lunes, 30 de marzo de 2009

ALEJANDRO DUMAS- EL CONDE DE MONTECRISTO- PARTE 3

P3
Capítulo sexto
La lluvia de sangre
Cuando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía
inspirarle sospechas.
Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped,
lo más amable que podía.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo el platero-, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro
tesoro después de mi partida?
-No -dijo Caderousse-, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que
cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.
El platero se sonrió.
-¿Tenéis viajeros en vuestra posada? -preguntó.
-No -respondió Caderousse-, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene
en la posada.
-Entonces, voy a causaros una gran molestia.
-¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.
-Veamos, ¿dónde me pondréis?
-En el cuarto de arriba.
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-¿Pero no es el vuestro?
-¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa - y apagó la lámpara.
Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido
la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había
extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos.
Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario.
Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que
estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.
-¡Aquí! -dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa-, cuando queráis cenar, todo está
a punto.
-¿Y vos? -preguntó Joannés.
-Yo no cenaré -respondió Caderousse.
-Es que hemos comido tarde -apresuróse a decir la Carconte.
-Luego, ¿voy a cenar solo? -dijo el platero.
-Nosotros os serviremos -dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los
huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un
relámpago. La tempestad continuaba.
-¿Oís, oís? --dijo la Carconte-. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.
-Lo cual no impide -dijo el joyero- que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner
en camino.
-Este es el mistral -dijo Caderousse, dando un suspiro-, y me parece que lo tenemos hasta mañana.
-¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera --dijo el platero sentándose a la mesa.
-Sí -replicó la Carconte-, mala noche les espera.
El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la
hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.
En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a
su huésped. Cuando hobo terminado la cena, foe él mismo a abrir la puerta.
-Creo que se calma la tempestad -dijo.
Pero en este momento, como para desmentirle, un trueno terrible estremeció la casa y una bocanada de
viento mezclada de lluvia entró y apagó la lámpara. Volvió a cerrar. La Carconte encendió un cabo de
vela en la lumbre, que estaba extinguiéndose.
-Mirad -dijo al platero-, debéis estar fatigado. Ya he puesto sábanas limpias en la cama, subid a
acostaros y dormid bien.
Joannés se quedó aún un instante para asegurarse de que el huracán no se calmaba, y cuando se
cercioró de que los truenos y la lluvia iban en aumento, dio a sus huéspedes las buenas noches y subió la
escalera. Pasaba por encima de mi cabeza, y yo sentía crujir cada escalón bajo sus pasos. La Carconte le
siguió con una mirada ávida, mientras que, al contrario, Caderousse le volvió la espalda sin mirarle.
Todos estos detalles que recordé después de algún tiempo, no me sorprendieron en el momento en que los
presenciaba, nada era para mí más natural que lo que estaba pasando y excepto la historia del diamante,
que me parecía un porn inverosímil, todo lo encontraba fundado.
Así, pues, como me sentía extenuado de fatiga, resolví dormir algunas horas y alejarme a la mitad de la
noche.
En la pieta de encima, yo veía al platero tomar todas las disposiciones para pasar la mejor noche
posible. Pronto la cama crujió bajo su cuerpo. Acababa de acostarse.
Sentía que mis ojos se cerraban a pesar mío. Como no había concebido ninguna sospecha, no intenté
luchar contra el sueño y eché una última ojeada a la cocina. Caderousse se hallaba sentado al lado de una
larga mesa, sobre uno de esos bancos de madera que en las posadas de aldea reemplazan a la sillas. Me
volvía la espalda, de suerte que no podia ver su fisonomía. Además, aun cuando hubiese estado en la
posición contraria, me hubiera sido también imposible, porque tenía su cabeza sepultada entre sus manos.
Su mujer le miró algún tiempo, se encogió de hombros y foe a sentarse frente a él. En este momento la
moribunda llama encendió un leño seco que antes olvidara. Un resplandor más vivo iluminó aquel
sombrío interior. La Carconte tenía los ojos fijos en su marido, y como éste permanecía en la misma
posición, le vi extender un brazo hacia él y tocarle la frente con su descarnada mano.
Caderousse se estremeció. Me pareció que la mujer movió los labios, pero sea que hablase bajo, o que
mis sentidos estuviesen embotados por el sueño, sus palabras, si las pronunció, no llegaron a mis oídos.
Todo lo veía al través de una densa niebla, y con esa duda precursora del sueño, durante la cual se cree
comenzar a soñar. En fin, mis ojos se cerraron, y quedé completamente dormido.
Hallábame en lo más profundo de mi sueño, cuando fui despertado por un pistoletazo seguido de un
terrible grito. Algunos pasos vacilantes resonaron sobre el pavimento del cuarto, y una masa inerte fue a
rodar a la escalera, justamente encima de mi cabeza. Aún no era yo dueño de mí mismo. Oía gemidos,
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muchos gritos ahogados como los que acompañan a una lucha. Un último grito, más prolongado que los
demás, y que se trocó en gemido, me sacó completamente de mi letargo. Me incorporé, abrí los ojos, que
no distinguieron nada en las tinieblas, y me llevé las manos a la frente, por la cual me parecía que caía de
la escalera una lluvia tiba y abundante. A este espantoso ruido había sucedido un profundo silencio. Oí los
pasos de un hombre que andaba sobre la pieza que estaba sobre mi cabeza. Sus pies hicieron crujir la
escalera, el hombre descendió a la sala inferior, se acercó a la chimenea y encendió una luz.
Era Caderousse.
Tenía el rostro pálido y la camisa ensangrentada. Tan pronto como hubo encendido el cabo de vela,
subió Caderousse rápidamente la escalera, y volví a oír sus pasos rápidos a inquietos. Al instante volvió a
bajar. Llevaba en la mano el estuche, se aseguró de que el diamante estaba dentro, dudó en cuál de sus
bolsillos lo guarría, y luego, no considerando el bolsillo bastante seguro, lo 1ió en su pañuelo encarnado y
se lo ató al cuello. Luego corrió al armario, sacó de él sus billetes y su oro, metió los unos en el bolsillo
de su pantalón y el otro en los del chaquetón, tomó dos o tres camisas, y lanzándose hacia la puerta,
desapareció en la oscuridad. Entonces me di cuenta de todo claramente. Me eché en cara lo que había
pasado como si yo hubiese sido el verdadero culpable. Me parecía oír gemidos, el desgraciado joyero no
podía haber muerto. Tal vez socorriéndole estaba en mi poder reparar una parte del mal, no que había
hecho, sino que había dejado hacer. Apoyé mi espalda contra una de aquellas tablas tan mal unidas que
me separaban de la sala superior. Cedieron las tablas y me encontré ya en la casa.
Corrí a tomar la lámpara y me lancé a la escalera. Un cuerpo la atravesaba a impedía el paso. Era el
cadáver de la Carconte. El pistolezato que yo oyera había sido disparado sobre ella; tenía la garganta
atravesada de parte a parte, y además de su doble herida que sangraba a borbotones, vomitaba sangre por
la boca. Estaba muerta.
Salté por encima de su cuerpo y entré en el cuarto. Este ofrecía el más espantoso desorden. Dos o tres
muebles tirados por el suelo. Las sábanas a que se había agarrado el infeliz platero estaban fuera de la
cama, éste estaba tendido con la cabeza apoyada en la pared, nadando en un mar de sangre que salía de
tres anchas heridas recibidas en el pecho. En la cuarta había quedado un largo cuchillo de cocina, del que
no se veía más que el mango. Tomé la segunda pistola, que no se había disparado, sin duda porque la
pólvora estaba mojada. Me acerqué al platero; efectivamente, no estaba muerto. Al ruido que hice abrió
los ojos, los fijó un momento en mí, movió los labios como si quisiese hablar y expiró.
Este espantoso espectáculo me dejó aturdido. Al ver que no podía socorrer a nadie, no experimenté más
necesidad que la de huir, y me precipité a la escalera, lanzando un grito de terror. En la sala interior había
cinco o seis aduaneros y dos o tres gendarmes. Apoderáronse de mí; yo no opuse ninguna resistencia, no
era dueño de mis sentidos. Procuré hablar y sólo pude lanzar algunos quejidos inarticulados.
Vi que los aduaneros y los gendarmes me señalaban con el dedo. Me miré también, y me vi cubierto de
sangre. Aquella lluvia tibia y abundante que había sentido caer sobre mí al través de los escalones era la
sangre de la Carconte. Yo entonces mostré con el dedo el lugar donde estaba oculto.
-¿Qué quiere decir? -preguntó un gendarme.
Un aduanero fue a ver lo que era.
-Quiere decir que ha pasado por aquí -respondió.
Y diciendo esto, señaló el agujero por donde efectivamente había yo pasado. Entonces comprendí que
me tomaban por el asesino. Recobré mí voz, mis fuerzas. Me desembaracé de las manos de los dos
hombres que me sujetaban, exclamando:
-¡No he sido yo! ¡No he sido yo!
Dos gendarmes me apuntaron con sus carabinas.
-¡Si haces un movimiento -dijeron-, eres muerto!
-¡Os repito que yo no he sido! -exclamé.
-Eso lo dirás a los jueces de Nimes -respondieron-. Entretanto síguenos, y si quieres hacer caso de
nuestro consejo, no hagas resistencia alguna.
No era ésta mi intención, estaba anonadado por la sorpresa y por el terror. Me pusieron esposas, me
ataron a la cola de un caballo y me condujeron a Nimes.
Me había seguido un aduanero que me perdió de vista en los alrededores de la casa. Sospechó que
pasaría allí la noche, fue a avisar a sus compañeros, y llegaron justamente en el momento en que sonó el
pistoletazo para pillarme en medio de tales pruebas de culpabilidad, de modo que al punto comprendí el
trabajo que me costaría hacer brillar mi inocencia.
Por lo tanto, lo primero que pedí al juez de instrucción fue que buscase por todas partes a cierto abate
Busoni, que la mañana de aquel triste día se habría detenido en la posada del puente de Gard. Si
Caderousse había inventado una historia, si el abate no existía, yo estaría seguramente perdido, a menos
que Caderousse no fuese preso a su vez y todo lo confesase.
Transcurrieron dos meses, durante los cuales, debo decirlo en alabanza de mi juez, se hicieron todas las
pesquisas para hallar al abate que yo deseaba ver. Ya había perdido toda esperanza. Caderousse no había
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sido preso. Iba a ser juzgado en la primera sesión, cuando el ocho de septiembre, es decir, tres meses y
cinco días después del acontecimiento, el abate Busoni, a quien yo ya no esperaba, se presentó en la
cárcel diciendo que había sabido que un preso deseaba hablarle. Se había enterado de ello en Marsella y
se apresuraba a complacerme.
Ya comprenderéis con qué ansiedad le recibí. Le conté todo lo que había presenciado. Le conté también
la historia del diamante. Contra lo que yo esperaba, era verdadera. Contra lo que yo esperaba también,
creyó todo lo que le dije. Fue entonces cuando, seducido por su dulce caridad, habiendo yo conocido que
estaba muy enterado de las costumbres de mi país, pensando que el perdón del único crimen que había
cometido podía venir tal vez de sus labios tan caritativos, le referí, bajo el secreto de la confesión, la
aventura de Auteuil con todos sus detalles. Lo que yo había hecho por un arrebato, obtuvo el mismo resultado
que si hubiese sido hecho por cálculo. La confesión de este primer asesinato que yo no estaba
obligado a confesarle, le demostró que no había cometido el segundo, y se separó de mí encargándome
que esperase, y prometiéndome hacer todo lo que estuviera en su
poder para convencer a los jueces de mi inocencia. Comprendí que efectivamente se había ocupado de
mí cuando vi dulcificarse gradualmente mi prisión y supe que se iba a reunir el tribunal para juzgarme.
Durante este intervalo, la Providencia permitió que Caderousse fuese preso en el extranjero y
conducido a Francia. Todo lo confesó, culpando a su mujer de haber concebido el crimen, y de haberle
instigado a él.
Fue condenado a cadena perpetua, y yo puesto en libertad.
-Y entonces -dijo Montecristo-, os presentasteis en mi casa con una carta del abate Busoni.
-Sí, excelencia. Tomó por mí un visible interés. «Vuestro oficio de contrabandista os va a perder -me
dijo-; si salís de aquí, dejadlo.»
-Pero, padre mío, ¿cómo queréis que viva y mantenga a mi pobre hermana?
-Uno de mis penitentes -me respondió- me estima sobremanera, y me ha encargado que le busque un
hombre de confianza. ¿Queréis ser ese hombre? Os enviaré a él.
-¡Oh!, padre mío -exclamé-, ¡cuánta bondad!
-Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?
Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.
-Es inútil -dijo-, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi recomendación.
Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vuestra excelencia tuvo la bondad de
tomarme a su servicio. Ahora pregunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de
mí...?
-No -respondió el conde-, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco
amigo de confidencias.
-¿Yo, señor conde?
-Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni
del otro?
-¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega.
Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa
vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre
hermana, según mis consejos, resistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada instante
el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y desapareció todo el día. La pobre Assunta lloró,
porque tenía para el miserable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a
las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta
le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto,
dijo:
-Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el dinero.
Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella,
podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que
no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas,
después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos
más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía
oculto nuestro pequeño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos.
Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero
estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la vecina oyó gritos
espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al
día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir
de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero
respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido.
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En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y
tampoco he oído hablar de él.
Tras haberme enterado de estas noticias -prosiguió Bertucciofue cuando me dirigí a vuestra excelencia.
No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, puesto que había
muerto.
-¿Y qué habéis pensado de ese suceso? -preguntó Montecristo.
-Que era castigo del crimen que había cometido -respondió Bertuccio-. ¡Ah, esos Villefort son una raza
maldita!
-Eso mismo creo -murmuró el conde con acento lúgubre.
-Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este
jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido causarme
estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que
aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.
-Desde luego, todo es posible -dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado-, aun
cuando -añadió más bajo-,
el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en
contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a
ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?
-Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un
monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.
-No lo creáis, Bertuccio -dijo el conde-, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para
hacerlos instrumentos de sus venganzas.
-Es posible --dijo Bertuccio--. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora
--continuó el mayordomo bajando la cabeza-, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra
como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de consuelo?
-Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que .os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado
muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por ,otra cosa. Benedetto,
si vive, servirá, como os he dicho, para alguna -venganza divina; después será castigado a su vez.
En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros .en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo
salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está .el crimen, Bertuccio.
-Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez
devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre.
Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entregarme tal vez, y yo no quería morir.
Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y .después, tal
vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano!
Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga a indefinible mirada,
después de .un instante .de silencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.
-Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio
--dijo el conde son ua -acento de melancolía que no le era habitual-, recordad bien mis palabras, varias
veces las lse üído pronunáiat al abate Busvni. Todo mal tiene dos remedios, e1 tiempo y el silencio.
Ahora, señor Bertntceio., dejadme pasear un instante .por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor
de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los
árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena
de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo
rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas
que no estaban en el contrato... Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los
muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Volved a la casa, señor
Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el
abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente
vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que
llaman de eternidad.
Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.
Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:
-Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se
entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de
escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en
relieve.
Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le
veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de
París.
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Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elíseos, el conde de Montecristo examinó
toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una
sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde
quería ir.
Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuccio muchas órdenes concernientes al
adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:
-Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas
francesas?
Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella griega, y que estaba de tal modo aislada,
que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un
salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la mano hacia la habitación, señalando el número
tres con los dedos de su
mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.
-¡Ah! -dijo Montecristo, habituado a este lenguaje-,son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?
-Sí -expresó Alí bajando la escalera.
-La señora estará fatigada esta noche -continuó Montecristo-, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan
hablar; las camareras francesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Velaréis por que la
doncella griega no se comunique con las camareras francesas.
Alí se inclinó.
Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por
la calle de árboles y se paró delante de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que
salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una especie de capuchón de seda verde, bordado
de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor,
mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce
gravedad de parte del conde de Montecristo.
Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que
la bella griega, compañera habitual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco
después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado.
A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer
que todo el mundo dormía.
Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró
delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo
color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pantalón color de nuez, con cabellos tan
negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco
en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de
cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ventanilla de
su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su groom que
preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.
Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minuciosa que casi era impertinente, el
exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de
un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.
Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los
pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repugnante a la
fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el
enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su
frac.
El groom llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:
-¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?
-Aquí vive su excelencia -respondió el portero-, pero... -y consultó a Alí con una mirada.
Ali hizo una seña negativa.
-¿Pero qué...? -preguntó el groom
-Su excelencia no está visible -respondió el portero.
-Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo,
y le diréis que al ir a la Cámara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.
-Yo no hablo a su excelencia -dijo el portero-; su ayuda de cámara le pasará el recado.
El groom se volvió al carruaje.
-¿Qué hay? -preguntó Danglars.
El groom, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le
había dado el portero.
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-¡Oh!-dijo Danglars-. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que
sólo su ayuda de cámara pueda hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester
que yo lo vea cuando quiera dinero.
Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al cochero de modo que pudieran oírle del
otro lado del camino:
-A la Cámara de los Diputados.
A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón
con la ayuda de unos excelentes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Danglars había
puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.
-Decididamente -dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas
de marfil-, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la
serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!
-¡Alí! -gritó, y dio un golpe sobre el timbre.
Alí acudió inmediatamente.
-Llamad a Bertuccio.
En este momento entró Bertuccio.
-¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? -dijo el mayordomo.
-Sí -dijo el conde-. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?
-Sí, excelencia, son hermosos.
-Entonces -dijo Montecristo frunciendo las cejas-, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos
caballos más hermosos de París, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos
y no están en mi cuadra?
Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz, Alí bajó la cabeza y palideció.
-No es culpa tuya, buen Ali -dijo en árabe el conde con una dulzura que no se hubiera creído poder
encontrar ni en su voz ni en su rostro--. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses.
Las facciones de Alí recobraron la serenidad.
-Señor conde -dijo Bertuccio-, los caballos de que me habláis no estaban en venta.
Montecristo se encogió de hombros.
-Sabed, señor mayordomo -dijo-, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.
-El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.
-Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un banquero no desperdicia nunca una
ocasión de duplicar su capital.
-¿Habla en serio el señor conde? -preguntó Bertuccio.
Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atreviese a hacerle esta pregunta.
-Esta tarde -dijo-, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con
arneses nuevos.
Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:
-¿A qué hors -dijo- piensa hacer esa visita su excelencia?
-Alas cinco -dijo Montecristo.
-Deseo indicar a vuestra excelencia -dijo tímidamente el mayordomo- que son las dos.
-Lo sé -limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo: '
-Haced pasar todos los caballos por delante de la señora -añadió--, que ells escoja el tiro que más le
convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo. En tal caso se servirá la comida en su habitación;
andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara.
Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.
-Señor Bautista -dijo el conde-, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo
pongo a mis criados: Me convenís.
Bautista se inclinó.
-Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.
-¡Oh, señor conde! -se apresuró a decir Bautista.
-Escuchadme bien -repuso el conde-. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un
oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de oficina,
infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cuiden de vuestra ropa y de vuestros efectos.
Además de vuestros quinientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras
cosas..., casi otros quinientos francos al año.
-¡Oh, excelencia!
-No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en
ninguna parte encontraríais una colocación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a
mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un
olvido. Mis órdenes son generalmente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces
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y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemente rico para saber todo lo que quiero saber, y
soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis
acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al instante. Jamás advierto las cosas más que
una vez; ya estáis advertido, adiós.
-A propósito -añadió el conde-, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los
que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a
ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado,
continuadla.
Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permaneció impasible, puesto que no
comprendía una palabra de francés, produjeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los
que han estudiado un poco la sicología del criado francés.
-Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra excelencia -dijo-; por otra parte, tomaré por
modelo al señor Alí.
-¡Oh, no, no -dijo el conde con frialdad marmórea-. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus
cualidades. No le toméis por modelo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi
esclavo, es... mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.
Bautista abrió desmesuradamente los ojos.
-¿Lo dudáis? -dijo Montecristo.
Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.
Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una rodilla en tierra y le besó
respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamente
estupefacto.
El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron
durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe llamaba a Alí, dos a
Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.
-Mis caballos-dijo Montecristo.
-Ya están enganchados, excelencia -respondió Bertuccio-. ¿Acompaño al señor conde?
-No El cochero, Bautista y Alí, nada más.
El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en
el de Danglars.
Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.
-Son hermosos realmente -dijo-, y habéis hecho bien en comprarlos, pero ha sido un poco tarde.
-Excelencia -dijo Bertuccio-, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.
-¿Son por eso menos bellos? -preguntó el conde, encogiéndose de hombros.
-Si vuestra excelencia está satisfecho -dijo Bertuccio-, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra
excelencia?
-A la calle de la Chaussée d'Antin, a casa del barón de Danglars.
Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.
-Esperad -dijo Montecristo deteniéndole-. Necesito un terreno en la orilla del mar, en Normandía, por
ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un
pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi corbeta. El buque estará siempre pronto a hacerse a
la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os informaréis en casa de
todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a
visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no
es así?
-La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.
-¿Y el yate?
-Tiene orden de permanecer en las Martigues.
-¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se
duerman.
-Yen cuanto al barco de vapor...
-¿Que está en Chalons?
-Sí.
-Las mismas órdenes que para los otros dos buques.
-¡Bien!
-Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el
camino del norte y en el camino del mediodía.
-Vuestra excelencia puede contar conmigo.
El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que
arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.
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Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde
de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.
Al oír el nombre del conde, se levantó.
-Señores -dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a
otra Cámara-, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me
dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más
chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la
curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os
figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os
parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra
parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito
ilimitado -añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa- hace exigente al banquero en cuya casa está
abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.
Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a
un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.
Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.
El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar
al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del
techo y de los ángulos del salón.
Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo
señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.
El conde se acomodó en el sillón.
-¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?
-¿Y yo -replicó el conde-, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la
Cámara de los Diputados?
Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.
Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.
-Disculpadme, caballero -dijo-, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien
lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.
-Es decir -respondió Montecristo-, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis
perdido la de llamar conde a los otros.
-¡Ah! , tampoco lo hago conmigo -respondió cándidamente Danglars-, me han nombrado barón y hecho
caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero...
-¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y
de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.
-No tanto -replicó Danglars desconcertado-, pero ya comprenderéis, por los criados...
-Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo,
ciudadano. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.
Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer
volver la cuestión al que le era más familiar.
-Señor conde -dijo el banquero inclinándose-, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y
French.
-¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre
que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos
títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es
embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?
-Sí -respondió Danglars-, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.
-¡Bah!
-Y aun había tenido el honor do algunas explicaciones.
-Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.
-Esta carta -repuso Danglars-, la tengo aquí según creo -y registró su bolsillo-; sí, aquí está. Esta carta
abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.
-¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?
-Nada, caballero, pero la palabra ilimitado...
-¿Qué tiene? ¿No es francesa...?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.
-¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo
en cuanto a contabilidad.
-¿Acaso la casa de Thomson y French -preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar-
no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera,
porque tengo algunos fondos colocados en ella.
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-¡Ah. .. ! Completamente sólida -respondió Danglars con una sonrisa burlona-, pero el sentido de la
palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago...
-Como ilimitado, ¿no es verdad? -dijo Montecristo.
-Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la
duda, abstente.
-Lo cual quiere decir -replicó Montecristo- que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer
locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.
-¿Cómo, señor conde?
-Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor
Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.
-Nadie ha contado aún mi caja, caballero -dijo orgullosamente el banquero.
-Entonces -dijo Montecristo con frialdad-, parece que seré yo el primero.
-¿Quién os lo ha dicho?
-Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.
Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el
suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.
pasar a vuestra casa para pediros
Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.
-En fin -dijo Danglars después de una pausa-, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos
mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.
-Pero, caballero -replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión-, si
he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.
El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una
sonrisa orgullosa dijo:
-¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de
Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón...
-¿Cómo? -preguntó Montecristo.
-Digo un millón -repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez.
-¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? -dijo el conde-. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese
necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón!
Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.
Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre
el Tesoro.
Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se
levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.
-Vamos, confesadme -dijo Montecristo- que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más
sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones.
Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles,
de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor
Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos
casas.
Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de
Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con
una minuciosidad impertinente.
-¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones -dijo Danglars-. ¡Tres créditos
ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo
menos de quedarme atónito.
-¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente -dijo Montecristo con mucha
diplomacia-; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores
maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.
viarme algún dinero, ¿no es verdad? -Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto:
-Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes. les falta tiempo para ser antiguos.
-¡Pues bien! -replicó Montecristo-, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?
Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.
-¿Y ya no desconfiáis en absoluto? -insistió Montecristo.
-¡Oh!, señor conde -exclamó el banquero-, jamás he desconfiado.
-Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! -repitió el conde-,ahora que nos entendemos, ahora que
no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis
millones.
-¡Seis millones! -exclamó Danglars sofocado.
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-Si necesito más -repuso Montecristo despectivamente-, os pediré más, pero no pienso permanecer más
de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho... ; en fin, allá veremos... Para
empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y
por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.
-El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde -respondió Danglars-;
¿queréis oro, billetes de banco, o plata?
-Oro y billetes por mitad.
Dicho esto, el conde se levantó.
-Debo confesaros una cosa, señor conde -dijo Danglars-; creía tener noticias de todas las mejores
fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente
desconocida, ¿es reciente?
-Al contrario -respondió Montecristo-, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual
estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador
concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es
muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.
Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz
d'Epinay.
-Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero -continuó Danglars-, vais a desplegar en la
capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis
bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.
-Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros.
Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.
-Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.
-Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con
presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal
diente debe considerarse mmo de la familia.
Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.
Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.
-¿Está en su cuarto la señora baronesa? -preguntó Danglars.
-Sí, señor barón -respondió el lacayo.
-¿Sola?
-No; está con una visita.
-¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?
-No, señor barón -dijo sonriendo Montecristo-, de ningún modo.
-¿Y quién está con la señora...? El señor Debray, ¿eh? -preguntó Danglars con un acento bondadoso
que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.
-Sí, señor barón, el señor Debray -respondió el lacayo.
Danglars ordenó que saliera.
Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:
-El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En
cuanto a mi mujer, es una señorita de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.
-No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el
señor Luciano Debray.
-¡Bah! -dijo Danglars-. ¿Dónde...?
-En casa del señor de Morcef.
-¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? -dijo Danglars.
-Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.
-¡Ah, sí! -dijo Danglars-. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de
ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.
-La señora baronesa espera a estos señores -exclamó el lacayo asomándose a la puerta.
-Paso delante de vos para enseñároslo.
-Y yo os sigo -dijo Montecristo.
El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y
por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada
de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y
forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el
resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no
estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más
eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.
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Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio,
despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo
algún amigo.
La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba
tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.
Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán
admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo
de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la
imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy
notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de
Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum
no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones.
La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde,
recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.
Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán
de intimidad.
-Señora baronesa -dijo Danglars-, permitid que os presente al señor conde de Montecristo -dijo
Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo
una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de
gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor
conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.
Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a
París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba
de expresar cierto interés.
-¿Y habéis llegado, caballero ...? -preguntó la baronesa.
-Ayer por la mañana, señora.
-Y venís, según costumbre, del fin del mundo.
-Solamente de Cádiz, señora.
-¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni
fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto
al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el
campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?
-Yo, señora --dijo el conde-, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien
que me enseñe las costumbres francesas.
-¿Os gustan los caballos, señor conde?
-He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más
que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.
-¡Ah!, señor conde -dijo la baronesa sonriéndose-, hubierais debido anteponer las mujeres a los
caballos.
-Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un
amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.
En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo
algunas palabras al oído.
La señora Danglars palideció.
-¡Imposible! -dijo.
-Es la pura verdad, señora -respondió la camarera-, podéis creerme con toda seguridad.
La señora Danglars se volvió hacia su marido.
-¿Es cierto, caballero? -le preguntó.
-¿Qué, señora? -preguntó Danglars, visiblemente agitado.
-Lo que me dice mi camarera...
-¿Y qué os dice?
-¿No lo sabéis?
-Lo ignoro completamente.
-¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra.
¿Qué significa esto?
-Señora -dijo Danglars-, escuchadme.
-¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores
serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que
son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos
tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo
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para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado
algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.
-Los caballos eran demasiado vivos, señora -respondió Danglars-, apenas tenían cuatro años, siempre
estaba temiendo por vos.
-¡Eh!, caballero -dijo la baronesa-, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor
cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.
-Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean
mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.
La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto
más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:
-En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?
-Sí -dijo el conde.
-Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería
deshacerme de ellos, son caballos para un joven.
-Os lo agradezco mucho -dijo el conde-, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos.
Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.
Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.
-Figuraos, señora -le dijo en voz baja-, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante.
No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es
que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.
La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.
-¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Debray.
-¿Qué? -preguntó la baronesa.
-Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.
-¡Mis caballos tordos! -exclamó la señora Danglars.
Y se lanzó hacia la ventana.
-Es verdad -dijo.
Danglars estaba estupefacto.
-¿Es posible? -dijo Montecristo, fingiendo asombro.
-¡Es increíble! -murmuró el banquero.
La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.
-La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.
-No sé -dijo el conde-, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y... y que me ha costado treinta
mil francos, según creo.
Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.
Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.
-Ya veis -le dijo- cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la
baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia,
así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi
parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.
Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado
las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la
oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.
Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora
Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.
-Bueno -dijo Montecristo retirándose-, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del
matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas
aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero -añadió
con aquella sonrisa que le era peculiar-, estoy en París y me queda mucho tiempo..., otro día será...
Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.
Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no
queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba
aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro
de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.
Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño
capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo
de los caballos.
Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.
Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.
-Alí -le dijo éste-, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.
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Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.
-Bien... Así, pues, ¿podrías detener un toro?
Alí hizo otra señal afirmativa.
-¿Un tigre?
La misma respuesta por parte de Alí.
-¿Un león?
Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, a imitó un rugido.
-¡Bien!, comprendo -dijo Montecristo-, ¿has cazado leones?
Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.
-¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?
Alí se sonrió.
-¡Pues bien!, escucha -dijo el conde-, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos
tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.
Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya
al conde, que le había seguido con la vista.
Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a
fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.
A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi
imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por
intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando
bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta
importante ocupación.
De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una
carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas,
más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.
En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que
habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en
medio del camino para romper el carruaje que crujía.
Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.
De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos
del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo
cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para
continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había
agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae
convulsivamente junto a su compañero.
Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó
para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el
cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los
almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los
llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.
-No temáis nada, señora-dijo-, estáis a salvo.
La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las
súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.
-Sí, señora, comprendo -dijo el conde examinando al niño-, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y
sólo el miedo ha embargado sus sentidos.
-¡Oh, caballero! -exclamó la madre-, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo
mío, Eduardo! ¿No contestas a lo madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a
quien me devuelva a mi hijo!
Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre
sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer
una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos.
Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.
-¿Dónde estoy -exclamó-, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?
-Estáis, señora -respondió Montecristo-, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un
pesar.
-¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de
Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.
-¡Cómo! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-. ¿Son esos caballos los de la
baronesa?
-Sí, señor. ¿La conocéis?
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-Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho
correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón,
pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.
-¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?
El mismo -dijo el conde.
-Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.
El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.
-¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! -repuso Eloísa-, porque en realidad, él os debe
nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.
-¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.
-¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.
-Señora -dijo Montecristo-, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con
recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y
su' deber es servirme.
-¡Pero ha arriesgado su vida! -exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad
impresionó profundamente.
-Yo he salvado la suya, señora -respondió Montecristo-; por consiguiente, me pertenece.
La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista,
causaba una impresión tan profunda en todas las personas.
El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo
rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su
rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas
sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo menos. Su
primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde
había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer
todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.
-No toques ahí, amiguito -dijo vivamente el conde de Montecristo-, algunos de esos licores son
peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.
La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su
temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.
En este momento entró Alí.
La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:
-Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos
que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por
él, los dos habríamos perdido la vida.
El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.
-Es muy feo --dijo.
El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de
Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan
Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.
-Mira -dijo en árabe el conde a Alí-, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has
salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.
Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero
estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.
-Caballero -preguntó la señora de Villefort levantándose-, ¿es ésta vuestra morada habitual?
-No, señora -respondió el conde-. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos
Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar
que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo -dijo al niño, sonriendo-, va a
tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la
reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir
directamente a casa de la señora Danglars.
-Pero -dijo la señora de Villefort-, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.
-¡Oh!, vais a ver, señora -dijo Montecristo-, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos
corderos.
Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía
en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los
caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y
estremecerse durante algunos segundos.
Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había
esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en
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su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos
caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así
no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro
y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré,
donde tenía su domicilio.
Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora
Danglars:
Querida Herminia:
Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto
hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me
hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy
me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente
íbamos a ser despedaxados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al
servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y
fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa,
a hixo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán
mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados,
diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me
encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.
¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el
guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber
visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante
que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.
Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanxar un grito, y
tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo
tan débil y delicado hay un alma de hierro.
Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abraxo de todo
corazón.
Eloísa de Villefort.
P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea• a ese conde de
Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort
que le haga una visita; espero que se la devolverá.
Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contada a su
madre. Chateau-Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al
conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un
héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la
aristocracia.
Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar
su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.
En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un
pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela,
que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.
Capítulo séptimo
Ideología
Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita
que le hacía el señor de Villefort.
Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han
sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser
por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura
y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer
joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de
observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad
absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los
ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.
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No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la
que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que
no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera
sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a
su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas
ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y
reemplazar así la neutralidad por la oposición.
En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa
sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que
un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a
ti mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los
griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de
conocer a los demás.
El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario
sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible,
porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el
hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.
Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en
él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se
le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de
whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún
príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.
Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.
El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una
gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.
El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo
hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella.
La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto
flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de
oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del
traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada,
que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.
Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su
saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las
maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde
de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un
príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una noches.
-Caballero -dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y
del cual no quieren deshacerse en la conversación-, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a
mi hijo me creó el deber de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi
agradecimiento.
Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia
habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya
hemos dicho, a la estatua de la Ley.
-Caballero -replicó el conde, a su vez con frialdad glacial-,soy muy feliz por haber podido conservar un
hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más
santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin
duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que
me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.
Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que
siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso
indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.
Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.
Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:
-¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según
aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.
-Sí, señor -repuso el conde-; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre
excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del
todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo
desconocido... Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.
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Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia
de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado
cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda
vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación,
conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al
menos a los personajes.
-¡Ah, caballero! -replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra
un rudo adversario, había
hecho acopio de fuerzas-. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una
ocupación menos aburrida.
-Es verdad, caballero -replicó Montecristo-, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de
decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para
hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?
El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su
extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho,
ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.
-Caballero -dijo-, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en
países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia
humana tan expedita en esos países bárbaros.
-¡Oh, ya lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre
todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la
justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he
hallado más conforme a las miras de Dios.
-Si se adoptara esa ley -dijo el procurador del rey-, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí
que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.
-Probablemente con el tiempo se adoptará -dijo Montecristo-. Bien sabéis que las invenciones humanas
marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.
-Entretanto, caballero --dijo el magistrado-, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios,
sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el
conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria
para no olvidarlo una vez adquirido.
-Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de
ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares
como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo
que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.
-¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? -replicó Villefort asombrado.
Montecristo se sonrió.
-Bien, caballero -dijo-. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las
cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es
decír, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.
-Explicaos, caballero --dijo Villefort cada vez más asombrado-. No os comprendo bien.
-Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de
la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro
alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se
escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros
y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías
tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que
debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones
celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor> , y el otro:
«Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.
-Entonces -dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco-, ¿os consideráis como uno
de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?
-¿Por qué no? -dijo Montecristo.
-Perdonad, caballero -replicó Villefort estupefacto-, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis
un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento
habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que
los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre,
digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños
filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de
la tierra.
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-¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber
encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin
embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la
influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete
más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de
que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?
-Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.
-Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin
remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.
-¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales a invisibles?
-¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?
-¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?
-Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.
-¡Ah! -dijo Villefort sonriéndose-, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se
encuentre en contacto conmigo.
-Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo
os lo vuelvo a advertir.
-De modo que vos...
-Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha
encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por
ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque
no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir
que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas
las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues
bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me
cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún
gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los
escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos
adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero,
y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino,
y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los
hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo,
y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que
soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os
necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente
organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey! »
-¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que
someteros a las leyes francesas.
-Ya lo sé, caballero -respondió Montecristo-, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por
medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y
llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier
procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.
-Lo cual quiere decir -replicó vacilando Villefort- que siendo débil la naturaleza humana..., todo
hombre, según vuestro parecer, ha cometido. .. faltas.
-Faltas..., o crímenes -respondió sencillamente el conde de Montecristo.
-¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos -repuso Villefort con voz
alterada-, y que vos sólo sois perfecto?
-No, perfecto no -respondió el conde-. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os
desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.
-¡No!, ¡no!, caballero -dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido-. ¡No! Con vuestra
brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos
familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la
Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía
teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás,
pero Dios es superior a vos.
-Superior a todos, caballero -respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se
estremeció involuntariamente-. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a
erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de
Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.
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-Entonces, señor conde, os admiro -repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo,
acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había
llamado más que caballero-. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo a
impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las
dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?
-Tuve una.
-¿Cuál?
-También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña
más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me
dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde
hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he
oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me
hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un
hombre es recompensar y castigar.» Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas -dijo-, la
Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada
que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo
puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia.» Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma,
pero no importa -repuso Montecristo -, ahora mismo lo ratificaría.
Villefort le miraba con asombro.
-Señor conde -dijo-, ¿tenéis parientes?
-No, caballero, estoy solo en el mundo.
-¡Tanto peor!
-¿Por qué? -preguntó Montecristo.
-Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más
que la muerte.
-No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.
-¿Y la vejez?
-Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo. -¿Y la locura?
-Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma non bis in idem, es principio de
jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.
-Caballero -repuso Villefort-, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La
apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se
acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa
inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta
conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso
de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de
la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más
poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno
de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser
Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un
día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo
senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando
con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del
cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor
Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del
ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin
alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.
-¡Ay!, caballero -dijo Montecristo-, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento.
Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia
muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón.
Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la
misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar
grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese
terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.
-Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del
anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi
primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.
-¿Y de esa compensación qué resulta? -preguntó Montecristo.
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-Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la
justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona,
le ha castigado solamente a él.
Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho
huir a Villefort si hubiese podido oírlo.
-Adiós, caballero -repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie-, os
dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis
mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.
Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió
a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.
Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo , dando un profundo suspiro:
-¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!
Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:
-Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.
Capítulo octavo
Haydée
El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de
Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.
La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de
paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento
en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí,
que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se
había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía
leer en el rostro de su amo.
Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase
dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba
prepararse para las emociones dulces, como las otras almas ne. cesitan prepararse para las emociones
violentas.
La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde.
Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas
cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con
almohadones movibles de ricas telas de Persia.
Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera
pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega,
la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que
Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.
La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito
redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa.
Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo
derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no
dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía
pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría
resultado de una coquetería algún tanto afectada.
En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco,
bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol
de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de
oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de
plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello
y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la
cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto
ambicionan nuestras elegantes parisienses.
Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una
linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este
rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de
mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la
flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.
Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.
Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.
Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.
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El conde entró en la estancia.
Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo,
en la sonora lengua de las hijas de Atenas:
-¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?
Montecristo se sonrió.
-Haydée-dijo-, bien sabéis...
-¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? -le interrumpió la joven griega-. ¿He cometido
alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.
-Haydée -replicó el conde-, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.
-Libre ¿de qué? -preguntó la joven.
-Libre de abandonarme.
-¿Abandonarte...?, ¿y por qué habría de hacerlo?
-¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.
-Yo no quiero ver a nadie.
-Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto...
-Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.
-Pobre Haydée -dijo Montecristo-, es que nunca has hablado más que con lo padre y conmigo.
-¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me
llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.
-¿Te acuerdas de lo padre, Haydée?
La joven se sonrió.
-Está aquí y aquí -dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.
-Y yo, ¿dónde estoy? -preguntó sonriéndose Montecristo.
-Tú--dijo ella-, tú estás en todas partes.
El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.
-Ahora, Haydée -le dijo-, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes
conservar lo traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre
estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes,
pero lo suplico una cosa.
-Dime.
-Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna
ocasión el nombre de lo ilustre padre ni el de lo pobre madre.
-Ya lo lo he dicho, señor, no veré a nadie.
-Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de
nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá
siempre, ya sigas vivendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.
La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:
-O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?
-Sí, hija mía -dijo Montecristo-. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que
abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.
-Nunca lo abandonaré yo, señor -dijo Haydée-, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.
-¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.
-Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me
parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.
-Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?
-¿Te veré?
-Todos los días.
-Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?
-Temo que lo aburras.
-No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has
venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes
horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los
cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.
-Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de
diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda,
porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.
-Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi
padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.
El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus
labios como de costumbre.
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Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió
murmurando estos versos de Píndaro:
«Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor...»
Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.
Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.
En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.
La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían
hermosísimas flores.
El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector,
no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al
conde.
Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de
agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado
bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.
En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.
La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la
habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones
en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se
había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia
entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una
casa sumamente agradable por un precio bastante módico.
El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco
verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para
Julia, que no estudiaba este bello arte.
El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su
hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.
El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la
puerta el carruaje del conde de Montecristo.
Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la
señora Herbault y el señor Maxiniiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.
-¡Para el conde de Montecristo! -exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del
conde-, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no
haber olvidado vuestra promesa.
Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos
de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.
-Venid, venid, quiero serviros de introductor -dijo Maximiliano-; un hombre como vos no debe ser
anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus
dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora
Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente,
como decimos en la escuela politécnica.
El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una
bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.
Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el
mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.
Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.
Maximiliano soltó una carcajada.
-No lo incomodes, hermana -dijo-, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París.
Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.
-¡Ah, caballero -dijo Julia-, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta...
¡Penelón...! ¡Penelón...!
Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su
gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez
bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los
vientos de las tempestades.
-Creo que me habéis llamado, señorita Julia -dijo-, aquí me tenéis.
Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había
podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.
-Penelón -dijo Julia-, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano
conduce a este caballero al salón.
Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:
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-¡Me permitiréis que me retire un instante!
Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.
-¡Ah!, mi querido Morrel -dijo Montecristo-, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda
la casa.
-Mirad, mirad -dijo Maximiliano riendo-. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y
a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.
-Creo que es una familia dichosa, caballero -dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.
-¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes,
alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas,
se imaginan poseer las riquezas del Perú.
-Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco -dijo Montecristo con una dulzura que conmovió
a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre-, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya
llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado..., o médico..., o...
-Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha
muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no
éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble
probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer,
trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno
espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna
más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en
hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas
tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de
pagar las cuentas vencidas.
»-Julia -le dijo-, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que
completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias.
¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la
casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios.
Traspasaremos la clientela, si lo parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una
carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo.
Conque, a ver, ¿qué lo parece que hagamos?
H-Amigo mío -dijo mi hermana-, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para
siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?
»-Esta misma era mi opinión -respondió Manuel-,sin embargo, quería saber la tuya.
»-Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas,
podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el
escritorio.
»Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer
asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.
»-Caballero -dijo Manuel-, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En
cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.
»-¿Y desde cuándo? -preguntó el cliente asombrado.
»-Desde hace un cuarto de hora.
-Y aquí veis, caballero -continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano-,cómo mi hermana y mi cuñado no
tienen más que veinticinco mil francos de renta.
Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado
cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la
importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.
El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso
vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.
Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de
acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.
Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los
gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.
Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y
pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después
de los primeros cumplidos.
Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su
ensimismamiento, dijo:
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-Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí
encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de
miraros a vos y a vuestro marido.
-Somos muy felices, en efecto, caballero -repuso Julia-, pero hemos sufrido mucho y pocas personas
habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros.
La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.
-¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Chateau-Renaud -replicó Maximiliano-; para
vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de
familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en
este pequeño cuadro.
-¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? -inquirió Montecristo.
Julia respondió:
-Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos.
Nos envió uno de sus ángeles.
Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.
-Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada -dijo Manuel-, no saben lo que es la
felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado
nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.
Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido
la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.
-Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde -dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.
-No, no -respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en
tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una
almohadilla de terciopelo negro-. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un
papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.
Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:
-Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.
-En efecto, este diamante es bastante hermoso -repuso el conde de Montecristo.
-¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor
conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de
quien hablábamos hace poco.
-No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora -replicó el conde de
Montecristo inclinándose-; perdonadme, no he querido ser indiscreto.
-¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este
asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo
expondríamos de tal modo a la vista de todos.
-¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro
bienhechor desconocido nos revelase su presencia.
-¡Ah! Ahora voy comprendiendo -dijo Montecristo con voz ahogada.
-Caballero -dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda-, esto ha
tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro
nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la
miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta -y sacando
Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde-, esta carta fue escrita por él un día en que mi
padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana
por el generoso desconocido.
Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros
lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino> .
-¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?
-Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este
favor -añadió Maximiliano-, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido
penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.
-¡Oh! -dijo Julia-, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que
ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a
quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando,
pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que
fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo,
según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.
-¡Un inglés! -exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia-, ¿un inglés,
decís?
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-Sí -replicó Maximiliano-, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa
Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los
señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto
sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?
-Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese
prestado ese servicio?
-Sí.
-Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción
que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?
-Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.
Montecristo preguntó:
-¿Cuál era su nombre?
-Nunca ha dejado otro -respondió Julia, mirando al conde con profunda atención- que el del billete:
Simbad el Marino.
-Que no sería su nombre verdadero.
-Es probable -dijo Julia, sin dejar de mirarle.
El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo
reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.
-Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa
corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?
-¡Oh!, ¿pero le conocéis? -exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.
-No -dijo Montecristo-, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal... lord Wilmore, de una
generosidad admirable.
-¿Sin darse a conocer?
-Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.
-¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos-, pues ¿en qué creía ese
desgraciado?
-Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí -dijo Montecristo, a quien esta voz que
partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra-, pero después de este tiempo, tal vez
habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.
-¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? -preguntó Manuel.
-¡Oh!, si le conocéis, caballero -exclamó Julia-, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo,
enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el
agradecimiento.
Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.
-¡En nombre del cielo, caballero -áijo Maximíliano-, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!
-¡Ay! -dijo el conde conteniendo la emoción de su voz-, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo
que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque
mucho dudo que vuelva.
-¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! -exclamó Julia con espanto.
Y a la joven se le saltaron las lágrimas.
-Señora -dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por
las mejillas de Julia-, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida,
porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.
Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.
-Pero ese lord Wilmore -dijo- tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos...?
-¡Oh!, no insistáis -dijo el conde-, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No,
lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y
me hubiera contado ése.
-¿Y no os ha dicho nada? -preguntó Julia.
-Nada, en absoluto.
-¿Ni una palabra que os hiciera suponer...?
-Ni una sola palabra.
-Sin embargo, hace poco le nombrasteis.
-¡Ah!, no era más que una suposición.
-Hermana, hermana -dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde-, el señor tiene razón. Acuérdate
de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.
-Vuestro padre os decía..., ¿qué os decía, señor Morrel? -repuso vivamente.
-Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido
de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba
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muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello,
pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando
se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa
parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó
en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:
«-¡Maximiliano: era Edmundo Dantés...! »
La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas
palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado
la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brusca y embarazada, y estrechando las
manos de Manuel y Maximiliano, dijo:
-Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho
vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en
muchos años me he olvidado de mí mismo.
Y salió apresuradamente.
-Este conde de Montecristo es un hombre singular -dijo Manuel.
-Sí -respondió Maximiliano-, pero yo creo que tiene un corazón excelente, y estoy seguro de que nos
ama.
-Y a mí -dijo Julia- me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la
primera vez que le veía.
Capítulo noveno
Píramo y Tisbe
Cerca del barrio de Saint-Honoré, detrás de una hermosa casa notable entre las de este suntuoso barrio,
se extiende un vasto jardín, cuyos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer
cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente
sobre dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.
Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos
jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se
contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín
que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la
propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la especulación, es decir, una calle en el extremo
de esta huerta, con nombre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta
huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de Saint-Honoré.
Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La calle bautizada murió en la
cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la
suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro, se
contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.
No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía
sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del
aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que
las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las junturas, pero
esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.
En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo
grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado.
Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus
habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de producir
un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.
Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros
árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire.
En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y
sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien
pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este
asilo misterioso, está justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante los
días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es
decir, de los negocios y del bullicio.
En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una
sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco,
junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una
joven, cuyas miradas penetraban en 4 terreno desierto que ya conocemos.
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Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso,
vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros
cuidadosamente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su
alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con
pasos precipitados hacia la reja.
Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos
hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo
pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el
tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:
-No temáis, Valentina, soy yo.
La joven se acercó.
-¡Oh, caballero! -dijo-. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que
me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi
camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado
que temo no se acabe en mucho tiempo...? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué
significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de
momento.
-Querida Valentina -dijo el joven-, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo,
siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras
me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce
reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo
de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.
-¿Establecido...? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo
que nos concierne con ese tono de broma?
-¡Oh! Dios me libre --dijo el joven- de bromear con lo que decidirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser
un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra
tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del
ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar
alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que
defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.
-Bueno, ¡qué locura!
-Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda
seguridad.
-Veamos, explicaos.
-Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había
concluido, y yo se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que
yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo
contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es
imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo
hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto...? Así, pues, ya lo veis. De aquí en
adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala apoyada contra mí tapia, y
mirar por encima, y sin temor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os
amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con
una gorra y una blusa.
Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo con tristeza, y como si una
nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:
-¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios.
Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.
-¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he
subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado
confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que
corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de
serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepentiros por
haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais
prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura,
porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido
en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de
Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho.
Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me
olvide de todo lo demás.
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-Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y
desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me
causaba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que
experimento al veros.
-¡De peligros! -exclamó Maximiliano-, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis
visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina,
pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta
huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido
alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia,
ridículo obstáculo para mi juventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he
manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados.
Confesad eso al menos para que no os crea injusta.
-Tenéis razón -dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los
cuales aplicó los labios Maximiliano-. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis
obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo
fuese exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida,
a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado,
cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo corazón late sin duda por
mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son
más fuertes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano,
soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!
-Valentina -dijo el joven profundamente conmovido-, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el
mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que
nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se
levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder
sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio
vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas
vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce
que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis
sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi
moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo,
y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma?
¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón,
cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os
asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estuviera en vuestro lugar, si yo
supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi
mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: «Sí,
vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»
Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.
La reacción de Maximiliano fue instantánea.
-¡Valentina! -exclamó-. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda
ofenderos.
-No -contestó ella-, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en
una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido quebrantando
día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros
superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he confiado. En
apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En
realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser
muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora
Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con
indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula
con su eterna sonrisa.
-¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?
-Por desgracia, amigo mío -dijo Valentina-, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí
proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.
-¿Y qué?
-Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que
éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi
madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día, creo,
¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta
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fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría
ni un instante.
-¡Pobre Valentina!
-Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y
tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer
impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como
está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a
luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.
-Pero, Valentina -repuso Maximiliano-, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?
-Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.
-Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no
obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las
familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza
se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en
el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en
nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país,
Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.
-No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel
llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en
la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre
madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.
-No obstante, Valentina -repuso Maximiliano-, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como
habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo
alto de su grandeza.
-¡Ah!, amigo mío --exclamó Valentina-, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme...
-¿Qué queréis que os diga? -repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.
-Decidme -continuó la joven-, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro
padre y el mío en Marsella?
-Que yo sepa, ninguno -respondió Maximiliano-, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario
de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que
había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?
-Voy a decíroslo -repuso ésta-, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro
nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier,
donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron
anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo
mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al
llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais
anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz..., pero temerosa al
mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera
omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas
mis fuerzas y 1eí el párrafo.
-¡Querida Valentina!
-Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan
convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un
estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que
fue una ilusión de mi parte. «Morrel -dijo mi padre-, ¡espera un poco! » Frunció las cejas y continuó: «
¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos
causaron en 1815?
-Sí -respondió Danglars-, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.
-Así es, en efecto -dijo Maximiliano-. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.
-¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.
-No importa -dijo Maximiliano sonriendo-, decidlo todo.
-Su emperador -continuó, frunciendo las cejas-, sabía darles el lugar que merecían a todos esos
fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el
nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la
conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.
-En efecto, es una política un tanto brutal -dijo Maximiliano-, pero no sintáis, querida mía, lo que ha
dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin
cesar: « ¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y
abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo
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pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la
salida del procurador del rey?
-¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos
momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo
estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de
ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso
del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su
emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.
-En efecto -dijo Maximiliano-, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como
sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que
se hicieron en tiempo de la Restauración.
-Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo
bonapartista, el hijo realista..., en fin, ¿qué queréis...? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico
con la mirada.
-¿Qué os ocurre, querido papá? -le dije, ¿estáis contento?
Hízome una señal afirmativa con la cabeza.
-¿De lo que acaba de decir mi papá? -le pregunté.
Díjome por señas que no.
-¿De lo que ha dicho el señor Danglars?
Otra seña negativa.
-¿Será tal vez porque al señor Morrel -no me atreví a decir Maximiliano- lo han nombrado oficial de la
Legión de Honor?
Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.
-¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de
Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas
veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.
-Es muy particular -dijo Maximiliano, reflexionando--, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro
abuelo... ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!
-¡Silencio! -exclamó de repente Valentina-. ¡Escondeos, huid, viene gente!
Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.
-Señorita, señorita -gritó una voz detrás de los árboles-, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una
visita en la sala!
-¡Una visita! -exclamó Valentina agitada-, ¿y quién ha venido a visitarnos?
-Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo .
-Ya voy -dijo en voz alta Valentina.
Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de
despedida al fin de cada entrevista.
-¡Qué es esto! -dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada-, ¿cómo conoce
el conde de Montecristo al señor de Villefort?
En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el
objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la
casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.
La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a
su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar
del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las
gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar
uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le
perdonen, porque tiene tanto talento... ! »
Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.
-Mi esposo come hoy en casa del señor canciller -respondió la joven-, acaba de salir en este momento y
estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.
Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se
retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.
-A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? -dijo la señora de Villefort a Eduardo-; que la avisen de
que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.
-¿Tenéis una hija, señora? -inquirió el conde-, será todavía una niña.
-Es la hija del señor de Villefort -replicó la señora-, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa
figura.
-Pero melancólica -interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de
la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.
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La señora de Villefort se contentó con decir:
-Silencio, Eduardo.
Luego añadió:
-Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la
señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno
que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la
causa de ello.
-Es que la buscan donde no está.
-¿Dónde la buscan?
-En el cuarto del abuelo Noirtier.
-¿Y tú opinas que no está allí?
-No, no, no, no, no está allí -respondió Eduardo tarareando.
-¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.
-Está debajo del castaño grande --continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su
madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.
La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio
donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.
La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las
huellas de sus lágrimas.
Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin
darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul
inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su
madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible,
le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante
poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.
Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin
ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del
conde.
Este se levantó.
-La señorita de Villefort, mi hijastra -dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia
adelante, presentando la mano a Valentina.
-Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina ---dijo el pilluelo,
dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.
Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga
doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia,
lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.
-Pero, señora --dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la
hija-, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello,
y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir
confuso, dispensadme por la expresión.
-No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos
muy rara vez -dijo la joven esposa.
-Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este
gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo
haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde...,
esperad... -Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.
-No, es en otra parte..., es en... yo no sé..--- pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol
brillante y de una especie de solemnidad religiosa... La señorita tenía flores en la mano, el niño corría
detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado... Ayudadme,
señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?
-De veras que no -respondió la señora de Villefort-, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en
alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.
-El señor conde nos habrá visto quizás en Italia -dijo tímidamente Valentina.
-En efecto, en Italia..., es muy posible -dijo Montecristo-. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?
-La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me
recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.
-¡Ah!, es verdad, señorita -exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado
para fijar todos sus recuerdos---. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo
donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el
honor de veros.
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-Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis -dijo la señora de
Villefort-, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido
el honor de veros.
-Es muy extraño, ni yo tampoco -dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a
Montecristo.
Eduardo dijo:
-Yo sí me acuerdo.
-Voy a ayudaros -dijo el conde-. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos
no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño
desapareció corriendo detrás del pájaro.
-Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? -dijo Eduardo-, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.
-Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco
de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber
hablado mucho tiempo con alguien?
-Desde luego -dijo la señora de Villefort poniéndose colorada-,
con un hombre envuelto en una gran capa..., con un médico, según creo.
-Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda,
curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto
de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de
costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias
personas que se conservaba todavía en Perusa.
-¡Ah, es verdad! -dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud-, ahora recuerdo.
-Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora -replicó el conde con una tranquilidad
perfecta-, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.
-Como vos erais médico -dijo la señora de Villefort- puesto que habíais curado varios enfermos...
-Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado
a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado
bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado..., ya comprenderéis.
En este momento dieron las seis.
-Son las seis -dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación-, ¿no vais a ver si come ya
vuestro abuelo, Valentina?
La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.
-¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? -dijo el
conde, así que Valentina hubo salido.
-No lo creáis -repuso vivamente la joven-, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier
la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi
suegro.
-Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.
-¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y
temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios
domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.
-No he dicho yo eso, señora -respondió Montecristo sonriéndose-. He estudiado la química, porque,
decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.
-Mithridates, rex Ponticus -dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que
iba doblando y guardando en el bolsillo.
-¡Eduardo, no seas malo! -exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de
su hijo-. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.
-¡El álbum...! -dijo Eduardo.
-¿Qué quieres decir, el álbum?
-Sí, sí, quiero el álbum...
-¿Por qué has cortado los dibujos?
-Porque me da la gana.
-Vete, ¡vete!
-No, no, no me iré hasta que me des el álbum --dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a
su costumbre de no ceder nunca.
-Toma, y déjanos en paz -dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado
de su madre.
El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.
-Veamos si cierra la puerta -murmuró.
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Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta
de ello.
Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.
-Permitidme que os haga observar, señora -dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida-,
que sois muy severa con ese niño encantador.
-Es necesario, caballero -replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.
-Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha
perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.
-¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy
voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates
emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?
-Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo,
Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.
-¿Y os salió bien?
-Completamente.
-Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.
-¡De veras! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-, pues yo no lo recuerdo.
-Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que
sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales
no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.
-Es cierto -dijo Montecristo-, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado
infaliblemente a un napolitano o a un árabe.
-¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio
de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa
absorción progresiva del veneno?
-Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.
-Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis
acostumbrado?
-Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos..., suponed
que este veneno sea..., la brucina, por ejemplo...
-Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo -dijo la señora de Villefort.
-Exacto, señora -respondió Montecristo-, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi
enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.
-¡Oh!, lo confieso -dijo la señora de Villefort-, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a
la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad,
os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.
-¡Pues bien! -repuso Montecristo-, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis
un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un
centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es
decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no
hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma
jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un
poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.
-¿No conocéis otro contraveneno?
-No conozco ningún otro.
-Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates -dijo la señora de Villefort pensativa-, y la había
tomado por una fábula.
-No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me
preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho
preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.
-Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y
cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de
las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para
llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.
-Tanto más, señora -respondió Montecristo- cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a
hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una
arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus
enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en
realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una
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sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química
con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.
-¿De veras? -exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.
-¡Oh!, sí, señora -continuó Montecristo-. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo,
desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el
infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral,
y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades
de amor o a sus deseos de venganza.
-Pero, caballero -repuso la joven-, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una
parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede
suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los
sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el
gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo
hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de
oro para divertirse en sus horas de tedio.
-No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro
nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey.
Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que
tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre
que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de
arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan
pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que
haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma.
Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y
extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el
nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman:
«Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que
reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido,
condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros
septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo
confesarlo.
-¿Qué queréis, caballero? -dijo riendo la joven-, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el
secreto de los Médicis o de los Borgias.
-Ahora bien -dijo el conde encogiéndose de hombros-, ¿queréis que os diga la causa de todas esas
torpezas...? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se
representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al
punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran
las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro
soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas .a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero
salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las
calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros
al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto
completamente.»
-Entonces -dijo la señora de Villefort-, ¿habrán encontrado la famosa agua-tofana, que suponían
perdida en Perusa?
-¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la
vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es
decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro
sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de
pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo
fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en
general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como
decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había
estudiado toda clase de fenómenos.
-Eso es espantoso, pero admirable -repuso la joven-. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran
invenciones medievales.
-Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el
tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su
más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir
como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.
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-De suerte que -replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella
deseaba-, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y probablemente más
tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas...
-Eran objetos de arte, señora, nada más que eso -repuso el conde-. ¿Creéis que el verdadero sabio se
dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede
decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto
asombrosos experimentos.
-¿De veras?
-Sí, os citaré uno solo... Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de flores y de frutos; entre ellos
elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solución de
arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla.
Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adelmonte
estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía
una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y
frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se
moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de
un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su
cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come
estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las
convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre
el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que
después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdimiento, justamente
cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y cae' en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y
las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes.
Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o
de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a
la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus
accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:
-El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.
-Pero -dijo la señora de Villefort- todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser
destruidas por el menor accidente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien
pasos del estanque.
-¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso
saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.
La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.
-Pero -dijo- el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el
cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.
-¡Bien! -exclamó Montecristo-, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me
respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el
mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»
» Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la regó con una solución de
sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba
perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba
muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces
de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no
quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del
sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso
raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.
La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.
-Es una dicha -dijo-, que tales sustancias no puedan ser preparadas más que por químicos, si no la mitad
del mundo envenenaría a la otra mitad.
-Por químicos o personas que se ocupan de la química -repuso cándidamente Montecristo.
-Y después de todo -dijo la señora de Villefort-, por bien preparado que esté, el crimen siempre es
crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los
orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.
-¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra,
pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siempre
resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas
levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se
agota en pensarlas.
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Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o
que le administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que
decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados,
que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si
pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si
apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin
el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la
extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible
instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad.
.. ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy
poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.
-Pero queda la conciencia -dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.
-Sí --dijo Montecristo-, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado.
Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil
disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el
sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejemplo,
tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En
efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios
de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me
molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.
Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su
marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace
perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su
conciencia.
La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras pronunciadas por el conde con
aquella ironía sencilla que le era peculiar.
Después de una pausa, dijo:
-¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún
tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan
rápidamente le devolvió la vida.. .
-¡Oh!, no os fiéis de eso, señora -dijo Montecristo-; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida
a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le
hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran
muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la
imprudencia de tocar.
-¿Acaso es algún terrible veneno?
-¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra
veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser
remedios saludables por la manera con que son administrados.
-¿Y entonces de qué se trataba?
-Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.
-¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, debe ser un excelente antiespasmódico.
-Magnífico, señora, ya lo visteis -respondió el conde-, y yo hago de él un use bastante frecuente, con
toda la prudencia posible, se entiende -añadió riendo.
-Lo creo -replicó la señora de Villefort en el mismo tono- En cuanto a mí, tan nerviosa y tan propensa a
desmayarme, necesitaría de un doctor Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente
y me tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada. Entretanto, como la cosa es
difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me
atengo a los antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un gran papel en
mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para mí expresamente, tienen doble dosis.
Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el olor de las pastillas como
experto digno de apreciar aquella preparación.
-Son exquisitas -dijo-, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las personas desmayadas. Prefiero
mi específico.
-¡Oh!, yo también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin duda será un secreto, y yo
no soy tan indiscreta que os lo vaya a pedir.
-Pero yo, señora -dijo Montecristo levantándose de su asiento-, soy lo suficientemente galante para
ofrecéroslo.
-¡Oh!, caballero.
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-Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en grandes dosis, un veneno. Una
gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o seis matarían infaliblemente de una manera tanto más
terrible que derramadas en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase
que os quiero aconsejar.
Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de Villefort que venía a comer
con ella.
-Si yo tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en vez de ser la segunda -dijo la
señora de Villefort-, si tuviese el honor de ser vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora,
insistiría en que os quedaseis a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.
-Mil gracias, señora -respondió Montecristo--, tengo un compromiso al cual no puedo faltar. Prometí
llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta
noche.
-Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.
-¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de conversación que acabo de tener a
vuestro lado, lo cual es enteramente imposible.
Montecristo saludó y salió.
La señora de Villefort se quedó reflexionando.
-¡Qué hombre tan extraño! -dijo-, debiera llamarse también Adelmonte.
Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.
-Veamos --dijo, al tiempo de marcharse-, éste es buen terreno. Estoy convencidísimo de que cualquier
clase de grano que en él se siembre, produce inmediatamente su fruto.
Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le había prometido.
Capítulo diez
Roberto el diablo
El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la
Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de
Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de
París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez
personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.
Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.
Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.
Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde
de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que
tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les
ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.
Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado
de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que
fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.
En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la
señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.
Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.
También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha
empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no
en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido
de las puertas y el de las conversaciones.
-¡Cómo! -dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal-. ¡Cómo! ¡La condesa G...!
-¿Quién es esa condesa G...? -preguntó Chateau-Renaud.
-¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G...?
-¡Ah!, es verdad -dijo Chateau-Renaud-, ¿no es esa encantadora veneciana?
-Justamente.
En aquel momento la condesa G... reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una
sonrisa.
-¿La conocéis? -dijo Chateau-Renaud.
-Sí -exclamó Alberto-, le fui presentado en Roma por Franz.
-¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?
-Con muchísimo gusto.
-¡Silencio! -gritó el público.
Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la
música.
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-Estaba en las carreras del Campo de Marte -dijo Chateau-Renaud.
-¿Hoy?
-Sí.
-En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?
-¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.
-¿Y quién ganó?
-Nautilus, yo apostaba por él.
-¿Pero había tres carreras?
-Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.
-¿Qué?
-¡Chist... ! -gritó el público, impacientándose.
-¿Qué. .. ? -replicó Alberto.
-Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.
-¿Cómo?
-¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey
con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño.
Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se
adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.
-¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?
-No.
-Decís que el caballo llevaba el nombre de...
-Vampa.
-Entonces -dijo Alberto- yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.
-¡Silencio...! -gritó por tercera vez el público.
Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se
dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo
la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se
volvieron hacia el escenario.
En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray
tomaron sus asientos.
-¡Ahí!, ¡ahí! -dijo Chateau-Renaud-, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué
diablos miráis a la derecha? Os están buscando.
Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un
saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta
sus grándes y hermosos ojos negros.
-En verdad, amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la
señorita Danglars, es una joven lindísima.
-No lo niego -dijo Alberto-, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más
suave, en fin, más femenina.
-¡Qué jóvenes estos! -dijo Chateau-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef
cierto aire paternal-, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora
y no estáis contento!
-Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora
siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.
En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que
acababa de confesar el joven Morcef.
Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus
cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros
como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con
demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar
en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa
Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían
resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos
hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía
ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.
Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza.que acabamos de
describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más
muscular en su belleza.
Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su
fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba
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fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada.
Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles
para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi
paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.
La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía
que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.
Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de
mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco,
había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos
demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.
Morcef y Chateau-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un
momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó
al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al
mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto,
apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G...
-¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero -dijo ésta presentándole la mano con toda la
cordialidad de una antigua amiga-, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por
haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.
-Creed, señora -dijo Alberto-, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra
casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Chateau-Renaud, amigo mío,
uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las
carreras del Campo de Marte.
Chateau-Renaud se inclinó.
-¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? -dijo vivamente la condesa.
-Sí, señora.
-¡Y bien! -repuso la señora G...-. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey
Club?
-No, señora -dijo Chateau-Renaud-, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.
-¿Deseáis saberlo..., señora condesa? -preguntó Alberto.
-Con toda mi alma. Figuraos que... ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?
-Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos...
-¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me
inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que
si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando
bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca.
¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi. escalera al jockey de casaca color de
rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero
que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el
jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:
«A la condesa G..., lord Ruthwen.»
-Eso es, justamente -dijo Morcef.
-¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
-Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
-¿Quién es lord Ruthwen?
-El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.
-¿De veras? -exclamó la condesa-. ¿Está aquí?
-Sí, señora.
-¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?
-Es mi íntimo amigo, y el señor Chateau-Renaud también tiene el honor de conocerle.
-¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?
-Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.
-¿Y qué?
-¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?
-¡Ah, es cierto!
-¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?
-Sí, sí.
-Llamábase Vampa. Bien veis que era él.
-¿Pero por qué me ha enviado esa copa?
-Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá
alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.
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-¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?
-¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord
Ruthwen...
-¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!
-¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?
No; lo confieso.
-Entonces...
-¿Conque está en París?
-Sí.
-¿Y qué sensación ha producido?
-¡Oh! -dijo Alberto-, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de
Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.
-Amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal.
No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de
Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de
treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club,
según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento
más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con
sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.
-Es posible -dijo Morcef-, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?
-¿Cuál? -preguntó la condesa.
-El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.
-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, ¿había en él alguien durante el primer acto?
-¿Dónde?
-En ese palco.
-No -repuso la condesa-, no he visto a nadie. De modo que -continuó, volviendo a la primera
conversación-, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?
-Estoy seguro.
-¿Y quien me ha enviado la copa?
-Sin duda alguna.
-Pero yo no le conozco -dijo la condesa-, y tengo ganas de devolvérsela.
-¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus
maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.
En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se
levantó para volver a su asiento.
-¿Os volveré a ver? -preguntó la condesa.
-En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.
-Señores ---dijo la condesa-, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para
los amigos.
Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.
Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la
platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se
detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a
cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era
admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto
hacia ella.
-¡Cómo! -dijo Alberto-. Montecristo y su griega.
En efecto, eran el conde y Haydée.
Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino
de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos
de la lucerna, aquella cascada de diamantes.
El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas
un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante,
era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.
Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la
visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban
claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos
señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con
su frialdad habitual.
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-A fe mía, querido -dijo Debray-, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que
le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y
quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para
librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante
a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.
-¿No es increíble? -dijo la baronesa- que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no
esté mucho mejor instruido?
-Señora -dijo Luciano-, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra
cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el
ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.
-Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de
cinco mil francos cada uno.
-¡Oh!, los diamantes -dijo Morcef riendo-, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva
siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.
-Debe haber encontrado alguna mina -dijo la señora Danglars-. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado
sobre la casa del barón?
-No, no lo sabía -respondió Alberto-, pero se comprende muy bien.
-¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis
millones?
-Es el sha de Persia que viaja de incógnito.
-Y esa mujer, señor Luciano -dijo Eugenia-, ¿habéis reparado qué hermosa es?
-En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.
Luciano acercó su lente a su ojo derecho.
-Encantadora -dijo.
-¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?
-Señorita -dijo Alberto-, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje
de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.
-Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien
como nosotros.
-Siento -dijo Morcef- ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis
conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos
de una guzla que sin duda estaba tocando ella.
-¿Recibe vuestro conde? -preguntó la señora Danglars.
-Y de una manera espléndida, os lo aseguro.
-Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin
de que nos lo devuelva.
-¡Cómo! ¿Iríais a su casa? -dijo Debray riendo.
-¿Por qué no? ¡Con mi marido!
-Pero si es soltero el misterioso conde.
-Ya veis que no lo es -dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.
-Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.
-Convenid, mi querido Luciano -dijo la baronesa-, que más bien tiene aire de una princesa.
-De las Mil y una noches.
-De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en
ésa no se ve otra cosa.
-Lleva demasiados -dijo Eugenia-; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su
cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.
-¡Oh!, la artista -dijo la señora Danglars-, ¡cómo se entusiasma!
-¡Me apasiona todo lo hermoso! -dijo Eugenia.
-Pero ¿qué decís entonces del conde? -dijo Debray-. Me parece también muy buen mozo.
-¿El conde? -dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado-, el conde está demasiado pálido.
-Precisamente en esa palidez -dijo Morcef- está el secreto que buscamos. La condesa G... dice que es
un vampiro.
-¿Está de vuelta la condesa G... ? -preguntó la baronesa.
-En ese palco de al lado -dijo Eugenia-, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos
cabellos rubios admirables, ella es.
-¡Ah! , sí -repuso la señora Danglars-, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?
-Mandad, señora.
-Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.
-¿Para qué? -dijo Eugenia.
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-¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?
-Absolutamente ninguna.
-¡Qué rara eres! -murmuró la baronesa.
-¡Oh! -dijo Morcef-, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.
La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.
-Vamos -dijo Morcef-, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.
-Id a su palco, es lo más sencillo.
-Pero aún no he sido presentado...
-¿A quién?
-A la bella griega.
-Es una esclava, según decís.
-Sí, pero vos decís que es una princesa... No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.
-Es posible, id.
-Ahora mismo.
Morcef saludó y se fue.
Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde
dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.
Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que
rodeaba al nubio.
-En verdad -dijo Montecristo-, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo
singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre
Alí, que no sabe qué significa eso.. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a
Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.
-Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero,
creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de
moda.
-¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?
-¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador
del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin,
ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.
-¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?
-Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean
en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro
caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?
-¡Ah! ¡Es verdad! -dijo el conde-, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene
algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.
-Vendrá esta noche.
-¿Dónde?
-Creo que al palco de la baronesa.
-¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?
-Sí.
-Os doy mis parabienes.
Morcef se sonrió.
-Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente -dijo¿Qué decís de la música?
-¿De qué música?
-¿De qué ha de ser...?, de la que acabamos de oír.
-Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por
pájaros sin plumas, como decía Diógenes.
-¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!
-Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído,
duermo.
-Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.
-No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo,
necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación...
-¡Ah! ¿El famoso hachís?
-Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.
-Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa -dijo Morcef.
-¿En Roma?
-Sí.
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-¡Ah! , era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su
país.
Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.
En este momento oyóse la campanilla.
-Disculpadme -dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.
-¡Cómo!
-Mil recuerdos de parte mía a la condesa G..., de parte de su vampiro.
-¿Y a la baronesa?
-Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.
El tercer acto empezó.
Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había
prometido.
El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó
en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.
Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.
En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas
primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.
El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus
respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey
dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después
el telón y toda la concurrencia se dispersó.
El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.
Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.
-¡Ah!, venid, señor conde -exclamó-, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que
ya os he dado por escrito.
-¡Oh!, señora-dijo el conde-, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.
-Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro
que le hicieron correr los mismos caballos.
-Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar
a la señora de Villefort este eminente servicio.
-¿Y fue también Alí -dijo el conde de Morcef- quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos
romanos?
-No, señor conde ---dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general-. No; ahora a
quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que
me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra
encantadora hija.
-¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más
que de vos. Eugenia -continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija-, el señor conde de Montecristo .
El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.
-Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde -dijo Eugenia-, ¿es vuestra hija?
-No, señorita -dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso
aplomo-, es una pobre griega de la que soy tutor.
-¿Y se llama... ?
-Haydée -respondió Montecristo.
-¡Una griega! -murmuró el conde de Morcef.
-Sí, conde -dijo la señora Danglars-, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde
habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿habéis servido en Janina, señor conde?
-He sido general instructor de las tropas del bajá -respondió Morcef-, y mi poca fortuna proviene de las
liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.
-¡Pues vedla ahí! -insistió la señora Danglars.
-¡Dónde! -balbució Morcef.
-Allí -dijo Montecristo.
Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.
En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la
de Morcef, a quien tenía abrazado.
Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante,
como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un
débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto
abrió la puerta.
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-¿Cómo? -dijo Eugenia-. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha
sentido indispuesta.
-Así es -dijo el conde-, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy
sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero -añadió el
conde, sacando un pomo del bolsillo-, tengo aquí el remedio.
Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray,
y salió del palco de la señora Danglars.
Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano.
Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.
-¿Con quién hablabais, señor? -preguntó la griega.
-Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de lo ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna
-respondió el conde.
-¡Ah, miserable! -exclamó Haydée-, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su
traición. ¿No sabíais eso?
-Había oído algo de esa historia en Epiro -dijo Montecristo-, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía,
ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.
-¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.
Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas
y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.
-¡En nada se parece ese hombre a los demás! -dijo la condesa G... a Alberto, que había vuelto a su
lado-. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.
CUARTA PARTE
EL MAYOR CAVALCANTI
Capítulo primero
El alza y la baja
Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a
hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el
aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales.
Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.
Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases
corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.
Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este
sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse,
que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que
regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón
en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior.
Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la
curiosidad de la baronesa.
-¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? -preguntó a Alberto de Morcef.
-¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.
-¿Todavía continúa eso?
-Más que nunca-dijo Luciano-, es un negocio corriente.
Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a
permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a
pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.
-¡Ah! -dijo Montecristo-. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una
resolución.
-¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas
piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el
señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las
provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía
patrimonio, empezaron a hacerse ricos.
-Sí, efectivamente -dijo Montecristo-, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me
ha hablado de eso -y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum-. La
señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?
-Bellísima -respondió Alberto-, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.
-¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!
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-¡Oh! -exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.
-¿Sabéis? -dijo Montecristo, bajando la voz-, que no me parecéis muy entusiasmado con esa boda?
-La señorita Danglars es demasiado rica para mí -dijo Morcef-, eso me asusta.
-¡Bah! -dijo Montecristo-, razón de más, ¿no sois vos también rico?
-Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me
case.
-Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre
esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además,
el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la
pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada.
Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!
Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.
-Aún hay más -dijo.
-Confieso -repuso Montecristo- que me cuesta trabajo el comprender esa repugnancia hacia una joven
hermosa y rica.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Morcef-, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.
-¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.
-De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y segura. ¡Pues bien!, no se sonríe al
hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.
-¡Oh! -dijo el conde con un tono algo afectado-, eso se concibe fácilmente. La condesa de Morcef, que
es la distinción, la aristocracia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, grosera y
brutal; nada más sencillo.
-Yo no sé si es eso -dijo Alberto-; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían
haberse reunido para hablar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza...
-¿Verdaderos...? -dijo el conde sonriendo.
-¡Oh!, sí, sin duda el miedo..., en fin, aplazaron la cita hasta pasados dos meses. No corría prisa, como
comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos meses
expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me
encuentro... ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!
-¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.
-¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.
-Pues casaos, entonces -dijo el conde, encogiéndose de hombros.
-Sí -dijo Morcef-; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.
-Entonces no os caséis -exclamó el conde.
-Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del
compromiso. ¡Oh!, por no dar un disgusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el
conde, mi padre.
Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.
-¡Vaya! -dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la
mano derecha y en la izquierda una cartera-, ¿hacéis álgún croquis de uno de estos cuadros?
-¿Yo? -dijo tranquilamente-. ¡Oh!, sí, un croquis; amo demasiado la pintura para eso. No; estoy
haciendo números.
-¿Números?
-Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en
la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había
comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.
-No es ésa su mejor jugada -dijo Morcef-, no ha ganado este año un millón. ..
-Escuchad, querido -dijo Luciano-, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:
Denaro a santità
Metá della metá.
Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.
-¿Pero no hablabais de Haití? -dijo Montecristo. -¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje
francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió
ayer a 409 y se embolsó 300 000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez
de ganar 300 000, perdía 20 ó 25 000.
-¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? -preguntó Montecristo-. Perdonad, soy muy ignorante
en todas estas intrigas de bolsa.
-Porque -respondió Alberto- las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.
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-¡Ah, diablo! -dijo el conde-. ¿El señor Danglars juega a ganar o perder 300 000 francos en un día?
¡Será inmensamente rico!
-¡No es él quien juega! -exclamó vivamente Luciano-, es la señora Danglars; es una mujer
verdaderamente intrépida.
-Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca seguridad de las noticas, pues que estáis
en la fuente, debierais impedirlo-, dijo Morcef sonriendo.
-¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? -respondió Luciano-. Vos conocéis el
carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.
-¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar... ! -dijo Alberto.
-¿Y bien?
-Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.
-¿Pues cómo?
-Nada más sencillo. Le daría una lección.
-¡Una lección!
-Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mucha fe a vuestras noticias; apenas abrís la
boca y al momento son taquigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y
esto la volverá más prudente.
-No os entiendo -murmuró Luciano.
-Pues bien claro me explico -respondió el joven, con una sencillez que nada tenía de afectada-;
anunciadle el mejor día una noticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a
Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente,
según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día siguiente en
su periódico:
«Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta
noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de Pont-Neuf.»
Luciano se sonrió.
El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido
una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del
secretario del ministro.
De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita;
se sentía evidentemente disgustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en
voz baja, a las cuales respondió:
-Con mucho gusto, señor conde, acepto.
Montecristo se volvió hacia Morcef.
-¿No pensáis -le dijo- que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?
-Escuchad, conde -dijo Morcef-, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.
-Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?
-Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la
señora Danglars.
-Entonces -dijo el conde- eso me alienta a hablaros con franqueza: el señor Danglars es mi banquero; el
señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad
me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo descubro una infinidad de comidas y diversiones, y además,
para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de
Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al
señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista
matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón
Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de
ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que nó llegue a odiarme.
-A fe mía, conde --dijo Morcef-, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la
proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo
contrario.
-¿Lo creéis así? -exclamó el conde con interés.
-¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día dè nosotros estuvimos hablando una hora de vos;
pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa atención de vuestra parte,
estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.
Montecristo soltó una carcajada.
-¡Y bien! -dijo a Morcef-, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se
pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras.
Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os
encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso
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anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro
letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.
-Yo haré otra cosa mejor, señor conde -dijo Alberto-; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué
día tenéis señalado para vuestra comida?
-El sábado.
-Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor
conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su comodidad?
-¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.
-¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?
-Hoy mismo.
-¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de
París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.
-¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!
-¡Ah!, es cierto.
-Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente
que no podíais aceptar porque partíais para Tréport.
-¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.
-Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.
-¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hombre encantador; seréis un hombre adorable.
-¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?
-¿Qué habéis de hacer?
-Sí, eso es lo que os pregunto.
-Sois libre como el sire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no
habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que
una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con
veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una vizcondesa de Morcef. En cuanto a mi
padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, hablaremos de
viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos hablaréis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia
de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a
quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las
gracias.
-También yo os las doy -dijo el conde-; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no
poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.
-¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables.
Necesito una prueba. Afortunadamente, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo
que soy tan incrédulo como él.
-Por lo mismo, voy a dárosla -dijo el conde.
Y llamó.
-¡Hum! -dijo Morcef-; ya son dos veces seguidas que rehusáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado
ese partido, conde?
Montecristo se estremeció.
-¡Oh!, no lo creáis -dijo-; además, pronto os demostraré lo contrario.
Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.
-Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?
-Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.
-Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?
-¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.
-Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?
-Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco -respondió el criado.
-¿Y qué más?
-¡Oh!, señor conde... -dijo Alberto.
-No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación misteriosa que me habéis adjudicado, mi
querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más.. . ?, continuad,
Bautista.
-En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.
-Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo,
un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su
entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el
contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis,
¿no es así?
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-¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? -preguntó Alberto.
-No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia,
descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en
Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de
vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va
a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le
daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que
quiera y estamos en paz.
-¡Estupendo! -dijo Alberto-; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el
domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.
-¡Ah!, ¿de veras? -dijo Montecristo-; ¿sigue divirtiéndose en Italia?
-Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está
eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo
que os echa de menos.
-Es un muchacho muy simpático -dijo Montecristo--, y por el cual he sentido una viva simpatía la
primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo
del general d'Epinay.
-Justamente.
-El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.
-¿Por los bonapartistas?
-¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?
-Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.
-¿Es eso cierto?
-Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars -respondió Alberto riendo.
-¿Os reís?
-Sí.
-¿Y por qué?
-Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio
como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como
las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.
Alberto se levantó.
-¿Os vais?
-Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me
voy.
-¡Oh!, de ningún modo.
-¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien
educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece
que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una
palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que
nadie.
-Convenido -respondió Montecristo.
-No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por
casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo
os ayudaré por mi parte.
-¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?
-Sí, sí.
-¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.
-¡Ah, conde! -exclamó Morcef-, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si
lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.
-Todo es posible -respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su
habitación y llamó tres veces con el timbre.
Bertuccio compareció.
-Señor Bertuccio -le dijo-, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.
Bertuccio se estremeció levemente.
-Bien, señor-dijo.
-Os necesito -continuó el conde-, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa,
o al menos puede llegar a serlo.
-Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.
-Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal
como está actualmente.
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Bertuccio se inclinó.
-Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie
pudiese reconocerlo.
-Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo
si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.
-En verdad, mi querido señor Bertuccio -dijo el conde-, desde que estáis en París, os encuentro
desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?
-Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá? -Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis
necesidad de saberlo.
Bertuccio se inclinó y salió.
Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que
acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y
pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años,
vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas
botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma
del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje
que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la
respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.
La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron
reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo.
Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.
El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño. -¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os
esperaba.
-¡De veras! -dijo el mayor Cavalcanti-, ¿me esperaba vuestra excelencia?
-Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.
-¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?
-Completamente.
-¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.
-¿Cuál?
-La de avisaros.
-¡Oh!, ¡no!
-¿Pero estáis seguro de no equivocaros?
-Segurísimo.
-¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?
-A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.
-¡Oh!, si me esperabais -dijo el mayor-, ¡no merece la penal
-¡Al contrario! --dijo Montecristo.
El mayor pareció ligeramente inquieto.
-Veamos -dijo Montecristo-, sois el marqués Bartolomé Cavalcantí, ¿verdad?
-Bartolomé Cavalcanti -repitió el mayor-, eso es.
-¿Ex mayor al servicio de Austria?
-¡Ah!, ¿era mayor...? -preguntó tímidamente el veterano.
-Sí -dijo Montecristo-, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.
-Bueno -dijo el mayor-, no pregunto más, ya comprendéis...
-Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? -repuso Montecristo.
-¡Oh!, seguramente.
-¿Venís dirigido a mí por alguna persona?
-Sí.
-¿Por el excelente abate Busoni?
-Eso es -exclamó el mayor con alegría.
-¿Y tenéis una carta?
-Aquí está.
-Dádmela, entonces.
Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.
El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero
que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.
-Esto es... ¡Oh!, ¡querido abate!, < el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca», descendiente de los
Cavalcanti de Florencia -continuó Montecristo leyendo-, que tiene medio millón de renta...
Èl conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.
-Medio millón -dijo-; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.
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-¿Dice medio millón? -preguntó el mayor.
-Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales
de Europa.
-¡De acuerdo con que sea medio millón! -dijo el mayor-; pero es doy mi palabra de honor de que no
sabía que ascendiese a tanto.
-Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por
todo!
-Acabáis de darme una idea -dijo gravemente el mayor-; pondré al muy bribón en la calle.
Montecristo continuó:
-«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»
-¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola --dijo el mayor suspirando.
-Encontrar un hijo adorado.»
-¿Un hijo adorado?
-Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.
-¡A la edad de cinco años, caballero! -dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al
cielo.
-¡Pobre padre! -dijo Montecristo.
El conde prosiguió:
-«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este
hijo, a quien busca en vano hace quince años.»
El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.
-Yo puedo hacerlo -respondió Montecristo.
El mayor se incorporó.
-¡Ah, ah! -dijo- ¿La carta era verdadera?
-¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?
-¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate
Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!
-¡Ah!, es verdad-dijo Montecristo-,hay una posdata.
-Sí -replicó el mayor-, sí..., hay... una... posdata.
-«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una
letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil
francos.»
El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.
-¡Bueno! -dijo Montecristo.
-Ha dicho bueno -murmuró el mayor-, conque... -repuso el mismo.
-¿Conque?... -inquirió el conde.
-Conque, la posdata...
-¡Y bien!, la posdata...
-¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?
-Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa
posdata, señor Cavalcantí?
-Os confesaré -respondió el mayor-, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de
fondos; de modo que
si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.
-¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? -dijo Montecristo.
-¡Diablo!, no conociendo a nadie... -¡Oh!, pero a vos os conocen... -Sí, me conocen; conque...
-Acabad, querido señor Cavalcanti.
-¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?
-Al momento.
El mayor no podía disimular su estupor.
-Pero sentaos -dijo Montecristo-, en verdad, no sé en qué estoy pensando..., hace un cuarto de hora que
os tengo ahí de pie...
-No importa, señor conde. ..
El mayor tomó un sillón y se sentó.
-Ahora -dijo el conde-, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?
-De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.
-Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?
-Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.
Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.
-¿Qué traéis? -preguntó en voz baja.
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-EL joven está ahí -respondió en el mismo tono el criado.
-Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?
-En el salón azul, como había mandado su excelencia.
-Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.
Bautista salió de la estancia.
-En verdad -dijo el mayor-, os molesto de una manera...
-¡Bah!, ¡no lo creáis! -dijo Montecristo.
Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.
El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella
cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso
lleno y un bizcocho.
El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el
Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, a introdujo delicadamente el bizcocho
en el vaso.
-De modo, caballero -dijo Montecristo-, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la
consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?
-Todo, excelencia -dijo el mayor, comiendo el bizcocho-, absolutamente todo.
-¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?
-¡Ay!, una sola-repuso el mayor.
-¿Encontrar a vuestro hijo?
-¡Ah! --exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho- eso únicamente me faltaba.
El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.
-Veamos ahora, señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, ¿de dónde os vino ese' hijo tan adorado? Porque a
mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.
-Así creía, caballero -dijo el mayor-, y yo mismo...
-Sí -repuso Montecristo-, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos
queríais ocultar a los ojos de todos.
El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos,
para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba
siempre la más benévola curiosidad.
-Sí, señor -dijo-; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.
-No por vos -dijo Montecristo-, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.
-¡Oh!, no por mí, ciertamente -dijo el mayor sonriendo maliciosamente.
-Sino por su madre --dijo el conde.
-¡Eso es! -exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho-, ¡por su pobre madre!
-Bebed, querido Cavalcanti -dijo Montecristo llenando un tercer vaso-; la emoción os embarga.
-¡Por su pobre madre! -murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados
con una falsa lágrima.
-¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.
-¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!
-¿Y se llamaba. .. ?
-¿Deseáis saber su nombre?
-Es inútil que me lo digáis -dijo el conde-; lo sé yo.
-El señor conde lo sabe todo -dijo el mayor inclinándose.
-Olivia Corsinari, ¿no es verdad?
-¡Olivia Corsinari!
-¿Marquesa...?
-¡Marquesa!
-Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia...
-Señor conde, al fin y al cabo me casé. –
¿Y traéis en regla los papeles? -repuso Montecristo.
-¿Qué papeles? -preguntó el mayor.
-Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?
-Creo que sí -dijo el mayor.
-¡Cómo!, ¿no estáis seguro?
-¡Diantre! , hace mucho tiempo que le he perdido.
-Es justo -dijo Montecristo-. En fin, ¿traéis todos esos papeles?
-Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se
me olvidó traerlos.
-¡Diablo! -exclamó el conde.
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-¿Tanto urgían?
-Como que son indispensables.
El mayor se rascó la frente.
-¡Ah! , per Baccho -dijo-, ¡indispensables!
-Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de
vuestro hijo?
-Es verdad -dijo el mayor-; podría muy bien suceder.
-Eso sería muy triste para ese joven.
-Sería fatal.
-Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.
-O peccato!
-En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a
buscar un sacerdote y decide: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse
civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la identidad de las personas.
-Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.
-Por fortuna los tengo yo -dijo Montecristo.
-¿Vos?
-Sí.
-¿Que vos los tenéis?
-Sí.
-¡Ah! -dijo el mayor-, he aquí una felicidad que yo no esperaba.
-¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.
-Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en lugar
-¡Oh! , el abate, ¡qué hombre tan amable!
-¡Es un hombre precavido!
-Es un hombre admirable -dijo el mayor-; ¿y os los ha enviado?
-Aquí están.
El mayor juntó las manos en señal de admiración.
-Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el
certificado del sacerdote.
-Sí, a fe mía, éste es -dijo el mayor, mirándolo estupefacto.
-Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.
-Todo está en regla -dijo el mayor.
-Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo,
que los guardará cuidadosamente.
-¡Ya lo creo... ! ¡Si los perdiese!
-Si los perdiese, ¿qué? -preguntó Montecristo.
-Sería muy difícil procurarse otros -repuso el mayor.
-Muy difícil, en efecto-dijo Montecristo.
-Casi imposible -respondió el mayor.
-Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.
-Los miro como impagables.
-Ahora -dijo Montecristo-, en cuanto a la madre del joven...
-En cuanto a la madre del joven... -repitió el mayor lleno de inquietud.
-En cuanto a la marquesa Corsinari...
-¡Dios mío! -dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad-; ¿tendrían acaso
necesidad de ella?
-No, señor-repuso Montecristo-, por otra parte ha...
-¡Ah, sí! -dijo el mayor-, ha... -Pagado su tributo a la naturaleza.. .
-¡Ah, sí! -dijo vivamente el mayor.
-Ya lo sé -repuso Montecristo-, murió hace diez años.
-Y todavía lloro yo su muerte, señor -dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y
enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.
-¿Qué queréis? -dijo Montecristo-, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti,
que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas
estas historias de gitanos que roban niños no están en
toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su
educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la
muerte de vuestra mujer. Esto bastará.
-¿Lo creéis así?
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.-Así lo creo.
-Pues entonces, muy bien.
-Si supiesen algo de esta separación...
-¡Ah!, sí, ¿qué decía?
-Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia...
-¿A los Corsinari?
-En efecto..., había robado a ere niño para que se extinguiese vuestro nombre.
-Exacto, puesto que es hijo único...
-¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?
-¿Agradable? -preguntó el mayor.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, observo que nada se escapa a los ojos ni al mrazón de un padre.
-¡Hum! --exclamó el mayor.
-¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?
-¿Quién?
-Vuestro hijo, vuestro Andrés.
-Lo he adivinado -respondió el mayor con la mayor flema del mundo--, ¿de modo que está aquí?
-Aquí mismo -dijo Montecristo-; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.
-¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! -dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a
cada exclamación.
-Señor mío, comprendo vuestra emoción -dijo Montecristo-; es preciso daos tiempo para que os
repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no
estará menos impaciente que vos.
Cavalcanti dijo:
-¡Ya lo creo!
-¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.
-¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?
-No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos,
en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de
modales desenvueltos, esto os bastará.
-A propósito -dijo el mayor-; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la
bondad de darme el bueno del abate Busoni... Con esto he hecho el viaje y...
-Y necesitáis dinero..., es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil
francos para empezar.
Los ojos del mayor brillaron de codicia.
-Os quedo a deber cuarenta mil francos -dijo el conde.
-¿Quiere vuestra excelencia un recibo? -dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos
de su chaleco, de una hechura antiquísima.
-¿Para qué?
-Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.
-Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os
he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.
-¡Ah, sí, es verdad -dijo el mayor-, entre hombres honrados!
-Escuchad ahora una palabrita, marqués.
-Decid.
-¿Me permitís una ligera observación?
-¡Oh, señor conde, os la suplico!
-Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.
-¿De veras? -dijo el mayor sonriéndose.
-Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por
elegante que sea.
-¡Caramba! -dijo el mayor-. Lo haré así.
-Si queréis, ahora os podéis mudar.
-¿Pero qué queréis que me ponga?
-Lo que encontréis en vuestras maletas.
-¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.
-Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado
gusta siempre de llevar poco equipaje.
-Esa es la verdad...
-Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de
los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.
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-Luego, entonces, en esas maletas...
-Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que
necesitéis: trajes de calle,
uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No
olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.
-¡Bravo, bravo, bravísimo! -exclamó el mayor cada vez más sorprendido.
-Y ahora -dijo Montecristo-, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción,
disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.
Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta
entonces por un tapiz.
Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa
de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler
había dejado media hora antes a la puerta del palacio.
Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de
barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.
Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por
distración sobre su bota con un junquito con puño de oro.
Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.
-¿Sois el conde de Montecristo? -dijo.
-El mismo -respondió éste-; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?
-El conde Andrés de Cavalcanti -repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de
petulancia.
-Debéis traer una carta de recomendación, supongo -dijo Montecristo.
-No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.
-Simbad el Marino, ¿no es verdad?
-Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches...
-¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que
original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.
-¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas ---dijo Andrés-. Entonces ése es el mismo inglés que yo he
conocido... en... sí, ¡muy bien... !
-Si es verdad lo que me estáis diciendo -repuso sonriendo el conde-, espero que tengáis la bondad de
darme algunos detalles acerca de vuestra familia..., y de vos.
-Con mucho gusto, señor conde -repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su
memoria-. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti,
descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy
rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a
la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días.
Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero
inútilmente. En fin..., esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me
autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.
-Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante -dijo el conde, que miraba con
sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo-, y habéis hecho
muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí
en efecto y os busca.
Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la
firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí
en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:
-¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?
-Sin duda -respondió Montecristo-, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.
La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.
-¡Ah!, sí, es verdad -dijo-, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi
querido padre?
-Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo
perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto
compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que
los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a
este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con 'un pasaporte para Italia. ¿Vos
estabais en el Mediodía de Francia, según creo?
-Sí, señor -respondió Andrés con aire confuso-: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.
-¿Os esperaba en Niza un carruaje?
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-Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a
Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.
-Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado
vuestro itinerario de esta manera.
-Pero -dijo Andrés-, en el caso de que me hubiese encontrado m¡ querido padre, dudo que me hubiera
reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.
-¡Oh!, la voz de la sangre --dijo Montecristo.
-¡Oh!, sí, es verdad -repuso el joven-, no me acordaba de la voz de la sangre.
-Ahora -dijo Montecristo-, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis
alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las
consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese
sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os
ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.
-Caballero -balbuceó el joven con turbación-, espero que ninguna calumnia...
-¡Yo...! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había
conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso.
Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la
posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha
encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada,
dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore,
pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades
sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una
pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han
acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo
os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman
a figurar tanto.
-Tranquilizaos, caballero -respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba-;
los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en
efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor
personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los
ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras
de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.
Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.
-Por otra parte -repuso el joven-, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo
creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi
nacimiento y a mi juventud.
-Mirad, conde -dijo Montecristo con sencillez---, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de
hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo,
que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela
viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros,
señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente
desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese
de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco
de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.
-Me parece que tenéis razón, señor conde -dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas
inflexibles de Montecristo-, ése es un grave inconveniente.
-¡Oh!, tampoco hay que exagerar -dijo Montecristo-, porque para evitar una falta puede que rayarais en
la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este
plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir
con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.
Andrés perdió visiblemente su sangre fría.
-Yo puedo responder de vos -dijo Montecristo-;sin embargo, debo advertiros que soy un poco
desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos,
y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.
-Sin embargo, señor conde -dijo Andrés-, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a
vos...
-Sí, seguramente -repuso Montecristo-; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una
juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! -dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés-, yo no os pido
una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués
de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se
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sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un
buen padre, os lo aseguro.
-¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de
él. -
Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.
-¿Mi padre es realmente rico, caballero?
-Millonario...; quinientas mil libras de renta.
-Entonces -preguntó el joven con ansiedad-, ¿me encontraré en una posición... agradable?
-De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que
permanezcáis en París.
Entonces, permaneceré en París toda mi vida.
-¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.
Andrés lanzó un suspiro.
-Pero, en fin -dijo-, todo el tiempo que yo permanezca en París..., ¿tendré ese dinero sin falta?
-¡Oh!, no tengáis el menor recelo...
-¿Y será mi padre quien me lo proporcione? -preguntó Andrés con inquietud.
-Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa
del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.
-¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? -volvió a preguntar Andrés con inquietud.
-Solamente algunos días -respondió Montecristo-. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos
o tres semanas.
-¡Oh! ¡Querido padre! -dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.
-Conque -dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras-;
conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor
Cavalcanti?
-Supongo que no tendréis la menor duda...
-¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está
impaciente por veros.
Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le
vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un
agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.
Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del
joven conde.
-¡Padre mío! -dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta
cerrada-; ¿sois vos?
-Buenos días, mi querido hijo -dijo el mayor con voz grave.
-Después de tantos años de separación -dijo Andrés mirando hacia la puerta-, ¡qué dicha la de
volvernos a ver... !
-En efecto, la separación ha sido larga.
-¿No nos abrazamos, señor?-repuso Andrés.
-Como queráis, hijo mío-dijo el mayor.
Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y
enlazando los brazos.
-¡Al fin, reunidos! -dijo Andrés.
-Así parece -dijo el mayor.
-¿Para no separarnos jamás...?
-Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.
-Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.
-Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.
-Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo
fácilmente hacer constar mi nacimiento.
-Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el
encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de
mi existencia.
-¿Y esos papeles?
-Aquí están.
Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y
después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con
una ansiedad que denotaba el más vivo interés.
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No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y
acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:
-¡Ah! -dijo en excelente toscano-, ¡se conoce que no hay presidios en Italia!
El mayor le miró a su vez con estupor.
-¿Y por qué? -dijo.
-Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido
padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.
-¿Cómo? -dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.
-Querido señor Cavalcanti -dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo-, ¿cuánto os dan porque seáis
mi padre?
El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:
-¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro
hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre.
El mayor miró con inquietud a su alrededor.
-¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos -dijo Andrés-; además hablamos el italiano.
-¡Pues bien !, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.
-Señor Cavalcanti -dijo Andrés-, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?
-Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.
-¿Habéis tenido pruebas?
El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.
-Palpables, como veis.
-¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?
-Así lo creo.
-¿Y que las cumplirá ese buen conde?
-Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar
representando nuestro papel actual.
-¡Cómo. . . !
-Yo, de tierno padre...
-Y yo, de hijo respetuoso.
-Ya que quieren haceros descender de mí.
-¿Quién lo quiere. .. ?
-Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?
-Sí.
-¿De quién?
-De un tal abate Busoni.
-¿A quien no conocéis?
-A quien no he visto en toda mi vida.
-¿Qué os decía esa carta?
-¿No me engañáis?
-Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.
-Entonces, leed.
Y el mayor entregó una carta al joven.
»Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente?
»Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos,
número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco
años.
»Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.
»Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en
esta carta:
» 1.° Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia.
2.° Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo , en la cual le pido para vos la
cantidad de 48.000 francos.
»El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.
»Firmado,
«Abate Busoni.»
-Eso es.
-¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? -preguntó el mayor.
-Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.
-¡Vos!
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-Sí, yo.
-¿Del abate Busoni?
-No.
-¿De quién, entonces?
-De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.
-¿Y a quien tampoco conocéis?
-Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.
-¿Le habéis visto?
-Sí, una vez.
-¿Dónde?
-Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.
-¿Y qué os decía esa carta?
-Leed.
«Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser
rico?
»Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad
por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos
Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.
» Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los
papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el
mundo parisiense.
»En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.
»Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de
recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades.»
«Simbad el Marino».
¡Hum! -exclamó el mayor-; no puede estar mejor arreglado el asunto.
-¿Verdad que sí?
-¿Habéis visto al conde?
-Acabo de separarme de él.
-¿Y lo ha aprobado...?
-Todo.
-¿Entendéis algo de esto?
-Os juro que no.
-Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.
-Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.
-Creo que no.
-¡Y bien!, ¿entonces...?
-Poco nos importa lo demás.
-Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.
-Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.
-No esperaba yo menos de vos.
-Es un gran honor para mí.
Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.
Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro;.así el conde les
encontró tiernamente abrazados.
-¡Vaya!, señor marqués -dijo Montecristo-, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de
vuestros deseos.
-¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.
-¿Y vos, joven?
-¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!
-¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! -dijo el conde.
-Una sola cosa me entristece --dijo el mayor-; y es tener que marcharme tan pronto de París.
-¡Oh!, querido señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos
amigos.
-Estoy a las órdenes del señor conde -dijo el mayor.
-Ahora, veamos, joven, confesaos...
-¿A quién?
-A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.
-¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.
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-¿Oís, mayor? -dijo Montecristo.
-Desde luego, señor.
-Sí; ¿pero comprendéis?
-A las mil maravillas.
-Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.
-¿Qué queréis que yo le haga?
-Pues, sencillamente, que se lo deis.
-¿Yo?
-Vos.
Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores. -Tomad -dijo a Andrés deslizándole en la mano un
paquete de billetes de Banco.
-¿Qué es esto?
-La respuesta de vuestro padre.
-¿De mi padre?
-Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?
-Sí. ¿Y bien?
-¡Y bien!, me encarga os entregue esto.
-¿A cuenta de mi renta?
-No; para vuestros gastos de instalación.
-¡Oh, querido padre!
-Silencio -dijo Montecristo-, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.
-Estimo infinitamente esa delicadeza -dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del
pantalón.
-Está bien -dijo Montecristo-, ahora podéis retiraros.
--¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? -preguntó Cavalcanti.
-¡Ah, sí! -inquirió Andrés-, ¿cuándo tendremos ese honor?
-Si queréis..., el sábado, sí..., eso es..., el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la
Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré
a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero...
-¿De gran etiqueta... ? -preguntó a media voz el mayor.
-¡Psch... ! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.
-¿Y yo? -preguntó Andrés.
-¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul,
corbata larga; dirigios a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las
dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará.
Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.
-¿A qué hora podremos presentarnos? -preguntó el joven.
-A eso de las seis y media.
-Está bien, no dejaremos de ir -dijo el mayor tomando su sombrero.
Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.
El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.
-En verdad -dijo-, los dos Cavalcanti... son de los mayores miserables que he conocido... ¡Lástima que
no sean padre a hijo...!
Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:
-Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio.
Capítulo segundo
La Pradera cercada
Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás
de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.
Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas
de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un
borceguí sobre la arena.
Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La
tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado
más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso
a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza
no había sido culpa suya.
El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su
corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de
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modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la
valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:
-Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.
Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre
aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada
altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan
opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.
Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que
la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.
En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna
mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco,
después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.
Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.
-Buenos días, Valentina -dijo una voz.
-Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?
-Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.
-¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?
-Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais;
parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.
-Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos -dijo Valentina-; ella me decía su repugnancia por su
casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz
d'Epinay.
-¡Querida Valentina!
-Por esto, amigo mío -continuó la joven-, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo;
porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.
-Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible
que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el
ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.
-El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.
-No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que
haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera
enamorarse de ella.
-Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.
-No; pero, decidme..., respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto
a la señora Danglars.
-¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no
debemos esperar ninguna indulgencia.
-¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!
-Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.
-¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?
-Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.
-¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas
preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.
-Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación...
-Veamos, ¿qué os ha dicho?
-Me ha dicho que no amaba a nadie -dijo Valentina-; que tenía horror al matrimonio; que su mayor
alegría hubiera sido llevar una vida libre a independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su
fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.
-¡Ah... !, ya comprendo.
-¡Y bien... !, ¿qué prueba esto? -inquirió Valentina.
-Nada -dijo Maximiliano sonriendo.
-Entonces -preguntó Valentina-, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?
-¡Ah! -dijo Maximiliano-, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.
-¿Queréis que me aleje?
-¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.
-¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.
-¡Dios mío! -exclamó Maximiliano consternado.
---Sí, Maximiliano, tenéis razón ---dijo con melancolía Valentina-; y en mí tenéis una pobre amiga.
¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara,
creedme.
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-Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece
pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda,
eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha
reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.
-Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.
-¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?
-No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual
depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que
me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?
-Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar
de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?
-No lo creo.
-Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra
mujer.
-¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?
-Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.
-¿Y qué?
-El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.
-Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?
-Pues..., que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.
Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.
-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo-, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que
me habría avisado.
-¿Por qué?
-Porque... no sé..., pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le
agrada este casamiento.
-¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.
-¡Oh!, esperad, Maximiliano -dijo Valentina con triste sonrisa.
-En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez
alguna otra proposición.
-No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.
-¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?
-No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las
observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo
hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano,
qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios
me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró
cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas
lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie
de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran,
pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero
aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.
-¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me
dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?
-¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50 000 libras de
renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El
señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que,
comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre.
Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi
fortuna recaía en su hijo.
-¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa! -Habéis de daros cuenta que no es por
ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado
bajo el punto de vista del amor maternal.
-Pero, veamos -dijo Morrel-, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?
-¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la
palabra desinterés?
-Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el
velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi
hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?
Valentina se estremeció.
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-¿A un amigo? -dijo- Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un
amigo! ¿Y quién es ese amigo?
-¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que
hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a
vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo,
lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo
que se despierta?
-Sí, ¡oh!, sí.
-¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.
-¿Un hombre extraordinario?
-Sí.
-¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?
-Apenas hará unos ocho días.
-¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de
ese hermoso nombre de amigo.
-Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo.
Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su
mirada profunda y su poderosa mano dirigir.
-¿Es adivino, por ventura? -dijo sonriendo Valentina.
-A fe mía -dijo Maximiliano-, casi estoy tentado por creer que adivina... sobre el bien.
-¡Oh! -dijo Valentina sonriendo tristemente-, mostradme a ese
hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.
-¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es...
-¿Yo?
-Sí.
-¿Cómo se llama?
-Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.
-¡El conde de Montecristo!
-El mismo.
-¡Oh! -exclamó Valentina-, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.
-¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy
seguro de que os engañáis.
-¡Oh!, si supieseis, Maximilíano..., pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por
la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi
padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de
Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve
venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está
aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor
de Montecristo está en su casa.
-Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su
presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a
la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por
delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido
evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás
he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me
sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a
vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.
-Yo -dijo la joven-, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por
casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda
que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy
desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría
protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol,
habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué
sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como
vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más
que llorar.
-¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.
-De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un
modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa
sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en
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nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a
mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una
mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! -continuó la joven al ver
la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras-. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese
hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de
que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que
corrompe, como veis, los buenos pensamientos.
-Está bien, Valentina -dijo Morrel dando un suspiro-; no hablemos más de esto; no le diré nada.
-¡Ay!, amigo mío -dijo Valentina-; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano
para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese
conde de Montecristo?
-Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada,
bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por
mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.
-¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos;
nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es
extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad
recíproca a imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos
pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que
conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede
proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?,
no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más
natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre
está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que
resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en
esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese
hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de
Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.
-Amigo mío -dijo Valentina-, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no
escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad,
reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez
veces; pero la señora de Villefoi t, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo
con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a
quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.
-Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro -dijo Maximiliano-; pero vuestra
dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.
-Ni la vuestra a mí tampoco -repuso Valentina-, y confieso que como no tengáis más ejemplos que
citarme...
-Uno tengo -dijo Maximiliano vacilando un poco-; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a
confesarlo, es más absurdo que el primero.
-Tanto peor-dijo Valentina sonriendo.
-Y con todo -prosiguió Morrel-, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento
que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos
que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros
pase más alta o más ladeada.
-Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis
fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.
-Sí, desde que os conozco -dijo Morrel sonriendo-; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese,
Valentina?
-Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis
que es absurdo.
-¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.
-¡Oh, qué hermoso animal! -exclamó Valentina-. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para
contemplarlo mejor?
-En efecto, como veis, es un animal de gran valor -dijo Maximiliano-. ¡Bueno! Vos sabéis que mi
fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah.
Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me
abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me
miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa
algunos amigos, el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos
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tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca,
porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder.
Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo , ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me
atrevo a confesarlo. Valentiná, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude
contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el
corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre.
¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida,
prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al
dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una
ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas... Ahora,
Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido
expresamente para que yo pudiese comprarlo.
-Querido Maximiliano -dijo Valentina-, sois demasiado fantástico... ¡Oh!, no me amaréis mucho
tiempo..., un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra... ¡Pero, gran Dios!,
¿no oís que me llaman?
-¡Oh! ¡Valentina! -dijo Maximiliano-, no, la rendija de las tablas..., dadme un dedo vuestro siquiera
para que lo bese.
-Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.
-¡Ah...!, como gustéis, querida Valentina.
-¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?
-¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí...!
Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.
El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano
adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las
suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.
Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora
Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.
El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en
cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.
Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía
más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.
El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de
donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin
hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil
como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le
anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.
La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa
humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la- vida interior
que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces
lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que
vela en aquel silencio y aquella oscuridad.
Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura
de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la
inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos,
daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces
que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas
únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de
que hemos hablado.
Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro
remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano
reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la
mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido
entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban
diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso
talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada
en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.
Valentina había resuelto el extraño problema .de comprender el pensamiento del anciáno y hacerle que
entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno
como el otro.
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Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo
cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.
De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre
la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se
servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al
jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora
de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:
-Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a
Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una
joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.
El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar
los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.
-Y estamos seguros -continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna
contradicción- de que os agradará.
El anciano sejuía impasible, si bien no perdía una sola palabra.
-Caballero -repuso Villefort-, casamos a Valentina.
Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.
-La boda se efectuará dentro de tres semanas -repuso Villefort.
Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.
La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:
-Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido
merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado.
Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad
en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata
del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.
Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca.
Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y
dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron
salir una chispa.
El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre
y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a
tomar la palabra donde la había dejado su mujer:
-Señor -dijo-, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve
años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos
hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque
tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina,
cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis
ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os
cuiden.
Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.
Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía
a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.
Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:
-Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.
Después volvió, pero ya no se sentó.
-Este casamiento -añadió la señora de Villefort- es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se
compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue
asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende
de su voluntad.
-Asesinato misterioso -dijo Villefort-, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las
sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.
Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.
-Ahora, pues -continuó Villefort-, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen,
aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios
después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor
Franz d'Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.
Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.
-Sí, comprendo -respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y
la cólera inteligente.
Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.
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Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.
-Ahora, caballero -dijo la señora de Villefort-, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a
presentaros los suyos Eduardo?
Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos
precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.
Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.
Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.
A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.
La señora de Villefort se mordió los labios.
-¿Queréis que os envíe a Valentina? ---dijo.
-Sí -expresó el anciano al cerrar los ojos.
Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.
Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún
coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo,
cuántas cosas tenía que decirle.
-¡Oh!, buen papá -exclamó-, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?
-Sí -dijo cerrando los ojos.
-¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí?
-¡Contra mí! -exclamó Valentina asombrada.
El anciano hizo señas de que sí.
-¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? -exdamó Valentina.
El anciano renovó las señas.
Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.
-Yo no lo he visto hoy aún..., ¿te han contado algo de mí?
-Sí -dijo la mirada del anciano con viveza.
-Veamos. ¡Dios mío!, lo juro..., abuelito... ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?
-Sí.
-¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado...? ¿Qué es...? ¿Quieres que se lo
vaya a preguntar?
-No, no -dijo la mirada.
-¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! -y comenzó a reflexionar.
-¡Ah!, ya caigo -dijo bajando la voz y acercándose al anciano-. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?
-Sí -replicó la mirada enojada.
-Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese
nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por
indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!
No obstante, la mirada parecía decir:
-No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.
-¿Pues qué es? -preguntó la joven-, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi
casamiento me haría olvidadiza?
-No -dijo el anciano.
-¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?
-Sí.
-¿Por qué estás enojado, entonces?
Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.
-Sí, comprendo -dijo Valentina-, porque me amas.
El anciano hizo señas de que sí.
-¡Y temes que sea desgraciada!
-Sí.
-¿Tú no quieres al señor Franz?
Los ojos repitieron tres o cuatro veces:
-No, no, no.
-¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!
-Sí.
-¡Pues bien!, escucha -dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos
alrededor de su cuello-, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.
Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.
-Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?
Los ojos del anciano se humedecieron.
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-¡Pues bien! -continuó Valentina-, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi
desesperación.
Noirtier estaba cada vez más conmovido.
-¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los
dos pudiésemos romper ere proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu
tan vivo y una voluntad tan fume!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo.
¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de lo fuerza y de lo salud; pero hoy
no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que
Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.
Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven
creyó leer en ellos estas otras:
-Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.
-¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? -dijo Valentina.
-Sí.
Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.
-¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!
Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban
acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!
-Pues, señor -dijo-, recurramos al gran medio, soy una torpe.
Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos
interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.
-¡Ah! -dijo Valentina-, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la
N: na, ne, ni, no...
-Sí, sí, sí -expresó el anciano.
-¡Ah!, ¿conque es no?
-Sí.
La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y
cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de
arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la
práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del
anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.
A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.
-Notario -dijo-, ¿quieres un notario, abuelito?
-Sí -exclamó el paralítico.
-¿Debe saberlo mi padre?
-Sí.
-¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?
-Sí.
-Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?
-Sí.
La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a
los señores de Villefort al cuarto de su padre.
-¿Estás contento? -dijo Valentina-. Sí..., lo creo, bien..., ¡no era muy fácil de adivinar eso!
Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.
El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.
-¿Qué queréis, caballero? -preguntó al paralítico.
-Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.
Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.
-Sí -dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor,
que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.
-¿Pedís un notario? -repitió Villefort-. ¿Para qué?
Noirtier no respondió.
-¿Y para qué necesitáis un notario? -preguntó de nuevo Villefort.
La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persísto en
mi voluntad.
-¿Para jugarnos alguna mala pasada? -dijo Villefort-; no podía saber...
-Pero, en fin -dijo Barroís, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos-, sí el
señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.
Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.
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-Sí, quiero un notario --dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si
hubiese dicho:
-Veamos si se me niega lo que pido.
-Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que
disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.
-No importa -dijo Barrois-, yo voy a buscarle; -y el antiguo criado salió triunfante.
En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba
tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscureció y sus
cejas se fruncieron.
Tomó una silla y se instaló en .el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta
indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.
Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.
-Caballero -dijo Villefort, después de los primeros saludos-, os ha llamado el señor Noirtier de
Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el use de todos los miembros y de
la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.
Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave a imperativa, que la joven respondió al momento:
-Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.
-Es cierto -añadió Barrois-, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.
-Permitid, caballero, y vos también, señorita -dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina-; es
éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad
peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente
la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no
habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi
ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.
El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del
procurador del rey.
Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.
-Caballero -dijo-, la lengua que yo hablo con mi abuelo se pue-
de aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos.
Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?
--Lo que el instrumento público requiere para ser válido -respondió el notario-; es decir, la certeza del
consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.
-Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor
que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los
ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis
lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.
La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue
comprendida aun por el notario.
-¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? -preguntó aquél.
Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.
-¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para
expresar vuestro pensamiento?
-Sí -dijo de nuevo el paralítico.
-¿Sois vos quien me ha mandado llamar?
-Sí.
-¿Para hacer vuestro testamento?
-Sí.
-¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?
El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.
-¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? -preguntó la joven-, ¿y descansará vuestra conciencia?
Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.
-Caballero -dijo--, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan
terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido
también una grave lesión?
-No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero -respondió el notario-; pero ¿cómo
conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?
-Ya veis que ello es imposible -dijo Villefort.
Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que
esta mirada exigía evidentemente una respuesta.
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-Caballero -dijo la joven-, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el
pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis
años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su
corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.
-No -respondió el anciano.
-Probemos, pues -dijo el notario--, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?
El paralítico respondió que sí.
-Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?
Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.
En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.
-La letra t es la que pide el señor -dijo el notario-, está claro...
-Esperad -dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo-, también ta, te...
El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.
Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo
observaba todo.
-Testamento -señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.
-Testamento -exclamó el notario-, es evidente que el señor quiere testar.
Sí -respondió el anciano.
-Esto es maravilloso, caballero -dijo el notario a Villefort.
-En efecto -replicó-, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan
redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este
testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.
-¡No, no, no! -protestó con los ojos el señor Noirtier.
-¡Cómo! -repuso el señor de Villefort-. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?
-No.
-Caballero -dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles
de este episodio pintoresco--; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento
consideraba imposible, y ese testamento será un testamen-
lo místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos,
aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al
tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que
siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los
asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte,
para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis
colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? -continuó el
notario dirigiéndose al anciano.
-Sí -respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.
«¿Qué va a hacer? » pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no
podía adivinar las intenciones de su padre.
Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había
oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.
El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.
Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo
notario había llegado.
Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y
para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le
dijo:
-Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.
-Sí -respondió Noirtier.
-¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?
-Sí.
-Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la
vuestra?
-Sí.
Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de
la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.
Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa,
dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.
-Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? -preguntó.
Noirtier permaneció inmóvil.
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-¿Quinientos mil?
La misma inmovilidad.
-¿Seiscientos mil...?, ¿setecientos mil...?, ochocientos mil...?, ¿novecientos mil...?
Noirtier hizo señas afirmativas.
-¿Posee novecientos mil francos?
-Sí.
-¿Inmuebles?
-No.
-¿En escrituras de renta?
Noirtier hizo señas afirmativas.
-¿Están en vuestro poder estas inscripciones?
Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una
cajita.
-¿Permitís que se abra esta caja? -preguntó el notario.
Noirtier dijo que sí.
Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.
El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había
dicho Noirtier.
-Esto es -dijo-; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. -Y volviéndose luego hacia el
paralítico:- ¿Conque -le dijo- poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están
invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?
-Sí.
-¿A quién deseáis dejar esa fortuna?
-¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta,
la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus
cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio
de su cariño.
Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de ViIlefort por las intenciones que le
suponía.
-¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? -inquirió el notario
persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.
Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la
mayor ternura; volviéndose des-
pués hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.
-¡Ah!, ¿no? -dijo el notario-; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?
Noirtier hizo seña negativa.
-¿No os engañáis? -exclamó el notario asombrado-; ¿decís que no?
-No-repitió Noirtier-, no...
Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber
provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.
Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:
-¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortune, pero reserváis pare mí vuestro
corazón.
-¡Oh!, sí, seguramente -dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual
Valentina no podia engañarse.
-¡Gracias!, ¡gracias! -murmuró la joven.
Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza
inesperada, y se acercó al anciano.
-¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor
Noirtier? -inquirió la madre.
El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.
-No -exclamó el notario-; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?
-¡No! -repuso el anciano.
Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la
otra de despecho.
-Pero ¿qué os hemos hecho, padre? -dijo Valentina-, ¿no nos amáis ya?
La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una
expresión de ternura.
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-¡Entonces! -dijo ésta-; si me auras, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este
momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por
parte de mi madre, demasiado rice tal vez; explícate, pues.
Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.
-¿Mi mano? -dijo ella.
-Sí -dijo.
-¿Su mano? -repitieron todos los concurrentes, asombrados.
-¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco -dijo Villefort.
-¡Oh! -exclamó de repente Valentina-, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?
-Sí, sí, sí -repitió tres veces el anciano.
-¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?
-Sí.
-¡Pero eso es un absurdo! -dijo Villefort.
-Disculpadme, caballero -dijo el notario-, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos
quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.
-¿No queréis que me case con el señor Franz d'Epinay?
-No, no quiero -expresaron los ojos del anciano.
-¿Y desheredaríais a vuestra nieta -exclamó el notario-, por efectuar una boda contra vuestro gusto?
-Sí -respondió Noirtier.
-¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?
-Sí.
Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.
Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular
dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar
suyo, se retrataba en su semblante.
-Pero -dijo al fin Villefort rompiendo el silencio- creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y
quiero que se case con el señor Franz d'Epinay, y se casará.
Valentina cayó llorando sobre un sillón.
-Caballero -dijo el notario dirigiéndose al anciano-, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de
que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?
El anciano permaneció inmóvil.
-No obstante, ¿dispondréis de él?
-Sí -respondió Noirtier.
-¿En favor de alguno de vuestra familia?
-No.
-¿En favor de los necesitados?
-Sí.
-Pero bien sabéis -dijo el notario- que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.
-Sí.
-¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?
Noirtier permaneció inmóvil.
-¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?
-Sí.
-Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.
-No.
--Mi padre me conoce, caballero -dijo el señor de Villefort-, sabe que su voluntad será sagrada para mí;
por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.
Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.
-¿Qué decís, caballero? -preguntó el notario a Villefort.
-Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente,
debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero
jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.
Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano,
firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la
familia.
Capítulo tercero
El telégrafo y el jardín
Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había
ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para
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entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se
dirigió inmediatamente al salón.
Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort
no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos
de reparar en su aire sombrío y pensativo.
-¡Oh, Dios mío! -dijo Montecristo después de los primeros saludos-; ¿qué os ocurre, señor de
Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?
Villefort trató de sonreírse.
-No, señor conde -dijo-, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una
casualidad, una locura, una manía.
-¿Qué queréis decir? -preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido-. ¿Os ha sucedido en
realidad alguna desgracia grave?
-¡Oh, señor conde! -dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura-, no vale la pena hablar de
ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.
-En efecto -respondió Montecristo-, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que
poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.
-Por consiguiente -respondió Villefort-, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después
de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a
la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo
llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el
porvenir de mi hija por un capricho de anciano...
-¡Cómo...!, ¿qué decís? -exclamó el conde-: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma
merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?
-Mi padre, de quien ya os he hablado.
-¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus
facultades estaban completamente paralizadas.. .
-Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea,
obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su
testamento a dos notarios.
-¿Pero ha hablado?
-No, pero se hace comprender.
-¿Pues cómo?
-Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.
-Amigo mío -dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar-, tal vez exageráis la situación.
-Señora... -dijo el conde inclinándose.
La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.
-¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort -preguntó Montecristo-, y qué desgracia
incomprensible...?
-¡Incomprensible, ésa es la palabra! -repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros-; un
capricho de anciano.
-¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?
-Desde luego -dijo la señora de Villefort-; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento,
en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.
El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más
marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.
-Querida -dijo Villefort respondiendo a su mujer-, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de
patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza.
Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el
capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón
d'Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.
-¿No creéis -dijo la señora de Villefort- que Valentina está de acuerdo con él...?; en efecto..., siempre
ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un
plan concertado entre ellos.
-Señora -dijo Villefort-, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil
francos.
-Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.
-No importa -repuso Villefort-, os repito que esa boda se efectuará, señora.
-¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? ---dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda-, ¡eso es
muy grave!
Montecristo hacfa como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.
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-Señora -repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento
natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después
de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro
dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de
odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus
caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me
impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón.
En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d'Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque
ésta es mi voluntad.
-¿Conque -dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey-;
conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz
d'Epinay?
-¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón -dijo Villefort encogiéndose de hombros.
-La razón aparente, al menos -añadió la señora de Villefort.
-La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.
-¿Cómo se concibe eso? -respondió la señora-; ¿en qué puede desagradar el señor d'Epinay al señor
Noirtier?
-En efecto -dijo el conde-, he conocido al señor Franz d'Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es
verdad que fue hecho barón d'Epinay por el rey Carlos X?
-¡Exacto! -repuso Villefort.
-¡Pues bien...!, ¡creo que es un joven muy simpático!
-¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto --dijo la señora de Villefort-; los ancianos son
muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!
-Pero -dijo Montecristo-, ¿no sabéis la causa de ese odio? .
-¡Oh!, ¿quién puede saber...?
-¿Alguna antipatía política tal vez...?
-En efecto, mi padre y el señor d'Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más
que los últimos días -dijo Villefort.
-¿No era bonapartista vuestro padre? -preguntó Montecristo-. Creo recordar que vos me dijisteis algo
por el estilo.
-Mi padre ha sido jacobino ante todo -repuso Villefort-, y la túnica de senador que le puso sobre los
hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando
mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.
-¡Pues bien! -dijo el conde-; eso es, el señor Noirtier y el señor d'Epinay se habrán encontrado en esas
trifulcas políticas. El general d'Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón
sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le
habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.
Villefort miró al conde con terror.
-¿Estoy, acaso, equivocado? -dijo Montecristo.
-No, caballero -dijo la señora de Villefort-, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de
Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.
-¡Sublime idea...! -dijo Montecristo-,idea llena de caridad y
que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de
Villefort, señora Franz d'Epinay.
Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la
intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.
Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la
profundidad de sus miradas, pudo el procurador del rey traspasar su epidermis.
-Así, pues -repuso Villefort-, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su
abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d'Epinay: tal
vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su
madre y por el señor y la señora de Saint-Merán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al
que mi hija, a su vez, corresponde.
-Y bien merecen ser amados -dijo la señora de Villefort-; además, van a venir a París dentro de un mes
a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado
del señor Noirtier.
El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses
destruidos.
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-Pero yo opino -dijo Montecristo tras una pausa-, y os pido perdón de antemano por lo que voy a
deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con
un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.
-Tenéis razón, caballero -exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir-;
eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y
con todo, si Valentina no se casase con el señor d'Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna;
además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina
sea tres veces más rica que él. El conde seguía escuchando muy atento.
-Mirad -dijo Villefort-, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi
caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado
una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor
d'Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las
mayores privaciones.
-No obstante -repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón-, tal vez
sería mejor confiar este suceso al señor d'Epinay, y que volviese de su palabra.
-¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! -exclamó Villefort.
-¡Una gran desgracia! -repitió Montecristo.
-Sin duda -repuso Villefort-; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco
a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal
cosa; el señor d'Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia;
si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!
-Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort -dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en
la señora de Villefort-; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el
señor d'Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le
comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.
Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.
-Bien -dijo-; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos -dijo,
presentando la mano a Montecristo-. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si
nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.
-Caballero -dijo el conde-, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra
resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d'Epinay, aunque tuviese
que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe
elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.
Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.
-¿Nos dejáis ya, señor conde? -preguntó la señora de Villefort.
-Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.
-¿Temíais que la hubiese olvidado?
-Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones...
-Mi marido ha dado su palabra, caballero -dijo la señora de Villefort-; bien veis que la cumple aun
cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?
-¿Y será la reunión Campos Elíseos?
-No -dijo Montecristo-, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia. Será en el campo.
-¿En el campo?
-Sí.
-¿Y dónde?, cerca de París, supongo.
-A media milla de la barrera, en Auteuil.
-¡En Auteuil! -exclamó Villefort-. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas
veces, puesto que teníais una preciosa casa. ¿Y en qué sitio?
-En la calle de La Fontaine.
-¿Calle de La Fontaine? -repuso el procurador del rey con voz ahogada-; ¿y en qué número?
-En el 28.
-¡Oh...! -exclamó Villefort-. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de Saint-Merán?
-¿Del señor de. Saint-Merán? -inquirió Montecristo-. ¿Pertenecía esa casa al señor de Saint-Merán?
-Sí -repuso la señora de Villefort-; ¿y creeréis una cosa, señor conde?
-¿Qué?
-Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?
-Encantadora.
-Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.
-¡Oh! -repuso Montecristo-; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.
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-No me gusta vivir en Auteuil -respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por
dominarse.
-Pero no seré tan desgraciado --dijo con inquietud Montecristo- que esa antipatía me prive de la dicha
de recibiros.
-No, señor conde..., así lo espero..., creed que haré todo cuanto pueda -murmuró Villefort.
-¡Oh! -repuso Montecristo-, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré...,
¿qùé sé yo...? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años..., alguna lúgubre tradición,
alguna sangrienta leyenda.
Villefort dijo vivamente:
-Iré, señor conde, iré.
-Gracias -dijo Montecristo-. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.
-En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis -dijo
-preguntó Villefort- en vuestra casa de los la señora de Villefort-. Y creo que ibais a decirnos la causa
de vuestra marcha repentina.
-En verdad, señora -dijo Montecristo-, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.
-¡Bah! No temáis.
-Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.
-¿El qué?
-Un telégrafo óptico.
-¡Un telégrafo! -repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.
-Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos
brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba
que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas
leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el
extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la
fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los
poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos
insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de
piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de
que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año,
ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje,
como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas,
colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel
insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.
-¿De modo que vais allá ahora?
-Sí.
-¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?
-¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero
ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las
ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres.
No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el
telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.
-Sois un personaje realmente singular -dijo Villefort.
-¿Qué línea me aconsejáis que estudie?
-Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.
-¡Bueno!, de la de España, ¿eh?
-Exacto.
-¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen. .. ?
-No -dijo Montecristo-, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda
algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet
transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telé-graphos. El insecto de la palabra espantosa
es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.
-Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.
-¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?
-El del camino de Bayona.
-¡Bien, sea el del camino de Bayona!
-El de Chatillón.
-¿Y después del de Chatillón?
-El de la torre de Monthery, me parece.
-¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.
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A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se
retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho
honor.
El conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana
siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin
detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos
y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de
la llanura de este nombre.
Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de
ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado
sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.
Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de
enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un
bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.
Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por
la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de
puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.
Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a
los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.
Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de
un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta.
jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y
tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.
Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase
señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o
insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad
lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte
la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo
lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente
sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se
volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.
Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo,
sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.
Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una
mirada toda la propiedad.
De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando
escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que
representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.
Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.
El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las hojas y un plato que también
llevaba consigo.
-¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? -dijo Montecristo sonriendo.
-Perdonad, caballero -respondió el buen hombre quitándose su gorra-, no estoy allá arriba, es verdad;
pero ahora mismo acabo de bajar.
-Que no os incomode yo en nada, amigo mío -dijo el conde-, coged vuestras fresas, si aún os queda
alguna por coger.
-Todavía quedan diez -dijo el hombre-, porque aquí hay once, y yo conté ayer veintiuna, cinco más que
el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha sido este año muy calurosa, y ya sabéis, que lo que las
fresas necesitan es el calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este año,
mirad, once cogidas, trece..., catorce..., quince..., dieciséis..., diecisiete..., dieciocho... ¡Oh! ¡Dios mío!,
me faltan tres, pues ayer estaban, caballero, ayer estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie
sino el hijo de la tía Simona puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por
aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle. .. !
-En efecto -dijo Montecristo-, eso es muy grave, pero vos os vengaréis del niño ese, no ofreciéndole
ninguna fresa ni a él ni a su madre.
-Desde luego -dijo el jardinero-; sin embargo, no es por eso menos desagradable... Pero os pido perdón,
de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe a quien hago esperar?
E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.
-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el conde con aquella sonrisa que tan terrible y tan bondadosa podía ser,
según su voluntad, y que esta vez no expresaba más que bondad-, no soy un jefe que vengo a inspeccionar
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vuestras acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a echarse en cara su
visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.
-¡Oh!, tengo tiempo de sobra -repuso el buen hombre con una sonrisa melancólica-. Sin embargo, es el
tiempo del gobierno, y yo no debiera perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía
descansar una hora -y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de Monthery-, y ya
veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis fresas estaban maduras y un día más... Por otra
parte, ¿creeríais, caballero, que los lirones me las comen?
-¡Toma.. . ! , pues no lo hubiera creído -respondió gravemente Montecristo-, es una vecindad muy mala
la de los lirones, particularmente para nosotros que no los comemos empapados en miel como hacían los
romanos.
-¡Ah!, ¿los romanos los comían...? -preguntó asombrado el jardinero-, ¿se comían los lirones?
-Yo lo he leído en Petronio -dijo el conde.
-¿De veras...?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un lirón. Y no es extraño,
caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no hacen más que dormir todo el santo día, y no se
despiertan sino para roer y hacer daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía yo cuatro
albaricoques, me comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta rara;
pues me lo devoraron..., es decir, la mitad; un abridero soberbio y que estaba excelente. ¡Nunca he
comido otro igual!
-¿Pues cómo lo comisteis...? -preguntó Montecristo.
-Es decir, la mitad que quedaba, ya comprenderéis. Estaba exquisito, caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos
señores no escogen los peores bocados. Lo mismo que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores
fresas. Pero este año -continuó el jardinero- no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de centinela
cuando yo vea que estén prontas a madurar.
El conde había visto ya bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su pasión, lo mismo que cada
fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como se ha visto, una extremada afición al cultivo de las
flores y de las frutas.
Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los rayos del sol,
conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:
-¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?
-Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.
-¡Oh!, no, señor -dijo el jardinero-, puesto que no hay nada de peligroso, ya que nadie sabe ni puede
saber lo que decimos.
-Me han dicho, en efecto -repuso el conde-, que repetís señales que vos mismo no comprendéis.
-Así es, caballero, y yo estoy así más tranquilo -dijo riendo el hombre del telégrafo.
-¿Por qué?
-Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con tal que funcione, no me
piden más.
-¡Diablo! -se dijo Montecristo-, ¿pero habré dado por casualidad con un hombre que no tuviese
ambición...?, sería jugar con desgracia.
-Caballero -dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar-, los diez minutos van a
expirar, yo vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir conmigo?
-Ya os sigo.
Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo contenía algunos instrumentos
de labranza, como azadones, picos, regaderas, apoyados contra la pared; esto era todo.
El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del empleado; contenía algunos
utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas
colgadas del techo, y que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuyas
semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como hubiera podido hacerlo un
maestro botánico del jardín de plantas.
-¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío...? -preguntó Montecristo.
-No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.
-¿Y qué sueldo tenéis...?
-Mil francos, caballero.
-No es mucho.
-No; dan la vivienda gratis, como veis.
Montecristo miró el cuarto.
Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo. Montecristo miró a su vez las
dos máquinas de hierro, con ayuda de las cuales hacía mover la máquina el empleado.
-Esto es muy interesante -dijo-, pero es una existencia que deberá pareceros un poco insípida.
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-Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo de uno o dos años se
acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras horas de recreo y nuestros días de vacaciones.
-¿Días de vacaciones?
-Sí, señor.
-¿Cuáles?
-Los nublados.
-¡Ah!, es natural.
-Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo, siembro..., y en fin..., se pasa el
rato...
-¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
-Diez años, y cinco de supernumerario..., son quince... -Vos tenéis... -Cincuenta y cinco años...
-¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión... ?
-¡Oh!, caballero, veinticinco años.
-¿Y a cuánto asciende esa pensión...?
-A cien escudos.
-¡Pobre humanidad! -murmuró Montecristo.
-¿Qué decís...? -inquirió el empleado.
-Que eso es muy interesante...
-¿El qué... ?
-Todo lo que decís..., ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?
-Nada absolutamente.
-¿Ni lo habéis intentado?
-Jamás: ¿de qué me serviría?
-Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.
-Sin duda.
-Y ésas sí las comprendéis.
-Siempre son las mismas.
-¿Y dicen?
-Nada de nuevo..., tenéis una hora..., o hasta mañana...
-Eso es muy inocente -dijo el conde-; pero, mirad, ¿no veis a vuestro telégrafo opuesto que empieza a
moverse?
-Ah, es verdad; gracias, caballero.
-¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?
-Sí, me pregunta si estoy preparado.
-¿Y le respondéis?
-Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le atiendo, mientras que invita
al de la izquierda que se prepare a su vez.
-Eso es muy ingenioso -dijo Montecristo.
-Vais a ver -repuso con orgullo el buen hombre-, dentro de cinco minutos va a hablar.
-Todavía dispongo de cinco minutos -dijo el conde-, esto es más de lo que necesito-. Amigo mío,
permitid que os haga una pregunta.
-¿Sois aficionado a los jardines?
-En extremo.
-¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis una huerta y jardín de dos
fanegas de tierra?
-Señor, eso sería un paraíso.
-¿Vivís mal con vuestros mil francos?
-Bastante mal; pero vivo, después de todo.
-Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.
-¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande...
-Y..., pequeño como es, devorado por los lirones.
-Eso es una plaga...
-Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro correspondiente hablase...?
-No lo vería.
-Entonces, ¿qué ocurriría?
-Que no podría repetir sus señales...
-¿Y qué?
-Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese..., me exigirían el pago de la multa.
-¿A cuánto asciende esa multa? -A cien francos.
-La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!
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-¡Ah! -exclamó el empleado.
-¿Os ha ocurrido eso alguna vez? -dijo Montecristo.
-Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.
-Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?
-Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.
-¿Trescientos francos?
-Cien escudos, sí señor; de modo que ya podéis suponer que nunca haré tal cosa.
-¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo penséis.
-¿Por quince mil francos?
-Sí.
-Caballero, me asustáis.
-¡Bah!
-Caballero, vos queréis tentarme.
-¡Justamente! Quince mil francos.
-Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.
-Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.
-¿Qué es eso?
-¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?
-¿Billetes de banco?
-Exacto; quince hay.,
-¿Y a quién pertenecen?
-A vos, si queréis.
-¡A mí! -exclamó el empleado, sofocado.
-¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.
-Caballero, ya empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.
-Dejadle que se mueva...
-Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.
-Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis quince billetes de banco.
-Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus señales.
-Dejadle hacer; y vos tomad.
El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.
-Ahora ---dijo-, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis vivir.
-Conservaré mi puesto.
-No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro correspondiente.
-¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?
-Una travesura sin importancia.
-Caballero, a menos de obligarme.. . -Pienso obligaros, efectivamente...
Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.
-Tomad, otros diez mil francos ---dijo-, con los quince que están en vuestro bolsillo, son veinticinco
mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis
procuraros mil francos de renta.
-¿Un jardín de dos fanegas?
-Y mil francos de renta.
-¡Santo cielo!
-¡Tomad, pues... !
Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de diez mil francos.
-¿Qué debo hacer...?
-Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.
-Bien, ¿pero qué...?
-Repetir las señales que os voy a dar.
Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y otras tantas cifras
indicaban el orden con que debían ejecutarse.
-No será muy largo, como veis.
-Sí, pero... -¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos... !
El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares, el buen hombre ejecutó
una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente
de la derecha, que no comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de
los albaricoques se había vuelto loco.
En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las mismas señales, que fueron
aceptadas en el ministerio del Interior.
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-Ahora sois ya rico -dijo Montecristo.
-Sí -respondió el empleado-, ¿pero a qué precio?
-Escuchad, amigo mío -dijo Montecristo-, no quiero que tengáis remordimientos; creedme, porque, os
lo juro, no habéis causado ningún perjuicio a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acci6n.
El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía pálido, se ponía sofocado; al
fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se
desmayó en medio de sus albaricoques secos. ..
Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica, Debray hizo enganchar los
caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.
-¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? -dijo a la baronesa.
-¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.
-Que los venda a cualquier precio.
-¿Por qué?
-Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.
-¿Cómo lo sabéis?
-¡Diantre! ¡Como sé yo todas las noticias!
La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su vez a la casa de su agente
de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a cualquier precio.
Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron inmediatamente. Danglars
perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo el papel de interés...
Aquella noche se leía en El Messager:
Despacho telegráfico:
El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la frontera de Cataluña.
Barcelona se ha sublevado en favor suyo.
Toda la noche no se habló más que de la previsión de Danglars que había vendido sus créditos, y de la
suerte que tuvo al no perder más que quinientos mil francos en semejante jugada.
Los que habían conservado sus vales, o los que habían comprado los de Danglars, se consideraron
arruinados, y pasaron una mala noche.
Al día siguiente se leía en El Moniteur:
Carecía de todo fundamento la noticia del Messager de anoche que anunciaba la f uga de don Carlos y
la sublevación de Barcelona.
El rey don Carlos no ha salido de Bourges, y la Península goza de la más completa tranquilidad.
Una señal telegráfica, mal interpretada a causa de la niebla, ha dado lugar a este error.
Los fondos subieron al doble de lo que habían bajado.
Esto ocasionó a Danglars la pérdida de un millón.
-¡Bueno! -dijo Montecristo a Morrel, que estaba en su casa en el momento en que le anunciaba la
extraña jugada de que había sido víctima Danglars-; acabo de efectuar por veinte mil francos un descubrimiento
por el que hubiera dado cien mil.
-¿Qué habéis descubierto? -preguntó Maximiliano.
-Acabo de descubrir el medio de librar a un jardinero de los lirones que le comían sus albaricoques...
Capítulo cuarto
Los fantasmas
Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se
debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad
de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba
qn espectáculo diferente.
El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez
de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una
alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio
completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la
casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de
musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua
con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio
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un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de
musgo que debía suceder al enlosado.
En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas
transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja.
Mas Bertuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.
Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para
servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun
dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase
transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas;
a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los
pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, cantaba,
parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de
nuestra alma si por desgracia las abandonamos.
Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y
caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se
dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respondiendo a los palafreneros, que les
hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.
La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil
volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el
día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encarnado y oro.
En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas
del Japón, y en medio del invernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que
parecía haber sido abandonado dos horas antes por los jugadores.
Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el
ángulo izquierdo del piso principal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una
escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.
El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba
esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un fruncimiento
de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso
y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.
Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el
cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.
-Esto no puede servir más que para guardar guantes -dijo.
-En efecto, excelencia -respondió Bertuccio encantado-, abridlo y los hallaréis.
En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de
aguas de olor, cigarros y joyas...
-¡Bien, bien... ! -dijo.
Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hubiese quedado de los muebles y de la
casa.
A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro
capitán de spahis conducido por Medeah.
Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.
-Estoy seguro de que soy el primero -le gritó Morrel-; lo he hecho a propósito para poder estar un
momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!,
¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el caballo vuestros criados?
-Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.
-Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán...!
-¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! -dijo Montecristo con el mismo tono con que un
padre podría hablar a su hijo.
-¿Lo sentís? -dijo Morrel con su franca sonrisa.
-¡Dios me libre...! -respondió el conde-. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.
-Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de ChateauRenaud, el hombre más inteligente de
Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este
momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van
a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora...
-Entonces pronto deberán llegar -repuso Montecristo.
-Mirad, ahí los tenéis.
En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, llegó delante de
la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la escalera,
seguido de dos jinetes.
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Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la
baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.
Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco
tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra,
de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.
Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su
carruaje.
La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo
pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una
emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la escalera diciendo a Morrel:
-Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.
Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba.
Montecristo le comprendió.
-¡Ah!, señora -respondió-, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?
-Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al
señor Morrel...
-Por desgracia -repuso el conde-, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues
está comprometido su honor en conservarlo.
-¿Pues cómo?
-Ha apostado que domaría a Medeah en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender
que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se
diría que tiene miedo; y un capitán de spahis, aun por complacer al capricho de una hermosa mujer, lo que
en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante
rumor.
-Ya lo veis, señora... -dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.
-Creo -dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa- que tenéis bastantes
caballos como ése.
La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con
gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.
Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la
baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones
marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas.
La baronesa estaba asombrada.
-¡Oh!, qué hermoso es eso -dijo-; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?
-¡Ah, señora! -dijo Montecristo-, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie
de obra de los genios de la tierra y del mar.
-¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?
-Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir
expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez
los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció
sus corales a incrustó sus conchas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una
revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prueba, y no dejó más que el proceso verbal que
hacía constar la fabricación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de doscientos años
encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito,
fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no
se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio
infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes,
horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y
fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus
enemigos.
Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arrancaba maquinalmente, y una tras otra, las
flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el
cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente.
Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.
-Caballero -le dijo Montecristo sonriendo--, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan
valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs,
dos Gerardo Dou, un Rafael, un Van-Dyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.
-¡Oh! -dijo Debray-, aquí hay un Hobbema que yo conozco.
-¡Ah! ¿De veras?
-Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.
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-No tiene ninguno, según creo-dijo Montecristo.
-No, y sin embargo no quiso comprar éste.
-¿Por qué? -preguntó Chateau-Renaud.
-¿Por qué había de ser...? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género.. .
-¡Ah!, perdonad -dijo Chateau-Renaud-, siempre estoy oyendo decir eso..., y jamás he podido
acostumbrarme...
-Ya os acostumbraréis -dijo Debray.
-No lo creo -repuso Chateau-Renaud.
-El mayor Bartolomé Cavalcanti... El señor conde Andrés Cavalcanti -anunció Bautista.
Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una
mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo
completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Cavalcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.
A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti,
el respetuoso hijo que ya conocen también nuestros lectores.
Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron
naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.
-¡Cavalcanti! -exclamó Debray.
-Bonito nombre -dijo Morrel.
-Sí -dijo Chateau-Renaud-, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.
-¡Oh!, sois muy severo, Chateau-Renaud -repuso Debray-; esos trajes están hechos por uno de los
mejores sastres, y están perfectamente nuevos.
-Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.
-¿Quiénes son esos señores? -preguntó Danglars al conde de Montecristo.
-Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.
-Eso no me revela más que su nombre.
-¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noblezas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice
raza de príncipes.
-¿Buena fortuna? -inquirió el banquero.
-Fabulosa.
-¿Qué hacen?
-Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han
dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.
-Creo que hablan el francés con bastante pureza -dijo Danglars.
-El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en sus alrededores, según creo. Le
encontraréis entusiasmado...
-¿Con qué? -inquirió la baronesa.
-Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.
-¡Me gusta la idea! -dijo Danglars encogiéndose de hombros.
La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera
presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.
-El barón parece hoy muy taciturno -dijo Montecristo a la señora Danglars-; ¿quieren hacerlo ministro
tal vez?
-No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién
desfogar su malhumor.
-¡Los señores de Villefort! -gritó Bautista.
Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo,
estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.
-Decididamente sólo las mujeres saben disimular -dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que
dirigía una sonrisa al procurador del rey.
Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito
contiguo a aquel en que se encontraban, y se dirigió a él.
-Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.
-¡Ah!, es cierto.
-¿Cuántos cubiertos?
-Contadlos vos mismo.
-¿Han venido todos, excelencia?
-Sí.
Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.
Montecristo le observaba atentamente.
-¡Ah! ¡Dios mío! -exclamó Bertuccio.
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-¿Qué ocurre? -preguntó el conde.
-¡Esa mujer...!, ¡esa mujer...!
-¿Cuál?
-¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes...!, ¡la rubia... !
-¿La señora Danglars?
-Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella... ! ¡Señor, es ella... ! -¿Quién es ella...?
-¡La mujer del jardín...!, ¡la que estaba encinta...l, la que se paseaba esperando... esperando...
Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos erizados.
-Esperando, ¿a quién?
Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth
mostró a Banco.
-¡Oh...!, ¡oh...! -murmuró al fin-; ¿no veis...? -¿El qué...? ¿A quién...? -¡A él... !
-¡A él...!, ¿al señor procurador del rey, Villefort...? Sin duda alguna le veo.
-Pero no le maté... ¡Dios mío!
-¡Diantre... ! , yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuccio -dijo el conde.
-¡Pero no murió... !
-No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla
izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o
más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis contado; habrá sido un sueño de vuestra
imaginación; os habríais quedado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y
contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de
Chateau-Renaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.
-¡Ocho. .. ! -repitió Bertuccio con voz sorda.
-¡Esperad...!, ¡esperad...!, ¡qué prisa tenéis por marcharos...l, ¡qué diablo...!, olvidáis a uno de mis
convidados. Mirad hacia la izquierda..., allí..., el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro
que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.
Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo
apagó en sus labios.
-¡Benedetto... ! -murmuró con voz sorda-; ¡fatalidad!
-Las seis y media están dando en este momento, señor Bertuccio -dijo severamente el conde-; ésta es la
hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.
Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia
el comedor apoyándose en las paredes.
Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y
haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:
-El señor conde está servido -dijo.
Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.
-Señor de Villefort -dijo-, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.
Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.
Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban
qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que
estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.
Y a pesar de que lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada del conde, la fortuna
desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en
aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la
circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo
punto.
Asimismo Cavalcanti, padre a hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con
toda su desenvoltura.
La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort,
ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.
Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados,
ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.
El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.
El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.
Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por Chateau-Renaud,
entre la señora de Villefort y Morrel.
La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente destruir la simetría parisiense y
satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.
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Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la
abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.
Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre
fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas
raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba
con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises
en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de
Médicis, oro derretido.
Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.
Dijo:
-Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada
es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de
exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la
maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado...?, el que no podemos
tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de
toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho,
por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril;
vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un
reino; vos, señor de Chateau-Renaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie
puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San
Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos
aquí?
-¿Qué clase de pescados son? -preguntó Danglars.
-Aquí tenéis a Chateau-Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno -respondió
Montecristo-; y el mayor Cavalcanti, que es italiano, os dirá el del otro.
-Este -dijo Chateau-Renaud- creo que es un esturión.
-Perfectamente.
-Y éste -dijo Cavalcanti- es, si no me engaño, una lamprea.
-Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.
-¡Oh! -dijo Chateau-Renaud-, los esturiones se pescan solamente en el Volga.
-¡Oh! -dijo Cavalcanti-, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.
-¡Imposible! -exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.
-¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte -dijo Montecristo-. Yo soy como Nerón, cupitor
impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá
ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.
-¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?
-¡Oh! ¡Dios mío...!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de
matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido
así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó
de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?
-Mucho lo dudo al menos -respondió sonriéndose.
-Bautista -dijo Montecristo-, haced que traigan el otro esturión y la otra lamprea, ya sabéis, los que
vinieron en otros toneles y que viven aún.
Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.
Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los cuales coleaban dos
pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.
-¿Y por qué habéis traído dos de cada especie...? -preguntó Danglars.
-Porque uno podía morirse -respondió sencillamente Montecristo .
-Sois un hombre maravilloso -dijo Danglars-. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una
buena fortuna.
-Y sobre todo tener ideas -dijo la señora Danglars.
-¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta
que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie
que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También
constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía
cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores
del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los
veían vivos, les despreciaban muertos.
-Sí -dijo Debray-; pero de Ostia a Roma no hay más de seis a siete leguas.
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-¡Ah!, ¡es cierto! -dijo Montecristo-; pero ¿en qué consistiría el mérito si mil ochocientos años después
de Lúculo no se hubiera adelantado nada...?
Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.
-Todo es admirable -dijo Chateau-Renaud-; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que
sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?
-A fe mía, todo lo más -respondió Montecristo.
-¡Pues bien...!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si
no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en
un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.
-¿Qué queréis...?, me gusta el follaje y la sombra -dijo Montecristo .
-En efecto -dijo la señora de Villefort-, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en
que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.
-Sí, señora --dijo Montecristo-; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque
de Bolonia a través de mi reja.
-En cuatro días -dijo Morrel-, ¡qué prodigio... !
-En efecto -dijo Chateau-Renaud-, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa
estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de
Saint-Merán la puso en venta hará dos o tres años.
-El señor de Saint-Merán -dijo la señora de Villefort-; ¿pero esta casa pertenecía al señor de
Saint-Merán antes de haberla com. prado vos?
-Así parece -respondió Montecristo.
-¡Cómo que así parece...! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?
-No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.
-Al menos hace diez años que no se habitaba -dijo Chateau-Renaud-, y era una lástima verla con sus
persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que si no hubiese pertenecido al
suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido
cometido algún nefasto crimen.
Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios,
colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.
Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había seguido a las palabras de
Chateau-Renaud:
-Es extraño -dijo-, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció
tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente
el pícaro habría recibido algún regalillo.
-Es probable -murmuró Villefort esforzándose en sonreír-; pero creed que yo no pienso del mismo
modo que vos. El señor de Saint-Merán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote
de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado...
Esta vez fue Morrel quien palideció.
-Había una alcoba sobre todo -prosiguió Montecristo-, ¡ah, Dios mío...!, muy sencilla en la apariencia,
una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué,
dramática en extremo.
-¿Por qué? -preguntó Debray-, ¿por qué decís que era dramática?
-¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? --dijo Montecristo-; ¿no hay sitios donde
parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del
pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin,
esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que
hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe
a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.
Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó;
Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.
Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban
con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados...
-¿Habéis oído? -dijo al fin la señora Danglars.
-Es preciso ir, no hay medio de evadirnos -respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.
Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que
al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un
palacio.~Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito,
donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una
sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado a los convidados más que la alcoba que
iban a visitar.
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Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental con divanes y almohadones,
camas, pipas y armas, y los salones alfombrados, los cuadros más hermosos, cuadros de los antiguos
pintores; las piezas forradas de telas de la China, de caprichosos colores, de fantásticos dibujos, de
maravillosos tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.
Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba iluminada, y había
permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones habían sido adornadas de nuevo.
Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.
-¡Oh! -exclamó la señora Villefort-, en efecto, esto es espantoso.
La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oyó.
Hiciéronse muchas observaciones, cuyo resultado fue que, en efecto, la alcoba forrada de damasco
encarnado tenía un aspecto siniestro.
-¡Oh!, mirad --dijo Montecristo-, mirad qué bien colocada está esta cama, envuelta en un tono sombrío;
y esos dos retratos al pastel, cuyos colores ha apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios
descoloridos que vieron algo horrible?
Villefort palideció; la señora Danglars cayó sobre una silla que estaba colocada junto a la chimenea.
-¡Oh! -dijo la señora de Villefort sonriendo-, ¿tenéis valor para sentaros sobre esa silla donde tal vez ha
sido cometido el crimen?
La señora Danglars se levantó vivamente.
-Pues no es esto todo -dijo Montecristo.
-¿Hay más aún? -preguntó Debray, a quien la emoción de la señora Danglars no pasó inadvertida.
-¡Ah!, sí, ¿qué hay? -preguntó Danglars-; porque hasta ahora no veo nada de particular. ¿Y vos, qué
pensáis de esto, señor Cavalcanti?
-¡Ah! -dijo éste-, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugolino, en Ferrara la prisión de Tasso, y en
Rímini la alcoba de Francesca y de Paolo.
-Pero no tenéis esa pequeña escalera -dijo Montecristo abriendo una puerta perfectamente disimulada
en la pared-: miradla, y decidme, ¿qué os parece?
-¡Siniestra, en verdad! -dijo Chateau-Renaud riendo.
-El caso es -dijo Debray-, que yo no sé si el vino de Quios produce la melancolía, pero todo lo veo
triste en esta casa.
En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó triste, pensativo, y no
pronunció una palabra más.
-¿No os imagináis -dijo Montecristo- a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a
pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa, esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de
sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?
La señora Danglars casi se desmayó en los brazos de Villefort, que también se vio obligado a apoyarse
en la pared.
-¡Ah! ¡Dios mío!, señora -exclamó Debray-, ¿qué os ocurre? ¡Cuán pálida estáis!
-Nada más sencillo -respondió la señora de Villefort-; porque el conde nos cuenta historias espantosas
con la única intención de hacernos morir de miedo.
-Sí..., sí -dijo Villefort-; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.
-¿Qué os ocurre? -dijo en voz baja Debray a la señora Danglars.
-Nada, nada -respondió ésta haciendo un esfuerzo--, tengo necesidad de aire y nada más.
-¿Queréis bajar al jardín? -preguntó Debray ofreciendo su brazo a la señora Danglars y adelantándose
hacia la escalera falsa.
-No -dijo-, no; prefiero estar aquí.
-En verdad, señora -dijo Montecristo-, ¿es verdadero ese terror?
-No, señor -dijo la señora Danglars-; pero es que tenéis una .manera de contar las cosas, que da a la
ilusión un aspecto de realidad.
-¡Oh! ¡Dios mío!, sí -dijo Montecristo--, y todo eso depende de la imaginación; y si no, ¿por qué no nos
habíamos de representar esta habitación como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con
sus matices de púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa, el camino
por donde, despacio, y para no turbar el sueño reparador de la paciente, pasa el médico o la nodriza, o el
mismo padre, llevando en sus brazos al niño que duerme...
Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce descripción, lanzó un gemido y
se desmayó completamente.
-La señora Danglars está enferma... -murmuró Villefort-, tal vez será preciso transportarla a su carruaje.
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¡y yo que he olvidado mi pomo!
-Yo tengo aquí el mío -dijo la señora de Villefort.
Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuya bienhechora influencia ejerció
sobre Eduardo, administrado por el conde.
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-¡Ah! -dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la señora de Villefort.
-Sí -murmuró ésta-, lo he probado siguiendo vuestras instrucciones.
-Perfectamente.
Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua. Montecristo dejó caer sobre sus labios una
gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.
-¡Oh! -dijo--, ¡qué sueño tan horrible!
Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había soñado.
Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones poéticas, había bajado al jardín, y
hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un proyecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.
Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Danglars y la llevó al jardín, donde
encontraron al señor Danglars totnando el café entre los dos Cavalcanti.
-En verdad, señora -dijo-, ¿tanto os he asustado?
-No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión, según la disposición de ánimo
en que nos encontramos.
Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.
-Y entonces, ya comprendéis -dijo-; basta una suposición, una...
-Sí, sí -dijo Montecristo-, creedme, si queréis, estoy persuadido de que se ha cometido un crimen en
esta casa.
-Cuidado -dijo la señora de Villefort-, mirad que tenemos aquí al procurador del rey.
-¡Oh! -dijo Montecristo-, tanto mejor, y me aprovecho de esta circunstancia para hacer mi declaración.
-¿Vuestra declaración...? -dijo.
-Sí, y en presencia de testigos.
-Todo eso es muy interesante -dijo Debray-, y si hay crimen, vamos a hacer admirablemente la
digestión.
-Hay crimen -dijo Montecristo-. Venid por aquí, señores; venid, señor de Villefort; venid y os haré la
declaración.
Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba con el suyo el de la
señora Danglars, condujo al procurador del rey debajo del plátano, donde la sombra era más densa.
Todos los demás convidados les siguieron.
-Mirad -dijo Montecristo-, aquí, en este mismo sitio -y daba con el pie contra la tierra-, aquí, para
rejuvenecer estos árboles muy viejos ya, mandé que levantasen la tierra para que echasen estiércol; mis
trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que
contenía un niño recién nacido; yo creo que esto no es ilusión.
Montecristo sintió crisparse sobre el suyo el brazo de la señora Danglars y estremecerse el de Villefort.
-Un niño recién nacido -repitió Debray-, ¡diablos!, eso es más serio de lo que yo creía.
-Ya veis -dijo Chateau-Renaud- que no me equivocaba cuando decía hace poco que las casas tenían un
alma y un rostro como los hombres, y que llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa
estaba triste porque tenía remordimientos y tenía remordimientos porque ocultaba un crimen.
-¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? -repuso Villefort haciendo el último esfuerzo.
-¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? -exclamó Montecristo-. ¿Cómo
llamáis a esa acción, señor procurador del rey?
-Pero ¿quién dice que haya sido enterrado vivo?
-Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha sido nunca cementerio.
-¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? -preguntó el mayor Cavalcanti.
-¡Oh!, se les corta la cabeza -respondió Danglars.
_-¡Ah! , se les corta la cabeza -repitió Cavalcanti.
-Ya lo creo..., ¿no es verdad, señor de Villefort? -dijo Montecristo.
-Sí, señor conde -respondió éste con un acento que nada tenía de humano.
Comprendiendo Montecristo que ya habían sufrido bastante las dos personas para quienes había
preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:
-¡Señores -dijo-, nos hemos olvidado de tomar el café!
Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.
-En verdad, señor conde -dijo la señora Danglars-, me avergüenzo de confesar mi debilidad; pero todas
estas espantosas historias me han transtornado mucho; dejadme sentar y descansar un momento, os lo
ruego.
Y cayó sobre un asiento.
Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.
-Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vuestro pomo -dijo.
Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el procurador del rey había
dicho ya , al oído de la señora Danglars.
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-Es necesario que os hable.
-¿Cuándo?
-Mañana.
-¿Dónde?
-En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.
-No faltaré.
En aquel instante se acercó la señora de Villefort.
-Gracias, querida amiga -dijo la señora Danglars procurando sonreírse-, no es nada, y me siento mucho
mejor.
Iba oscureciendo; la señora de Villefort había manifestado deseos de volver a París, lo cual no se
atrevió a hacer la señora Danglars, a pesar del malestar que sufría.
Al oír el deseo de su mujer, el senior de Villefort se apresuró a dar la orden de partida; ofreció un lugar
en su carretela a la señora Danglars, a fin de que la cuidase su mujer. En cuanto al señor Danglars, absorto
en una conversación industrial de las más interesantes con el señor Cavalcanti, no prestaba ninguna
atención a lo que pasaba.
Montecristo, al pedir el pomo a la señora de Villefort, notó que el señor de Villefort se había
aproximado a la señora Danglars, y guiado por la situación, adivinó lo que había dicho, aunque Villefort
habló tan bajo que apenas la señora Danglars pudo oírlo. Dejó partir a Morrel, a Debray y a
Chateau-Renaud a caballo, y subir a las dos señoras a la carretela de Villefort; por su parte Danglars, cada
vez más encantado con Cavalcanti padre, le invitó a que subiese con él en su cupé.
En cuanto al hijo Cavalcanti se acercó a su tílburi que le aguardaba delante de la puerta, y cuyo caballo
tenía del bocado un groom levantado sobre las puntas de sus pies y que afectaba las maneras inglesas.
Durante lá comida, Andrés no había hablado mucho, porque era un joven inteligente, y había
experimentado naturalmente el temor de decir alguna tontería en medio de aquellos invitados ricos y
poderosos, entre los cuales sus ojos no veían con gusto a un procurador del rey.
Había simpatizado con Danglars, que después de haber lanzado una mirada escudriñadora al padre y al
hijo, pensó que el padre sería algún nabab que había venido a París para perfeccionar la educación de su
hijo. Había contemplado con indecible complacencia el enorme diamante que brillaba en el dedo pequeño
del mayor, porque éste, a fuer de hombre prudente y experimentado, temiendo que sucediese algún
accidente a sus billetes de banco,los había convertido en seguida en un objeto de valor.
Después de la comida, bajo pretexto de industria y de viaje, preguntó al padre y al hijo acerca de su
modo de vivir, y el padre y el hijo, prevenidos de que era en casa de Danglars donde debía serles abierto,
al uno su crédito de cuarenta y ocho mil francos, y al otro su crédito anual de cincuenta mil libras,
estuvieron muy amables y simpáticos con Danglars.
Había algo que de un modo especial aumentó la consideración, casi diremos la veneración de Danglars,
hacia Cavalcanti. Este, fiel al principio de Horacio, nihil admirari, se había contentado, como se ha visto,
con dar una prueba de su ciencia, diciendo en qué lago se pescaban las famosas lampreas. Había comido
además su parte sin decir una sola palabra. Danglars dedujo de esto que esta especie de suntuosidades
eran familiares al ilustre descendiente de los Cavalcanti, el cual se alimentaría en Luca de truchas que
mandaría traer de Suiza y de langostas que le enviarían de Bretaña por medio de procedimientos
semejantes a aquellos de que se había servido el conde para hacer traer lampreas del lago Fusaro, y
esturiones del Volga.
Así, pues, fueron acogidas con gran satisfacción las palabras de Cavalcanti:
-Mañana, caballero, tendré el honor de haceros uña visita y hablaremos de negocios.
-Y yo, caballero -respondió Danglars-, os agradeceré sumamente esa visita.
Después de esto, propuso a Cavalcanti, si esto no le privaba del placer de estar al lado de su hijo,
volverle a conducir al Hotel des Princes.
A lo cual Cavalcanti respondió que de algún tiempo a aquella parte su hijo llevaba la vida de joven
soltero; que, por consiguiente, tenía sus caballos y su carruaje, y que no habiendo venido juntos, no veía
ninguna dificultad en que se fuesen separados. El mayor subió, pues, al carruaje de Danglars, y el
banquero se sentó a su lado, cada vez más encantado de las ideas de orden y de economía de aquel
hombre, que destinaba sin embargo a su hijo cincuenta mil francos al año. Por lo que a Andrés se refiere,
empezó a darse tono, riñendo a su groom, porque en lugar de venirle a buscar al pie de la escalera, le
esperaba a la puerta de entrada, lo cual le había causado la molestia de andar treinta pasos más para
buscar su tílbury. El groom recibió el sermón con humildad, cogió, para contener el caballo que pateaba
de impaciencia, el bocado con la mano izquierda, entregó con la mano derecha las riendas a Andrés, que
las tomó y apoyó ligeramente su bota charolada sobre el estribo.
En aquel momento sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.
El joven se volvió, creyendo que Danglars y Montecristo se habían olvidado de decirle alguna cosa, y
venían a decírselo en el momento de partir.
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Sin embargo, en lugar del uno o del otro, vio un rostro extraño, tostado por el sol, rodeado de una barba
espesa, ojos brillantes, y una sonrisa burlona, que movía unos labios gruesos que dejaban ver dos filas de
dientes blancos, unidos y salientes como los de un lobo o un chacal.
Un pañuelo de cuadros encarnados cubría aquella cabeza de cabellos canos y crespos, un chaquetón
grasiento y desgarrado cubría aquel cuerpo delgado y huesoso; en fin, la mano que se apoyó sobre el
hombro de Andrés, y que fue lo primero que vio el joven, le pareció de una dimensión gigantesca.
Si reconoció el joven esta fisonomía a la luz de las farolas de su tílbury, o se admiró solamente del
terrible aspecto de este interlocutor, no podemos decirlo; el caso es que se estremeció y retrocedió
vivamente.
-¿Qué queréis? -dijo.
-Disculpad, caballero -respondió el hombre llevando la mano a su pañuelo encarnado-; os incomodo tal
vez, pero tengo que hablaros.
-No se pide limosna por la noche -dijo el groom haciendo un movimiento para desembarazar a su amo
de este importuno.
-Yo no pido limosna, señorito -dijo el hombre desconocido al lacayo, fijándole una mirada tan irónica y
una sonrrisa tan espantosa que éste se apartó-; deseo tan sólo decir dos palabras a vuestro amo, que me
encargó de una comisión hace quince días.
-Veamos -dijo Andrés a su vez levantando la voz para que el lacayo no notase su turbación-; ¿qué
queréis? Despachad pronto.
-Quisiera... quisiera... -dijo en voz baja el hombre del pañuelo encarnado-, que me ahorraseis el trabajo
de tener que volver a pie a Paris. Estoy cansado y como no he comido tan bien como tú, apenas puedo
tenerme en pie.
El joven se estremeció ante semejante familiaridad.
-Pero, en fin -dijo-, veamos, ¿qué queréis de mí?
-¡Y bien!, quiero que me dejes subir en tu lindo carruaje y que me conduzcas a París.
Andrés palideció, pero no respondió.
-¡Oh!, sí, sí -dijo el hombre del pañuelo encarnado metiendo sus manos en los bolsillos y mirando al
joven con ojos provocadores-; se me ha ocurrido esta idea, ¿lo has oído, querido Benedetto?
Al oír este nombre el joven reflexionó sin duda, porque se acercó al groom y le dijo:
-Este hombre ha sido, en efecto, encargado por mí de una comisión cuyo resultado me tiene que contar.
Id a pie hasta la barrera; allí tomaréis un cabriolé, de este modo no iréis a pie hasta casa.
El lacayo se alejó sorprendido.
-Dejadme al menos acercarme a la sombra -dijo Andrés.
-¡Oh!, en cuanto a eso, yo voy a conducirte a un sitio bueno -repuso el hombre del pañuelo encarnado.
Y cogió por el bocado al caballo, conduciendo el tílbury a un sitio donde, en efecto, nadie podía
presenciar el honor que le hacía Andrés.
-¡Oh!, no vayas a creer que esto lo hago por tener la gloria de
ir en un lindo carruaje, no, lo hago solamente porque estoy agobiado de fatiga, y luego, porque tengo
que decirte dos palabras.
-Veamos; subid -dijo el joven.
Lástima que no fuera de día, porque hubiera sido un espectáculo curioso el ver a este pordiosero
sentado sobre los almohadones del tílbury junto al joven y elegante conductor del carruaje.
Andrés llevó su caballo al trote largo hasta la última casa del pueblo sin hablar con su compañero,
quien, por su parte, se sonreía y guardaba silencio, como encantado de pasearse en un carruaje tan
cómodo y elegante.
Una vez fuera de Auteuil, Andrés miró en derredor para asegurarse sin duda de que no podían verlos ni
oírlos, y entonces, deteniendo su caballo y cruzando los brazos delante del hombre del pañuelo
encarnado:
-Veamos -le dijo-, ¿por qué venís a turbarme en mi tranquilidad?
-Y tú, muchacho, ¿por qué desconfías de mí?
-¿Y por qué decís que yo desconfío de vos?
-¿Por qué...?, ¡diablo!, nos separamos en el puerto de Var, me dices que vas a viajar por el Piamonte y
por Toscana, y en vez de hacerlo así, lo vienes a París.
-¿Y qué tenéis que ver con eso?
-¿Yo?, nada...; al contrario, confío en que me servirá de mucho.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo Andrés-, ¿es decir, que especuláis o pensáis especular conmigo?
-¡Bueno! ¡Así me gusta, al grano, al grano!
-Pues no lo creáis, señor Caderousse, os lo advierto.
-¡Oh!, no lo enfades, chiquillo, tú bien debes saber lo que es la desgracia; la desgracia hace a los
hombres celosos. Yo lo creía recorriendo el Piamonte y la Toscana, obligado a servir de facchino o de
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cicerone para poder comer; lo compadezco en el fondo de mi corazón, es decir, ¡te compadecía como lo
hubiera hecho con mi hijo! Bien sabes, Benedetto, que yo lo he llamado siempre mi hijo y que lo he
tratado como tal, y que...
-¡Adelante, adelante... !
-Paciencia, amiguito, que nadie nos persigue.
-Paciencia tengo; veamos..., acabad.
-Pues, señor, lo veo, cuando menos lo pensaba, atravesar la barrera de Bonshommes con un groom, con
un tílbury, ¡con un traje precioso. .. ! Dime, chico, has descubierto alguna mina o. ..
-En fin, como decíais, confesáis que estáis celoso...
-No, estoy satisfecho, tan satisfecho que he querido darte mi enhorabuena, chiquillo; pero, como no
estaba tan bien vestido como tú, no he querido comprometerte...
-¡Vaya manera de tomar precauciones! -dijo Andrés-, ¡os acercáis a mí delante de mi criado!
-¿Y qué quieres, hijo mío? Me acerco a ti cuando puedo echarte la mano, tienes un caballo muy vivo,
un tílbury muy ligero, tú eres naturalmente escurridizo como una anguila; si lo me llegas a escapar esta
noche, tal vez no lo hubiera encontrado nunca.
-Ya veis que no trato de ocultarme...
-¡Dichoso tú! Yo quisiera decir otro tanto; yo sí, me oculto, sin contar con que temía que no me
conocieses; pero, felizmente, me has reconocido -añadió Caderousse con una sonrisa maligna-, ¡eres un
buen muchacho!
-Veamos -dijo Andrés-, ¿qué es lo que necesitáis?
-¿No me tuteas ya? ¡Haces mal, Benedetto, a un antiguo camarada...!, ten cuidado, o harás que me
vuelva exigente.
Esta amenaza apaciguó la cólera del joven, que, habiéndose levantado un aire violento, puso su caballo
al trote.
-Haces mal, Caderousse -dijo-, en tratar así a un antiguo compañero, como decías hace poco; tú eres
marsellés, yo soy...
-¿Sabes tú lo que eres...?
-No, pero he sido educado en Córcega; tú eres viejo y terco, yo soy joven y testarudo. Entre personas
como nosotros, la amenaza es cosa mala, y no se debe abusar; ¿tengo yo la culpa si la fortuna que sigue
siéndote adversa, me favorece a mí ahora?
-De modo que es buena lo fortuna, ¿eh? ¿Y ése no es tílbury prestado, ni tus vestidos son tampoco
prestados? Bueno, ¡tanto mejor! -dijo Caderousse cuyos ojos brillaron de codicia.
-¡Oh!, bien lo ves y bien lo sabes, cuando lo acercaste a mí -dijo Andrés animándose cada vez más-. Si
yo llevase un pañuelo como el tuyo en mi cabeza, un chaquetón grasiento sobre mis hombros, tampoco tú
me reconocerías a mí.
-Es decir, que me desprecias, y haces mal; ahora que lo he encontrado, nada me impide ir bien vestido,
puesto que conozco lo buen corazón; si tienes dos vestidos me darás uno; yo lo daba antes mi ración de
sopa y de albaricoques cuando tenías mucha hambre.
-Es cierto =dijo Andrés.
-¡Qué apetito tenías! ¿Sigues teniéndolo tan bueno?
-Sí, siempre -dijo Andrés riendo.
-¡Qué bien habrás comido en casa de este príncipe de donde sales!
-No es un príncipe, es sólo conde.
-¡Un conde!, pero rico, ¿no?
-Sí, ¡pero es un hombre muy raro!
-Nada tengo yo que ver con lo conde, contigo solamente es con quien yo tengo mis proyectos, y
después lo dejaré en paz. Pero -añadió Caderousse con aquella sonrisa maligna que ya había brillado en
sus labios-, pero es menester que me des algo para eso, ya comprendes.
-Veamos: ¿cuánto lo hace falta?
-Yo creo que con cien francos al mes...
-¡Y bien!
-Viviría.
-¿Con cien francos?
-Pero mal, ya me entiendes, pero con...
-¿Con. . . ?
-Ciento cincuenta francos, sería muy feliz.
-Aquí tienes doscientos -dijo Andrés.
Y entregó a Caderousse diez luises de oro.
-Está bien -dijo Caderousse.
-Preséntate en casa del portero todos los días primeros de mes y lo entregarán otro tanto.
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-Bueno: ¡eso es humillarme!
-¿Cómo?
-Ya me obligas a tener que andar metido con lo gente; nada, nada, yo no quiero tratar con nadie más
que contigo.
-¡Pues bien!, sea así, pídemelo a mí todos los días primeros del mes; mientras tenga yo mi renta, tú
tendrás la tuya:
-¡Vamos! ¡Vamos!, ya veo que no me había equivocado, eres un buen muchacho, y es una felicidad que
la fortuna se muestre propicia con la gente de lo ralea, vaya, cuéntame tus aventuras.
-¿Para qué quieres saber eso? -preguntó Cavalcanti.
-¡Bueno! ¡Ya vuelves a desconfiar!
-No; ¡he encontrado a mi padre...!
-¡Un verdadero padre!
-¡Diantre!, mientras pague...
-Tú creerás y honrarás, es justo. ¿Cómo llamas a lo padre?
-El mayor Cavalcanti.
-¿Y está contento de ti?
-Hasta ahora, así parece.
-¿Y quién lo ha hecho encontrar a ese padre? >
-El conde de Montecristo.
-¿Es el conde en cuya casa has estado? ,
-Sí.
-Vamos, chico, procura colocarme en su casa, diciéndole que soy un pariente tuyo.
-Bien, le hablaré de ti; mientras tanto, ¿qué vas a hacer?
-¡Yo!
-Sí, tú.
-¡Qué bueno eres, que lo preocupas por mí!
-Me parece que, puesto que tú lo interesas por mí -repuso Andrés-, yo debo también tomar algunos
informes.
-Es justo... Voy a alquilar un cuarto en una casa honrada, cubrirme con un traje decente, afeitarme
todos los días, y después iré a leer los periódicos al café. Por la noche entraré en algún teatro y pareceré
un panadero retirado, éste es mi sueño.
-Vamos, no está mal. Si quieres poner en práctica ese proyecto, y obrar con prudencia, todo lo saldrá
bien.
-Y tú qué vas a ser..., ¿par de Francia?
-¡Oh! -dijo Andrés-, ¿quién sabe?
-El mayor Cavalcanti lo es tal vez... pero...
-Déjate de política, Caderousse... Y ahora que tienes lo que quieres y que estamos a punto de llegar,
apéate y esfúmate.
-¡No, no, amigo!
-¿Cómo que no?
-Pero reflexiona, muchacho: con un pañuelo encarnado en la cabeza, casi sin zapatos, sin pasaporte y
con doscientos francos en el bolsillo, me detendrían sin duda en la barrera. Entonces me vería obligado,
para justificarme, a decir que tú me habías dado estos diez napoleones de oro; de aquí resultarían los
informes, las pesquisas; averiguarían que me había escapado de Tolón y me llevarían de brigada en
brigada a las orillas del Mediterráneo. Volvería a ser el número 106, y ¡adiós mi sueño de querer pasar
por un panadero retirado! No, hijo mío, prefiero quedarme y vivir honradamente en la capital.
Andrés frunció el entrecejo; una idea sombría pasó por su mente. Se detuvo un instante, arrojó una
mirada a su alrededor, y cuando su mirada acababa de describir el círculo investigador, su mano descendió
inocentemente hacia su bolsillo, donde empezó a acariciar la culata de una pistola.
Pero mientras tanto Caderousse, que no perdía de vista a su compañero, llevaba sus manos detrás de su
espalda y sacaba poco a poco un cuchillo que llevaba siempre consigo por lo que pudiera suceder.
Los dos amigos, como se ha visto, eran dignos de comprenderse, y se comprendieron; la mano de
Andrés salió inofensiva de su bolsillo y se dirigió a su bigote, que acarició durante cierto rato.
-¡El bueno de Caderousse! -tlijo-; ¿de modo que ahora vas a ser feliz?
-Haré todo lo posible -respondió el posadero del puente de Gard, introduciendo el cuchillo en su
manga.
-Vamos, vamos, entremos en París. ¿Pero cómo vas a arreglártelas para pasar la barrera sin despertar
sospechas? Yo creo que más lo expones yendo en carruaje que a pie.
-Espera -dijo Caderousse-, ahora verás.
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Cogió el capote que el groom había dejado en su asiento, lo echó sobre sus hombros, se apoderó
después del sombrero de Cavalcanti y se lo puso. Entonces afectó la postura de un lacayo cuyo amo va
conduciendo el carruaje.
-Y yo -dijo Andrés- me voy a quedar con la cabeza descubierta.
-¡Psch! -dijo Caderousse-; hace tanto aire, que muy bien puede haberte llevado el sombrero.
-Vamos -dijo Andrés-, y acabemos de una vez.
-¿Qué es lo que lo detiene? No soy yo, según creo.
-¡Silencio! -dijo Cavalcanti.
Atravesaron la barrera sin incidente alguno.
En la primera travesía, Andrés detuvo su caballo, y Caderousse se bajó del tílbury.
-¡Y bien! -dijo Andrés-, ¿y el capote de mi lacayo, y mi sombrero?
-¡Ah! -respondió Caderousse-, tú no querrás que vaya a resfriarme, ¿verdad?
-¿Pero y yo?
-Tú eres joven, al paso que yo empiezo ya a envejecer; hasta la vista, Benedetto.
Dicho esto, dirigióse a una callejuela, por donde desapareció.
-¡Ay! -dijo Andrés arrojando un suspiro-, ¡no puede uno ser completamente feliz en este mundo!
En la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que Morrel tomó por los
bulevares; Chateau-Renaud, por el puente de la Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.
Morrel y Chateau-Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a su casa: pero Debray no
imitó su ejemplo.
Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquierda, atravesó el Carrousel al trote largo,
se metió por la calle de San Roque, desembocó en la de Michodière, y llegó a la puerta de la casa del
señor Danglars, justamente en el momento en que la carretela del señor Villefort, después de haberlos
dejado a él y a su mujer en el barrio de Saint-Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en su casa.
Debray, conocido ya de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la brida a un criado, y volvió a
la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la cual ofreció el brazo para volver a sus habitaciones.
Una vez cerrada la puerta, y la baronesa y Debray en el patio:
-¿Qué tenéis, Herminia-, dijo Debray-, y por qué os indispusisteis tanto al oír aquella historia o más
bien aquella fábula que contó el conde?
-Porque esta tarde ya me encontraba muy mal, amigo mío -dijo la baronesa.
-No, no, Herminia -dijo Debray-, no me haréis creer eso. Estabais perfectamente cuando fuisteis a la
casa del conde. El señor Danglars era el único que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero yo sé el caso
que vos hacéis de su malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que os
causen algún pesar.
-Os engañáis, Luciano, os lo aseguro -repuso la señora Danglars-, y no ha habido más que lo que os he
dicho; estaba de mal humor, sin saber yo siquiera la causa.
Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de esas irritaciones nerviosas
de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las mujeres, o que, como había adivinado Debray,
había experimentado alguna conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre
acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el momento oportuno, ya sea
para una nueva interrogación o para una confesión motu proprio.
La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.
Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.
-¿Qué hace mi hija? -preguntó la señora Danglars.
-Ha estado estudiando toda la tarde -respondió Cornelia-, y luego se ha acostado.
-Creo que oigo su piano.
-Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita está en la cama.
-Bien -dijo la señora Danglars-; venid a desnudarme.
Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars pasó a su gabinete de
tocador con Cornelia.
-Querido Luciano -dijo la señora Danglars a través de la puerta
del gabinete-, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dispensa el honor de dirigiros la palabra?
-Señora -dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el cual, reconociéndole por
amigo de la casa, le hacía mil caricias-; no soy yo el único que os da esas quejas, y creo haber oído a
Morcef quejarse a vos el otro día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.
-Es cierto -dijo la señora Danglars-, pero yo creo que una de estas mañanas cambiará todo eso, y veréis
entrar en vuestro gabinete a Eugenia.
-¿En mi gabinete?
-Es decir, en el del ministro.
-¿Para qué?
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-Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión por la música, ¡es ridícula esa
afición en una persona de mundo!
Debray se sonrió.
-Pues bien -dijo-; que vaya con el consentimiento del barón y con el vuestro, y la contrataré, aunque
somos muy pobres para pagar un talento tan notable como el suyo.
-Podéis marcharos, Cornelia, ya no os necesito -dijo la señora Danglars.
Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su gabinete con un negligé
encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.
Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.
Luciano la miró un instante en silencio.
-Veamos, Herminia -dijo al cabo de un rato-, responded francamente, tenéis un pesar, ¿no es así?
-No, ninguno -respondió la baronesa.
Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse a un espejo.
-Esta noche estoy terrible-dijo.
Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuando de repente se abrió la puerta.
Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se
volvió la señora Danglars, y miró a su marido con un asombro que no trató de disimular.
-Buenas noches, señora -dijo el banquero-; buenas noches, señor Debray.
Sin duda creyó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie de deseo de reparar las
palabras amargas que se le escaparon al barón durante aquella tarde.
Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su marido:
-Leedme algo, señor Debray -le dijo.
Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su calma al observar la de la
baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.
-Perdonad -le dijo el banquero-, pero os vais a fatigar, baronesa, velando hasta tan tarde; son las once, y
el señor Debray vive bastante lejos.
Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el banquero dijera estas palabras dejase de ser
sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo
deseo de parte del banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer...
La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una mirada tal, que sin duda hubiera
dado que pensar a su marido si éste no hubiera tenido los ojos fijos en un periódico.
Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó completamente sin efecto.
-Señor Luciano -dijo la baronesa-, debo deciros que me siento sin ganas de dormir esta noche, tengo
mil cosas que contaros, y vais a pasarla escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.
-Estoy a vuestras órdenes, señora -respondió Luciano con flema.
-Querido señor Debray -dijo el banquero a su vez-, no os incomodéis en escuchar ahora las locuras de
la señora Danglars, porque tendréis tiempo de escucharlas mañana; pero esta noche la consagraré yo, si
así me lo permitís, a hablar con mi mujer de graves asuntos.
El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos a Debray y a la señora
Danglars; ambos se interrogaron con la mirada como para buscar un recurso contra aquella agresión; pero
el irresistible poder del dueño de la casa triunfó, y e1 marido ganó la partida.
-No vayáis a creer que os despido, querido señor Debray -prosiguió Danglars-; no, no; una
circunstancia imprevista me obliga a desear tener esta noche una conversación con la baronesa; esto me
sucede muy pocas veces, para que se me guarde rencor.
Debray balbució algunas palabras, saludó y salió.
-¡Es increíble -dijo así que hubo cerrado tras sí la puerta-,
cuán fácilmente saben dominarnos estos maridos a quienes tan ridículos creemos. .. !
No bien hubo partido Luciano, cuando Danglars se acomodó en el sofá, cerró el libro abierto, y
tomando una postura altamente aristocrática a su modo de ver, siguió jugando con el perrito. Pero como
éste no simpatizaba lo mismo con él que con Debray, intentó morderle; entonces le cogió por el pescuezo
y lo arrojó sobre un sillón al otro lado del cuarto.
El animal lanzó un grito al atravesar el espacio; pero apenas llegó al término de su camino aéreo se
ocultó detrás de un cojín, y estupefacto de aquel trato a que no estaba acostumbrado, se mantuvo silendoso
y sin moverse.
-¿Sabéis, caballero -dijo la baronesa, sin pestañear-, que hacéis progresos? Generalmente, no sois más
que grosero, pero esta noche estáis brutal.
-Es porque estoy de peor humor que otros días -respondió Danglars.
Herminia miró al banquero con desdén. Estas ojeadas exasperaban antes al orgulloso Danglars; pero
ahora no pareció darse cuenta de ellas.
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-¿Y qué tengo yo que ver con vuestro malhumor? -respondió la baronesa, irritada por la impasibilidad
de su marido-; ¿me importa algo? Buen provecho os hagan vuestros malos humores, y puesto que tenéis
escribientes y empleados a vuestra disposición, desahogaos con ellos.
-No -respondió Danglars-; desvariáis en vuestros consejos, señora; así, pues, no los seguiré. Mis
escribientes son mi Pactolo, como dice, según creo, el señor Demoustier, y yo no quiero alterar su curso
ni su calma. Mis empleados son personas honradas, que me labran mi fortuna, y a quienes pago menos de
lo que se merecen; no, no, me guardaré bien de encolerizarme con ellos; con los que me encolerizaré es
contra las personas que se comen mi dinero, que usan de mis caballos, abusando ya, y que están
arruinando mi caja.
-¿Y quienes son las personas que arruinan vuestra caja? Explicaos con más claridad, caballero.
-¡Oh!, tranquilizaos, si hablo por enigmas, no tardaré en daros la solución -repuso Danglars-. Las
personas que arruinan mi caja son las personas que sacan de ella la suma de setecientos mil francos.
-No os comprendo, caballero -dijo la baronesa tratando de disimular a la vez la emoción de su voz y el
carmín que iba cubriendo sus mejillas.
-Al contrario, comprendéis perfectamente -dijo Danglars-; pero si vuestra mala voluntad continúa así,
os diré que acabo de perder setecientos mil francos.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo la baronesa-, ¿acaso tengo yo la culpa de esa pérdida?
-¿Por qué no?
-¿Conque es culpa mía que vos hayáis perdido setecientos mil francos?
-Pues mía tampoco es.
-Acabemos de una vez, caballero -repuso agriamente la baronesa-, os he dicho que no me habléis de
caja; es una lengua que no he aprendido ni en casa de mis padres, ni en casa de mi primer marido.
-Yo lo creo, sí, ¡diablo! -dijo Danglars-, porque ni los unos ni los otros tenían un centavo.
-Razón de más para que no haya aprendido esa jerigonza del banco, que me desgarra los oídos desde la
mañana hasta la noche; ese dinero que cuentan y vuelven a contar me es odioso, y el sonido de vuestra
voz me es aún más desagradable.
-¡Qué raro es lo que decís! -dijo Danglars-, ¡qué extraño es eso! ¡Y yo que había creído que os tomabais
el más vivo interés en mis operaciones!
-¡Yo! ¿Y quién os ha podido decir semejante tontería?
-¡Vos misma!
-¡Yo!
-Sin duda.
-Quisiera saber cuándo os he dicho tal cosa.
-¡Oh!, es muy fácil. En el mes de febrero último vos fuisteis la primera que me hablasteis de los fondos
de Haití; soñasteis que un buque entraba en el puerto de Havfe, y traía la noticia de que iba a efectuarse
un pago que se creía remitido a las calendas griegas; hice comprar inmediatamente todos los vales que
pude encontrar de la deuda de Haití, y gané cuatrocientos mil francos, de los cuales os fueron
religiosamente entregados cien mil. Habéis hecho con ellos lo que os dio la gana, eso no me interesa.
»En el mes de marzo, tratábase de una concesión de caminos de hierro. Tres sociedades se presentaban
ofreciendo garantías iguales. Me dijisteis que vuestro instinto, y aunque os presumíais enteramente
extraña a las especulaciones, yo lo creo por el contrario muy desarrollado en esta materia; me dijisteis que
vuestro instinto os anunciaba que se daría el privilegio a la Sociedad llamada del Mediodía. En seguida
adquirí las dos terceras partes de las acciones de esta Sociedad. Se le concedió, efectivamente, el
privilegio, como habíais previsto:
las acciones triplicaron de valor, y gané un millón, del cual os fueron entregados doscientos cincuenta
mil francos. ¿En qué habéis empleado esta suma? Esto no me interesa.
-¿Pero adónde queréis ir a parar? -exclamó la baronesa estremeciéndose de despecho y de impaciencia.
-Paciencia, señora, tened paciencia.
-Acabad de una vez.
-En el mes de abril fuisteis a comer a casa del ministro: hablaron de España, y oísteis una conversación
secreta: tratábase de la expulsión de don Carlos; compré fondos españoles, la expulsión tuvo lugar, y gané
seiscientos mil francos el día en que Carlos V pasó el Bidasoa. De estos seiscientos mil francos os fueron
entregados cincuenta mil escudos, habéis dispuesto de ellos a vuestro capricho, y yo no os pido cuentas de
ello, pero no por eso es menos cierto que habéis recibido quinientas mil libras este año.
-¿Y qué?
-¿Y qué? ¡Pues bien!, hete aquí que de pronto perdéis vuestro tino y todo se lo lleva el demonio.
-En verdad..., tenéis un modo de explicaros...
-El modo que necesito para que me entiendan, nada más. Luego hará unos tres días hablasteis de
política con el señor Debray, y creísteis oír en sus palabras que don Carlos había entrado en España;
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entonces vendo mi renta, se esparce la noticia, hay sospechas, no vendo, doy; al día siguiente se sabe que
la noticia era falsa y esta falsa noticia me ha hecho perder setecientos mil francos.
-¿Y bien?
-¡Y bien!, puesto que yo os doy la cuarta parte cuando gano, vos tenéis que dármela cuando pierdo. La
cuarta parte de setecientos mil francos son ciento setenta y cinco mil.
-Pero esto que me decís es una extravagancia, a ignoro en realidad por qué mezcláis el nombre de
Debray en todo esto.
-Porque si no tenéis por casualidad esos cientos setenta y cinco mil francos que reclamo, los habréis
prestado a vuestros amigos, y el señor Debray es uno de ellos.
-¡Cómo! -exclamó la baronesa.
-¡Oh!, nada de aspavientos ni de gritos, ni de escenas dramáticas, señora, si no me obligaréis a deciros
que el señor Debray se estará regocijando de haber recibido cerca de quinientas mil libras este año, y dirá
que al fin ha encontrado lo que no han podido descubrir nunca los más hábiles jugadores, es decir, un
modo de jugar en el que no se expone ningún dinero y en el que no se pierde cuando se pierde.
La baronesa no podía contener su indignación.
-¡Miserable! -dijo-, ¿os atreveríais a decir que no sabíais lo que os atrevéis a echarme en cara hoy?
-Yo no os digo si lo sabía, o si no lo sabía; sólo os digo: observad mi conducta después de cuatro años
que hace que no sois mi mujer y que yo no soy vuestro marido, veréis si ha sido consecuente consigo
misma. Algún tiempo después de nuestra ruptura deseasteis estudiar la música con ese famoso barítono
que se estrenó con tan feliz éxito en el teatro italiano; yo quise estudiar el baile con aquella bailarina que
había adquirido tan buena reputación en Londres. Esto nos ha costado lo mismo, cien mil francos. Yo
nada dije, porque en los matrimonios debe reinar una completa tranquilidad; cien mil francos porque el
hombre y la mujer conozcan bien a fondo la música y el baile no es muy caro. Pronto os disgustasteis del
canto, y os da la manía por estudiar la diplomacia con un secretario del ministro; os dejo estudiar. Ya
comprenderéis; ¿qué me importaba mientras que vos pagaseis las lecciones de vuestro bolsillo? Pero hoy
me he dado cuenta de que lo sacáis del mío, y que vuestro aprendizaje puede costarme setecientos mil
francos al mes. Alto ahí, señora; esto no puede seguir así, o el diplomático dará sus lecciones... gratis, y
entonces lo toleraré, o no volverá a poner los pies en mi casa; ¿habéis oído bien, señora?
-¡Oh!, eso es ya el colmo, caballero -exclamó Herminia sofocada-, ¡y es un modo muy innoble de
portarse con una señora!
-Pero -dijo Danglars- veo con placer que no habéis seguido adelante, y que habéis obedecido a aquel
axioma del Código: La mujer debe seguir al marido.
-¡ Injurias. .. !
-Tenéis razón: no pasemos más allá, y razonemos fríamente. Yo nunca me mezclo en vuestros asuntos
sino por vuestro bien; haced vos lo mismo. ¿Mi caja no os interesa, decís? Bien; operad con la vuestra,
pero ni llenéis ni vaciéis la mía. Por otra parte, ¿quién sabe si todo eso no será un ardid político? ¿Si el
ministro, furioso de verme en la oposición y celoso de las simpatías populares que despierto, no está de
acuerdo con el señor Debray para arruinarme?
-¡Como es muy probable!
-Sin duda: ¡quién ha visto nunca... una noticia telegráfica, es decir, una cosa imposible, o lo que es lo
mismo, señales enteramente diferentes dadas por los últimos telégrafos!, es decir, expresamente en
perjuicio mío.
-Caballero -dijo con acento de mayor humildad la baronesa--y no ignoráis, me parece, que ese
empleado ha sido destituido de su
empleo, que se ha hablado de formarle proceso, que se dio orden de prenderle, y que esta orden hubiera
sido ejecutada si no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas por medio de una huida que demuestra
su locura o su culpabilidad... Es un error.
-Sí, que hace reír a los necios, que hace pasar una mala noche al ministro, que hace emborronar unos
cuantos pliegos de papel a los señores secretarios de Estado, pero que a mí me cuesta setecientos mil
francos.
-Pero, caballero ---dijo de pronto Herminia-, puesto que todo eso proviene del señor Debray, ¿por qué
en lugar de ir a decírselo directamente a él venís a darme a mí las quejas? ¿Por qué acusáis al hombre y
reprendéis a la mujer?
-¿Conozco yo por ventura al señor Debray? -dijo Danglars-; ¿quiero acaso conocerle? ¿Quiero saber si
da o no consejos? ¿Quiero seguirlos? ¿Soy yo el que juego? No; ¡vos sois la que lo hacéis todo, y no yo!
-Me parece que puesto que os aprovecháis...
Danglars se encogió de hombros.
-¡Son, en verdad, criaturas locas las mujeres que se creen genios, porque han conducido una o dos
intrigas!, pero suponed que hubieseis ocultado vuestros desórdenes a vuestro mismo marido, lo cual es et
ABC del oficio, porque la mayor parte del tiempo los maridos no quieren ver; ¡no seríais sino una débil
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copia de lo que hacen la mitad de vuestras amigas las mujeres de mundo! Pero no sucede lo mismo
conmigo; todo lo he visto: en dieciséis años me habréis ocultado tal vez un pensamiento, pero no un paso,
una acción, una falta. Mientras vos os felicitabais por vuestro ingenio y habilidad y creíais firmemente
engañarme, ¿qué ha resultado? Que gracias a mi pretendida ignorancia, desde el señor de Villefort hasta
el señor Debray, no ha habido uno solo de vuestros amigos que no haya temblado delante de mí. Ni uno
que no me haya tratado como amo de la casa, mi único deseo respecto a vos; ni uno que se haya atrevido
a deciros de mí lo que yo mismo os digo hoy; os permito que me tengáis por odioso, pero os impediré
tenerme por ridículo, y sobre todo, os prohi'bo que me arruinéis.
Hasta el momento en que pronunció el nombre de Villefort, la baronesa había manifestado algún valor
contra todas aquellas quejas; pero al oír este nombre, levantóse como movida por un resorte, extendió los
brazos como para conjurar una aparición, y dio tres pasos hacia su marido como para arrancarle el secreto
que éste no conocía, o que tal vez algún cálculo odioso, como lo eran todos los de Danglars, no quería
dejar escapar enteramente.
-¡El señor de Villefort! ¿Qué significa eso? ¿Qué queréis decir? -Quiere decir, señora, que el señor de
Nargone, vuestro primer marido, como no era filósofo ni banquero, o siendo tal vez lo uno y lo otro, y
viendo que no podía sacar ningún partido del procurador del rey, murió de pesar o de cólera al
encontraros embarazada de seis meses después de una ausencia de nueve. Soy brutal, no solamente lo sé,
sino que me jacto de ello; me he valido para ello de uno de mis medios en mis operaciones comerciales.
¿Por qué en lugar de matar se hizo matar él mismo? ¡Porque no tenía caja que salvar, pero yo, yo tengo
que salvar mi caja! El señor Debray, mi asociado, me hace perder setecientos mil francos; que sufra su
parte de la pérdida, y proseguiremos adelante con nuestros asuntos; si no, que me haga bancarroto de esas
ciento cincuenta mil libras, y que unido a los que quiebran, que desaparezca. ¡Oh! ¡Dios mío!, es un buen
muchacho, lo sé, cuando sus noticias son exactas; pero cuando no lo son, hay cincuenta en el mundo que
valen más que él.
La señora Danglars estaba aterrada; sin embargo, hizo un esfuerzo sobre sí misma para responder a
aquel ataque. Dejóse caer sobre un sillón, pensando en Villefort, en la escena de la comida, en aquella
serie de desgracias que abrumaban una tras otra su casa, y cambiaban en escandalosas disputas la
tranquilidad de aquel matrimonio.
Danglars no la miró, aunque ella hizo todo lo posible por desmayarse. Abrió de una patada la puerta de
la alcoba, la volvió a cerrar sin añadir una sola palabra, y entró en su cuarto.
De suerte que al volver en sí, la señora Danglars creyó que había sido presa de una pesadilla atroz.
Al día siguiente, a la hora que Debray solía elegir para hacer una visita a la señora Danglars, su cupé no
se presentó en el patio.
A esta hora, es decir, hacia las doce y media, la señora Danglars pidió su carruaje y salió.
Danglars, detrás de una cortina, vio esta salida que esperaba. Dio la orden de que le avisasen en cuanto
volviese la señora, pero a las dos aún no había vuelto.
A las dos pidió a su vez su carruaje y se dirigió a la Cámara.
Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete, abriendo su
correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre otras visitas la del mayor Cavalcanti,
que, siempre tan risueño y tan puntual, se presentó a la hora anunciada para terminar su negocio con el
banquero.
Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agitación durante la sesión, y había
hablado más que ningún otro en contra del ministerio, volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la
orden de conducirle al número 30 de la calle de los Campos Elíseos.
Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una visita, y suplicaba al señor
Danglars que esperase un instante en el salón.
Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre vestido de abate que, en
lugar de esperar como él, más familiar en su casa, le saludó, entró en las habitaciones interiores y desapareció.
Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a abrir y Montecristo apareció
en el salón.
-Perdonad, querido barón --dijo el conde-, pero uno de mis mejores amigos , el abate Busoni, a quien
habréis visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido
valor para dejarle tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.
-¡Cómo! -dijo Danglars-; yo soy el indiscreto por haber elegido un momento tan malo, y voy a
retirarme.
-Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado, me asustáis; un capitalista
apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia siempre una desgracia más en el mundo.
-No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar para mí -dijo Danglars-; pues
he recibido una siniestra noticia.
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-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Montecristo-, ¿habéis perdido a la bolsa?
-No, ya me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.
-¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?
-¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho tiempo unos ocho o novecientos
mil francos al año. Ni siquiera dejaba nunca de pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a darle un
millón..., ¡y hete aquí que al señor Manfredi se le ocurre suspender sus pagos!
-¿De veras?
-Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas; además, soy portador de
cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de
su corresponsal de París. E§tamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡ya!, ¡ya!, el corresponsal había
desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.
-¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?
-Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un verdadero desastre!
-¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois ya perro viejo?
-¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había entrado en España; ella cree
mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa, según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido yo
también, la permito jugar, ella tiene su bolsillo y su agente de cambio, juega y pierde. Es verdad que no es
mi dinero, sino el suyo el que ella juega. Con todo, no importa, ya comprenderéis que cuando salen del
bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis
nada? ¡Pues sí ha causado mucho ruido tal negocio...!
-Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un ignorante respecto a todos los
negocios de bolsa.
-¿No jugáis?
-¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta arreglar mis rentas. Me vería en la
precisión de tomar un agente, y un cajero además de mi mayordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero,
a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de don Carlos.
Los periódicos han hablado de ello también.
-¿Vos creéis en los periódicos?
-Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y que siempre las noticias
telegráficas eran ciertas.
-¡Y bien!, lo que es inexplicable -repuso Danglars- es que esa entrada de don Carlos era en efecto una
noticia telegráfica.
-¿De suerte -dijo Montecristo-- que este mes habéis perdido cerca de un millón setecientos mil francos?
-¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!
-¡Diablo!, para un caudal de tercer orden -dijo Montecristo con compasión-, es un golpe bastante rudo.
-¡De tercer orden! -dijo Danglars algo amostazado-, ¿qué diablo entendéis por eso?
-Sin duda -prosiguió Montecristo- yo divido los caudales en tres categorías: fortuna de primer orden a
los que se componen de tesoros que se palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas sobre el
Estado, como Francia, Austria a Inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas formen un
total de unos cien millones; considero capital de segundo orden a las explotaciones de manufacturas, las
empresas por asociación, los virreinatos y principados que no pasan de un millón quinientos mil francos
de renta, formando todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los que
están expuestos al azar, destruidos por una noticia
telegráfica, las bandas, las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad
que podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor, que es la fuerza natural, formando
todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra
posición?
-Sí, sí -respondió Danglars.
-De aquí resulta que con seis meses como éste -continuó Montecristo con el mismo tono
imperturbable-, un capital de tercer orden se encontrará en su hora postrera, es decir, agonizando.
-¡Oh! -dijo Danglars con sonrisa forzada-, ¡bien seguro!
-¡Pues bien!, supongamos siete meses -repuso Montecristo en el mismo tono-. Decidme, ¿pensasteis
alguna vez que siete veces un millón y setecientos mil francos hacen cerca de doce millones...? ¿No...?,
tenéis razón; con tales reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos
más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere, no le queda más que su
piel, porque las fortunas de tercer orden no representan más que la tercera o cuarta parte de su apariencia,
así como la locomotora de un tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o
menos fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millones que forman su capital real, acabáis de perder dos;
no disminuyen, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que
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vuestra piel acaba de ser abierta por una sangría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte.
Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero...? ¿Cuánto queréis que os preste...?
-Qué mal calculador sois --exclamó Danglars llamando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo
de la apariencia-; a estas horas, el dinero ha entrado en mi caja por otras especulaciones que han salido
bien. La sangre que salió por la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una
batalla en España, he sido batido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá conquistado algunos
países, mis peones de México habrán descubierto alguna mina.
-¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pérdida volverá a abrirse.
-No, porque camino sobre seguro -prosiguió el banquero con el tono y los ademanes de un charlatán
que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario--; para eso, sería menester que sucumbiesen tres
gobiernos.
-¡Diantre!, ya se ha visto eso.
-O bien, que la tierra no diese sus frutos.
-Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.
-O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan muchos mares, y mis
buques tendrían por donde navegar.
-Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars -dijo Montecristo conozco que me había engañado y que
podéis entrar en los capitales de segundo orden.
-Creo poder aspirar a ese honor -dijo Danglars con una de aquellas sonrisas gruesas, por decirlo así, que
le eran peculiares-; pero ya que hemos empezado a hablar de negocios -añadió, satisfecho de haber
hallado un motivo para variar de conversación-, decidme, ¿qué es lo que puedo yo hacer por el señor
Cavalcanti?
-Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece bueno.
-¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos, pagadero a la vista contra
vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por vos; ya comprenderéis que al momento le entregué
sus cuarenta billetes.
Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su aprobación.
-Sin embargo, no es esto todo -continuó Danglars-; ha abierto a su hijo un crédito en mi casa.
-Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?
-Unos cinco mil francos al mes.
-Sesenta mil al año. Ya me figuraba yo que esos Cavalcanti no habían de ser muy desprendidos. ¿Qué
queréis que haga un joven con cinco mil francos al mes?
-Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos...
-No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no conocéis a todos los millonarios
ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?
-¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.
-No quiero decir que vayáis a perder; pero, sin embargo, no ejecutéis punto por punto más que lo que
os diga la letra.
-¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?
-Por su firma sola le daría yo diez millones. Esto corresponde a las fortunas de segundo orden, de que
os hablaba hace poco, señor Danglars.
-Y yo le hubiera tomado por un simple mayor.
-Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no satisface a primera vista su aspecto. Al
verle por primera vez, me pare ció algún viejo teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen
viejos judíos cuando no deslumbran como magos de Oriente.
-El joven es mejor -dijo Danglars.
-Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba inquieto.
-¿Por qué?
-Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir acabado de entrar en el mundo, según me
han dicho. Ha viajado con un preceptor muy severo, y no había venido nunca a París.
-Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es verdad? -preguntó Danglars-; les gusta
asociar sus fortunas.
-Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere imitar a nadie. Nadie me
quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para buscarle una mujer.
-¿Vos lo creéis así?
-Estoy seguro de ello.
-¿Y habéis oído hablar de sus bienes?
-No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millones, y otros que no tiene un cuarto.
-Y vamos a ver..., ¿cuál es vuestro parecer...?
-¡Oh!, no os fundéis en lo que yo diga..., porque...
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-Pero en fin...
-Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos antiguos condottieri, porque esos
Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los
millones en esos rincones que conocen sus antepasados, y que van revelando a sus hijos de generación en
generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la época republicana, de los que
conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.
-Perfectamente -dijo Danglars-, y eso es tanto más cierto, cuanto que ninguno posee ni siquiera un
pedazo de tierra.
-Nada; yo sé de seguro que en Luca no tienen más que un palacio.
-¡Ah!, tienen un palacio -dijo Danglars riendo-, ya es algo.
-Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una casucha cualquiera. ¡Oh! , ya os lo he
dicho, lo creo muy tacaño.
-Vaya, vaya, no le lisonjeáis, por lo visto.
-Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo que sé, me lo ha dicho el
abate Busoni; esta mañana me hablaba de sus proyectos acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de
ver dormir fondos considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, ya sea en
Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque yo tengo mucha confianza en el
abate Busoni, no respondo de nada.
-No importa, no importa, yo saco mis propias deducciones con todos esos informes; decidme, sin que
esta pregunta tenga ningún interés, ¿cuando esas personas casan a sus hijos, suelen darles dote?
-¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un Creso, uno de los personajes
principales de Toscana, que cuando sus hijos se casaban a gusto suyo, les daba millones, y cuando lo
hacían a su pesar, se contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era con la
hija de un banquero, por ejemplo, probablemente tomaba algún interés en la casa del suegro de su hijo;
después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí dueño al señor Andrés de unos pocos millones.
-Luego ese muchacho encontrará una mayorazga, querrá una corona cerrada, un El Dorado atravesado
por el Potosí.
-No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples mortales; son como Júpiter, cruzan
las razas. Pero cuando me hacéis tantas preguntas, tal vez llevaréis alguna mira... ¿Queréis casar por
ventura a Andrés, señor Danglars?
-Me parece -dijo Danglars-, no sería ésa mala especulación, y yo soy especulador.
-¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no querréis que luego se ahorque Alberto de
desesperación?
-Alberto -dijo el banquero encogiéndose de hombros-, ah, sí, no le importará mucho.
-¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!
-Es decir, el señor de Morcef y yo hemos hablado dos o tres veces de ese casamiento, pero la señora de
Morcef y Alberto...
-No vayáis a decirme que no es buen partido...
-Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.
-El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y yo no lo dudo, sobre todo si el telégrafo
no vuelve a cometer más locuras.
-¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo... Pero decidme...
-¿Qué?
-¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra comida?
-Ya lo había hecho, pero tuvo que hacer un viaje a Dieppe con la señora de Morcef, a quien
recomendaron los aires del mar.
-Sí, sí -dijo Danglars riendo-, deben de resultarle saludables.
-¿Por qué?
-Porque son los que ha respirado en su juventud.
Montecristo dejó pasar el chiste sin dar a entender que hubiera fijado la atención en él.
-Pero, en fin -dijo el conde-, si Alberto no es tan rico como la señorita Danglars, no podéis negar que
lleva un hermoso apellido.
-Me río yo de su apellido, que es tan bueno como el mío -dijo Danglars.
-Ciertamente, vuestro nombre es popular, y ha adornado el título con lo que le ha parecido; pero sois un
hombre harto inteligente para no haber comprendido que, según ciertas preocupaciones muy arraigadas
para que se puedan extinguir, una nobleza de cinco siglos vale más que una nobleza de veinte años.
-He aquí por qué -dijo Danglars con una sonrisa que procuraba hacer sardónica-, he aquí por qué
preferiría yo al señor Andrés Cavalcanti a Alberto de Morcef.
-No obstante -dijo Montecristo-, yo supongo que los Morcef no le ceden en nada a los Cavalcanti.
-¡Los Morcef... ! Mirad, querido conde, ¿creeréis lo que voy a deciros...?
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-Seguramente.
-¿Sois entendido en blasones?
-Un poco.
-¡Pues bien!, mirad el color del mío; más sólido es que el del conde de Morcef.
-¿Por qué?
-Porque yo, si no soy barón de nacimiento, me llamo al menos Danglars.
-¿Y qué más?
-Que él no se llama Morcef.
-¡Cómo! ¿Que no se llama Morcef?
-No, señor, no se llama así.
-No puedo creerlo.
-A mí me han hecho barón; así, pues, lo soy; él se ha apropiado del título de conde; así, pues, no lo es. '
-Imposible.
-Escuchad, mi querido conde -prosiguió Danglars-, el señor de Morcef es mi amigo, o más bien mi
conocido, después de treinta años: yo soy franco, y no hago caso del qué dirán; no he olvidado cuál es mi
primitivo origen.
-Hacéis bien, y yo apruebo vuestra manera de pensar -dijo Montecristo-; pero me decíais...
-¡Pues bien! ¡Cuando yo era escribiente de una oficina, Morcef era un simple pescador!
-Y entonces, ¿cómo se llamaba?
-Fernando.
-¿Fernando, y nada más?
-Fernando Mondego.
-¿Estáis seguro?
-¡Diablo! ¡Me ha vendido bastante pescado para que no le conozca.. . !
-Entonces, ¿por qué le dais vuestra hija a su hijo?
-Porque Fernando y Danglars eran dos pobretones, ennoblecidos a un mismo tiempo, y enriquecidos
también; en realidad, tanto vale uno como otro, salvo ciertas cosas que han dicho de él, y no de mí.
-¿El qué?
-Nada.
-¡Ah!, sí, comprendo; lo que me decís me hace recordar el nombre de Fernando Mondego. Yo lo he
oído pronunciar en Grecia, si mal no recuerdo.
-¿Respecto a Alí-Bajá?
-Exacto.
-Ahí está el misterio -repuso Danglars-, y confieso que hubiera dado cualquier cosa por descubrirlo.
-No era difícil, si lo hubieseis deseado.
-¿Pues cómo?
-¿Tenéis acaso algún corresponsal en Grecia?
-¡Oh!
-¿En Janina?
-¡En todas partes!
-¡Pues bien!, escribid a vuestro corresponsal de Janina, y preguntad qué papel desempeñó en el desastre
de Alí-Tebelín un francés llamado Fernando.
-¡Tenéis razón! -exclamó el banquero, levantándose vivamente-; ¡hoy mismo escribiré!
-Hoy, sí.
-Voy a hacerlo en seguida.
-Y si recibís alguna noticia escandalosa...
-¡Os la comunicaré!
-Me haréis con ello un gran placer.
Danglars se lanzó fuera del salón, y apenas llegó a la puerta, montó de un salto en su carruaje.
Capítulo quinto
El gabinete del procurador del rey
Dejemos al banquero que se dirija apresuradamente a su casa, y sigamos a la señora Danglars en su
paseo matutino.
Ya hemos dicho que a las doce y media la señora Danglars pidió sus caballos y salió en su carruaje.
Dirigióse al barrio de Saint-Germain, tomó por la calle Mazarino e hizo parar junto al Puente Nuevo.
Bajó y atravesó el puente: Iba vestida con suma sencillez, como conviene a una mujer de gusto que sale
por la mañana.
En la calle de Guenegand subió a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de
Harlay.
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No bien estuvo dentro, sacó de su bolsillo un velo muy espeso que colocó sobre su sombrero de paja; se
lo puso después, y vio con placer, al mirarse en un espejito de bolsillo, que no se distinguían en absoluto
sus facciones.
El coche entró por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela,
y la señora Danglars, lanzándose hacia la escalera, que subió ligeramente, llegó sin tardanza a la sala de
los Pasos Perdidos.
Debido a que por la mañana hay siempre muchos asuntos y ocupaciones en el palacio, los empleados y
porteros apenas repararon en aquella mujer; la señora Danglars atravesó la sala de los Pasos Perdidos sin
ser observada más que de otras diez o doce mujeres que esperaban a su abogado.
Apenas llegó a la antesala del gabinete del señor de Villefort no tuvo necesidad la señora Danglars de
decir su nombre; tan pronto como la vieron, se presentó un ujier, se levantó, dirigióse a ella, le preguntó si
era la persona que esperaba el señor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un
pasadizo reservado al gabinete del señor de Villefort.
El magistrado escribía sentado en un sillón, vuelto de espaldas a la puerta; oyó abrir la puerta, oyó
también al ujier pronunciar estas palabras: H ¡Entrad, señora! », y oyó volverse a cerrar la puerta, sin
hacer un solo movimiento; pero tan pronto como sintió perderse los pasos del ujier que se alejaba, se
volvió vivamente, corrió los cerrojos y las cortinillas, a inspeccionó cada rincón del gabinete.
Cuando se hubo cerciorado de que no podía ser visto ni oído, quedó al parecer tranquilo, y dijo:
-Gracias, señora, gracias, por vuestra puntualidad.
Y le ofreció un sillón, que la señora Danglars aceptó, porque se sentía tan turbada que temía caerse.
-Mucho tiempo hace, señora, que no tengo la dicha de hablar a solas con vos, y con gran sentimiento
mío nos volvemos a encontrar para tratar de un asunto muy penoso.
-No obstante, caballero, bien veis que he acudido al punto a la cita, a pesar de que seguramente esta
conversación es más penosa para mí que para vos.
Villefort se sonrió amargamente.
-Verdad es, señora -dijo respondiendo más bien a su propio pensamiento que a las palabras de su
interlocutora-; ¡verdad es que todas nuestras acciones dejan huellas, las unas sombrías, las otras luminosas,
en nuestro pasado! ¡Verdad es también que nuestros pasos en esta vida se asemejan a la marcha del
reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay!, para muchos este surco es el de sus lágrimas.
-Caballero, vos comprendéis mi emoción, ¿no es verdad? -dijo la señora Danglars-, ¡pues bien!, este
despacho por donde han pasado tantos culpables temblorosos y avergonzados, ese sillón donde yo me
siento a mi vez temblorosa y turbada... ¡Oh!, necesito de toda mi razón para no ver en mí una mujer muy
culpable y en vos un juez amenazador.
Villefort dejó caer la cabeza sobre el sillón y exhaló un suspiro.
-Y yo -repuso-, yo digo que mi lugar no es el sillón del juez..., sino el del acusado.
-¿Vos? -dijo la señora Danglars asombrada.
-Sí, yo.
-Me parece que exageráis la situación, caballero -dijo la señora Danglars, cuyos ojos se iluminaron por
un fugitivo resplandor-. Esos surcos de que hablabais hace un instante han sido trazados por todas las
juventudes ardientes. En el fondo de las pasiones, más allá del placer, hay siempre un poco de
remordimiento; por esto el Evangelio, ese recurso eterno de los desgraciados, nos ha dado por sostén a
nosotras, pobres mujeres, la hermosa parábola de la pecadora y de la mujer adúltera. Así, pues, os lo
confieso, recordando esos delirios de m¡ juventud, pienso algunas veces que Dios me los perdonará,
porque, si no la excusa, al menos se ha encontrado la compensación en mis sufrimientos; pero vos, ¿qué
tenéis que temer en todo esto, vosotros los hombres a quienes el mundo disculpa todo, y a quienes el
escándalo ennoblece?
-Señora -repuso Villefort-, vos me conocéis; yo no soy hipócrita, o por lo menos no lo soy sin razón. Si
mi frente es severa, es porque muchas desgracias la han oscurecido; si mi corazón se ha petrificado, es a
fin de poder sobrellevar las fuertes emociones que ha recibido. No era yo así en mi juventud, no era yo así
aquella noche de bodas en que todos estábamos sentados alrededor de una mesa en la calle del Cours de
Marsella... Pero después todo ha cambiado en mí y a mi alrededor; mi vida ha transcurrido en perseguir
cosas difíciles y en destruir en las dificultades a los que voluntaria o involuntariamente, por su libre
albedrío o debido al azar, se cruzaban en mi camino. Es raro que lo que uno desea ardientemente no les
esté prohibido a las personas de quienes quiere uno obtenerlo, o a quienes piensa arrancárselo. Así, pues,
la mayor parte de las malas acciones de los hombres les salen al encuentro disfrazadas bajo la forma que
el caso requiere; una vez cometida la mala acción en un momento de exaltación, de temor o delirio, se
comprende que uno habría podido evitarla. El medio que se debiera emplear en aquel momento se
presenta entonces a vuestros ojos fácil y sencillo, decís: ¿cómo no he hecho esto en lugar de hacer
aquello? Vosotras, al contrario, rara vez sois atormentadas por los remordimientos, porque rara vez sois
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las que decidís; vuestras desgracias os son impuestas casi siempre; vuestras faltas son casi siempre la
culpa de otros.
-Pero, al menos, caballero, convenid en que, si yo he cometido una falta personal, ayer recibí un severo
castigo.
-¡Pobre mujer! -dijo Villefort estrechándole la mano-, muy severo para vuestras fuerzas, porque dos
veces estuvisteis a punto de sucumbir, y sin embargo...
-¿Qué?
-Debo deciros..., haced acopio de ánimo y valor, señora, ¡porque aún no lo sabéis todo... !
-¡Dios mío! -exclamó la señora Danglars aterrada-, ¿qué más hay?
-Vos no miráis más que lo pasado, y seguramente es sombrío. ¡Pues bien!, figuraos un porvenir más
sombrío aún..., espantoso..., ¡sangriento tal vez!
La baronesa conocía la serenidad de Villefort, y se asombró tanto de su exaltación, que abrió la boca
para gritar, pero el grito murió en su garganta y preguntó:
-¿Cómo ha resucitado ese pasado terrible?
-¿Cómo? -exclamó Villefort-. ¡Del fondo de la tumba y del fondo de nuestros corazones, donde dormía,
ha salido como un fantasma, para hacer palidecer nuestras mejillas y enrojecer nuestras frentes!
Herminia dijo:
-¡Ayl, ¡sin duda por casualidad!
-¡Por casualidad! -repuso Villefort-; ¡no, no, señora, no existe la casualidad!
-¿Pero no es una casualidad la que ha conducido esto? ¿No ha sido una casualidad que el conde de
Montecristo comprase aquella casa? ¿No hizo cavar la tierra en aquel mismo sitio por casualidad? ¿No ha
sido casualidad que aquel desgraciado niño fuese enterrado debajo de los árboles? ¡Pobre inocente
criatura, a quien jamás he podído dar un beso y a quien tantas lágrimas he dedicado! ¡Ah!, mi corazón
palpitó fuertemente cuando oí hablar al conde de aquella infeliz criatura cuyos despojos encontró debajo
de las flores.
-¡Pues bien!, ahí está el error, señora.
-¡Cómo!
-Sí -respondió Villefort con voz sorda-, esto es la terrible noticia que tenía que comunicaros; no, no ha
habido tales despojos debajo de las flores; no, no se le debe llorar; no, no se debe gemir, sino temblar.
-¿Qué queréis decir...? -exclamó la señora Danglars estremeciéndose convulsivamente-, ¡explicaos, por
Dios!, aclarad el misterio que encierran vuestras palabras.
-Me refiero a que el conde de Montecristo, al cavar al pie de aquellos árboles, no ha podido encontrar
ni esqueleto de niño, ni cofre..., porque debajo de aquellos árboles no había una cosa ni otra.
-¡Que no había una cosa ni otra! -repitió la señora Danglars fijando en el señor de Villefort sus ojos,
cuyas pupilas dilatándose espantosamente indicaban un extraño terror-, ¡no había una cosa ni otra! -volvió
a decir con el tono de una persona que procura fijar con el sonido de sus palabras y de su voz, sus ideas
prontas a huir de su mente.
-¡No! -dijo Villefort dejando caer su frente sobre sus manos-; no, ¡cien veces no!
-¿Pero no fue allí donde dejasteis a la pobre criatura, caballero? ¿Por qué me habéis engañado? ¿Con
qué objeto, decid?
-Allí fue, pero escuchadme, escuchadme, señora, y me compadeceréis; ¡preparaos a recibir un golpe
fatal!
-¡Dios mío! ¡Me asustáis!, pero no importa, hablad, ya os escucho.
-Ya sabéis lo que ocurrió aquella dolorosa noche en que estabais en vuestra cama casi expirando, en
aquel cuarto forrado de damasco rojo, mientras que yo casi sufriendo tanto como vos esperaba vuestra
libertad. Recibí al niño en mis brazos sin movimiento, sin voz; le creímos muerto.
La señora Danglars hizo un movimiento rápido, como si quisiera lanzarse fuera del sillón. Pero
Villefort la detuvo cruzando las manos como para implorar su atención.
-Le creímos muerto -repitió-, le puse en un cofre que había de hacer las veces de ataúd, bajé al jardín,
cavé una fosa y le enterré apresuradamente. Apenas acababa de cubrirle de tierra, se extendió hacia mí el
brazo del corso. Vi elevarse una sombra, vi relucir un relámpago. Sentí un dolor agudo, quise gritar, un
estremecimiento helado me recorrió todo el cuerpo y se me ahogó la voz en la garganta..., caí moribundo
y me creí muerto. Jamás olvidaré vuestro sublime valor; cuando una vez vuelto en mí me arrastré
expirante hasta el pie de la escalera, donde expirante vos también me salisteis a recibir. Era preciso
guardar silencio acerca de la horrible desgracia; vos tuvisteis valor para volver a vuestra casa, sostenida
por vuestra nodriza; un duelo fue el pretexto de mi herida. Contra lo que vos y yo esperábamos, el secreto
permaneció oculto, me transportaron a Versalles; durante tres meses luché contra la muerte; al fin, cuando
ya parecía volver a la vida, me recomendaron el sol y los aires del Mediodía.
Cuatro hombres me llevaron de París a Chalons, andando seis leguas al día. La señora de Villefort
seguía la camilla en su carruaje; en Chalons, me pusieron en el Saona, después pasé al Ródano; con la
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fuerza de la corriente llegamos hasta Arlés; desde Arlés tomé mi litera y proseguí mi viaje hasta Marsella.
Mi convalecencia duró diez meses; no oí pronunciar vuestro nombre, no me atreví a informarme de lo que
había sido de vos. Cuando volví a París supe que, viuda del señor Nargonne, habíais contraído nuevas
nupcias con el señor Danglars.
»¿En qué había yo pensado desde que recobré el conocimiento? Siempre en la misma cosa, siempre en
aquel cadáver del niño que en mis sueños se elevaba del seno de la tierra y se me aparecía amenazándome
con su gesto y su mirada; así, pues, apenas estuve de vuelta en París me informé, la casa no había sido
habitada desde que salimos de ella, pero acababa de ser alquilada por nueve años. Fui a ver al inquilino,
fingí tener un gran deseo de no ver pasar a manos extrañas aquella casa que pertenecía al padre y a la
madre de mi mujer; ofrecí una indemnización por que rescindiesen la escritura de arrendamiento; me
pidieron seis mil francos, yo hubiera dado diez mil, veinte mil. Los tenía en mi mano; hice firmar en
seguida y delante de mí el permiso, y apenas me lo entregaron, partí a galope con dirección a Auteuil.
Nadie había entrado en la casa desde que yo había salido de ella.
»Eran las cinco de la tarde, subí a la alcoba de damasco encarnado, y esperé a que se hiciera de noche.
en mitad de la plazoleta para encenderla y en seguida continué mi camino.
»Allí se presentó a mi imaginación todo lo que me había ocurrido
»El mes de noviembre tocaba a su fin; todo el verdor del jardín había desaparecido.
»Los árboles se asemejaban a esqueletos con brazos descarnados, y oíase el crujir de las hojas secas a
cada Paso mío...
»Era tal mi espanto, que al acercarme al árbol, saqué mi pistola y la monté.
»Siempre creía ver aparecer a través de las camas la figura amenazadora del torso...
»Dirigí la luz de mi linterna al árbol: no había nadie...
»Miré en derredor; me hallaba completamente solo...
»Ningún ruido turbaba el silencio de la noche, salvo el lúgubre canto de la lechuza que parecía evocar
los fantasmas de la noche.
»Coloqué mi linterna en el suelo, en el mismo sitio donde la colocara un año antes para cavar la fosa.
»La hierba había brotado más espesa hacia aquel punto en el otoño, y nadie se había cuidado de
arrancarla. Sin embargo había un sitio en que no había casi nada: era evidente que allí fue donde le enterré.
Así pues, puse manos a la obra.
»¡Al fin había llegado aquella hors tan esperada ha cía un año!
Seguía trabajando, creyendo sentir una resistencia cada vez que dejaba caer el azadón, ¡pero nada!, y no
obstante hice un hoyo dos veces mayor que el primero. Creí haberme equivocado de sitio; miré los
árboles, procuré reconocer los detalles que se habían quedado grabados en mi imaginación; una brisa fría
y aguda silbaba a través de las camas despojadas de sus hojas, y, sin embargo, mi frente estaba bañada en
sudor. ¡Recordé haber recibido la puñalada en el momento de estar apisonando la tierra para volver a
cubrir la fosa! Haciendo esta operación, me apoyé contra un sauce; detrás de mí había una roca artificial
destinada a servir de banco a los paseantes, porque al dejar caer la mano, sentí el frío de aquella piedra; a
mi derecha estaba el sauce, detrás de mí, la roca. Caí aniquilado sobre la piedra, me volví a levantar, y me
puse a ensanchar el agujero; nada, siempre nada; el cofre no estaba allí.»
-¡No estaba el cofre! -murmuró la señora Danglars sofocada por el espanto.
-No creáis que me limité a esta sola tentativa -continuó Villefort-; no: registré perfectamente todo aquel
lugar; yo pensaba que el asesino, habiendo desenterrado el cofre y creyendo que era un tesoro, querría
apoderarse de él y se lo llevá; dándose cuenta después de su error, haría a su vez otro hoyo donde lo
depositase, pero nada.
hacta un ano, pero bajo un aspecto mas amenazador.
»Aquel torso que había jurado vengarse, que me había seguido de Nimes a París, aquel torso, que
estaba escondido en el jardín, que me había herido, me había visto cavar la fosa, me había visto enterrar al
niño, podía conoceros, tal vez os conocía... ¿No podía hacer pagar algún día el secreto de aquella terrible
escena? ¿No sería una venganza más dulce para él, cuando se enterase de que yo no había muerto de su
puñalada? ¡Era, pues, urgente que antes de nada hiciese yo desaparecer las huellas de aquel pasado,
destruyese todo vestigio material; demasiada realidad había en mi imaginación y en mis recuerdos!
»Por esto había anulado la escritura de arrendamiento, por esto había ido al jardín, por esto esperaba.
»Llegó la noche, dejé que transcurrieran varias horas; yo estaba sin luz en aquel cuarto, donde las
ráfagas de viento hacían temblar las vidrieras y las puertas, detrás de las cuales creía yo ver siempre emboscado
algún espía; de vez en cuando, me estremecía, me parecía oír detrás de mí vuestros lastimeros
quejidos, y no me atrevía a volverme.
»Mi corazón latía en silencio, y yo lo sentía latir tan violentamente que temía volviese a abrirse mi
herida; al fin fueron extinguiéndose, uno tras otro, todos esos diversos ruidos del cameo.
»Conocí que no tenía nada que temer, que no podía sec visto ni oído, y me decidí a bajar.
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»Escuchad, Herminia -prosiguió Villefort-, me considero tan valiente como el que más, pero cuando
saqué de mi pecho aquella llavecita de la escalera, aquella llave a la que tanto cariño profesábamos,
cuando abrí la puerta, cuando a través de las ventanas vi el pálido reflejo de la luna caer sobre los
escalones en espiral como una ráfaga blanca parecida a un espectro, me apoyé en la pared y estuve a
punto de gritar.
»¡Creí volverme loco!
»Al fin supe dominar mis nervios.
»Bajé la escalera, escalón por escalón: lo único que no pude contener fue un extraño temblor en las
rodillas. Me agarré al pasamanos, puesto que si le suelto un instante habría rodado por la escalera.
»Llegué a la puerta que está al pie de la escalera; un azadón estaba apoyado contra la misma. Lo cogí y
me adelanté hacia la alameda que está enfrente de la puerta. Yo llevaba una linterna sorda; me detuve
Después me ocurrió la idea de que tal vez no habría tomado tantas precauciones y lo habría arrojado a
algún rincón. Así, pues, para cerciorarme de ello, tenía que esperar a que llegase el día: volví a la alcoba y
esperé.
-¡Oh! ¡Dios mío!
-Cuando amaneció, bajé de nuevo. Mi primera visita fue al árbol; esperaba encontrar en él algunas
señales que me hubieran pasado inadvertidas durante la oscuridad. Yo había levantado la tierra sobre una
superficie de más de veinte pies cuadrados y sobre una profundidad de más de dos pies. Apenas hubiera
sido suficiente un día a un jornalero para lo que yo había hecho en una hora. Nada, no vi absolutamente
nada.
»Entonces me puse a buscar el cofre por donde yo había supuesto que tal vez estaría. Por lo tanto, me
dirigí al camino que conducía a la puerta de salida; pero esta nueva investigación fue tan inútil como la
primera, y me volví al árbol con el corazón oprimido.»
-¡Oh! -exclamó angustiada la señora Danglars-, ¡era para volverse loco...!
-Es lo que por un momento pensé que iba a ocurrirme; pero no tuve esa dicha; sin embargo, reuniendo
mis fuerzas y por consiguiente mis ideas:
< ¿Para qué se habrá llevado ese hombre el cadáver? », me pregunté a mí mismo.
-Vos mismo lo habéis dicho -repuso la señora Danglars-; para tener una prueba.
-No, señora, no podía ser así; no se guarda un cadáver un año; se le muestra a un magistrado y se le
hace una declaración. Ahora, pues, nada de esto había sucedido.
-¿Entonces...? -inquirió Herminia, anhelante.
-Entonces hay una cosa más terrible, más fatal, más espantosa para nosotros: que el niño estaba vivo tal
vez y que el asesino le salvó la vida.
La señora Danglars lanzó un grito terrible, y agarrando las dos manos de Villefort:
-¡Mi hijo estaba vivo! -exclamó-; ¡enterrasteis vivo a mi hijo, caballero! ¡No teníais seguridad de que
estaba muerto, y le habéis enterrado. .. ! ¡Ah. .. !
La señora Danglars se había levantado y estaba en pie delante del procurador del rey, cuyas manos
estrechaba entre las suyas con ademán amenazador.
-¿Qué sé yo? Os digo esto como podría deciros otra cosa -respondió Villefort con una mirada que
indicaba que aquel hombre tan
poderoso estaba rozando... los límites de la desesperación y de la locura.
-¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! -exclamó la baronesa, cayendo sobre su silla y ahogando en su
pañuelo los sollozos.
Villefort volvió en sí, y comprendió que, para aplacar la tempestad maternal que le amenazaba, era
preciso comunicar a la señora Danglars el terror que él mismo experimentaba.
-Ya podéis figuraros que si es así -dijo levantándose y acercándose a la señora Danglars para hablarle
en voz más baja-, estamos perdidos. Ese niño vive, alguien lo sabe, y alguien sabe nuestro secreto, y
teniendo en cuenta que Montecristo habla delante de nosotros de un niño desenterrado, siendo así que este
niño no estaba, él es quien posee el secreto.
-¡Dios! ¡Dios justo! ¡Dios vengador! -murmuró la baronesa.
Villefort no respondió más que con una especie de rugido.
-¿Pero ese niño, ese niño, caballero? -repuso aquélla con obstinación.
-¡Oh! ¡Cuánto le he buscado! -prosiguió Villefort retorciéndose los brazos-. ¡Cuántas veces le he
llamado en mis largas noches de insomnio! ¡Cuántas veces he deseado una riqueza real para comprar un
millón de secretos a un millón de hombres, y para encontrar mi secreto entre los suyos! En fin, un día que
por centésima vez tomaba mi azadón, me pregunté por la centésima vez, ¿qué podía haber hecho el corso
con el niño? Un recién nacido estorba mucho a un fugitivo; ¡tal vez, al reparar que estaba vivo, lo habría
arrojado al río!
-¡Oh, imposible! -exclamó la señora Danglars-; se asesina a un hombre por venganza; ¡pero no se
ahoga a un niño a sangre fría!
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-Tal vez -continuó Villefort-, ¿lo habría puesto en el torno de la inclusa?
-¡Oh!, sí, sí -exclamó la baronesa-, ¡mi hijo está allí, caballero!
-Corrí al. hospicio, y me enteré de que aquella noche misma, la del 20 de septiembre, había sido
depositado un niño en el torno; estaba envuelto en la mitad de una toalla de tela fina, cortada con intención.
Esta mitad de toalla llevaba la parte de una corona de barón y la letra H.
-¡Eso es!, ¡eso es! -exclamó la señora Danglars-, toda mi ropa estaba marcada así; el señor de Nargonne
era barón y yo me llamo Herminia. ¡Gracias, Dios mío! ¡Mi hijo no había muerto!
-No, no había muerto.
-¡Y me lo decís así! ¿Sin temor de matarme de alegría, caballero? ¿Dónde está, dónde está mi hijo?
Villefort se encogió de hombros.
-¿Lo sé yo acaso? -dijo-; ¿y creéis que si lo supiera os haría sufrir todas estas pruebas? ¡No!, ¡ay!, no lo
sé. Me informaron de que una mujer fue a reclamarlo hacía seis meses con la otra mitad de la toalla, y
habiendo presentado todas las garantías que exige la ley, se lo entregaron.
-Pero vos debíais haberos informado de aquella mujer, debíais haberla descubierto.
-¿Y qué es lo que creéis que hice, señora? Fingí una instrucción criminal, y empleé todos los medios de
la policía para descubrirla. Siguieron sus huellas hasta Chalons, en donde las perdieron.
-¿Las perdieron?
-Sí, las perdieron para siempre.
La señora Danglars había escuchado esta relación sin proferir un grito, sin derramar una lágrima, pero
al llegar a este punto no pudo contenerse y rompió en amargo llanto.
-¿Y no habéis hecho más? -dijo- ¿Os habéis limitado únicamente a eso... ?
-¡Oh!, no -dijo Villefort-, jamás he cesado de averiguar, de buscar, de informarme. Sin embargo, hacía
unos cuantos años que habían cesado mis pesquisas. Pero hoy voy a volver a empezar con más
perseverancia y encarnizamiento que nunca, y triunfaré, porque no es sólo la conciencia la que me
remuerde y la que me impele, es el miedo.
-Pero el conde de Montecristo -replicó la señora Danglarsno sabe nada; si así no fuera, no obraría como
lo hace, es decir, que haría su declaración.
-¡Oh!, ¡la maldad de los hombres es muy profunda! -dijo Villefort-, puesto que es más profunda que la
bondad de Dios. ¿Habéis notado las miradas de aquel hombre mientras nos hablaba?
-No.
-¿Pero le habéis examinado detenidamente?
-Sin duda es extraño, pero nada más; una cosa me ha admirado notablemente, y es que de toda aquella
exquisita comida que nos ofreció, él no probó ningún plato.
-Sí, sí -dijo Villefort-, también yo lo he notado. Si yo hubiera sabido lo que sé ahora, no hubiera
probado tampoco ningún plato; hubiera creído que nos había querido envenenar.
-Y os hubierais engañado, como veis.
-Sí, sin duda; pero, creedme, ese hombre lleva otras intenciones; por esto he querido veros, por esto os
he pedido una conferencia, por esto he querido preveniros contra todo el mundo, pero contra él sobre
todo. Decidme -continuó Villefort, fijando más profunda-
mente sus ojos en la baronesa-; ¿no habéis hablado a nadie de nuestras relaciones?
-jamás, a nadie.
-Me comprendéis -replicó afectuosamente Villefort-, cuando digo a nadie, perdonadme esta insistencia,
a nadie en el mundo, ¿no es verdad?
-¡Oh!, sí, sí, comprendo muy bien -dijo la baronesa sonrojándose-; nunca, os lo juro.
-¿No acostumbráis escribir por la noche lo que hacéis durante el día? ¿No escribís vuestro diario?
-¡No!, mi vida es arrastrada por la frivolidad; yo misma me olvido luego de lo que hago.
-¿No soñáis en voz alta, al menos, que sepáis?
-Tengo un sueño de niño..., ¿no os acordáis?
Sonrojóse la baronesa, y el rostro de Villefort se cubrió de una viva palidez.
-Es verdad -dijo en voz tan baja que apenas se oyó.
La baronesa inquirió:
-¿Y bien?
-¡Y bien!, comprendo lo que tengo que hacer -respondió el procurador del rey-; antes de ocho días
sabré quién es el conde de Montecristo, de dónde viene, adónde va, y por qué habla delante de nosotros
de niños desenterrados en su jardín.
Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido
oírlas.
Estrechó después la mano, que la baronesa vacilaba en darle, y la condujo con respeto hasta la puerta.
La señora Danglars tomó otro coche de alquiler que la condujo al Puente Nuevo, cerca del cual
encontró su carruaje y su cochero, que la esperaba durmiendo apaciblemente sobre el pescante.
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El mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos referido en el despacho
del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa
número 27, y se detenía en el patio.
Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó apoyada en el brazo de su hijo.
Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que diesen un baño a sus
caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir a los Campos Elíseos, a casa del conde de
Montecristo.
Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía adelantar un paso en el
corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su
intimidad, tropezaban con un muro.
Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al verle, a pesar de su sonrisa
amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.
Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin estrecharla.
-¡Y bien!, aquí me tenéis, querido conde-dijo.
-Muy bien venido seáis.
-He llegado hace cosa de una hora.
-¿De Dieppe?
-De Treport.
-¡Ah!. ¡es verdad!
-Y mi primera visita es para vos.
-Sois muy amable --dijo Montecristo con indiferencia.
-Y bien, veamos, ¿qué noticias hay?
-¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?
-Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis hecho algo por mí.
-¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? -dijo Montecristo fingiendo sorpresa.
-¡Vamos, vamos --dijo Alberto-, no os hagáis el indiferente! Dicen que hay avisos simpáticos que
atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no
trabajado, al menos pensado en mí.
-Es muy posible -dijo Montecristo-. En efecto he pensado en vos; pero la corriente magnética de que yo
era conductor reconozco que obraba independientemente de mi voluntad.
-¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico...!
-Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.
-¡Eso ya lo sé, puesto que mi madre y yo nos marchamos huyendo de su presencia!
-Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.
-¿Vuestro príncipe italiano?
-No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde. -¿Se da, decís?
-Se da, es lo que digo.
-¿Acaso no lo es?
-¡Eh!, qué sé yo, él se da el título de conde; yo se lo doy, todos se lo dan; ¿no es lo mismo que si lo
tuviera?
-Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?
-¡Y bien... ! , ¿qué queréis decir?
-¿Ha comido aquí el señor Danglars?
-Sí.
-¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?
-Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los señores de Villefort, el señor
Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más...?, esperad... ¡Ah!, ¡ya...!, el señor de ChateauRenaud.
-¿Hablaron de mí?
-Ni una palabra siquiera.
-Tanto peor.
-¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos deseabais.
-Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso estoy desesperado.
-¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los que pensaban así? ¡Ah!,
verdad es que podia pensar en su casa.
-¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del mismo modo que yo.
-¡Oh!, ¡tierna simpatía...! -dijo el conde-. ¿De modo que tanto os detestáis?
-Escuchad -dijo Morcef-, si la señorita Danglars se apiadase del martirio que yo no sufro por ella, y me
recompensase sin casarse conmigo, me vendría a las mil maravillas; para abreviar, yo creo que la señorita
Danglars sería como amante, encantadora; ¡pero mmo mujer...!, ¡diablo!
-¡Vaya! -dijo Montecristo-, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a vuestra futura?
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-¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede hacer de este sueño una
realidad, como para alcanzar cierto objeto... es preciso que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir,
que viva conmigo, que piense a mi lado, que haga versos y mmponga música también a mi lado, y
durante toda mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere; ¡pero a una
esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella eternamente, teniéndola cerca o lejos, y
sería horrible tener que quedarse con la señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.
-Sois muy descontentadizo, vizconde.
-Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.
-¿Cuál?
-El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.
Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas magníficas, cuyos gatillos
montaba y desmontaba rápida. mente.
-¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? -dijo.
-Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo; ahí la tenéis hermosa aún,
siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar
a su madre habría sido una condescendencia o una gabela; pues bien, yo he pasado cuatro días en
conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera llevado conmigo a
Treport a la reina Mak o a Tirania.
-¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que os escuchan en deseos de
permanecer en el celibato.
-Exacto -dijo Morcef-; porque sé que existe en el mundo una mujer perfecta, no tengo ganas de
casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de
colores brillantes todo lo que nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más
hermoso desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro, y vos os veis
obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo que se debe sufrir?
-¡Mundano! -murmuró el conde.
-Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé cuenta de que yo no soy tan
rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos de miles de francos como ella millones.
Montecristo se sonrió.
-Yo había pensado en una cosa -continuó Alberto-; Franz ama todo lo excéntrico; yo he querido hacer
que se enamorase de la señorita Danglars, pero a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más
entusiasta y ponderativo, Franz me ha respondido imperturbablemente:
«Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta retirar mi palabra cuando ya
la he dado.»
-Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que uno no desea sino para
querida.
Alberto se sonrió.
-A propósito -prosiguió-, dentro de pocos días llega ese querido Franz, pero a vos os importa poco, no
le queréis, según creo.
-¡Yo! -dijo Montecristo-, querido vizconde, ¿quién os ha contado que yo no le quiero? Yo quiero a todo
el mundo.
-Y a mí me englobáis en todo el mundo... Gracias.
-¡Oh!, no nos confundamos -dijo Montecristo-; yo amo a todo el mundo como Dios manda que amemos
al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz
d'Epinay. Decís que va a llegar.
_.Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia por casar a la señorita
Valentina, como el señor Danglars pór casar a la señorita Eugenia. Decididamente, no parece sino que es
un oficio muy fatigoso el de padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y
que su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.
-Pero el señor Franz no se parece a vos; yo creo que lleva su mal con paciencia.
-Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla ya de su familia. Además, tiene
en grande estima a todos los Villefort.
-Estima merecida, ¿no es cierto?
-Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo, pero justo.
-Enhorabuena -dijo Montecristo-, al fin encontré a uno al que no tratáis como a ese pobre señor
Danglars.
-Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija -respondió Alberto riendo.
-Es cierto, amigo mío -dijo Montecristo-, sois un inocente.
-¡Yo!
-Sí, vos. Tomad un cigarro.
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-Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?
-Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con la señorita Danglars. ¡Oh!
¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente no seréis vos quien retire primero su palabra.
-¡Bah! -exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.
-Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero hablando en serio, ¿tenéis
ganas de una ruptura?
-Daría por ello cien mil francos.
-¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el mismo deseo.
-¿Será verdad? -dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto, impedir que pasase por su frente
una nube imperceptible-. Pero mi querido conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?
-¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo delante al hombre que quiere
agujerear el amor propio de otro a fuerza de hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo
al suyo con una aguja.
-No, no, pero me parece que el señor Danglars...
-¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars es un hombre de mal gusto,
está más encantado de otro...
-¿De quién?
-Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de ellas.
-Bueno, comprendo; escuchad, mi madre..., no; mi madre no, me engaño; a mi padre le ha ocurrido la
idea de dar un baile.
-¡Un baile en este tiempo!
-Los bailes en verano están de moda.
-Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.
-Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el mes de julio son
verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los señores Cavalcanti?
-¿Cuándo será el baile?
-El sábado.
-Quizá se haya marchado el señor Cavalcanti padre.
-Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés Cavalcanti?
-Escuchad, vizconde, yo no le conozco.
-¿Decís que no le conocéis?
-No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de nada.
-¿Pero le recibís?
-Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también pudo haberse engañado.
Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le presente; si fuese luego a casarse con la señorita
Danglars, me acusaríais de entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte yo
tampoco sé si iré.
-¿Adónde?
-A vuestro baile.
-¿Por qué no?
-En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.
-Pues precisamente he venido a invitaros.
-¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.
-Cuando os haya dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.
-Decid.
-Mi madre os lo suplica.
-¿La señora condesa de Morcef? -repuso Montecristo estremeciéndose.
.-¡Ah, conde! -dijo Alberto-, os advierto que la señora de Morcef habla libremente conmigo; y si vos no
habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras simpáticas de que os hablaba yo hace poco, es porque no
tenéis esas fibras, porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.
-¡De mí! , en verdad que me hacéis demasiado honor...
-Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois un problema viviente... !
-¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, yo no la creía tan falta de juicio que fuese a
creer tamaños desvaríos.
-Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi madre que para los demás,
problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo un enigma, y mi madre no hace más que preguntar
cómo sois tan joven. Yo creo que en el fondo, mientras que la condesa G... os toma por lord Ruthwen, mi
madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que vayáis a ver a la señora de
Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.
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-Gracias por habérmelo advertido -dijo el conde sonriendo-, procuraré hacer lo posible para
confirmarlo, como decís, en su opinión.
-¿De modo que iréis el sábado?
-Puesto que la señora de Morcef me lo suplica...
-Sois muy galante.
-¿Y el señor Danglars?
-¡Oh!, ya habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello. Procuraremos también que vaya el
señor de Villefort, pero no le esperamos.
-No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.
-¿Bailáis, querido conde?
-¿Yo?
-Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?
-¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta... No, no bailo, pero me gusta ver
bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?
-Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!
-¿De veras?
-Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien haya manifestado curiosidad mi
madre.
Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.
-Una cosa me estoy reprochando -dijo, deteniéndole en medio de la escalera.
-¿Cuál?
-He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.
-Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo que lo habéis hecho.
-Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d'Epinay?
-¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.
-¿Y cuándo se casa?
-En cuanto lleguen el señor y la señora de Saint-Merán.
-Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré sumo gusto en verle.
-Vuestras órdenes serán cumplidas.
-Hasta la vista.
-Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?
-¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.
El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.
Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.
-¿Y bien? -inquirió.
-Ha ido al palacio -respondió el mayordomo.
-¿Ha permanecido allí mucho tiempo?
-Hora y media.
-¿Y ha vuelto a su casa?
-Directamente.
-Pues bien, mi querido Bertuccio -dijo el conde-, si queréis seguir mi consejo, creo que debierais ir a
Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de que ya os he hablado.
Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la orden que había recibido,
partió aquella misma noche.
El señor de Villefort cumplió la palabra dada a Danglars, procurando averiguar de qué modo había
podido saber Montecristo la historia de la casa de Auteuil.
Aquel mismo día escribió a un tal señor Boville, que, después de haber sido inspector de prisiones,
adquirió un grado superior en la Policía de Seguridad, para tener los informes que deseaba, y éste pidió
dos días de plazo para saber de seguro los informes que pudiera obtener.
Expirado el plazo, el señor de Villefort recibió la nota siguiente:
«La persona llamada el conde de Montecristo es conocido muy particularmente de Lord Wilmore, rico
extranjero que viene a París algunas veces, y que está en él hace algunos meses; es también conocido del
abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, y he aquí los informes que recibió:
El abate, que no se encontraba en París más que por un mes, vivía detrás de San Sulpicio, en una casita
compuesta de un solo piso y unos bajos; cuatro piezas, dos arriba y dos abajo, formaban toda la morada,
de la que él era el único inquilino.
Las dos piezas bajas constaban de un comedor con mesas, sillas y un bufete de nogal, y un salón
blanqueado, sin adornos, sin tapices y sin reloj. Se conocía que el abate no se servía sino de los objetos
que le eran más necesarios.
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Verdad es que el abate habitaba con preferencia el salón del piso principal. Este salón, en el que
abundaban los libros de teología y los pergaminos, en medio de los cuales se le veía enterrarse, según
decía su criado, meses enteros, era en realidad, más una biblioteca que un salón.
Este criado miraba a través de un ventanillo a las personas que iban a visitar a su señor, y cuando su
fisonomía le era desconocida, o no le agradaba, respondía que el señor abate no estaba en París, con lo
cual muchos quedaban satisfechos, pues sabían que viajaba a menudo y permanecía largo tiempo de viaje.
Además, ora estuviese en su casa o no estuviese, ora se hallase en París o en El Cairo, el abate daba
siempre, por el ventanillo que servía de torno, limosnas que el criado repartía en nombre de su amo.
El otro aposento, situado junto a la biblioteca, era una alcoba. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y
un sofá de terciopelo de Utrecht amarillo eran, junto con un reclinatorio, todos los muebles de la pieza.
En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle de Fontaine-SaintGeorges. Era uno de esos ingleses
ambulantes que gastan toda su fortuna en viajes.
Tenía alquilada la habitación a la cual iba a pasar dos o tres horas al día, y donde rara vez dormía.
Una de sus manías era la de no querer absolutamente hablar la lengua francesa, que, sin embargo,
escribía con extraordinaria perfección. >
Al día siguiente en que fueron entregados estos informes al procurador del rey, un hombre que se
apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrás de San Sulpicio, fue a llamar a
una puerta pintada de verde, y preguntó por el abate Busoni.
-Ya os he dicho que no está -repitió el criado.
-Entonces, cuando vuelva, dadle esta carta y este papel. ¿Estará el señor abate esta tarde a las ocho?
-¡Oh!, sin falta, caballero, a no ser que esté trabajando, y entonces es lo mismo que si hubiese salido.
-Volveré esta noche a la hora convenida -repuso el desconocido.
Y se retiró.
En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió en otro coche, que en vez de pararse esta vez en
la esquina de la calle de Feron, se detuvo delante de la puerta verde.
Llamó, le abrieron y entró.
En las señales de respeto que prodigó el criado al desconocido conoció éste que su carta había hecho el
efecto deseado.
-¿Está en casa el señor abate? -inquirió.
-Sí; trabaja en su biblioteca, pero os espera -respondió el criado.
El desconocido subió una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba
iluminada por la luz que despedía una gran lámpara, mientras que el resto de la habitación se hallaba
sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesiástico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de
anchas alas.
-¿Es al señor Busoni a quien tengo el honor de hablar? -preguntó el desconocido.
-Sí, señor -respondió el abate-; ¿y vos sois la persona que el señor de Boville me envía de parte del
señor prefecto de policía?
-Exacto, caballero.
-¡Uno de los agentes de Seguridad de París!
-Sí, señor -respondió el desconocido con cierta indecisión y sonrojándose.
E1 abate se puso sus anteojos, que no sólo cubrían los ojos, sino las sienes, y volviéndose a sentar, hizo
señas de que se sentase el agente.
-Os escucho, caballero -dijo el abate con un pronunciado acento italiano.
-El encargo que me han hecho, señor abate, se reduce a saber de parte del señor prefecto de policía,
como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pública, en nombre de la cual vengo a
informarme. Confiamos, pues, que no habrá lazos de amistad, ni consideración humana, que puedan
induciros a ocultar la verdad a la justicia.
-Con tal que las cosas que queréis saber no perjudiquen a los
escrúpulos de la conciencia. Soy sacerdote, y los secretos de la confesión deben permanecer callados,
como fácilmente concebiréis.
-¡Oh!, tranquilizaos, señor abate -dijo el desconocido-; en todo caso, pondremos a cubierto vuestra
conciencia.
A estas palabras el abate acercó hacia sí la pantalla, la levantó del lado opuesto, de suerte que,
iluminando de lleno el rostro del desconocido, el suyo permanecía siempre en la sombra.
-Disculpadme, señor abate -dijo el enviado del prefecto-; pero esta luz me fatiga horriblemente la vista.
El abate bajó la pantalla verde.
-Ahora, caballero, os escucho, hablad.
-¿Conocéis al señor conde de Montecristo?
-¿Supongo que queréis hablar del señor de Zaccone?
-¡Zaccone... ! ¿No se llama Montecristo?
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-Montecristo es un nombre de tierra, o más bien un nombre de roca, y no un nombre de familia.
-Pues bien, sea; no discutamos más, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el
mismo hombre...
-El mismo, absolutamente.
-Hablemos del señor de Zaccone.
-Bien.
-Os preguntaba si le conocíais.
-Mucho.
-¿Qué es?
-Es hijo de un rico naviero de Malta.
-Sí, ya lo sé; eso se dice, pero ya comprenderéis que la policía no se puede contentar con un «se dice».
-No obstante -repuso el abate con una sonrisa afable-, cuando ese se dice es la verdad, es preciso que
todo el mundo se contente, y que la policía haga lo mismo que todo el mundo.
-¿Pero estáis seguro de lo que decís?
-¡Cómo que si estoy seguro!
-Caballero, os repito, que yo no sospecho de vuestra buena fe y os digo: ¿estáis seguro?
-Escuchad, yo he conocido al señor Zaccone padre.
-¡Ah!, ¡ah...!
-Sí, cuando era niño he jugado muchas veces con su hijo.
-No obstante, ¿ese título de conde...?
-Ya sabéis que se compra...
-¿En Italia...?
-En todas partes.
-Pero según todo el mundo asegura, esas riquezas sin inmensas.
-Inmensas, sí, ésa es la palabra.
-¿Cuánto creéis que poseerá, vos que le conocéis?
-¡Oh! Tendrá de ciento cincuenta a doscientas mil libras de renta.
-¡Ah!, eso es algo -dijo el agente-; ¡pero decían que de tres a cuatro millones... !
-Doscientas mil libras de renta, caballero, son cuatro millones justos de capital.
-Pero aseguraban que de tres a cuatro millones de renta.
-¡Oh!, eso no es creíble.
-¿Y conocéis su isla de Montecristo?
-Seguramente; todo el que haya venido de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia por mar, la
conoce, puesto que tiene que pasar junto a ella.
-¿Es una morada encantadora, según se dice?
-Es una roca.
-¿Y por qué ha comprado el conde una roca?
-Precisamente para poder ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita un condado.
-¿Sin duda habéis oído hablar de las aventuras del señor Zaccone?
-¿El padre?
-No, el hijo.
-¡Ah!, aquí empiezan mis incertidumbres, porque aquí he perdido de vista a mi joven camarada.
-¿Ha sido militar?
-Creo que sí.
-¿En qué cuerpo?
-En el de marina.
-Veamos: ¿no sois su confesor?
-No señor: me parece que es luterano.
-¿Cómo, luterano?
-Digo que creo; no lo afirmo. Por otra parte, yo creía restablecida en Francia la libertad de cultos.
-Sin duda; pero no nos ocupamos de sus creencias, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto
de policía, decidme todo lo que sepáis.
. -Dícese que es un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa le ha hecho Caballero de
Cristo, favor que no concede más que a los príncipes, por los servicios eminentes que ha hecho a los
cristianos de Oriente; tiene cinco o seis cordones conquistados por los servicios hechos a los príncipes o a
los Estados.
-¿Y los lleva?
-No, pero se siente muy orgulloso de ellos; dice que quiere mejor las recompensas concedidas a los
bienhechores de la humanidad que las que se conceden a los destructores de los hombres.
-¿Ese hombre es algún cuáquero?
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-Una cosa por el estilo.
-¿Sabéis si tiene algunos amigos?
-Para él todos los que conoce son amigos suyos.
-Pero, en fin, ¿tiene algún enemigo?
-Uno solo.
-¿Cuál es su nombre?
-Lord Wilmore.
-¿Dónde está?
-En París en este momento.
-¿Y puede darme informes...?
-Preciosos. Estaba en la India al mismo tiempo que el señor Zaccone.
-¿Conocéis sus señas?
-En la Chaussée d'Antin; pero ignoro la calle y el número.
-¿No os lleváis bien con ese inglés?
-Le aprecio y le detesto: nos tratamos con mucha frialdad.
-Señor abate, ¿creéis que haya venido otra vez a Francia Montecristo antes de ahora?
-¡Ah!, en cuanto a eso puedo responderos positivamente. No, señor, no ha venido nunca, puesto que se
dirigió a mí hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como yo ignoraba en qué época
estaría yo en París a punto fijo, le dirigí al señor Cavalcanti.
-¿Andrés?
-No, Bartolomé, el padre.
-Muy bien, señor abate; no me resta ahora preguntaros más que una cosa, y os suplico en nombre del
honor de la humanidad y de la religión, que me respondáis pronto.
-Hablad, caballero.
-¿Sabéis con qué objeto ha comprado el señor de Montecristo una casa en Auteuil?
-Cierto que sí, pues me ha hablado de ello.
-¿Con qué objeto?
-Con el de hacer un hospital de locos semejante al que ha fundado el barón de Pisani en Palermo.
¿Conocéis ese hospital?
-He oído hablar de él, señor abate.
-Es una institución magnífica.
Y dichas estas palabras, el abate saludó al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su
interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese
acabado su interrogatorio, se levantó. El abate le condujo hasta la puerta.
-Dais limosnas a menudo, y limosnas bastante crecidas -dijo el agente-, y aunque seáis rico, me
atreveré a ofreceros algo para vuestros pobres; ¿tendréis a bien aceptar mi oferta?
-No, gracias, caballero, pues deseo que todo el bien que haga pro. venga de mí.
-Sin embargo...
-Nada, es una resolución invariable. Además, caballero, buscad; ¡ay!, ¡habrá tantos por el camino que
tengan necesidad de vuestro socorro!
El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido respondió a su saludo y salió.
El carruaje le condujo a casa del señor de Villefort.
Una hora después, el carruaje salió de nuevo, y esta vez se dirigió a la calle de Fontaine-Saint-Georges.
Detúvose en el número 5.
Aquí vivía lord Wilmore.
El desconocido había escrito a lord Wilmore para pedirle una cita, que éste fijó a las diez. Así, pues,
como el enviado del prefecto de policía llegó a las diez menos diez minutos, le respondieron que lord
Wilmore, que era sumamente puntual no había vuelto todavía, pero que volvería a las diez en punto.
El desconocido aguardó en el salón.
Este salón nada tenía de notable, y era como todos los salones de las fondas.
Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj con un cupido extendiendo su arco, un
espejo roto en dos pedazos; a cada lado de este espejo dos grabados representando el uno a Homero con
su guía, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris; sillería de paño en encarnado labrado de
negro; tal era el salón de lord Wilmore.
Estaba iluminado por globos de cristal deslustrado que esparcían un débil reflejo muy a propósito para
la fatigada vista del enviado del prefecto de policía.
Después de esperar diez minutos, el reloj dio las diez: a la quinta campanada se abrió la puerta y
apareció lord Wilmore.
Era éste un hombre más alto que bajo, con unas patillas pequeñas y rojas, la tez blanca, y los cabellos
también rojos. Vestía con toda la excentricidad inglesa; es decir, que llevaba un frac azul con botones de
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oro y un cuello sumamente alto, un chaleco de casimir blanco y un pantalón de nankin, cuatro pulgadas
más corto de lo regular, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que
llegase a la rodilla.
Las primeras palabras que pronunció al entrar fueron éstas:
-Ya sabéis, caballero, que yo no hablo francés.
-Sé al menos que no os gusta nuestro idioma -respondió el enviado del prefecto de policía.
-Pero vos podéis expresaros en esa lengua -repuso lord Wilmore-, porque si yo no la hablo, la
comprendo.
-Y yo -respondió el enviado del prefecto cambiando de idioma- hablo el inglés con bastante soltura
para sostener la conversación en esta lengua. No os incomodéis, pues, caballero.
-¡Hallo! -exclamó lord Wilmore con esa entonación que no pertenece más que a los naturales de la
Gran Bretaña.
El desconocido presentó a lord Wilmore su carta de introducción. Este la leyó con esa flema particular
de los ingleses, y así que hubo terminado su lectura:
-Comprendo -dijo el inglés-, comprendo perfectamente.
Entonces empezaron las interrogaciones.
Fueron poco más o menos las mismas que las que había dirigido al abate Busoni. Pero como lord
Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía tanta reserva, fueron más extensas;
contó la juventud de Montecristo, que había entrado a la edad de diez años al servicio de uno de esos
pequeños soberanos de la India que hacen la guerra a los ingleses; allí se encontraron y combatieron uno
contra otro; en aquella guerra Zaccone fue hecho prisionero, enviado a Inglaterra y arrojado a presidio, de
donde se escapó a nado. Luego empezaron sus viajes, sus duelos, sus pasiones; entonces aconteció la
insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una
mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó muy bien de hablar a nadie de tal
descubrimiento.
Después de Navarino, y así que hubo consolidado el gobierno griego, pidió al rey Otón un privilegio
para explotar aquella mina, el cual se lo concedió. De aquí provenía aquella inmensa fortuna, que según
lord Wilmore, podría ascender a uno o dos millones de renta, fortuna que podía agotarse de repente, si la
mina dejaba de producir.
-Pero -preguntó el desconocido- ¿para qué ha venido a Francia?
-Ha venido a especular en los caminos de hierro -dijo lord Wilmore-; y después, como es hábil químico
y físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo cuya aplicación prosigue.
-¿Cuánto gastará al año? -preguntó el enviado.
-¡Oh!, quinientos o seiscientos mil francos a lo sumo -dijo lord Wilmore-; es avaro.
Era evidente que el odio hacía hablar al inglés, y no teniendo nada que achacar al conde, le acusaba de
avaro.
-¿Sabéis algo de su casa de Auteuil?
-Sí, señor.
-¡Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Querréis decirme con qué objeto la ha comprado?
-El conde es un especulador que seguramente se va a arruinar en pruebas y descubrimientos; ha creído
que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que
puede rivalizar con las de Bagnéres, de Luchón y de Cauterest. Quiere hacer de su adquisición un
bad-haus, como dicen los alemanes. Varias veces ha mandado ya remover la tierra de su jardín para
encontrar la famosa corriente de agua, y como no la ha descubierto, no tardará en comprar las casas de los
alrededores. Ahora, pues, como yo le detesto y ando buscando una ocasión de burlarme de él, le observo
para ver si se acaba de arruinar un día a otro con ese descubrimiento y otras especulaciones, lo cual tiene
que suceder de todos modos.
-¿Y por qué le detestáis? -preguntó el desconocido.
-Porque... porque al pasar por Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.
-¿Y por qué no os vengáis...?
-Ya me he batido tres veces con él -dijo el inglés-: la primera vez a pistola, la segunda a espada y la
tercera a sable.
-Y el resultado de esos duelos ha sido...
-Que la primera vez me rompió un brazo, la segunda estuvo a punto de atravesarme el pulmón, y la
tercera me hizo esta herida.
El inglés bajó el cuello de su camisa, que le llegaba a las orejas, y mostró una cicatriz, cuyo color rojo
indicaba que no había sido hecha hacía mucho tiempo.
-De suerte que le detesto hasta más no poder -repitió el inglés-, y seguramente morirá a mis manos.
-Pues según veo no lleváis el mejor camino -dijo el enviado del prefecto.
-¡Hallo! -dijo el inglés-, cada día voy al tiro, y cada dos días viene a mi casa Grisier.
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Esto era cuanto quería saber el desconocido, o más bien lo que parecía saber el inglés. E1 agente se
levantó, y se retiró después de haber saludado a lord Wilmore, que por su parte le respondió con la
gravedad y cortesía que son peculiares de los habitantes de su país.
Lord Wilmore, después de haber oído cerrar la puerta de la calle habiendo dado paso al agente, entró en
su gabinete donde en menos de dos minutos desaparecieron sus cabellos rubios, sus patillas rajas y su
cicatriz, para dar lugar a los cabellos negros, a la blanca tez y los dientes de perla del conde de
Montecristo. Verdad es que tampoco fue el enviado del prefecto de policía quien entró en casa de
Villefort, sino el señor de Villefort en persona. El procurador del rey quedó algo tranquilizado con esta
doble visita que nada le había revelado de seguro, pero que, sin embargo, le hizo dormir con algún
sosiego después de la comida de Auteuil.

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