
-¡Oh!, tranquilizaos -dijo Maximiliano deteniéndose a tres pasos de la puerta-; no tengo la intención de
hacer a nadie responsable de los rigores a que la suerte me destina. Otro os amenazaría con ir a buscar al
señor Franz, provocarle, batirse con él; esto sería una locura. ¿Qué tiene que ver el señor Franz con todo
esto? Me ha visto esta mañana por primera vez; ni siquiera sabía que yo existía cuando vuestra familia y
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la suya decidieron que seríais el uno para el otro. ¡No tengo por qué buscar al señor Franz, y os lo juro, no
le buscaré!
-Pero con quién vais a desfogar vuestra cólera? ¿Conmigo?
-¡Con vos, Valentina! ¡Dios me libre! La mujer es sagrada y la que se ama es santa.
-¡Será entonces con vos, Maximiliano, con vos mismo!
-¿No soy yo el culpable, decid? -dijo Morrel.
-Maximiliano -dijo Valentina-, Maximiliano, ¡venid aquí, lo exijo!
Maximiliano se acercó con su dulce sonrisa en los labios; y a no ser por su palidez hubiera podido
creerse que estaba en su estado normal.
-Escuchadme, adorada Valentina -dijo con su voz melodiosa y grave-: las personas como nosotros, que
jamás han debido reprocharse una mala acción ni un mal pensamiento; las personas como nosotros
pueden leer uno en el corazón del otro con la mayor claridad. No, nunca me he considerado un romántico,
no soy un héroe melancólico, no soy un Manfredo ni un Antony; pero sin palabras, sin protestas, sin
juramentos, he puesto en vos mi vida, vos me faltáis, y obráis con mucha razón, os lo he dicho y os lo
repito, pero en fin, me faltáis y mi vida se pierde. Desde el instante en que os alejéis de mí, Valentina,
quedo solo en el mundo. Mi hermana es feliz con su marido; su marido es sólo mi cuñado, es decir, un
hombre emparentado conmigo por las leyes sociales; nadie tiene necesidad de mi existencia. He aquí lo
que voy a hacer: esperaré hasta el último segundo a que estéis casada, porque no quiero perder la sombra
de una de esas casualidades imprevistas que pueden suceder; el señor Franz puede morir de aquí a entonces;
puede caer un rayo en el altar en el momento en que os acerquéis, todo parece creíble al
condenado a muerte, y para él no son imposibles los milagros si se trata de la salvación de su vida.
Aguardaré, pues, hasta el último instante, y cuando sea cierta mi desgracia, sin remedio, sin esperanza,
escribiré una carta confidencial a mi cuñado, otra al prefecto de policía para darles parte de mi designio; y
en lo más escondido de un bosque, a la orilla de algún foso me saltaré la tapa de los sesos, tan cierto como
que soy hijo del hombre más honrado que ha vivido en Francia.
Un temblor convulsivo agitó los miembros de Valentina; sus brazos cayeron a ambos lados de su
cuerpo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
El joven permaneció delante de ella, sombrío y resuelto.
-¡Oh!, por piedad, por piedad -dijo-, viviréis, ¿no es verdad?
-No, por mi honor -dijo Maximiliano-; ¿pero qué os importa? Vos haréis vuestro deber y no os
remorderá la conciencia.
Valentina cayó de rodillas oprimiéndose el corazón, que parecía querer salírsele del pecho.
-Maximiliano -dijo-, Maximiliano, mi amigo, mi hermano sobre la tierra, mi verdadero esposo en el
cielo, lo suplico, imítame, vive con el sufrimiento, tal vez llegará un día en que nos veamos reunidos.
-Adiós, Valentina -repitió Morrel.
-Dios mío -dijo Valentina levantando sus dos manos al cielo con expresión sublime-; ya veis que he
hecho cuanto he podido por permanecer siempre hija sumisa; no ha escuchado mis súplicas, mis ruegos,
mis lágrimas. ¡Pues bien! -continuó enjugándose las lágrimas y recobrando su firmeza-, ¡pues bien!, no
quiero morir de remordimiento, quiero morir de vergüenza! Viviréis, Maximiliano, y no seré de nadie
sino de vos. ¿A qué hora? ¿Cuándo? ¿En este momento? Hablad, mandad, estoy pronta.
Morrel, que había dado de nuevo algunos pasos para alejarse, volvió, y pálido de alegría, el corazón
palpitante de gozo, extendiendo al través de la valla sus dos manos hacia la joven:
-Valentina --dijo-, querida amiga, no me habéis de hablar así, o si no dejadme morir. ¿Por qué os he de
deber a la violencia, si me amáis como yo os amo? Me obligáis a vivir por humanidad, eso es todo lo que
hacéis; en tal caso prefiero morir.
-Después de todo -murmuró Valentina-, ¿quién me ama en el mundo? ¿Quién me ha consolado de
todos mis dolores? ¿En quién reposan mis esperanzas? ¿En quién se fija mi extraviada vista? ¿Con quién
se desahoga mi afligido corazón? En él, él, él, siempre él. Tienes razón, Maximiliano, lo seguiré; huiré de
la casa paterna. ¡Oh, qué ingrata soy! -exclamó Valentina sollozando-. ¡Me olvidaba de mi abuelo
Noirtier!
-No -dijo Maximiliano-, no le abandonarás; el señor de Noirtier ha parecido experimentar alguna
simpatía hacia mí; y antes de huir se lo dirás todo; su consentimiento lo servirá de escudo, y una vez
casados vendrá a vivir con nosotros: en lugar de un hijo tendrá dos. Tú me has dicho el modo con que os
habláis, pues yo aprenderé pronto el tierno lenguaje de los signos, sí, Valentina. ¡Oh!, lo lo juro, en lugar
de la desesperación que nos aguarda, lo prometo la felicidad. .
-¡Oh!, mira, Maximiliano, mira si es grande el poder que ejerces sobre mí, que me haces casi creer en
lo que dices, a pesar de que es insensato, porque mi padre me maldecirá; le conozco bien, y sé que es
inflexible, nunca perdonará. Así, pues, escúchame, Maximiliano: si por artificio, por súplicas, por un
accidente, ¿qué sé yo?, en fin, si por un medio cualquiera puedo retrasar el casamiento, esperarás, ¿no es
verdad?
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-Sí, lo juro, como jures tú también que ese espantoso casamiento no se efectuará, y aunque lo arrastren
delante del magistrado, delante del sacerdote, dirás que no.
-Te lo juro, Maximiliano; por lo más sagrado que hay para mí, por mi madre.
-Esperemos, pues -dijo Morrel.
-Sí, esperemos -dijo Valentina, que al oír esta palabra dio un
suspiro de alivio--; ¡hay tantas cosas que pueden salvar a unos desgraciados como nosotros!
-En ti confío, Valentina -dijo Morrel-; todo lo que hagas estará bien; pero si son desgraciadas tus
súplicas, si lo padre, si la señora de Saint-Merán exigen que el señor d'Epinay sea llamado mañana para
firmar el contrato...
-Tienes mi palabra, Morrel.
-En lugar de firmar...
-Vendré a buscarte y huiremos; pero desde ahora hasta entonces no tentemos a Dios, Morrel; no nos
veamos, ha sido un milagro que hasta ahora no nos hayan visto; si nos sorprendiesen, si supieran cómo
nos vemos, no tendríamos ningún recurso.
-Es verdad, Valentina, ¿pero cómo sabré...?
-Por el notario señor Deschamps.
-Le conozco.
-Y por mí misma. Yo lo escribiré, créeme. ¡Dios mío! Bien sabes cuán odiosa me es a mí también esa
boda.
-¡Bien!, ¡bien!, ¡gracias, mi adorada Valentina! -replicó Morrel-. Entonces ya está todo dicho; vengo
aquí, subes a la valla y yo lo ayudo a saltar, un carruaje nos esperará a la puerta del cercado, subimos a él,
lo conduzco a la casa de mi hermana; allí, desconocidos de todos o como quieras, tendremos valor,
resistiremos, y no nos dejaremos degollar como el cordero que no se defiende sino con sus gemidos.
-Bien -dijo Valentina-; yo también lo diré, Maximiliano, que cuanto hagas está bien hecho.
-¡Oh!
-Pues bien, ¿estás contento de lo mujer? -dijo tristemente la joven.
-¡Mi querida Valentina, es tan poco decir que sí!
-Pues dilo siempre.
Valentina se había acercado, o más bien había acercado sus labios a la valla, y sus palabras y su
perfumado aliento llegaban hasta los labios de Morrel, que iba acercando su boca al frío a inflexible cercado.
-Hasta la vista -dijo Valentina-, hasta la vista.
-Me escribirás, ¿no es verdad?
-Sí.
-¡Gracias, gracias, hasta la vista!
Oyóse el ruido de un inocente beso y Valentina desapareció bajo los tilos.
Morrel escuchó un instante el crujido de su vestido y el rumor de sus pies en la arena; levantó los ojos
al cielo con una expresión inefable de felicidad, como para dar gracias al divino Creador, que permitía
fuese amado de aquella manera, y desapareció a su vez.
Entró en su case y esperó toda la tarde y todo el día siguiente sin recibir nada. A las dos, y cuando se
dirigía a casa del señor Deschamps, notario, recibió por fin por la estafeta un billete que sin duda era de
Valentina, aunque nunca había visto su letra.
Estaba concebido en estos términos:
Lágrimas, súplicas, ruegos, todo inútil. Ayer, por espacio de dos horas estuve en la iglesia de San
Felipe de Roule, y por espacio de dos horas recé con toda mi alma; Dios es insensible como los hombres,
y el contrato se f irma esta noche a las nueve.
No tengo más que una palabra, como no tengo más que un corazón, Morrel; os he dado esa palabra y
el coraxón es vuestro.
Esta noche, a las nueve menos cuarto, en la valla.
Vuestra mujer,
Valentina de Villefort.
P. D.: Mi pobre abuela se encuentra cede vex peor; ayer tuvo un fuerte delirio; hoy no ha sido delirio,
sino locura.
Me amaréis mucho, ¿no es verdad, Morrel? Mucho..., pare hacerme olvidar que la he abandonado en
este estado.
Creo que ocultan a papá Noirtier que el contrato se firma esta noche a las nueve.
Morrel no se limitó a los informes que le diera Valentina, fue a case del notario, que le aseguró la
noticia de que el contrato se firmaba aquella noche a las nueve.
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Luego pasó a ver a Montecristo; allí supo más detalles: Franz había ido a anunciarle aquella
solemnidad; la señora de Víllefort había escrito al conde pare suplicarle que la disculpase si no le invitaba;
pero la muerte del señor de Saint-Merán, y el estado en que se hallaba su viuda esparcía sobre
aquella reunión un velo de tristeza con el que no quería oscurecer la frente del conde, al cual deseaba toda
especie de felicidad.
Franz habfa sido presentado el día anterior a la señora de Saint Merán, que se levantó pare esta
presentación, volviendo a acostarse en seguida.
Morrel se hallaba presa de una agitación que no podía escapar a una mirada tan penetrante como la del
conde; así, pues, Montecristo
se mostró con él más afectuoso que nunca; tanto que dos o tres veces estuvo Maximiliano a punto de
decírselo todo. Pero se acordó de la promesa formal dada a Valentina, y su secreto no salió de su corazón.
El joven volvió a leer veinte veces la misiva. Era la primera vez que le escribía, ¡y en qué ocasión!
Cada vez que la leía, juraba veinte veces hacer feliz a Valentina. En efecto, ¡qué autoridad tiene la joven
que tome una resolución tan peligrosa! ¡Qué abnegación no merece de parte de aquel a quien todo se ha
sacrificado! ¡Cuán digna es del culto de su amante! ¡Es la reina y la mujer, y no se tiene bastante con un
alma pare darle gracias y adorarla... !
Morrel pensaba con una inexplicable agitación en aquel momento en que Valentina llegara diciendo:
-Aquí estoy, Maximiliano, ayudadme a subir a la tapia.
Todo estaba preparado pare la fuga; dos escalas habían sido guardadas en la choza de la huerta; un
cabriolé, que debía conducir a Maximiliano, esperaba; ni criados, ni luz; al doblar la primera esquina, se
encenderían las linternas, porque podían muy bien caer en manos de la policía.
De vez en cuando se estremecía; pensaba en el momento en que, al lado de aquella cerca, protegería la
bajada de Valentina, y sentiría, temblorosa y abandonada en sus brazos, a aquella de quien aún no había
estrechado más que una mano.
Pero al llegar la tarde, cuando vio acercarse la hora, sintió una Bran necesidad de estar solo; su sangre
le hervía en las venas, las simples preguntas, la sola voz de un amigo le habrían irritado; se encerró en su
cuarto procurando leer, pero su mirada se deslizaba sobre las páginas sin comprender nada, y acabó por
tirar el libro contra el suelo, pare dibujar por segunda vez su piano, sus escalas y su huerta. Al fin se
acercó la hora. Morrel pensó entonces que ya era tiempo de partir, pues eran las siete y media, y aunque el
contrato se firmaba a las nueve, era probable que Valentina no esperaría; de consiguiente, después de
haber salido a las siete y media en su reloj, de la calle de Meslay, entraba en la huerta cuando daban las
ocho en San Felipe de Roule.
El caballo y el cabriolé fueron ocultados detrás de una cabaña arruinada en la que Morrel solía
esconderse. Poco a poco el día fue declinando, y los árboles desapareciendo entre las sombras.
Entonces salió de su escondite, y con el corazón palpitante fue a mirar por la tapia: aún no había nadie.
Las ocho y media dieron.
Estuvo esperando una media hora; se paseaba de un lado a otro, y de vez en cuando iba a mirar por la
rendija de las tablas.
El jardín se iba oscureciendo más y más, y en vano buscaba en la oscuridad el vestido blanco, en vano
procuraba oír en medio del silencio el ruido de los pasos.
La casa que se vislumbraba a través de los árboles permanecía oscura, y no presentaba ninguno de los
aspectos que acompañan a un acontecimiento tan importante como el de firmar un contrato de matrimonio.
Consultó su reloj, que señalaba las diez menos cuarto; pero pronto conoció su error, cuando el reloj de
la iglesia dio las nueve y media.
Ya era media hora más del término fijado: Valentina le había dicho que a las nueve menos cuarto.
Este fue el momento más terrible para el corazón del joven, para el cual cada segundo que transcurría
era un nuevo tormento.
El más débil ruido de las hojas, el menor silbido del viento, le hacían sudar y estremecerse; entonces,
con mano convulsiva agarraba la escala, y para no perder tiempo, ponía el pie en el primer escalón.
En medio de estos temblores, en medio de estas crueles alternativas de temor y de esperanza..., dieron
las diez en el reloj de San Felipe de Roule.
-¡Oh! -murmuró Maximíliano con terror-; es imposible que dure tanto firmar el contrato, a menos que
haya habido algún suceso imprevisto; ya he calculado el tiempo que duran todas las formalidades, algo ha
ocurrido.
Y unas veces se paseaba con agitación por delante de la cerca, otras iba a apoyar su ardorosa frente
sobre el hierro helado. ¿Se habría desmayado Valentina durante o después del contrato? ¿O habría sido
detenida en su fuga? Estas eran las dos hipótesis que bullían sin cesar en el cerebro del joven.
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La idea que al fin llegó a obsesionarle fue la de que a la joven, en medio de su fuga, le habían faltado
las fuerzas y había caído desmayada en una de las alamedas del jardín.
-¡Oh!, si así fuera -exclamó lanzándose sobre la escala-, ¡la perdería y sería por mi culpa!
El demonio que le había soplado al oído este pensamiento no le abandonó, y siguió atormentándole con
esa tenacidad que hace que ciertas dudas, al cabo de un instante y a fuerza de pensar en ellas, se
conviertan en certeza. Sus ojos, que procuraban penetrar la oscuridad creciente, creían ver bajo los
sombríos árboles una forma humana.
Morrel se atrevió a llamar, a imaginóse oír un quejido inarticulado.
Dieron las diez y media. Era imposible esperar más tiempo; las sienes de Maximiliano latían
violentamente; espesas nubes pasaban por sus ojos; al fin trepó por la escalera, subió a la cerca y de un
salto estuvo en el jardín.
Estaba en casa de Villefort, acababa de entrar en ella por escalamiento; pensó un instante en las
consecuencias que podría tener una acción semejante, pero no había tiempo para retroceder.
Anduvo unos diez pasos hasta internarse en una alameda.
En un minuto se plantó al extremo de ella. Desde allí se descubría la casa.
Aseguróse entonces de una cosa que había ya sospechado, y es que en lugar de las luces que creía ver
brillar en cada ventana, como es natural en los días de ceremonía, no vio más que la masa gzís y velada
aún por una gran cortina sombría que proyectaba una nube inmensa que se había interpuesto delante de la
luna.
Una luz pasaba de vez en cuando como perdida, y lo hacía por delante de tres ventanas del piso
principal, que eran de las habitaciones de la señora de Saint-Merán.
Otra luz permanecía inmovíl detrás de unas cortinas encarnadas que eran de la alcoba de la señora de
Villefort.
Morrel adivinó todo esto. Mil veces, para seguir a Valentina en su pensamiento a cualquier hora del día,
mil veces, repetimos, había hecho que esta última le describiera minuciosamente la casa; de modo que sin
haberla visto casi podría asegurarse que la conocía como su dueño.
El joven se asustó todavía más de aquella oscuridad y del silencio, que de la ausencia de Valentina.
Despavorido, loco de dolor, decidido a arrostrarlo todo por volver a ver a Valentina y asegurarse de la
desgracia que presagiaba, cualquiera que fuese, llegó a una plazoleta, la que conducía a la alameda, y se
disponía a atravesar con toda rapidez posible el parterre, completamente descubierto, cuando un rumor de
voces bastante lejano aún, pero aproximado por el viento, llegó a sus oídos.
Al oírlo dio un paso atrás; había salido fuera de las ramas y do los árboles; pero volvióse a internar en
ellos, y permaneció oculto en la oscuridad, inmóvil y mudo.
Había abrazado una resolución: si era Valentína sola, la avisaría con una palabra; si venía acompañada,
la vería al menos y se aseguraría de que no le haba sucedido desgracia alguna; escucharía algunas
palabras de su conversación, y al fin podría comprender aquel misterio incomprensible hasta entonces.
Al fin la luna se desembarazó de la nube que la cubría, y vio aparecer en la puerta de la escalinata a
Villefort seguido de un hombre vestido de negro. Bajaron los escalones y se adelantaron hacia la
plazoleta. Aún no había andado cuatro pasos y ya Morrel había reconocido al doctor de Avrigny en el
hombre vestido de negro.
Al verlos dirigirse hacia donde él estaba, el joven retrocedió maquinalmente hasta que encontró el
tronco de un sicómoro, detrás del cual se ocultó.
A los pocos momentos cesó el rumor que en la arena producían los pasos del procurador del rey y del
doctor de Avrigny.
-¡Ah!, querido doctor -dijo Villefort-, el cielo se declara contra nuestra casa. ¡Qué muerte tan horrible!
No tratéis de consolarme; ¡ay!, no hay consuelo para semejante desgracia; la llaga es demasiado viva y
demasiado profunda, ¡muerta!, ¡muerta está!
Un sudor frío heló la frente del joven, cuyos dientes chocaron unos con otros. ¿Quién había muerto en
aquella casa que el mismo Villefort maldecía?
-Querido señor de Villefort -respondió el facultativo con un acento que aumentó el terror del joven-, yo
no os he conducido aquí para consolaros, al contrario.
-¿Qué queréis decir? -preguntó el procurador del rey asombrado.
-Quiero decir que además de la desgracia que os acaba de suceder, hay otra aún más terrible quizá.
-¡Oh! ¡Dios mío! -murmuró Villefort cruzando las manos-; ¿qué es lo que vais a decirme?
-¿Estamos solos, amigo mío?
-¡Oh!, sí, solos. Pero ¿qué significan todas esas precauciones?
-Significan que tengo que haceros una confidencia -dijo el doctor-; sentémonos.
Villefort cayó sobre el banco. El doctor permaneció en pie frente a él con una mano apoyada sobre un
hombro.
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Horrorizado, Morrel sostenía su frente con una mano, y con la otra contenía su corazón cuyos latidos
temía que fuesen oídos.
« ¡Muerta! ¡Muerta! », repetía su pensamiento.
Y él mismo se sentía morir.
-Decid, doctor; ya escucho -dijo Villefort-, herid; a todo estoy preparado.
-La señora de Saint-Merán era sin duda de bastante edad, pero gozaba de una salud excelente.
Morrel respiró por primera vez después de diez minutos de agonía.
-La pena la ha matado -dijo Villefort-; ¡sí, el pesar, doctor! Aquella costumbre que tenía de vivir al lado
del marqués hacía más de cuarenta años...
-No, no es la pena, mi querido Villefort -dijo el doctor-. El pesar puede matar, aunque son muy raros
estos casos; pero no mata en un día, no mata en una hors, no mata en diez minutos.
Villefort no respondió nada, pero levantó la cabeza que hasta entonces había tenido inclinada y miró al
doctor con asombro.
-¿Estuvisteis junto a ella durante su agonía? -preguntó el señor de Avrigny.
-Sin duda -respondió el procurador del rey-; vos me dijisteis que no me alejase.
-¿Habéis notado los síntomas del mal a que ha sucumbido la señora de Saint-Merán?
-Desde luego, ha tenido tres accesos consecutivos, y cada vez más graves... Cuando vos llegasteis,
hacía algunos minutos que apenas podía respirar; entonces tuvo una crisis que yo tomé por un simple ataque
de nervios; pero no empecé a espantarme sino cuando la vi incorporarse sobre el lecho, con los
miembros y el cuello crispados. Entonces os miré, y en vuestro rostro conocí que la cosa era más grave de
lo que yo pensaba. Pasada la crisis busqué vuestros ojos, ¡pero no los encontré!, le tomabais el pulso,
contabais sus latidos, y empezó la segunda crisis, que fue más nerviosa, y sus labios se amorataron y se
contrajo su boca. A la tercera expiró. Desde que vi el fin de la primera reconocí que era el tétanos: vos me
confirmasteis en esta opinión.
-Sí, delante de todo el mundo -repuso el doctor-; pero ahora estamos solos.
-¿Qué vais a decirme, Dios mío?
-Que los síntomas del tétanos y del envenenamiento por sustancias vegetales son absolutamente los
mismos.
El señor de Villefort se levantó, y después de un instante de inmovilidad y de silencio, volvió a caer
sobre el banco.
-¡Oh, Dios mío!, señor doctor -dijo--, ¿os dais cuenta de lo que me estáis diciendo?
Morrel no sabía si soñaba o estaba despierto.
-Escuchad -dijo el doctor-, conozco la importancia de mi dedaración y el carácter del hombre a quien se
la hago.
-¿Estáis hablando al amigo... o al magistrado? -preguntó Villefort.
-Al amigo, al amigo en este momento; la relación que existe entre los síntomas del tétanos y los
síntomas del envenenamiento por las sustancias vegetales es tan parecida, que si fuera preciso firmarlo no
vacilaría. Os repito, pues, no es al magistrado, sino al amigo, a quien advierto que tres cuartos de hora he
estudiado la agonía, las convulsiones, la muerte de la señora de Saint-Merán, y no solamente me atrevo a
decir que ha muerto envenenada, sino que aseguraría qué veneno la ha matado.
-¡Doctor, doctor!
-Como habéis visto, todo ha sido una serie de soñolencias interrumpidas por crisis nerviosas,
excitaciones cerebrales... La señora de Saint-Merán ha sucumbido a causa de una dosis violenta de
brucina o de estricnina que le han administrado por casualidad o por error sin duda.
Villefort cogió una mano del doctor.
-¡Oh, es imposible! -dijo-, ¡yo sueño, Dios mío! ¿Estoy soñando! ¡Es muy cruel oír decir semejantes
cosas a un hombre como vos! En nombre del cielo, os lo suplico, querido doctor, decidme que podéis
equivocaros.
-Sin duda, puede ser así..., pero...
-¿Pero?
-Yo no lo creo.
-Doctor, apiadaos de mí; desde hace algunos días me están sucediendo cosas tan inauditas, que creo que
voy a volverme loco.
-¿Ha visto alguien más que nosotros a la señora de Saint-Merán?
-No, nadie más.
-¿Han ido a buscar a la botica alguna medicina que no fuese recetada por mí?
-Ninguna.
-¿Tenía enemigos la señora de Saint-Merán?
-Que yo sepa, no.
-¿Tenía alguien interés en su muerte?
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-¡No, Dios mío, no! Mi hija es su única heredera... Valentina... ¡Oh!, si llegase a concebir tal
pensamiento me daría de puñaladas para castigar a mi corazón por haber podido abrigarlo.
-¡Oh! -exclamó a su vez el señor de Avrigny-, querido amigo, no quiera Dios que yo pueda acusar a
nadie: no hablo más que de un accidente, ¿comprendéis? ¡De un error! Pero accidente o error, el caso es
que mi conciencia me remordía y necesitaba comunicaros lo que pasaba. Ahora es a vos a quien
corresponde informaros.
-¿A quién? ¿Cómo? ¿De qué?
-Veamos. ¿No ha podido engañarse Barrois y haberle dado alguna poción preparada para su amo?
-¿Para mi padre?
-Sí.
-Pero ¿cómo podía envenenar a la señora de Saint-Merán una poción preparada para mi padre? Le
habría envenenado a él también.
-No, señor, nada más sencillo; bien sabéis que en ciertas enfermedades los venenos son un remedio; la
parálisis es una de éstas. Hará unos tres meses que, después de haber hecho todo cuanto podía para
devolver el movimiento y la palabra al señor Noirtier, me decidí a intentar el último medio; hará unos tres
meses, repito, le trato por la brucina; así, pues, en la última bebida que le mandé entraban seis
centigramos, que no tienen acción sobre los órganos paralizados del señor Noirtier, y a los cuales se ha
acostumbrado además por medio de dosis consecutivas; pero que son suficientes para matar a cualquier
otro que no sea él.
-Mi querido doctor, no hay ninguna comunicación entre el cuarto del señor Noirtier y el de la señora de
Saint-Merán, y Barrois nunca entraba en el de mi suegra. En fin, doctor, os diré que aunque sepa que sois
el hombre más concienzudo, el más hábil, aunque siempre vuestras palabras sean para mí una antorcha
que me guíe por la oscuridad, a pesar de todo, tengo necesidad de apoyarme en este axioma: errare
humanum est.
-Escuchad, Villefort -dijo el galeno-; ¿hay alguno de mis colegas en quien tengáis tanta confianza como
en mí?
-¿Por qué me decís eso? ¿Adónde vais a parar?
-Llamadle, le diré todo lo que he visto, lo que he notado, y haremos la autopsia.
-¿Y encontraréis señales del veneno?
-¡Veneno!, yo no he dicho eso; pero estudiaremos la exasperación del sistema, reconoceremos la asfixia
patente, incontestable, y os diremos: querido Villefort, si ha sido por descuido, vigilad a vuestros criados;
si ha sido por odio, vigilad a vuestros enemigos.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me proponéis, señor de Avrigny? -respondió Villefort abatido-; desde
el momento en que otro que vos posea el secreto, será necesario un proceso, ¡y un proceso en el que yo
esté interesado es imposible! Sin embargo, si queréis, si lo exigís, haré lo que decís. En efecto, tal vez
deba yo seguir este asunto; mi carácter me lo ordena. Pero, doctor, desde ahora me veis aterrado;
¡introducir en mi casa tal escándalo después de tantas desgracias! ¡Oh!, ¡mi mujer y mi hija morirían! Y
yo, yo, doctor, bien lo sabéis, no llega un hombre a ser lo que yo soy, no llega un hombre a ser procurador
del rey veinticinco años sin haberse acarreado enemigos; los míos son numerosos... Esté acontecimiento
los hará saltar de alegría, y a mí me cubrirá de oprobio; doctor, perdonadme estas ideas mundanas. Si
fueseis sacerdote, no me atrevería a decíroslo; pero sois hombre, conocéis a los demás; doctor, doctor, no
me habéis dicho nada, ¿no es verdad?
-Querido señor de Villefort -respondió el doctor conmovido-, mi primer deber es la humanidad. Yo
habría salvado la vida a la señora de Saint-Merán si la ciencia hubiera podido hacerlo; pero una vez
muerta, me consagro a los vivos. Sepultemos en lo más profundo de nuestros corazones este terrible
secreto. Si los ojos de algunos llegan a sospechar, permitiré que la muerte se achaque a mi ignorancia;
pero guardaré fielmente el secreto. Sin embargo, caballero, no dejéis de indagar, porque probablemente
esto no quedará así... Y cuando hayáis descubierto al culpable, si llegáis a descubrirlo, yo seré el primero
que os diga: « Sois magistrado, obrad como mejor os parezca.»
-¡Oh!, gracias, ¡gracias, doctor! -dijo Villefort con indescriptible alegría-, jamás había tenido mejor
amigo que vos.
Y como si hubiese temido que el doctor Avrigny se retractase de su determinación, se levantó y le
condujo hacia su casa.
Los dos hombres se alejaron, y Morrel, que necesitaba respirar, sacó la cabeza del enramado, y la luna
iluminó aquel rostro tan pálido, que más bien parecía el de un fantasma.
«Dios me proteja -dijo- ¡Pero Valentina! ¡Valentina!, ¡pobre amiga! ¿Resistirá tantos dolores?
Al decir estas palabras, miraba alternativamente a la ventana de cortinas encarnadas y a las tres de
cortinas blancas.
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La luz había desaparecido completamente de la ventana de cortinas encarnadas. La señora de Villefort
acababa sin duda de apagar la lámpara, y sólo la lamparilla era la que esparcía un reflejo débil, casi
imperceptible.
Al extremo del edificio vio abrirse una de las ventanas de cortinas blancas. Una bujía, colocada sobre la
chimenea, arrojó fuera del balc6n algunos rayos de su pálida luz, y una sombra se apoyó en la balaustrada.
Morrel se estremeció; parecíale haber oído un gemido.
No era extraño que aquella alma tan intrépida y fuerte, turbada ahora y exaltada por las dos pasiones
humanas más fuertes, el amor y el miedo, se hubiese debilitado hasta el punto de sufrir exaltaciones
supersticiosas.
Por más que resultaba imposible que la mirada de Valentina le distinguiese, oculto como estaba, creyó
oírse llamar por la sombra de la ventana, su espíritu turbado se lo decía, repitiéndoselo su corazón
abrasado. Este doble error era para él una certidumbre, y por uno de esos incomprensibles impulsos
juveniles salió de su escondite, y en dos saltos, a riesgo de ser visto, de asustar a Valentina, de alarmar a
todos los de la casa con algún grito involuntario que pudiera proferir la joven, atravesó aquel parterre que
la luna iluminaba en aquel instante de lleno, y habiendo llegado a la calle de naranjos que se extendía
delante de la casa, divisó la escalinata, que subió rápidamente, y empujó la puerta, que se abrió sin
resistencia.
Valentina no le había visto; sus ojos, levantados hasta el cielo, seguían una nube de plata que se
deslizaba sobre el azul, y cuya forma se asemejaba a la de una sombra que sube al cielo; su imaginación
poética y exaltada le decía que era el alma de su madre.
Morrel había atravesado la antesala y llegó al pie de la escalera. Alfombras extendidas sobre los
escalones apagaron sus pasos. Por otra parte, Morrel había llegado a un punto tal de exaltación, que la
presencia de Villefort no le habría extrañado si éste hubiese aparecido ante sus ojos. Su resolución estaba
tomada. Se acercaba a él y se lo confesaba todo, rogándole que le escuchase, y aprobase aquel amor que
le unía a su hija... Morrel estaba loco.
Afortunadamente no vio a nadie.
Entonces fue cuando le sirvieron de mucho las descripciones que del interior de la casa le había hecho
Valentina. Llegó sin accidente alguno al final de la escalera y cuando iba a buscar la habitación, un
gemido, cuya expresión reconoció, le indicó el camino que debía seguir. Se volvió. Una puerta
entreabierta dejaba salir el reflejo de una luz y el sonido de la voz que antes había exhalado aquel gemido.
Abrió esta puerta y entró en la estancia.
Al fondo de una alcoba, bajo el sudario blanco que cubría su cabeza y dibujaba su forma, yacía la
muerta, más espantosa a los ojos de Morrel desde la revelación de aquel secreto del que la casualidad le
había hecho poseedor.
Al lado de la cama, de rodillas, con la cabeza sepultada entre unos almohadones, Valentina,
estremeciéndose a cada instante, a cada gemido, extendía sobre su cabeza, cuyo rostro no se distinguía,
sus dos manos cruzadas y crispadas.
Se había separado del balcón, que había quedado abierto, y rezaba en voz alta con un acento que
hubiera conmovido al corazón más insensible.
Las palabras se escapaban de sus labios rápidas, incoherentes, ininteligibles.
La claridad de la luna, que penetraba por el balcón, hacía palidecer el resplandor de la bujía, y azulaba
con sus fúnebres tintas este cuadro desolador.
Morrel no pudo resistir esta escena. No era hombre, en verdad, de una piedad ejemplar, no era fácil de
conmover, pero ver llorar a Valentina y retorcerse los brazos, era más de lo que podía sufrir en silencio.
Arrojó un suspiro, murmuró un nombre, y una cabeza anegada en lágrimas, una cabeza de Magdalena de
Correggio se levantó volviéndose hacia él.
Valentina lo vio y no manifestó el menor asombro. No existen emociones intermedias en un corazón
ulcerado por una desesperación suprema.
Morrel extendió la mano a su amiga. Valentina, por toda excusa de no haber acudido a la cita, le mostró
el cadáver cubierto por el fúnebre sudario, y volvió a sollozar.
Ni uno ni otro se atrevían a hablar en aquel cuarto. Los dos vacilaban en romper aquel silencio que
parecía ordenado por la muerte, que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los
labios..
Al fin Valentina se atrevió a hablar.
- Si esta emoción hubiera debido recibir al momento su castigo-, es que esa pobre abuela, al morir, dejó
dispuesto que terminasen mi boda lo más pronto posible; ¡también ella, Dios mío! ¡Creyendo protegerme,
obraba contra mí!
-¡Escuchad! -dijo Morrel.
Los dos jóvenes guardaron silencio.
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Oyóse abrir una puerta y unos pesos resonaron en el corredor dirigiéndose a la escalera.
-Es mi padre, que sale de su despacho -díjo Valentina.
-Y que acompaña al doctor -añadió Morrel.
-¿Cómo sabéis que es el doctor? -preguntó Valentina asombrada. -Lo supongo -dijo Morrel.
Valentina miró al joven.
Oyóse cerrar la puerta de la calle.
El señor de Villefort cerró con llave la del jardín y en seguida volvió a subir la escalera.
Cuando hubo llegado a la antesala, se detuvo un instante como si vacilase en entrar en el cuarto de la
señora de Saint-Merán. Morrel se escondió detrás de un biombo. Valentina no hizo el menor movimiento.
Hubiérase dicho que un dolor supremo la hacía superior.
-Amigo -dijo-, ¿cómo es que estáis aquí? ¡Ay!, yo os diría de buena gene bien venido seáis, si no fuera
la muerte la que os ha abiertoo la puerta de esta casa.
-Valentina -dijo Morrel con voz trémula y las manos cruzadas-, yo esperaba desde las ocho y media.
No os veía venir, me ínquieté, salté la cerca, penetré en el jardín, entonces unas votes que hablaban del
fatal accidente
-¿Qué voces? -preguntó Valentina.
Morrel se estremeció, porque toda la conversación del doctor y del El señor de Villefort siguió hacia su
habitación. El señor de Villefort se representó en su imaginación, y creía ver a través del paño mortuorio
aquellos brazos crispados, aquel cuerpo rígido, aquellos labios amoratados.
-Las voces de vuestros criados me lo han revelado todo.
-Pero venir hasta aquí era perdernos, amigo mío -dijo Valentina, sin espanto ni enojo.
-Perdonadme -respondió Morrel con el mismo tono-, voy a retirarme.
-No -dijo Valentina-, seríais visto, quedaos.
-Pero si viniesen
La joven movió la cabeza con melancolía.
-Nadie vendrá -dijo-. Tranquilizaos, ésta es nuestra salvación.
Y le señaló el cadáver cubierto con el paño.
-¿Pero qué ha sido del señor d'Epinay? Decidme, os lo suplico- replicó Morrel.
-El señor Franz vino pare firmar el contrato en el momento en que mi abuela exhalaba el último
suspiro.
-¡Ah! -dijo Morrel con alegría egoísta, porque pensaba que aquella muerte retardaba indudablemente el
matrimonio de Valentina.
-Ahora -dijo Valentina-, no hay más que una salida permitida y segura, y es la habitación de mi abuelo.
Y se levantó.
-Venid -dijo.
-¿Dónde? -preguntó Maximiliano.
-A la habitación de mi abuelo.
-¡Yo al cuarto del señor Noirtíer!
-Sí.
-¡Qué decís, Valentina!
-Bien sé lo que digo, y hace tiempo que lo he pensado. No tengo más amigo que éste en el mundo y los
dos necesitamos de él... Venid.
-Cuidado, Valentina -dijo Morrel vacilando-, cuidado, la venda ha caído de mis ojos. Al venir estaba
demente. ¿Conserváis íntegra vuestra razón, querida amiga?
-Sí -dijo Valentina-, y no siento más que un escrúpulo, y es el dejar solos los restos de mi pobre abuela,
que yo me encargué de velar.
-Valentina -dijo Morrel-, la muerte es sagrada.
-Sí -respondió la joven-. Pronto acabaremos, venid.
Valentina atravesó la estancia y bajó por una escalerilla que conducía a la habitación de Noirtier.
Morrel la seguía de puntillas. Cuando llegaron a la meseta en que estaba la puerta, encontraron al antiguo
criado.
-Barrois -dijo Valentina-, cerrad la puerta y no dejéis entrar a nadie.
Valentina pasó primero.
Noirtier, sentado aún en su sillón, atento al menor ruido, informado por su criado de todo lo que
sucedía, clavaba ansiosas miradas en la puerta del cuarto. Vio a Valentina y sus ojos brillaron.
Había en el andar y en la actitud de la joven cierta gravedad solemne que admiró al anciano. Así, pues,
sus brillantes ojos interrogaron vivamente a la joven.
-Escúchame bien, abuelito -le dijo-, ya sabes que mi buena mamá Saint-Merán ha muerto hace una
hora, y que ya, excepto a ti, no tengo a nadie que me ame en el mundo.
Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noirtier.
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-¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!
El paralítico respondió que sí.
Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.
-Entonces -dijo Valentina-, mirad a este caballero.
El anciano fijó en Morrel sus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.
-Es el señor Maximiliano Morrel -dijo ella-, hijo de ese honrado comerciante de Marsella, de quien sin
duda habréis oído hablar.
-Sí -respondió el anciano.
-Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho años es capitán de spahis
y oficial de la Legión de Honor.
El anciano hizo señas de que se acordaba.
-¡Y bien!, abuelito -dijo Valentina hincándose de rodillas delante del anciano, y mostrándole a
Maximiliano con una mano-, le amo, y no seré de nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me
moriré o me mataré.
Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumultuosos.
-Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abuelo? -preguntó la joven.
-Sí -respondió el anciano.
-¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la voluntad de mi padre?
Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole: -Depende.
Maximiliano comprendió.
-Señorita -dijo-, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto de vuestra abuela; ¿queréis
permitirme que tenga el honor de hablar un momento con el señor Noirtier?
-Sí, sí, eso es -expresó el anciano, y después miró a Valentina con inquietud.
-¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?
-Sí.
-¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que conoce bien la forma en que nos
entendemos.
Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque velada por una tristeza profunda, dijo:
-Sabe todo lo que yo sé.
Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que no dejase entrar a nadie, y
después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.
Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y sabía todos sus secretos,
tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó sobre una mesa donde había una lámpara.
-En primer lugar -dijo Morrel-, permitidme que os cuente quién soy yo, cómo amo a Valentina, y cuáles
son mis intenciones respecto a esto último.
-Escucho -dijo Noirtier.
Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apariencia, y que era el único protector, el
único apoyo, el único juez de los dos amantes jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a conocer el
mundo.
Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad notables, impresionaba en extremo a Morrel,
que empezó a contar su historia temblando.
Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en su aislamiento y en su
desgracia, había acogido su cariño.
Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al interrogar la mirada del
paralítico, vio que ésta le respondía:
-Está bien, continuad.
-Ahora -dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia-, ahora que os he contado
también mi amor y mis esperanzas, ¿debo contaros mis proyectos?
-Sí.
-¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.
Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que pensaba raptar a Valentina,
llevarla a la casa de su hermana, casarse, y esperar respetuosamente el perdón del señor de Villefort.
-No -dijo Noirtier.
-¿No? -repuso Morrel-, ¿no debemos obrar así?
-No.
-¿De modo que este proyecto no tiene vuestro consentimiento?
-No.
-¡Pues bien!, hay otro medio- dijo Morrel.
La mirada interrogadora del anciano preguntó: “¿Cuál?”
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-Buscaré -continuó Maximiliano- al señor Franz d'Epinay, me alegro de poderos decir esto en ausencia
de la señorita de Villefort, y me conduciré de modo que no tenga más remedio que acceder a mis
proposiciones.
La mirada de Noirtier siguió interrogándole.
-¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?
-Sí.
-Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la señorita de Villefort. Si es un
hombre delicado, probará su delicadeza renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede
contar hasta la muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, ya porque le obligue su interés personal, o
porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que Valentina me ama y no puede amar a
ningún otro más que a mí, me batiré con él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará.
Si yo le mato, no se casará con Valentina. Si él me mata, estoy seguro de que Valentina no se casará con
él. Noirtier contemplaba con un placer inefable aquella noble y sincera fisonomía en que estaban
retratados todos los sentimientos que expresaban sus labios.
Cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidas veces, lo cual quería decir que no.
-¿No? -dijo Morrel-. ¿Conque desaprobáis este segundo proyecto lo mismo que el primero?
-Sí -indicó el anciano.
-¿Qué hemos de hacer, caballero? -preguntó Morrel-. Las últimas palabras de la señora de Saint-Merán
han sido que el casamiento de su nieta se hiciese al punto. ¿Debo dejar marchar las cosas?
Noirtier permaneció inmóvil.
-Sí, comprendo -dijo Morrel-, debo esperar.
-Sí.
-Pero, señor, una dilación nos perdería -repuso el joven-. Hallándose sola Valentina y sin fuerzas, la
obligarán como a un chiquillo. He entrado aquí milagrosamente para saber lo que pasaba. Os he sido
presentado milagrosamente y no debo esperar que se renueven tales milagros. Creedme, no hay más que
uno de los dos partidos que os he propuesto. Disculpadle a mi juventud esta vanidad, decidme cuál es el
mejor, ¿autorizáis a la señorita Valentina a confiarse a mi honor?
-No.
-¿Preferís que yo vaya a buscar al señor Franz d'Epinay?
-No.
-¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá el socorro que esperamos del cielo?
El anciano se sonrió con los ojos, como solía cuando le hablaban del cielo. Siempre habían quedado
algunos residuos de ateísmo en las ideas del antiguo jacobino.
-¿De la casualidad? -repuso Morrel.
-No.
-¿De vos?
-Sí.
-¿De vos?
-Sí -repitió el anciano.
-Comprendéis lo que os pregunto, caballero, disculpad mi terquedad, porque mi vida depende de
vuestra respuesta: ¿Nos vendrá de vos nuestra salvación?
-Sí.
-¿Estáis seguro de ello?
-Sí.
-¿Nos dais vuestra palabra?
-Sí.
Y había en la mirada que daba esta respuesta una firmeza tal, que no había medio de dudar de la
voluntad, sino del poder.
-¡Oh!, gracias, caballero, ¡un millón de gracias! Pero, a menos que un milagro del Señor os devuelva la
palabra y el movimiento, encadenado en este sillón, mudo a inmóvil, ¿cómo podréis oponeros a ese
casamiento?
Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña, como es la de los ojos de un rostro inmóvil.
-¿De modo que debo esperar? -preguntó el joven.
-Sí.
-¿Pero el contrato?
La misma sonrisa de antes brilló en el rostro de Noirtier.
-¿Queréis decirme que no será firmado?
-Sí -dijo Noirtier.
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-¿De modo que el contrato no será firmado? -exclamó Morrel-. ¡Oh!, ¡perdonad, caballero! Cuando se
recibe una gran noticia, es lícito dudar un poco. ¿El contrato no será firmado?
-No- dijo el paralítico.
A pesar de esta seguridad, Morrel vacilaba en creerlo.
Era tan extraña esta promesa de un anciano impotente, que en lugar de provenir de una fuerza de
voluntad, podía provenir de una debilidad de los órganos. Nada más natural que el insensato que ignora su
locura pretenda realizar cosas superiores a su poder. El débil habla de los grandes pesos que levanta; el
tímido, de los gigantes que ha vencido; el pobre, de los tesoros que maneja; el más humilde campesino se
llama Júpiter.
Sea que Noirtier hubiese comprendido la indecisión del joven, sea que no diese fe a la docilidad que
había mostrado, le miró fijamente.
-¿Qué queréis, caballero? -preguntó Morrel-. ¿Que os reitere mi promesa de no hacer nada?
La mirada de Noirtier permaneció fija y firme como para indicar que no bastaba una promesa. Después
pasó del rostro a la mano.
-¿Queréis que lo jure? -preguntó Maximiliano.
-Sí -dio a entender el paralítico con la misma solemnidad-, lo quiero así.
Morrel comprendió que el anciano daba una gran importancia a este juramento.
Y extendió la mano.
-Os juro por mi honor -dijo- esperar que hayáis decidido lo que tengo que hacer.
-Bien -expresaron los ojos del anciano.
-Ahora, caballero -preguntó Morrel-, ¿queréis que me retire?
-Sí.
-¿Sin volver a ver a Valentina?
-Sí.
Morrel dijo que estaba dispuesto a salir.
-¿Y permitís -continuó- que vuestro hijo os abrace como lo acaba de hacer vuestra hija?
No había la menor duda en cuanto a lo que querían expresar los ojos de Noirtier.
El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que la joven había puesto los
suyos, y saludando al señor Noirtier por segunda vez, salió.
En la pieza contigua encontró al antiguo criado prevenido por Valentina. Este esperaba a Morrel, y lo
guió por las revueltas de un corredor sombrío que conducía a una puerta que daba al jardín.
Una vez allí, se dirigió al cercado en un instante, subió al tejadillo de la tapia y por medio de su escala
bajó a la huerta, encaminándose a la choza, al lado de la cual le esperaba su cabriolé.
Subió en él, y agobiado por tantas emociones, pero con el corazón más libre, entró a medianoche en la
calle de Meslay, se arrojó sobre su cama y durmió como si hubiera estado sumergido en una profunda
embriaguez.
A los dos días de ocurridas estas escenas, una multitud considerable se hallaba reunida, a las diez de la
mañana, a la puerta de la casa del señor de Villefort, y ya se había visto pasar una larga hilera de carruajes
de luto y particulares por todo el barrio de Saint-Honoré y de la calle de la Pepinière.
Entre ellos había uno de forma singular, y que parecía haber sido hecho para un largo viaje. Era una
especie de carro pintado de negro, y que había acudido uno de los primeros a la cita.
Entonces se informaron y supieron que, por una extraña coincidencia, este carruaje encerraba el cuerpo
del marqués de Saint-Merán, y que los que habían venido para un solo entierro acompañarían dos
cadáveres.
El número de las personas era grande. El marqués de Saint-Merán, uno de los dignatarios más celosos y
fieles del rey Luis XVII y del rey Carlos X, había conservado gran número de amigos que, unidos a las
personas relacionadas con el señor de Villefort, formaban un considerable cortejo.
Mandaron avisar a las autoridades, y obtuvieron el permiso para que aquellos dos entierros se hicieran
al mismo tiempo. Un segundo carruaje, adornado con la misma pompa mortuoria, fue conducido delante
de la puerta del señor de Villefort, y el ataúd fue también transportado del carro a la carroza fúnebre.
Los dos cadáveres debían ser sepultados en el cementerio del Padre Lachaise, donde hacía ya mucho
tiempo el señor de Villefort había hecho edificar el panteón destinado para toda su familia. En él había
sido enterrada ya la pobre Renata, con quien su padre y su madre iban a reunirse después de diez años de
separación.
París, siempre curioso, siempre conmovido ante las pompas fúnebres, vio pasar con un silencio
religioso el espléndido cortejo que acompañaba a su última mansión a dos de los nombres de aquella
aristocracia, los más célebres por el espíritu tradicional y por la fidelidad a sus principios.
En el mismo carruaje de luto, Beauchamp y Chateau-Renaud hablaban de aquellas muertes casi
repentinas.
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-Vi a la señora de Saint-Merán el año pasado en Marsella -decía Chateau-Renaud-, yo volvía de Argel.
Parecía destinada a vivir cien años, gracias a su perfecta salud, a su mente tan clara y despierta y a su
prodigiosa actividad. ¿Qué edad tenía?
-Setenta años -respondió Alberto-. Al menos así me han asegurado. Pero no es la edad la que le ha
causado su muerte. Al parecer, la pena causada por la del marqués la había trastornado completamente, no
estaba en sus cabales.
-Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? -preguntó Debray.
-De una congestión cerebral, según se dice, o de una apoplejía fulminante. ¿No viene a ser lo mismo?
-¡Psch. .. ! , poco más o menos...
-De apoplejía -dijo Beauchamp- es difícil de creer. La señora de Saint-Merán, a quien he visto una o
dos veces en mi vida, era alta, delgada y de una constitución más bien nerviosa que sanguínea. Son muy
raras las apoplejías producidas por la pena en una constitución física como la de la señora de
Saint-Merán.
-En todo caso -dijo Alberto-, sea cual fuere la enfermedad que la ha llevado al sepulcro, he aquí que el
señor de Villefort, o más bien Valentina, o nuestro amigo Franz, entran en posesión de una pingüe
herencia, ochenta mil libras de renta, según creo.
-Herencia que será duplicada a la muerte de ese viejo jacobino de Noirtier.
-Vaya un abuelo tenaz -dijo Beauchamp-: Tenacem praepositi virum. Ha apostado con la Muerte, según
creo, a que enterraría a todos sus herederos. A fe mía, que se saldrá con la suya. Lo mismo que aquel
viejo soldado del 93, que decía a Napoleón en 1814: “Decaéis porque vuestro Imperio es lo mismo que
una espiga joven fatigada de crecer tanto. Tomad por tutora a la República, volvamos con una buena
Constitución a los campos de batalla y yo os prometo quinientos mil soldados, otro Marengo y un
segundo Austerlítz. Las ideas no mueren, señor, se adormecen de vez en cuando, pero despiertan más
fuertes que antes”.
-Parece -dijo Alberto- que para él los hombres son como las ideas, pero una sola cosa me inquieta, y es
saber cómo se las arreglará Franz d'Epinay con un abuelo que no puede pasar sin su nieta; ¿pero dónde
está Franz?
-Va en el primer carruaje con el señor de Villefort, que le considera ya como de la familia.
La conversación de todos los que seguían a las carrozas fúnebres era poco más o menos la misma.
Admirábanse de aquellas dos muertes seguidas la una a la otra con tanta rapidez, pero nadie sospechaba el
terrible secreto que la noche anterior había revelado el señor de Avrigny al señor de Villefort en el jardín.
Después de una hora de marcha, llegaron a la puerta del cementerio. El tiempo estaba tranquilo, pero
sombrío, y por consiguiente bastante en armonía con la fúnebre ceremonia que tenía lugar. Entre los
grupos que se dirigieron al panteón de la familia, Chateau-Renaud reconoció a Morrel, que solo y en
cabriolé, iba también muy pálido por la calle de los cipreses.
-¿Vos aquí? -dijo Chateau-Renaud cogiendo del brazo al joven capitán-. ¿Conocéis al señor de
Villefort? ¿Cómo es que nunca os he visto en su casa?
-No es al señor de Villefort a quien conozco -respondió Morrel-, a quien conocía es a la señora de
Saint-Merán.
En este momento Alberto se acercó a ellos acompañado de Franz.
-El momento no es muy adecuado para una presentación -dijo Alberto-, pero no importa, no somos
supersticiosos. Señor Morrel, permitid que os presente al señor Franz d'Epinay, mi querido compañero de
viaje por Italia. Mi querido Franz, el señor Maximiliano Morrel, un excelente amigo que he adquirido en
lo ausencia, y cuyo nombre oirás en mis labios, siempre que tenga que hablar acerca de los buenos
sentimientos, del talento y de la amabilidad.
Morrel quedóse un instante indeciso. Dijo para sí que era una infame hipocresía aquel saludo casi
amistoso dirigido al hombre que detestaba interiormente, pero recordó su juramento y la gravedad de las
circunstancias, se esforzó por que su rostro no expresase ningún sentimiento de odio, y saludó a Franz
disimulando lo que sentía.
-La señorita de Villefort estará muy triste, ¿no es verdad? -dijo Debray a Franz.
-¡Oh!, caballero -respondió Franz-, sumamente triste. Esta mañana estaba tan pálida y tan demudada
que apenas la conocí.
Estas palabras, en apariencia tan sencillas, desgarraron el corazón de Morrel. Aquel hombre había visto
ya a Valentina, había hablado con ella.
Entonces fue cuando el joven oficial necesitó de toda su fuerza para resistir al vehemente deseo de
violar su juramento.
Cogió el brazo de Chateau-Renaud y le arrastró consigo rápidamente hacia el panteón, delante del cual
los empleados de las pompas fúnebres acababan de depositar dos ataúdes.
-Magnífica habitación -dijo Beauchamp dirigiendo una mirada al mausoleo-, palacio de verano y de
invierno. Vos lo habitaréis también algún día, mi querido Epinay, porque pronto seréis de la familia. Yo,
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en mi calidad de filósofo, quiero una casita de campo, una fosa debajo de árboles sombríos, y nada de
piedras sobre mi cuerpo. Al morir, diré a los que me rodean lo que Voltaire escribía a Pirón: Eo rus y
punto concluido... ¡Vamos, qué diantre! ¡Valor, vuestra mujer hereda, después de todo! '
-En verdad, Beauchamp -dijo Franz-, sois insufrible. Los asuntos políticos os han acostumbrado a
reíros de todo y a no creer en nada. Pero, en fin, Beauchamp, cuando tengáis el honor de presentaros
delante de hombres ordinarios, y la felicidad de dejar por un momento la política, tratad de no dejaros
olvidado el corazón en la Cámara de los diputados o en la de los pares.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Beauchamp-, ¿qué es la vida? Una espera en la antesala de la muerte.
-Dejad a Beauchamp con sus ideas -dijo Alberto.
Y se retiró con Franz, abandonando a Beauchamp a sus discusiones filosóficas con Debray.
El panteón de la familia de Villefort formaba un cuadro de piedras blancas de una altura de veinte pies.
Una separación interior dividía en dos departamentos a la familia de Saint-Merán y a la de Villefort, y
cada una tenía su puerta. No se veía, como en las otras tumbas, esos innobles cajones superpuestos en los
que una económica distribución encierra a los muertos con una inscripción que parece un rótulo. Todo lo
que se veía por la puerta de bronce era una antesala sombría y severa, separada de la verdadera tumba por
una pared.
En medio de esta pared estaban las dos puertas de que hablábamos hace poco, y que comunicaban con
las sepulturas de Villefort y SaintMerán.
Allí podían exhalarse en libertad los gemidos y los ayes doloridos, sin que los transeúntes, que hacen de
una visita al Padre Lachaise, una partida de campo o una cita de amor, pudiesen turbar con su canto, con
sus gritos o con sus carreras la muda contemplación o las oraciones bañadas de lágrimas del que visitaba
la tumba.
Ambos ataúdes fueron colocados en el panteón de la derecha. Este era el de la familia de Saint-Merán,
sobre unos pequeños sepulcros preparados ya, y que esperaban su depósito mortal. Solamente Villefort,
Franz y algunos parientes cercanos penetraron en el santuario.
Como las ceremonias religiosas habían sido efectuadas a la puerta, y no había ya que pronunciar ningún
discurso, los amigos se separaron al punto. Chateau-Renaud, Alberto y Morrel se retiraron, y Debray y
Beauchamp hicieron lo mismo.
Franz permaneció con el señor de Villefort a la puerta del cementerio. Morrel se detuvo bajo un
pretexto cualquiera. Vio salir a Franz y al señor de Villefort en un carruaje de luto, y concibió un mal presagio
de esta unión. Volvió a París, y aunque iba en el mismo carruaje que Chateau-Renaud y Alberto, no
oyó una palabra de lo que dijeron los dos jóvenes.
En efecto. Cuando Franz iba a separarse del señor de Villefort, dijo:
-Señor barón, ¿cuándo volveré a veros?
-Cuando gustéis, caballero -respondió Franz.
-Lo más pronto posible.
-Estoy a vuestras órdenes, caballero. ¿Queréis que volvamos juntos?
-¡Si esto no os causa molestia...!
-En absoluto.
Dicho esto, el futuro suegro y el futuro yerno subieron al mismo carruaje, y Morrel al verlos pasar
concibió con razón graves inquietudes.
Villefort y Franz volvieron al arrabal Saint-Honoré.
El procurador del rey, sin entrar en el cuarto de nadie, sin hablar a su mujer ni a su hija, hizo pasar al
joven a su despacho, a indicándole una silla, le dijo:
-Señor d'Epinay, como la obediencia a los muertos es la primera ofrenda que se debe depositar sobre su
ataúd, debo recordaros el deseo que expresó anteayer la señora de Saint-Merán en su lecho de agonía, a
saber: que el casamiento de Valentina se efectuara sin tardanza. Vos sabéis que los asuntos de la difunta
estaban muy en regla, que su testamento asegura a Valentina toda la fortuna de los SaintMerán. El notario
me mostró ayer las actas que permiten que se firme definitivamente el contrato de matrimonio. Podéis
verle de mi parte y hacer que os las comuniquen. El notario es el señor Deschamps, plaza de Beauveau,
barrio de Saint-Honoré.
-Caballero -respondió Franz-, no es éste el momento más oportuno para la señorita Valentina, abismada
como está en su dolor, para pensar en la boda. En verdad, yo temería...
-Valentina -interrumpió el señor de Villefort- no tendrá otro deseo más vivo que el de cumplir la última
voluntad de su abuela; así, pues, los obstáculos no están de su parte, os respondo de ello.
-En ese caso, caballero -dijo Franz-, como tampoco lo están de la mía, podéis obrar como y cuando
mejor os parezca. Está empeñada mi palabra, y la cumpliré, no sólo con placer, sino con felicidad.
-Entonces -dijo Villefort-, nada nos detiene. El contrato debía ser firmado dentro de tres días; todo lo
encontraremos preparado, podemos firmarlo hoy mismo.
-Pero ¿y el luto? -dijo Franz vacilando.
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-Tranquilizaos, caballero, no es en mi casa donde se hará caso de tales cosas. La señorita de Villefort
podrá retirarse durante los tres meses primeros a su posesión de Saint-Merán. Digo su posesión, potque
desde hoy suya es esa propiedad. Allí, dentro de ocho días, si queréis, sin ruido, sin esplendor, sin fausto,
se celebrará el casamiento civil. Era un deseo de la señora de Saint-Merán que su nieta se casase en esa
finca. Después, vos podréis volver a París, mientras que vuestra mujer pasará el tiempo del luto con su
madrastra.
-Como gustéis, caballero -dijo Franz.
-Entonces -repuso el señor de Villefort-, tomaos el trabajo de aguardar media hora. Valentina va a bajar
al salón.
-Yo mandaré llamar al señor Deschamps, leeremos y firmaremos el contrato inmediatamente y esta
misma noche la señora de Villefort conducirá a Valentina a su propiedad, donde iremos nosotros dentro
de ocho días.
-Caballero -dijo Franz-, tengo que pediros un favor.
-¿Cuál?
-Deseo que Alberto de Morcef y Raúl de Chateau-Renaud estén presentes al acto de firmar el contrato.
Bien sabéis que son mis testigos.
-Media hora es suficiente para avisarles. ¿Queréis irlos a buscar vos mismo? ¿Queréis que se les mande
llamar?
-Prefiero ir yo mismo, caballero.
-Os esperaré dentro de media hora, barón, y dentro de media hora Valentina estará dispuesta.
Franz saludó al señor de Villefort y salió.
Apenas se hubo cerrado la puerta de la calle detrás del joven, Villefort ordenó que avisasen a Valentina
que bajase al salón dentro de media hora, porque se esperaba al notario y a los testigos del señor d'Epinay.
Esta noticia inesperada produjo una gran impresión en la casa. La señora de Villefort no quería creerlo
y Valentina se quedó más aterrada que si hubiese sido fulminada por un rayo.
Miró a su alrededor como para buscar a quien pedir socorro.
Quiso subir a ver a su abuelo, pero en la escalera encontró al señor de Villefort, que la cogió del brazo
y la condujo al salón.
Valentina encontró en la antesala a Barrois y dirigió al antiguo criado una mirada desesperada.
Un instante después de Valentina, la señora de Villefort entró en
el salón con Eduardo. Era evidente que la mujer había tenido su parte en los pesares de la familia.
Estaba pálida y parecía horriblemente cansada.
Sentóse, colocó a Eduardo sobre sus rodillas y de vez en cuando estrechaba con movimientos casi
convulsivos contra su pecho a aquel niño en el cual parecía concentrarse toda su vida.
Al poco rato se oyó el ruido de dos carruajes que entraban en el patio. Uno era el del notario; el otro, de
Franz y sus amigos. Todos estuvieron reunidos en seguida en el salón.
Valentina estaba tan pálida que veían dibujarse las azuladas venas de sus sienes alrededor de sus ojos y
de sus mejillas. Franz experimentaba también una viva emoción.
Chateau-Renaud y Alberto se miraron con asombro. La ceremonia que se había concluido poco antes
les parecía menos triste que la que iba a empezar.
La señora de Villefort se había colocado en la sombra, detrás de una cortina de terciopelo, y como
estaba siempre inclinada hacia su hijo, era difícil leer en su rostro lo que sentía en su corazón.
El señor de Villefort estaba, como siempre, impasible.
El notario, después de colocar los papeles sobre la mesa, tomó asiento en el sillón, púsose los anteojos
y volvióse hacia Franz.
-¿Vos sois --dijo- el señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay? -preguntó, aunque lo sabía
perfectamente.
-Sí, señor -respondió Franz.
El notario se inclinó.
-Debo preveniros, caballero -dijo-, y esto de parte del señor de Villefort, que vuestro casamiento
proyectado con la señorita de Villefort ha cambiado las disposiciones del señor Noirtier respecto a su
nieta y que la desposee de la fortuna que antes pensaba dejarle, pero es de advertir -continuó el notario-
que no teniendo el testador derecho a separar más que una parte de su fortuna, y habiéndolo separado
todo, el testamento no resistirá el ataque, pues será declarado nulo, y como si no hubiese sido hecho.
-Sí -dijo Villefort-, pero prevengo de antemano al señor d'Epinay que mientras yo viva no será
impugnado el testamento de mi padre; pues mi posición no me permite que se arme semejante escándalo.
-Caballero -dijo Franz-, me disgusta en extremo que se haya promovido semejante cuestión delante de
la señorita Valentina. Yo nunca me he informado de su caudal, que, por reducido que sea, será más
considerable que el mío. Le que mi familia ha buscado en la alianza de la señorita de Villefort conmigo es
la consideración social; lo que yo busco es la felicidad.
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Valentina hizo un gesto imperceptible de agradecimiento, mientras que dos lágrimas silenciosas
rodaban por sus mejillas.
-Por otra parte, caballero -dijo Villefort dirigiéndose a su futuro yerno-, además de la frustración de una
gran parte de vuestras esperanzas, este testamento inesperado no tiene nada que deba heriros
personalmente. Todo se explica con la debilidad de espíritu del señor Noirtier. Lo que desagrada a mi
padre no es que la señorita de Villefort se case con vos, sino que la señorita de Villefort se case. Una
unión con otro cualquiera le hubiera causado la misma impresión. La vejez es muy egoísta, y la señorita
de Villefort le servía de compañera fiel, lo cual no podrá hacer siendo ya baronesa d'Epinay. El
lamentable estado en que se encuentra mi padre hace que se le hable muy pocas veces de asuntos graves
que la debilidad de su cerebro no podría seguir, y yo estoy perfectamente convencido de que ahora,
conservando el recuerdo de que su hija se casa, el señor Noirtier ha olvidado hasta el nombre del que va a
casarse con su nieta.
No bien acababa Villefort de pronunciar estas palabras, a las que Franz respondía por medio de una
cortesía, cuando se abrió la puerta del salón y Barrois entró en él.
-Señores -dijo con una voz muy firme para un criado que habla a sus amos en una circunstancia tan
solemne-, señores, el señor Noirtier de Villefort desea hablar inmediatamente al señor Franz de Quesnel,
barón d'Epinay.
También el criado, al igual que el notario, daba todos sus títulos al prometido, a fin de que no pudiese
haber un error de personas.
Villefort se estremeció y la señora de Villefort soltó a su hijo, a quien tenía sobre sus rodillas, y
Valentina se levantó pálida y muda como una estatua.
Alberto y Chateau-Renaud cambiaron una segunda mirada más sorprendidos que antes.
El notario miró a Villefort.
-Es imposible -dijo el procurador del rey-. Por otra parte, el señor d'Epinay no puede salir del salón en
este momento.
-Precisamente ahora es cuando el señor Noirtier, mi amo, desea hablar al señor Franz d'Epinay de
asuntos muy importantes -repuso el criado con la misma firmeza.
-¡Pues qué! ¿Habla ya papá Noírtier? -preguntó Eduardo con su impertinencia habitual.
Pero esta salida no hizo sonreír ni siquiera a la señora de Villefort, tan preocupados estaban los ánimos
y tan grave era la situación.
-Decid al señor Noirtier -repuso Villefort- que no se puede acceder a lo que pide.
-En ese caso, el señor Noirtier me encarga que prevenga a estos señores que va a hacerse conducir aquí.
El asombro llegó a su colmo.
En el rostro de la señorita de Villefort dibujóse una especie de sonrisa. Valentina, como a pesar suyo,
levantó los ojos hacia el cielo como para darle gracias.
-Valentina -dijo el señor de Villefort-, os suplico que vayáis a saber qué significa ese nuevo capricho de
vuestro abuelo.
Valentina dio algunos pasos para salir, pero luego el mismo señor de Villefort la detuvo.
-Esperad -dijo-, ¡yo os acompañaré!
-Perdonad, caballero-dijo Franz a su vez-, me parece que, puesto que por mí es por quien pregunta el
señor Noirtier, yo soy quien debo acudir a su habitación; por otra parte, me aprovecharé de esta ocasión
para presentarle mis respetos, no habiendo tenido ocasión de solicitar este honor.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Villefort con visible inquietud-. No os incomodéis.
-Dispensadme, caballero -dijo Franz con el tono de un hombre que ha tomado una resolución-. Deseo
no desperdiciar esta ocasión de probar al señor Noirtier que no ha tenido razón en concebir contra mí una
aversión que estoy decidido a vencer con mi cariño.
Y sin dejarse detener más por Villefort, Franz se levantó a su vez y siguió a Valentina, que bajaba ya la
escalera con la alegría de un náufrago que logra al fin asirse a una roca.
El señor de Villefort los siguió.
Chateau-Renaud y Alberto de Morcef cambiaron una tercera mirada, más llena de asombro aún que las
dos primeras.
Capítulo octavo
Las actas del club
El señor Noirtier esperaba vestido de negro, instalado en un sillón.
Cuando hubieron entrado las tres personas a las que deseaba ver, miró a la puerta, que al punto cerró su
criado.
-Cuidado -dijo Villefort en voz baja a Valentina, que no podía disimular su alegría-, cuidado, pues si el
señor Noirtier quiere comunicaros algo que impida vuestro casamiento, debéis hacer como si no le
comprendierais.
Valentina se sonrojó, pero no respondió.
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Villefort se acercó a Noirtier.
-Aquí tenéis al señor Franz d'Epinay -le dijo-. Le habéis llamado, y al punto acude a vuestra llamada.
Sin duda todos nosotros deseábamos esta entrevista hace mucho tiempo, y me alegraré de que os
demuestre cuán poco fundada era vuestra oposición al casamiento de Valentina.
Noirtier no respondió sino por una mirada que hizo estremecer a Villefort.
Y con sus ojos hizo seña a Valentina de que se acercase.
En un momento, gracias a los medios de que se solía servir en las conversaciones con su abuelo,
encontró la palabra llave.
Consultó entonces la mirada del paralítico, que estaba fija en el cajón de una cómoda colocada entre los
dos balcones. Abrió el cajón y efectivamente encontró una llave.
Así que el anciano le hizo seña de que era lo que él pedía, los ojos del paralítico se dirigieron hacia un
viejo buró, olvidado hacía muchos años, y que según todos creían no encerraba más que papeles inútiles.
-¿Queréis que abra el buró? -preguntó Valentina.
-Sí ---dijo el anciano.
-Bien. Ahora, ¿abro los cajones?
-Sí.
-¿Los de ambos lados?
-No.
-¿El de en medio?
-Sí.
Valentina lo abrió y sacó un legajo de papeles.
-¿Es esto, abuelo, lo que queréis? --dijo.
-No.
Sacó nuevamente todos los demás papeles, hasta que no quedó uno solo en el cajón.
-¡Pero el cajón está vacío ya! -dijo la joven.
Los ojos de Noirtier se fijaron en el diccionario.
-Sí, abuelo, os comprendo -dijo la joven.
Y fue repitiendo una tras otra todas las letras del alfabeto hasta llegar a la S. En esta letra la detuvo
Noirtier.
Abrió el diccionario y buscó hasta la palabra secreto.
-¡Ah! ¿Conque tiene un secreto? -dijo Valentina.
-Sí.
-¿Y quién lo conoce?
Noirtier miró a la puerta por donde había salido el criado.
-¿Barrois? -dijo Valentina.
-Sí -respondió Noirtier.
-¿Queréis que le llame?
-Sí.
La joven se dirigió a la puerta y llamó a Barrois.
Durante todo este tiempo, el sudor de la impaciencia bañaba la frente de Villefort, y Franz estaba
estupefacto.
El antiguo criado entró en el aposento.
-Barrois -dijo Valentina-, mi abuelo me ha mandado que tome la llave que estaba en esta cómoda, que
abriese con ella este secreter, y luego sacase este cajón. Ahora, pues, este cajón tiene un secreto, dice que
vos lo conocéis; abridlo.
Barrois miró al anciano.
-Obedeced -dijo la inteligente mirada del anciano.
Barrois obedeció. Abrió un doble cajón que dejó al descubierto un paquete de papeles atado con una
cinta negra.
-¿Es esto lo que deseáis, señor? -preguntó Barrois.
-Sí -respondió Noirtier.
-¿A quién he de entregar estos papeles? ¿Al señor de Villefort? -No.
-¿A la señorita Valentina?
-No.
-¿Al señor Franz d'Epinay?
-Sí.
Franz, asombrado, se adelantó un paso.
-¿A mí, caballero? -dijo.
-Sí.
Franz recibió los papeles de manos de Barrois, y echando una mirada sobre la cubierta, leyó:
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Para que se deposite después de mi muerte en casa de mi amigo el general Durand; quiero al morir
legar estos papeles a su hijo, recomendándole que los conserve, pues son de la mayor importancia.
-¡Y bien! -dijo Franz-. ¿Qué queréis que haga yo con estos papeles, caballero?
-¡Que los conservéis cerrados como están! -respondió el procurador del rey.
-No, no -respondió vivamente Noirtier.
-¿Tal vez deseáis que el señor los lea? -preguntó Valentina.
-Sí -respondió el anciano.
-Ya lo oís, señor barón; mi abuelo os ruega que los leáis -repuso Valentina.
-Entonces, sentémonos -dijo Villefort con impaciencia-, por. que esto durará cierto tiempo.
-Sentaos -dijo el anciano.
Hízolo así Villefort, pero Valentina permaneció en pie al lado de su abuelo, apoyada en su sillón, y
Franz en pie delante de él.
Tenía en la mano el misterioso papel.
-Leed -dijeron los ojos del anciano.
Franz quitó la cinta y rompió el sobre. Un profundo silencio reinaba en la estancia. En medio de este
silencio, leyó:
Extracto de las actas de una reunión del club bonapartista de la calle de Saint-Jacques, efectuada el 5
de febrero de 1815.
Franz se detuvo.
-¡El 5 de febrero de 1815 -dijo- fue el día que asesinaron a mi padre!
Valentina y Villefort permanecieron silenciosos, mas los ojos del anciano dijeron claramente:
-Continuad.
-¡Al salir de ese club fue asesinado mi padre...!
La mirada de Noirtier continuaba diciendo: Leed.
Y Franz prosiguió en estos términos:
«Los abajo firmantes, Luis Santiago Beaurepaire, teniente coronel de artillería; Esteban Duchampy,
general de brigada, y Claudio Lecharpal, director de las aguas y de los bosques:
» Declaran que el 4 de febrero de 1815 llegó una carta de la isla de Elba recomendando a la bondad y a
la confianza de los miembros del club bonapartista, al general Flavio de Quesnel, el cual, habiendo servido
al emperador desde 1804 hasta 1814, debía ser adicto a la dinastía Bonapartista, a pesar del título de
barón que Luis XVIII acababa de agregar a sus tierras de Epinay.
»De consiguiente, se dirigió un billete al general de Quesnel, en que se rogaba que asistiese a la reunión
del 5.
»El billete no indicaba la calle ni el número de la casa donde se debía celebrar la reunión. No llevaba
firma alguna, pero anunciaba al general que si quería, le irían a buscar a las nueve de la noche.
»Las reuniones tenían lugar de nueve a doce de la noche.
»A las nueve, el presidente del club se presentó en casa del general, que estaba pronto. El presidente le
dijo que una de las condiciones de su entrada era que ignoraría el lugar de la reunión, y que se dejaría
vendar los ojos, jurando que no procuraría quitarse la venda.
»El general Quesnel aceptó la condición, y prometió por su parte que no trataría de ver adónde le
conducían.
»El general había hecho preparar su carruaje, pero el presidente le dijo que era imposible ir en él, ya
que no servía de nada que le vendasen los ojos al amo, si el cochero permanecía con los ojos abiertos y
reconocía las calles por donde iban a pasar...
»-¿Cómo haremos entonces? -inquirió el general.
»-Yo tengo mi carruaje -contestó el presidente.
»-¿Estáis seguro de vuestro cochero... para confiarle un secreto que juzgáis imprudente decir al amigo?
»-Nuestro cochero es un miembro del club -dijo el presidente-, seremos conducidos por un consejero de
Estado.
»-Entonces, ¿corremos peligro de volcar? -dijo el general riendo.
»Consignamos esta broma para probar que el general no fue obligado a asistir a la reunión, sino que fue
por su voluntad.
»Así que hubieron subido al carruaje, el presidente recordó al general la promesa que había hecho de
dejarse vendar los ojos. El general no opuso ninguna resistencia. Un pañuelo negro y espeso, preparado
ya en el carruaje, sirvió para ello.
»En el camino, el presidente creyó notar que el general procuraba mirar por debajo de su venda.
Recordóle su juramento y el general respondió:
»-¡Ah, es cierto!
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»El carruaje se detuvo delante de la calle de Saint-Jacques. El general bajó, apoyándose en el brazo del
presidente, cuya dignidad ignoraba y a quien tomaba por un miembro del club. Atravesaron la calle,
subieron un escalón y entraron en la sala de las deliberaciones.
» La sesión había empezado. Los miembros del club, prevenidos de la especie de presentación que
debía tener lugar aquella noche se habían reunido todos. Así que llegó en medio de la sala, dijeron al
general que podía quitarse la venda. Accedió a esta invitación, y pareció muy asombrado de encontrar un
número tan crecido de fisonomías conocidas en una sociedad cuya existencia ignoraba hasta entonces.
»Le preguntaron acerca de sus sentimientos, pero limitóse a responder que las cartas de la isla de Elba
los habrían enterado ya de...
Franz se interrumpió en la lectura.
-Mi padre era realista -dijo- No tenían necesidad de preguntarle sobre sus sentimientos, harto conocidos
eran.
-Y de allí -dijo Villefort- provenía mi estrecha alianza con vuestro padre, mi querido Franz. Fácilmente
se forman íntimas amistades, cuando se profesan las mismas ideas.
-Leed -dijo el anciano con la mirada.
Franz continuó:
»El presidente tomó entonces la palabra para decirle al general que se explicase con más claridad, pero
el señor de Quesnel respondió que, ante todo, deseaba saber qué era lo que querían de él.
»Entonces le hablaron de aquella misma carta de la isla de Elba que le recomendaba al club como
hombre con quien podían contar. Un párrafo entero explicaba la vuelta probable de la isla de Elba, y prometía
una nueva carta y detalles más amplios a la llegada del Faraón, buque perteneciente al naviero
Morrel de Marsella, y cuyo capitán pertenecía en cuerpo y alma al emperador.
»Mientras duró esta lectura, el general, con quien habían creído contar como un hermano, dio señales
visibles de disgusto y repugnancia.
»Terminada la lectura, se quedó silencioso y frunció las cejas.
»-!Y bien! -preguntó el presidente-, ¿qué decís de esta carta, señor general?
»-Digo que hace muy poco tiempo que se ha prestado juramento al rey Luis XVIII para violarlo ya en
beneficio del ex emperador.
»Esta vez era demasiado clara la respuesta para poder dudar de sus sentimientos.
»-General -dijo el presidente-, para nosotros no hay rey Luis XVIII ni ex emperador. No hay más que la
Majestad.
»El emperador y rey, alejado después de seis meses de Francia por la violencia y la traición.
»-Perdonad, señores -dijo el general-, puede ser muy bien que para vosotros no haya rey Luis XVIII,
mas para mí lo hay, puesto que me ha hecho barón y mariscal de campo, y que nunca olvidaré que esos
títulos los debo a su regreso a Francia.
»-¡Caballero! -dijo el presidente con tono grave y poniéndose en pie-, mirad lo que decís; vuestras
palabras nos demuestran que se equivocan respecto a vos en la isla de Elba, y que nos han engañado. La
comunicación que él os ha hecho se basa en la confianza que se tenía de vos, y por consiguiente sobre un
sentimiento que os honra. Ahora veo que padecemos un error: un título y un grado os hacen que seáis
adicto al nuevo gobierno que todos queremos derribar. No os obligaremos a que nos prestéis vuestra
ayuda. No obligamos a nadie contra su voluntad, pero os obligaremos a obrar como caballero, aunque a
ello no estéis dispuesto.
»-¡Vos llamáis ser caballero a conocer vuestra conspiración y no revelarla!, pues yo llamo a eso ser
vuestro cómplice. Ya veis que soy mucho más franco que vosotros...
-¡Ah!, ¡padre mío! -dijo Franz interrumpiéndose-, ahora comprendo por qué lo asesinaron.
Valentina no pudo menos de arrojar una mirada a Franz. El joven estaba realmente hermoso y arrogante
en su entusiasmo filial.
Villefort se paseaba de un lado a otro detrás de él.
Noirtier seguía con los ojos la expresión de cada uno de los hombres y conservaba su actitud digna y
severa.
Franz volvió al manuscrito y continuó:
»-Caballero -dijo el presidente-, se os dijo que fuerais al seno de la asamblea, no se os obligó por la
fuerza, se os propuso que os vendaríais los ojos, vos aceptasteis. Cuando accedisteis a esta doble
demanda, sabíais perfectamente que no nos ocupábamos de asegurar el trono de Luis XVIII, pues a ser así
no habríamos tomado tantas precauciones para ocultarnos a los ojos de la policía. Ahora ya comprendéís
que nada es más fácil que cubrirse de una máscara, con ayuda de la cual se sorprenden los secretos de las
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personas, y quitársela después para perder a los que se han fiado de vos. No, no; vais a contestar
francamente si estáis por el rey que actualmente reina o por Su Majestad el emperador.
»-Yo soy realísta -respondió el general-, he prestado juramento a Luis XVIII y lo cumpliré.
»A estas palabras siguió un murmullo general, y en las miradas de la mayor parte de los miembros del
club era fácil conocer que todos tenían vivos deseos de hacer que el señor d'Epinay se arrepintiera de sus
imprudentes palabras.
»El presidente se levantó de nuevo a impuso silencio.
»-Caballero -le dijo-, sois hombre demasiado grave y sensato para no comprender las consecuencias de
la situación en que nos hallamos los unos respecto a los otros y vuestra misma franqueza nos dicta las
condiciones que hemos de imponer. Vais a jurar por vuestro honor no revelar nada de lo que habéis oído.
»El general llevó la mano a la espalda y exclamó:
»-Si habláis de honor, empezad por conocer sus leyes y no impongáis nada por la violencia.
»-Y vos, caballero -continuó el presidente con una calma más terrible que la cólera del general-, no
llevéis la mano a vuestra espada. Es un consejo que quiero daros.
»El general dirigió a su alrededor unas miradas que demostraban cierta inquietud.
»Sin embargo, no dio su brazo a torcer, al contrario, reuniendo toda su fuerza, dijo:
»-No juraré.
»-Entonces moriréis, caballero -respondió tranquilamente el presidente.
»El señor d'Epinay palideció. Miró por segunda vez a su alrededor. La mayor parte de los miembros
cuchicheaban y buscaban armas bajo sus capas.
»-General -dijo el presidente-, sosegaos, estáis entre personas de honor, que procurarán por todos los
medios convenceros antes de recurrir al último extremo, pero también vos lo habéis dicho, estáis entre
conspiradores, sabéis nuestro secreto y es preciso que nos lo devolváis.
»Un silencio significativo siguió a estas palabras, y en vista de que el general no respondía, dijo el
presidente a los porteros:
»-Cerrad esas puertas.
»El mismo silencio de muerte sucedió a estas palabras.
»Entonces el general se adelantó y haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, dijo:
»-Tengo un hijo, y no puedo menos de pensar en él al hallarme entre asesinos.
»-General -dijo con nobleza el jefe de la asamblea-, un hombre solo tiene siempre derecho a insultar a
cincuenta, tal es el privilegio de la debilidad. Pero hacéis mal en usar de ese derecho. Creedme, general,
jurad y no nos insultéis.
»El general, dominado por aquella superioridad del jefe de la asamblea, vaciló un instante, pero al fin,
adelantándose hacia la mesa del presidente, preguntó:
»-¿Cuál es la fórmula?
»-Esta es:
»Juro por mi honor no revelar jamás a nadie en el mundo, lo que he visto y oído el cinco de febrero de
mil ochocientos quince, entre nueve y diez de la noche, y declaro merecer la muerte si violo mi
juramento.
» El general pareció sufrir una convulsión nerviosa que le impidió responder durante algunos segundos.
Al fin, con repugnancia manifiesta, pronunció el juramento exigido, pero con una voz tan baja que apenas
se oyó, así que muchos miembros exigieron que lo repitiese en voz más alta y más clara. El lo hizo así.
»-Ahora deseo retirarme -dijo el general-. ¿Estoy ya libre?
»El presidente se levantó y designó a tres miembros de la asamblea para que le acompañasen, y subió al
carruaje con el general, después de haberle vendado los ojos.
»En el número de estos tres miembros figuraba el cochero que los había conducido.
»Los otros miembros del club se separaron en silencio.
»_¿Dónde queréis que os conduzcamos? -preguntó el presidente.
»-A cualquier parte, con tal que me vea libre de vuestra presencia -fue la respuesta de d'Epinay.
»-Caballero -repuso entonces el presidente-, os advierto que ahora no estamos en la asamblea, y que
estáis frente a hombres solos. No los insultéis si no queréis tenerles que dar una satisfacción delinsulto.
»Pero en lugar de comprender este lenguaje, el señor d'Epinay respondió:
»--Sois tan valientes en vuestro carruaje como en el club, por la sencilla razón de que cuatro hombres
son más fuertes que uno solo.
»El presidente mandó que se detuviese el carruaje.
»En aquel momento, estaban junto al muelle de Ormes, frente a la escalera que conduce al río.
»-¿Por qué mandáis detener aquí? -preguntó el general d'Epinay.
»-Porque habéis insultado a un hombre -dijo el presidente-, y este hombre no quiere dar un paso sin
pediros lealmente una reparación.
»-¡Otro modo de asesinar! -dijo el general encogiéndose de hombros.
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»-Nada de miedo, caballero -contestó el presidente-, si no queréis que os mire como a uno de esos
hombres que designabais hace poco, es decir, como a un cobarde que toma por escudo su debilidad.
Estáis solo, un hombre solo os responderá. Tenéis una espada al lado, y yo tengo una en este bastón. Nó
tenéis testigo, uno de estos señores lo será de vos. Ahora, si queréis, podéis quitaros la venda.
El general arrancó en seguida el pañuelo que le cubría los ojos.
»-Al fin-dijo-, voy a conocer a mi antagonista.
»Abrieron la portezuela. Los cuatro hombres bajaron...
Franz se interrumpió de nuevo. Enjugóse un sudor frío que corría por su frente. Era, en efecto,
espantoso ver a aquel hijo tembloroso y pálido, leer en alta voz los detalles ignorados hasta entonces de la
muerte de su padre. Valentina cruzó las manos como si orase interiormente. Noirtier miraba a Villefort
con una expresión casi sublime de desprecio y de orgullo.
Franz prosiguió:
»Era, como hemos dicho, el cinco de febrero. Hacía tres días que había helado a cinco o seis grados. La
escalera estaba enteramente cubierta de hielo. El general era grueso y alto, el presidente le ofreció el lado
del pasamanos para bajar.
»Los dos testigos los seguían.
»Hacía una noche muy oscura, el terreno de la escalera estaba húmedo y resbaladizo por el hielo.
Detuviéronse en la mitad de la escalera, en una grande superficie cubierta enteramente de nieve no
derretida.
»Uno de los testigos fue a buscar una linterna a una barca de carbón, y al resplandor de esta linterna
examinaron las armas.
»La espada del presidente era cinco pulgadas más corta que la de su adversario y no tenía guarnición.
»E1 general d'Epinay propuso que echaran suertes sobre las dos espadas, pero el presidente respondió
que él era quien había provocado, y que al provocarles dijo que cada cual se sirviera de sus armas.
»Los testigos insistieron. El presidente les impuso silencio.
»Pusieron en el suelo la linterna. Los dos adversarios se colocaron uno a cada lado. .. y el combate
empezó.
»La luz hacía brillar siniestramente las dos espadas; en cuanto a los hombres, apenas se les veía, tan
densa era la oscuridad.
» El general d'Epinay pasaba por uno de los mejores espadachines del Ejército. Pero se vio tan
vivamente atacado a los primeros golpes, que retrocedió y al hacerlo cayó.
»Los testigos le creyeron muerto, pero su adversario, que sabía que no le había tocado, le ofreció la
mano para ayudarle a levantarse. Esta circunstancia, en lugar de calmarle, irritó al general, que atacó a su
adversario con una furia terrible.
»Pero su adversario no retrocedió siquiera un paso. Recibióle con un quite que hizo retroceder al
general, pues se vio comprometido. Dos veces volvió a la carga y a la tercera cayó de nuevo.
»Los testigos creyeron que había resbalado como la primera vez; sin embargo, como no se levantaba, se
acercaron a él y procuraron ponerle en pie, pero el que le había cogido por la cintura para levantarle sintió
bajo su mano un calor húmedo. Era sangre.
»El general, que estaba medio desvanecido, recobró sus sentidos.
»-¡Ah! -dijo-, me han enviado algún espadachín, algún profesor de regimiento.
»El presidente, sin responder, se acercó al testigo que sostenía la linterna, y levantando su manga
mostró su brazo atravesado por dos heridas, y desabrochando su levita y su chaleco, mostró el pecho
cubierto de sangre por una tercera herida.
»Y sin embargo, no había arrojado ni tan siquiera un ligero suspiro.
»El general d'Epinay, tras una agonía que duró un cuarto de hora, expiró...»
Franz leyó estas últimas palabras con una voz tan ahogada, que ,apenas pudieron oírlas, y después de
haberlas leído, se detuvo, pasando una mano por sus ojos, como para disimular una nube.
Pero, después de una pausa, prosiguió:
»-El presidente subió la escalera, después de haber introducido su espada en su bastón. Un reguero de
sangre iba señalando su camino sobre la nieve. Aún no había subido toda la escalera, cuando oyó un ruido
sordo en el agua. Era el cuerpo del general que los testigos acababan de precipitar al río, tras haberse
cerciorado de que estaba muerto.
»El general ha sucumbido, pues, en un duelo leal, y no en una emboscada, como después habría de
sospecharse.
»En fe de lo cual hemos firmado el presente documento para establecer la verdad de los hechos,
temiendo que llegue un momento en que alguno de los actores de esta escena terrible sea acusado de
asesinato con premeditación, o de haberse salido de las leyes del honor.
»Firmado,
BEAUREPAIRE, DUCH AMPY, LECHARPAL. »
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Cuando Franz hubo terminado esta lectura tan terrible para un hijo, y Valentina, pálida de emoción, se
enjugó una lágrima; cuando Villefort, temblando en un rincón, hubo tratado de conjurar la tempestad por
medio de miradas suplicantes dirigidas al implacable anciano, dijo Franz a Noirtier:
-Caballero, puesto que vos sabéis esa terrible historia con todos sus detalles, puesto que la habéis hecho
atestiguar por firmas honrosas, puesto que, en fin, parecéis interesaros por mí, no me rehuséis una gracia:
decidme el nombre del presidente del club, conozca yo al que mató a mi pobre padre.
Villefort buscó maquinalmente el pestillo de la puerta. Valentina, que había comprendido antes que
nadie la respuesta del anciano, y que varias veces había visto en su brazo dos cicatrices, retrocedió
horrorizada.
-¡En nombre del cielo, señorita -dijo Franz dirigiéndose a su prometida-, unid vuestros ruegos a los
míos, para que yo sepa el nombre del que me dejó huérfano a los dos años de edad!
Valentina permaneció inmóvil y silenciosa.
-Mirad, caballero -dijo Villefort-, creedme, no prolonguéis esta terrible escena. Los nombres han sido
ocultados a propósito. Mi padre no conoce tampoco a ese presidente, y si lo conoce, no lo podría decir,
pues los nombres propios no están en ese diccionario.
-¡Oh, desgraciado! -exclamó Franz-, la única esperanza que me ha sostenido durante toda esta lectura, y
que me ha dado fuerzas para llegar hasta el fin, era saber el nombre del que mató a mi padre. ¡Señor,
señor! -exclamó volviéndose hacia Noirtier-, ¡en nombre del cielo!, haced lo que podáis..., intentad
indicarme el nombre de...
-Sí -dijo Noirtier.
-¡Oh, señorita, señorita! -exclamó Franz-, vuestro abuelo ha hecho señas de que podía indicarme... ese
nombre... Ayudadme... Vos lo comprendéis..., prestadme vuestro auxilio...
Noirtier miró al diccionario.
Franz pronunció temblando las letras del alfabeto.
Noirtier le detuvo con una mirada significativa en la Y griega.
-¿La Y griega? -preguntó Franz.
Aproximó el diccionario, y el dedo del joven iba apuntando todas las palabras que empezaban con Y
griega.
Valentina ocultaba la cabeza entre sus manos.
Aquí Franz llegó a la palabra... Yo...
-¡Sí, eso es! -afirmó el anciano con una mirada llena de nobleza.
-¿Vos, vos...? -exclamó Franz, cuyos cabellos se erizaron de horror-. ¿Vos, señor Noirtier, vos sois
quien mató a mi padre..., vos...?
-Sí -repuso Noírtier, fijando en el joven una segunda y majestuosa mirada.
Franz cayó anonadado sobre un sillón.
Villefort abrió la puerta y salió por ella rápidamente, porque no deseaba arrancar aquel resto de
existencia que quedaba aún en el corazón del terrible anciano.
Capítulo noveno
Los progresos del señor Cavalcanti hijo
Entretanto, el señor Cavalcanti padre, había partido para volver a su servicio, mas no al ejército de su
majestad el emperador de Austria, sino a su pueblo de Luca, de donde era uno de los más asiduos
cortesanos.
No olvidemos decir que había llevado consigo hasta el último franco de la suma que le fue entregada
para su viaje, y en recompensa al modo majestuoso y solemne con que supo representar su papel de
padre.
Andrés había heredado en esta partida todos los papeles que atestiguaban que tenía el honor de ser hijo
del señor Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari.
Ya había sido introducido en una sociedad parisiense, tan fácil en recibir a los extranjeros, y en
tratarlos, no como lo que son, sino como lo que quieren ser.
Por otra parte, ¿qué es lo que exigen en París a un joven? Que hable su lengua, que vaya vestido con
elegancia, que sea buen jugador y que pague en oro.
Añadamos que tratan con más indulgencia a un extranjero que a un parisiense nativo.
Andrés había, pues, adquirido en quince días una buena posición. Llamábanle señor conde, decíase que
tenía cincuenta mil libras de renta, y ya se hablaba de tesoros inmensos de su señor padre, enterrados en
Saravezza.
Un sabio, delante del cual hablaron de estos tesoros, dijo que cuando hizo su viaje a Italia pasó por
Saravezza, lo cual bastó para que todo el mundo creyese en la existencia de los tesoros.
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Un día fue Montecristo a hacer una visita al señor Danglars. Este había salido, pero propusieron al
conde si quería entrar a ver a la baronesa, que estaba visible. Montecristo aceptó.
Después de la comida de Auteuil, la señora Danglars se estremecía cada vez que oía pronunciar el
nombre de Montecristo. Si la presencia del conde no seguía a su nombre, la sensación dolorosa era más
intensa. Si, por el contrario, se presentaba, su fisonomía franca, sus ojos brillantes, su galantería para con
ella, disipaba al momento de su mente el menor recelo. Parecía imposible a la baronesa que un hombre
tan encantador pudiese abrigar malos designios contra ellos.
Por otra parte, los corazones más corrompidos no pueden creer en el daño sino apoyándolo en un
interés cualquiera. El mal inútil y sin causa repugna como una anomalía. Cuando Montecristo entró en el
gabinete donde ya hemos introducido a nuestros lectores, y donde la baronesa seguía con miradas
inquietas unos dibujos que le presentaba su hija, después de haberlos mirado el señor Cavalcanti hijo, su
presencia produjo un efecto ordinario, y después de haberse trastornado un poco al oír su nombre, trató de
sonreír y saludó al conde. Este, por su parte, abarcó toda la escena de una ojeada.
Al lado de la baronesa estaba Eugenia sentada sobre una butaca, delicadas. y Cavalcanti, en pie, a su
lado. Andrés, vestido de negro como un héroe de Goethe, con zapatos bajos de charol y medias de seda
blanca, pasaba una mano bastante blanca y cuidada por sus rubios cabellos, en medio de los cuales
brillaba un diamante, que a pesar de los consejos del conde de MonteCristo, el vanidoso joven no había
podido resistir al deseo de poner en su dedo meñique. Este movimiento iba acompañado de miradas
asesinas lanzadas a la señorita Danglars, y suspiros enviados en la misma dirección que las miradas.
La señorita Danglars continuaba siendo la misma, es decir, hermosa, fría a irónica. Ni siquiera una de
las miradas, uno de los suspiros del joven Andrés pasaron inadvertidos para ella, pero hubiérase dicho que
resbalaban sobre la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo.
Eugenia saludó al conde con frialdad, y se aprovechó de las primeras preocupaciones de la
conversación para retirarse a su gabinete de estudio, donde pronto se oyeron dos votes alegres y ruidosas,
mezcladas a los primeros acordes de un piano. Montecristo comprendió que la señorita Danglars prefería
a la suya y a la del señor Cavalcanti, la compañía de la señorita Luisa de Armilly, su maestra de canto.
Entonces fue cuando, mientras hablaba con la señora Danglars, notó el conde la solicitud del señor
Andrés Cavalcanti, cómo iba a escuchar la música a la puerta, que no se atrevía a abrir, y su manera de
expresar su éxtasis y admiración.
Al cabo de un rato entró el banquero; su primera mirada fue para Montecristo, más la segunda para
Andrés. En cuanto a su mujer, saludó ésta a su marido, como solía hacerlo, con una frialdad y una
ceremonia poco adecuada a un matrimonio de veinte años.
-¡Cómo! ¿No os han invitado eras señoritas a cantar con ellas? -preguntó Danglars a Andrés.
_¡Ah!, no señor-respondió éste, lanzando otro suspiro.
Danglars se adelantó hacía la puerta y la abrió.
Entonces se pudo ver a las dos jóvenes sentadas en el mismo sillón delante del mismo piano. Cada una
acompañaba con una mano, ejercicio al cual se habían acostumbrado por capricho, y en el que habían
adquirido una facilidad admirable.
La señorita de Armilly, que entonces pudo verse, gracias a la puerta, formando con Eugenia un cuadro
encantador, era también de una belleza notable o más bien de una dulzura y una gratis
Era delgada y rubia como un hada, con unos rizos largos que caían sobre su esbelto cuello, como suele
pintar Perugino para sus vírgenes, y unos ojos grandes, rasgados y velados por la fatiga. Decían que tenía
la voz un poco débil, y que, como Antonia, del Violín de Cremona, moriría un día cantando.
El conde de Montecristo dirigió a aquel grupo una mirada rápida y curiosa; era la primera vez que veía
a la señorita de Armilly, de quien tanto había oído hablar en la cara.
-¡Y bien! -preguntó el banquero a su hija-, nos habéis excluido, ¿verdad?
Condujo entonces al joven al saloncito, y fuese por casualidad o por astucia, detrás de Andrés se
entornó la puerta, de modo que desde el sitio en que estaban Montecristo y la baronesa, no pudiesen ver
nada. Pero como el banquero siguió a Andrés, la señora Danglars no pareció notar esta circunstancia.
Unos momentos más tarde, el conde oyó la voz de Andrés unida a los acordes del piano, acompañando
una canción corsa.
Mientras el conde escuchaba sonriendo esta canción que le hacía olvidar a Andrés, para atraerle a la
memoria Benedetto, la señora Danglars alababa a Montecristo la serenidad de su marido, que había
perdido aquella misma mañana tres o cuatrocientos mil francos.
Y en verdad, el elogio era merecido, porque si el conde no lo hubiera sabido por la baronesa, o tal vez
por uno de los medios que tenía de saberlo todo, la fisonomía del banquero no le habría revelado nada.
-¡Bueno! -dijo para sí Montecristo-, ya oculta lo que pierde; hace un mes se vanagloriaba de ello.
Luego dijo en voz alta:
-¡Oh! , señora, el señor Danglars conoce tan bien la Bolsa que siempre recobrará el doble de lo que ha
perdido.
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-Veo que participáis del error común -dijo la baronesa Danglars.
-¿Y qué error es ése? -dijo Montecristo.
-Que el señor Danglars no juega nunca.
-¡Ah!, sí, es verdad, señora; me acuerdo de que el señor Debray me dijo... a propósito, ¿qué ha sido de
él...?, hace tres o cuatro días que no le veo.
-Yo tampoco -dijo la señora Danglars con un aplomo milagroso-. Pero comenzasteis una frase que no
habéis acabado.
-¿Cuál?
-Que el señor Debray os había dicho...
-¡Ah!, es verdad. Me ha dicho que sacrificabais al demonio del juego.
-He tenido afición durante algún tiempo, lo confieso -dijo la señora de Danglars-, pero ya no juego
nunca.
-Y hacéis mal, señora. ¡Oh!, las casualidades, hijas de la fortuna, son precarias, y si yo fuese mujer, y
mujer de un banquero, por mucha confianza que tuviese-én la buena suerte de mi marido, porque en
cuanto a especulación todo es gracia y desgracia, pues bien, por mucha confianza que tuviese en la buena
suerte de mi marido, comenzaría por asegurarme una fortuna independiente, aunque tuviese que adquirirla
poniendo mis intereses en manos que le fuesen desconocidas.
La señora Danglars se sonrojó.
-Mirad -dijo Montecristo, como si nada hubiese visto-, se habla mucho de una jugada muy buena sobre
los intereses de Nápoles.
-Bien, bien, no quiero pensar en ello -dijo vivamente la baronesa-. Pero verdaderamente, señor conde,
ya hablamos demasiado de Bolsa. Parecemos dos agentes de cambio. Hablemos un poco de esos pobres
Villefort, tan atormentados en este momento por la fatalidad.
-¡Oh!, ya lo sabéis. Después de haber perdido al señor de Saint-Merán tres o cuatro días después de su
partida, acaban de perder a la marquesa, tres o cuatro días después de su llegada.
-¡Ah!, es verdad -dijo Montecristo-, ya me he enterado, pero como dice Claudio en Hamlet, es una ley
de la naturaleza. Sus padres habían muerto antes que ellos, y los habrán llorado. Ellos morirán antes que
sus hijos y sus hijos los llorarán.
-Pero aún no es eso todo.
-¿Qué queréis decir?
-Vos sabéis que iban a casar a su hija...
-Con el señor Franz d'Epinay... ¿Se ha desbaratado tal vez el casamiento?
-Ayer por la mañana, según parece, Franz les ha devuelto su palabra.
.-¡Ah, de veras... ! ¿Y se conocen las causas de esa ruptura?
-No.
-¿Qué me decís, señora...? Y el señor de Villefort, ¿cómo acepta esa desgracia?
-Como siempre, con filosofía.
En este momento entró Danglars solo.
-¡Y bien! -dijo la baronesa-. ¿Dejáis al señor Cavalcanti solo con vuestra hija?
-Y la señorita de Armilly -dijo el banquero-, ¿es que no es nadie?
Volvióse en seguida a Montecristo, diciendo:
-Qué joven tan encantador, el príncipe Cavalcanti, ¿no es verdad...?; pero, decidme, ¿sabéis que es
príncipe?
-No respondo de ello -dijo Montecristo-. Me presentaron a su padre como marqués. Sería conde, pero
yo creo que él no hace mucho caso de ese título.
-¿Por qué? -dijo el banquero-, si es príncipe, hace mal en no vanagloriarse de ello. Cada cual en su
derecho. No me gusta que reniegue de su origen.
-¡Oh!, sois un auténtico demócrata -dijo Montecristo sonriendo.
-Pero mirad a lo que os exponéis -dijo la baronesa-. Si el señor de Morcef viniese por casualidad,
encontraría al señor Cavalcanti en un cuarto, donde el prometido de Eugenia no ha podido nunca entrar.
-Hacéis bien en decir por casualidad -repuso el banquero-, porque diríase que era la casualidad la que le
traía, puesto que se le ve en tan contadas ocasiones.
-En fin, si viniese y encontrase aquí a este joven al lado de vuestra hija, podría disgustarse.
-¡El! ¡Oh, Dios mío! Os equivocáis. El señor Alberto no nos hace el honor de estar celoso de su
prometida, no la ama tanto para eso. Por otra parte, ¿qué me importa que se disguste o no?
-No obstante, en el estado en que nos hallamos...
-Sí, el estado en que nos hallamos, ¿queréis saberlo? Que en el baile de su madre no ha bailado más que
una vez con mi hija, que el señor Cavalcanti ha bailado tres veces con ella, y ni siquiera se ha enterado.
Un criado anunció:
-¡El señor vizconde de Morcef!
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La baronesa se levantó vivamente. Iba a pasar al salón de estudio para prevenir a su hija, cuando
Danglars la detuvo.
-Dejadle -dijo.
Ella le miró asombrada.
Monte-Eristo fingió no haber observado esta escena.
Alberto entró. Estaba alegre y satisfecho. Saludó a la baronesa con gracia, a Danglars con familiaridad,
a Montecristo con afecto, y volviéndose hacia la baronesa, dijo:
-Señora, ¿me permitís que os pregunte por la señorita Danglars?
-Muy bien, caballero -respondió vivamente el banquero-. En este momento está cantando en su salón de
estudio con el señor Cavalcanti.
Alberto conservó su sire tranquilo a indiferente. Tal vez sufría algún despecho interior, pero observó la
mirada de Montecristo clavada en la suya.
-El señor Cavalcanti tiene una hermosa voz de tenor -dijo-, y la señorita Eugenia es una magnífica
soprano, sin contar con que toca el piano cual otro Thalberg. Debe ser un concierto encantador.
-El caso es -dijo Danglars- que concuerdan perfectamente.
Alberto pareció no haber notado este equívoco tan grosero, que hizo sonrojar a la señora Danglars.
-Yo también canto -continuó el joven-. Canto, según dicen mis maestros al menos; pues bien, ¡cosa
extraña!, nunca he podido arreglar mi voz a ninguna otra, ni a las de soprano. ¡Es particular!
Danglars se sonrió de un modo significativo y exclamó:
-Enfadaos, enhorabuena. En cambio, mi hija y el príncipe -prosiguió, esperando sin duda conseguir el
objeto deseado- han excitado la admiración general. ¿No os encontrabais allí, señor de Morcef?
-¿Qué príncipe? -preguntó Alberto.
-El príncipe Cavalcanti -repuso Danglars, que siempre se obstinaba en dar este título al joven.
-¡Ah! , ¡perdonad! -dijo Alberto-. Yo ignoraba que lo fuese. ¡Ah!, ¡el príncipe Cavalcanti cantó ayer
con la señorita Eugenia! Estaría encantador, y siento vivamente no haberme hallado presente. Pero no
pude asistir, porque tuve que acompañar a la señora de Morcef a casa de la baronesa de Chateau-Renaud,
donde cantaban los alemanes.
Tras un momento de silencio, y como si nada hubiera ocurrido, repitió Morcef:
-¿Me será permitido saludar a la señorita Danglars?
-¡Oh!, aguardad, aguardad -dijo el banquero deteniendo al
joven-. ¿Oís esa deliciosa cavatina...? Ta, ta, ra, ra, ti, ta, ti, ta... eso es magnífico, ahora va a concluir...,
dentro de un segundo. ¡Perfectamente! ¡Bravo, bravísimo, bravo!
Y el banquero empezó a aplaudir frenéticamente.
-En efecto ---dijo Alberto-, eso es magnífico, y es imposible comprender mejor la música de su país
que como lo hace Cavalcanti. Habéis dicho que es príncipe, ¿no es verdad?, ¡pues bien!, si no lo es, lo
harán, en Italia eso es muy fácil. Mas volviendo a nuestros adorables cantantes, deberíais hacernos un
favor, señor Danglars; sin decir que hay un extraño, deberíais suplicar a la señorita Danglars y al señor
Cavalcanti que cantasen un poco. ¡Es tan hermoso gozar de la música a cierta distancia y sin ver a los
músicos, a fin de que ellos puedan entregarse a todo el entusiasmo de su corazón!
Esta vez Danglars se desconcertó al ver la irónica calma del joven. Llamando a Montecristo aparte le
dijo:
-¡Y bien! ¿Qué os parece nuestro amante?
-¡Diantre! ¡Me parece frío, indudablemente, pero qué queréis, estáis comprometido!
-Sin duda, estoy comprometido. Pero a dar a mi hija a un hombre que la ame, y no a uno que no la ame.
Ahí tenéis a ese amante frío como un mármol, orgulloso, como su padre. Si fuese rico, si poseyese la
fortuna de los Cavalcanti, podría perdonársele. Todavía no he consultado a mi hija, pero si tuviese buen
gusto...
-¡Oh! -dijo Montecristo-, no sé si me cegará mi amistad hacia él, pero os aseguro que el señor de
Morcef es un joven muy simpático que hará feliz a vuestra hija, y que tarde o temprano llegará a ser algo,
porque, en fin, la posición de su padre es excelente.
-¡Hum!, ¡hum! --exclamó Danglars.
-¿Por qué dudáis?
-Siempre queda el pasado..., ese pasado oscuro...
-Pero el pasado del padre nada tiene que ver con el hijo.
-¡No digáis eso!
-Veamos, no os acaloréis. Hace un mes encontrabais ese casamiento bajo todos conceptos execelente...,
ya comprenderéis, yo estoy desesperado, en mi casa es donde habéis visto a ese joven Cavalcanti, a quien
yo no conozco, os lo repito.
-Pues yo sí le conozco -dijo Danglars-, y esto me basta.
-¿Vos le conocéis? ¿Habéis pedido informes? -preguntó Montecristo .
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-¿Hay acaso necesidad de ello? ¿No se conocen a primera vista todas las ventajas de una persona? En
primer lugar, es rico.
-Yo no lo aseguro.
-Sin embargo, ¿respondéis de él?
-De cincuenta mil libras, una miseria.
-Tiene una educación esmerada.
-¡Hum! -exclamó Montecristo a su vez.
-Es músico.
-Como todos los italianos.
-Vamos, conde. Sois injusto con ese joven.
-¡Pues bien!, sí, lo confieso, veo con disgusto que, conociendo vuestros compromisos con los Morcef,
venga a interponerse y a dar al traste con el casamiento.
Danglars soltó una carcajada.
-¡Oh, sois un puritano! -dijo-, pero eso sucede todos los días en el mundo.
-Sin embargo, no podéis romper así como así, querido señor Danglars. Los Morcef cuentan con la boda.
-¿De veras?
-Desde luego.
-Entonces que se expliquen ellos. Vos deberíais decir dos palabritas al padre respecto a este asunto,
conde, vos que lo tratáis tan íntimamente.
-¡Yo! ¿De dónde habéis sacado eso?
-En un bade. ¡Cómo!, la condesa, la orgullosa Mercedes, la desdeñosa catalana, que apenas se digna
abrir la boca para saludar a sus antiguos conocidos, os cogió del brazo, salió con vos al jardín, se fue por
una de las alamedas y no volvió sino media hora después.
-¡Ah!, barón, barón -dijo Alberto-, nos impedís que oigamos, ¡eso es una tiranía!
-Está bien, está bien, señor burlón -dijo Danglars. Y volviéndose hacia Montecristo añadió: -¿Os
encargáis de decir esto al conde?
-Con mucho gusto, si así lo deseáis.
-Mas, por esta vez, que lo haga de manera más explícita y definitiva. Sobre todo, que me pida a mi hija,
que fije una época, que declare sus condiciones pecuniarias, a fin de que todos nos entendamos; pero no
más dilaciones.
-¡Pues bien!, daremos ese paso.
-No os diré que le espero con placer, pero en fin, le espero. Un banquero debe ser esclavo de su palabra.
Y Danglars arrojó uno de esos suspiros que momentos antes arrojaba Cavalcanti.
dúo.
-¡Bravo, bravo! -exclamó Morcef, aplaudiendo el final de un
Danglars empezaba a mirar a Alberto de reojo, cuando vinieron a decirle unas palabras al oído.
-Vuelvo al momento -dijo el banquero a Montecristo-, esperadme, tal vez tenga algo que deciros.
Y salió. La baronesa se aprovechó de la ausencia de su marido para abrir la puerta del salón de estudio
de su hija, y Andrés se puso en pie rápidamente, pues estaba sentado delante del piano, al lado de
Eugenia.
Alberto saludó sonriendo a la señorita Danglar, que sin manifestar la menor turbación, le devolvió un
saludo con su frialdad habitual.
Cavalcanti pareció evidentemente turbado. Saludó a Morcef, que le devolvió el saludo con la mayor
impertinencia del mundo.
Entonces Alberto empezó a hacer mil elogios sobre la voz de la señorita Danglars, y sobre el
sentimiento que experimentaba, por no haber asistido el día anterior a la soirée.
Cavalcanti empezó a hablar con Montecristo.
-Basta de música y de cumplidos. -dijo la señora Danglars-, venid a tomar el té.
-Ven, Luisa -dijo la señorita Danglars a su amiga.
Pasaron al salón próximo, donde en efecto, estaba preparado el té. En el momento en que empezaba a
dejar, a la inglesa, las cucharillas en las tazas, abrióse la puerta y Danglars se presentó, visiblemente
agitado.
Montecristo observó al punto esta agitación a interrogó al banquero con una mirada.
-.¡y bien! -dijo Danglars-, acabo de recibir un correo de Grecia.
-¡Ah, ah! -exclamó el conde-, ¿para eso os llamaron?
-Sí.
-¿Cómo está el rey Otón? -preguntó Alberto con tono jovial.
Danglars le miró de reojo sin responderle, y Montecristo se volvió para ocultar la expresión de lástima
que apareció en su rostro, pero que se borró instantáneamente.
-Nos marcharemos juntos, ¿verdad?
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-Como queráis -dijo Alberto al conde.
Alberto no podía comprender aquella mirada del banquero. Así, pues, volviéndose hacia Montecristo,
que le había comprendido muy bien, dijo:
-¿Habéis visto cómo me ha mirado?
-Sí -respondió el conde-, pero ¿halláis algo de particular en su mirada?
-Sí, pero ¿qué quiere decir con sus noticias de Grecia?
-¿Cómo queréis que yo lo sepa...?
-Porque supongo que vos tenéis relaciones en ese país.
Montecristo se sonrió como persona que trata de eludir una respuesta.
-Mirad -dijo Alberto-, ahora se acerca a vos, y yo voy a hablar un poco a la señorita Danglars. Mientras
tanto el padre tendrá tiempo de deciros algo.
-Si le habláis, habladle de su voz, por lo menos -dijo Montecristo .
-No; eso lo haría todo el mundo.
-Mi querido vizconde -dijo Montecristo- a veces sois un hombre muy raro.
Alberto se dirigió a Eugenia con la sonrisa en los labios.
Durante este tiempo Danglars se inclinó al oído del conde.
-Me habéis dado un excelente consejo -dijo-, estas dos palabras encierran toda una historia: Fernando y
Janina.
-¡Ah, ah! -exclamó Montecristo.
-Sí. Ya os lo contaré. Pero llevaos al joven. Sólo de verle me turbo, a pesar mío.
-Eso es lo que hago. Va a acompañarme. Ahora, decidme, ¿persistís en que os envíe el padre?
-Más que nunca.
-Bien.
El conde hizo una seña a Alberto.
Los dos saludaron a las señoras y salieron. Alberto, con un aire indiferente a los desdenes de la señorita
Danglars. Montecristo, repitiendo a la señora Danglars los consejos acerca de la prudencia que debe tener
la mujer de un banquero en asegurarse su porvenir.
El señor Cavalcanti quedó dueño del campo de batalla.
Apenas los caballos del conde doblaron la esquina del bulevar, cuando Alberto se volvió hacia el
conde, soltando una carcajada demasiado fuerte para no ser un poco forzada.
-¡Y bien -le dijo- Yo os preguntaré lo que el rey Carlos IX preguntaba a Catalina de Médicis después de
la noche de San Bartolomé: ¿Qué tal he desempeñado mi papel?
-¿Cuándo y sobre qué? -preguntó Montecristo.
-Sobre la instalación de mi rival en casa del señor Danglars...
-¿Qué rival?
-¿Quién ha de ser? Vuestro protegido, el señor Andrés Cavalcanti.
-¡Oh!, dejémonos de bromas, vizconde. Yo no protejo al señor Cavalcanti, al menos en casa del señor
Danglars...
-Y yo no me quejaría si lo hicieseis. Pero, felizmente, puede pasar sin vuestra protección.
-¡Cómo! ¿Creéis que hace la corte... ?
-Os lo aseguro. ¿No os habéis dado cuenta de sus miradas, sus suspiros, las modulaciones de sus
sonidos armoniosos...? ¡Nada!, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia. Palabra de honor, lo repito,
aspira a la mano de la orgullosa Eugenia.
-¿Y eso qué importa, si no piensa más que en vos?
-No digáis eso, mi querido conde, ¿no veis la amabilidad con que me han tratado?
-¡Cómo! ¿Quién...?
-Sin duda, la señorita Eugenia apenas me ha respondido, y la señorita de Armilly, su confidente, no me
ha contestado en absoluto.
-Sí, pero el padre os adora -dijo Montecristo.
-¿El padre? Al contrario, me ha hundido mil puñales en el corazón. Puñales que sólo se introducen en la
ropa, es verdad; puñales de tragedia, pero no era esa su intención.
-Los celos indican que hay cariño.
-Sí, pero yo no estoy celoso.
-¡El sí lo está!
-¿De quién? ¿De Debray?
-No, de vos.
-¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las narices.
-Os equivocáis, mi querido vizconde.
-¿Una prueba?
-¿La queréis?
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-Sí.
-Estoy encargado de indicar al señor conde de Morcef que dé un paso definitivo sobre el casamiento.
-¿Quién os lo ha encargado?
-El propio barón.
-¡Oh! -dijo Alberto con tono suplicante-. No haréis eso, ¿verdad, señor conde?
-Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.
-Vamos -dijo Alberto-, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!
-Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.
-Está reñido.
-¿Con ella?
-No, con él.
-¿Se ha dado cuenta de algo?
-Vaya con lo que ahora salís.
-Pues qué, ¿sospechaba antes...? -dijo Montecristo con una sencillez encantadora.
-¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?
-Del Congo, si queréis.
-Pues no está muy lejos.
-¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses...?
-¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el momento en que estudiéis al
individuo en un país cualquiera, conocéis la raza.
-Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray? Parecían tan amigos... -añadió
Montecristo con mayor sencillez aún.
-¡Ah!, atañe ya a los misterios de familia. Cuando el señor Cavalcanti se case, se lo podéis preguntar.
El carruaje se detuvo.
-Ya hemos llegado ---dijo Montecristo-. No son más que las diez y media, subid.
-Con mucho gusto.
-Mi carruaje os llevará.
-No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.
-Ahí viene, en efecto -dijo Montecristo, bajando de su carruaje.
Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.
-Decid que nos hagan té, Bautista ---dijo Montecristo.
Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una bandeja con el servicio del
té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.
-En verdad -dijo Morcef-, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es vuestra riqueza, otros habrá
más ricos que vos. No es vuestro talento, Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es
vuestro modo de ser servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si
adivinasen en la manera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que deseáis estuviese
preparado.
-Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres. Por ejemplo, ahora veréis.
¿No deseáis hacer algo después de beber el té?
-¡Diantre!, deseo fumar.
Montecristo se acercó al timbre y llamó una vez.
Al instante se abrió una puerta particular y Alí se presentó con dos pipas llenas de excelente latakié.
-Eso es maravilloso-dijo Morcef.
-No -repuso Montecristo-, es muy sencillo. Alí sabe que cuando se toma café o té, se fuma
generalmente. Sabe que he pedido té, sabe que he entrado con vos, oye que le llamo, sospecha la causa y
como es de un país donde se ejerce la hospitalidad, con la pipa sobre todo, en lugar de una, trae dos.
-Seguramente esa es una explicación como otra cualquiera, pero no es menos cierto que sólo vos...,
¿pero qué es lo que oigo...?
Y Morcef se inclinó hacia la puerta, por la que, en efecto, entraban sonidos parecidos a los de un arpa.
-A fe mía, mi querido vizconde, esta noche la música os persigue. Acabáis de oír el piano de la señorita
Danglars, para oír luego la guzla de Haydée.
-Haydée, ¡oh, qué nombre tan adorable! ¿Puede haber mujeres que se llamen Haydée, además de las
que así se llaman en los poemas de Byron?
-Desde luego. Haydée es un nombre muy raro en Francia, pero muy común en Albania y en Epiro. Es
lo mismo que si dijeseis castidad, pudor, inocencia.
-¡Oh! ¡Eso es encantador! -dijo Alberto-. ¡Cómo me gustaría el que se llamasen nuestras francesas
señorita Bondad, señorita Silencio, señorita Caridad cristiana! Decidme, si la señorita Danglars, en lugar
de llamarse Clara-María-Eugenia, como la llaman, se llamase señorita Castidad-Pudor-Inocencia
Danglars, ¡diablo! ¿No sería mucho más hermoso?
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-¡Loco! -dijo el conde-. No habléis tan alto, podría oíros Haydée.
-¿Y se enojaría, tal vez?
-No ---dijo el conde con aire altanero.
-¿Es amable? -preguntó Alberto.
-No es bondad, es deber; una esclava no se enfada nunca contra su amo.
-¡Vamos!, no os burléis. ¿Hay todavía esclavos?
-Sin duda, puesto que Haydée lo es mía.
-En efecto, vos no hacéis ni tenéis nada semejante a los demás. Esclava del señor conde de Montecristo
es una posición en Francia. A juzgar por el modo con que empleáis vuestro dinero, ¿es un destino que le
valdrá cien mil escudos al año?
-¡Cien mil escudos! La pobre ha poseído mucho más. Ha venido al mundo sobre tesoros, al lado de los
cuales no son nada los de las Mil y una noches.
-¿Es una princesa?
-Vos lo habéis dicho, y una de las principales de su país.
-Ya lo -sospechaba. ¿Pero cómo siendo princesa ha podido llegar a ser esclava?
-¿Y cómo llegó a ser Dionisio el Tirano, maestro de escuela? El azar de la guerra, mi querido vizconde,
el capricho de la fortuna.
-¿Y su nombre es un secreto?
-Para todo el mundo, sí. No para vos, mi querido vizconde, que sois uno de mis amigos, y que lo
guardaréis, ¿no es verdad que guardaréis el secreto?
-¡Oh, palabra de honor!
-¿Sabéis la historia del bajá de Janina?
-¿De Alí-Tebelín?; sin duda, puesto que a su servicio fue donde adquirió mi padre su fortuna.
-Es verdad, lo había olvidado.
-¡Y bien! ¿Qué tiene que ver Alí-Tebelín con Haydée?
-Es su hija.
-¡Cómo! ¿Hija de Alí-pachá?
-Y de la hermosa Basiliki.
-¿Y es esclava vuestra?
-¡Oh, Dios mío, sí!
-¿Pues cómo?
-¡Diantre!, un día que pasaba yo por el mercado de Constantinopla, la compré.
-¡Eso es magnífico!, con vos, señor conde, no se vive, se sueña. Ahora, escuchad, voy a pediros una
cosa, seré discreto.
-Hablad.
-Pero puesto que salís con ella, puesto que la lleváis a la ópera...
-¿Y qué más?
-Bien puedo pediros esto.
-Podéis pedir lo que queráis.
-Entonces, mi querido conde, os pido que me presentéis a vuestra princesa.
-Con mucho gusto, pero bajo dos condiciones.
-Las acepto antes de conocerlas.
-La primera, que no confiaréis a nadie esta presentación.
-¡Muy bien, lo juro! -dijo Morcef extendiendo la mano.
-La segunda, que no le diréis que vuestro padre ha servido al suyo.
-Lo juro también.
-Muy bien, vizconde, tendréis presentes estos dos juramentos, ¿no es verdad?
-¡Oh! -exclamó Morcef.
-Perfectamente. Sé que cumpliréis vuestra palabra.
El conde volvió a llamar con el timbre.
Alí se presentó.
-Es preciso que avises a Haydée -le dijo-, de que voy a tomar café con ella, y hazle comprender que le
pido permiso para presentarle uno de mis amigos.
Alí se inclinó y salió.
-De modo que es cosa convenida. Cuidado con las preguntas directas, querido vizconde. Si deseáis
saber algo, preguntádmelo a mí y yo se lo preguntaré a ella.
-Convenido.
Alí compareció por tercera vez, y tuvo levantado el tapiz para indicar a su amo y a Alberto que podían
pasar.
Montecristo dijo:
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-Entremos.
Alberto pasó una mano por sus cabellos y se retorció el bigote. El conde tomó su sombrero, se puso los
guantes y precedió a Alberto a la estancia guardada por Alí en la antesala, y defendida por las tres
camareras mandadas por Myrtho.
Haydée esperaba en la primera pieza, que era el salón, con sus ojos un tanto dilatados por la sorpresa,
porque era la primera vez que otro, además de Montecristo, penetraba hasta sus aposentos. Estaba sentada
sobre un sofá, en un ángulo, con las piernas cruzadas a lo oriental, y había hecho, por decirlo así, un nido
en las ricas telas de seda rayadas y bordadas, las más hermosas de Oriente. Junto a ella estaba el
instrumento cuyos sonidos la habían descubierto. Estaba encantadora.
Al ver a Montecristo se levantó con aquella su peculiar sonrisa, que expresaba a la par los sentimientos
de hija y de enamorada. Montecristo se dirigió hacia donde ella estaba, y le presentó su mano, sobre la
cual, como siempre, imprimió sus labios.
Alberto se había quedado junto a la puerta, subyugado por aquella belleza extraña que veía por primera
vez, y de la que nadie podía formarse una idea en Francia.
-¿A quién me traes? -preguntó en griego la joven a Montecristo -. ¿A un hermano, a un amigo, a un
simple conocido o a un enemigo?
-A un amigo -dijo Montecristo en la misma lengua.
-¿Su nombre?
-El conde Alberto, es el mismo a quien yo libré de las manos de los bandidos en Roma.
-¿En qué lengua quieres que le hable?
Montecristo se volvió a Alberto y le preguntó:
-¿Sabéis el griego moderno?
-¡Ah! ---dijo Alberto-, ni el moderno, ni el antiguo, mi querido conde. Ni Homero ni Platón han tenido
nunca un discípulo más pobre y, casi me atrevo a decir, más desdeñoso.
-Entonces --dijo Haydée, probando por la pregunta que hacía, que había entendido la de Montecristo, y
la respuesta de Alberto-, hablaré en francés o italiano, si mi señor lo permite.
Montecristo reflexionó un instante.
-Hablarás en italiano --dijo.
Y volviéndose a Alberto:
-Lástima que no sepáis el griego moderno o el griego antiguo, pues Haydée los habla admirablemente.
La pobre tendrá que hablaros en italiano, lo cual os dará una idea falsa de ella.
E hizo una seña a Haydée.
-Bien venido seas, amigo, que vienes con mi señor y amo -dijo la joven en excelente toscano y con su
dulce acento romano que hace la lengua de Dante tan sonora como la de Homero-. Alí, café y pipas.
Y Haydée manifestó a Alberto que se aproximase mientras que Alí se retiraba para ejecutar las órdenes
de su señora. Montecristo mostró a Alberto dos almohadones, y cada cual fue a buscar el suyo para
acercarse a un magnífico velador cargado de flores naturales, dibujos y libros de música.
Entró Alí, trayendo el café y las pipas. En cuanto a Bautista, la entrada a aquella parte de la casa le
estaba prohibida. Alberto rehusó la pipa que le presentaba el nubio.
-¡Oh!, tomad, tomad -dijo Montecristo-. Haydée está casi tan civilizada como una parisiense. Le
desagrada el habano porque no le gustan los malos olores, pero el tabaco de Oriente es un perfume, bien
lo sabéis.
Alí salió.
Las tazas estaban preparadas, pero habían añadido un azucarero para Alberto. Montecristo y Haydée
tomaban el licor árabe a la usanza de los árabes, es decir, sin azúcar.
La joven extendió la mano y tomó con el extremo de sus afilados dedos la taza de porcelana del Japón,
que llevó a sus labios con el sencillo placer de un niño que bebe o come una cosa que ama con pasión.
Al mismo tiempo entraron dos mujeres con dos bandejas cargadas de helados y sorbetes que colocaron
sobre dos mesitas destinadas a tal efecto.
-Mi querido huésped, y vos, signora -dijo Alberto, en italiano-, disculpad mi estupor. Estoy aturdido, y
es natural. Me encuentro en Oriente, en el verdadero Oriente, no como yo lo he visto, sino como lo he
soñado. En el seno de París, hace poco oía rodar los ómnibus y sonar las campanillas de los vendedores
de limonada. ¡Oh!, signora, ¡que no sepa yo hablar griego!, entonces vuestra conversación, unida a este
conjunto mágico, me haría recordar esta noche, como la noche más deliciosa de toda mi vida.
-Hablo bastante bien el italiano para dialogar con vos, caballero --dijo tranquilamente Haydée-, y haré
todo lo posible, si os gusta el Oriente, para que lo encontréis aquí.
-¿De qué le he de hablar? -preguntó en voz baja Alberto a Montecristo.
-De lo que queráis. De su juventud, de sus recuerdos, y si queréis, de Roma, de Nápoles o de Florencia.
-¡Oh! -dijo Alberto-, no vale la pena teniendo una griega delante, hablarle de todo lo que debía de
hablarse a una francesa. Dejadme que le hable de Oriente.
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-Como gustéis, querido Alberto. Por otra parte, es la conversación que más le agrada.
Alberto se volvió hacia Haydée.
-¿A qué edad salisteis de Grecia? -preguntó.
-A los cinco años -respondió Haydée.
-¿Y os acordáis de vuestra patria? -preguntó Alberto.
-Cuando cierro los ojos, veo todo lo que he visto. Hay dos miradas: La mirada del cuerpo puede olvidar
a veces, pero la del alma recuerda siempre.
-¿Y cuál es la época más remota de que tenéis memoria?
-Apenas andaba. Mi madre, a quien llaman Basiliki, Basiliki quiere decir real -añadió la joven
levantando la cabeza- mi madre me cogía de la mano y cubiertas las dos con un velo, después de haber
puesto en el fondo de la bolsa todo el oro que poseíamos, íbamos a pedir limosna para los prisioneros,
diciendo:
-El que da a los pobres presta al Eterno. Luego, cuando estaba llena la bolsa, volvíamos al palacio, y sin
decir nada a mi padre, enviábamos este dinero que nos habían dado, tomándonos por unas mendigas, a un
convento que lo repartía entre los prisioneros.
-Yen esa época, ¿qué edad teníais?
-Tres años -dijo Haydée.
-Entonces o; tiempo.
-De todo.
-Conde -dijo en voz baja Morcef a Montecristo-, debierais permitir a la signora que nos contase algo de
su historia. Me habéis prohibido que le hable de mi padre, pero tal vez ella me hablará de él, y no sabéis
cuánto gusto tendré en oír pronunciar mi nombre por una boca tan hermosa.
Montecristo se volvió hacia Haydée, y con una seña que indicaba prestase la mayor atención a la
recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:
-Patros men aten, ma de onoma prodotu kai prodosiam, eipe emin.
Haydée lanzó un suspiro y una nube sombría pasó por su frente tan pura.
-¿Qué le decís? -preguntó en voz baja Morcef.
-Le repito que sois mi amigo y que no tiene por qué ocultarse delante de vos.
-Así, pues -dijo Alberto-, aquella piadosa cuestación para los prisioneros es vuestro primer recuerdo,
¿cuál es el otro?
-¿El otro...? Me veo bajo la sombra de los sicómoros, junto a un lago cuyas aguas temblorosas percibo
a través de las hojas de los árboles. Contra el más viejo y el más frondoso estaba mi padre sentado sobre
almohadones, y yo, débil niña, mientras mi madre estaba recostada a sus pies, jugaba con su larga barba
blanca, que le llegaba hasta el pecho, y con el alfanje de puño de diamantes que de su cintura pendía.
Luego, veo cuando se le acerca un albanés que le decía algunas palabras a las cuales daba muy poca
importancia y respondía con el mismo tono de voz: Matadle o ¡perdonadle!
-Es extraño -dijo Alberto- oír tales cosas de boca de una joven, fuera del teatro y pudiendo decir: Esto
no es ficción, no es mentira. ¡Ah! -añadió-. ¿Cómo halláis Francia después de haber visto aquel Oriente
tan poético, aquellos paisajes tan maravillosos?
-Creo que es un hermoso país -dijo Haydée-, pero yo miro a Francia tal cual es, porque la miro con ojos
de mujer. Mientras que, al contrario, mi país que sólo he visto con mis ojos infantiles, está siempre
envuelto en la niebla luminosa o sombría, según mis recuerdos hacen de ella una hermosa patria o un
lugar de amargos sufrimientos.
acordáis de todo lo que os ha ocurrido desde aquel
-Tan joven, signora -dijo Alberto, cediendo a pesar suyo a un sentimiento de compasión-, ¿cómo habéis
podido sufrir?
Haydée se volvió hacia Monte-Cirsto, que murmuró haciéndola una seña imperceptible.
-¡Eipe!
-Nada hay que forme el fondo del alina como los primeros recuerdos, y excepto los dos que acabo de
citaros, todos los demás de mi juventud son tristes.
-Hablad, hablad, signora -dijo Alberto-, sabed que os escucho con un gozo inexplicable.
Haydée se sonrió con tristeza.
-¿Queréis que pase a mis otros recuerdos?
-Os lo suplico -exclamó Alberto.
-¡Pues bien!, tenía yo cuatro años, cuando un día fui despertada por mi madre. Estábamos en el palacio
de Janina, me tomó en sus brazos, y al abrir los ojos vi los suyos llenos de lágrimas.
Sin pronunciar una palabra me llevó consigo violentamente. Al ver que lloraba, yo también iba a llorar.
-¡Silencio, niña! -me dijo.
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Generalmente, a pesar de los consuelos o de las amenazas maternas, caprichosa como todos los niños,
seguía yo llorando, pero esta vez había en la voz de mi madre una entonación tai de terror, que al punto
me callé.
Seguía caminando rápidamente.
Entonces vi que descendíamos por una escalera muy ancha. Delante de nosotros todas las servidores de
mi madre llevando cofres, cajas, objetos preciosos, adornos, joyas, bolsas llenas de oro, descendían la
misma escalera, o más bien se precipitaban por ella.
Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres armados con largos fusiles y pistolas, y
vestidos con ese traje que conocéis en Francia desde que Grecia llegó a ser nación.
Algo de siniestro había, creedme -añadió Hydée moviendo la cabeza y palideciendo sólo al recordar
este incidente-, en aquella larga fila de esclavos y de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía,
porque lo estaba yo.
En la escalera veía sombras gigantescas que las antorchas hacían temblar en las bóvedas.
-¡Pronto, pronto! ¡No hay que perder un instante! -dijo una voz en el Tondo de la galería.
Esta voz hizo inclinarse a todo el mundo, a la manera que el
viento inclina con una de sus bocanadas un campo sembrado de espigas.
A mí también me hizo estremecer. Era la de mi padre. Iba el último, cubierto con un magnífico traje, y
llevaba en la mano su carabina, que le había regalado vuestro emperador, y apoyado sobre su favorito
Selim, nos conducía delante de sí, como conduce un pastor su rebaño de ovejas.
-Mi padre -dijo Haydée- era un hombre ilustre, conocido en toda Europa bajo el nombre de Alí-Tebelín,
bajá de Janina y delante del cual ha temblado Turquía.
Alberto, sin saber por qué, se estremeció al oír estas, palabras, pronunciadas con un acento indefectible
de altanería y dignidad. Parecióle ver brillar algo de sombrío y espantoso en los ojos de la joven, cuando,
semejante a una pitonisa que evoca un espectro, despertó el recuerdo de aquella sangrienta figura, a quien
su muerte hizo aparecer gigantesca a los ojos de Europa.
-Pronto -prosiguió Haydée- se detuvo la comitiva al pie de la escalera y a orillas de un lago. Mi madre
me estrechaba contra su palpitante pecho y a dos pasos de donde yo estaba vi a mi padre que dirigía
miradas inquietas a todos lados.
Delante de nosotros se extendían cuatro escalones de mármol, y junto al último se mecía blandamente
una barca.
Todos bajamos a ella. Todavía recuerdo que los remos no hacían ningún ruido al tocar el agua. Me
incliné para mirarlos y vi que estaban envueltos en ceñidores de nuestros soldados griegos, o palicarios.
Después de los barqueros, no había en la barca más que mujeres, mi padre, mi madre, Selim y yo.
Los palicarios se habían quedado a orillas del lago, prontos a sostener la retirada, arrodillados en el
último escalón, y dispuestos a hacer con sus cuerpos un muro en el caso de que hubiesen sido
perseguidos.
Nuestra barca se deslizaba sobre las aguas, veloz como el viento.
-¿Por qué va tan de prisa la barca? -pregunté a mi madre.
-¡Calla, hija mía! -dijo-, es porque huimos.
No comprendí por qué huía mi padre, mi padre, tan poderoso, delante del cual huían siempre los demás,
y que había tomado por divisa:
¡Me odian, luego me temen!
En efecto, aquello era una fuga. Después me dijeron que la guarnición del castillo de Janina, fatigada de
un largo servicio...
Aquí Haydée fijó su mirada en Montecristo, cuyos ojos no se apartaban de los suyos.
La joven continuó, pues, lentamente, como si suprimiera o inventara.
-Signora, decíais -dijo Alberto, que prestaba la mayor atención a este relato- que la guarnición de
Janina, fatigada por un largo servicio...
-Había tratado con el seraskier Kourdhid, enviado por el sultán para apoderarse de mi padre, que tomó
éntonces la resolución de retirarse, después de haber enviado al sultán un oficial francés, en el cual tenía
mucha confianza, al asilo que él mismo se había preparado mucho tiempo antes, y que llamaba
Kasaphygion, es decir, refugio.
-¿Y os acordáis del nombre de ese oficial, señora? -preguntó Alberto.
Montecristo cambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, que pasó inadvertida de
Morcef.
-No -dijo ella-; no me acuerdo, pero tal vez más tarde lo recuerde, y lo diré.
Alberto iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo levantó suavemente el dedo en
señal de silencio. El joven recordó su juramento y se calló.
-Bogábamos hacia un quiosco.
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Un piso bajo, adornado de arabescos que bajaban hasta el agua, y un piso principal, cuyos balçones
caían al lago, he aquí lo único visible que este palacio ofrecía a la vista. Sin embargo, debajo del quiosco,
internándose en la isla, había un subterráneo, vasta caverna donde nos condujeron a mi madre, a mí y a
nuestras mujeres, y donde habían depositado, formando dos montones, sesenta mil bolsas y doscientos
toneles. En estas bolsas había veinticinco millones de oro, y en los barriles mil libras de pólvora. Junto a
estos barriles estaba Selim, el favorito de mi padre, del cual os he hablado ya. Velaba día y noche con una
lama, en el extremo de la cual ardía una mecha encendida constantemente. Tenía orden de hacerlo volar
todo, quiosco, guardias, bajá, mujeres y oro, a la primera señal de mi padre.
Recuerdo que nuestras esclavas, sabiendo los proyectiles que las rodeaban, pasaban día y noche orando,
llorando y gimiendo.
En cuanto a mí, siempre veo al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la
muerte descienda hasta mí, estoy segura de que reconoceré a Selim.
No sabría decir cuántos días estuvimos así. Aún ignoraba yo lo que era el tiempo en aquella época.
Algunas veces mi padre nos mandaba llamar a mi madre y a mí a la azotea del palacio. Estas eran mis
horas de fiesta, pues en el subterráneo no veía nunca más que sombras gimientes y doloridas, y la
encendida mecha de Selim. Mi padre, sentado delante de una gran abertura, fijaba una mirada sombría en
las profundidades dcl horizonte, interrogando cada punto negro que aparecía en el lago. Mientras mi
madre, medio recostada a su lado, apoyaba su cabeza sobre su hombro, jugaba yo a sus pies, admirando
con ese asombro de la infancia que hace que los objetos sean mayores de lo que son, las escarpadas
montañas que se elevan en el horizonte, los castillos de Janina, que surgían blancos y angulosos del fondo
de las aguas del lago, los inmensos árboles que nacen en la montaña y que de lejos parecen otras tantas
manchas negras.
Una mañana nos mandó llamar mi padre. Mi madre había llorado toda la noche. Le encontramos
bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.
-Ten paciencia, Basiliki -dijo-. Hoy se acabará todo. Hoy llega el permiso del señor y mi suerte quedará
decidida. Si la gracia es entera, volveremos triunfantes a Janina. Si la nueva es mala, huiremos esta noche.
-Pero ¿y si no nos dejan huir? -dijo mi madre.
-¡Oh!, tranquilízate -respondió Alí sonriendo-. Selim y su mecha me responden de ellos. Quisieran
verme muerto, mas no bajo la condición de morir junto conmigo.
Mi madre no respondía sino con suspiros a estos consuelos que no salían en verdad del corazón de mi
padre.
Preparóle agua helada, que bebía a cada instante, porque después de su retirada al quiosco se hallaba
consumido por una fiebre ardiente. Perfumó su blanca barba y encendió su pipa, en la que a veces durante
horas enteras seguía distraído con los ojos el humo que se dispersaba en el aire.
De repente hizo un movimiento tan brusco que yo me sobrecogí de miedo. Y sin apartar la vista del
punto que reclamaba su atención, pidió su anteojo.
Mi madre se lo entregó, más blanca que el estuco contra el que se apoyaba. Yo vi temblar a mi madre.
-¡Una barca...!, ¡dos...!, tres... -murmuró mi padre-, ¡cuatro!
Y se levantó cogiendo sus armas, llenando de pólvora, me acuerdo, la cazoleta de sus pistolas.
-Basiliki -dijo a mi madre con un visible estremecimiento-, éste es el instante que va a decidir de
nosotros. Dentro de media hora sabremos la respuesta del sublime emperador. Retírate al sutr terráneo
con Haydée.
-No quiero separarme de vos -dijo Basiliki-, si morís, señor, con vos quiero morir también.
-¡Idos al lado de Selim! -gritó mi padre.
-¡Adiós, señor! -murmuró mi madre, obediente a las órdenes de mi padre.
-¡Acompañad a Basiliki! -gritó mi padre a sus palicarios.
Pero a mí me habían olvidado. Me precipité hacia él y extendí mis manos. Me vio, a inclinándose hacia
mí, puso sus abrasados labios sobre mi frente. ¡Oh!, ¡este beso! Este beso fue el último y aún lo siento
sobre mi frente.
Al bajar distinguíamos a través de las ventanas las barcas, cuyo tamaño aumentaba sobre la superficie
de las ondas, y que, semejantes a puntos negros, parecían ahora aves marinas deslizándose sobre el agua.
Durante este tiempo, veinte palicarios sentados a los pies de mi padre, y ocultos por los pedestales,
esperaban con ojos inyectados en sangre la llegada de las barcas, y tenían preparados sus largos fusiles
incrustados de nácar y de plata. Cartuchos en gran número estaban esparcidos sobre el pavimento. Mi
padre miraba su reloj y se paseaba con angustia.
Fue lo que más me sorprendió cuando me separé de mi padre después de recibir de él su último beso.
Mi madre y yo atravesamos el subterráneo. Selim continuaba en su puesto. Al vernos se sonrió
tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones a la parte opuesta de la caverna, y nos sentamos al lado
de Selim; en los grandes peligros se siente una impresión inexplicable y aunque yo era muy niña, conocía
que pesaba sobre nuestras cabezas un grave desastre.
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Alberto había oído contar, no a su padre, que jamás hablaba de ello, sino a sus conocidos, los últimos
momentos del visir de Janina; había leído varios párrafos que los periódicos dedicaron a describir su
muerte. Pero aquella historia, contada por la hija del bajá, y aquel tierno acento, le infundían a la vez un
encanto y un horror inexplicables.
En cuanto a Haydée, entregada a aquellos terribles recuerdos, había hecho una pausa. Su frente, como
una flor que se dobla en un día de tempestad, descansaba sobre su mano, y sus ojos, perdidos vagamente,
parecían ver en el horizonte las montañas y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que
reflejaba el sombrío cuadro que describía.
Montecristo la miraba con una inefable expresión de interés y de piedad.
-Continúa, hija mía -le dijo en griego.
Haydée levantó su frente, como si las sonoras palabras que aca. baba de pronunciar Montecristo la
hubiesen sacado de un sueño, y replicó:
-Eran las cuatro de la tarde. Pero, aunque el día estaba diáfano y brillante, nos hallábamos sumergidos
en la sombra del subterráneo.
Un solo resplandor brillaba en la caverna, semejante a una estrella en el fondo de un cielo negro. Era la
mecha de Selim.
Mi madre era cristiana, y rezaba.
Selim repetía de cuando en cuando estas alb -¡Dios es grande!
Sin embargo, mi madre tenía alguna desconfianza.
Al bajar había creído reconocer al francés que había sido enviado a Constantinopla, y en el cual mi
padre tenía toda su confianza, porque sabía que los soldados del suelo francés son por lo general nobles y
generosos.
Avanzó hacia la escalera y se puso a escuchar.
-Se acercan -dijo-, ¡con tal que traigan la paz y la vida!
-¿Qué temes, Basiliki? -respondió Selim con su voz suave y fiera a la vez-. Si no traen la vida, les
daremos la muerte.
Y atizaba la llama de su lanza con un ademán que le hacía asemejarse al Dionysos de la antigua Creta.
Pero yo, que no era más que una pobre niña, tenía miedo de aquel valor, que me parecía feroz a
insensato, y me asustaba aquella muerte espantosa en el aire y en las llamas.
Mi madre sufría las mismas impresiones, porque la veía estremecerse.
-¡Dios mío! ¡Dios mío!, mamá -exclamé-. ¿Vamos a morir?
Y al oír esto, el llanto y los lamentos de las esclavas subieron de punto.
-Hija mía -dijo Basiliki-. ¡Dios lo preserve de llegar a desear esta muerte que tanto temes hoy!
Y después dijo en voz baja:
-Selim, ¿cuál es la orden de lo señor?
-Si me manda su puñal, es que el Sultán se niega a perdonarle, y prendo fuego. Si me manda su anillo,
es que el Sultán le perdona, y apago la mecha.
-Amigo -díjole mi madre-, cuando llegue la orden de lo amo, si lo envía el puñal, en lugar de matarnos
a las dos con esa muerte que nos espanta, lo presentaremos el cuello y nos matarás antes con el mismo
puñal.
-Está bien, Basiliki -respondió tranquilamente Selim.
De repente oímos unos fuertes gritos. Escuchamos. Eran gritos de alegría. El nombre del francés que
había sido enviado a Constantinopla resonaba repetido por nuestros palicarios: Era evidente que traía la
respuesta del sublime emperador y que esta respuesta era favorable.
-¿Y no os acordáis de ese nombre? -dijo Morcef pronto a ayudar a la narradora.
Montecristo le hizo una seña.
-No, no me acuerdo -respondió Haydée-. El ruido aumentaba. y oyéronse pasos más cerca de nosotros.
Bajaban la escalera del subterráneo. Selim preparó su lama. Pronto apareció una sombra en el crepúsculo
azulado que formaban los rayos de luz al penetrar hasta la puerta de la cueva.
-¿Quién eres? -gritó Selim-. Pero quienquiera que seas, no des un paso más.
-¡Gloria al Sultán! -dijo la sombra-. Se le ha concedido el perdón al visir Alí, y no sólo puede vivir,
sino que hay que devolverle su fortuna y sus bienes.
Mi madre profirió un grito de alegría y me estrechó contra su rnrazón.
-¡Detente! -le dijo Selim al ver que se lanzaba ya para salir-. ¡Sabes que necesito el anillo!
-Es verdad -dijo mi madre, y cayó de rodillas, levantándome hacia el cielo, como si al mismo tiempo
que rogaba a Dios por mí, quisiera levantarme hacia El.
Haydée se detuvo por segunda vez, vencida por una emoción tal, que su frente pálida estaba bañada por
el sudor, y su fatigada voz parecía incapaz de salir de su garganta.
El conde de Montecristo llenó un vaso de agua helada y se lo presentó, diciendo con una dulzura que
dejaba traslucir una gran ternura:
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-Valor, hija mía.
Haydée enjugó sus ojos y su frente, y prosiguió:
-Durante este tiempo nuestros ojos, acostumbrados a la oscuridad, habían reconocido al enviado del
bajá. Era un amigo.
Selim le había reconocido, pero el valeroso joven no sabía más que una cosa: ¡Obedecer!
-¿En nombre de quién vienes? -dijo.
-Vengo en nombre de vuestro señor Alí-Tebelín.
-¿Sabes lo que debes entregarme, si vienes en nombre de Alí?
-Sí -dijo el enviado-, lo traigo su anillo.
Al mismo tiempo levantó su mano sobre su cabeza, pero estábamos demasiado lejos para conocer qué
era lo que en ella tenía.
-No veo lo que tienes ahí -dijo Selim.
-Acércate -dijo el mensajero-, o me acercaré yo.
-Ni uno ni otro -respondió el joven soldado-, deja en el sitio donde estás el objeto que me muestras y
retírate hasta que lo haya visto.
-De acuerdo -dijo el mensajero.
Y después de haber colocado la señal de reconocimiento en el sitio indicado, se retiró.
Nuestro corazón palpitaba fuertemente, porque, en efecto, el objeto parecía ser un anillo. Pero... ¿sería
el de mi padre?
Selim, siempre con su lanza en la mano y la mecha encendida, se dirigió a la abertura, se inclinó
radiante hacia el rayo de luz y recogi6 la señal.
-¡El anillo del visir! -dijo besándolo-. ¡Dios es grande!
Y agarró la mecha, la tiró contra el suelo y allí la apagó con el pie.
El mensajero lanzó un grito de alegría y dio tres palmadas. Al oír esta señal, cuatro soldados del
seraskier Kourchid aparecieron en la puerta y Selim cayó atravesado de cinco puñaladas. Cada cual había
dado la suya.
Y, en seguida, ebrios de codicia, aunque pálidos de miedo, se precipitaron en el subterráneo, buscando
por todos los rincones y recogiendo sacos de oro.
Entretanto, mi madre me cogió en sus brazos, y con toda la agilidad de que era capaz, se precipitó hacia
unas sinuosidades, llegó a una escalerilla falsa, en la cual reinaba un tumulto espantoso.
Las salas bajas estaban pobladas enteramente por los tehodoars de Kourchid, es decir, por nuestros
enemigos.
Cuando mi madre iba a empujar la puertecita, oímos la terrible y amenazadora voz de mi padre.
Mi madre se asomó a las hendiduras de las planchas. Una abertura había también delante de mis ojos y
miré.
-¿Qué queréis? -decía mi padre a unos hombres que tenían en la mano un papel con caracteres dorados.
-Queremos -respondió uno de ellos- comunicarte las órdenes de Su Alteza ¿Ves esta firma?
-La veo -dijo mi padre.
-Pues bien, lee. Pide lo cabeza.
Mi padre arrojó una carcajada más espantosa que una amenaza, y aún no había cesado, cuando disparó
dos pistoletazos matando a dos hombres.
Los palicaros que se hallaban escondidos alrededor de mi padre se levantaron a hicieron fuego. La sala
se llenó de ruido, llamas y humo.
Al momento empezó el fuego en la parte opuesta y las balas agujerearon los tabiques alrededor de
nosotras.
¡Oh! ¡Cuán bello y majestuoso estaba el visir Alí-Tebelín, mi padre, en medio de las balas, con la
cimitarra empuñada, y el rostro ennegrecido por la pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!
-¡Selim! ¡Selim!, guardián del fuego, ¡cumple con lo deber!
-¡Selim ha muerto! -respondió una voz sorda que parecía salir delas profundidades del quiosco-, y tú,
Alí, estás perdido.
Al mismo tiempo se oyó una detonación sorda, y un tabique voló en mil pedazos alrededor de mi padre.
Sin embargo, no estaba herido.
Los tehodoars tiraban por las aberturas de los tabiques. Tres o cuatro palicarios cayeron mortalmente
heridos.
Mi padre rugía como un león. Introdujo sus dedos por los agujeros de las balas y arrancó una tabla
entera, dejando un hueco bastante grande para podet huir, como pensaba.
Sin embargo, al mismo tiempo, estallaron veinte tiros por esta abertura, y las llamas, que salían como
de un volcán, llegaron hasta los arabescos del techo.
En medio de todo este espantoso tumulto, en medio de estos gritos terribles, dos de ellos más fuertes
que los demás, dos de ellos más desgarradores que todos, me helaron de espanto.
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Aquella última explosión hirió mortalmente a mi padre y él fue quien lanzó los dos gritos.
No obstante, había permanecido en pie y habíase agarrado a una ventana. Mi madre sacudía la puerta
para ir a morir con él, pero la puerta estaba cerrada por dentro.
A su alrededor los palicarios luchaban con las convulsiones de la agonía. Dos o tres que no estaban
heridos se lanzaron por las ventanas.
Al mismo tiempo, el pavimento se estremeció, mi padre cayó sobre una rodilla. Al punto se extendieron
hacia él veinte brazos, armados de sables, pistolas y puñales, a hirieron a la vez a un solo hombre, y mi
padre desapareció en un torbellino de fuego, atizado por aquellos demonios rugientes, como si el infierno
se hubiera abierto a sus pies.
Yo caí al suelo. Mi madre también se había desmayado.
Haydée dejó caer sus brazos, lanzando un gemido y mirando al conde como para preguntarle si estaba
satisfecho de su obediencia.
El conde se levantó, se dirigió a ella, le cogió una mano y le dijo en griego:
-Descansa, hija mía, y recobra un poco de valor pensando que hay un Dios que castiga a los traidores.
-Es una historia espantosa, conde -repuso Alberto asustado de la palidez de Haydée-, y ahora me echo
en cara el haber sido tan cruelmente indiscreto.
-Eso no es nada -respondió Montecristo, y poniendo su mano sobre la cabeza de la joven, continuó-,
Haydée es una valerosa mujer; algunas veces ha encontrado alivio a sus males hablando de sus dolores.
-Porque mis dolores me recuerdan tus beneficios, señor -dijo vivamente la joven.
Alberto le dirigió una mirada de curiosidad, porque aún no le había contado lo que deseaba saber, es
decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.
Haydée vio expresado el mismo deseo en las miradas del conde y en las de Alberto y continuó:
-Al recobrar mi madre los sentidos, nos hallábamos delante del seraskier.
-Matadme -dijo-, pero respetad el honor de la viuda de AlíTebelín.
-No es a mí a quien tienes que dirigirte -dijo Kourchid.
-¿A quién, pues?
-A lo nuevo amo.
-¿Quién es?
-Mírale ahí.
Y Kourchid nos mostró uno de los que habían contribuido más ka la muerte de mi padre -continuó la
joven con cólera sombría.
-Luego -preguntó Alberto-, ¿fuisteis esclavas de aquel hombre?
-No -respondió Haydée-, no se atrevió a quedarse con nosotras, nos vendió a unos mercaderes de
esclavos que iban a Constantinopla. Atravesamos Grecia y llegamos moribundas a la Puerta Imperial,
atestada de curiosos que se hacían a un lado para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre siguió con
la vista la dirección de sus miradas, lanzó un grito y cayó, mostrándome una cabeza que había encima de
la Puerta. Debajo de esta cabeza estaban escritas estas palabras:
«Esta es la cabeza de Alí-Tebelín, bajá de Janina.»
Yo me eché a llorar, procuré levantar a mi madre, pero estaba muerta.
Me condujeron al bazar. Un armenio rico me compró, me instruyó, me dio maestros, y cuando tuve
trece años me vendió al sultán Mahmud.
.-Al cual -dijo Montecristo- yo la compré, como os he dicho, Alberto, por la esmeralda compañera de la
que me sirve para guardar mis pastillas de hachís.
-¡Oh! ¡Tú eres bueno! ¡Tú eres grande!, señor -dijo Haydée besando la mano de Montecristo-, y yo soy
feliz al pertenecerte.
Alberto estaba absorto. Apenas podía dar crédito a lo que acababa de oír.
-Acabad vuestra taza de té -le dijo el conde-, pues la historia ha concluido.
Retrocedamos un poco.
Franz había salido del cuarto de Noirtier tan aterrado, que la misma Valentina tuvo piedad de él.
Villefort, que sólo había articulado algunas palabras incoherentes y que había salido de su despacho,
recibió dos horas después la siguiente carta.
«Después de las revelaciones de esta mañana, no podrá suponer el señor Noirtier de Villefort que sea
posible una alianza entre su familia y la del señor Franz d'Epinay, que se horroriza al pensar que el señor
de Villefort, que parecía conocer los acontecimientos contados esta mañana, no le haya avisado antes.»
El que hubiese visto en este momento al procurador, abatido por el golpe, no hubiese pensado lo que
preveía. En efecto, nunca hubiera creído que su padre llevaría la franqueza, más bien la rudeza, hasta
contar semejante historia. Es cierto que el señor Noirtier nunca se había ocupado de aclarar este hecho a
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los ojos de su hijo, y éste había creído siempre que el general Quesnel, o el barón d'Epinay, había muerto
asesinado y no en un duelo leal como se le había demostrado.
Esta carta tan dura de un joven hasta entonces tan respetuoso era mortal para el orgullo de un hombre
como Villefort.
Apenas acababa de entrar en su despacho cuando entró en él también su mujer.
La salida de Franz, llamado por el señor Noirtier, había asombrado de tal modo a todo el mundo, que la
posición de la señora de Villefort, que se quedó sola con el notario y los testigos, era cada vez más
embarazosa. Entonces la señora de Villefort tomó un partido y salió anunciando que iba a ver lo que
ocurría.
El señor de Villefort se contentó con decirle que, a consecuencia de una discusión entre él, el señor
Noirtier y el señor d'Epinay, el casamiento de Valentina con Franz se había desbaratado.
Difícil era comunicar esto a los que esperaban. Así, pues, la señora de Villefort, al entrar, se contentó
con decir que el señor Noirtier tuvo al comienzo de la conversación un ataque apopléjico, y que por esta
razón el contrato se dilataba, naturalmente, para después de algunos días.
Esta noticia, aunque era falsa, causó tal extrañeza después de las dos desgracias del mismo género, que
los testigos se miraron asombrados y se retiraron sin decir una palabra.
Entretanto, Valentina, feliz y espantada a la vez, después de haber abrazado y dado gracias al débil
anciano que acababa de romper de un solo golpe una cadena que ella miraba como indisoluble, pidió que
la dejasen retirarse a su cuarto, y Noirtier le concedió permiso para ello.
Pero, en lugar de subir a su cuarto, Valentina entró en el corredor, y saliendo por la puertecita, se lanzó
hacia el jardín. En medio de todos los acontecimientos que acababan de sucederse unos a otros, un terror
sordo había oprimido constantemente su corazón. Esperaba de un momento a otro ver aparecer a Morrel
pálido y amenazador como el aire de Ravenswod en el contrato de Lucía de Lammermoor.
En efecto, era tiempo de que llegase a la reja Maximiliano, que había sospechado lo que iba a ocurrir al
ver a Franz salir del cementerio con el señor de Villefort. Le había seguido, después de haberle visto salir
y entrar de nuevo con Alberto y Chateau-Renaud. Para él ya no había duda. Se dirigió a su huerta
preparado a cualquier evento, y seguro de que en su primer momento de libertad, Valentina correría en su
busca.
No se había engañado Morrel. Con los ojos arrimados a las tablas de la valla, vio aparecer, en efecto, a
la joven que, sin tomar ninguna de las acostumbradas precauciones, corría hacia donde él se encontraba.
A la primera ojeada que le dirigió Maximiliano se tranquilizó. A la primera palabra que pronunció ella,
saltó de alegría.
-¡Salvados! -dijo Valentina.
-¡Salvados! -repitió Morrel, no pudiendo creer en semejante felicidad-. ¿Salvados, por quién?
-Por mi abuelo. ¡Oh! ¡Amadle mucho, Morrel!
Morrel juró amar al anciano con toda su alma, y este juramento lo pronunciaba con un placer tanto
mayor, cuanto que desde aquel instante no sólo le amaba como a su amigo, sino que le adoraba como a un
dios.
-Pero ¿cómo es posible? -preguntó Morrel-. ¿De qué medios se ha valido?
Valentina iba a abrir la boca para contárselo todo, pero se acordó de que había en el fondo de todo
aquello un terrible secreto que no pertenecía sólo a su abuelo.
-Más tarde -dijo- os lo contaré todo.
-¿Pero cuándo?
-Cuando sea vuestra mujer.
Esto era poner la conversación en un estado en que Morrel accedía gustoso a todo cuanto le pedía
Valentina. Dijo para sí que bastante era para un día lo que acababa de saber, pero no consintió en retirarse
sino después de haber exigido la promesa de que vería a Valentina al día siguiente por la noche.
Esta prometió hacer lo que él quisiera.
Todo había cambiado a sus ojos, y seguramente le era menos difícil creer ahora que se casaría con
Maximiliano, que convencerse una hora antes que no se casaría con Franz...
Durante este tiempo, la señora de Villefort había subido al cuarto del señor Noirtier, que la miró con
aquellos ojos sombríos y severos con que acostumbraba hacerlo.
-Caballero -le dijo ella-, no necesito comunicaros que el casamiento de Valentina se ha desbaratado,
puesto que aquí es donde ha tenido lugar este acto.
Noirtier permaneció inmóvil.
-Pero -continuó la señora de Villefort- lo que vos no sabéis es que yo siempre me había opuesto a tal
enlace y que éste se iba a celebrar a pesar mío.
Noirtier miró a su nuera como pidiéndole una explicación.
-Ahora que se ha deshecho ese matrimonio, por el cual yo sabía la repugnancia que sentíais, voy a dar
un paso que no podrían dar el señor de Villefort ni su hija.
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Los ojos de Noirtier preguntaron qué pasó era éste.
-Vengo a suplicaros -continuó la señora de Villefort-, como la única que tiene derecho a hacerlo,
porque no reportaré utilidad alguna de ello. Vengo a suplicaros que devolváis la herencia a vuestra nieta.
Los ojos de Noirtier permanecieron un instante inciertos. Evidentemente buscaba los motivos de este
paso y no podía hallarlos.
-¿Puedo esperar, caballero, que vuestras intenciones estén en armonía con la súplica que vengo a
haceros?
-Sí -indicó Noirtier.
-Entonces me retiro feliz y llena de reconocimiento hacia vos.
Y saludando al señor Noirtier se retiró.
En efecto, al día siguiente mandó Noirtier llamar a un notario. Se rompió el primer testamento y
redactóse otro nuevo, en el que dejó todos sus bienes a Valentina, bajo las condiciones de que no la separarían
de él.
Algunas personas calcularon entonces que la señorita de Villefort, heredera del marqués y de la
marquesa de Saint-Merán, y amada de su abuelo, tendría algún día trescientas mil libras de renta.
Mientras en casa de los Villefort se rompía este casamiento, el conde de Morcef recibió la visita del de
Montecristo, y para mostrar sus deseos de complacer a Danglars, se vistió su uniforme de gala de teniente
coronel con todas sus cruces, y pidió sus mejores caballos.
Luego se dirigió a la calle de Chaussée d'Antin y se hizo anunciar a Danglars, que en aquel momento
estaba efectuando sus pagos de fin de mes. No era éste el momento más a propósito para encontrar a
Danglars en su mejor humor.
Así, pues, al ver a su antiguo amigo, Danglars tomó su aire majestuoso y se repantigó en su sillón.
Morcef, tan grave por lo general, había afectado al contrario un aire risueño y afable. De consiguiente,
seguro como estaba de que su primera frase produciría una buena acogida, no hizo más cumplidos, y fue
derecho al asunto.
-Barón -dijo-, aquí me tenéis. Mucho tiempo ha que no hemos hablado acerca de la palabra que
mutuamente nos dimos...
Morcef esperaba que se alegrase la fisonomía del banquero al oír estas palabras, pero, al contrario,
volvióse casi más impasible y frío que antes.
Por esto Morcef se detuvo en medio de su frase.
-¿Qué palabra, señor conde? -preguntó el banquero, como si buscase en su imaginación la explicación
de lo que el general quería decir.
-¡Oh! -dijo el conde-, vos sois formalista, señor mío, y me recordáis que el ceremonial debe hacerse en
toda regla. Disculpadme, ¡qué diantre! Perdonadme, como no tengo más que un hijo, y es la primera vez
que pienso casarle, estoy aún en el aprendizaje. Vaya..., veamos ahora.
Y Morcef, con una sonrisa forzada, se levantó, hizo una profunda reverencia a Danglars, y le dijo:
-Tengo el honor, señor barón, de pediros la mano de la señorita Danglars, vuestra hija, para mi hijo, el
vizconde Alberto de Morcef.
Pero Danglars, en vez de acoger estas palabras como un favor que Morcef podía esperar de él, frunció
las cejas y sin invitar al conde a volverse a sentar, repuso:
-Señor conde, antes de responderos, tengo necesidad de reflexionar.
.-¡De reflexionar! -repuso Morcef cada vez más asombrado-. ¿No habéis tenido tiempo todavía de
reflexionar después de ocho años que hablamos de ese casamiento por vez primera?
-Señor conde, todos los días están sucediendo cosas que hacen que se renueven las reflexiones.
-¿Pues cómo? -preguntó Morcef-, no os comprendo, barón.
-Me refiero, caballero, a que hace quince días, nuevas circunstancias...
-Permitid -dijo Morcef-, ¿es eso una comedia o no lo es?, quisiera saberlo.
-¿Cómo, una comedia?
-Sí, pongamos las cartas boca arriba.
-No os pido otra cosa.
-¿Habéis visto a Montecristo?
-Le veo muy a menudo -dijo Danglars con petulancia-. Es uno de mis amigos.
-¡Pues bien! Una de las últimas veces que le habéis visto, le dijisteis que yo era un olvidadizo, y que no
acababa de tomar una resolución respecto a la boda.
-Es cierto.
-¡Pues bien! Yo no soy olvidadizo ni me falta resolución, bien lo veis, puesto que vengo a recordaros
vuestra promesa.
Danglars no respondió.
-¿Habéis mudado tan pronto de parecer? -añadió Morcef-. ¿O no habéis provocado esta demanda sino
por el placer de humillarme?
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Danglars comprendió que si continuaba la conversación en el tono en que la había emprendido, la cosa
no sería muy provechosa para él.
-Señor conde -dijo-, debéis estar sorprendido de mi reserva. Lo comprendo, yo soy el primero en
lamentarlo, pero creed que no puedo menos de obrar así, porque circunstancias imperiosas me lo ordenan.
-Esas son disculpas, mi querido amigo -dijo el conde-,con las que se podría contentar un cualquiera,
pero el conde de Morcef no es un cualquiera. Y cuando un hombre como él viene a buscar a otro hombre,
le recuerda la palabra dada, y cuando este hombre falta a su palabra, tiene derecho a exigir que le den otra
razón más convincente.
Dariglars era cobarde, pero no quería aparentarlo. Afectó picarse del tono que tomaba Morcef y dijo:
-No me faltan razones de peso.
-¿Qué vais a decirme?
-Que tengo una razón que os convencería, pero es difícil decirla.
-Sin embargo, vos conocéis -dijo Morcef- que yo no puedo contentarme con vuestras razones y lo único
que veo más claro en todo esto es que rechazáis mi alianza.
-No, señor -dijo Danglars-; suspendo mi resolución, que es diferente.
-¡Pero no creo que supondréis que yo me he de someter a vuestros caprichos, hasta el punto de esperar
tranquila y humildemente que os dé la gana resolveros!
-Entonces, señor conde, si no podéis esperar, consideremos nuestros proyectos como nulos.
El conde se mordió los labios hasta saltársele la sangre, y sufría en no poder dar rienda suelta a su furor.
No obstante, comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado
a acercarse a la puerta del salón, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzar una nube, dejando en lugar del orgullo ofendido, las huellas de una
vaga inquietud.
-Veamos -dijo-, mi querido Danglars, nosotros nos conocemos desde hace muchos años y por
consiguiente debemos tener algunas consideraciones uno con otro. Vos me debéis una explicación, y
quiero saber al menos la causa de esta ruptura entre nosotros. ¿Sería mi hijo el que...?
-No se trata de una cuestión personal del vizconde, esto es cuanto puedo deciros, caballero -respondió
Danglars con más ironía cada vez.
-¿Y de quién es personal entonces? -preguntó con voz alterada Morcef, cuya frente se cubría de palidez.
Danglars, que espiaba todos sus movimientos, no dejó de notar estos síntomas y clavó en él una mirada
más tranquila y penetrante que las demás.
-Dadme gracia porque no soy más explícito -dijo.
Un temblor nervioso, que sin duda provenía de una cólera contenida, agitaba a Morcef.
-Tengo derecho -respondió, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo- a exigir que os expliquéis. ¿Tenéis
algo contra la señora de Morcef? ¿Es acaso porque mi fortuna no es tan considerable como la vuestra?
¿Es porque mis opiniones son contrarias a las vuestras...?
-Nada de eso, caballero -dijo Danglars-, ello sería imperdonable, porque yo me comprometí sabiendo
todo eso. No; no tratéis de indagar, me avergüenzo yo mismo de lo que está ocurriendo. Nada, tomemos
el término medio de la dilación, que no es ni un rompimiento ni un compromiso. No hay tanta prisa, ¡qué
demonio! Mi hija tiene diecisiete años, y vuestro hijo veintiuno. Durante el plazo, el tiempo mismo os
dirá las razones que me impulsan a obrar así. Las cosas que un día le parecen a uno oscuras, al siguiente
están claras como el agua. Hay veces en que las calumnias...
-¿Calumnias habéis dicho, caballero? -exclamó Morcef poniéndose lívido-. ¿Me han calumniado a mí?
-Señor conde, no entremos en explicaciones, os lo suplico.
-De modo, caballero, que debo aguantar tranquilamente esa negativa...
-Penosa para mí sobre todo, caballero, sí, más penosa que para vos, porque yo contaba con el honor de
vuestra alianza, y un casamiento desbaratado causa siempre más perjuicio a ella que a él.
-Está bien, caballero, no hablemos más -dijo Morcef.
Y arrojando sus guantes con rabia salió de la habitación.
Danglars recordó que aquélla era la primera vez que retiraba su palabra, sobre todo, habiéndosela dado
a Morcef.
Aquella noche hubo una larga conferencia con muchos amigos, y el señor Cavalcanti, que había estado
constantemente en el saloncito de las señoras, salió el último de casa del banquero.
Al despertarse al día siguiente, Danglars pidió los periódicos. Al punto se los trajeron. Separó tres o
cuatro y tomó El Imparcial.
Este era el periódico del que Beauchamp era el redactor principal.
Rompió rápidamente la cubierta, lo abrió con una precipitación nerviosa, pasó desdeñosamente la vista
por el artículo de fondo, y habiendo llegado a las noticias varias, se detuvo con una sonrisa diabólica en
un párrafo que comenzaba de esta suerte:
«Nos escriben de Janina... »
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-Bien, bien -dijo después de haberlo leído-, aquí tengo un parrafito acerca del coronel Fernando, que
según toda probabilidad me ahorrará el tener que dar explicaciones al señor conde de Morcef.
Casi al mismo tiempo que ocurría esta escena, es decir, hacia las diez de la mañana, Alberto de Morcef,
vestido de negro, con su frac abrochado hasta el cuello, el paso agitado y grave el semblante, se presentaba
en la casa de los Campos Elíseos.
-El señor conde acaba de salir hace media hora -dijo el portero.
-¿Le ha acompañado Bautista? -preguntó Morcef.
-No, señor vizconde.
-Llamadle, pues quiero hablarle.
El portero fue a buscar al ayuda de cámara y al instante volvió con él.
-Amigo mío, os pido perdón por mi indiscreción -dijo Alberto-, pero he querido preguntaros a vos
mismo si era cierto que vuestro amo había salido.
-Sí, señor -respondió Bautista.
-¿Para mí también?
-Yo sé cuánto gusta mi amo de recibiros, y me guardaría muy bien de incluiros en una medida general,
pero ha salido.
-Tienes razón, porque tenía que hablarle de un asunto grave. ¿Crees tú que tardará mucho en volver?
-No, porque ha dicho que tenga preparado su almuerzo para las diez.
-Bien, voy a dar una vuelta por los Campos Elíseos y a las diez estaré aquí. Si el señor conde vuelve
antes, suplícale que me espere.
-Podéis estar seguro, descuidad.
Alberto dejó a la puerta del conde el cabriolé de alquiler en que había venido.
Al pasar por delante del Paseo de las Viudas creyó reconocer los caballos del conde esperando a la
puerta de tiro de Gosset. Acercóse y después de haber reconocido los caballos, reconoció al cochero.
-¡Hola! ¿Está en el tiro el señor conde? -preguntó Morcef a aquél.
-Sí, señor -respondió el cochero.
En efecto, ya había oído Alberto muchos tiros regulares desde que se iba aproximando a aquel sitio.
Entró. En el jardín se encontraba el mozo.
-Perdonad -dijo-, pero el señor vizconde tendrá la bondad de esperar un instante.
-¿Por qué, Felipe? -preguntó Alberto, que, a fuerza de parroquiano de aquel tiro, se admiraba de que no
le dejasen entrar.
-Porque la persona que se ejercita en este momento toma el tiro para él solo y nunca tira delante de
nadie.
-¿Ni siquiera delante de vos, Felipe?
-Bien veis, caballero, que estoy a la puerta de mi morada.
-¿Y quién le carga las pistolas?
-Su criado.
-¿Un nubio?
-Un negro.
-Eso es.
-¿Conocéis a ese señor?
-Vengo a buscarle; es amigo mío.
-¡Oh! , entonces eso es otra cosa, voy a pasarle recado.
Y Felipe, llevado también de su curiosidad, entró en el tiro.
Un segundo después apareció Montecristo junto a la puerta por donde salió Felipe.
-Perdonad que os haya perseguido hasta aquí, mi querido conde -dijo Alberto-, pero empiezo por
deciros que nadie más que yo tiene la culpa. Me presenté en vuestra casa, me dijeron que habíais salido,
pero que volveríais a las diez para almorzar. Yo me paseé a mi vez esperando que fuesen las diez, y
mientras estaba paseando vi vuestros caballos y vuestro carruaje.
-Eso me hace creer que almorzaremos juntos.
-Muchas gracias, no se trata de almorzar ahora. Tal vez almorzaremos más tarde, pero en mala
compañía, ¡voto a... !
-¿Qué diablos me estáis contando?
-Querido, me bato hoy mismo.
-¡Vos! ¿Qué me decís?
-¡Que voy a batirme en duelo!
-Sí, lo entiendo. ¿Pero por qué? Uno se bate por mil cosas, ya comprenderéis.
-Por el honor.
-¡Ah!, eso es más grave de lo que imaginaba.
-Tan grave que vengo a pediros un favor.
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-¿Cuál?
-El de que seáis mi padrino.
-Entonces, eso es todavía más grave. No hablemos más de esto y volvamos a casa. Dame agua, Alí.
El conde se subió las mangas de su camisa, y pasó al vestíbulo que precede a los tiros y donde los
tiradores solían lavarse las manos.
-Entrad, señor vizconde -dijo Felipe en voz baja-. Veréis algo bueno.
Morcef entró. En lugar de hitos, la tabla estaba llena de cartas.
De lejos, Morcef creyó que era un juego completo. Había desde el as hasta el diez.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo Alberto-. ¿A qué jugáis?
-¡Psch! -dijo el conde-, estaba terminando una jugada.
-¿Cómo?
-Sí, como veis no había más que ases y doses, pero mis balas han hechos treses, cincos, sietes, ochos,
nueves y dieces.
Alberto se acercó.
En efecto, las balas, con líneas perfectamente exactas y distancias iguales, habían reemplazado los
signos ausentes, agujereando el cart6n en el sitio en que debiera estar pintado.
Al dirigirse a la plancha, Morcef recogió también dos o tres golondrinas que habían tenido la
imprudencia de pasar por delante del conde y que éste mató implacablemente.
-¡Diablo! -exclamó Morcef.
-¿Qué queréis?, mi querido vizconde -dijo Montecristo enjugándose las manos en una finísima toalla
que le trajo Alí-, en algo he de consumir mis ratos de ocio. Pero vámonos, os espero.
Ambos subieron al carruaje de Montecristo, que los condujo en pocos instantes a la casa número 30.
Montecristo condujo a Morcef a su gabinete, y le mostró un sillón. Ambos se sentaron.
-Ahora hablemos con toda calma y sosiego -dijo el conde.
-Bien veis que estoy perfectamente tranquilo.
-¿Con quién vais a batiros?
-Con Beauchamp.
-¿Uno de vuestros amigos?
-Con los amigos es con los que se bate uno siempre.
-Dadme al menos una razón.
-Tengo una.
-¿Qué os ha hecho?
-En su periódico de ayer hay.. . pero no, leed vos.
Alberto mostró a Montecristo un periódico en que se leían estas palabras:
Nos escriben de Janina:
Hemos llegado a conocer un hecho importante ignorado hasta ahora, o al menos inédito. Los castillos
que defendían la ciudad fueron entregados a los turcos por un oficial francés, en quien el visir AlíTebelín
había depositado toda su confianxa. Este oficial se llamaba Fernando.
-Y bien -preguntó Montecristo-, ¿qué es lo que os sorprende en ese párrafo?
-¿Qué es lo que me sorprende?
-Sí. ¿Qué os importa que los castillos de Janina hayan sido entregados por un oficial llamado
Fernando?
-Me importa, puesto que mi padre, el conde de Morcef, se llama Fernando.
-¿Y vuestro padre servía a Alí-Bajá?
-Es decir, combatía por la independencia de los griegos. Esa es precisamente la calumnia.
-¡Ah, vizconde, hablemos razonablemente!
-No es otro mi deseo.
-Decidme: ¿Quién diablos sabe en Francia que el oficial Fernando es el mismo conde de Morcef, y
quién se ocupa ahora de Janina, que fue tomada en 1822 o en 1823, según creo?
-Ahí está precisamente la perfidia. Han dejado pasar tiempo para salir ahora con un escándalo que
pudiera empañar una elevada posición. Pues bien, yo, heredero del nombre de mi padre, no quiero que
sobre él haya ni aun la sombra de una duda. Voy a mandar a Beauchamp, cuyo periódico ha publicado
esta nota, dos testigos, y la retractará.
-Beauchamp no la retractará.
-Entonces nos batiremos.
-No, no os batiréis, porque os responderá que tal vez había en el ejército griego cincuenta oficiales que
se llamasen Fernando.
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-A pesar de esa respuesta, nos batiremos. ¡Oh, quiero que esto desaparezca! Mi padre, un soldado tan
noble..., una carrera tan ilustre...
-O bien pondrá: «estamos seguros de que este Fernando nada tiene que ver con el conde de Morcef,
cuyo nombre de pila es también Fernando».
-Quiero que se retracte de una manera más completa. No me contentaré con eso.
-¿Y vais a enviarle vuestros padrinos?
-Sí.
-Haréis mal.
-Lo cual quiere decir que me negáis el favor que venía a pediros.
-¡Ah!, ya sabéis mi teoría respecto al duelo; creo habéroslo dicho en Roma, ¿no os acordáis?
-Esta mañana, hace un momento, os encontré en una ocupación que está poco en consonancia con esa
teoría.
-Porque, amigo mío, vos comprenderéis que algunas veces es menester salir de sus casillas. Cuando se
vive con locos, es preciso también aprender a ser insensato. De un momento a otro, algún calavera,
aunque no tenga más motivo para buscar camorra que el que tenéis vos para buscársela a Beauchamp,
puede venirme con cualquier necedad, enviarme sus testigos o insultarme en público. Pues bien, tengo
que matar a ese calavera.
-¡Ah! Luego, ¿también vos os batiríais?
-Naturalmente.
-¡Pues bien! Entonces, ¿por qué queréis que yo no me bata?
-No digo que no os batáis, sino que un duelo es cosa muy grave y de reflexionar.
-¿Y él ha reflexionado para insultar a mi padre?
-Si no ha reflexionado, y os lo confiesa, no debéis atentar contra él.
-¡Oh!, mi querido conde, sois demasiado indulgente.
-Y vos, demasiado riguroso. Veamos, yo supongo..., escuchad con atención. Yo supongo..., ¡no os
vayáis a enojar por lo que voy a deciros!
-Escucho.
-Supongo que el hecho sea cierto...
-Un hijo no debe nunca admitir semejantes suposiciones sobre el honor de su padre.
-¡Oh, Dios mío! ¡Estamos en una época en que se admiten tantas cosas!
-Ese es precisamente el defecto de la época.
-¿Y pretendéis reformarla?
-Sí; por lo que a mí respecta.
-¡Oh! ¡Dios mío!, buen reformista haríais, amigo mío.
-No lo puedo remediar.
-Sois inaccesible a los consejos que os dan de buena fe.
-No cuando proceden de un amigo.
-¿Creéis que yo lo sea vuestro?
-Sí.
-¡Pues bien!, antes de enviar a Beauchamp vuestros padrinos, informaos.
-¿De quién?
-¡Oh.. . ! De Haydée, por ejemplo.
-Mezclar en todo esto a una mujer, ¿y qué podrá hacer?
-Decir que vuestro padre no tiene nada que ver con la derrota o con la muerte del suyo, o deciros la
verdad, si por casualidad vuestro padre hubiese tenido la desgracia...
-Ya os he dicho, mi querido conde, que no podía admitir esa suposición.
-Entonces, ¿rehusáis ese medio?
-Lo rehúso.
-¿Absolutamente?
-Absolutamente.
-Oíd, entonces, mi último consejo.
-Bien, pero que sea el último.
-¿No queréis oírlo?
-Al contrario, os lo pido.
-No enviéis a Beauchamp vuestros padrinos. -¿Cómo?
-Id vos mismo a buscarle.
-Eso va contra la costumbre.
-Ese duelo nada tiene que ver con los comunes, veamos.
-¿Y por qué debo ir yo mismo?
-Porque de ese modo el asunto quedará entre vosotros dos.
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-Explicaos.
-Si Beauchamp está dispuesto a retractarse, preciso es dejarle el mérito de la buena voluntad; no por eso
dejará de hacer lo que le parezca. Si por el contrario, entonces será tiempo de revelar el secreto a los dos
extraños.
-No serán dos extraños, serán dos amigos. -Los amigos de hoy son enemigos mañana.
-¡Oh! ¡Cómo... !
-Dígalo Beauchamp.
-Así, pues...
-Así, pues, os recomiendo prudencia.
-¿Y me aconsejáis que vaya yo mismo a buscar a Beauchamp?
-Sí.
-¿Solo?
-Solo. Cuando se quiere obtener algo del amor propio de un hombre, es preciso salvar a ese amor
propio hasta la apariencia del sufrimiento.
-Me parece que tenéis razón. -¡Gracias a Dios!
-Iré solo.
-Escuchad. Creo que mejor haríais en no ir ni solo ni acompañado.
-Pero eso es imposible.
-Haced lo que os digo, os tendrá más cuenta.
-Pero en este caso, veamos: si a pesar de todas mis preocupaciones, llega a efectuarse el desafío, ¿me
serviréis de testigo?
-Mi querido vizconde -dijo Montecristo con una gravedad extremada-, ya conoceréis que en todo estoy
pronto a serviros. Pero lo que me pedís sale ya del círculo de lo que puedo hacer por vos.
-¿Por qué?
-Quizás un día lo sabréis. -Pero mientras tanto...
-Dispensadme, es un secreto.
-Está bien. Elegiré a Franz y Chateau-Renaud.
-Perfectamente. ¡Franz y Chateau-Renaud son muy a propósito para el caso!
-Pero, en fin, si me bato, ¿me daréis una leccioncita de espada o de pistola?
-No; eso también es imposible.
-¡Oh! ¡Qué singular sois! ¿Conque en nada queréis mezclaros?
-En nada absolutamente.
-No hablemos entonces más de ello. Adiós, conde.
-Adiós, vizconde.
Morcef tomó su sombrero y salió.
A la puerta encontró su cabriolé, y conteniendo cuanto pudo su cólera, se hizo conducir a casa de
Beauchamp, que estaba en la redacción.
Entonces Alberto se hizo conducir allí.
Beauchamp estaba en un salón sombrío y oscuro como suelen ser las redacciones de periódicos.
Anunciáronle a Alberto de Morcef. Dos veces se hizo repetir el anuncio, y mal convencido aún, gritó:
-Entrad.
Alberto entró. Beauchamp lanzó una exclamación de sorpresa al ver a su amigo atravesar por entre los
papeles y pisotear con la torpeza hija de la poca costumbre que tenía, los periódicos de todos tamaños que
cubrían, no el pavimento, sino la mesa en que estaba escribiendo.
-¡Por aquí, por aquí, mi querido Alberto! -dijo, presentando al joven-. ¿Qué es lo que os trae por acá?
¿Venís a almorzar conmigo? Veamos, buscad una silla. Mirad, allí hay una junto a aquel geranio, que es
lo único que recuerda que haya hojas en el mundo además de las de papel.
-Beauchamp -dijo Alberto-, vengo a hablaros de vuestro periódico.
-¡Vos, Morcef! ¿Qué deseáis?
-Deseo una rectificación.
-¡Una rectificación! ¿Respecto a qué, Alberto? Pero sentaos.
-Gracias -respondió Alberto por segunda vez y con un ligero movimiento de cabeza.
-Vamos, explicaos.
-Una rectificación sobre un hecho que ataca el honor de mi familia.
-¡Vamos! -dijo Beauchamp sorprendido-. ¿Qué hecho? Me parece que no se podrá...
-Lo que os han escrito de Janina.
-¿De Janina?
-Sí, de Janina. No os hagáis el ignorante.
-¡Palabra de honor que nada sé... ! ¡Bautista, un número de ayer! -gritó Beauchamp.
-Es inútil. Traigo el mío en el bolsillo.
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Beauchamp leyó:
«Nos escriben de Janina..., etc.»
-Ya podéis ver que el hecho es grave -dijo Morcef, así que Beauchamp hubo leído.
-¿Ese oficial es pariente vuestro? -preguntó el periodista.
-Sí -dijo Alberto sonrojándose.
-Pues bien, ¿qué queréis que haga por serviros? -dijo Beauchamp con dulzura.
-Quisiera que retractaseis este hecho, mi querido Beauchamp.
Beauchamp miró a Alberto con una atención que anunciaba seguramente mucha bondad.
-Veamos -dijo-, es cosa de tomarlo despacio, porque una retractación es siempre asunto de gravedad.
Sentaos. Voy a leer otra vez estas tres o cuatro líneas.
Alberto se sentó y Beauchamp volvió a leer las líneas acriminadas por su amigo, con más cuidado que
antes.
-Ya lo veis -dijo Alberto con firmeza y hasta con sequedad-, en vuestro periódico se ha insultado a un
miembro de mi familia, y exijo una retractación.
-Exigís...
-Sí, exijo una retractación.
-Permitidme que os diga, mi querido vizconde, que vuestro lenguaje no es parlamentario.
-No trato de que lo sea -replicó el joven levantándose-, quiero la retractación de un hecho que habéis
anunciado ayer, y la obtendré. Sois bastante amigo -prosiguió Alberto, apretando los dientes, viendo que
Beauchamp empezaba a levantar la cabeza con aire desdeñoso-, sois bastante amigo, y por lo mismo
supongo que me conocéis suficientemente para comprender mi tenacidad en semejante caso.
-Con palabras como las que acabáis de decir, Morcef, conseguiréis hacerme olvidar que soy amigo
vuestro, como decís. Pero, veamos, no nos enfademos o dejémoslo para más adelante... ¡Sepamos quién
es ese pariente que se llama Fernando!
-Es mi padre, nada menos -dijo Alberto-, el señor Fernando Mondego, conde de Morcef, un veterano
que ha visto veinte campos de batalla y cuyas cicatrices se trata de cubrir con fango impuro.
-¡De vuestro padre! -replicó Beauchamp-, la cosa ya cambia.
Ahora comprendo vuestra incomodidad, querido Alberto. Volvamos a leer.
Y leyó otra vez la nota, deteniéndose a cada palabra.
-Pero ¿en dónde veis -preguntó Beauchamp- que el Fernando del periódico sea vuestro padre?
-En ninguna parte. Pero lo verán otros, y por eso quiero que se desmienta el hecho.
Al oír la palabra quiero, Beauchamp levantó la vista para mirar a Morcef, pero bajándola al instante se
quedó un momento pensativo.
-Desmentiréis este hecho, ¿no es verdad? -repitió Morcef con una cólera que iba en aumento y que
procuraba reprimir.
-Sí -respondió Beauchamp.
-¡Está bien! -dijo Alberto.
-Pero después que me haya cerciorado de que es falso.
-¡Cómo!
-Sí; la cosa merece la pena de que se aclare, y yo la aclararé.
-Y qué tenéis que aclarar -dijo Alberto fuera de sí-. Si creéis que no es mi padre, decidlo sin rodeos, y
si, por el contrario, creéis que es de él de quien se trata, explicadme los motivos que para ello tenéis.
Beauchamp miró a Alberto con esa sonrisa que le era peculiar y que sabía adaptarse a todas las
pasiones.
-Caballero -repuso-, puesto que ya debemos tratarnos así, si habéis venido a exigirme una satisfacción,
debíais haberlo hecho desde el principio, y no haberme hablado de amistad y de otras cosas ociosas como
las que tengo la paciencia de oír hace media hora. Sepamos, ¿es por este terreno por el que debemos
marchar en lo sucesivo?
-Sí; en el caso de que no retractéis la infame calumnia.
-Entendámonos y dejemos a un lado las amenazas, señor Alberto Mondego, vizconde de Morcef. No
acostumbro sufrirlas de mis enemigos, y con mucho más motivo de mis amigos. Es decir, que tenéis
formal empeño en que desmienta el hecho acerca del general Fernando, hecho en que, bajo mi palabra de
honor, aseguro no haber tenido parte.
-¡Sí, lo quiero! -dijo Alberto, cuya mente empezaba a extraviarse.
-¿Sin lo cual nos batiremos? -continuó Beauchamp con la misma calma.
-Sí -replicó Alberto levantando la voz.
-Pues bien -dijo Beauchamp-. Ahí va mi contestación. Yo no
he insertado ese hecho ni lo conozco, pero con vuestra conducta me habéis llamado la atención acerca
de él. Subsistirá, pues, hasta que sea desmentido o confirmado por quien corresponda.
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-¡Caballero! -dijo Alberto levantándose-. Tendré el honor de enviar mis padrinos. Discutiréis con ellos
el sitio y las armas.
-Está bien.
-Y esta tarde, si os parece, o mañana, a más tardar, nos veremos.
-¡No, no! Estaré en el campo cuando deba estar, y me parece estoy en mi derecho, toda vez que soy el
provocado, y me parece, digo, que todavía no ha llegado la hora. Sé que sois buen espadachín, mientras
que yo manejo medianamente la espada; de seis blancos, soléis quitar tres, poco más o menos me sucede
a mí. Sé que un desafío entre nosotros sería un desafío formal, porque vos sois valiente, y yo... lo soy
también. No quiero, pues, exponerme a mataros o a que me matéis sin fundado motivo. Ahora voy a
preguntaros a vos categóricamente: ¿Insistís en conseguir esa retractación hasta el extremo de matarme si
no la hago, a pesar de haberos dicho, a pesar de repetiros y aseguraros bajo mi palabra de honor que no
conocía el hecho, y a pesar, en fin, de declararos que nadie que no sea un visionario como vos, puede
reconocer al señor conde de Morcef bajo ese nombre de Fernando?
-Este es mi empeño.
-Pues bien, señor mío, consiento en darme de estocadas con vos. Pero quiero tres semanas. Dentro de
tres semanas me encontraréis para deciros: «Sí, el hecho es falso, y lo retracto, o bien: «Sí, el hecho es
cierto», y desenvaino la espada, o saco las pistolas de la caja. Lo que vos elijáis.
-Tres semanas -exclamó Alberto-, pero tres semanas son tres siglos, durante los cuales estaré
deshonrado.
-Si hubieseis seguido siendo mi amigo, os habría dicho: Paciencia, amigo mío; pero os habéis hecho mi
enemigo, y os digo: ¿Qué me importa?
-¡Está bien! ¡Dentro de tres semanas! -dijo Morcef-. Pero, expirado ese plazo, no habrá dilación ni
subterfugio que pueda dispensaros...
-Caballero Alberto de Morcef -repuso Beauchamp levantando-, no puedo arrojaros por la ventana hasta
tres semanas, es decir, en veinticuatro días, y hasta esta época no tenéis derecho para insultarme. Estamos
a 29 de agosto, hasta el 21 de septiembre. Hasta entonces, creedme, y es un consejo de caballero el que
voy a daros, excusemos los ladridos de dos perros encadenados a larga distancia uno de otro.
Y saludando con gravedad al joven, Beauchamp le volvió la espalda y entró en la imprenta.
Alberto se vengó en un montón de periódicos que dispersó a latigazos, después de lo cual se marchó, no
sin haberse encaminado antes dos o tres veces hacia la puerta de la imprenta.
Mientras Alberto fustigaba el caballo de su cabriolé, vio al atravesar el bulevar a Morrel, que con la
cabeza erguida pasaba por delante de los baños chinescos, viniendo por la puerta de San Martín y encaminándose
hacia la Magdalena.
-¡Ah! -dijo suspirando-. ¡He ahí un hombre feliz!
Casualmente Alberto no se equivocaba.
Efectivamente Morrel era feliz.
El señor Noirtier le había mandado llamar y tenía tanta ansiedad por saber la razón de ello, que no tomó
un carruaje, fiándose más de sus dos piernas que de las cuatro de un caballo de alquiler. Partió, pues,
ligero como un rayo, y se dirigió por la calle Meslay al arrabal de Saint-Honoré.
Caminaba con paso gimnástico, y el pobre Barrois apenas podía seguirle. En algo había de verse que
Morrel tenía treinta y un años y Barrois sesenta. El primero estaba ebrio de amor, y el segundo sofocado
por el gran calor. Estos dos hombres de intereses y de edad tan diversos, semejaban las dos líneas que
forman el triángulo, que separadas de su base se reúnen en el vértice.
El vértice era el señor Noirtier, que envió a buscar a Morrel, recomendándole la prontitud,
recomendación que, con gran disgusto de Barrois, seguía al pie de la letra.
Al llegar, Morrel no estaba cansado. El amor confiere alas; pero Barrois, que hacía mucho tiempo que
no amaba, apenas podía moverse.
El viejo servidor hizo entrar a Morrel por la puerta secreta, cerró la del despacho y no tardó mucho en
oírse el rumor de un vestido cuyos bordes rozaban el suelo y anunciaba la visita de Valentina. Estaba encantadora
con el traje de luto.
Noirtier acogió benévolamente al joven, y recibió con agrado las muestras de gratitud que éste le daba,
por la maravillosa intervención que había salvado a Valentina y a él de la desesperación. Su mirada se
dirigió en seguida a la joven, que sentada a cierta distancia, esperaba que se la invitase a hablar, y aquella
mirada era toda una pregunta.
Noirtier la miró también a su vez.
-¿Digo lo que me habéis encargado? -preguntó ella.
-Sí -respondió Noirtier.
-Señor Morrel -añadió entonces Valentina al joven que la miraba absorto--, mi abuelo tenía mil cosas
que deciros; hace tres días que me las ha confiado, y os ha enviado a buscar hoy para que yo os las repita.
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Lo haré, ya que me ha escogido como su intérprete, sin cambiar una sílaba ni separarme en lo más
mínimo de sus intenciones.
-¡Ah!, os escucho, espero con impaciencia. Hablad, hablad.
Valentina bajó los ojos, lo que pareció de buen agüero a Morrel, porque ella era débil en los momentos
en que se sentía dichosa.
-Mi padre quiere dejar esta casa -dijo- Barrois se ha encargado de buscar una que nos convenga.
-Pero, señorita, vos a quien el señor Noirtier quiere y necesita... -dijo Morrel.
-Yo -dijo la joven- no dejaré a mi abuelo. Estamos ya de acuerdo en esto. Mi habitación será contigua a
la suya. O el señor de Villefort me dará su consentimiento para vivir junto a mi abuelo, o me lo rehusará.
En el primer caso, parto ahora mismo; en el segundo, esperaré a ser mayor, lo que sólo tardará diez
meses, y entonces, libre, independiente, con una buena fortuna, y...
-¿Y...? -preguntó Morrel.
-Y con la autorización de mi abuelo, os cumpliré la promesa que os he hecho.
Pronunció Valentina estas palabras con una voz tan débil que Morrel no las hubiera comprendido sin el
grande interés que en ello tenía.
-¿He expresado bien vuestras intenciones, mi querido abuelo? -añadió Valentina dirigiéndose al señor
Noirtier.
-Sí -respondió el anciano.
-Establecida en casa de mi abuelo, el señor Morrel podrá venir a verme en casa de este bueno y digno
protector, y si el lazo que nuestros corazones ignorantes o caprichosos han empezado a formar, parece
suave, y presenta garantías de una dicha futura, ¡ay!, según dicen, los corazones inflamados por los
obstáculos se enfrían fácilmente al cesar éstos, entonces el señor Morrel me pedirá a mí misma y yo le
atenderé.
-¡Oh! -dijo Morrel, queriendo arrodillarse ante el anciano, como ante un dios, y ante Valentina como
ante un ángel-. ¡Oh! ¡Qué he hecho yo en toda mi vida para merecer tanta ventura!
-Hasta entonces -continuó la joven con su voz pura y severa-, es necesario respetar las conveniencias, la
voluntad de nuestros padres, con tal que no signifique separarnos para siempre. En una palabra, y la repito
porque ella lo dice todo: Esperaremos.
-Y los sacrificios que esta palabra impone -dijo Morrel-, os juro que sabré cumplirlos con resignación y
con honor.
-Así, pues -continuó Valentina dirigiendo una dulce mirada, que penetró hasta el corazón de
Maximiliano-, no más imprudencias, amigo mío, no comprometáis a la que de hoy en adelante se considera
destinada a llevar pura y dignamente vuestro nombre.
Morrel puso la mano sobre su corazón.
Noirtier los contemplaba con la mayor ternura. Barrois, que había permanecido en el fondo del
gabinete, como persona para quien nada hay oculto, sonreía, enjugando las gotas de sudor que se
desprendían de su calva frente.
-¡Ay, Dios mío!, qué calor tiene este buen Barrois -dijo Valentina.
-¡Ah!, es que he corrido mucho, señorita, pero debo hacer justicia al señor Morrel, corría más que yo.
Noirtier indicó con los ojos una salvilla en que había una botella de limonada y un vaso. La limonada
que faltaba la había tomado poco antes el señor Noirtier.
-Toma, buen Barrois, toma, porque veo que diriges una mirada codiciosa a la limonada:
-Es cierto -dijo Barrois- que me muero de sed, y que bebería de buena gana un vaso de limonada a
vuestra salud.
-Bebe, pues -le dijo Valentina-, y vuelve en seguida.
Barrois se llevó la salvilla, y apenas había llegado al corredor, cuando por entre la puerta que dejó
medio abierta le vieron echar atrás la cabeza para apurar el vaso que había llenado Valentina.
Despidióse ésta de Morrel en presencia de su abuelo, cuando se oyó resonar en la escalera la campanilla
del señor de Villefort. Ello era señal de que llegaba alguna visita, y Valentina miró al reloj.
-Son las doce -dijo-, hoy es sábado, querido abuelo, es sin duda el médico.
Noirtier hizo una señal afirmativa.
-Va a venir aquí, es necesario que el señor Morrel se retire. ¿No es verdad, abuelo?
-Sí -respondió éste.
-Barrois -gritó Valentina-. Barrois, ven.
Oyóse la voz del criado que respondía.
-Voy, señorita.
-Barrois va a acompañaros hasta la puerta, y ahora acordaos de una cosa, y es que mi abuelo os encarga
no deis ningún paso que Pudiera comprometer nuestra dicha.
En este momento entró Barrois.
_.¿Quién ha llamado? -preguntó Valentina.
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-El doctor d'Avrigny -dijo Barrois, que no podía tenerse en
pie.
-¿Qué os ocurre, Barrois? -le preguntó Valentina.
El anciano no respondió, miraba a su amo con ojos desencajados, y con las manos agarrotadas buscaba
apoyo para poder sostenerse.
-Pero va a caer -gritó Morrel.
En efecto, el temblor que se había apoderado de Barrois aumentaba gradualmente, y sus facciones,
alteradas por los movimientos convulsivos de los músculos de la cara, anunciaban un ataque nervioso de
los más intensos.
Las miradas de Noirtier, al ver así a Barrois, dejaban traslucir todas las emociones capaces de agitar el
corazón de un hombre.
Barrois dio algunos pasos para acercarse a su amo.
-¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor! -dijo-, pero qué tengo yo para... padezco mucho..., no veo... Mil
puntas aceradas me atraviesan el cráneo. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!
Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo frío y rígido.
Valentina, espantada, lanzó un grito. Morrel la tomó en sus brazos, como queriéndola defender de un
peligro desconocido.
-¡Señor d'Avrigny, señor d'Avrigny! -gritó Valentina con voz apagada-. ¡Venid, socorrednos!
Barrois dio una vuelta sobre sí mismo, retrocedió cuatro o cinco pasos atrás, tropezó y fue a caer a los
pies del señor Noirtier, sobre cuya rodilla apoyó una mano gritando:
-¡Amo mío, mi buen amo!
En aquel instante el señor Villefort, atraído por los gritos, se presentó a la puerta del cuarto.
Morrel abandonó a Valentina, medio desmayada, y se retiró, escondiéndose en un ángulo de la sala,
detrás de una cortina.
Pálido, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre
el desgraciado que agonizaba.
Noirtier estaba impaciente y aterrorizado. Su alma volaba al socorro del pobre anciano, su amigo, más
que su criado. Se veía en su frente el terrible combate entre la vida y la muerte, sus venas estaban hinchadas
y sus músculos contraídos.
Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el
suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse. Una ligera espuma
cubría sus labios y apenas respiraba.
Villefort permaneció un instante espantado, fijos los ojos en este cuadro que se le ofreció a sus ojos al
entrar en el cuarto, y sin haber visto a Morrel.
-¡Doctor, doctor! -gritó, dirigiéndose a la puerta-, ¡venid, venid pronto!
-¡Señora, señora! -gritaba Valentina llamando a su madrastra, y sosteniéndose en la pared de la
escalera-, venid, venid pronto, y traed vuestro frasco de sales.
-¿Qué ocurre? -preguntó con voz metálica la señora de Villefort.
-¡Oh, venid, venid!
-¿Pero dónde está el médico? -gritaba Villefort.
La señora de Villefort bajó lentamente, se oían resonar sus pisadas. En una mano traía un pañuelo con
el que enjugaba su frente. En la otra, un frasco de sales inglesas. Su primera mirada al llegar a la puerta
fue para el señor Noirtier, cuya cara, aparte de la emoción, anunciaba una salud perfecta. La segunda fue
al moribundo; palideció y sus ojos se apartaron del criado para fijarse en el amo.
-Pero, en nombre del cielo, señora, ¿dónde está el médico? Entró en vuestro cuarto. Esto es una
apoplegía fulminante, y con una sangría se le salvará.
-¿Hace mucho rato que ha comido? -preguntó la señora de Villefort, eludiendo la cuestión.
-Señora -dijo Valentina-, aún no se ha desayunado, pero esta mañana ha andado mucho para cumplir
ciertas diligencias que le encargó mi abuelo, y a su vuelta ha tornado solamente un vaso de limonada.
-¡Ah! -dijo la señora de Villefort-, ¿por qué no lo tomó de vino? La limonada es muy mala.
-La limonada estaba ahí, en la botella de mi abuelo, el pobre Barrois tenía sed, y ha bebido lo que
encontró.
La señora de Villefort se estremeció. Noirtier le dirigió una profunda mirada.
-Señora -dijo Villefort-, os he preguntado dónde está el señor d'Avrigny, responded, en nombre del
cielo.
-Está en el cuarto de Eduardo, que se halla algo indispuesto -contestó, no pudiendo eludir por más
tiempo su respuesta.
Villefort se encaminó hacia la escalera para ir a buscarle en persona.
-Esperad -dijo su mujer, dando su frasco a Valentina-, van a sangrarlo sin duda. Me vuelvo a mi cuarto,
porque no puedo soportar la vista de la sangre-y siguió a su marido.
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Morrel salió del ángulo sombrío en que se había ocultado; nadie había reparado en él, tanta era la
confusión que reinaba en la casa.
-Marchaos en seguida, Maximiliano -le dijo Valentina-, y esperad a que os avise antes de volver. Partid.
Morrel consultó con un gesto al señor Noirtier, que había conservado su sangre fría y que le respondió
afirmativamente con otro. Apretó contra su corazón la mano de Valentina y salió por el pasadizo secreto,
al mismo tiempo que el señor de Villefort y el doctor entraban por la puerta del lado opuesto.
Barrois empezaba a volver en sí, la crisis había pasado, y el infeliz quería hincarse de rodillas. El señor
d'Avrigny y Villefort le llevaron a un sillón.
-¿Qué ordenáis, doctor? -preguntó Villefort.
-Que me traigan agua y éter. ¿Tenéis en casa?
-Sí.
-Que vayan inmediatamente a buscar aceite de terebinto y un emético.
-Id-dijo el señor de Villefort.
-Y ahora, que todos se retiren.
-¿Yo también? -preguntó tímidamente Valentina.
-Sí, señorita -dijo el doctor-, vos antes que todos.
Valentina miró con asombro al señor d'Avrigny, abrazó al señor Noirtier y salió. En seguida, el doctor
cerró la puerta con un aire sombrío.
-Mirad, mirad, doctor, vuelve en sí, era un ligero ataque.
El señor d'Avrígny sonrió con tristeza.
-¿Cómo os sentís, Barrois? -preguntó al enfermo.
-Algo mejor, señor.
-¿Podréis beber este vaso de agua con éter?
-Lo intentaré, pero no me toquéis.
-¿Por qué?
-Porque me parece que si me tocáis, aun cuando sea con la punta de un dedo, me volverá a dar el
accidente.
-Bebed.
Barrois tomó el vaso, lo llevó a sus labios amoratados y bebió casi la mitad.
-¿Qué es lo que os duele? -preguntó el facultativo.
-Todo el cuerpo, siento calambres espantosos.
-¿Tenéis mareos?
-Sí.
-¿Os zumban los oídos?
-Muchísimo.
-¿Cuándo os ha atacado el mal?
-Hace un momento.
-¿Así, de repente?
-Como el rayo.
-¿No habéis sentido nada ayer ni anteayer?
-Nada.
-¿Ni sueño, ni pesadez?
-No.
-¿Qué habéis comido hoy?
-Nada, únicamente he bebido un vaso de la limonada del amo.
Y Barrois hizo un movimiento con la cabeza para indicar al señor Noirtier, que inmóvil en su sillón no
perdía un solo movimiento, una sola palabra, contemplando horrorizado esta terrible escena.
-¿Dónde está esta limonada? -preguntó repentinamente el doctor.
-Abajo, en una botella.
-¿Pero dónde abajo?
-En la cocina.
-¿Queréis que vaya por ella, doctor? -preguntó Villefort.
-No; permaneced aquí, y procurad que el enfermo beba el resto de este vaso de agua.
-Pero esa limonada. ..
-Yo mismo iré a buscarla.
El señor d'Avrigny se levantó, abrió la puerta, bajó precipitadamente la escalerá interior, y por poco
echa a rodar a la señora de Villefort, que bajaba también a la cocina. Esta dio un grito, d'Avrigny no hizo
caso, y dominado fuertemente por una idea, saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Entró
precipitadamente en la cocina y vio la botella vacía al menos en tres cuartas partes. Se lanzó sobre ella
como un águila sobre su presa, volvió a subir y entró en la sala.
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La señora de Villefort tomó lentamente el camino de su cuarto.
-¿Es ésta la botella que estaba aquí? -preguntó d'Avrigny.
-Sí, señor doctor.
-¿Esta limonada es la que habéis bebido?
-Así lo creo.
-¿Qué sabor le habéis encontrado?
-Un sabor amargo.
El doctor vertió unas cuantas gotas de limonada en la palma de la mano, las aspiró con los labios, y
después de enjuagarse con ellas la boca, como se hace cuando se quiere tomar el gusto al vino, arrojó el
líquido a la chimenea.
-Es la misma -dijo- ¿Y vos también habéis bebido de ella, señor Noirtier?
-Sí -dijo el anciano.
-¿Y le habéis encontrado el sabor amargo?
-Sí.
-¡Ah, doctor! -gritó Barrois-, ¡otra vez el ataque! ¡Dios mío! ¡Señor, tened piedad de mí!
El facultativo se acercó al enfermo.
-El emético, señor; ved si lo han traído.
Nadie respondía. En la casa reinaba el terror más profundo.
-Si hubiese un medio para introducirle el aire en los pulmones -dijo d'Avrigny, mirando por todas
partes-, quizá podría contener la asfixia. ¡Pero no! ¡Nada, nada!
-¡Ay, señor!, ¡me dejáis morir sin prestarme auxilio! -gritaba Barrois-. ¡Ay, Dios mío! ¡Me muero! ¡Me
muero!
-Una pluma, una pluma -decía el facultativo, y vio una sobre una mesa. Procuró introducirla en la boca
del enfermo, que atacado de violentas convulsiones, hacía esfuerzos inútiles para vomitar, pero tenía tan
apretados los dientes, que fue imposible hacer pasar la pluma. Había caído del sillón al suelo, y se
revolcaba en él. El facultauvo le dejó, no pudiendo aliviarle, y se dirigió al señor Noirtier.
-¿Cómo os sentís? -le dijo rápidamente y en voz baja-, ¿bien?
-Sí.
-¿Con el estómago ligero o pesado?
-Ligero.
-¿Como cuando tomáis la píldora que os doy los domingos?
-Sí.
-¿Ha sido Barrois quien ha probado vuestra limonada?
-Sí.
-¿Sois vos el que le ha hecho beber?
-No.
-¿Fue el señor de Villefort?
-No.
-¿Su esposa?
-Tampoco.
-¿Valentina?
-Sí.
Un suspiro de Barrois llamó la atención de d'Avrigny, el cual dejó a Noirtier y se acercó al enfermo.
-Barrois, ¿podéis hablar?
Este balbució algunas palabras ininteligibles.
-Haced un esfuerzo, amigo mío.
Barrois abrió sus ojos, inyectados en sangre.
-¿Quién preparó la limonada?
-Yo.
-¿La habéis traído en seguida a vuestro amo?
-No.
-¿Dónde la dejasteis?
-En la repostería, porque me llamaban.
-¿Quién la trajo?
-La señorita Valentina.
D'Avrigny se dio una palmada en la frente.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo a media voz.
-Doctor, doctor -gritó Barrois, que presentía el tercer acceso.
-Pero ¿no llega el vomitivo? -gritó el facultativo.
-Aquí está -dijo Villefort, presentando un vaso.
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-¿Quién lo ha traído?
-El dependiente del boticario que ha venido conmigo.
-Bebed.
-No puedo, doctor, ya es tarde, la garganta se me aprieta, me ahogo. ¡Oh! ¡Mi corazón...!, mi corazón...
¡Qué infierno...! ¿Sufriré de este modo mucho tiempo?
-No, no, amigo mío. Dentro de poco ya no sufriréis.
-¡Ah!, os comprendo -gritó el desgraciado-. ¡Dios mío!, ¡tened piedad de mí! -y profiriendo un agudo
grito, cayó de espaldas, como herido por un rayo. D'Avrigny le puso una mano sobre el corazón y acercó
un espejo a sus labios.
-¿Y bien? -preguntó Villefort.
-Bajad a la cocina y decid que me traigan al instante el jarabe de violetas.
Villefortfue en seguida.
-No os asustéis, señor Noirtier -dijo d'Avrigny-, me llevo al enfermo a otro cuarto para sangrarlo.
Ciertamente estos ataques son espantosos -y tomando a Barrois por debajo de los brazos, le llevó casi
arrastrando a la habitación próxima, volviendo inmediatamente por la botella de limonada.
Noirtier cerraba el ojo derecho.
-¿Queréis que venga Valentina, es verdad? Voy a decírselo al momento.
Villefort subía, y d'Avrigny le encontró en el corredor.
-¿Y bien? -le dijo.
-Venid -respondió el facultativo, y le condujo al cuarto.
-¿No ha vuelto en sí? -preguntó el procurador del rey.
-Está muerto.
Villefort dio tres pasos atrás, púsose las manos en la cabeza, y exclamó con un acento de conmiseración
inequívoca, mirando el cadáver:
-¡Muerto! ¡Y tan pronto... !
-¡Oh!, sí, muy pronto -dijo d'Avrigny-, pero eso no debe admiraros. El señor y la señora de Saint-Merán
murieron también de repente. ¡Ah! ¡Y se tarda poco en morir en vuestra casa, señor de Villefort!
-¿Qué? -gritó el procurador del rey con un acento de horror y desesperación-. ¿Volvéis a esa terrible
idea?
-Sí, siempre, siempre la he tenido, y para que os convenzáis de que esta vez no me engaño, escuchad,
señor de Villefort.
Este temblaba convulsivamente.
-Hay un veneno que mata sin dejar rastro ni señal. Lo conozco, y he estudiado sus accidentes, todos los
fenómenos que produce, lo he reconocido en el pobre Barrois, como lo reconocí en el señor y la señora de
Saint-Merán. Es fácil de observar. Este veneno da un color azul al papel tornasolado, enrojecido por un
ácido, y tiñe de verde el jarabe de violetas. No tenemos papel tornasolado, pero he aquí que me traen el
jarabe de violetas que había pedido.
Efectivamente se oíàn pasos en el corredor. El doctor entreabrió la puerta, tomó de manos de la criada
un vaso en el que había dos o tres cucharadas de jarabe, y volvió a cerrar.
-Mirad -dijo al procurador del rey-, ved aquí el jarabe y en esa botella el resto de la limonada que han
bebido el señor Noirtier y Barrois. Si la limonada está pura, el jarabe no cambiará su color. Si, por el
contrario, está envenenada, el jarabe se pondrá verde. Mirad.
El doctor vertió algunas gotas de limonada en el vaso, y al instante una especie de nube se formó en el
fondo, tomó al principio un color azulado, después el de zafiro opaco, y últimamente, verde esmeralda. Al
llegar a este color se fijó, por decirlo así, en él para no variar. El experimento no dejaba duda alguna.
-El desdichado Barrois ha sido envenenado con la nuez de San Ignacio -dijo d'Avrigny-, y lo afirmaré
así ante Dios y ante los hombres.
Villefort no respondió, levantó los brazos al cielo, abrió sus espantados ojos y cayó sobre un sillón,
como si le hubiese herido un rayo.
QUINTA PARTE
LA MANO DE DIOS
Capítulo primero
La acusación
El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.
-¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! -dijo el señor de Villefort.
-Decid más bien el crimen -respondió el doctor.
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-¡Señor d'Avrigny! -gritó Villefort-, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es
miedo, pesar o locura.
-Sí, lo creo -respondió d'Avrigny con calma-, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que
opongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más
tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.
Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:
-En mi casa -murmuró-, en mi casa.
-Vamos, magistrado -dijo d'Avrigny-, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio
de una inmolación completa.
-¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?
-Ya lo he dicho.
-¿Sospecháis, pues, que alguien...?
-No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en
cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por
todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis
ojos...
-¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...
-Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos
espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una
excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano,
manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización
complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las
tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o ílorecía aún
aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.
Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:
-Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.
-¡Doctor! ¡Desdichado doctor! -exclamó Villefort-. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha
equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...
-¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?
-Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no
sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.
-¡Oh, hombre! -murmuró d'Avrigny-, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las
criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para
ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada
perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier...
-¿Cómo el señor Noirtier?
-Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el
Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el
orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor
Noirtier era el que debía morir.
-Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?
-Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de Saint-Merán: porque su cuerpo
está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En
fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San
Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente
activo.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Villefort.
-Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint-Merán.
-¡Oh! ¡Doctor!
-Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.
Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.
-Mata al señor de Saínt-Merán -repitió el doctor-, asesina también a la señora de Saint-Merán. El fruto
debe ser una herencia doble.
Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.
-Escuchad atentamente.
-¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.
-El señor Noirtier -siguió con su tono despiadado- había intentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a
vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no
bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un
tercero, se le Mere. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.
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-¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!
-Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla
debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones
de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el
médico debe decir: ¡Vedle ahí!
-¡Gracia para mi hija! -dijo el señor de Villefort.
-¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!
-¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un
corazón tan puro, una azucena en la inocencia...
-No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha
empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de Saint-Merán, y él ha muerto. La señorita de
Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de Saint-Merán, y ella murió. Recibió de las
manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha
escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con
vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.
-Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos de mi vida, de mi honor.
-Hay circunstancias, señor de Villefort -respondió el médico-, en que yo traspaso los límites de la
imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse
para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento,
entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un veneno
que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento,
rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este
modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra
cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo
que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.
Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres
cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la
inmortalidad os espera.
Villefort cayó de rodillas.
-Escuchad -dijo-, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que quizá no tendríais si se tratara de
vuestra bija Magdalena.
El médico palideció.
-Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la
muerte.
-Cuidado -dijo d'Avrigny-, quizá sería lenta esa muerte..., la veríais acercarse poco a poco, después de
haberse llevado a vuestro padre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.
Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.
-Escuchadme -le dijo-, compadecedme y socorredme... Presentaos ante un tribunal... No, mi bija no es
culpable, os diría siempre... No es culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no
quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os
importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor...? ¡No; vos sois médico... !
Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea
que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os
engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me presentase pálido como un espectro a deciros...
¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os
mataría.
-Bien ---dijo el doctor, tras un silencio--, esperaré.
Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.
-Sólo que -continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne-, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si
os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto
terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy
seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.
-¡Es decir, que me abandonáis, doctor!
-Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que
alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.
-Doctor, os ruego...
-Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.
-Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación espantosa que habéis aumentado
con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?
-Es verdad -dijo el doctor-, acompañadme.
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Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los
corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.
-Señor -dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo oyesen-, el pobre Barrois llevaba
una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con
su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido con su
existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy
tarde. ¡Ah! -añadió-, tened cuidado de echar al sumidero el vaso de violetas.
Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las
personas de la casa.
Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente,
resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les
detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:
-Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.
Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento
el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan
bienhechora y tan dulce.
A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la
emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una
sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren
entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.
La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la
cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y
lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero,
calle de Chaussée d'Antin.
A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con Danglars al hueco de una
ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el
viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del
banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera
satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la
señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta
declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras escuchaba
a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su
proposición.
-Señor Cavalcanti -le dijo-, sois muy joven para pensar en casaros.
-¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente
muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el
momento en que se presenta.
-Y bien, señor -replicó Danglars-, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente,
gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me
parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la
dicha de sus hijos.
-Señor -respondió-, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el
caso probable de que desease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que
aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga
motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi matrimonio. Lo que
vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.
-Yo -dijo Danglars- he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote.
Además, es mi única heredera.
-Ya veis, pues -dijo Cavalcanti-, que todo está arreglado. Suponiendo que mi petición no sea desechada
por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil
libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé
el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres
millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.
-Nunca tomo capitales más que al cuatro -dijo el banquero-, y algunas veces al tres y medio, pero a mi
yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.
-Perfectamente, querido suegro -dijo Cavalcanti, sin poder Ocultar las maneras algo vulgares que de
vez en cuando se manifestaban,
a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de
pronto sobre sí, dijo-: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la
realidad?
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-Pero -dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio,
había tomado ya el cariz de un asunto de intereses-, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra
fortuna.
-¿Cuál? -preguntó el joven.
-La que procede de vuestra madre.
-Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.
-¿Y a cuánto podrá ascender?
-Por vida mía -dijo Andrés-, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán
dos millones por lo menos.
Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que
encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en
lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.
-Y bien, señor --dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero-, puedo esperar...
-Señor Andrés -respondió éste-, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que
retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.
-¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! -dijo Andrés.
-¡Pero...! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha
venido con vos al dar este paso?
Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.
-Vengo de su casa -respondió-, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha
aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez
de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la
responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener
esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos
conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.
-¡Ah!, ¡ah!, está bien.
-Ahora -repuso Andrés con una sonrisa encantadora- he concluido de hablar al suegro y me dirijo al
banquero.
-¿Qué queréis de él? Veamos -dijo a su vez sonriendo Danglars.
-Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el
mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he
aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis,
firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?
-Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré -dijo Danglars metiendo en su bolsillo el
pagaré-; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil
francos.
-Alas diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.
-Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?
-Sí.
Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que
hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida
tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero
no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.
-Señor -le dijo-, aquel hombre ha venido.
-¿Qué hombre? -preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía
demasiado presente.
-Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.
-¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé
para él?
-Sí, excelencia -respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento-. Pero -continuó el portero- no ha
querido tomarlos.
Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.
-¿Cómo? -dijo-, ¿no ha querido recibirlos?
Su voz estaba alterada.
-No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció
y me entregó esta carta, que traía preparada.
-Veamos -dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:
Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.
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Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta.
Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario
romper el sello y éste estaba intacto.
-Muy bien -dijo-, pobrecito. Es un buen hombre.
Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al
viejo criado.
-Desengancha y sube -dijo Andrés a su jockey.
El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al
acabar esta operación entró el criado.
-Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?
-Tengo esa honra.
Debes tener una librea nueva que lo trajeron ayer.
-Sí, señor.
-Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase.
Tráeme lo librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.
Pedro obedeció.
Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera,
tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del
mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el
arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera
casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.
-¿A quién buscáis, undo joven? -le preguntó la frutera de enfrente.
-Al señor Pailletin, señora -respondió Andrés.
-¿Un antiguo panadero? -preguntó la frutera.
-Eso es.
-Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.
Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y
malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la
puerta.
-¡Ah! , eres puntual -dijo, y descorrió el cerrojo.
-¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.
Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.
-Vaya, vaya -dijo Caderousse-, no lo enfades, chico. He pensado en ti, lo he preparado un buen
desayuno, todo aquello que más lo gusta.
Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para
un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados
favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada
y el clavo. Veíase en la habitaci6n inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y
porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de fru_ tas colocada con maestría en un plato de
porcelana.
-¿Qué lo parece, chico? -dijo Caderousse-. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen
cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis
salsas, no las despreciarás.
Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.
-Bien, bien -dijo Andrés con muy malhumor-. Si me has incomodado solamente para que almuerce
contigo, llévete mil veces el diablo.
-Pero, muchacho -dijo con gravedad Caderousse-, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no lo gusta
pasar un rato con lo amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.
Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo
de la cebolla había llegado hasta sus ojos.
-¡Calla, hipócrita! -le dijo Andrés-. ¿Tú me amas?
-Sí, lo amo. Lléveme el diablo, es una debilidad -dijo Caderousse-,lo sé, pero no puedo remediarlo.
-Pero ese cariño no lo ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.
-Vamos, vamos -dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal-, si no lo amase,
¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de lo criado, cosa que yo no tengo,
y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda
de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde
se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que
podría hacerlo, ¿verdad? -y una significativa mirada terminó la frase.
-Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?
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-Para verte, muchacho.
-Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro
trato?
-¡Eh!, querido amigo -dijo Caderousse-, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para
almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi
cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda
del Príncipe.
-Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que lo contentabas con
parecer un panadero que ha dejado el oficio.
Caderousse dio un suspiro.
-Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado lo sueño.
-Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser
rico y tener rentas.
-Rentas tienes tú, voto a tal.
-¿Yo?
-Sí. ¿Acaso no lo traigo tus doscientos francos?
Caderousse se encogió de hombros.
-Es humillante --dijo-, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede
faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que lo
prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del...
regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de
Danglars.
-¿Qué es eso de Danglars?
-Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo
mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería
convidarme a lo boda, porque asistió a la mía... ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba
tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde
de Morcef... Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los
mismos salones.
-Vaya, vaya, los celos lo hacen ver visiones, Caderousse.
-Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me
ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto,
siéntate y comamos.
Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los
platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio
un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.
-Compadre -dijo Caderousse-, creo que haces buenas migas con lo antiguo cocinero.
-Ya lo creo -dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.
-¿Y lo gusta eso, buena pieza?
-Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede
quejarse de la vida.
-Ello es debido -dijo Caderousse- a que una sola idea amarga todos mis goces.
-¿Y qué idea es ésa?
-La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí
mismo.
-¡Bah, no lo preocupes! -dijo Andrés-, tengo bastante para dos, no lo apures.
-No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.
-¡Buen Caderousse!
-Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.
-Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?
-No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.
Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.
-Mira, es tan mezquino --continuó- tener que estar siempre esperando los fines de mes.
-¡Bah! -dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero-. ¿No se pasa la vida
esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.
-Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y
quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no lo faltaba lo hucha, que
tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse,
ya sabes.
-Ya vuelves a divagar -dijo Andrés-, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?
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-¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de
recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.
-Sí.
-Quería decir que si yo estuviera en lo lugar...
-¿Qué harías?
-Realizaría...
-¡Cómo!, realizarías...
-Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría
los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.
-¡Vaya! ¡Vaya! -dijo Andrés-. ¡Tal vez no está tan mal pensado!
--Querido amigo -dijo Caderousse-,come de mi cocina y sigue mis consejos, y no lo irá mal física ni
moralmente.
-¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre,
o un año, y lo retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante
arruinado en el ejercicio de sus funciones.
-¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?
-¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no lo acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de
hambre.
-El apetito viene comiendo -dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un
tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un
enorme pedazo de pan, añadió-: Tengo un plan.
Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más
que el germen. El plan era la realización.
-Veamos ese plan -dijo-. ¡Debe ser magnífico!
-¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se
debe, eh? ¡Me parece que a mí... ! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.
-No lo niego -contestó Andrés-. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos lo plan.
-Veamos -prosiguió Caderousse-, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince
mil francos...? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.
-No -respondió secamente Andrés-, no puedo.
-Creo _que no me has comprendido -respondió Caderousse fríamente-. Te he dicho que sin
desembolsar tú un cuarto.
-¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo...?
-¡Oh!, a mí me importa poco -dijo Caderousse-; tengo una condición sumamente original. jamás me
fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.
Esta vez Andrés palideció.
-Vaya, Caderousse, no digas tonterías.
-¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil
francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!
-Pues bien, lo intentaré --dijo Andrés.
-Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero
tomar una criada.
-Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas...
-¡Bah! -dijo éste-, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.
Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero
volviendo a su calma habitual, dijo:
-Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.
-¡Querido protector! -repuso Caderousse-. Ello es que lo da todos los meses...
-Cinco mil francos -respondió Andrés.
-Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo.
Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?
-En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.
-Un capital..., sí..., comprendo..., todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.
-Pues yo tendré uno.
-Y quién lo dará, ¿tu príncipe?
-Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.
-¿Esperar qué? -preguntó Caderousse.
-Su muerte.
-¿La muerte de lo príncipe?
-Sí.
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-¿Cómo es eso?
-Porque soy heredero testamentario.
-¿De veras?
-Palabra de honor.
-¿Y cuánto lo deja?
-Quinientos mil francos.
-Solamente eso. Gracias por la friolera.
-Es como lo digo.
-Eso es imposible.
-Caderousse, ¿eres mi amigo?
-Ya lo sabes, hasta la muerte.
-Pues bien. Voy a confiarte un secreto.
-Di.
-Pero escucha.
-Mudo como una estatua.
-Pues bien, creo... -y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.
-¿Crees...? No tengas miedo. Estamos solos.
-Creo que he encontrado a mi padre.
-¿A lo verdadero padre?
-¿No a Cavalcanti?
-No, puesto que éste se ha marchado.
-¿Y lo padre es...?
-Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.
-¡Bah!
-Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente,
pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.
-¿Cincuenta mil francos por confesar que era lo padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por
veinte mil, por quince mí1. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?
-¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.
-¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento...
-Me deja quinientos mil francos.
-¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?
-Quizá.
-Yen ese codicilo...
-Me reconoce.
-¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! -dijo Caderousse haciendo el
molinete con el plato que tenía en la mano.
-He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.
-No, y lo confianza lo honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, lo padre, es rico, riquísimo?
-Creo que él mismo no Babe lo que tiene.
-¿Es posible?
-Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo
del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como lo servilleta.
Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.
Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía
rodar los montones de luises.
-¿Y tú vas a esa casa? --dijo con sencillez.
-Cuando quiero.
Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento
profundo.
-Desearía ver todo eso -dijo-. ¡Cuán hermoso debe ser!
-Desde luego -respondió Cavalcanti-. Es magnífico.
-¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?
-Número 30.
-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿número 30?
-Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.
-Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en
ella! ¿Eh?
-¿Has visto las Tullerías?
-No.
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-Pues aún son más hermosos.
-Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la
deje caer.
-¡Qué! No es necesario esperar ese momento -dijo Andrés-. El dinero rueda en aquella casa como las
frutas en un jardín.
-Escucha. Deberías llevarme un día contigo.
-¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?
-Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.
-No hagas una barbaridad, Caderousse.
-Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.
-Están todas alfombradas.
-¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.
-Es lo mejor que puedes hacer, créeme.
-Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.
-¿Y cómo?
-Es facilísimo. ¿Es grande?
-Ni grande ni pequeño.
-Pero ¿cómo está distribuido?
-Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.
-Ahí lo tienes -dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y
pluma-. Toma, trázame el plano.
Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:
-La casa, como lo he dicho, tiene la entrada por el jardín -y la dibujó.
-.¿Paredes altas?
-No, ocho o diez pies a lo más.
-No es prudente -dijo Caderousse.
-A la entrada, varios naranjos y flores.
-¿Y no hay trampas para los lobos?
-No.
-¿Las cuadras?
-A los dos lados de la verja que ahí ves -y Andrés continuó dibujando su plano.
-Veamos el piso bajo -dijo Caderousse.
-Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.
-¿Y ventanas?
-Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio
correspondiente a un vidrio.
-¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?
-Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que
le gusta ver el cielo de noche.
-¿Y los criados duermen cerca?
-Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar
varias cosas, y encima los cuartos de los criados mn campanillas que corresponden al principal.
-¡Ah! ¿Con campanillas?
-¿Qué decías?
-Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.
-Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le has llevado a Auteuil, a la casa que tú
conoces.
-¿Sí?
-Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros
criados, la casa queda abandonada.
-Y bien, me preguntó, ¿y qué?
-Pues que el mejor día os roban.
-¿Y qué lo contestó?
-¿Qué me contestó?
-Sí.
-Bien, ¿qué me importa que me robes?
-Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?
-¿Cómo?
-Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una
últimamente en la exposición.
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-Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.
-¿Y no le roban?
-No, todos sus criados son fieles.
-Mucho dinero debe tener en ese secreter.
-Tendrá quizá... Es imposible saber lo que tiene.
-¿Y dónde está?
-En el primer piso.
-Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.
-Es fácil -y Andrés tomó de nuevo la pluma.
-Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda,
otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.
-¿Y tiene ventana ese gabinete?
-Dos, aquí y aquí -y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como
una prolongación del dormitorio.
Caderousse estaba pensativo.
-¿Va con frecuencia a Auteuil? -preguntó.
-Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.
-¿Estás seguro?
-Me ha invitado a comer.
-¡Qué vida! -dijo Caderousse-. Cama en París y casa en el campo.
-Son las ventajas de ser rico.
-¿Irás a comer?
-Probablemente.
-¿Cuando vas, pasas allá la noche?
-Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.
Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero
Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.
-¿Cuándo quieres tus quinientos francos? -preguntó a Caderousse.
-Si los tienes, ahora mismo.
Andrés sacó veinticinco luises.
-Amarillo -dijo Caderousse-, no, no, gracias.
-¡Y bien! ¿Los desprecias?
-Te lo agradezco, pero no lo quiero.
-Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.
-Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y
luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías,
niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos
puede tenerla cualquiera.
-Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que
traer conmigo uno que los llevase.
-Pues bien. Déjaselos a lo portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.
-¿Hoy mismo?
-No, mañana; hoy no tendré tiempo.
-Está bien, mañana lo los dejaré, antes de salir para Auteuil.
-¿Puedo contar con ellos?
-Con toda seguridad.
-Es que voy a tomar en seguida una criada.
-Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?
-No temas.
Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta
mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.
-¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.
-Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape...
-¡Qué!
-¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.
-Ya se ve, como tienes tan buena memoria. ..
-¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.
-¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.
-¿Cuál?
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-Que lo dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos
con semejante descuido?
-¿Por qué dices eso?
-¿Por qué? ¿Pues no lo pones una librea, lo disfrazas de lacayo y lo dejas en el dedo un diamante que
valdrá cuatro o cinco mil francos?
-Caramba..., acertaste el precio..., ¿por qué no lo dedicas a joyero?
-Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.
-Y puedes vanagloriarte de ello -dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó
el diamante sin disgusto.
Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la
piedra brillaban bastante.
-Este diamante es falso -dijo Caderousse.
-¿Te burlas? -respondió Andrés.
-No lo incomodes, ahora lo veremos.
Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al
momento.
-¡Laus Deo, es verdad -dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique-, me equivoqué,
pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar
nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.
-Conque ---dijo Andrés-. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido?
¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.
-No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi
ambición.
-Pero ten cuidado que al vender el diamante no lo suceda lo que temías que lo sucediera por las
monedas de oro.
-No lo venderé. No temas.
-Hoy o mañana, a más tardar -dijo el joven para sí.
-Tunantuelo afortunado -añadió Caderousse-, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, lo carruaje y
lo novia?
-Sí -dijo Andrés.
-Mira, espero que el día que lo cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.
-Ya lo he dicho que se lo ha puesto esa tontería en la cabeza...
-¿Qué dote tiene?
-Ya lo digo...
-¿Un millón?
Andrés se encogió de hombros.
-Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo lo deseo.
-Gracias.
-Lo digo de corazón -añadió Caderousse riendo fuertemente-. Espera, lo acompañaré.
-No lo molestes.
-Es preciso.
-¿Por qué?
-¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido
conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse.
Cuando seas capitalista, lo haré otra igual.
-Gracias -dijo Andrés-. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.
Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y
atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un
concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.
-Me parece -dijo- que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal
amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos...
Capítulo segundo
La fractura
Al día siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con Alí, con muchos criados
y con los caballos que quería probar. La llegada de Bertuccio, que volvía de Normandía, con noticias de
la casa y de la corbeta, determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.
La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se hallaba al ancla en una rada pequeña
después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y pronta a darse de nuevo a la vela. El conde
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alabó el celo de Bertuccio. Le dijo que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia
podría durar un mes.
-Ahora -le dijo- puede que me sea necesario ir en una noche desde París a Treport; quiero ocho relevos
de caballos en el camino, para poder recorrer las cincuenta millas en diez horas.
-Vuestra excelencia me había manifestado ya este deseo -respondió Bertuccio-, y los caballos están
prontos, los he comprado yo mismo, y los he colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos
retirados, donde generalmente no pasa nadie.
-Está bien -dijo Montecristo-, quédate aquí un día o dos.
Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a consecuencia de la conversación
que había tenido con su amo, Bautista abrió la puerta y se presentó con una carta en la mano.
-¿Qué traéis? -le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo-. No os he llamado, según creo.
Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta. -Importante y urgente -dijo.
El conde la abrió y leyó lo siguiente:
«Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducirá furtivamente un hombre en su
casa de los Campos Elíseos para sustraer varios documentos que cree están encerrados en el secreter que
se halla en el gabinete de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no
recurrir a la intervención de la policía, lo que podría comprometer grandemente a la persona que le da este
aviso. El señor conde puede tomar sus precauciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su
propia mano. Precauciones ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y
harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la casualidad ha hecho
descubrir a la persona que le da este aviso, el cual ya no tendría ocasión de renovar, en el caso de que,
saliendo con éxito el malhechor de esta primera tentativa, intentase otra.»
El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido por los ladrones, que
señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho mayor. Lo primero que pensó fue enviar la
carta a un comisario de policía, a pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de
repente se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él conociese, y en este
caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como había hecho Fieschi con el moro que quiso
asesinarle.
Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida
que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los
goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía
contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo.
-No quieren robarme mis papeles -pensó Montecristo-, quieren matarme. No son ladrones, son
asesinos. No quiero que el prefecto de policía se mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastante rico
para poder excusarme de ser gravoso en esto a su presupuesto.
El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.
-Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito en Auteuil.
-¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? -preguntó Bautista.
-Sí, el portero.
-Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la casa.
-¡Y bien!
-Que podrían robarlo todo sin que el portero oyese el menor ruido.
-¿Y quién?
-¿Quién? Los ladrones.
-Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me importaría menos que si me faltase
lo más mínimo en mi servicio tal cual lo quiero.
Bautista hizo un profundo saludo.
-¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros vengan con vos. Lo dejaréis todo como de
costumbre y únicamente tendréis cuidado de cerrar las ventanas del piso bajo.
-¿Y las del primero?
-Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.
El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro criado más que Alí.
Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de que le siguiese. Salió por
una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y como si fuese a dar un paseo, tomó sencillamente el
camino de París. Al anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.
Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del portero, donde se veía el débil reflejo de
una vela.
Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo descubría, examinó los
árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que se convenció de que no había nadie emboscado.
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Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí, subió por la escalera excusada,
cuya llave tenía, entró en su dormitorio sin descorrer ni una cortina, y sin que el portero pudiera pensar
que había alguien en la casa que él creía vacía en aquel momento.
Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detuviese. Pasó en seguida al gabinete, que
examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre. El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos
vueltas a ésta. Volvió al dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.
Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido, una carabina corta y un par
de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus
manos la vida de cinco hombres.
Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco de pan y un vaso de vino
generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones;
había traido sus armas, y Alí, en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las
que usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que estaba en el dormitorio,
el conde podía ver lo que sucedía en la calle.
Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí, graciüs a su naturaleza casi
salvaje, y el conde a una cualidad adquirida, distinguían en medio de aquella oscuridad tan profunda las
menores oscilaciones de los árboles del jardín. Hacía ya mucho tiempo que no se percibía luz en el cuarto
del portero.
Era de presumir que si se efectuaba el ataque proyectado sería por la escalera, y no por una de las
ventanas. Según las ideas de Montecristo , los malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues,
que se dirigirían al dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.
Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento húmedo del Oeste trajo el sonido
de los tres golpes. Al concluir el tercero, el conde creyó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho.
A este ligero rumor siguieron otros dos. Otro después, y ya el conde estaba seguro de lo que era, cuando
una mano firme y ejercitada se había ocupado en cortar los cuatro lados de uno de los cristales con un
diamante.
Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acostumbrados que estén los hombres al
peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin embargo, en el momento supremo la diferencia que
existe entre el sueño y la realidad, entre el proyecto y la ejecución.
El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro estaba por la parte del despacho, y dio un
paso para acercarse a su amo. Este deseaba con impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.
La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde donde el conde observaba el
despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de
los cristales se oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al suelo. Un
brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se abrió la ventana, entrando por ella
un hombre. Estaba solo.
-He aquí un pillo muy atrevido -pensó Montecristo.
Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste le indicó la ventana de
enfrente, que daba a la calle.
Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sensibilidad de su servidor, y efectivamente,
vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el
interior de la casa.
-Bien -dijo-, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.
Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle, mientras él volvía al del
despacho. El ladrón había entrado y procuraba reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus brazos.
Finalmente, después de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al
acercarse a la del dormitorio, Montecristo creyó que iba a entrar, y preparó una de sus pistolas, pero
pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los cerrojos. Era una medida de precaución
únicamente. El visitante nocturno, que ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda
seguridad y obrar tranquilamente.
El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo puso sobre la mesa y se
dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero
venía prevenido. Pronto oyó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un
manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que los ladrones han dado el
nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les causa el chirrido producido por ellas.
-¡Ah, ah! -díjose a sí mismo Montecristo-, no es más que un ladrón.
Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el instrumento que necesitaba, recurrió al objeto
que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó
la habitación.
-¡Cómo...! -dijo Montecristo retrocediendo con un movimiento de sorpresa-. Es...
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Alí levantó el hacha.
-No lo muevas -le dijo Montecristo muy bajo-, deja el hacha, no tenemos necesidad de armas.
Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando imperceptible, bastó la
exclamación que le arrancara su sorpresa para hacer que el hombre se quedara inmóvil como una estatua.
El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas, descolgó de la pared de la
alcoba un vestido negro y un sombrero triangular. Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y
dobló el cuello de su camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca
tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente, cambiándole en un abate.
El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el conde concluía su
metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.
-Trabaja, que para rato tienes -dijo el conde para sí, pues la cerradura no era de las comunes, y el ladrón
no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.
El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se paseaba inquieto por la calle.
Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el
arrabal de Saint-Honoré, parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde.
Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios entreabiertos, y acercándose a
Alí le dijo:
-Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no lo llamo por lo nombre.
Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obedecería.
Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrón estaba
más atareado con la cerradura, abrió la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano
diese toda de lleno en la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio
cuenta, y con admiración suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de repente.
-Buenas noches, querido señor Caderousse -dijo Montecristo-, ¿qué venís a buscar aquí a esta hora?
-¡El abate Busoni... ! -gritó Caderousse.
Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él había cerrado las puertas,
dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció inmóvil, como herido por un rayo.
El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única
retirada.
-¡El abate Busoni! -exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.
-¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni -respondió Montecristo-, el mismo en persona, y tengo un placer en
que me hayáis reconocido,
mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace
diez años que no nos vemos.
Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.
-¡El abate! ¡El abate! -murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.
-¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? -continuó el fingido abate.
-Señor abate -decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le interceptaba el conde-, os
ruego que creáis..., os juro...
-Un cristal cortado -dijo el conde-, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio
forzado, claro está...
Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por donde escapar.
-Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.
-Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por
los jueces, y por eso me condenaron solamente a galeras.
-Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.
-No, señor abate, hubo uno que me libertó.
-Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.
-¡Ah!, yo había prometido...
-¿Sois un evadido de presidio? -interrumpió Montecristo.
-¡Desdichado de mí! Sí, señor--dijo Caderousse inquieto.
-Mala broma... Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diabolo,
como dicen en mi país.
-Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.
-Todos los criminales dicen lo mismo.
-La necesidad...
-Dejadme --dijo desdeñosamente Busoni-. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un
pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el
joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le
asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?
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-Perdón, señor abate --dijo Caderousse-, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.
-Esto me anima.
-¿Estáis solo, señor abate -preguntó Caderousse-, o tenéis cerca a los gendarmes para prenderme?
-Estoy solo -dijo el abate-, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas
desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.
-¡Ah, señor abate! -exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde-, puedo
llamaros mi salvador.
-¿Decís que os libertaron de presidio?
-Sí, a fe de Caderousse, señor abate.
-¿Y quién fue?
-Un inglés.
-¿Cuál era su nombre?
-Lord Wilmore.
-Lo conozco y sabré si decís la verdad.
-Señor abate, la he dicho.
-¿Este inglés es, pues, vuestro protector?
No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.
-¿Cómo se llama ese corso?
-Benedetto.
-¿Ese será su nombre de pila?
-No tenía otro, era un expósito.
-¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?
-Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?
-Sí.
-Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una...
-¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! -dijo el abate.
-¡Cómo! -dijo Caderousse-, no se puede trabajar, no somos perros.
-Más valen los perros -dijo Montecristo.
-Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos nuestras cadenas con una lima que
nos dio el inglés, y escapamos nadando.
-¿Y qué ha sido de Benedetto?
-No lo sé.
-Debes saberlo.
-No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.
Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció
inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.
-Mientes -dijo Busoni con terrible acento.
-Señor abate...
-¡Mientes! Ese hombre es aún lo amigo, y quizá lo sirvas de e'1 como de un cómplice.
-¡Oh, señor abate... !
_.¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.
-Como he podido.
-¡Mientes! -dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.
Caderousse miró al conde aterrado.
-Has vivido -prosiguió éste- con el dinero que aquel hombre lo ha dado.
-Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.
-¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?
-Hijo natural.
-¿Y quién es ese gran señor?
-El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.
-¿Benedetto, hijo del conde? -respondió Montecristo sorprendido a su vez.
-Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos
todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo el falso abate, que empezaba a comprender-. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?
-Se llama Cavalcanti.
-¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en
matrimonio con la señorita Danglars?
-Exacto.
-¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?
-¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? --dijo Caderousse.
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-Es justo; a mí me toca advertírselo.
-No hagáis eso, señor abate.
-¿Por qué?
-Porque nos haríais perder nuestra suerte.
-¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me haría cómplice de sus engaños y
sus crímenes?
-Señor abate... -dijo Caderousse, aproximándose todavía más.
-Lo diré todo.
-¿A quién?
-Al señor Danglars.
-¡Trueno de Dios! -exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio
del pecho del conde-. ¡Nada dirás, abate!
Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el
pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.
Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció
el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un
agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido,
hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el
pie sobre la cabeza y dijo:
-No sé lo que me detiene, y por qué no lo salto los sesos.
-¡Ay! , perdón, perdón -gritó Caderousse.
El conde retiró el pie y dijo:
-¡Levántate!
Caderousse se levantó.
-¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! -dijo Caderousse tocando su lastimado brazo-, ¡qué
puños!
-¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios.
¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!
-¡Uf! -hizo Caderousse, con el brazo dolorido.
-Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.
-No sé escribir, señor abate.
-Mientes. Toma esa pluma y escribe.
Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:
«Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un
antiguo forxado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58.
Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus
padres.»
-Ahora firma -continuó el conde.
-¿Pero es que queréis perderme?
-¡Majadero! Si quisiera perderte lo llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que
cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.
Caderousse firmó.
-El sobre. Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaussée d'Antin.
Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.
-Está bien -dijo- Ahora vete.
-Por dónde.
-Por donde has venido.
-¿Queréis que salte por la ventana?
-Por ella entraste.
-¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?
-Imbécil, ¿qué quieres que medite?
-¿Por qué no me abrís la puerta?
-¿Y para qué despertar al portero?
-Decidme que no queréis matarme.
-Quiero lo que Dios quiere.
-Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.
-Eres infame y cobarde.
-¿Qué queréis hacer de mí?
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-Eso mismo es lo que yo lo pregunto: Quise hacer de ti un hombre honrado y dichoso, y sólo he hecho
un asesino.
-Señor abate -dijo Caderousse-, haced la última prueba.
-Sea-dijo el conde-, sabes que soy hombre de palabra.
-Sí -dijo Caderousse.
-Si vuelves a lo casa sano y salvo...
-¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?
-Si vuelves a lo casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde
fueses, si lo conduces con honradez, lo haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a lo
casa sano y salvo...
-¡Y bien! -preguntó Caderousse estremeciéndose.
-Creeré que Dios lo ha perdonado y lo perdonaré también.
-Como soy cristiano -balbuceó Caderousse retrocediendo-, que me hacéis morir de miedo.
-Anda, vete -dijo el conde señalándole la ventana.
Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la
escala. Detúvose temblando.
-Ahora baja-dijo el abate cruzándose de brazos.
Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía
distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.
-¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?
-Apago la vela.
Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente
seguro.
Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a
Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extremidad
del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que
parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el
que Caderousse iba a bajar.
Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro
para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.
La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al
otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la
escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una
vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de
la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que
hubiese podido defenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la
escala gritando:
-¡Socorro!
Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:
-¡Al asesino!
Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho.
Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente
de sangre.
Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos
cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.
Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y
haciendo el último esfuerzo, gritó:
-¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!
La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la
escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde
se hallaba el herido.
Caderousse continuaba gritando con triste voz:
-Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!
-¿Qué ocurre? -preguntó Montecristo.
-Socorredme repetía Caderousse-, me han asesinado.
-Aquí estamos, ¡valor!
-¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de
sangre!
Y se desmayó.
Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una
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habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reconoció las tres terribles heridas que le
habían infligido.
-¡Dios mío! -dijo- Vuestra venganza se retrasa algunas veces, pero entonces parece que baja del cielo
más completa.
Alí miró a su amo como preguntándole lo que debía hacer.
-Ve a buscar al procurador del rey, señor de Villefort, que vive en el arrabal de Saint-Honoré, y ruégale
de mi parte venga al instante. De paso despertarás al portero y le dirás que vaya inmediatamente a buscar
un facultativo.
Alí obedeció y dejó al abate a solas con Caderousse, que continuaba desmayado. Cuando abrió los ojos,
el conde, sentado a corta distancia, le miraba con una tierna expresión de piedad, y según el movimiento
de sus labios, parecía rezar algunas oraciones.
-Un cirujano, señor abate, un cirujano -dijo Caderousse.
-Ya han ido a buscar uno.
-Bien sé que es inútil, las heridas son mortales, pero podrá prolongar mi existencia y darme tiempo para
declarar.
-¿Sobre qué?
-Sobre mi asesino.
-Entonces, ¿lo conocéis?
-¡Sí que le conozco!, sí. Es Benedetto.
-¿El joven corso?
-El mismo.
-¿Vuestro compañero?
-Sí; después de haberme dado el plano de la casa del conde, creyendo sin duda que yo le mataría, y así
sería más pronto su heredero, o que el conde me mataría, y así se libraría más pronto de mí, me ha
esperado en la calle y me ha asesinado.
-He enviado también a buscar al procurador del rey.
-Llegarán demasiado tarde. Siento que toda mi sangre se pierde.
-Esperad -dijo Montecristo.
Salió y entró a los cinco minutos con un frasco.
Los ojos del moribundo permanecían fijos en aquella puerta por la que adivinaba que debía llegarle
algún socorro.
-Pronto, señor abate, ¡pronto!, voy a desmayarme de nuevo.
Montecristo se acercó. Vertió tres o cuatro gotas del licor entre los labios amoratados del herido. Este
dio un suspiro.
-¡Ah! -dijo- Me habéis dado la vida, aún... aún...
-Dos gotas más de este licor os matarían -respondió el abate.
-¡Oh!, que venga, pues, cualquiera a quien yo pueda denunciar a ese miserable.
-¿Queréis que escriba vuestra declaración y vos la firmaréis?
-Sí, sí -dijo Caderousse, cuyos ojos brillaron con la esperanza de una venganza póstuma. Y Montecristo
escribió:
«Muero asesinado por el corso Benedetto, mi compañero de cadena en Tolón con el número 59.»
-Daos prisa -dijo Caderousse-; si no, no podré firmar.
Montecristo presentó una pluma a Caderousse, el cual firmó, y se dejó caer de nuevo sobre la cama,
diciendo:
-Contaréis lo demás, señor abate; diréis que se hace llamar Cavalcanti, que vive en la fonda del
Príncipe, y que... ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Me muero... !
Caderousse volvió a desmayarse. El abate le hizo aspirar el espíritu del licor contenido en el frasco, y el
herido abrió los ojos.
Sus deseos de venganza no le habían abandonado durante su desmayo.
-¡Ah! Lo diréis todo. ¿Verdad, señor abate?
-Todo, sí, y otras muchas cosas.
-¿Qué diréis?
-Diré que seguramente os dio el plano de esta casa con la esperanza de que el conde os mataría. Que
previno al conde por medio de una carta, que hallándose ausente la recibí yo, y que he velado
esperándoos.
-Y le guillotinarán, ¿no es verdad? -dijo Caderousse-, le guillotinarán, ¿me lo prometéis? Muero con
esa esperanza, y ella me ayuda a morir.
-Diré -continuó el conde- que llegó detrás de vos, que os esperó, y que cuando os vio salir corrió a la
esquina del muro, desde el sitio en que se había ocultado.
-¿Habéis visto todo eso?
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-Recordad mis palabras: «Si entras en lo casa sano y salvo, creeré que Dios lo ha perdonado, y lo
perdonaré.»
-¡Y no me habéis advertido! -exclamó Caderousse procurando incorporarse sobre el codo-. ¿Sabíais que
iban a asesinarme al salir de aquí y no me habéis advertido?
-No; porque en la mano de Benedetto veía el brazo de Dios, y hubiera creído cometer un sacrilegio
oponiéndome a las intenciones de la Providencia.
-La justicia de Dios..., no me habléis de ella, señor abate. Si existiese la justicia de Dios, muchos hay
que merecen ser castigados, y no lo son.
-¡Paciencia! -dijo el abate con un tono que hizo estremecer al herido-, ¡paciencia!
Caderousse le miró espantado.
-Además, Dios es misericordioso para con todos -dijo el abate-, como lo ha sido contigo. Es padre antes
de ser juez.
-¡Ah! -dijo Caderousse-. ¿Creéis en Dios?
-Si hubiese tenido la desgracia de no creer en El hasta el presente -dijo Montecristo-, creería ahora, al
verte a ti.
Caderousse levantó los puños cerrados, amenazando al Cielo.
-Escucha -dijo el abate, extendiendo la mano sobre el herido como para comunicarle su fe-. He aquí lo
que ha hecho por ti ese Dios que rehúsas reconocer en tus últimos momentos. Te había dado salud,
fuerzas y ocupación, amigos, y en fin, la vida se lo presentaba tal cual puede desearla el hombre cuya
conciencia está tranquila. En lugar de aprovechar estos dones que el Señor rara vez concede con toda su
plenitud, he aquí lo que has hecho. Te has entregado a la pereza, a la borrachera y has vendido a uno de
tus mejores amigos.
-¡Auxilio! -gritó Caderousse-. No necesito un sacerdote, sino un cirujano. Puede que no esté herido de
muerte, que no vaya a morir aún, y pueda salvarme.
-Tus heridas son mortales y de tal naturaleza, que sin las tres gotas de licor que lo he dado hace un
momento ya habrías expirado. Escucha, pues.
-¡Ah! -murmuró Caderousse-, pues sois buen sacerdote; desesperáis a los moribundos en vez de
consolarlos.
-Óyeme bien -continuó el abate-. Cuando vendiste a lo amigo, empezó Dios, no por castigarte, sino por
advertirte. Caíste en la miseria y tuviste hambre, pasaste la mitad de lo vida codiciando lo que hubieras
podido adquirir, y ya pensabas en el crimen, dándote a ti mismo la disculpa de la necesidad, cuando Dios
obró un milagro, cuando Dios lo envió por mi mano, cuando más miserable estabas, una fortuna inmensa
para ti, que nada habías poseído. Pero esta fortuna inesperada a inaudita lo parece insuficiente desde el
momento en que empiezas a poseerla. Quieres doblarla. ¿Y por qué medio? Por el del asesinato. La
doblas, pero Dios lo la arranca, conduciéndote ante la justicia humana.
-No soy yo -dijo Caderousse- quien quiso asesinar al judío, fue la Carconte.
-Sí -dijo Montecristo-; Dios, siempre misericordioso, permitió que los jueces se apiadasen de ti y no lo
quitasen la vida.
-Para enviarme a presidio por toda la vida. ¡Vaya una gracia...!
-¡Por tal la tuviste, miserable! Tu corazón cobarde, que temblaba ante la muerte, saltó de alegría cuando
supiste que estabas condenado a perpetua afrenta, porque dijiste, como todos los presidiarios: El presidio
tiene puertas, pero la tumba no. Y tenías razón, porque las puertas del presidio se abrieron para ti de un
modo inesperado. Un inglés llega a Tolón, había hecho voto de librar a dos hombres de la ignominia. Tú
y lo compañero fuisteis los elegidos. Otra fortuna cae como llovida del cielo para ti. Encuentras dinero y
tranquilidad al mismo tiempo. Puedes empezar a vivir otra vez como los demás hombres, cuando estabas
condenado a arrastrar la penosa existencia de los presidiarios. Pero por tercera vez, miserable, lo pones a
tentar a Dios. No tengo bastante -dijiste-, cuando nunca habías poseído tanto, y cometes otro crimen sin
motivo, y que no tiene disculpa. Dios se ha cansado. Dios lo ha castigado.
Caderousse se iba debilitando por momentos.
-¡Quiero beber! -dijo-, tengo sed..., me abraso.
Montecristo le dio un vaso de agua.
-¡Infame Benedetto! -dijo Caderousse devolviendo el vaso-. ¿Y él escapará?
-Nadie escapará, Caderousse. Yo lo lo prometo. También Benedetto será castigado.
-Entonces -dijo Caderousse- también vos seréis castigado. Porque no habéis cumplido con los deberes
que vuestro ministerio os impone..., debíais haber impedido que Benedetto me asesinase.
-¡Yo! -dijo el conde con una sonrisa que heló de espanto al moribundo-. ¿Cómo querías que impidiese
que Benedetto lo matara, cuando acababas de romper lo puñal contra la cota de malla que resguardaba mi
pecho? Quizá lo hubiera evitado si lo hubiese encontrado humilde y arrepentido. Pero lo encontré
orgulloso y sanguinario, y dejé que se cumpliese la voluntad de Dios.
-¡No creo en Dios! -aulló Caderousse-, y tú tampoco crees en El... ¡Mientes, mientes!
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-Calla -dijo el abate-, porque obligas a salir de lo cuerpo las últimas gotas de sangre que lo quedan.
¡Ah!, no crees en Dios, y mueres herido por Dios. ¡Ah!, no crees en Dios, y Dios, que sólo exige una
súplica, una palabra, una lágrima para perdonar... Dios, que podía dirigir el puñal del asesino de modo
que expirases en el acto..., lo concedió un cuarto de hora para arrepentirte... ¡Vuelve en ti, desventurado, y
arrepiéntete!
-No -dijo Caderousse-, no me arrepiento; no hay Dios, no hay Providencia, no hay más que casualidad.
-Hay una Providencia, hay un Dios -dijo Montecristo-, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado,
desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo
Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de lo corazón.
-Pues entonces, ¿quién sois vos? -preguntó Caderousse clavando sus moribundos ojos en el conde.
-¡Mírame bien! -dijo Montecristo cogiendo la bujía y acercándosela a la cara.
-El abate..., el abate Busoni...
Montecristo se quitó la peluca que le desfiguraba y dejó caer los hermosos cabellos que enmarcaban su
pálido rostro.
-¡Oh! -exclamó Caderousse aterrado-, si no fuese por esos cabellos negros, diría que sois el inglés, diría
que sois lord Wilmore.
-No soy ni el abate Busoni, ni lord Wilmore -dijo Montecristo-. Mírame con mayor atención, mira más
lejos, mira en tus primeros recuerdos.
Tenían estas palabras del conde tal majestuosa entonación, que por última vez reanimaron los apagados
sentidos de Caderoussè.
-¡Oh!, en efecto -dijo-, me parece que os he visto, que os he conocido en otro tiempo.
-Sí, Caderousse, sí; me has visto. Sí; me has conocido.
-Entonces, ¿quién sois?, y si me habéis visto, si me habéis conocido, ¿por qué me dejáis morir?
-Porque nada puede salvarte, Caderousse. Porque tus heridas son mortales. Si hubiera sido posible
salvarte, yo habría visto en ello otra misericordia del Señor, y por la tumba de mi padre lo juro que hubiera
tratado de volverte a la vida y al arrepentimiento.
-¡Por la tumba de lo padre! -dijo Caderousse reanimado sobrenaturalmente a incorporándose para ver
más de cerca al que acababa de proferir ese juramento sagrado para todos los hombres-. ¡Ah! ¿Y quién
eres? ¿Quién eres?
-Soy... -le dijo al oído-,soy...
Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el
mismo conde temía oírla.
Caderousse, que se había incorporado, extendió los brazos, hizo un esfuerzo para retroceder, y luego
juntando las manos y levantándose, haciendo un esfuerzo supremo, dijo:
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, perdonadme si existís, y sois el padre de los hombres en el cielo y su juez
en la tierra. ¡Dios mío, Señor, por largo tiempo os he conocido! ¡Perdonadme, Señor! ¡Recibid mi alma!
Y cerrando los ojos, Caderousse cayó de espaldas, exhalando el último suspiro.
La sangre se heló en la abertura de sus heridas. Había muerto.
-¡Uno! -dijo misteriosamente el conde, con los ojos clavados en el cadáver, ya desfigurado por una
muerte tan horrible.
Diez minutos después llegaron el médico y el procurador del rey, conducidos, uno por el conserje y el
otro por Alí. Fueron recibidos por el abate Busoni, que estaba orando al lado del muerto.
Durante quince días, el tema predilecto de las conversaciones de París, fue la tentativa de robo tan
audaz hecha en casa del conde; el moribundo había firmado una declaración en la que señalaba a Benedetto
como su asesino. La policía se encargó de la persecución del matador y lanzó contra él todos sus
agentes.
El cuchillo de Caderousse, la linterna sorda, el manojo de ganzúas y los vestidos, menos el chaleco, que
no pudo hallarse, fueron depositados en la comisaría. El cadáver se transportó a la Morgue.
El conde decía a todos que esta aventura había sucedido mientras él estaba en su casa de campo de
Auteuil, y que solamente sabía lo que le había contado el abate Busoni, que aquella noche, por una feliz
coyuntura, le había pedido permiso para pasarla en su biblioteca, buscando varios libros raros que tenía en
ella. Bertuccio palidecía cada vez que se nombraba en su presencia a Benedetto, pero nadie tenía motivo
para sospechar de su palidez.
Villefort, llamado para verificar la existencia del crimen, habíase encargado del asunto y proseguía la
instrucción con la celeridad y el empeño que tenía en todas las causas criminales. Más de tres semanas
habían transcurrido sin que las diligencias más activas produjesen resultados y empezaba ya a olvidarse la
tentativa de robo y el asesinato del ladrón por su cómplice, para ocuparse del próximo enlace de la
señorita Danglars con el conde Cavalcanti. El joven era ya recibido en casa del banquero como su futuro
yerno.
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Se había escrito al señor Cavalcanti padre, que contestó aprobando este matrimonio, y diciendo sentía
infinito que su servicio le impidiese ausentarse de Parma, por lo que se vería precisado a privarse del
placer de asistir al acto de su celebración. Al mismo tiempo declaraba estar pronto a entregar el capital de
los ciento cincuenta mil francos de renta.
Se había convenido ya en que los tres millones se colocasen en casa del señor Danglars, el cual los
haría producir. Varias personas procuraron infundir sospechas en el joven, sobre la sólida posición de su
futuro suegro que había sufrido en la bolsa pérdidas de consideración, pero con un desinterés y confianza
sublimes, desdeñó los avisos, teniendo la delicadeza de no decir una palabra sobre ellos al señor Danglars.
Así es que el barón adoraba al conde Cavalcanti.
No le sucedía lo mismo a la señorita Eugenia Danglars. Su aborrecimiento instintivo al matrimonio le
hizo acoger a Andrés como un medio para alejar a Morcef, y ahora que Andrés se formalizaba, sen-
tía hacia él una visible repugnancia. Quizás el barón se dio cuenta de ello, pero no pudiendo atribuirlo
más que a un capricho, hizo como si no lo conociese.
Con todo, el retraso pedido por Beauchamp, había tocado casi a su término. Morcef, por su parte, podía
apreciar lo que valían los consejos de Montecristo. Cuando éste le dijo que dejase que las cosas
marcharan por sí mismas, nadie había sospechado todavía del general, nadie había reconocido en el
oficial que entregó el castillo de Janina, al noble conde que se sentaba en la Cámara de los Pares.
Alberto no por esto se creía menos insultado, porque la intención de la ofensa existía ciertamente en las
pocas líneas que le habían herido. Además, el modo con que Beauchamp había puesto fin a su entrevista,
había dejado un recuerdo muy amargo en su corazón. Acariciaba, pues, con toda su voluntad, la idea de
un duelo, del que pensaba, si Beauchamp consentía, ocultar la causa aun a sus testigos.
No se había vuelto a ver a Beauchamp desde el día de la visita que le hizo Alberto, y a cuantos
preguntaban por él se les respondía que estaba ausente por unos días. ¿Dónde había ido? Nadie lo sabía.
Una mañana, Alberto vio entrar a su ayuda de cámara, que le anunció a Beauchamp. Estaba aún medio
dormido, se frotó los ojos, dio orden para que introdujesen a Beauchamp en el salón del piso bajo,
rogándole esperase un momento. Vistióse de prisa y bajó.
Le halló paseando de un lado a otro del salón, pero al ver a Alberto se detuvo.
-El paso que dais presentándoos en mi casa, sin esperar a que hubiese ido a la vuestra, como me
proponía hacerlo hoy, me parece de buen agüero -dijo Alberto-. Veamos, decidme pronto, ¿debo alargaros
la mano diciéndoos: Beauchamp, confesad vuestra falta y seamos amigos? ¿O debo preguntaros
cuáles son las armas que habéis escogido?
-Alberto -respondió éste con una tristeza que llenó de asombro al joven-, sentémonos y hablemos.
-Creo, caballero, que antes de sentaros debéis responderme.
-Alberto -dijo el periodista-, hay circunstancias en que la dificultad consiste cabalmente en la respuesta.
-Yo os haré que sea fácil, repitiéndoos la pregunta: ¿Queréis retractaros? Sí o no.
-Morcef, no puede uno contentarse con responder sí o no a las preguntas que interesan al honor, la
posición social y la vida de un hombre como el señor teniente general conde de Morcef, par de Francia.
-¿Qué es entonces lo que se dice?
-Lo que yo voy a decir, Alberto, se dice: el dinero, el tiempo y la fatiga son nada, cuando se trata de la
reputación a intereses de una familia. Se dice: es necesario más que probabilidades, es menester certezas,
para aceptar un duelo a muerte con un amigo. Se dice: si cruzo la espada, o disparo una pistola sobre un
hombre a quien durante tres años he apretado la mano como a un amigo, es necesario al menos que sepa
por qué lo hago, para poder llegar sobre el terreno con el corazón en reposo, y la tranquilidad de
conciencia de que el hombre necesita cuando su brazo debe salvar su vida.
-¡Y bien! ¡Y bien! ¿A qué viene todo eso?
-Eso quiere decir que acabo de llegar de Janina.
-¿De Janina, vos?
-Sí, yo.
-Imposible.
-Mi querido Alberto, aquí tenéis mi pasaporte, ved los refrendos, Génova, Milán, Venecia, Trieste,
Delvino, Janina: ¿Creeréis a la policía de una república, un reino y un imperio?
Alberto bajó los ojos sobre el pasaporte y los levantó sorprendido sobre Beauchamp.
-¿Habéis estado en Janina? -dijo.
-Alberto, si hubieseis sido un extranjero, un desconocido, un simple lord como aquel inglés que vino a
exigirme una satisfacción hace tres o cuatro meses, y a quien maté para desembarazarme de él, no me
hubiese tomado, como conocéis, tanto trabajo, pero he creído que os debía esta consideración. He
empleado ocho días en ir, ocho en volver, cuatro de cuarentena y cuarenta y ocho horas que he permanecido
en Janina. Llegué anoche y aquí me tenéis ahora.
-¡Dios mío! ¡Dios mío!, cuántos circunloquios, Beauchamp, y cuánto tardáis en decirme lo que espero
de vos.
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-Es que, en verdad, Alberto...
-Diría que titubeáis.
-Sí, tengo miedo.
-¿Teméis confesar que vuestro corresponsal os engañó? ¡Oh!, dejad el amor propio, Beauchamp,
confesadlo, nadie puede dudar de vuestro valor.
-¡Oh!, no es eso-dijo el periodista-, al contrario...
Alberto palideció horriblemente, procuró hablar, pero la palabra expiró en sus labios.
-Amigo mío -dijo Beauchamp con el tono más afectuoso-, creed que me consideraría dichoso al
presentaros mis excusas, y que lo haría de todo corazón, pero desgraciadamente...
-¿Pero qué?
-La nota tenía razón, amigo mío.
-¡Cómo! ¿Ese oficial francés...?
-Sí.
-Ese Fernando...
-Sí.
-El traidor que entregó las fortalezas del hombre a quien servía...
-Perdonadme sí os digo lo mismo que vos decís: ¡Ese hombre... es vuestro padre!
Furioso, hizo Alberto un movimiento para lanzarse contra Beauchamp, pero éste le contuvo, más con su
dulce sonrisa, que con el brazo que extendió hacia él.
-Tomad, amigo mío -dijo-, ved ahí la prueba.
Y le entregó un papel que había sacado de su bolsillo.
Alberto lo abrió. Era una declaración de cuatro habitantes de los más notables de Janina, asegurando
que el coronel Fernando Mondego, coronel instructor al servicio del visir Alí-Tebelín, había entregado el
castillo de Janina por la cantidad de dos mil bolsas. Las firmas estaban legalizadas por el cónsul.
Alberto cayó aterrado sobre un sillón. Esta vez no le cabía la menor duda, su apellido se hallaba escrito
con todas sus letras. Así es que después de un momento de doloroso silencio, su corazón se oprimió, las
venas de su cuello se hincharon extraordinariamente, y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.
Beauchamp, que había mirado con profunda compasión al joven, se acercó a él y cediendo al dolor, le
dijo:
-Alberto, me comprendéis ahora, ¿no es verdad? He querido verlo todo y juzgar por mí mismo,
esperando que la explicación sería favorable a vuestro padre, y que yo podría hacerle justicia. Pero, por el
contrario, todos los que me han informado aseguran que ese oficial instructor, ese Fernando Mondego,
elevado por Alí-Bajá al título de general gobernador, es el mismo que hoy se llama el conde Fernando de
Morcef. Entonces he corrido a vos, recordando que hace tres años me dispensasteis el honor de llamarme
vuestro amigo.
Alberto, hundido en un sillón, ocultaba sus ojos con las manos, como si quisiese impedir que penetrase
hasta ellos la claridad del día.
-He corrido a vos -continuó Beauchamp- para deciros: Alberto, las faltas de nuestros padres en estos
tiempos de acción y de reacción, no pueden llegar hasta sus hijos; pocos han atravesado la revolución, en
medio de la cual hemos nacido, sin que su uniforme de soldado o su toga de juez hayan sido manchados
de lodo o sangre. Alberto, ahora que tengo todas las pruebas, ahora que soy dueño de vuestro secreto,
nadie en el mundo puede obligarme a un combate que estoy seguro que vuestra conciencia os echaría en
cara coma un crimen, pero lo que podéis exigir de mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que desaparezcan
estas pruebas, estas revelaciones, estas declaraciones que yo sólo poseo? ¿Este espantoso secreto, queréis
que permanezca oculto entre los dos? Confiad en mi palabra de honor. Nunca saldrá de mis labios. Decid,
Alberto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo queréis, amigo mío?
-¡Ah! ¡Noble corazón! -exclamó Alberto, dando un abrazo a Beauchamp.
-Tomad -dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto
-Vamos -dijo Beauchamp, cogiéndole ambas manos-. Anima, amigo mío.
-¿Pero de dónde salió era primera nota inserta en vuestro periódico? -dijo Alberto-. Hay en todo esto un
odio secreto, un enemigo invisible.
-Y bien -dijo Beauchamp-, razón de más. Alberto, que desaparezcan de vuestro rostro todas las señales
de conmoción. Llevad este dolor dentro de vos, como la nube lleva en su seno la desolación y la muerte.
Secreto fatal que sólo se conoce cuando se desencadena la tempestad. Reservad vuestras fuerzas, amigo
mío, para aquel momento, si llegase.
-¿Pero creéis que no hemos concluido aún? -dijo Alberto.
-Yo nada creo, amigo mío, pero al fin todo es posible. Este los recibió con mano convulsiva, los apretó,
los iba a romper, pero temiendo que el viento se llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día a
darle en la frente, se fue a la bujía que ardía y quemó hasta el último fragmento.
-¿Qué? -preguntó Alberto, viendo que Beauchamp titubeaba.
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-¡Querido amigo! ¡Excelente amigo! -exclamaba Alberto, -¿Pensáis todavía casaros con la señorita de
Danglars?
-¿Por qué me hacéis esta pregunta en este momento, Beauchamp?
-Porque creo que la consumación de este matrimonio tiene relación con el objeto que nos ocupa en este
instante.
No -dijo Alberto-, mi matrimonio se ha deshecho.
-Y bien -dijo Beauchamp-, ¿qué más hay aún?
-Hay -respondió Alberto- una cosa que ha destrozado mí corazón. Escuchadme, Beauchamp, no se
separa uno así, en un momento, de aquella confianza, de aquel orgullo que inspira a un hijo el nombre sin
mancha de su padre. ¡Ay, Beauchamp, Beauchamp! ¿Cómo me acercaré yo ahora al mío? ¿Retiraré mi
frente cuando acerque a ella sus labios, mi mano cuando la suya vaya a tocarla? Creedme, soy el más
desgraciado de los hombres. ¡Ah, mi madre, mi pobre madre! -dijo Alberto fijando sus ojos llenos de
lágrimas en el retrato de su madre.
-Alberto -le dijo-, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón
o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros
asuntos y yo a los míos.
-Con mucho gusto -dijo Alberto-, pero salgamos a pie, me parece que el cansancio me hará bien.
-Sea -dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la
Magdalena.
-Ya que estamos en camino -dijo Beauchamp-, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un
hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas
que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.
-De acuerdo -respondió Alberto-, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.
Capítulo tercero
El viaje
El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.
-Sí -dijo Beauchamp--, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se
renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.
-Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana
peor de mi vida.
-¿Qué hacéis? -dijo Alberto-, me parece que arregláis vuestros papeles.
-Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo
ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.
-¿Del señor Cavalcanti? -preguntó Beauchamp.
-¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? -dijo Morcef.
-No, no -respondió Montecristo-; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que
a otro cualquiera.
-Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars -continuó Alberto procurando sonreírse-, y lo
podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.
-¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? -preguntó Beauchamp.
-¿Pero es que llegáis del fin del mundo? -dijo Montecristo-; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo
París habla de eso.
-¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?
-¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios!
No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre
la mano de la joven.
-¡Ah! lo comprendo -dijo Beauchamp-; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?
-¿Por mi causa? -dijo el joven-, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que
desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha
sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.
-Escuchad -dijo Montecristo-, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado
mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo
ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera
su libertad.
-¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?
-¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y
de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars,
pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia
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sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o
perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por
más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante;
pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles;
helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.
-Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?
-¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me
ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle,
que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis
enamorado de la señorita de Danglars?
-No -dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.
-Pero, en fin -continuó Montecristo-, no estáis en vuestro estado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.
-Tengo jaqueca -dijo Alberto.
-Pues bien, mi querido vizconde -dijo Montecristo-, tengo entonces un remedio infalible que
proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.
-¿Cuál? -preguntó el joven.
-Un viaje.
-¿De veras? -dijo Alberto.
-Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?
-¿Vos contrariado, conde? -dijo Beauchamp-, ¿y por qué?
-Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.
-¡Una instrucción...! ¿Qué instrucción?
-¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del
presidio de Tolón, según parece.
-¡Ah!, es verdad -dijo Beauchamp-, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?
-Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el
señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha
encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto
de policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían
a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del
señor Caderousse, y el resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino
de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de
abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de
buena gana.
-Con mucho gusto.
-¿Entonces es cosa hecha?
-Sí; pero ¿adónde vamos?
-Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por orgulloso que el hombre
sea, se siente humillado y pequeño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mundo como
a Augusto.
-Pero ¿adónde vais?
-Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los brazos del viejo Océano, y
me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azulado
vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.
-Vamos, conde, vamos.
-¿Al mar?
-Sí.
-¿Aceptáis?
-Desde luego, acepto.
-Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno
recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp,
caben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.
--Gracias, vengo del mar.
-¡Cómo! ¿Que venís del mar?
-Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.
-¡Qué importa!, venid -dijo Alberto.
-No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además
-añadió bajando la voz-, conviene que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las
comunicaciones que puedan hacerse al periódico.
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-¡Ah!, sois un excelente amigo -dijo Alberto-; vigilad, mi querido Beauchamp, y procurad descubrir al
enemigo a quien debemos esta fatal revelación.
Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dijeron cuanto delante de un extraño no
podían pronunciar sus labios.
-Excelente joven es este Beauchamp -dijo Montecristo después que se marchó el periodista-. ¿Verdad,
Alberto?
-¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alina; pero ya que estamos solos,
aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde vamos?
-A Normandía, si os parece.
-¿Estaremos completamente en el cameo, sin sociedad, sin vecinos?
-Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.
-Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.
-Pero -dijo Montecristo-, ¿os permitirán venir?
-¿Cómo?
-Venir a Normandía.
-¡A mí! Soy completamente fibre.
-Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.
-¡Y bien!
-¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo... !
-Poca memoria tenéis, conde.
-¿Por qué?
-Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.
-Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno
era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.
-Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer...
-Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.
-Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para
siempre.
-¡Ah! -dijo suspirando Montecristo-, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto
particular y no la más pura indiferencia?
-Oídme bien -respondió Morcef-, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy
superior.
-¡Oh!
-Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no
hace sino hablarme de vos.
-¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?
-Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que lo quiera.
Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.
-¡Ah! , verdaderamente -dijo.
-De suerte que -continuó Alberto-, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que
entra en las recomendaciones que me hace diariamente.
-Id, pues -dijo Montecristo-, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la
una, a más tardar.
-¡Cómo! ¿A Treport?
-A Treport o a sus cercanías.
-¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?
-Y aún es mucho -dijo Montecristo.
-Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de
los trenes, lo que en Francía no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.
-Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá, sed puntual.
-Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.
-Hasta las cinco, pues.
-Hasta las cinco.
Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un instante pensativo y como
absorto en una profunda meditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apartar una
molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.
Entró Bertuccio.
-Señor Bertuccio -le dijo-, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta
tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado;
haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.
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Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las seis en punto pasaría la
silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en relevo, de
suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.
Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición.
Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un
modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:
-Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas, que corren solamente dos
leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro,
de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos,
sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con postillones y
caballos míos. ¿No es así, Alí?
Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los
caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.
El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al verlo pasar. Alí se sonreía mostrando
sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuyas
bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara
negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levantaban los
caballos, el genio del simún o el dios del huracán.
-He aquí un placer que no conocía -dijo Morcef, y desaparecieron de su frente las últimas señales de
tristeza-. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? -preguntó al conde-, ¿los habéis criado ex
profeso?
-Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental, famoso por la ligereza: lo
compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar
revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la
frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.
-¡Es admirable... ! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos caballos?
-Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o
cuarenta mil francos en ellos.
-Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.
-Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para pagarlos y que lo volverá a llenar
administrando a sus súbditos la bastonada en la planta de los pies.
-¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?
-Decid.
-Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.
-Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.
-¿Es posible? -preguntó el joven-. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi querido conde, me contáis cosas
maravillosas, casi increíbles.
-Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un
mayordomo roba, ¿por qué lo hace?
-Porque tal es la condición de todos ellos, según creo -dijo Alberto.
-Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él y su familia; roba
principalmente porque no tiene la certeza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir.
Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener
que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.
-¿Por qué?
-Porque no encontraré otro tan bueno.
-No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.
-¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien tengo derecho de vida y
muerte.
-¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?
-Sí -respondió con frialdad el conde.
Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje
continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta
y ocho leguas en ocho horas.
Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto
a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.
A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el
criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la
delantera, servía al conde.
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Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas, melancólico y triste; al
levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía
perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.
En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que
llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una
cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la
pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infame antes, que
su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se
ocultaba en los antecedentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.
En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían
súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se detenía,
se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se
acostumbraba cualquiera a ellas.
Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios necesarios a un cazador; una
pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses,
grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los
rutinarios franceses.
Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente; mataron una docena de
faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.
Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para
Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de
un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró
por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por
no causar tantas molestias a Montecristo.
-¡Florentín, aquí! -gritó levantándose apresurado-. ¿Está mala mi madre?
Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder
respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un
periódico.
-¿De quién es esa carta? -inquirió Alberto.
-Del señor Beauchamp -respondió Florentín.
-¿Es Beauchamp el que os ha enviado?
-Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un
caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.
Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglones, lanzó un grito y cogió el
periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a
caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.
-Pobre joven -dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión-. Está
escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.
Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó leyendo, separando con la mano los
cabellos que cayeron sobre su frente bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.
-Florentín -dijo-, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino de París?
-Es un mal jaco de posta y está desherrado.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?
-Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp encontré a la señora llorando, me
llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor
Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:
-Id, Florentín, y que vuelva pronto.
-Sí, madre mía, sí -dijo Alberto-, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame... ! Pero lo primero es
pensar en volver -y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.
No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste
metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la
cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.
-Conde -dijo-, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella
más tiempo, pero me es preciso volver a París.
-¿Pues qué ha ocurrido?
-Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa
que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.
-Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a
caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.
-No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.
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Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la
puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana,
gritando:
-Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.
Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.
-Gracias --dijo el joven montando a caballo-, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín.
¿Qué debo decir para que continúen dándome caballos?
-Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente otro.
Alberto iba a partir, pero se detuvo.
-Pensaréis que mi viaje es extraño -dijo el joven-, no comprenderéis cómo algunas líneas escritas en un
periódico han podido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien -añadió dándole el periódico-,
leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.
Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que admirado de que hubiese
jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.
Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de compasión indefinible, y
cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:
El oficial francés al servicio de Alí-Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y
que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba,
efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a
su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.
Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de los Pares.
Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan generosamente aparecía
como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la
salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.
Capítulo cuarto
El juicio
Serían las ocho de la mañana cuando cayó Alberto como un rayo en casa de Bqauchamp. El ayuda de
cámara estaba avisado, a introdujo a Morcef en el cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.
-¡Y bien! -le dijo Alberto. ,
-Os estaba esperando, amigo mío -contestó Beauchamp.
-Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y demasiado noble para
sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto; no, amigo mío. Además, el mensaje que me
habéis enviado es una garantía del aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en
preámbulos, ¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?
-Os diré lo que sé.
-Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable traición con todos sus
pormenores.
Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos que vamos a referir con toda
su sencillez.
La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en EL Imparcial y en otro periódico, y lo que
es más todavía, en un periódico muy conocido por pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando
cuando leyó el artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar
marchó a la redacción del diario ministerial.
Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del periódico acusador, Beauchamp,
como sucede algunas veces, y aun diremos siempre, era íntimo amigo suyo.
Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que estaba leyendo con la mayor
complacencia su articulito sobre el azúcar de remolacha, que probablemente sería de su cosecha.
-¡Ah! -dijo Beauchamp-, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico, querido ***, excuso deciros a
qué vengo.
-¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? -preguntó el director del periódico ministerial.
-No -contestó Beauchamp-, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo por otro asunto.
-¿Cuál?
-Por el artículo acerca de Morcef.
-¡Ah! , ya: ¿no es verdad que es bastante curioso?
-Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de dudoso resultado.
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-No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos justificativos, y estamos
perfectamente convencidos de que el señor de Morcef no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un
bien al país al denunciarle a los miserables, indignos del honor que se les hace.
Beauchamp quedó desconcertado.
-¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? -preguntó-, porque mi periódico, que fue el
primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por falta de pruebas, y sin embargo, estamos más
interesados que vos en arrancar la máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros
representamos la oposición.
-¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido él a buscarnos. Un hombre
que acaba de llegar de Janina nos trajo ayer todos esos documentos, y como manifestásemos algún reparo
en insertar la acusación, nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie
sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos desperdiciarla. El golpe está bien
dado; es terrible y resonará en toda Europa.
Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a la desesperada para enviar
un correo a Morcef.
Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir fue posterior a la salida
del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los Pares, se había notado una extraordinaria agitación.
Los pares iban llegando antes de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la
atención pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.
Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se suscitaban iban precisando
cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era querido de sus colegas. Como todos los que han
salido de la nada, para conservarse a la altura de la clase, tenia que observar un exceso de altivez. Los
grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le despreciaban
instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había llegado el conde. Una vez designada
por el dedo del Señor para el fatal sacrificio, todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!
El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico que publicaba la noticia,
y había pasado la mañana en escribir camas y probar su caballo.
Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa y andar insolente; se apeó
del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de
sus colegas al saludarle.
Cuando Morcef entró hacía ya media hora que había empezado la sesión.
A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había ocurrido, no había alterado en
lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta
asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos
un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.
Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como siempre, nadie quería cargar con
la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno de los honorables pares, enemigo declarado del conde de
Morcef, subió a la tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.
Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención profunda que se prestaba
a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta complacencia.
El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía que iba a hablar de una
cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara, que reclamaba toda la atención de sus colegas.
A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de Morcef se puso intensamente
pálido, lo que causó un estremecimiento general en la asamblea, y codas las miradas se fijaron en él.
Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran: siempre dolorosas,
permanecen vivas y abiertas en el corazón.
Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces por un rumor que cesó
tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán
difícil era su posición: era el honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía
defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones personales que siempre resultan
odiosas. Concluyó pidiendo que se procediese a una investigación bastante rápida para confundir, antes
de que tomase cuerpo, la calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión
pública le había colocado.
Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para
justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergüenza
del culpable, le atrajo algunas simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la
desgracia de su adversario es mayor que su odio.
El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había méritos para formarla.
Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su justificación. Morcef se había
reanimado, sintiendo aún algún vigor después de aquel terrible-suceso, y respondió:
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-Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como el que contra mí dirigen
enemigos solapados, y que sin duda permanecerán escondidos en las sombras del incógnito; en el
momento, y como un rayo, es preciso que yo responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho.
¡Ah!, ¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda mi sangre, para probar
a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su lado!
Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el acusado.
-Pido -dijo- que la sumaria información se forme lo más pronto posible, y yo exhibiré ante la Cámara
los documentos necesarios.
-¿Qué día señaláis para eso? -preguntó el presidente.
-Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.
El presidente tocó la campanilla.
-¿La Cámara -prosiguió- quiere que esta sumaria información se efectúe hoy mismo?
-Sí -fue la unánime respuesta de la asamblea.
Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los documentos que debía
presentar Morcef; se señaló la hora en que debía celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la
noche, en la sala de comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones, se
celebrasen a la misma hora.
Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar los documentos que, para
hacer frente a esta tempestad, había guardado durante tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la
esperaba siempre.
Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato tuvo de ventaja sobre el
nuestro la animación producida en él por la amistad.
Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y algunas veces de vergüenza;
pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su
inocencia.
-¿Y después? -preguntó Alberto.
-¿Después? -dijo Beauchamp.
-Sí.
-Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo que sucedió?
-Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por cualquier otro conducto.
-Bien -dijo Beauchamp-, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta necesidad como ahora de
demostrar vuestro valor.
Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza, como el hombre que se prepara
a defender su vida, prueba su corazón y la hoja de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía
lo que no era más que un estado febril.
-Continuad -dijo.
-Llegó la noche -siguió diciendo Beauchamp-, todo París esperaba el resultado.
» Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que presentarse para echar por tierra
la acusación; otros decían que el conde no se presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto
partir para Bruselas; algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había
sacado su pasaporte.
» Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los miembros de la Cámara, joven par,
amigo mío, que me permitiesen entrar en una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que
nadie llegase, me recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame una
columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta el fin la terrible escena que
iba a presentarse a mis ojos.
» A las ocho en punto todo el mundo había llegado.
» El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano algunos papeles y su aspecto
era tranquilo; contra su costumbre, su aire era sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como
suelen usar los militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era favorable en
general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le dieron la mano.
El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su dolor, dejó entrever un
sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a los que dieron a su padre aquella señal de
amistad en medio del horrible compromiso en que se hallaba su honor.
» En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.
» -Señor de Morcef, tenéis la palabra -dijo éste, abriendo la carta.
» El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y elocuente: presentó los
documentos que probaban que el visir de Janina le había honrado hasta el último momento con toda su
confianza, puesto que le había encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador
mismo. Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual Alí-Bajá sellaba ordinariamente sus cartas, y que
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le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta su habitación, a cualquier hora del día o
de la noche, y aunque estuviese en su harén. Desgraciadamente -dijo-, la negociación salió mal, y cuando
volvió para defender a su bienhechor, éste había fallecido ya; pero -añadió el conde- al morir Alí-Bajá,
era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su hija.
Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su imaginación las palabras de
Haydée, y recordaba que la hermosa griega le había contado algo de aquella negociación, de aquel anillo,
y del modo en que fue vendida como esclava.
-¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? -preguntó con ansiedad Alberto.
-Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión -dijo Beauchamp.
» Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que acababan de traerle; mas a
las primeras líneas despertóse su atención, y después de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:
» -Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su mujer y su hija?
» -Sí, señor -respondió Morcef-, pero la desgracia me ha perseguido en esto como en todo. A mi vuelta,
Basiliki y su hija Haydée habían desaparecido.
» -¿Las conocíais vos?
» -Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la gran confianza que en mi
lealtad tenía.
» -¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?
» -Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria. Yo no era rico; mi vida
corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude consagrarme a buscarlas.
» El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.
» -Señores -dijo entonces-. Habéis oído las explicaciones del conde de Morcef. Señor conde, para
apoyar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún testigo?
» -¡Ay!, no -respondió el conde-, todos cuantos rodeaban al visir, y que me conocieron en su come, han
muerto, o desaparecido; únicamente yo, según creo, únicamente yo, al menos entre mis compatriotas, he
sobrevivido a guerra tan cruel; no conservo más que las cartas de Alí-Tebelín, y las he presentado; no me
queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero tengo la prueba más
convincente que se puede suministrar contra un ataque anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de
testimonio contra mi palabra de hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.
» Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento, Alberto, si no hubiera
sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre habría vencido.
» Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la palabra.
» -Señores -dijo-, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un testigo muy importante, según
asegura, y que viene a ofrecerse de motu propio; este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor
conde, no dudo que es llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo de
recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso omiso de este incidente?
» El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las manos.
» La comisión acordó que se leyera: en cuanto al conde, estaba pensativo, y nada dijo.
» El presidente leyó la siguiente misiva:
« Señor presidente:
» Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta que el teniente general,
conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.»
» El presidente hizo una breve pausa.
» El conde de Morcef palideció; el presidente interrogó con la vista al auditorio.
-Continuad -dijeron todos a una voz.
«Asistí a los últimos momentos de Alí-Bajá; sé cuál fue la suerte de Basiliki y Haydée; estoy a las
órdenes de la comisión, y reclamo el honor de que se me oiga. Estaré en el vestíbulo de la Cámara en el
momento en que os entreguen esta carta.»
» -¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? -inquirió el conde con voz profundamente
alterada.
» -Vamos a saberlo -contestó el presidente-. ¿Quiere oír la comisión a ese testigo?
» -¡Sí, sí! -contestaron todos a una.
» El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando en el vestíbulo.
» -Sí, señor presidente.
» -¿Quién es esa persona?
» -Una señora con un criado.
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» Y todos le miraron.
» Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían a la puerta, y yo mismo
-dijo Beauchamp- participaba de la ansiedad general.
» Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro. Fácilmente se adivinaba, por las
formas y por los perfumes que exhalaba, que era una mujer joven y elegante.
» -¡Ah! -dijo Morcef-, era ella.
» -¿Cómo, ella?
» -Sí: Haydée.
» -¿Quién os lo ha dicho?
» -¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy tranquilo y resignado, y
sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.
» -El señor de Mórcef -continuó Beauchamp- contemplaba a aquella mujer con sorpresa y espanto. Para
él era la vida o la muerte lo que de aquella encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura
tan extraña y tan llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba ya en
tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.
» El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella contestó con la cabeza que
permanecería de pie.
» El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran podido sostenerle las piernas.
» -Señora -dijo el presidente-, habéis escrito a la comisión para darle datos acerca del asunto de Janina,
diciendo que habíais sido testigo ocular de los acontecimientos.
» -Y lo fui efectivamente -contestó la desconocida con una voz llena de encantadora tristeza, y con
aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.
» -Con todo -replicó el presidente-, permitidme os diga que entonces erais muy joven.
» -Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la mayor importancia, están grabados
en mi corazón todos sus pormenores.
» -¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois vos para que esa gran
desgracia os haya causado tan profunda impresión?
» -Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre -contestó la joven-, y me llamo Haydée, hija de
Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy amada esposa.
» »El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las mejillas de la joven, el fuego
de su mirada y la majestad de su presencia, produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.
» En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un rayo hubiera abierto un abismo a sus pies.
» -Señora -dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente-, permitidme una simple pregunta,
que no es una duda, y esta pregunta será la última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?
» -Puedo justificarla -contestó Haydée, sacando de debajo del velo una bolsa de raso-, porque aquí está
la partida de mi nacimiento, redactada por mi padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de
mi bautismo, pues mi padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el primado
de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y éste es sin duda el documento más
importante, el acta de venta que se verificó de mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El
Kobbir por el oficial franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte de
botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad de mil bolsas, es decir, por
unos cuatrocientos mil francos.
» Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se inyectaron de sangre al oír esas
terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea con lúgubre silencio.
» Haydée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada en lengua árabe.
» Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían redactados en árabe o turco,
se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le llamó.
» Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había tenido oportunidad de
aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con la vista en el acta la lectura que el traductor dio
en alta voz.
«Yo, El-Kobbir, mercader de esclavas y abastecedor del harén de su alteza, reconozco haber recibido
para entregarla al sublime emperador, del señor Conde de Montecristo, una esmeralda, valuada en dos
mil bolsas, a cambio de una esclava cristiana, de once años de edad, llamada Haydée, a hija del difunto
señor Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su favorita; la cual me había sido vendida hace siete
años junto con su madre, que murió al llegar a Constantinopla, por un coronel, al servicio del visir
Alí-Tebelín, llamado Fernando Mondego.
»La susodicha venta se me hizo por cuenta de su altexa, mediante la cantidad de dos mil bolsas.
» Firmado en Constantinopla, con autorización de su alteza, el año de mil doscientos cuarenta y siete
de la Hégira.
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Firmado: El Kobbir.»
«Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida con el sello imperial, de
lo cual se encarga el vendedor.»
» Al lado de la firma del vendedor se veía efectivamente el sello de la Sublime Puerta.
» Un profundo silencio siguió a esta lectura. El conde no hacía más que mirar a Haydée, y sus miradas
parecían de fuego.
» -Señora -dijo el presidente-, ¿no se puede interrogar al conde de Montecristo, que, según tengo
entendido, se halla en París a vuestro lado?
» -El conde de Montecristo, mi segundo padre -contestó Haydée-, hace tres días se marchó a
Normandía.
» -Pues entonces -dijo el presidente-, ¿quién os ha aconsejado el paso que acabáis de dar, paso que la
comisión agradece, y que además es muy natural si se tiene en cuenta vuestro nacimiento y vuestras
desgracias?
» -Este paso -contestó Haydée- me lo han aconsejado mi respeto y mi dolor. A pesar de ser cristiana,
¡Dios me perdone!, siempre he pensado en vengar a mi ilustre padre. Cuando puse el pie en Francia, y
supe que el traidor vivía en París, mis ojos y mis oídos estuvieron constantemente abiertos. Vivo retirada
en la casa de mi noble protector; pero vivo así porque me gusta la soledad y el silencio que me permiten
entregarme enteramente a mis pensamientos. Pero el señor conde de Montecristo me rodea de atenciones
paternales, y no desconozco nada de cuanto constituye la vida de la sociedad. Leo, pues, todos los
periódicos, de la misma manera que me envían todos los álbumes, del mismo modo que recibo todas las
melodías; y siguiendo la vida de los demás, sin acostumbrarme a ella, es como he sabido lo que había
sucedido esta mañana en la Cámara de los pares, y lo que debía ocurrir esta noche... Entonces he escrito la
carta que os han entregado.
» Según eso -dijo el presidente-, ¿el conde de Montecristo no tiene la menor parte en el paso que
acabáis de dar?
» -Lo ignora totalmente, y temo que lo desapruebe cuando lo sepa; sin embargo, es para mí un hermoso
día éste en que encuentro ocasión de vengar a mi padre -dijo la joven levantando al cielo una ardiente
mirada.
» Durante este tiempo el conde no había pronunciado una sola palabra; sus colegas le miraban, y sin
duda se compadecían de esa fortuna destruida bajo el perfumado aliento de una mujer; su desgracia se
escribía con caracteres siniestros en su rostro.
» -Conde de Morcef --dijo el presidente-, ¿reconocéis a la señora por la hija de Alí-Tebelín, bajá de
Janina?
» -No -dijo Morcef, haciendo un esfuerzo para levantarse-, es una trama urdida por mis enemigos.
» Haydée, que estaba mirando a la puerta, como si esperase a alguna persona, se volvió bruscamente, y
viendo al conde en pie profirió un terrible grito.
» -No me reconoces --dijo-; ¡pues yo sí lo reconozco afortunadamente! Tú eres Fernando Mondego, el
oficial que instruía las tropas de mi noble padre. ¡Tú eres quien entregó los castillos de Janina! Tú eres
quien, enviado por él a Constantinopla para tratar directamente con el emperador de la vida o muerte de tu
bienhechor, trajiste un firmán falso que concedía perdón! ¡Tú eres quien con este truhán llegaste a obtener
el anillo del bajá que debía hacerte obedecer por Selim, el guarda del fuego! ¡Tú asesinaste a Selim! ¡Tú,
quien nos vendiste a mi madre y a mí al mercader El Kobbir! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!, todavía
tienes en la frente sangre de lo amo, miradlo.
» Tal fuerza había en aquellas palabras, y fueron pronunciadas con un acento de verdad tal, que los ojos
de todos se fijaron en la frente del conde, y él mismo llevó la mano a ella, como si hubiese sentido
caliente aún la sangre de Alí.
» -¿Identificáis, pues, positivamente al señor de Morcef como el mismo oficial Fernando Mondego?
» -¡Sí; es el mismo! -dijo Haydée-. ¡Oh, madre mía! Tú me dijiste: eras libre, tenías un padre a quien
amabas, estabas destinada a ser casi una reina; mira bien ese hombre: él es quien lo ha hecho esclava,
quien clavó en una pica la cabeza de lo padre; quien nos vendió y nos entregó traidoramente; mira bien su
mano derecha, en ella tiene una gran cicatriz; si olvidas sus facciones, le reconocerás por esa señal; por
esa mano, en la que cayeron una a una las monedas de oro del mercader El-Kobbir! ¡Sí, le conozco! ¡Oh!
¡Que diga él mismo si me conoce!
» Cada palabra hacía perder al señor Morcef parte de su energía; a las últimas palabras ocultó
vivamente y sin reflexionar la mano mutilada por una herida, metiéndola en el pecho por entre los botones
del frac que tenía abiertos; cayó en su sillón, abrumado bajo el peso de la desesperación.
» Esta escena había conmovido a la asamblea, oíase un murmullo igual al de las hojas de los árboles,
movidas por el viento.
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» -Señor conde de Morcef -dijo el presidente-, no os dejéis abatir; responded: la justicia de la corte es
suprema a igual para todos, como la de Dios; ella no permitirá que os confundan vuestros enemigos, sin
daros todos los medios para combatirlos. ¿Queréis una nueva información? ¿Queréis que mande que
vayan a Janina dos miembros de la Cámara? Hablad.
» Morcef no respondió.
» Los miembros de la comisión se miraron unos a otros, aterrados. Conocían el carácter enérgico y
violento del conde, y era necesario fuese mucha su postración para aniquilar las fuerzas de aquel hombre;
era necesario que aquel silencio, que parecía un sueño, fuese al despertar una cosa que semejase al rayo.
» -Y bien, ¿qué decís? -preguntóle el presidente.
» -Nada --dijo el conde con voz ronca.
» -¿La hija de Alí-Tebelín -dijo el presidente- ha declarado realnente la verdad? ¿Es el testigo terrible al
cual jamás se atreve a responder el culpable? ¿No? ¿Habéis hecho las cosas de que os acusa?
» El conde echó en torno una mirada cuya expresión desesperada hubiera conmovido a los tigres; pero
no podía desarmar a los jueces, levantó en seguida los ojos a la bóveda, pero los bajó temiendo que
aquélla se abriese y dejase ver aquel otro tribunal que se llama el cielo, y a aquel otro juez que se llama
Dios.
» Desabrochóse bruscamente el frac que le ahogaba y salió de la sala como un demente; durante un
momento se oyeron sus pasos bajo la bóveda sonora, y en seguida el ruido del coche que se alejaba a
galope del palacio Florentino.
»-Señores -dijo el presidente cuando se restableció el silencio-, ¿el conde de Morcef está acusado de
felonía, traición a indignidad?
» -Sí -respondieron a una todos los miembros de la comisión.
» Haydée había asistido hasta el fin de la sesión; oyó pronunciar la sentencia del conde sin que sus
facciones expresasen alegría ni piedad; echándose entonces su velo, saludó majestuosamente a la
asamblea, y salió con aquel paso con que Virgilio veía marchar a las diosas.
-Entonces -continuó diciendo Beauchamp-, me aproveché del silencio y de la oscuridad de la sala para
salir sin ser visto; el ujier que me había introducido me esperaba a la puerta; me llevó a través de los
corredores hasta una salida secreta que da a la calle de Vaugirard; salí con el alma entristecida y gozosa a
la vez; entristecida por vos, mi querido Alberto, gozosa al ver la nobleza de aquella joven persiguiendo,
hasta lograr vengarse, al enemigo de su padre. Os juro, Alberto, que venga de donde se quiera esta
revelación, no puede ser sino de un enemigo; pero éste no es más que un agente de la Providencia.
Alberto tenía la cara oculta entre sus manos; levantó la cabeza mostrando su rostro sonrojado y bañado
de lágrimas, y cogiendo del brazo a Beauchamp le dijo:
-Amigo, mi vida ha concluido, únicamente me falta no decir como vos que la Providencia me ha
herido, sino buscar al hombre que me persigue con su enemistad; cuando le encuentre le mataré o me
matará; confío en vuestra amistad, Beauchamp, si ya no es que el desprecio la haya sustituido en vuestro
corazón.
-El desprecio no, amigo mío, ¿qué parte tenéis vos en esta desgracia? Afortunadamente vivimos en un
tiempo en que se tienen conocimientos superiores a los antiguos, y en que no se hace a los hijos
responsables de las faltas de los padres. Examinad toda vuestra vida, Alberto; data de ayer, es cierto, pero
jamás aurora de más hermoso día fue más pura. No, Alberto: creedme, sois joven y rico, salid de Francia;
todo se olvida pronto en esta gran Babilonia, donde la vida es tan agitada y los gustos cambian con tanta
facilidad; dentro de tres o cuatro años regresaréis casado con alguna princesa rusa, y nadie pensará en lo
que pasó ayer, y con mucha menos razón en lo que sucedió hace dieciséis años.
-Gracias, mi querido Beauchamp, gracias por la excelente intención que dictan vuestras palabras; pero
eso no puede ser; os he hecho conocer mi deseo, mi voluntad. Bien conocéis que siendo interesado en este
asunto no puedo verlo como vos; lo que os parece que trae su origen del cielo, lo creo yo de un origen
menos puro; no pienso que la Providencia tenga nada que ver en todo esto, afortunadamente para mí,
porque en lugar del mensajero invisible a incorpóreo, encontré un ente palpable y visible, del que me
vengaré; ¡oh!, sí; me vengaré de cuanto sufro de un mes a esta parte, ahora os lo repito: si sois mi amigo,
como vos decís, ayudadme a buscar la mano de donde ha partido este golpe.
-Sea -dijo Beauchamp-, si queréis que baje a la tierra de nuevo, bajaré; si queréis buscar a un enemigo,
lo buscaré con vos, y lo hallaré, porque tengo tanto interés en ello como vos, porque mi honor exige
también que lo hallemos.
-Pues bien, Beauchamp, ya veis que no debemos perder tiempo: empecemos nuestras indagaciones; el
delator no ha sido aún castigado, y esperará probablemente quedar impune, y por mi honor, si así lo cree,
se engaña.
-Entonces, escuchadme, Morcef.
-¡Ah!, Beauchamp, veo que sabéis algo, y ello me da la vida.
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-No os diré que sea la realidad, pero al menos es una luz en medio de tantas tinieblas, y siguiéndola
llegaremos hasta el fin.
-Hablad, ya veis mi impaciencia.
-Voy a contaros lo que os oculté a mi vuelta de Janina.
-Hablad, entonces.
-He aquí lo que pasó, Alberto; fui naturalmente a casa del primer banquero de la ciudad para tomar
informes; apenas pronuncié las primeras palabras, y aun antes de nombrar a vuestro padre:
-¡Ah!, me dijo, adivino lo que os ha traído aquí.
-¿Cómo y por qué?
-Porque hace apenas quince días que he sido interrogado sobre el mismo punto.
-¿Por quién?
-Por un banquero de París, mi corresponsal.
-¿Y se llama?
-Señor Danglars.
-¡El! -exclamó Alberto-, en efecto, él es quien hace mucho tiempo persigue con su odio a mi pobre
padre; él, el hombre que pretende ser popular y que no perdona al conde de Morcef el haber llegado a ser
par de Francia; y... sí, el haber dado al traste con la boda sin decir por qué, sí, sí, él es.
-Informaos, Alberto, pero no os dejéis arrebatar por la cólera antes de tiempo; informaos, digo, y si es
cierto...
-¡Oh!, sí, es cierto; me pagará cuanto he sufrido.
-Tened presente, Morcef, que es un anciano.
-Respetaré su edad como él ha respetado el honor de mi familia; si a quien quería perder era a mi padre,
¿por qué no le buscó? ¡Oh!, no, él ha tenido miedo de verse cara a cara con un hombre.
-No os diré que no, Alberto; lo que exijo es que os contengáis y obréis con prudencia.
-Descuidad, además me acompañaréis, Beauchamp; las cosas interesantes y solemnes deben tratarse
ante testigos; antes que pase el día si el señor Danglars es culpable, habrá dejado de existir o yo habré
muerto. Por vida de Dios, Beauchamp, quiero hacer magníficos funerales a mi honor.
-Alberto, cuando se toman semejantes resoluciones es preciso ponerlas en práctica en seguida; ¿queréis
ir a casa del señor Danglars...? Pues salgamos.
Enviaron a buscar un coche de alquiler, y al entrar en casa del banquero vieron allí el faetón y el criado
del señor Cavalcanti a la puerta.
-¡Ah, ah! -dijo con voz sombría Alberto-, esto va bien; si el señor Danglars no quiere batirse, mataré a
su yerno: ¡éste sí se batirá. .. ! un Cavalcanti.
Anunciaron el joven al banquero, que al nombre de Alberto, y sabiendo lo que había ocurrido el día
antes, prohibió que le dejasen entrar; pero era ya tarde. Alberto había seguido al lacayo, oyó la orden,
forzó la puerta, y penetró, seguido de Beauchamp, en el despacho del banquero.
-Pero, caballero -le dijo éste-, ¿no es uno dueño ya de recibir o no en su casa a las personas que quiere?
Me parece que os conducís de un modo muy extraño.
-No, señor -dijo fríamente Alberto-, hay circunstancias, y os halláis en una de ellas, en que, salvo ser un
cobarde, os ofrezco ese refugio, es preciso estar visible, al menos para ciertas personas.
-¿Qué queréis de mí?
-Quiero -dijo Morcef, acercándose sin hacer caso, al parecer, de Cavalcanti, que estaba junto a la
chimenea- proponeros una cita en un lugar retirado y donde nadie nos interrumpa durante diez minutos;
de los dos solamente volverá uno.
Danglars palideció; Cavalcanti hizo un movimiento y Alberto se volvió súbitamente.
-¡Oh, Dios mío! -dijo-, acercaos; venid si gustáis, señor conde; tenéis derecho para ser de la partida, yo
doy esta clase de citas a cuantos quieren aceptarlas.
Cavalcanti miró estupefacto a Danglars, el cual, haciendo un esfuerzo se levantó y vino a colocarse
entre los dos jóvenes; el ataque de Alberto a Andrés le hizo creer que su visita tenía otra causa distinta de
la que creyó en un principio.
-¡Ah!, si venís a buscar querellas con el señor, porque le he preferido a vos, os prevengo que haré un
asunto grave de este insulto, y daré parte al procurador del rey.
--0s engañáis -dijo Morcef con sombría sonrisa-, no hablo con relación al matrimonio, y si me he
dirigido al señor Cavalcanti, ha sido porque he creído ver en él la intención de intervenir en nuestra
discusión, y tenéis razón, hoy estoy con ganas de buscar disputa, pero tranquilizaos, señor Danglars, la
preferencia es vuestra.
-Caballero -respondió Danglars, pálido de cólera y de miedo-, os advierto que cuando tengo la
desgracia de encontrarme con un dogo rabioso, le mato, y lejos de creerme culpable, pienso que he hecho
un servicio a la sociedad; así, os prevengo que si estáis rabioso, os mataré sin piedad. ¿Tengo yo la culpa
de que vuestro padre esté deshonrado?
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-Sí, miserable, la culpa es tuya -gritó Morcef.
Danglars dio un paso atrás.
-¡La culpa mía! -dijo-, ¿estáis loco? ¿Sé yo la historia griega? ¿He viajado por aquel país? ¿He
aconsejado a vuestro padre que vendiese el castillo de Janina y que hiciese traición...?
-¡Silencio! -dijo Alberto-, no sois vos el que directamente ha causado este escándalo; pero lo habéis
provocado hipócritamente.
-Sí. ¿Y de dónde procede la revelación?
-Me parece que el periódico ha dicho de Janina.
-¿Quién ha escrito a Janina?
-¿A Janina?
-Sí, ¿quién ha escrito pidiendo informes sobre mi padre?
-Me parece que todo el mundo puede escribir a Janina.
-Una sola persona ha sido quien lo ha hecho.
-¿Una sola?
-Sí, y ésa sois vos.
-He escrito sin duda; me parece que cuando un padre va a casar a una hija, tiené derecho a tomar
informes sobre la familia del joven a quien va a unirla, y esto no sólo es un derecho, sino un deber.
-Habéis escrito -dijo Alberto- sabiendo muy bien la respuesta que os darían.
-¡Yo!, ¡ah!, os juro -dijo Danglars con una confianza y una seguridad hijas, menos quizá de su miedo,
que de la compasión que sentía por el desgraciado joven-, os juro que jamás habría pensado en escribir a
Janína. ¿Conocía por ventura la catástrofe de Alí. Bajá?
-Entonces alguien os incitó para ello.
-Desde luego.
-¿Os han incitado?
-Sí.
-¿Y quién...? acabad...
-Es muy sencillo: hablaba de los antecedentes de vuestro padre; decía que el origen de su fortuna había
permanecido siempre ignorado, la persona me preguntó dónde había adquirido vuestro padre su fortuna y
respondí que en Grecia; ¡pues bien! -me dijo-, escribid a Janina.
-¿Y quién os dio ese consejo?
-El conde de Montecristo, vuestro amigo.
-¿El conde de Montecristo os dijo que escribieseis a Janina?
-Sí, y así lo hice. Si queréis ver mi correspondencia, os la enseñaré.
Alberto y Beauchamp cambiaron una mirada.
-Caballero -dijo Beauchamp, que hasta entonces no había tomado la palabra-, parece que acusáis al
conde, que se halla ausente de París, y que en este momento no puede justificarse.
-No acuso a nadie; digo la verdad, y repetiré delante del conde de Montecristo cuanto acabo de deciros
ahora.
-¿Y el conde conoce la respuesta que recibisteis?
-Se la enseñé.
-¿Sabía que el nombre de pila de mi padre era Fernando y su apellido Mondego?
-Sí, se lo había dicho yo hace tiempo; por lo demás, no he hecho más que lo que haría cualquier otro en
mi lugar, y aun quizá menos. Cuando al día siguiente de recibida esta respuesta, vuestro padre, incitado
por Montecristo, vino a pedirme mi hija como se acostumbra, se la negué, es verdad, y se la negué sin
darle motivos, sin explicaciones, sin ruido; ¿y qué necesidad tenía yo de un escándalo? ¿Qué me
importaba a mí el honor o el deshonor del señor de Morcef? Esto no haría alzar ni bajar la renta.
Alberto sintió que el rubor encendía sus mejillas; no había duda, Danglars se defendía con bajeza, pero
con la seguridad de un hombre que dice si no toda la verdad, gran parte de ella, no por conciencia, sino
por miedo; y además, ¿qué era lo que buscaba Morcef? No la mayor o menor culpabilidad de Danglars o
Montecristo, sino un hombre que le respondiese de la ofensa, que se batiese, y claro era ya que Danglars
no se batiría.
Ahora se acordaba de cosas que había olvidado o que habían pasado inadvertidas. Montecristo lo sabía
todo, puesto que había comprado la hija de Alí-Bajá, y había, no obstante, aconsejado a Danglars que
escribiese a Janina; conociendo la respuesta, había accedido al deseo manifestado por Alberto de ser
presentado a Haydée; una vez ante ella, hizo recaer la conversación sobre la muerte de Alí; pero habiendo
dicho algunas palabras en griego a la joven, que no permitieron que éste conociese por la relación de la
muerte de Alí, a su padre. ¿No había rogado a Morcef que no pronunciase el nombre de su padre delante
de Haydée? En fin, se llevó a Alberto a Normandía en el momento en que el gran escándalo iba a
producirse. Ya no podía dudar, todo había sido calculado, y sin duda Montecristo estaba de acuerdo con
los enemigos de su padre.
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Alberto llamó aparte a Beauchamp y le comunicó todas estas reflexiones.
-Es verdad -le dijo-, el señor Danglars no tiene en esto más que una parte material, a Montecristo es a
quien debéis pedir una explicación.
Alberto se volvió.
-Caballero -dijo a Danglars-, comprendéis que no me despido aún definitivamente de vos; me queda
todavía por averiguar si vuestras inculpaciones son justas: voy a asegurarme de ello en casa del conde de
Montecristo.
Y saludando al banquero salió sin hacer caso de Cavalcanti. Danglars le acompañó hasta la puerta y
allí aseguró de nuevo a Alberto que ningún motivo de enemistad personal tenía con el conde de
Morcef.
lunes, 30 de marzo de 2009
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