lunes, 30 de marzo de 2009

ABRAHAM STOCKER- DRACULA- PARTE 1

Dracula- ABRAHAM STOCKER
1
BRAM STOKER
DRÁCULA
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DRÁCULA
Abraham Stoker
I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a
la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de
retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y
por la pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como
habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que
estábamos saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre
el Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al
dominio de los turcos.
Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a Klausenburg, donde
pasé la noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor dicho, en la cena, comí pollo preparado con
pimentón rojo, que estaba muy sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para
Mina). Le pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era un plato
nacional, me sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Descubrí que mis escasos
conocimientos del alemán me servían allí de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin
ellos.
Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el British Museum y estudié
los libros y mapas de la biblioteca que se referían a Transilvania; se me había ocurrido que un previo
conocimiento del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región.
Descubrí que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental del país,
justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes
Cárpatos; una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa
ni obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este
país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero descubrí que Bistritz, el pueblo de
posta mencionado por el conde Drácula, era un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de
mis notas, pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.
En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones en el sur, y
mezclados con ellos los valacos, que son descendientes de los dacios; magiares en el oeste, y
escequelios en el este y el norte. Voy entre estos últimos, que aseguran ser descendientes de Atila y los
hunos. Esto puede ser cierto, puesto que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI,
encontraron a los hunos, que ya se habían establecido en él. Leo que todas las supersticiones conocidas
en el mundo están reunidas en la herradura de los Cárpatos, como si fuese el centro de alguna especie
de remolino imaginativo; si es así, mi estancia puede ser muy interesante. (Recordar que debo
preguntarle al conde acerca de esas supersticiones).
No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños
sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo
con ello; o puede haber sido también el pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi
garrafón, y todavía me quedé sediento.
Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo
que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el
desayuno, una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era "mamaliga", y berenjena rellena
con picadillo, un excelente plato al cual llaman "impletata" (recordar obtener también la receta de esto).
Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió
haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el
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vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más
al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?
Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de
bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en
los antiguos misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso
margen a cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad
de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las
estaciones había grupos de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de
ellos eran exactamente iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba
Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos;
pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues
eran bastante gruesas alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte
de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos
en un ballet, pero por supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que
vimos fueron los eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero,
grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de
cuero, casi de un pie de ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas,
con los pantalones metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados.
Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería
inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante
inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.
Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy
interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a
Bucovina, ha tenido una existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella.
Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco
ocasiones diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil
personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.
El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran
satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible
de las costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me
encontré frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa
interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que
no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:
—¿El señor inglés?
—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.
Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas,
que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:
"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien,
esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el
desfiladero de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde
Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.
Su amigo,
DRÁCULA"
4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que
asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto
reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos
momentos lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como
si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que
el dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía
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al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo
que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.
Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo
me parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.
Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:
—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?
Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que
sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo
haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba
comprometido en negocios importantes, preguntó otra vez:
—¿Sabe usted qué día es hoy?
Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:
—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?
Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:
—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj
marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted
adónde va y a lo que va?
Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó
de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo
aquello era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y
no podía permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como
pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y
secó sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de
la Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin
embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado
mental. Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y
dijo: "Por amor a su madre", y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras,
espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No
sé si es el miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo,
pero lo cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a
manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!
5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el
horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que
las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que
despierte solo, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera
anotar, y para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz,
también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman "biftec robado", con rodajas de tocino,
cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo
de la "carne de gato" de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la
lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos de este vino, y nada más.
Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la
dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y
algunas de las personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un
nombre que significa "Portadores de palabra") se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor
parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras
raras, pues había muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario
políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas
estaban "Ordog" (Satanás), "pokol" (infierno), "stregoica" (bruja), "vrolok" y "vlkoslak" (las que significan la
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misma cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro).
(Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud
alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable,
todos hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un
pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero
cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto
tampoco me agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido;
pero todo el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme
emocionado.
Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de
pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su
fondo de rico follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio.
Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman
"gotza"), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos
nuestro viaje…
Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la
que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis
compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente.
Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá,
coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la
carretera.
Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y
fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada
con pétalos caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Tierra
Media", liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los
bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero
a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se
debía esa prisa, pero evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero
de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado
después de las nieves del invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los
Cárpatos, pues es una antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la
antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban
preparando para traer tropas extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba
verdaderamente a punto de desatarse.
Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas
de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.
Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo
plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y
morado en las sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una
infinita perspectiva de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la
distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse
imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos
en algunas ocasiones el blanco destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano
mientras nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña
cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar
frente a nosotros.
—¡Mire! ¡Ilsten szek! "¡El trono de Dios!" —me dijo, y se persignó nuevamente.
A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás
de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las
cimas de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío
color rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté
que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que
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pasamos, todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada
frente a un altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el
arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran
completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos
grupos de sauces llorones, con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las
hojas. Una y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra
larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba
sentado un grupo de campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja
blancas y los eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas
duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente
penumbra pareció mezclar en una sola bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque
en los valles que corrían profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos
hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces,
mientras la carretera era cortada por los bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la
oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían
un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías engendradas
por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes
que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones
las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo podían
avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado de ellos, tal como hacemos en
mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.
—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego
añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar
las sonrisas afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.
Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las
lámparas.
Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron
hablando al cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos
inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores
esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de
nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el
loco carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como
un barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y
parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos
lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno
por uno todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había
modo de negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy diversas y extrañas clases, pero cada
uno me lo entregó de tan buena voluntad, con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña
mezcla de movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el signo de la
cruz y el hechizo contra el mal de ojo.
Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los
pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era
evidente que se esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros,
ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el
desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire
se encontraba pesado, cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera
separara dos atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a
buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el
destello de lámparas a través de la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz
provenía de los parpadeantes rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de
nuestros agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino
extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros
se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba
pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros algo que
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apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo que fue algo así como "una hora
antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me dijo en un alemán peor que el mío:
—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora
venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.
Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan
salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos
de los campesinos que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos
pasó y se detuvo al lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos
sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban
conducidos por un hombre alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía
ocultar su rostro de nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron
rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al
cochero:
—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.
El hombre replicó balbuceando:
—El señor inglés tenía prisa.
Entonces el extraño volvió a hablar:
—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede
engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.
Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy
rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro
aquella frase de la "Leonora" de Burger:
"Denn die Todten reiten schnell"
(Pues los muertos viajan velozmente)
El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada con una
centelleante sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que hizo la señal con los dos dedos
y se persignó.
—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.
Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la calesa. Luego
descendí del coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el cochero me ayudó con una mano que
asió mi brazo como un puño de acero; su fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas,
los caballos dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al mirar hacia atrás
vi el vaho de los caballos del coche a la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las figuras de mis
hasta hacia poco compañeros, persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos,
y todos arrancaron con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un extraño escalofrío, y un
sentimiento de soledad se apoderó de mí.
Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta sobre mis
rodillas, hablando luego en excelente alemán:
—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera buen cuidado de usted.
Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor regional hecho de ciruelas, en caso de que usted
guste...
Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de licor. Me sentí un
poco extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese habido otra alternativa, yo la hubiese tomado
en vez de proseguir aquel misterioso viaje nocturno.
El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva completa y nos
internamos por otro camino recto. Me pareció que simplemente dábamos vuelta una y otra vez sobre el
mismo lugar; así pues, tomé nota de un punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese
gustado preguntarle al cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé que,
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en la situación en que me encontraba, cualquier protesta no podría dar el efecto deseado en caso de que
hubiese habido una intención de retraso. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber
cuánto tiempo había pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la
medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de
la medianoche había aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una
enfermiza sensación de ansiedad.
Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó
escapar un largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamado fue recogido por otro perro y por
otro y otro, hasta que, nacido como el viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero,
comenzó un aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, desde tan
lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer
aullido los caballos comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y
ellos recobraron la calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino
susto. Entonces, en la lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó
un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de
la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos
retrocedieron y se encabritaron frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su
fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían
acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y
pararse frente a ellos. Los sobó y acarició, y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen
los domadores de caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron
nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero tomó nuevamente su asiento,
sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen paso.
Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero, repentinamente cruzó por una
estrecha senda que se introducía agudamente a la derecha.
Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el
camino, formando una especie de túnel a través del cual pasábamos. Y además de eso, gigantescos
peñascos amenazadores nos hacían valla a uno y otro lado.
A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues
gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por
el camino. Hizo cada vez más frío v una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento
alrededor de nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los
aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los
lobos, en cambio, se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por
todos lados. Me sentí terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el
cochero no parecía tener ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la
derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo
vio al mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad.
Yo no sabía qué hacer, y mucho menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero
mientras dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y
reanudamos nuestro viaje.
Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el incidente, pues éste se
repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horripilante.
Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude
observar los movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul (debe haber
sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las
colocó en una forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él
parado entre la llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto
me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado
debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules,
y nos lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si
nos siguieran en círculos envolventes.
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Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y durante su
ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver
ninguna causa que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo;
pero entonces la luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de
una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes
blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más
terribles en aquel lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una
especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores
puede comprender su verdadero significado.
De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto
peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos
ojos que giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado;
forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me
pareció que nuestra última alternativa era tratar de abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su
regreso grité y golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado
y así él tuviese oportunidad de subir al coche.
Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando
imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos
brazos como si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos
momentos una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la
oscuridad.
Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían
desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por un miedo pánico, y no tuve
valor para moverme ni para hablar. El tiempo pareció interminable mientras continuamos nuestro camino,
ahora en la más completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos
ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del
tiempo.
Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio
interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de
luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado
por la luz de la luna.
II.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)
5 de mayo. Debo haber estado dormido, pues es seguro que si hubiese estado plenamente
despierto habría notado que nos acercábamos a tan extraordinario lugar. En la oscuridad, el patio parecía
ser de considerable tamaño, y como de él partían varios corredores negros de grandes arcos redondos,
quizá parecía ser más grande de lo que era en realidad. Todavía no he tenido la oportunidad de verlo a la
luz del día.
Cuando se detuvo la calesa, el cochero saltó y me ofreció la mano para ayudarme a descender.
Una vez más, pude comprobar su prodigiosa fuerza. Su mano prácticamente parecía una prensa de
acero que hubiera podido estrujar la mía si lo hubiese querido. Luego bajó mis cosas y las colocó en el
suelo a mi lado, mientras yo permanecía cerca de la gran puerta, vieja y tachonada de grandes clavos de
hierro, acondicionada en un zaguán de piedra maciza. Aun en aquella tenue luz pude ver que la piedra
estaba profusamente esculpida, pero que las esculturas habían sido desgastadas por el tiempo y las
lluvias. Mientras yo permanecía en pie, el cochero saltó otra vez a su asiento y agitó las riendas; los
caballos iniciaron la marcha, y desaparecieron debajo de una de aquellas negras aberturas con coche y
todo.
Permanecí en silencio donde estaba, porque realmente no sabía que hacer. No había señales de
ninguna campana ni aldaba, y a través de aquellas ceñudas paredes y oscuras ventanas lo más probable
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era que mi voz no alcanzara a penetrar. El tiempo que esperé me pareció infinito, y sentí cómo las dudas
y los temores me asaltaban. ¿A qué clase de lugar había llegado, y entre qué clase de gente me
encontraba? ¿En qué clase de lúgubre aventura me había embarcado? ¿Era aquél un incidente normal
en la vida de un empleado del procurador enviado a explicar la compra de una propiedad en Londres a
un extranjero? ¡Empleado del procurador! A Mina no le gustaría eso. Mejor procurador, pues justamente
antes de abandonar Londres recibía la noticia de que mi examen había sido aprobado; ¡de tal modo que
ahora yo ya era un procurador hecho y derecho!
Comencé a frotarme los ojos y a pellizcarme, para ver si estaba despierto. Todo me parecía como
una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto encontrándome en mi casa con la aurora luchando
a través de las ventanas, tal como ya me había sucedido en otras ocasiones después de trabajar
demasiado el día anterior. Pero mi carne respondió a la prueba del pellizco, y mis ojos no se dejaban
engañar. Era indudable que estaba despierto y en los Cárpatos. Todo lo que podía hacer era tener
paciencia y esperar a que llegara la aurora.
En cuanto llegué a esta conclusión escuché pesados pasos que se acercaban detrás de la gran
puerta, y vi a través de las hendiduras el brillo de una luz que se acercaba. Se escuchó el ruido de
cadenas que golpeaban y el chirrido de pesados cerrojos que se corrían. Una llave giró haciendo el
conocido ruido producido por el largo desuso, y la inmensa puerta se abrió hacia adentro. En ella
apareció un hombre alto, ya viejo, nítidamente afeitado, a excepción de un largo bigote blanco, y vestido
de negro de la cabeza a los pies, sin ninguna mancha de color en ninguna parte. Tenía en la mano una
antigua lámpara de plata, en la cual la llama se quemaba sin globo ni protección de ninguna clase,
lanzando largas y ondulosas sombras al fluctuar por la corriente de la puerta abierta. El anciano me hizo
un ademán con su mano derecha, haciendo un gesto cortés y hablando en excelente inglés, aunque con
una entonación extraña:
—Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!
No hizo ningún movimiento para acercárseme, sino que permaneció inmóvil como una estatua,
como si su gesto de bienvenida lo hubiese fijado en piedra. Sin embargo, en el instante en que traspuse
el umbral de la puerta, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo la mano, sujetó la mía
con una fuerza que me hizo retroceder, un efecto que no fue aminorado por el hecho de que parecía fría
como el hielo; de que parecía más la mano de un muerto que de un hombre vivo. Dijo otra vez:
—Bien venido a mi casa. Venga libremente, váyase a salvo, y deje algo de la alegría que trae
consigo.
La fuerza del apretón de mano era tan parecida a la que yo había notado en el cochero, cuyo
rostro no había podido ver, que por un momento dudé si no se trataba de la misma persona a quien le
estaba hablando; así es que para asegurarme, le pregunté:
—¿El conde Drácula?
Se inclinó cortésmente al responderme.
—Yo soy Drácula; y le doy mi bienvenida, señor Harker, en mi casa. Pase; el aire de la noche
está frío, y seguramente usted necesita comer y descansar.
Mientras hablaba, puso la lámpara sobre un soporte en la pared, y saliendo, tomó mi equipaje; lo
tomó antes de que yo pudiese evitarlo. Yo protesté, pero él insistió:
—No, señor; usted es mi huésped. Ya es tarde, y mis sirvientes no están a mano. Deje que yo
mismo me preocupe por su comodidad.
Insistió en llevar mis cosas a lo largo del corredor y luego por unas grandes escaleras de caracol,
y a través de otro largo corredor en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final
de él abrió de golpe una pesada puerta, y yo tuve el regocijo de ver un cuarto muy bien alumbrado en el
cual estaba servida una mesa para la cena, y en cuya chimenea un gran fuego de leños, seguramente
recién llevados, lanzaba destellantes llamas.
El conde se detuvo, puso mis maletas en el suelo, cerró la puerta y, cruzando el cuarto, abrió otra
puerta que daba a un pequeño cuarto octogonal alumbrado con una simple lámpara, y que a primera
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vista no parecía tener ninguna ventana. Pasando a través de éste, abrió todavía otra puerta y me hizo
señas para que pasara. Era una vista agradable, pues allí había un gran dormitorio muy bien alumbrado y
calentado con el fuego de otro hogar, que también acababa de ser encendido, pues los leños de encima
todavía estaban frescos y enviaban un hueco chisporroteo a través de la amplia chimenea. El propio
conde dejó mi equipaje adentro y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:
—Necesitará, después de su viaje, refrescarse un poco y arreglar sus cosas. Espero que
encuentre todo lo que desee. Cuando termine venga al otro cuarto, donde encontrará su cena preparada.
La luz y el calor de la cortés bienvenida que me dispensó el conde parecieron disipar todas mis
antiguas dudas y temores. Entonces, habiendo alcanzado nuevamente mi estado normal, descubrí que
estaba medio muerto de hambre, así es que me arreglé lo más rápidamente posible y entré en la otra
habitación.
Encontré que la cena ya estaba servida. Mi anfitrión estaba en pie al lado de la gran fogata,
reclinado contra la chimenea de piedra; hizo un gracioso movimiento con la mano, señalando la mesa, y
dijo:
—Le ruego que se siente y cene como mejor le plazca. Espero que usted me excuse por no
acompañarlo; pero es que yo ya comí, y generalmente no ceno.
Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había encargado. Él la abrió y la leyó
seriamente; luego, con una encantadora sonrisa, me la dio para que yo la leyera. Por lo menos un pasaje
de ella me proporcionó gran placer:
"Lamento que un ataque de gota, enfermedad de la cual estoy constantemente sufriendo, me
haga absolutamente imposible efectuar cualquier viaje por algún tiempo; pero me alegra decirle que
puedo enviarle un sustituto eficiente, una persona en la cual tengo la más completa confianza. Es un
hombre joven, lleno de energía y de talento, y de gran ánimo y disposición. Es discreto y silencioso, y ha
crecido y madurado a mi servicio. Estará preparado para atenderlo cuando usted guste durante su
estancia en esa ciudad, y tomará instrucciones de usted en todos los asuntos."
El propio conde se acercó a mí y quitó la tapa del plato, y de inmediato ataqué un excelente pollo
asado. Esto, con algo de queso y ensalada, y una botella de Tokay añejo, del cual bebí dos vasos, fue mi
cena. Durante el tiempo que estuve comiendo el conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y
yo le comuniqué todo lo que había experimentado.
Para ese tiempo ya había terminado la cena, y por indicación de mi anfitrión había acercado una
silla al fuego y había comenzado a fumar un cigarro que él me había ofrecido al mismo tiempo que se
excusaba por no fumar. Así tuve oportunidad de observarlo, y percibí que tenía una fisonomía de rasgos
muy acentuados.
Su cara era fuerte, muy fuerte, aguileña, con un puente muy marcado sobre la fina nariz y las
ventanas de ella peculiarmente arqueadas; con una frente alta y despejada, y el pelo gris que le crecía
escasamente alrededor de las sienes, pero profusamente en otras partes. Sus cejas eran muy espesas,
casi se encontraban en el entrecejo, y con un pelo tan abundante que parecía encresparse por su misma
profusión.
La boca, por lo que podía ver de ella bajo el tupido bigote, era fina y tenía una apariencia más
bien cruel, con unos dientes blancos peculiarmente agudos; éstos sobresalían sobre los labios, cuya
notable rudeza mostraba una singular vitalidad en un hombre de su edad. En cuanto a lo demás, sus
orejas eran pálidas y extremadamente puntiagudas en la parte superior; el mentón era amplio y fuerte, y
las mejillas firmes, aunque delgadas. La tez era de una palidez extraordinaria.
Entre tanto, había notado los dorsos de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la
luz del fuego, y me habían parecido bastante blancas y finas; pero viéndolas más de cerca, no pude
evitar notar que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Cosa rara, tenían pelos en el
centro de la palma. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en aguda punta. Cuando el conde se
inclinó hacia mí y una de sus manos me tocó, no pude reprimir un escalofrío. Pudo haber sido su aliento,
que era fétido, pero lo cierto es que una terrible sensación de náusea se apoderó de mí, la cual, a pesar
del esfuerzo que hice, no pude reprimir. Evidentemente, el conde, notándola, se retiró, y con una sonrisa
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un tanto lúgubre, que mostró más que hasta entonces sus protuberantes dientes, se sentó otra vez en su
propio lado frente a la chimenea. Los dos permanecimos silenciosos unos instantes, y cuando miró hacia
la ventana vi los primeros débiles fulgores de la aurora, que se acercaba. Una extraña quietud parecía
envolverlo todo; pero al escuchar más atentamente, pude oír, como si proviniera del valle situado más
abajo, el aullido de muchos lobos. Los ojos del conde destellaron, y dijo:
—Escúchelos. Los hijos de la noche. ¡Qué música la que entonan!
Pero viendo, supongo, alguna extraña expresión en mi rostro, se apresuró a agregar:
—¡Ah, sir! Ustedes los habitantes de la ciudad no pueden penetrar en los sentimientos de un
cazador.
Luego se incorporó, y dijo:
—Pero la verdad es que usted debe estar cansado. Su alcoba esta preparada, y mañana podrá
dormir tanto como desee. Estaré ausente hasta el atardecer, así que ¡duerma bien, y dulces sueños!
Con una cortés inclinación, él mismo me abrió la puerta que comunicaba con el cuarto octogonal,
y entró en mi dormitorio.
Estoy desconcertado. Dudo, temo, pienso cosas extrañas, y yo mismo no me atrevo a
confesarme a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por amor a mis seres queridos!
7 de mayo. Es otra vez temprano por la mañana, pero he descansado bien las últimas 24 horas.
Dormí hasta muy tarde, entrado el día. Cuando me hube vestido, entré al cuarto donde habíamos cenado
la noche anterior y encontré un desayuno frío que estaba servido, con el café caliente debido a que la
cafetera había sido colocada sobre la hornalla. Sobre la mesa había una tarjeta en la cual estaba escrito
lo siguiente:
"Tengo que ausentarme un tiempo.
No me espere. D."
Me senté y disfruté de una buena comida. Cuando hube terminado, busqué una campanilla, para
hacerles saber a los sirvientes que ya había terminado, pero no pude encontrar ninguna. Ciertamente en
la casa hay algunas deficiencias raras, especialmente si se consideran las extraordinarias muestras de
opulencia que me rodean. El servicio de la mesa es de oro, y tan bellamente labrado que debe ser de un
valor inmenso. Las cortinas y los forros de las sillas y los sofás, y los cobertores de mi cama, son de las
más costosas y bellas telas, y deben haber sido de un valor fabuloso cuando las hicieron, pues parecen
tener varios cientos de años, aunque se encuentran todavía en buen estado.
Vi algo parecido a ellas en Hampton Court, pero aquellas estaban usadas y rasgadas por las
polillas. Pero todavía en ningún cuarto he encontrado un espejo. Ni siquiera hay un espejo de mano en mi
mesa, y para poder afeitarme o peinarme me vi obligado a sacar mi pequeño espejo de mi maleta.
Todavía no he visto tampoco a ningún sirviente por ningún lado, ni he escuchado ningún otro ruido cerca
del castillo, excepto el aullido de los lobos. Poco tiempo después de que hube terminado mi comida (no
sé cómo llamarla, si desayuno o cena, pues la tomé entre las cinco y las seis de la tarde) busqué algo
que leer, pero no quise deambular por el castillo antes de pedir permiso al conde. En el cuarto no pude
encontrar absolutamente nada, ni libros ni periódicos ni nada impreso, así es que abrí otra puerta del
cuarto y encontré una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta opuesta a la mía, pero la encontré
cerrada con llave.
En la biblioteca encontré, para mi gran regocijo, un vasto número de libros en inglés, estantes
enteros llenos de ellos, y volúmenes de periódicos y revistas encuadernados. Una mesa en el centro
estaba llena de revistas y periódicos ingleses, aunque ninguno de ellos era de fecha muy reciente. Los
libros eran de las más variadas clases: historia, geografía, política, economía política, botánica, biología,
derecho, y todos refiriéndose a Inglaterra y a la vida y costumbres inglesas. Había incluso libros de
referencia tales como el directorio de Londres, los libros "Rojo" y "Azul", el almanaque de Whitaker, los
catálogos del Ejército y la Marina, y, lo que me produjo una gran alegría ver, el catálogo de Leyes.
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Mientras estaba viendo los libros, la puerta se abrió y entró el conde. Me saludó de manera muy
efusiva y deseó que hubiese tenido buen descanso durante la noche.
Luego, continuó:
—Me agrada que haya encontrado su camino hasta aquí, pues estoy seguro que aquí habrá
muchas cosas que le interesarán. Estos compañeros —dijo, y puso su mano sobre unos libros han sido
muy buenos amigos míos, y desde hace algunos años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han
dado muchas, muchas horas de placer. A través de ellos he aprendido a conocer a su gran Inglaterra; y
conocerla es amarla. Deseo vehemente caminar por las repletas calles de su poderoso Londres; estar en
medio del torbellino y la prisa de la humanidad, compartir su vida, sus cambios y su muerte, y todo lo que
la hace ser lo que es. Pero, ¡ay!, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de libros. A usted, mi
amigo, ¿le parece que sé bien su idioma?
—Pero, señor conde —le dije —, ¡usted sabe y habla muy bien el inglés!
Hizo una grave reverencia.
—Le doy las gracias, mi amigo, por su demasiado optimista estimación; sin embargo, temo que
me encuentro apenas comenzando el camino por el que voy a viajar. Verdad es que conozco la
gramática y el vocabulario, pero todavía no me expreso con fluidez.
—Insisto —le dije— en que usted habla en forma excelente.
—No tanto —respondió él—. Es decir, yo sé que si me desenvolviera y hablara en su Londres,
nadie allí hay que no me tomara por un extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble, soy
un boyar; la gente común me conoce y yo soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extranjera, no es
nadie; los hombres no lo conocen, y no conocer es no importar. Yo estoy contento si soy como el resto,
de modo que ningún hombre me pare si me ve, o haga una pausa en sus palabras al escuchar mi voz,
diciendo: "Ja, ja, ¡un extranjero!" He sido durante tanto tiempo un señor que seré todavía un señor, o por
lo menos nadie prevalecerá sobre mí. Usted no viene a mí solo como agente de mi amigo Peter Hawkins,
de Exéter, a darme los detalles acerca de mi nueva propiedad en Londres. Yo espero que usted se quede
conmigo algún tiempo, para que mediante muestras conversaciones yo pueda aprender el acento inglés;
y me gustaría mucho que usted me dijese cuando cometo un error, aunque sea el más pequeño, al
hablar. Siento mucho haber tenido que ausentarme durante tanto tiempo hoy, pero espero que usted
perdonará a alguien que tiene tantas cosas importantes en la mano.
Por supuesto que yo dije todo lo que se puede decir acerca de tener buena voluntad, y le
pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando quisiese. Él respondió que sí, y agregó:
—Puede usted ir a donde quiera en el castillo, excepto donde las puertas están cerradas con
llave, donde por supuesto usted no querrá ir. Hay razón para que todas las cosas sean como son, y si
usted viera con mis ojos y supiera con mi conocimiento, posiblemente entendería mejor.
Yo le aseguré que así sería, y él continuó:
—Estamos en Transilvania; y Transilvania no es Inglaterra. Nuestra manera de ser no es como su
manera de ser, y habrá para usted muchas cosas extrañas. Es más, por lo que usted ya me ha contado
de sus experiencias, ya sabe algo de qué cosas extrañas pueden ser.
Esto condujo a mucha conversación; y era evidente que él quería hablar aunque sólo fuese por
hablar. Le hice muchas preguntas relativas a cosas que ya me habían pasado o de las cuales yo ya había
tomado nota. Algunas veces esquivó el tema o cambió de conversación simulando no entenderme; pero
generalmente me respondió a todo lo que le pregunté de la manera más franca. Entonces, a medida que
pasaba el tiempo y yo iba entrando en más confianza, le pregunté acerca de algunos de los sucesos
extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué el cochero iba a los lugares a donde veía la
llama azul. Entonces él me explicó que era creencia común que cierta noche del año (de hecho la noche
pasada, cuando los malos espíritus, según se cree, tienen ilimitados poderes) aparece una llama azul en
cualquier lugar donde haya sido escondido algún tesoro.
Que hayan sido escondidos tesoros en la región por la cual usted pasó anoche —continuó él—,
es cosa que está fuera de toda duda. Esta ha sido tierra en la que han peleado durante siglos los
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valacos, los sajones y los turcos. A decir verdad, sería difícil encontrar un pie cuadrado de tierra en esta
región que no hubiese sido enriquecido por la sangre de hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad
hubo tiempos agitados, cuando los austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a
enfrentárseles, hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada entre las rocas arriba de los
desfiladeros para lanzarles destrucción y muerte a ellos con sus aludes artificiales. Cuando los invasores
triunfaban encontraban muy poco botín, ya que todo lo que había era escondido en la amable tierra.
—¿Pero cómo es posible —pregunté yo— que haya pasado tanto tiempo sin ser descubierto,
habiendo una señal tan certera para descubrirlo, bastando con que el hombre se tome el trabajo solo de
mirar?
El conde sonrió, y al correrse sus labios hacia atrás sobre sus encías, los caninos, largos y
agudos, se mostraron insólitamente. Respondió:
—¡Porque el campesino es en el fondo de su corazón cobarde e imbécil! Esas llamas sólo
aparecen en una noche; y en esa noche ningún hombre de esta tierra, si puede evitarlo, se atreve
siquiera a espiar por su puerta. Y, mi querido señor, aunque lo hiciera, no sabría qué hacer. Le aseguro
que ni siquiera el campesino que usted me dijo que marcó los lugares de la llama sabrá donde buscar
durante el día, por el trabajo que hizo esa noche. Hasta usted, me atrevo a afirmar, no sería capaz de
encontrar esos lugares otra vez. ¿No es cierto?
—Sí, es verdad —dije yo—. No tengo ni la más remota idea de donde podría buscarlos.
Luego pasamos a otros temas.
—Vamos —me dijo al final—, cuénteme de Londres y de la casa que ha comprado a mi nombre.
Excusándome por mi olvido, fui a mi cuarto a sacar los papeles de mi portafolios. Mientras los
estaba colocando en orden, escuché un tintineo de porcelana y plata en el otro cuarto, y al atravesarlo,
noté que la mesa había sido arreglada y la lámpara encendida, pues para entonces ya era bastante
tarde. También en el estudio o biblioteca estaban encendidas las lámparas, y encontré al conde yaciendo
en el sofá, leyendo, de todas las cosas en el mundo, una Guía Inglesa de Bradshaw. Cuando yo entré, él
quitó los libros y papeles de la mesa; y entonces comencé a explicarle los planos y los hechos, y los
números. Estaba interesado por todo, y me hizo infinidad de preguntas relacionadas con el lugar y sus
alrededores. Estaba claro que él había estudiado de antemano todo lo que podía esperar en cuanto al
tema de su vecindario, pues evidentemente al final él sabía mucho más que yo. Cuando yo le señalé eso,
respondió:
—Pero, mi amigo, ¿no es necesario que sea así? Cuando yo vaya allá estaré completamente
solo, y mi amigo Harker Jonathan, no, perdóneme, caigo siempre en la costumbre de mi país de poner
primero su nombre patronímico; así pues, mi amigo Jonathan Harker no va a estar a mi lado para
corregirme y ayudarme. Estaré en Exéter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en
papeles de la ley con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No es así?
Entramos de lleno al negocio de la compra de la propiedad en Purfleet. Cuando le hube explicado
los hechos y ya tenía su firma para los papeles necesarios, y había escrito una carta con ellos para
enviársela al señor Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado.
Entonces yo le leí las notas que había hecho en aquel tiempo, y las cuales transcribo aquí:
"En Purfleet, al lado de la carretera, me encontré con un lugar que parece ser justamente el
requerido, y donde había expuesto un rótulo que anunciaba que la propiedad estaba en venta. Está
rodeado de un alto muro, de estructura antigua, construido de pesadas piedras, y que no ha sido
reparado durante un largo número de años. Los portones cerrados son de pesado roble viejo y hierro,
todo carcomido por el moho.
"La propiedad es llamada Carfax, que sin duda es una corrupción del antiguo Quatre Face, ya
que la casa tiene cuatro lados, coincidiendo con los puntos cardinales. Contiene en total unos veinte
acres, completamente rodeados por el sólido muro de piedra arriba mencionado. El lugar tiene muchos
árboles, lo que le da un aspecto lúgubre, y también hay una poza o pequeño lago, profundo, de
apariencia oscura, evidentemente alimentado por algunas fuentes, ya que el agua es clara y se desliza en
una corriente bastante apreciable. La casa es muy grande y de todas las épocas pasadas, diría yo, hasta
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los tiempos medievales, pues una de sus partes es de piedra sumamente gruesa, con solo unas pocas
ventanas muy arriba y pesadamente abarrotadas con hierro.
“Parece una parte de un castillo, y está muy cerca a una vieja capilla o iglesia. No pude entrar en
ella, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a su interior desde la casa, pero he tomado con mi
kodak vistas desde varios puntos. La casa ha sido agregada, pero de una manera muy rara, y solo puedo
adivinar aproximadamente la extensión de tierra que cubre, que debe ser mucha. Sólo hay muy pocas
casas cercanas, una de ellas es muy larga, recientemente ampliada, y acondicionada para servir de asilo
privado de lunáticos. Sin embargo, no es visible desde el terreno.
Cuando hube terminado, el conde dijo:
—Me alegra que sea grande y vieja. Yo mismo provengo de una antigua familia, y vivir en una
casa nueva me mataría. Una casa no puede hacerse habitable en un día, y, después de todo, qué pocos
son los días necesarios para hacer un siglo. También me regocija que haya una capilla de tiempos
ancestrales. Nosotros, los nobles transilvanos, no pensamos con agrado que nuestros huesos puedan
algún día descansar entre los muertos comunes. Yo no busco ni la alegría ni el júbilo, ni la brillante
voluptuosidad de muchos rayos de sol y aguas centelleantes que agradan tanto a los jóvenes alegres. Yo
ya no soy joven; y mi corazón, a través de los pesados años de velar sobre los muertos, ya no está
dispuesto para el regocijo. Es más: las murallas de mi castillo están quebradas; muchas son las sombras,
y el viento respira frío a través de las rotas murallas y casamatas. Amo la sombra y la oscuridad, y
prefiero, cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.
De alguna forma sus palabras y su mirada no parecían estar de acuerdo, o quizá era que la
expresión de su rostro hacía que su sonrisa pareciera maligna y saturnina.
Al momento, excusándose, me dejó, pidiéndome que recogiera todos mis papeles. Había estado
ya un corto tiempo ausente, y yo comencé a hojear algunos de los libros que tenía más cerca. Uno era un
atlas, el cual, naturalmente, estaba abierto en Inglaterra, como si el mapa hubiese sido muy usado. Al
mirarlo encontré ciertos lugares marcados con pequeños anillos, y al examinar éstos noté que uno estaba
cerca de Londres, en el lado este, manifiestamente donde su nueva propiedad estaba situada. Los otros
dos eran Exéter y Whitby, en la costa de Yorkshire.
Transcurrió aproximadamente una hora antes de que el conde regresara.
—¡Ajá! —dijo él—, ¿todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe usted trabajar siempre. Venga;
me han dicho que su cena ya esta preparada.
Me tomó del brazo y entramos en el siguiente cuarto, donde encontré una excelente cena ya
dispuesta sobre la mesa. Nuevamente el conde se disculpó, ya que había cenado durante el tiempo que
había estado fuera de casa. Pero al igual que la noche anterior, se sentó y charló mientras yo comía.
Después de cenar yo fumé, e igual a la noche previa, el conde se quedó conmigo, charlando y haciendo
preguntas sobre todos los posibles temas, hora tras hora. Yo sentí que ya se estaba haciendo muy tarde,
pero no dije nada, pues me sentía con la obligación de satisfacer los deseos de mi anfitrión en cualquier
forma posible. No me sentía soñoliento, ya que la larga noche de sueño del día anterior me había
fortalecido; pero no pude evitar experimentar ese escalofrío que lo sobrecoge a uno con la llegada de la
aurora, que es a su manera, el cambio de marea. Dicen que la gente que está agonizando muere
generalmente con el cambio de la aurora o con el cambio de la marea; y cualquiera que haya estado
cansado y obligado a mantenerse en su puesto, ha experimentado este cambio en la atmósfera y puede
creerlo. De pronto, escuchamos el cántico de un gallo, llegando con sobrenatural estridencia a través de
la clara mañana; el conde Drácula saltó sobre sus pies, y dijo:
—¡Pues ya llegó otra vez la mañana! Soy muy abusivo obligándole a que se quede despierto
tanto tiempo. Debe usted hacer su conversación acerca de mi querido nuevo país Inglaterra menos
interesante, para que yo no olvide cómo vuela el tiempo entre nosotros.
Y dicho esto, haciendo una reverencia muy cortés, se alejó rápidamente.
Yo entré en mi cuarto y abrí las cortinas, pero había poco que observar; mi ventana daba al patio
central, y todo lo que pude ver fue el caluroso gris del cielo despejado. Así es que volví a cerrar las
ventanas, y he escrito lo relativo a este día.
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8 de mayo. Cuando comencé a escribir este libro temí que me estuviese explayando demasiado;
pero ahora me complace haber entrado en detalle desde un principio, pues hay algo tan extraño acerca
de este lugar y de todas las cosas que suceden, que no puedo sino sentirme inquieto. Desearía estar
lejos de aquí, o jamás haber venido. Puede ser que esta extraña existencia de noche me esté afectando,
¡pero cómo desearía que eso fuese todo! Si hubiese alguien con quien pudiera hablar creo que lo
soportaría, pero no hay nadie. Sólo tengo al conde para hablar, ¡y él...! Temo ser la única alma viviente el
lugar. Permítaseme ser prosaico tanto como los hechos lo sean; me ayudará esto mucho a soportar la
situación; y la imaginación no debe corromperse conmigo. Si lo hace, estoy perdido. Digamos de una vez
por todas en qué situación me encuentro, o parezco encontrarme.
Dormí sólo unas cuantas horas al ir a la cama, y sintiendo que no podía dormir más, me levanté.
Colgué mi espejo de afeitar en la ventana y apenas estaba comenzando a afeitarme. De pronto, sentí una
mano sobre mi hombro, y escuché la voz del conde diciéndome: "Buenos días." Me sobresaltó, pues me
maravilló que no lo hubiera visto, ya que la imagen del espejo cubría la totalidad del cuarto detrás de mí.
Debido al sobresalto me corté ligeramente, pero de momento no lo noté. Habiendo contestado al saludo
del conde, me volví al espejo para ver cómo me había equivocado. Esta vez no podía haber ningún error,
pues el hombre estaba cerca de mí y yo podía verlo por sobre mi hombro ¡pero no había ninguna imagen
de él en el espejo! Todo el cuarto detrás de mí estaba reflejado, pero no había en él señal de ningún
hombre, a excepción de mí mismo. Esto era sorprendente, y, sumado a la gran cantidad de cosas raras
que ya habían sucedido, comenzó a incrementar ese vago sentimiento de inquietud que siempre tengo
cuando el conde está cerca. Pero en ese instante vi que la herida había sangrado ligeramente y que un
hilillo de sangre bajaba por mi mentón. Deposité la navaja de afeitar, y al hacerlo me di media vuelta
buscando un emplasto adhesivo. Cuando el conde vio mi cara, sus ojos relumbraron con una especie de
furia demoníaca, y repentinamente se lanzó sobre mi garganta. Yo retrocedí y su mano tocó la cadena
del rosario que sostenía el crucifijo. Hizo un cambio instantáneo en él, pues la furia le pasó tan
rápidamente que apenas podía yo creer que jamás la hubiera sentido.
—Tenga cuidado —dijo él—, tenga cuidado de no cortarse. Es más peligroso de lo que usted
cree en este país —añadió, tomando el espejo de afeitar—. Y esta maldita cosa es la que ha hecho el
follón. Es una burbuja podrida de la vanidad del hombre. ¡Lejos con ella!
Al decir esto abrió la pesada ventana y con un tirón de su horrible mano lanzó por ella el espejo,
que se hizo añicos en las piedras del patio interior situado en el fondo.
Luego se retiró sin decir palabra. Todo esto es muy enojoso, porque ahora no veo cómo voy a
poder afeitarme, a menos que use la caja de mi reloj o el fondo de mi vasija de afeitar, que
afortunadamente es de metal.
Cuando entré al comedor el desayuno estaba preparado; pero no pude encontrar al conde por
ningún lugar. Así es que desayuné solo. Es extraño que hasta ahora todavía no he visto al conde comer o
beber. ¡Debe ser un hombre muy peculiar! Después del desayuno hice una pequeña exploración en el
castillo. Subí por las gradas y encontré un cuarto que miraba hacia el sur. La vista era magnífica, y desde
donde yo me encontraba tenía toda la oportunidad para apreciarla. El castillo se encuentra al mismo
borde de un terrible precipicio. ¡Una piedra cayendo desde la ventana puede descender mil pies sin tocar
nada! Tan lejos como el ojo alcanza a divisar, solo se ve un mar de verdes copas de árboles, con alguna
grieta ocasional donde hay un abismo. Aquí y allí se ven hilos de plata de los ríos que pasan por
profundos desfiladeros a través del bosque.
Pero no estoy con ánimo para describir tanta belleza, pues cuando hube contemplado la vista
exploré un poco más; por todos lados puertas, puertas, puertas, todas cerradas y con llave. No hay
ningún lugar, a excepción de las ventanas en las paredes del castillo, por el cual se pueda salir.
¡El castillo es en verdad una prisión, y yo soy un prisionero!
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III.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)
Cuando me di cuenta de que era un prisionero, una especie de sensación salvaje se apoderó de
mí. Corrí arriba y abajo por las escaleras, pulsando cada puerta y mirando a través de cada ventana que
encontraba; pero después de un rato la convicción de mi impotencia se sobrepuso a todos mis otros
sentimientos. Ahora, después de unas horas, cuando pienso en ello me imagino que debo haber estado
loco, pues me comporté muy semejante a una rata cogida en una trampa. Sin embargo, cuando tuve la
convicción de que era impotente, me senté tranquilamente, tan tranquilamente como jamás lo he hecho
en mi vida, y comencé a pensar que era lo mejor que podía hacer. De una cosa sí estoy seguro: que no
tiene sentido dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe perfectamente que estoy atrapado; y como él
mismo es quien lo ha hecho, e indudablemente tiene sus motivos para ello, si le confieso completamente
mi situación sólo tratará de engañarme.
Por lo que hasta aquí puedo ver, mi único plan será mantener mis conocimientos y mis temores
para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o estoy siendo engañado como un niño, por mis propios
temores, o estoy en un aprieto; y si esto último es lo verdadero, necesito y necesitaré todos mis sesos
para poder salir adelante.
Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, y supe
que el conde había regresado. No llegó de inmediato a la biblioteca, por lo que yo cautelosamente
regresé a mi cuarto, y lo encontré arreglándome la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que yo ya
había estado sospechando durante bastante tiempo: en la casa no había sirvientes. Cuando después lo
vi a través de la hendidura de los goznes de la puerta arreglando la mesa en el comedor, ya no tuve
ninguna duda; pues si él se encargaba de hacer todos aquellos oficios minúsculos, seguramente era la
prueba de que no había nadie más en el castillo, y el mismo conde debió haber sido el cochero que me
trajo en la calesa hasta aquí. Esto es un pensamiento terrible; pues si es así, significa que puede
controlar a los lobos, tal como lo hizo, por el solo hecho de levantar la mano en silencio. ¿Por qué habrá
sido que toda la gente en Bistritz y en el coche sentían tanto temor por mí? ¿Qué significado le daban al
crucifijo, al ajo, a la rosa salvaje, al fresno de montaña? ¡Bendita sea aquella buena mujer que me colgó
el crucifijo alrededor del cuello! Me da consuelo y fuerza cada vez que lo toco. Es divertido que una cosa
a la cual me enseñaron que debía ver con desagrado y como algo idolátrico pueda ser de ayuda en
tiempo de soledad y problemas. ¿Es que hay algo en la esencia misma de la cosa, o es que es un medio,
una ayuda tangible que evoca el recuerdo de simpatías y consuelos? Puede ser que alguna vez deba
examinar este asunto y tratar de decirme acerca de él. Mientras tanto debo averiguar todo lo que pueda
sobre el conde Drácula, pues eso me puede ayudar a comprender. Esta noche lo haré que hable sobre él
mismo, volteando la conversación en esa dirección. Sin embargo, debo ser muy cuidadoso para no
despertar sus sospechas.
Medianoche. He tenido una larga conversación con el conde. Le hice unas cuantas preguntas
acerca de la historia de Transilvania, y él respondió al tema en forma maravillosa. Al hablar de cosas y
personas, y especialmente de batallas, habló como si hubiese estado presente en todas ellas. Esto me lo
explicó posteriormente diciendo que para un boyar el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo,
que la gloria de ellos es su propia gloria, que el destino de ellos es su propio destino. Siempre que habló
de su casa se refería a ella diciendo "nosotros", y casi todo el tiempo habló en plural, tal como hablan los
reyes. Me gustaría poder escribir aquí exactamente todo lo que él dijo, pues para mí resulta
extremadamente fascinante. Parecía estar ahí toda la historia del país. A medida que hablaba se fue
excitando, y se paseó por el cuarto tirando de sus grandes bigotes blancos y sujetando todo lo que tenía
en sus manos como si fuese a estrujar lo a pura fuerza. Dijo una cosa que trataré de describir lo más
exactamente posible que pueda; pues a su manera, en ella está narrada toda la historia de su raza:
"Nosotros los escequelios tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas circula la
sangre de muchas razas bravías que pelearon como pelean los leones por su señorío. Aquí, en el
torbellino de las razas europeas, la tribu ugric trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin
les habían dado, y cuyos bersequers demostraron tan clara e intensamente en las costas de Europa
(¿qué digo?, y de Asia y de África también) que la misma gente creyó que habían llegado los propios
hombres-lobos.
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Aquí también, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la
tierra como una llama viviente, de tal manera que la gente moribunda creía que en sus venas corría la
sangre de aquellas brujas antiguas, quienes expulsadas de Seythia se acoplaron con los diablos en el
desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja ha sido alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre
está en estas venas? —dijo, levantando sus brazos —. ¿Puede ser extraño que nosotros seamos una
raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando los magiares, los lombardos, los avares, los
búlgaros o los turcos se lanzaron por miles sobre nuestras fronteras nosotros los hayamos rechazado?
¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones se desparramaron por la patria húngara nos encontraran
aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando la inundación húngara se
desplazó hacia el este, los escequelios fueron proclamados parientes por los misteriosos magiares, y fue
a nosotros durante siglos que se nos confió la guardia de la frontera de Turquía. Hay más que eso
todavía, el interminable deber de la guardia de la frontera, pues como dicen los turcos el agua duerme, y
el enemigo vela. ¿Quién más feliz que nosotros entre las cuatro naciones recibió “la espada
ensangrentada”, o corrió más rápidamente al lado del rey cuando éste lanzaba su grito de guerra?
¿Cuándo fue redimida la gran vergüenza de la nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de
los valacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la creciente? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza
que bajo el nombre de Voivode cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propia tierra? ¡Este era
indudablemente un Drácula! ¿Quién fue aquel que a su propio hermano indigno, cuando hubo caído,
vendió su gente a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza de la esclavitud? ¡No fue, pues, este Drácula,
quien inspiró a aquel otro de su raza que en edades posteriores llevó una y otra vez a sus fuerzas sobre
el gran río y dentro de Turquía; que, cuando era derrotado regresaba una y otra vez, aunque tuviera que
ir solo al sangriento campo donde sus tropas estaban siendo mortalmente destrozadas, porque sabía que
sólo él podía garantizar el triunfo! Dicen que él solo pensaba en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los
campesinos sin un jefe? ¿En qué termina una guerra que no tiene un cerebro y un corazón que la dirija?
Más todavía, cuando, después de la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, nosotros los de
sangre Drácula estábamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuésemos
libres. Ah, joven amigo, los escequelios (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus
espadas) pueden enorgullecerse de una tradición que los retoños de los hongos como los Hapsburgo y
los Romanoff nunca pueden alcanzar. Los días de guerra ya terminaron. La sangre es una cosa
demasiado preciosa en estos días de paz deshonorable; y las glorias de las grandes razas son como un
cuento que se narra.
Para aquel tiempo ya se estaba acercando la mañana, y nos fuimos a acostar. (Rec., este diario
parece tan horrible como el comienzo de las "Noches Árabes", pues todo tiene que suspenderse al cantar
el gallo —o como el fantasma del padre de Hamlet.)
12 de mayo. Permítaseme comenzar con hechos, con meros y escuetos hechos, verificados con
libros y números, y de los cuales no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias
que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi memoria de ellas. Anoche, cuando el
conde llegó de su cuarto, comenzó por hacerme preguntas de asuntos legales y en la manera en que se
tramitaban cierta clase de negocios. Había pasado el día fatigadamente sobre libros y, simplemente para
mantener mi mente ocupada, comencé a reflexionar sobre algunas cosas que había estado examinando
en la posada de Lincoln. Hay un cierto método en las pesquisas del conde, de tal manera que trataré de
ponerlas en su orden de sucesión. El conocimiento puede de alguna forma y alguna vez serme útil.
Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra puede tener dos procuradores o más. Le dije que
si deseaba podía tener una docena, pero que no sería oportuno tener más de un procurador empleado en
una transacción, debido a que sólo podía actuar uno cada vez, y que estarlos cambiando sería seguro
actuar en contra de su interés. Pareció que entendió bien lo que le quería decir y continuó
preguntándome si habría una dificultad práctica al tener un hombre atendiendo, digamos, las finanzas, y a
otro preocupándose por los embarques, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar lejano de
la casa del procurador financiero. Yo le pedí que me explicara más completamente, de tal manera que no
hubiera oportunidad de que yo pudiera darle un juicio erróneo. Entonces dijo:
—Pondré un ejemplo. Su amigo y mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su bella
catedral en Exéter, que queda bastante retirada de Londres, compra para mí a través de sus buenos
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oficios una propiedad en Londres. ¡Muy bien! Ahora déjeme decirle francamente, a menos que usted
piense que es muy extraño que yo haya solicitado los servicios de alguien tan lejos de Londres, en lugar
de otra persona residente ahí, que mi único motivo fue que ningún interés local fuese servido excepto mis
propios deseos. Y como alguien residiendo en Londres pudiera tener, tal vez, algún propósito para sí o
para amigos a quienes sirve, busqué a mi agente en la campiña, cuyos trabajos sólo serían para mi
interés. Ahora, supongamos, yo, que tengo muchos asuntos pendientes, deseo embarcar algunas cosas,
digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría ser que fuese más fácil hacerlo
consignándolas a uno de estos puertos?
Yo le respondí que era seguro que sería más fácil, pero que nosotros los procuradores teníamos
un sistema de agencias de unos a otros, de tal manera que el trabajo local podía hacerse localmente bajo
instrucción de cualquier procurador, por lo que el cliente, poniéndose simplemente en las manos de un
hombre, podía ver que sus deseos se cumplieran sin tomarse más molestias.
—Pero —dijo él—, yo tendría la libertad de dirigirme a mí mismo. ¿No es así?
—Por supuesto —le repliqué —; y así hacen muchas veces hombres de negocios, quienes no
desean que la totalidad de sus asuntos sean conocidos por una sola persona.
—¡Magnífico! —exclamó.
Y entonces pasó a preguntarme acerca de los medios para enviar cosas en consignación y las
formas por las cuales se tenían que pasar, y toda clase de dificultades que pudiesen sobrevenir, pero que
pudiesen ser previstas pensándolas de antemano. Le expliqué todas sus preguntas con la mejor de mis
habilidades, y ciertamente me dejó bajo la impresión de que hubiese sido un magnífico procurador, pues
no había nada que no pensase o previese. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que
evidentemente no se ocupaba mucho en asuntos de negocios, sus conocimientos y perspicacia eran
maravillosos. Cuando quedó satisfecho con esos puntos de los cuales había hablado, y yo había
verificado todo también con los libros que tenía a mano, se puso repentinamente de pie y dijo:
—¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otro?
Fue con cierta amargura en mi corazón que le respondí que no, ya que hasta entonces no había
visto ninguna oportunidad de enviarle cartas a nadie.
—Entonces escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi
hombre—; escriba a nuestro amigo y a cualquier otro; y diga, si le place, que usted se quedara conmigo
durante un mes más a partir de hoy.
—¿Desea usted que yo me quede tanto tiempo? —le pregunté, pues mi corazón se heló con la
idea.
—Lo deseo mucho; no, más bien, no acepto negativas. Cuando su señor, su patrón, como usted
quiera, encargó que alguien viniese en su nombre, se entendió que solo debían consultarse mis
necesidades. Yo no he escatimado, ¿no es así?
¿Qué podía hacer yo sino inclinarme y aceptar? Era el interés del señor Hawkins y no el mío, y yo
tenía que pensar en él, no en mí. Y además, mientras el conde Drácula estaba hablando, había en sus
ojos y en sus ademanes algo que me hacía recordar que era su prisionero, y que aunque deseara
realmente no tenía dónde escoger. El conde vio su victoria en mi reverencia y su dominio en la angustia
de mi rostro, pues de inmediato comenzó a usar ambos, pero en su propia manera suave e irresistible.
—Le suplico, mi buen joven amigo, que no hable de otras cosas sino de negocios en sus cartas.
Indudablemente que le gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien, y que usted está
ansioso de regresar a casa con ellos, ¿no es así?
Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel y tres sobres. Eran finos, destinados al correo
extranjero, y al verlos, y al verlo a él, notando su tranquila sonrisa con los agudos dientes caninos
sobresaliéndole sobre los rojos labios inferiores, comprendí también como si se me hubiese dicho con
palabras que debía tener bastante prudencia con lo que escribía, pues él iba a leer su contenido. Por lo
tanto, tomé la determinación de escribir por ahora sólo unas notas normales, pero escribirle
detalladamente al señor Hawkins en secreto. Y también a Mina, pues a ella le podía escribir en
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taquigrafía, lo cual seguramente dejaría perplejo al conde si leía la carta. Una vez que hube escrito mis
dos cartas, me senté calmadamente, leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, acudiendo
mientras las escribía a algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas y las colocó con las de
él, y guardó los utensilios con que había escrito. En el instante en que la puerta se cerró tras él, yo me
incliné y miré los sobres que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún escrúpulo en hacer esto,
pues bajo las circunstancias sentía que debía protegerme de cualquier manera posible.
Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, número 7, La Creciente, Whitby; otra a
herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock &
Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de verlas
cuando noté que la perilla de la puerta se movía. Me dejé caer sobre mi asiento, teniendo apenas el
tiempo necesario para colocar las cartas como habían estado y para reiniciar la lectura de mi libro, antes
de que el conde entrara llevando todavía otra carta en la mano. Tomó todas las otras misivas que
estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, dijo:
—Confío en que usted me perdonará, pero tengo mucho trabajo en privado que hacer esta
noche. Espero que usted encuentre todas las cosas que necesita.
Ya en la puerta se volvió, y después de un momento de pausa, dijo:
—Permítame que le aconseje, mi querido joven amigo; no, permítame que le advierta con toda
seriedad que en caso de que usted deje estos cuartos, por ningún motivo se quede dormido en cualquier
otra parte del castillo. Es viejo y tiene muchas memorias, y hay muchas pesadillas para aquellos que no
duermen sabiamente. ¡Se lo advierto! En caso de que el sueño lo dominase ahora o en otra oportunidad
o esté a punto de dominarlo, regrese deprisa a su propia habitación o a estos cuartos, pues entonces
podrá descansar a salvo. Pero no siendo usted cuidadoso a este respecto, entonces... —terminó su
discurso de una manera horripilante, pues hizo un movimiento con las manos como si se las estuviera
lavando.
Yo casi le entendí. Mi única duda era de si cualquier sueño pudiera ser más terrible que la red
sobrenatural, horrible, de tenebrosidad y misterio que parecía estarse cerrando a mi alrededor.
Más tarde. Endoso las últimas palabras escritas, pero esta vez no hay ninguna duda en el asunto.
No tendré ningún miedo de dormir en cualquier lugar donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la
cabeza de mi cama porque así me imagino que mi descanso está más libre de pesadillas. Y ahí
permanecerá.
Cuando me dejó, yo me dirigí a mi cuarto. Después de cierto tiempo, al no escuchar ningún ruido,
salí y subí al graderío de piedras desde donde podía ver hacia el sur. Había cierto sentido de la libertad
en esta vasta extensión, aunque me fuese inaccesible, comparada con la estrecha oscuridad del patio
interior. Al mirar hacia afuera, sentí sin ninguna duda que estaba prisionero, y me pareció que necesitaba
un respiro de aire fresco, aunque fuese en la noche. Estoy comenzando a sentir que esta existencia
nocturna me está afectando. Me está destruyendo mis nervios. Me asusto de mi propia sombra, y estoy
lleno de toda clase de terribles imaginaciones. ¡Dios sabe muy bien que hay motivos para mi terrible
miedo en este maldito lugar! Miré el bello paisaje, bañado en la tenue luz amarilla de la luna, hasta que
casi era como la luz del día. En la suave penumbra las colinas distantes se derretían, y las sombras se
perdían en los valles y hondonadas de un negro aterciopelado. La mera belleza pareció alegrarme; había
paz y consuelo en cada respiración que inhalaba. Al reclinarme sobre la ventana mi ojo fue captado por
algo que se movía un piso más abajo y algo hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de las
habitaciones, que estarían las ventanas del cuarto del propio conde. La ventana en la cual yo me
encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque el tiempo y el clima la habían gastado,
todavía estaba completa. Pero evidentemente hacía mucho que el marco había desaparecido. Me
coloqué detrás del cuadro de piedras y miré atentamente.
Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo de la ventana. No le vi la cara, pero supe que era él por el
cuello y el movimiento de su espalda y sus brazos. De cualquier modo, no podía confundir aquellas
manos, las cuales había estudiado en tantas oportunidades. En un principio me mostré interesado y hasta
cierto punto entretenido, pues es maravilloso cómo una pequeña cosa puede interesar y entretener a un
hombre que se encuentra prisionero. Pero mis propias sensaciones se tornaron en repulsión y terror
cuando vi que todo el hombre emergía lentamente de la ventana y comenzaba a arrastrarse por la pared
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del castillo, sobre el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y con su manto extendido sobre él a
manera de grandes alas. Al principio no daba crédito a mis ojos. Pensé que se trataba de un truco de la
luz de la luna, algún malévolo efecto de sombras. Pero continué mirando y no podía ser ningún engaño.
Vi cómo los dedos de las manos y de los pies se sujetaban de las esquinas de las piedras, desgastadas
claramente de la argamasa por el paso de los años, y así usando cada proyección y desigualdad, se
movían hacia abajo a una considerable velocidad, de la misma manera en que una lagartija camina por
las paredes.
¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de ente con apariencia de hombre? Siento que el terror de
este horrible lugar me esta dominando; tengo miedo, mucho miedo, de que no haya escape posible para
mí. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo a pensar en ellos...
15 de mayo. Una vez más he visto al conde deslizarse como lagartija. Caminó hacia abajo, un poco de
lado, durante unos cien pies y tendiendo hacia la izquierda. Allí desapareció en un agujero o ventana.
Cuando su cabeza hubo desaparecido, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero sin resultado,
ya que la distancia era demasiado grande como para proporcionarme un ángulo visual favorable. Pero
entonces ya sabía yo que había abandonado el castillo, y pensé que debía aprovechar la oportunidad
para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido a ver. Regresé al cuarto, y tomando una
lámpara, probé todas las puertas. Todas estaban cerradas con llave, tal como lo había esperado, y las
cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces, descendí por las gradas de piedra al corredor por
donde había entrado originalmente.
Encontré que podía retirar suficientemente fácil los cerrojos y destrabar las grandes cadenas; ¡pero la
puerta estaba bien cerrada y no había ninguna llave! La llave debía estar en el cuarto del conde. Tengo
que vigilar en caso de que su puerta esté sin llave, de manera que pueda conseguirla y escaparme.
Continué haciendo un minucioso examen de varias escalinatas y pasadizos y pulsé todas las puertas que
estaban ante ellos. Una o dos habitaciones cerca del corredor estaban abiertas, pero no había nada en
ellas, nada que ver excepto viejos muebles, polvorientos por el viento y carcomidos de la polilla.
Por fin, sin embargo, encontré una puerta al final de la escalera, la cual, aunque parecía estar cerrada
con llave, cedió un poco a la presión. La empujó más fuertemente y descubrí que en verdad no estaba
cerrada con llave, sino que la resistencia provenía de que los goznes se habían caído un poco y que la
pesada puerta descansaba sobre el suelo. Allí había una oportunidad que bien pudiera ser única, de tal
manera que hice un esfuerzo supremo, y después de muchos intentos la forcé hacia atrás de manera que
podía entrar. Me encontraba en aquellos momentos en un ala del castillo mucho más a la derecha que los
cuartos que conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de cuartos estaban
situados a lo largo hacia el sur del castillo, con las ventanas de la última habitación viendo tanto al este
como al sur. De ese último lado, tanto como del anterior, había un gran precipicio. El castillo estaba
construido en la esquina de una gran peña, de tal manera que era casi inexpugnable en tres de sus
lados, y grandes ventanas estaban colocadas aquí donde ni la onda, ni el arco, ni la culebrina podían
alcanzar, siendo aseguradas así luz y comodidad, a una posición que tenía que ser resguardada. Hacia el
oeste había un gran valle, y luego, levantándose allá muy lejos, una gran cadena de montañas dentadas,
elevándose pico a pico, donde la piedra desnuda estaba salpicada por fresnos de montaña y abrojos,
cuyas raíces se agarraban de las rendijas, hendiduras y rajaduras de las piedras. Esta era evidentemente
la porción del castillo ocupada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían un aire más
cómodo del que hasta entonces había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarilla luz de la luna
reflejándose en las hondonadas diamantinas, permitía incluso distinguir los colores, mientras suavizaba la
cantidad de polvo que yacía sobre todo, y en alguna medida disfrazaba los efectos del tiempo y la polilla.
Mi lámpara tenía poco efecto en la brillante luz de la luna, pero yo estaba alegre de tenerla conmigo, pues
en el lugar había una tenebrosa soledad que hacía temblar mi corazón y mis nervios. A pesar de todo era
mejor que vivir solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde, y después
de tratar un poco de dominar mis nervios, me sentí sobrecogido por una suave tranquilidad. Y aquí me
encuentro, sentado en una pequeña mesa de roble donde en tiempos antiguos alguna bella dama solía
tomar la pluma, con muchos pensamientos y más rubores, para mal escribir su carta de amor,
escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha pasado desde que lo cerré por última vez. Es el
siglo XIX, muy moderno, con toda su alma. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los
siglos pasados tuvieron y tienen poderes peculiares de ellos, que la mera "modernidad" no puede matar.
Más tarde: mañana del 16 de mayo. Dios me preserve cuerdo, pues a esto estoy reducido. Seguridad, y
confianza en la seguridad, son cosas del pasado. Mientras yo viva aquí sólo hay una cosa que desear, y
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es que no me vuelva loco, si de hecho no estoy loco ya. Si estoy cuerdo, entonces es desde luego
enloquecedor pensar que de todas las cosas podridas que se arrastran en este odioso lugar, el conde es
la menos tenebrosa para mí; que sólo en él puedo yo buscar la seguridad, aunque ésta sólo sea mientras
pueda servir a sus propósitos. ¡Gran Dios, Dios piadoso! Dadme la calma, pues en esa dirección
indudablemente me espera la locura. Empiezo a ver nuevas luces sobre ciertas cosas que antes me
tenían perplejo. Hasta ahora no sabía verdaderamente lo que quería dar a entender Shakespeare cuando
hizo que Hamlet dijera:
"¡Mis libretas, pronto, mis libretas!
es imprescindible que lo escriba", etc.,
pues ahora, sintiendo como si mi cerebro estuviese desquiciado o como si hubiese llegado el golpe que
terminará en su trastorno, me vuelvo a mi diario buscando reposo. El hábito de anotar todo
minuciosamente debe ayudarme a tranquilizar.
La misteriosa advertencia del conde me asustó; pero más me asusta ahora cuando pienso en ella, pues
para lo futuro tiene un terrorífico poder sobre mí. ¡Tendré dudas de todo lo que me diga! Una vez que
hube escrito en mi diario y que hube colocado nuevamente la pluma y el libro en el bolsillo, me sentí
soñoliento. Recordé inmediatamente la advertencia del conde, pero fue un placer desobedecerla. La
sensación de sueño me había aletargado, y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero.
La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que
me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos,
sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas
mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas.
Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso
paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que
debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan
extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo
pensar de ninguna manera que estaba dormido.
No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo había
entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde había
perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba
estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el momento
en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no
proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces
comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el
conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna
amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos
como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación
con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes
blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas
que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo
malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso
de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y
entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese
pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de
los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la
cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:
—¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.
La otra agregó:
—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.
Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La muchacha
rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi rostro. En
un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los
nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en la
sangre.
Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La
muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad
deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió
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los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en sus labios escarlata a la luz
de la luna y la lengua roja cuando golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y
descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca y mentón, y parecieron posarse sobre
mi garganta. Entonces hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua que lamía sus
dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta
comenzó a hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano que le va a hacer cosquillas se
acerca cada vez más y más. Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel
supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, simplemente tocándome y
deteniéndose ahí; cerré mis ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón latiéndome
fuertemente.
Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago.
Fui consciente de la presencia del conde, y de su existencia como envuelto en una tormenta de furia. Al
abrirse mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado cuello de la mujer rubia, y con
el poder de un gigante arrastrándola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la furia, los
dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas encendidas por la pasión. ¡Pero el conde!
Jamás imaginé yo tal arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positivamente despedían
llamas. La roja luz en ellos era espeluznante, como si detrás de ellos se encontraran las llamas del propio
infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él eran duras como alambres retorcidos; las
espesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal incandescente y
blanco. Con un fiero movimiento de su mano, lanzó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló ante las otras
como si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que yo había visto se usara con los
lobos. En una voz que, aunque baja y casi un susurro, pareció cortar el aire y luego resonar por toda la
habitación, les dijo:
—¿Cómo se atreve cualquiera de vosotras a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a poner vuestros ojos sobre él
cuando yo os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece! Cuidaos de meteros
con él, o tendréis que véroslas conmigo.
La muchacha rubia, con una risa de coquetería rival, se volvió para responderle:
—Tú mismo jamás has amado; ¡tú nunca amas!
Al oír esto las otras mujeres le hicieron eco, y por el cuarto resonó una risa tan lúgubre, dura y
despiadada, que casi me desmayé al escucharla. Parecía el placer de los enemigos. Entonces el conde
se volvió después de mirar atentamente mi cara, y dijo en un suave susurro:
—Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Bien, ahora os
prometo que cuando haya terminado con él os dejaré besarlo tanto como queráis. ¡Ahora idos, idos! Debo
despertarle porque hay trabajo que hacer.
—¿Es que no vamos a tener nada hoy por la noche? —preguntó una de ellas, con una risa contenida,
mientras señalaba hacia una bolsa que él había tirado sobre el suelo y que se movía como si hubiese
algo vivo allí.
Por toda respuesta, él hizo un movimiento de cabeza. Una de las mujeres saltó hacia adelante y abrió la
bolsa. Si mis oídos no me engañaron se escuchó un suspiro y un lloriqueo como el de un niño de pecho.
Las mujeres rodearon la bolsa, mientras yo permanecía petrificado de miedo. Pero al mirar otra vez ya
habían desaparecido, y con ellas la horripilante bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no es
posible que hayan pasado sobre mí sin yo haberlo notado. Pareció que simplemente se desvanecían en
los rayos de la luz de la luna y salían por la ventana, pues yo pude ver afuera las formas tenues de sus
sombras, un momento antes de que desaparecieran por completo.
Entonces el horror me sobrecogió, y me hundí en la inconsciencia.
IV.— DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)
Desperté en mi propia cama. Si es que no ha sido todo un sueño, el conde me debe de haber traído en
brazos hasta aquí. Traté de explicarme el suceso, pero no pude llegar a ningún resultado claro. Para
estar seguro, había ciertas pequeñas evidencias, tales como que mi ropa estaba doblada y arreglada de
manera extraña. Mi reloj no tenía cuerda, y yo estoy rigurosamente acostumbrado a darle cuerda como
última cosa antes de acostarme, y otros detalles parecidos. Pero todas estas cosas no son ninguna
prueba definitiva, pues pueden ser evidencias de que mi mente no estaba en su estado normal, y, por
una u otra causa, la verdad es que había estado muy excitado. Tengo que observar para probar. De una
cosa me alegro: si fue el conde el que me trajo hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho todo
deprisa, pues mis bolsillos estaban intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido para él un
misterio que no hubiera soportado. Se lo habría llevado o lo habría destruido. Al mirar en torno de este
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cuarto, aunque ha sido tan intimidante para mí, veo que es ahora una especie de santuario, pues nada
puede ser más terrible que esas monstruosas mujeres que estaban allí —están esperando para
chuparme la sangre.
18 de mayo. He estado otra vez abajo para echar otra mirada al cuarto aprovechando la luz del día, pues
debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las gradas la encontré cerrada. Había sido
empujada con tal fuerza contra el batiente, que parte de la madera se había astillado. Pude ver que el
cerrojo de la puerta no se había corrido, pero la puerta se encuentra atrancada por el lado de adentro.
Temo que no haya sido un sueño, y debo actuar de acuerdo con esta suposición.
19 de mayo. Es seguro que estoy en las redes. Anoche el conde me pidió, en el más suave de los tonos,
que escribiera tres cartas: una diciendo que mi trabajo aquí ya casi había terminado, y que saldría para
casa dentro de unos días; otra diciendo que salía a la mañana siguiente de que escribía la carta, y una
tercera afirmando que había dejado el castillo y había llegado a Bistritz. De buena gana hubiese
protestado, pero sentí que en el actual estado de las cosas sería una locura tener un altercado con el
conde, debido a que me encuentro absolutamente en su poder; y negarme hubiera sido despertar sus
sospechas y excitar su cólera. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, pues sería peligroso
para él; mi única probabilidad radica en prolongar mis oportunidades.
Puede ocurrir algo que me dé una posibilidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que se
manifestó cuando arrojó a la mujer rubia lejos de sí. Me explicó que los empleos eran pocos e inseguros,
y que al escribir ahora seguramente le daría tranquilidad a mis amigos; y me aseguró con tanta
insistencia que enviaría las últimas cartas (las cuales serían detenidas en Bistritz hasta el tiempo
oportuno en caso de que el azar permitiera que yo prolongara mi estancia) que oponérmele hubiera sido
crear nuevas sospechas. Por lo tanto, pretendí estar de acuerdo con sus puntos de vista y le pregunté
qué fecha debía poner en las cartas. Él calculó un minuto. Luego, dijo:
—La primera debe ser del 12 de junio, la segunda del 19 de junio y la tercera del 29 de junio.
Ahora sé hasta cuando viviré. ¡Dios me ampare!
28 de mayo. Se me ofrece una oportunidad para escaparme, o al menos para enviar un par de palabras a
casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo y han acampado en el patio interior. Estos no son otra
cosa que gitanos; tengo ciertos datos de ellos en mi libro. Son peculiares de esta parte del mundo,
aunque se encuentran aliados a los gitanos ordinarios en todos los países. Hay miles de ellos en Hungría
y Transilvania viviendo casi siempre al margen de la ley. Se adscriben por regla a algún noble o boyar, y
se llaman a sí mismos con el nombre de él. Son indomables y sin religión, salvo la superstición, y sólo
hablan sus propios dialectos.
Escribiré algunas cartas a mi casa y trataré de convencerlos de que las pongan en el correo. Ya les he
hablado a través de la ventana para comenzar a conocerlos. Se quitaron los sombreros e hicieron
muchas reverencias y señas, las cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo la
lengua que hablan...
He escrito las cartas. La de Mina en taquigrafía, y simplemente le pido al señor Hawkins que se
comunique con ella. A ella le he explicado mi situación, pero sin los horrores que sólo puedo suponer. Si
le mostrara mi corazón, le daría un susto que hasta podría matarla. En caso de que las cartas no
pudiesen ser despachadas, el conde no podrá conocer mi secreto ni tampoco el alcance de mis
conocimientos...
He entregado las cartas; las lancé a través de los barrotes de mi ventana, con una moneda de oro, e hice
las señas que pude queriendo indicar que debían ponerlas en el correo. El hombre que las recogió las
apretó contra su corazón y se inclinó, y luego las metió en su gorra. No pude hacer más. Regresé
sigilosamente a la biblioteca y comencé a leer. Como el conde no vino, he escrito aquí...
El conde ha venido. Se sentó a mi lado y me dijo con la más suave de las voces al tiempo que abría dos
cartas:
—Los gitanos me han dado éstas, de las cuales, aunque no sé de donde provienen, por supuesto me
ocuparé. ¡Ved! (debe haberla mirado antes), una es de usted, y dirigida a mi amigo Peter Hawkins; la otra
—y aquí vio él por primera vez los extraños símbolos al abrir el sobre, y la turbia mirada le apareció en el
rostro y sus ojos refulgieron malignamente—, la otra es una cosa vil, ¡un insulto a la amistad y a la
hospitalidad! No está firmada, así es que no puede importarnos.
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Y entonces, con gran calma, sostuvo la carta y el sobre en la llama de la lámpara hasta que se
consumieron. Después de eso, continuó:
—La carta para Hawkins, esa, por supuesto, ya que es suya, la enviaré. Sus cartas son sagradas para
mí. Perdone usted, mi amigo, que sin saberlo haya roto el sello. ¿No quiere usted meterla en otro sobre?
Me extendió la carta, y con una reverencia cortés me dio un sobre limpio. Yo sólo pude escribir
nuevamente la dirección y se lo devolví en silencio. Cuando salió del cuarto escuché que la llave giraba
suavemente. Un minuto después fui a ella y traté de abrirla. La puerta estaba cerrada con llave.
Cuando, una o dos horas después, el conde entró silenciosamente en el cuarto, su llegada me despertó,
pues me había dormido en el sofá. Estuvo muy cortés y muy alegre a su manera, y viendo que yo había
dormido, dijo:
—¿De modo, mi amigo, que usted está cansado? Váyase a su cama. Allí es donde podrá descansar más
seguro. Puede que no tenga el placer de hablar por la noche con usted, ya que tengo muchas tareas
pendientes; pero deseo que duerma tranquilo.
Me fui a mi cuarto y me acosté en la cama; raro es de decir, dormí sin soñar. La desesperación tiene sus
propias calmas.
31 de mayo. Esta mañana, cuando desperté, pensé que sacaría algunos papeles y sobres de mi
portafolios y los guardaría en mi bolsillo, de manera que pudiera escribir en caso de encontrar alguna
oportunidad; pero otra vez una sorpresa me esperaba. ¡Una gran sorpresa!
No pude encontrar ni un pedazo de papel. Todo había desaparecido, junto con mis notas, mis apuntes
relativos al ferrocarril y al viaje, mis credenciales. De hecho, todo lo que me pudiera ser útil una vez que
yo saliera del castillo. Me senté y reflexioné unos instantes; entonces se me ocurrió una idea y me dirigí a
buscar mi maleta ligera, y al guardarropa donde había colocado mis trajes.
El traje con que había hecho el viaje había desaparecido, y también mi abrigo y mi manta; no pude
encontrar huellas de ellos por ningún lado. Esto me pareció una nueva villanía...
17 de junio. Esta mañana, mientras estaba sentado a la orilla de mi cama devanándome los sesos,
escuché afuera el restallido de unos látigos y el golpeteo de los cascos de unos caballos a lo largo del
sendero de piedra, más allá del patio. Con alegría me dirigí rápidamente a la ventana y vi como entraban
en el patio dos grandes diligencias, cada una de ellas tirada por ocho briosos corceles, y a la cabeza de
cada una de ellas un par de eslovacos tocados con anchos sombreros, cinturones tachonados con
grandes clavos, sucias pieles de cordero y altas botas. También llevaban sus largas duelas en la mano.
Corrí hacia la puerta, intentando descender para tratar de alcanzarlos en el corredor principal, que pensé
debía estar abierto esperándolos. Una nueva sorpresa me esperaba: mi puerta estaba atrancada por
fuera.
Entonces, corrí hacia la ventana y les grité. Me miraron estúpidamente y señalaron hacia mí, pero en
esos instantes el "atamán" de los gitanos salió, y viendo que señalaban hacia mi ventana, dijo algo, por lo
que ellos se echaron a reír. Después de eso ningún esfuerzo mío, ningún lastimero ni agonizante grito los
movió a que me volvieran a ver. Resueltamente me dieron la espalda y se alejaron. Los coches contenían
grandes cajas cuadradas, con agarraderas de cuerda gruesa; evidentemente estaban vacías por la
manera fácil con que los eslovacos las descargaron, y por la resonancia al arrastrarlas por el suelo.
Cuando todas estuvieron descargadas y agrupadas en un montón en una esquina del patio, los
eslovacos recibieron algún dinero del gitano, y después de escupir sobre él para que les trajera suerte,
cada uno se fue a su correspondiente carruaje, caminando perezosamente. Poco después escuché el
restallido de sus látigos morirse en la distancia.
24 de junio, antes del amanecer. Anoche el conde me dejó muy temprano y se encerró en su propio
cuarto. Tan pronto como me atreví, corrí subiendo por la escalera de caracol y miré por la ventana que da
hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues algo estaba sucediendo. Los gitanos están
acampados en algún lugar del castillo y le están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando
escucho a lo lejos el apagado ruido como de zapapicos y palas, y, sea lo que sea, debe ser la
terminación de alguna horrenda villanía.
Había estado viendo por la ventana algo menos de media hora cuando vi que algo salía de la ventana del
conde. Retrocedí y observé cuidadosamente, y vi salir al hombre. Fue una sorpresa para mí descubrir
que se había puesto el traje que yo había usado durante mi viaje hacia este lugar, y que de su hombro
colgaba la terrible bolsa que yo había visto que las mujeres se habían llevado. ¡No podía haber duda
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acerca de sus propósitos, y además con mi indumentaria! Esta es, entonces, su nueva treta diabólica:
permitirá que otros me vean, de manera que por un lado quede la evidencia de que he sido visto en los
pueblos o aldeas poniendo mis propias cartas al correo, y por el otro lado, que cualquier maldad que él
pueda hacer sea atribuida por la gente de la localidad a mi persona.
Me enfurece pensar que esto pueda seguir así, y mientras tanto yo permanezco encerrado aquí, como un
verdadero prisionero, pero sin esa protección de la ley que es incluso el derecho y la consolación de los
criminales.
Pensé que podría observar el regreso del conde, y durante largo tiempo me senté tenazmente al lado de
la ventana. Entonces comencé a notar que había unas pequeñas manchas de prístina belleza flotando en
los rayos de la luz de la luna. Eran como las más ínfimas partículas de polvo, y giraban en torbellinos y se
agrupaban en cúmulos en forma parecida a las nebulosas. Las observé con un sentimiento de
tranquilidad, y una especie de calma invadió todo mi ser. Me recliné en busca de una postura más
cómoda, de manera que pudiera gozar más plenamente de aquel etéreo espectáculo.
Algo me sobresaltó; un aullido leve, melancólico, de perros en algún lugar muy lejos en el valle allá abajo
que estaba escondido a mis ojos. Sonó más fuertemente en los oídos, y las partículas de polvo flotante
tomaron nuevas formas, como si bailasen al compás de una danza a la luz de la luna. Sentí hacer
esfuerzos desesperados por despertar a algún llamado de mis instintos; no, más bien era mi propia alma
la que luchaba y mi sensibilidad medio adormecida trataba de responder al llamado. ¡Me estaban
hipnotizando! El polvo bailó más rápidamente. Los rayos de la luna parecieron estremecerse al pasar
cerca de mí en dirección a la oscuridad que tenía detrás. Se unieron, hasta que parecieron tomar las
tenues formas de unos fantasmas. Y entonces desperté completamente y en plena posesión de mis
sentidos, y eché a correr gritando y huyendo del lugar. Las formas fantasmales que estaban
gradualmente materializándose de los rayos de la luna eran las de aquellas tres mujeres fantasmales a
quienes me encontraba condenado. Huí, y me sentí un tanto más seguro en mi propio cuarto, donde no
había luz de la luna y donde la lámpara ardía brillantemente.
Después de que pasaron unas cuantas horas escuché algo moviéndose en el cuarto del conde; algo
como un agudo gemido suprimido velozmente. Y luego todo quedó en silencio, en un profundo y horrible
silencio que me hizo estremecer. Con el corazón latiéndome desaforadamente, pulsé la puerta; pero me
encontraba encerrado con llave en mi prisión, y no podía hacer nada. Me senté y me puse simplemente a
llorar.
Mientras estaba sentado escuché un ruido afuera, en el patio: el agonizante grito de una mujer. Corrí a la
ventana y subiéndola de golpe, espié entre los barrotes. De hecho, ahí afuera había una mujer con el
pelo desgreñado, agarrándose las manos sobre su corazón como víctima de un gran infortunio. Estaba
reclinada contra la esquina del zaguán. Cuando vio mi cara en la ventana se lanzó hacia adelante, y grito
en una voz cargada con amenaza:
—¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!
Cayó de rodillas, y alzando los brazos gritó algunas palabras en tonos que atormentaron mi corazón.
Luego se arrancó el pelo y se golpeó el pecho, y se abandonó a todas las violencias de emoción
extravagante. Finalmente, corrió, y, aunque yo no podía verla, podía escuchar como golpeaba con sus
desnudas manos la puerta.
En algún lugar bastante arriba de mí, probablemente en la torre, escuché la voz del conde llamando en su
susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lejos y por todos lados por los aullidos
de los lobos. Antes de que hubiesen pasado muchos minutos, una manada de ellos entró, como una
presa desbordada, a través de la amplia entrada del patio.
No se escucharon gritos de la mujer, y los aullidos de los lobos duraron poco tiempo. Al poco rato se
retiraron de uno en uno, todavía relamiéndose los hocicos.
No sentí lástima por la mujer, pues sabía lo que le había sucedido a su hijo, y era mejor que estuviese
muerta. ¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta horripilante noche de terror y
miedo?
25 de junio, por la mañana. Nadie sabe hasta que ha sufrido los horrores de la noche, qué dulce y
agradable puede ser para su corazón y sus ojos la llegada de la mañana. Cuando el sol se elevó esta
mañana tan alto que alumbró la parte superior del portón opuesto a mi ventana, el oscuro lugar que
iluminaba me pareció a mí como si la paloma del arca hubiese estado allí. Mi temor se evaporó cual una
indumentaria vaporosa que se disolviera con el calor. Debo ponerme en acción de alguna manera
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mientras me dura el valor del día. Anoche una de mis cartas ya fechada fue puesta en el correo, la
primera de esa serie fatal que ha de borrar toda traza de mi existencia en la tierra.
No debo pensar en ello. ¡Debo actuar!
Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado; donde me he encontrado en
alguna u otra forma en peligro o con miedo. Todavía no he visto al conde a la luz del día. ¿Será posible
que él duerma cuando los otros están despiertos, y que esté despierto cuando todos duermen? ¡Si sólo
pudiera llegar a su cuarto! Pero no hay camino posible. La puerta siempre está cerrada; no hay manera
para mí de llegar a él.
Miento. Hay un camino, si uno se atreve a tomarlo. Por donde ha pasado su cuerpo, ¿por qué no puede
pasar otro cuerpo? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no puedo yo imitarlo, y
arrastrarme para entrar por su ventana? Las probabilidades son muy escasas, pero la necesidad me
obliga a correr todos los riesgos.
Correré el riesgo. Lo peor que me puede suceder es la muerte; pero la muerte de un hombre no es la
muerte de un ternero, y el tenebroso "más allá" todavía puede ofrecerme oportunidades. ¡Que Dios me
ayude en mi empresa! Adiós, Mina, si fracaso; adiós, mi fiel amigo y segundo padre; adiós, todo, y como
última cosa, ¡adiós Mina!
Mismo día, más tarde. He hecho el esfuerzo, y con ayuda de Dios he regresado a salvo a este cuarto.
Debo escribir en orden cada detalle. Fui, mientras todavía mi valor estaba fresco, directamente a la
ventana del lado sur, y salí fuera de este lado. Las piedras son grandes y están cortadas toscamente, y
por el proceso del tiempo el mortero se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré como un
desesperado. Miré una vez hacia abajo, como para asegurarme de que una repentina mirada de la
horripilante profundidad no me sobrecogería, pero después de ello mantuve los ojos viendo hacia
adelante. Conozco bastante bien la ventana del conde, y me dirigí hacia ella lo mejor que pude,
atendiendo a las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que estaba
demasiado nervioso, y el tiempo que tardé en llegar hasta el antepecho de la ventana me pareció
ridículamente corto. En un santiamén me encontré tratando de levantar la guillotina. Sin embargo, cuando
me deslicé con los pies primero a través de la ventana, era presa de una terrible agitación. Luego busqué
por todos lados al conde, pero, con sorpresa y alegría, hice un descubrimiento: ¡el cuarto estaba vacío!
Apenas estaba amueblado con cosas raras, que parecían no haber sido usadas nunca; los muebles eran
de un estilo algo parecido a los que había en los cuartos situados al sur, y estaban cubiertos de polvo.
Busqué la llave, pero no estaba en la cerradura, y no la pude encontrar por ningún lado. Lo único que
encontré fue un gran montón de oro en una esquina, oro de todas clases, en monedas romanas y
británicas, austriacas y húngaras, griegas y turcas. Las monedas estaban cubiertas de una película de
polvo, como si hubiesen yacido durante largo tiempo en el suelo. Ninguna de las que noté tenía menos
de trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos enjoyados, pero todos viejos y
descoloridos.
En una esquina del cuarto había una pesada puerta. La empujé, pues, ya que no podía encontrar la llave
del cuarto o la llave de la puerta de afuera, lo cual era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que
hacer otras investigaciones, o todos mis esfuerzos serían vanos. La puerta que empujé estaba abierta, y
me condujo a través de un pasadizo de piedra hacia una escalera de caracol, que bajaba muy empinada.
Descendí, poniendo mucho cuidado en donde pisaba, pues las gradas estaban oscuras, siendo
alumbradas solamente por las troneras de la pesada mampostería. En el fondo había un pasadizo
oscuro, semejante a un túnel, a través del cual se percibía un mortal y enfermizo olor: el olor de la tierra
recién volteada. A medida que avancé por el pasadizo, el olor se hizo más intenso y más cercano.
Finalmente, abrí una pesada puerta que estaba entornada y me encontré en una vieja y arruinada capilla,
que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, y en los lugares había
gradas que conducían a bóvedas, pero el suelo había sido recientemente excavado y la tierra había sido
puesta en grandes cajas de madera, manifiestamente las que transportaran los eslovacos. No había
nadie en los alrededores, y yo hice un minucioso registro de cada pulgada de terreno. Bajé incluso a las
bóvedas, donde la tenue luz luchaba con las sombras, aunque al hacerlo mi alma se llenó del más terrible
horror. Fui a dos de éstas, pero no vi nada sino fragmentos de viejos féretros y montones de polvo; sin
embargo, en la tercera, hice un descubrimiento.
¡Allí, en una de las grandes cajas, de las cuales en total había cincuenta, sobre un montón de tierra
recién excavada, yacía el conde! Estaba o muerto o dormido; no pude saberlo a ciencia cierta, pues sus
ojos estaban abiertos y fijos, pero con la vidriosidad de la muerte, y sus mejillas tenían el calor de la vida
a pesar de su palidez; además, sus labios estaban rojos como nunca. Pero no había ninguna señal de
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movimiento, ni pulso, ni respiración, ni el latido del corazón. Me incliné sobre él y traté de encontrar algún
signo de vida, pero en vano. No podía haber yacido allí desde hacía mucho tiempo, pues el olor a tierra
se habría disipado en pocas horas. Al lado de la caja estaba su tapa, atravesada por hoyos aquí y allá.
Pensé que podía tener las llaves con él, pero cuando iba a registrarlo vi sus ojos muertos, y en ellos, a
pesar de estar muertos, una mirada de tal odio, aunque inconsciente de mí o de mi presencia, que huí del
lugar, y abandonando el cuarto del conde por la ventana me deslicé otra vez por la pared del castillo. Al
llegar otra vez a mi cuarto me tiré jadeante sobre la cama y traté de pensar...
29 de junio. Hoy es la fecha de mi última carta, y el conde ha dado los pasos necesarios para probar que
es auténtica, pues otra vez lo he visto abandonar el castillo por la misma ventana y con mi ropa. Al verlo
deslizarse por la ventana, al igual que una lagartija, sentí deseos de tener un fusil o alguna arma letal
para poder destruirlo; pero me temo que ninguna arma manejada solamente por la mano de un hombre
pueda tener algún efecto sobre él. No me atreví a esperar por su regreso, pues temí ver a sus malvadas
hermanas. Regresé a la biblioteca y leí hasta quedarme dormido.
Fui despertado por el conde, quien me miró tan torvamente como puede mirar un hombre, al tiempo que
me dijo:
—Mañana, mi amigo, debemos partir. Usted regresará a su bella Inglaterra, yo a un trabajo que puede
tener un fin tal que nunca nos encontremos otra vez. Su carta a casa ha sido despachada; mañana no
estaré aquí, pero todo estará listo para su viaje. En la mañana vienen los gitanos, que tienen algunos
trabajos propios de ellos, y también vienen los eslovacos. Cuando se hayan marchado, mi carruaje
vendrá a traerlo y lo llevará hasta el desfiladero de Borgo, para encontrarse ahí con la diligencia que va
de Bucovina a Bistritz. Pero tengo la esperanza de que nos volveremos a ver en el castillo de Drácula.
Yo sospeché de sus palabras, y determiné probar su sinceridad. ¡Sinceridad! Parece una profanación de
la palabra en conexión con un monstruo como éste, de manera que le hablé sin rodeos:
—¿Por qué no puedo irme hoy por la noche?
—Porque, querido señor, mi cochero y los caballos han salido en una misión.
—Pero yo caminaría de buen gusto. Lo que deseo es salir de aquí cuanto antes.
Él sonrió, con una sonrisa tan suave, delicada y diabólica, que inmediatamente supe que había
algún truco detrás de su amabilidad; dijo:
—¿Y su equipaje?
—No me importa. Puedo enviar a recogerlo después.
El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía
real:
—Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo
que regula a nuestros boyars: "Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte." Venga
conmigo, mi querido y joven amigo. Ni una hora más estará usted en mi casa contra sus deseos, aunque
me entristece que se vaya, y que tan repentinamente lo desee. Venga.
Con majestuosa seriedad, él, con la lámpara, me precedió por las escaleras y a lo largo del
corredor. Repentinamente se detuvo.
—¡Escuche!
El aullido de los lobos nos llegó desde cerca. Fue casi como si los aullidos brotaran al alzar él su
mano, semejante a como surge la música de una gran orquesta al levantarse la batuta del conductor.
Después de un momento de pausa, él continuó, en su manera majestuosa, hacia la puerta. Corrió los
enormes cerrojos, destrabó las pesadas cadenas y comenzó a abrirla.
Ante mi increíble asombro, vi que estaba sin llave. Sospechosamente, miré por todos los lados a
mi alrededor, pero no pude descubrir llave de ninguna clase.
A medida que comenzó a abrirse la puerta, los aullidos de los lobos aumentaron en intensidad y
cólera: a través de la abertura de la puerta se pudieron ver sus rojas quijadas con agudos dientes y las
garras de las pesadas patas cuando saltaban. Me di cuenta de que era inútil luchar en aquellos
momentos contra el conde. No se podía hacer nada teniendo él bajo su mando a semejantes aliados. Sin
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embargo, la puerta continuó abriéndose lentamente, y ahora sólo era el cuerpo del conde el que cerraba
el paso.
Repentinamente me llegó la idea de que a lo mejor aquel era el momento y los medios de mi
condena; iba a ser entregado a los lobos, y a mi propia instigación. Había una maldad diabólica en la
idea, suficientemente grande para el conde, y como última oportunidad, grité:
—¡Cierre la puerta! ¡Esperaré hasta mañana!
Me cubrí el rostro con mis manos para ocultar las lágrimas de amarga decepción.
Con un movimiento de su poderoso brazo, el conde cerró la puerta de golpe, y los grandes
cerrojos sonaron y produjeron ecos a través del corredor, al tiempo que caían de regreso en sus puestos.
Regresamos a la biblioteca en silencio, y después de uno o dos minutos yo me fui a mi cuarto. Lo último
que vi del conde Drácula fue su terrible mirada, con una luz roja de triunfo en los ojos y con una sonrisa
de la que Judas, en el infierno, podría sentirse orgulloso.
Cuando estuve en mi cuarto y me encontraba a punto de acostarme, creí escuchar unos
murmullos al otro lado de mi puerta. Me acerqué a ella en silencio y escuché. A menos que mis oídos me
engañaran, oí la voz del conde:
—¡Atrás, atrás, a vuestro lugar! Todavía no ha llegado vuestra hora. ¡Esperad! ¡Tened paciencia!
Esta noche es la mía. Mañana por la noche es la vuestra.
Hubo un ligero y dulce murmullo de risas, y en un exceso de furia abrí la puerta de golpe y vi allí
afuera a aquellas tres terribles mujeres lamiéndose los labios. Al aparecer yo, todas se unieron en una
horrible carcajada y salieron corriendo.
Regresé a mi cuarto y caí de rodillas. ¿Está entonces tan cerca el final? ¡Mañana! ¡Mañana!
Señor, ¡ayudadme, y a aquellos que me aman!
30 de junio, por la mañana. Estas pueden ser las últimas palabras que jamás escriba en este
diario. Dormí hasta poco antes del amanecer, y al despertar caí de rodillas, pues estoy determinado a que
si viene la muerte me encuentre preparado.
Finalmente sentí aquel sutil cambio del aire y supe que la mañana había llegado.
Luego escuché el bien venido canto del gallo y sentí que estaba a salvo. Con alegre corazón abrí
la puerta y corrí escaleras abajo, hacia el corredor. Había visto que la puerta estaba cerrada sin llave, y
ahora estaba ante mí la libertad. Con manos que temblaban de ansiedad, destrabé las cadenas y corrí los
pasados cerrojos.
Pero la puerta no se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré repetidamente de la puerta
y la empujé hasta que, a pesar de ser muy pesada, se sacudió en sus goznes. Pude ver que tenía
pasado el pestillo. Le habían echado llave después de que yo dejé al conde.
Entonces se apoderó de mi un deseo salvaje de obtener la llave a cualquier precio, y ahí mismo
determiné escalar la pared y llegar otra vez al cuarto del conde.
Podía matarme, pero la muerte parecía ahora el menor de todos los males. Sin perder tiempo,
corrí hasta la ventana del este y me deslicé por la pared, como antes, al cuarto del conde. Estaba vacío,
pero eso era lo que yo esperaba. No pude ver la llave por ningún lado, pero el montón de oro permanecía
en su puesto. Pasé por la puerta en la esquina y descendí por la escalinata circular y a lo largo del oscuro
pasadizo hasta la vieja capilla. Ya sabía yo muy bien donde encontrar al monstruo que buscaba.
La gran caja estaba en el mismo lugar, recostada contra la pared, pero la tapa había sido puesta,
con los clavos listos en su lugar para ser metidos aunque todavía no se había hecho esto. Yo sabía que
tenía que llegar al cuerpo para buscar la llave, de tal manera que levanté la tapa y la recliné contra la
pared; y entonces vi algo que llenó mi alma de terror. Ahí yacía el conde, pero mirándose tan joven como
si hubiese sido rejuvenecido pues su pelo blanco y sus bigotes habían cambiado a un gris oscuro; las
mejillas estaban más llenas, y la blanca piel parecía un rojo rubí debajo de ellas; la boca estaba más roja
que nunca; sobre sus labios había gotas de sangre fresca que caían en hilillos desde las esquinas de su
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boca y corrían sobre su barbilla y su cuello. Hasta sus ojos, profundos y centellantes, parecían estar
hundidos en medio de la carne hinchada, pues los párpados y las bolsas debajo de ellos estaban
abotagados. Parecía como si la horrorosa criatura simplemente estuviese saciada con sangre.
Yacía como una horripilante sanguijuela, exhausta por el hartazgo. Temblé al inclinarme para
tocarlo, y cada sentido en mí se rebeló al contacto; pero tenía que hurgar en sus bolsillos, o estaba
perdido. La noche siguiente podía ver mi propio cuerpo servir de banquete de una manera similar para
aquellas horrorosas tres. Caí sobre el cuerpo, pero no pude encontrar señales de la llave. Entonces me
detuve y miré al conde.
Había una sonrisa burlona en su rostro hinchado que pareció volverme loco. Aquél era el ser al
que yo estaba ayudando a trasladarse a Londres, donde, quizá, en los siglos venideros podría saciar su
sed de sangre entre sus prolíficos millones, y crear un nuevo y siempre más amplio círculo de
semidemonios para que se cebaran entre los indefensos. El mero hecho de pensar aquello me volvía
loco. Sentí un terrible deseo de salvar al mundo de semejante monstruo. No tenía a mano ninguna arma
letal, pero tomé la pala que los hombres habían estado usando para llenar las cajas y, levantándola a lo
alto, golpeé con el filo la odiosa cara. Pero al hacerlo así, la cabeza se volvió y los ojos recayeron sobre
mí con todo su brillo de horrendo basilisco. Su mirada pareció paralizarme y la pala se volteó en mi mano
esquivando la cara, haciendo apenas una profunda incisión sobre la frente. La pala se cayó de mis
manos sobre la caja, y al tirar yo de ella, el reborde de la hoja se trabó en la orilla de la tapa, que cayó
otra vez sobre el cajón escondiendo la horrorosa imagen de mi vista. El último vistazo que tuve fue del
rostro hinchado, manchado de sangre y fijo, con una mueca de malicia que hubiese sido muy digna en el
más profundo de los infiernos.
Pensé y pensé cuál sería mi próximo movimiento, pero parecía que mi cerebro estaba en llamas,
y esperé con una desesperación que sentía crecer por momentos.
Mientras esperaba escuché a lo lejos un canto gitano entonado por voces alegres que se
acercaban, y a través del canto el sonido de las pesadas ruedas y los restallantes látigos; los gitanos y
los eslovacos de quienes el conde había hablado, llegaban. Echando una última mirada a la caja que
contenía el vil cuerpo, salí corriendo de aquel lugar y llegué hasta el cuarto del conde, determinado a salir
de improviso en el instante en que la puerta se abriera. Con oídos atentos, escuché, y oí abajo el chirrido
de la llave en la gran cerradura y el sonido de la pesada puerta que se abría. Debe haber habido otros
medios de entrada, o alguien tenía una llave para una de las puertas cerradas. Entonces llegó hasta mí el
sonido de muchos pies que caminaban, muriéndose en algún pasaje que enviaba un eco retumbante.
Quise dirigirme nuevamente corriendo hacia la bóveda, donde tal vez podría encontrar la nueva entrada;
pero en ese momento un violento golpe de viento pareció penetrar en el cuarto, y la puerta que conducía
a la escalera de caracol se cerró de un golpe tan fuerte que levantó el polvo de los dinteles. Cuando corrí
a abrir la puerta, encontré que estaba herméticamente cerrada. De nuevo era prisionero, y la red de mi
destino parecía irse cerrando cada vez más.
Mientras escribo esto, en el pasadizo debajo de mí se escucha el sonido de muchos pies pisando
y el ruido de pesos bruscamente depositados, indudablemente las cajas con su cargamento de tierra.
También se oye el sonido de un martillo; es la caja del conde, que están cerrando. Ahora puedo escuchar
nuevamente los pesados pies avanzando a lo largo del corredor, con muchos otros pies inútiles
siguiéndolos detrás.
Se cierra la puerta, las cadenas chocan entre sí al ser colocadas; se oye el chirrido de la llave en
la cerradura; puedo incluso oír cuando la llave se retira; entonces se abre otra puerta y se cierra; oigo los
crujidos de la cerradura y de los cerrojos.
¡Oíd! En el patio y a lo largo del rocoso sendero van las pesadas ruedas, el chasquido de los
látigos y los coros de los gitanos a medida que desaparecen en la distancia. Estoy solo en el castillo con
esas horribles mujeres.
¡Puf! Mina es una mujer, y no tiene nada en común con ellas. Estas son diablesas del averno.
No permaneceré aquí solo con ellas; trataré de escalar la pared del castillo más lejos de lo que lo
he intentado hasta ahora. Me llevaré algún oro conmigo, pues podría necesitarlo más tarde. Tal vez
encuentre alguna manera de salir de este horrendo lugar.
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Y entonces, ¡rápido a casa! ¡Rápido al más veloz y más cercano de los trenes! ¡Lejos de este
maldito lugar, de esta maldita tierra donde el demonio y sus hijos todavía caminan con pies terrenales!.
Por lo menos la bondad de Dios es mejor que la de estos monstruos, y el precipicio es empinado
y alto. A sus pies, un hombre puede dormir como un hombre. ¡Adiós, todo! ¡Adiós, Mina!
V.— CARTA DE LA SEÑORITA MINA MURRAY A LA
SEÑORITA LUCY WESTENRA
9 de mayo
“Mi muy querida Lucy
“Perdona mi tardanza en escribirte, pero he estado verdaderamente sobrecargada de trabajo. La
vida de una ayudante de director de escuela es angustiosa. Me muero de ganas de estar contigo, y a
orillas del mar, donde podamos hablar con libertad y construir nuestros castillos en el aire. Últimamente
he estado trabajando mucho, debido a que quiero mantener el nivel de estudios de Jonathan, y he estado
practicando muy activamente la taquigrafía. Cuando nos casemos le podré ser muy útil a Jonathan, y si
puedo escribir bien en taquigrafía estaré en posibilidad de escribir de esa manera todo lo que dice y luego
copiarlo en limpio para él en la máquina, con la que también estoy practicando muy duramente. Él y yo a
veces nos escribimos en taquigrafía, y él esta llevando un diario estenográfico de sus viajes por el
extranjero. Cuando esté contigo también llevaré un diario de la misma manera.
No quiero decir uno de esos diarios que se escriben a la ligera en la esquina de un par de
páginas cuando hay tiempo los domingos, sino un diario en el cual yo pueda escribir siempre que me
sienta inclinada a hacerlo. Supongo que no le interesará mucho a otra gente, pero no está destinado para
ella. Algún día se lo enseñaré a Jonathan, en caso de que haya algo en él que merezca ser compartido,
pero en verdad es un libro de ejercicios. Trataré de hacer lo que he visto que hacen las mujeres
periodistas: entrevistas, descripciones, tratando de recordar lo mejor posible las conversaciones. Me han
dicho que, con un poco de práctica, una puede recordar de todo lo que ha sucedido o de todo lo que una
ha oído durante el día. Sin embargo, ya veremos. Te contaré acerca de mis pequeños planes cuando nos
veamos. Acabo de recibir un par de líneas de Jonathan desde Transilvania. Está bien y regresará más o
menos dentro de una semana.
Estoy muy ansiosa de escuchar todas sus noticias. ¡Debe ser tan bonito visitar países extraños! A
veces me pregunto si nosotros, quiero decir Jonathan y yo, alguna vez los veremos juntos. Acaba de
sonar la campana de las diez. Adiós.
"Te quiere,
MINA
"Dime todas las nuevas cuando me escribas. No me has dicho nada durante mucho tiempo. He
escuchado rumores, y especialmente sobre un hombre alto, guapo, de pelo rizado. (???)"
Carta de Lucy Westenra a Mina Murray
Calle de Chatham, 17
Miércoles
"Mi muy querida Mina:
"Debo decir que me valúas muy injustamente al decir que soy mala para la correspondencia. Te
he escrito dos veces desde que nos separamos, y tu última carta sólo fue la segunda. Además, no tengo
nada que decirte. Realmente no hay nada que te pueda interesar. La ciudad está muy bonita por estos
días, y vamos muy a menudo a las galerías de pintura y a caminar o a andar a caballo en el parque. En
cuanto al hombre alto, de pelo rizado, supongo que era el que estaba conmigo en el último concierto
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popular. Evidentemente, alguien ha estado contando cuentos chinos. Era el señor Holmwood. Viene a
menudo a vernos, y se lleva muy bien con mamá; tienen muchas cosas comunes de que hablar. Hace
algún tiempo encontramos a un hombre que sería adecuado para ti si no estuvieras ya comprometida con
Jonathan. Es un partido excelente; guapo, rico y de buena familia. Es médico y muy listo. ¡Imagínatelo!
Tiene veintinueve años de edad y es propietario de un inmenso asilo para lunáticos, todo bajo su
dirección. El señor Holmwood me lo presentó y vino aquí a vernos, y ahora nos visita a menudo. Creo
que es uno de los hombres más resueltos que jamás he visto, y sin embargo, el más calmado. Parece
absolutamente imperturbable. Me puedo imaginar el magnífico poder que tiene sobre sus pacientes.
Tiene el curioso hábito de mirarlo a uno directamente a la cara como si tratara de leerle los
pensamientos. Trata de hacer esto muchas veces conmigo, pero yo me jacto de que esta vez se ha
encontrado con una nuez demasiado dura para quebrar. Eso lo sé por mi espejo. ¿Nunca has tratado de
leer tu propia cara? Yo sí, y te puedo decir que no es un mal estudio, y te da más trabajo del que puedes
imaginarte si nunca lo has intentado todavía. Él dice que yo le proporciono un curioso caso psicológico, y
yo humildemente creo que así es. Como tú sabes, no me tomo suficiente interés en los vestidos como
para ser capaz de describir las nuevas modas. El tema de los vestidos es aburrido. Eso es otra vez slang,
pero no le hagas caso; Arthur dice eso todos los días. Bien, eso es todo. Mina, nosotras nos hemos dicho
todos nuestros secretos desde que éramos niñas; hemos dormido juntas y hemos comido juntas, hemos
reído y llorado juntas; y ahora, aunque ya haya hablado, me gustaría hablar más. ¡Oh, Mina! ¿No pudiste
adivinar? Lo amo; ¡lo amo! Vaya, eso me hace bien. Desearía estar contigo, querida, sentadas en
confianza al lado del fuego, tal como solíamos hacerlo; entonces trataría de decirte lo que siento; no sé
siquiera cómo estoy escribiéndote esto. Tengo miedo de parar, porque pudiera ser que rompiera la carta,
y no quiero parar, porque deseo decírtelo todo. Mándame noticias tuyas inmediatamente, y dime todo lo
que pienses acerca de esto. Mina, debo terminar. Buenas noches.
Bendíceme en tus oraciones, y, Mina, reza por mi felicidad.
LUCY
"P. D. No necesito decirte que es un secreto. Otra vez, buenas noches."
Carta de Lucy Westenra a Mina Murray
24 de mayo
"Mi queridísima Mina:
"Gracias, gracias y gracias otra vez por tu dulce carta. ¡Fue tan agradable poder sentir tu
simpatía!
"Querida mía, nunca llueve sino a cántaros. ¡Cómo son ciertos los antiguos proverbios! Aquí me
tienes, a mí que tendré veinte años en septiembre, y que nunca había tenido una proposición hasta hoy;
no una verdadera, y hoy he tenido hasta tres. ¡Imagínatelo! ¡TRES proposiciones en un día! ¿No es
terrible? Me siento triste, verdadera y profundamente triste, por dos de los tres sujetos. ¡Oh, Mina, estoy
tan contenta que no sé qué hacer conmigo misma! ¡Y tres proposiciones de matrimonio!
Pero, por amor de Dios, no se lo digas a ninguna de las chicas, o comenzarían de inmediato a
tener toda clase de ideas extravagantes y a imaginarse ofendidas, y desairadas, si en su primer día en
casa no recibieran por lo menos seis; ¡algunas chicas son tan vanas! Tú y yo, querida Mina, que estamos
comprometidas y pronto nos vamos a asentar sobriamente como viejas mujeres casadas, podemos
despreciar la vanidad.
Bien, debo hablarte acerca de los tres, pero tú debes mantenerlo en secreto, sin decírselo a
nadie, excepto, por supuesto, a Jonathan. Tú se lo dirás a él, porque yo, si estuviera en tu lugar, se lo
diría seguramente a Arthur. Una mujer debe decirle todo a su marido, ¿no crees, querida?, y yo debo ser
justa. A los hombres les gusta que las mujeres, desde luego sus esposas, sean tan justas como son ellos;
y las mujeres, temo, no son siempre tan justas como debieran serlo. Bien, querida, el número uno llegó
justamente antes del almuerzo. Ya te he hablado de él: el doctor John Seward, el hombre del asilo para
lunáticos, con un fuerte mentón y una buena frente. Exteriormente se mostró muy frío, pero de todas
maneras estaba nervioso. Evidentemente estuvo educándose a sí mismo respecto a toda clase de
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pequeñas cosas, y las recordaba; pero se las arregló para casi sentarse en su sombrero de seda, cosa
que los hombres generalmente no hacen cuando están tranquilos, y luego, al tratar de parecer calmado,
estuvo jugando con una lanceta, de una manera que casi me hizo gritar. Me habló, Mina, muy
directamente. Me dijo cómo me quería él, a pesar de conocerme de tan poco tiempo, y lo que sería su
vida si me tenía a mí para ayudarle y alegrarlo. Estaba a punto de decirme lo infeliz que sería si yo no lo
quisiera también a él, pero cuando me vio llorando me dijo que él era un bruto y que no quería agregar
más penas a las presentes. Entonces hizo una pausa y me preguntó si podía llegar a amarlo con el
tiempo; y cuando yo moví la cabeza negativamente, sus manos temblaron, y luego, con alguna
incertidumbre, me preguntó si ya me importaba alguna otra persona. Me dijo todo de una manera muy
bonita, alegando que no quería obligarme a confesar, pero que lo quería saber, porque si el corazón de
una mujer estaba libre un hombre podía tener esperanzas. Y entonces, Mina, sentí una especie de deber
decirle que ya había alguien. Sólo le dije eso, y él se puso en pie, y se veía muy fuerte y muy serio
cuando tomó mis dos manos en las suyas y dijo que esperaba que yo fuese feliz, y que si alguna vez yo
necesitaba un amigo debía de contarlo a él entre uno de los mejores. ¡Oh, mi querida Mina, no puedo
evitar llorar: debes perdonar que esta carta vaya manchada. Es muy bonito que se le propongan a una y
todas esas cosas, pero no es para nada una cosa alegre cuando tú ves a un pobre tipo, que sabes te
ama honestamente, alejarse viéndose todo descorazonado, y sabiendo tú que, no importa lo que pueda
decir en esos momentos, te estás alejando para siempre de su vida. Mi querida, de momento debo parar
aquí, me siento tan mal, ¡aunque estoy tan feliz!
Noche, "Arthur se acaba de ir, y me siento mucho más animada que cuando dejé de escribirte, de
manera que puedo seguirte diciendo lo que pasó durante el día. Bien, querida, el número dos llegó
después del almuerzo. Es un tipo tan bueno, un americano de Tejas, y se ve tan joven y tan fresco que
parece imposible que haya estado en tantos lugares y haya tenido tantas aventuras. Yo simpatizo con la
pobre Desdémona cuando le echaron al oído tan peligrosa corriente, incluso por un negro. Supongo que
nosotras las mujeres somos tan cobardes que pensamos que un hombre nos va a salvar de los miedos, y
nos casamos con él. Yo ya sé lo que haría si fuese un hombre y deseara que una muchacha me amara.
No, no lo sé, pues el señor Morris siempre nos contaba sus aventuras, y Arthur nunca lo hizo, y sin
embargo, Querida, no sé cómo me estoy adelantando. El señor Quincey P. Morris me encontró sola.
Parece ser que un hombre siempre encuentra sola a una chica. No, no siempre, pues Arthur lo intentó en
dos ocasiones distintas, y yo ayudándole todo lo que podía; no me da vergüenza decirlo ahora. Debo
decirte antes que nada, que el señor Morris no habla siempre slang; es decir, no lo habla delante de
extraños, pues es realmente bien educado y tiene unas maneras muy finas, pero se dio cuenta de que
me hacía mucha gracia oírle hablar el slang americano, y siempre que yo estaba presente, y que no
hubiera nadie a quien pudiera molestarle, decía cosas divertidas. Temo, querida, que tiene que
inventárselo todo, pues encaja perfectamente en cualquier otra cosa que tenga que decir. Pero esto es
una cosa propia del slang. Yo misma no sé si algún día llegaré a hablar slang; no sé si le gusta a Arthur,
ya que nunca le he oído utilizarlo. Bien, el señor Morris se sentó a mi lado y estaba tan alegre y contento
como podía estar, pero de todas maneras yo pude ver que estaba muy nervioso. Tomó casi con
veneración una de mis manos entre las suyas, y dijo, de la manera más cariñosa:
"Señorita Lucy, sé que no soy lo suficientemente bueno como para atarle las cintas de sus
pequeños zapatos, pero supongo que si usted espera hasta encontrar un hombre que lo sea, se irá a unir
con esas siete jovenzuelas de las lámparas cuando se aburra. ¿Por qué no se engancha a mi lado y nos
vamos por el largo camino juntos, conduciendo con dobles arneses?
"Bueno, pues estaba de tan buen humor y tan alegre, que no me pareció ser ni la mitad difícil de
negármele como había sido con el pobre doctor Seward; así es que dije, tan ligeramente como pude, que
yo no sabía nada acerca de cómo engancharme, y que todavía no estaba lo suficientemente madura
como para usar un arnés. Entonces él dijo que había hablado de una manera muy ligera, y que esperaba
que si había cometido un error al hacerlo así, en una ocasión tan seria y trascendental para él, que yo lo
perdonara. Verdaderamente estuvo muy serio cuando dijo esto, y yo no pude evitar sentirme también un
poco seria (lo sé, Mina, que pensarás que soy una coqueta horrorosa), aunque tampoco pude evitar
sentir una especie de regocijo triunfante por ser el número dos en un día. Y entonces, querida, antes de
que yo pudiese decir una palabra, comenzó a expresar un torrente de palabras amorosas, poniendo su
propio corazón y su alma a mis pies. Se veía tan sincero sobre todo lo que decía que yo nunca volveré a
pensar que un hombre debe ser siempre juguetón, y nunca serio, sólo porque a veces se comporte
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alegremente. Supongo que vio algo en mi rostro que lo puso en guardia, pues repentinamente se
interrumpió, y dijo, con una especie de fervor masculino que me hubiese hecho amarlo si yo hubiese
estado libre, si mi corazón no tuviera ya dueño, lo siguiente:
"Lucy, usted es una muchacha de corazón sincero; lo sé. No estaría aquí hablando con usted
como lo estoy haciendo ahora si no la considerara de alma limpia, hasta en lo más profundo de su ser.
Dígame, como un buen compañero a otro, ¿hay algún otro hombre que le interese? Y si lo hay, jamás
volveré a tocar ni siquiera una hebra de su cabello, pero seré, si usted me lo permite, un amigo muy
sincero.
"Mi querida Mina, ¿por qué son los hombres tan nobles cuando nosotras las mujeres somos tan
inmerecedoras de ellos? Heme aquí casi haciendo burla de este verdadero caballero de todo corazón. Me
eché a llorar (temo, querida, que creerás que esta es una carta muy chapucera en muchos sentidos), y
realmente me sentí muy mal. ¿Por qué no le pueden permitir a una muchacha que se case con tres
hombres, o con tantos como la quieran, para evitar así estas molestias? Pero esto es una 'herejía', y no
debo decirla. Me alegra, sin embargo, decirte que a pesar de estar llorando, fui capaz de mirar a los
valientes ojos del señor Morris y de hablarle sin rodeos: "Sí; hay alguien a quien amo, aunque él todavía
no me ha dicho que me quiere.
"Estuvo bien que yo le hablara tan francamente, pues una luz pareció iluminar su rostro, y
extendiendo sus dos manos, tomó las mías, o creo que fui yo quien las puso en las de él, y dijo muy
emocionado:
"Así es, mi valiente muchacha. Vale más la pena llegar tarde en la posibilidad de ganarla a usted,
que llegar a tiempo por cualquier otra muchacha en el mundo. No llore, querida. Si es por mí, soy una
nuez muy dura de romper; lo aguantaré de pie. Si ese otro sujeto no conoce su dicha, bueno, pues lo
mejor es que la busque con rapidez o tendrá que vérselas conmigo. Pequeña, su sinceridad y ánimo han
hecho de mí un amigo, y eso es todavía más raro que un amante; de todas maneras, es menos egoísta.
Querida, voy a tener que hacer solo esta caminata hasta el Reino de los Cielos. ¿No me daría usted un
beso? Será algo para llevarlo a través de la oscuridad, ahora y entonces. Usted puede hacerlo, si lo
desea, pues ese otro buen tipo (debe ser un magnífico tipo, querida; un buen sujeto, o usted no podría
amarlo) no ha hablado todavía.
"Eso casi me ganó, Mina, pues fue valiente y dulce con él, y también noble con un rival (¿no es
así?) y él, ¡tan triste! Así es que me incliné hacia adelante y lo besé con ternura.
"Se puso en pie con mis dos manos en las suyas, y mientras miraba hacia abajo, a mi cara, temo
que yo estaba muy sonrojada, dijo:
"Muchachita, yo sostengo sus manos y usted me ha besado, y si estas cosas no hacen de
nosotros buenos amigos, nada lo hará. Gracias por su dulce sinceridad conmigo, y adiós.
"Soltó mi mano, y tomando el sombrero, salió del cuarto sin volverse a ver, sin derramar una
lágrima, sin temblar ni hacer una pausa. Y yo estoy llorando como un bebé. ¡Oh!, ¿por qué debe ser
infeliz un hombre como ese cuando hay muchas chicas cerca que podrían adorar hasta el mismo suelo
que pisa? Yo sé que yo lo haría si estuviera libre, pero sucede que no quiero estar libre. Querida, esto me
ha perturbado, y siento que no puedo escribir acerca de la felicidad ahora mismo, después de lo que te
he dicho; y no quiero decir nada acerca del número tres, hasta que todo pueda ser felicidad.
"Te quiere siempre,
LUCY
"P. D.—¡Oh! Acerca del número tres, no necesito decirte nada acerca del número tres, ¿no es
cierto? Además, ¡fue todo tan confuso! Pareció que sólo había transcurrido un instante desde que había
entrado en el cuarto hasta que sus dos brazos me rodearon, y me estaba besando. Estoy muy, muy
contenta, y no sé qué he hecho para merecerlo. Sólo debo tratar en el futuro de mostrar que no soy
desagradecida a Dios por todas sus bondades, al enviarme un amor así, un marido y un amigo.
"Adiós."
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35
Del diario del doctor Seward (grabado en fonógrafo)
25 de mayo. Marea menguante en el apetito de hoy. No puedo comer; no puedo descansar, así
es que en su lugar, el diario. Desde mi fracaso de ayer siento una especie de vacío; nada en el mundo
parece ser lo suficientemente importante como para dedicarse a ello. Como sabía que la única cura para
estas cosas era el trabajo, me dediqué a mis pacientes. Escogí a uno que me ha proporcionado un
estudio de mucho interés. Es tan raro que estoy determinado a entenderlo tanto como pueda. Me parece
que hoy me acerqué más que nunca al corazón de su misterio.
Lo interrogué más detalladamente que otras veces, con el propósito de adueñarme de los hechos
de su alucinación. En mi manera de hacer esto, ahora lo veo, había algo de crueldad. Me parecía desear
mantenerlo en el momento más alto de su locura, una cosa que yo evito hacer con los pacientes como
evitaría la boca del infierno. (Recordar: ¿en qué circunstancias no evitaría yo el abismo del infierno?)
Omnia Romae venalia sunt. ¡El infierno tiene su precio! verb sap. Si hay algo detrás de este instinto será
de mucho valor rastrearlo después con gran precisión, de tal manera que mejor comienzo a hacerlo, y por
lo tanto...
R. M. Renfield, aetat. 59. Temperamento sanguíneo; gran fortaleza física; excitable
mórbidamente; períodos de decaimiento que terminan en alguna idea fija, la cual no he podido descifrar.
Supongo que el temperamento sanguíneo mismo y la influencia perturbadora terminan en un desenlace
mentalmente logrado; un hombre posiblemente peligroso, probablemente peligroso si es egoísta. En
hombres egoístas, la cautela es un arma tan segura para sus enemigos como para ellos mismos. Lo que
yo pienso sobre esto es que cuando el yo es la idea fija, la fuerza centrípeta es equilibrada a la
centrífuga; cuando la idea fija es el deber, una causa, etc., la última fuerza es predominante, y sólo
pueden equilibrarla un accidente o una serie de accidentes.
Carta de Quincey P. Morris al honorable Arthur Holmwood
25 de mayo
"Mi querido Arthur:
"Hemos contado embustes al lado de una fogata en las praderas; y hemos atendido las heridas
del otro después de tratar de desembarcar en las Marquesas; y hemos brindado a orillas del lago
Titicaca. Hay más embustes que contar, y más heridas que sanar, y otro brindis que hacer. ¿No
permitirás que esto sea así mañana por la noche en la fogata de mi campamento? No dudo al
preguntártelo, pues sé que cierta dama está invitada a cierta cena, y tú estás libre. Sólo habrá otro
convidado: nuestro viejo compinche en Corea, Jack Seward. El también va a venir, y los dos deseamos
mezclar nuestras lágrimas en torno de la copa de vino, y luego hacer un brindis de todo corazón por el
hombre más feliz de este ancho mundo, que ha ganado el corazón más noble que ha hecho Dios y es el
que más merece ganárselo. Te prometemos una calurosa bienvenida y un saludo afectuoso, y un brindis
tan sincero como tu propia mano derecha. Ambos juramos irte a dejar a casa si bebes demasiado en
honor de cierto par de ojos. ¡Te espero!
"Tu sincero amigo de siempre,
QUINCEY P. MORRIS"
Telegrama de Arthur Holmwood a Quincey P. Morris
26 de mayo.
"Contad conmigo en todo momento. Llevo unos mensajes que os harán zumbar los oídos.
ART "
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36
VI.— DIARIO DE MINA MURRAY
Whitby, 24 de julio. Encontré en la estación a Lucy, que parecía más dulce y bonita que nunca, y
de allí nos dirigimos a la casa de Crescent, en la que tienen cuartos.
Es un lugar muy bonito. El pequeño río, el Esk, corre a través de un profundo valle, que se amplía
a medida que se acerca al puerto. Lo atraviesa un gran viaducto, de altos machones, a través del cual el
paisaje parece estar algo más lejos de lo que en realidad está. El valle es de un verde bellísimo, y es tan
empinado que cuando uno se encuentra en la parte alta de cualquier lado se ve a través de él, a menos
que uno esté lo suficientemente cerca como para ver hacia abajo. Las casas del antiguo pueblo (el lado
más alejado de nosotros) tienen todas tejados rojos, y parecen estar amontonadas unas sobre otras de
cualquier manera, como se ve en las estampas de Nüremberg.
Exactamente encima del pueblo están las ruinas de la abadía de Whitby, que fue saqueada por
los daneses, lo cual es la escena de parte de "Marmion", cuando la muchacha es emparedada en el
muro. Es una ruina de lo más noble, de inmenso tamaño, y llena de rasgos bellos y románticos; según la
leyenda, una dama de blanco se ve en una de las ventanas. Entre la abadía y el pueblo hay otra iglesia,
la de la parroquia, alrededor de la cual hay un gran cementerio, todo lleno de tumbas de piedra. Según mi
manera de ver, este es el lugar más bonito de Whitby, pues se extiende justamente sobre el pueblo y se
tiene desde allí una vista completa del puerto y de toda la bahía donde el cabo Kettleness se introduce en
el mar. Desciende tan empinada sobre el puerto, que parte de la ribera se ha caído, y algunas de las
tumbas han sido destruidas. En un lugar, parte de las piedras de las tumbas se desparraman sobre el
sendero arenoso situado mucho más abajo. Hay andenes, con bancas a los lados, a través del
cementerio de la iglesia. La gente se sienta allí durante todo el día mirando el magnífico paisaje y
gozando de la brisa. Vendré y me sentaré aquí muy frecuentemente a trabajar. De hecho, ya estoy ahora
escribiendo sobre mis rodillas, y escuchando la conversación de tres viejos que están sentados a mi lado.
Parece que no hacen en todo el día otra cosa que sentarse aquí y hablar.
El puerto yace debajo de mí, con una larga pared de granito que se introduce en el mar en el lado
más alejado, con una curva hacia afuera, al final de ella, en medio de la cual hay un faro. Un macizo
malecón corre por la parte exterior de ese faro. En el lado más cercano, el malecón forma un recodo
doblado a la inversa, y su terminación tiene también un faro. Entre los dos muelles hay una pequeña
abertura hacia el puerto, que de ahí en adelante se amplía repentinamente.
Cuando hay marea alta es muy bonito; pero cuando baja la marea disminuye de profundidad
hasta casi quedar seco, y entonces sólo se ve la corriente del Esk deslizándose entre los bancos de
arena, con algunas rocas aquí y allá. Afuera del puerto, de este lado, se levanta por cerca de media milla
un gran arrecife, cuya parte aguda corre directamente desde la parte sur del faro. Al final de ella hay una
boya con una campana, que suena cuando hay mal tiempo y lanza sus lúgubres notas al viento. Cuentan
aquí una leyenda: cuando un barco está perdido se escuchan campanas que suenan en el mar abierto.
Debo interrogar acerca de esto al anciano; camina en esta dirección...
Es un viejo muy divertido. Debe ser terriblemente viejo, pues su rostro está todo rugoso y torcido
como la corteza de un árbol. Me dice que tiene casi cien años, y que era marinero de la flota pesquera de
Groenlandia cuando la batalla de Waterloo. Es, temo, una persona muy escéptica, pues cuando le
pregunté acerca de las campanas en el mar y acerca de la Dama de Blanco en la abadía, me dijo muy
bruscamente:
—Señorita, si yo fuera usted, no me preocuparía por eso. Esas cosas están todas gastadas. Es
decir, yo no digo que nunca sucedieron, pero sí digo que no sucedieron en mi tiempo. Todo eso está bien
para forasteros y viajeros, pero no para una joven tan bonita como usted. Esos caminantes de York y
Leeds, que siempre están comiendo arenques curtidos y tomando té, y viendo cómo pueden comprar
cualquier cosa barata, creen en esas cosas. Yo me pregunto quién se preocupa de contarles esas
mentiras, hasta en los periódicos, que están llenos de habladurías tontas.
Creí que sería una buena persona de quien podía aprender cosas interesantes, así es que le
pregunté si no le molestaría decirme algo acerca de la pesca de ballenas en tiempos remotos. Estaba
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justamente sentándose para comenzar cuando el reloj dio las seis, y entonces se levantó trabajosamente,
y dijo:
—Señorita, ahora debo irme otra vez a casa. A mi nieta no le gusta esperar cuando el té ya está
servido, pues tarda algún tiempo.
Se alejó cojeando, y pude ver que se apresuraba, tanto como podía, gradas abajo.
Los graderíos son un rasgo distintivo de este lugar. Conducen del pueblo a la iglesia; hay cientos
de ellos (no sé cuantos) y se enroscan en delicadas curvas; el declive es tan leve que un caballo puede
fácilmente subirlos o bajarlos. Creo que originalmente deben haber tenido algo que ver con la abadía. Me
iré hacia mi casa también. Lucy salió a hacer algunas visitas con su madre, y como sólo eran visitas de
cortesía, yo no fui. Pero ya es hora de que estén de regreso.
1 de agosto. Hace una hora que llegué aquí arriba con Lucy, y tuvimos la más interesante
conversación con mi viejo amigo y los otros dos que siempre vienen y le hacen compañía. Él es
evidentemente el oráculo del grupo, y me atrevo a pensar que en su tiempo debe haber sido una persona
por demás dictatorial. Nunca admite equivocarse, y siempre contradice a todo el mundo. Si no puede
ganar discutiendo, entonces los amedrenta, y luego toma el silencio de los demás por aceptación de sus
propios puntos de vista. Lucy estaba dulcemente bella en su vestido de linón blanco; desde que llegamos
tiene un bellísimo color. Noté que el anciano no perdió ningún tiempo en llegar hasta ella y sentarse a su
lado cuando nosotros nos sentamos. Lucy es tan dulce con los ancianos que creo que todos se
enamoran de ella al instante. Hasta mi viejo sucumbió y no la contradijo, sino que apoyó todo lo que ella
decía. Logré llevarlo al tema de las leyendas, y de inmediato comenzó a hablar echándonos una especie
de sermón. Debo tratar de recordarlo y escribirlo:
—Todas esas son tonterías, de cabo a rabo; eso es lo que son, y nada más. Esos dichos y
señales y fantasmotes y convidados de piedra y patochados y todo eso, sólo sirven para asustar niños y
mujeres. No son más que palabras, eso y todos esos espantos, señales y advertencias que fueron
inventados por curas y personas malintencionadas y por los reclutadores de los ferrocarriles, para asustar
a un pobre tipo y para hacer que la gente haga algo que de otra manera no haría. Me enfurece pensar en
ello. ¿Por qué son ellos quienes, no contentos con imprimir mentiras sobre el papel y predicarlas desde
los púlpitos, quieren grabarlas hasta en las tumbas? Miren a su alrededor como deseen y verán que
todas esas lápidas que levantan sus cabezas tanto como su orgullo se lo permite, están inclinadas...,
sencillamente cayendo bajo el peso de las mentiras escritas en ellas. Los "Aquí yacen los restos" o "A la
memoria sagrada" están escritos sobre ellas y, no obstante, ni siquiera en la mitad de ellas hay cuerpo
alguno; a nadie le ha importado un comino sus memorias y mucho menos las han santificado. ¡Todo es
mentira, sólo mentiras de un tipo o de otro! ¡Santo Dios! Pero el gran repudio vendrá en el Día del Juicio
Final, cuando todos salgan con sus mortajas, todos unidos tratando de arrastrar con ellos sus lápidas
para probar lo buenos que fueron; algunos de ellos temblando, cayendo con sus manos adormecidas y
resbalosas por haber yacido en el mar, a tal punto que ni siquiera podrán mantenerse unidos.
Por el aire satisfecho del anciano y por la forma en que miraba a su alrededor en busca de apoyo
a sus palabras, pude observar que estaba alardeando, de manera que dije algo que le hiciera continuar.
—¡Oh, señor Swales, no puede hablar en serio! Ciertamente todas las lápidas no pueden estar
mal.
—¡Pamplinas! Puede que escasamente haya algunas que no estén mal, excepto en las que se
pone demasiado bien a la gente; porque existen personas que piensan que un recipiente de bálsamo
podría ser como el mar, si tan sólo fuera suyo. Todo eso no son sino mentiras. Escuche, usted vino aquí
como una extraña y vio este atrio de iglesia.
Yo asentí porque creí que lo mejor sería hacer eso. Sabía que algo tenía que ver con el templo.
El hombre continuó:
—Y a usted le consta que todas esas lápidas pertenecen a personas que han sido sepultadas
aquí, ¿no es verdad?
Volví a asentir.
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—Entonces, es ahí justamente en donde aparece la mentira. Escuche, hay veintenas de tales
sitios de reposo que son tumbas tan antiguas como el cajón del viejo Dun del viernes por la noche —le
dio un codazo a uno de sus amigos y todos rieron—. ¡Santo Dios! ¿Y cómo podrían ser otra cosa? Mire
esa, la que está en la última parte del cementerio, ¡léala!
Fui hasta ella, y leí:
—Edward Spencelagh, contramaestre, asesinado por los piratas en las afueras de la costa de
Andres, abril de 1845, a la edad de 30 años.
Cuando regresé, el señor Swales continuó:
—Me pregunto, ¿quién lo trajo a sepultar aquí? ¡Asesinado en las afueras de la costa de Andres!
¡Y a ustedes les consta que su cuerpo reposa ahí!. Yo podría enumerarles una docena cuyos huesos
yacen en los mares de Groenlandia, al norte —y señaló en esa dirección—, o a donde hayan sido
arrastrados por las corrientes. Sus lápidas están alrededor de ustedes, y con sus ojos jóvenes pueden
leer desde aquí las mentiras que hay entre líneas. Respecto a este Braithwaite Lowrey..., yo conocí a su
padre, éste se perdió en el Lively en las afueras de Groenlandia el año veinte; y a Andrew Woodhouse,
ahogado en el mismo mar en 1777; y a John Paxton, que se ahogó cerca del cabo Farewell un año más
tarde, y al viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo y que se ahogó en el golfo de Finlandia en
el año cincuenta. ¿Creen ustedes que todos estos hombres tienen que apresurarse a ir a Whitby cuando
la trompeta suene? ¡Mucho lo dudo! Les aseguro que para cuando llegaran aquí estarían chocando y
sacudiéndose unos con otros en una forma que parecería una pelea sobre el hielo, como en los viejos
tiempos en que nos enfrentábamos unos a otros desde el amanecer hasta el anochecer y tratando de
curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Evidentemente, esto era una broma del lugar, porque el anciano rió al hablar y sus amigos le
festejaron de muy buena gana.
—Pero —dije—, seguramente no es esto del todo correcto porque usted parte del supuesto de
que toda la pobre gente, o sus espíritus, tendrán que llevar consigo sus lápidas en el Día del Juicio.
¿Cree usted que eso será realmente necesario?
—Bueno, ¿para qué otra cosa pueden ser esas lápidas? ¡Contésteme eso, querida!
—Supongo que para agradar a sus familiares.
—¡Supone que para agradar a sus familiares! —sus palabras estaban impregnadas de un intenso
sarcasmo—. ¿Cómo puede agradarle a sus familiares el saber que todo lo que hay escrito ahí es una
mentira, y que todo el mundo, en este lugar, sabe que lo es? Señaló hacia una piedra que estaba a
nuestros pies y que había sido colocada a guisa de lápida, sobre la cual descansaba la silla, cerca de la
orilla del peñasco.
—Lean las mentiras que están sobre esa lápida —dijo.
Las letras quedaban de cabeza desde donde yo estaba; pero Lucy quedaba frente a ellas, de
manera que se inclinó y leyó:
—A la sagrada memoria de George Canon, quien murió en la esperanza de una gloriosa
resurrección, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas en Kettleness. Esta tumba fue erigida por su
doliente madre para su muy amado hijo. "Era el hijo único de su madre que era viuda." A decir verdad,
señor Swales, yo no veo nada de gracioso en eso —sus palabras fueron pronunciadas con suma
gravedad y con cierta severidad.
—¡No lo encuentra gracioso! ¡Ja! ¡Ja! Pero eso es porque no sabe que la doliente madre era una
bruja que lo odiaba porque era un pillo..., un verdadero pillo...; y él la odiaba de tal manera que se suicidó
para que no cobrara un seguro que ella había comprado sobre su vida. Casi se voló la tapa de los sesos
con una vieja escopeta que usaban para espantar los cuervos; no la apuntó hacia los cuervos esa vez,
pero hizo que cayeran sobre él otros objetos. Fue así como cayó de las rocas. Y en lo que se refiere a las
esperanzas de una gloriosa resurrección, con frecuencia le oí decir, señorita, que esperaba irse al infierno
porque su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no deseaba encontrarse en el mismo
lugar en que estuviera ella. Ahora, en todo caso, ¿no es eso una sarta de mentiras? —y subrayó las
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palabras con su bastón—. Y vaya si hará reír a Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas con
su lápida equilibrada sobre la joroba, ¡y pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir; pero Lucy cambió la conversación al decir, mientras se ponía de pie:
—¿Por qué nos habló sobre esto? Es mi asiento favorito y no puedo dejarlo, y ahora descubro
que debo seguir sentándome sobre la tumba de un suicida.
—Eso no le hará ningún mal, preciosa, y puede que Geordie se alegre de tener a una chica tan
esbelta sobre su regazo. No le hará daño, yo mismo me he sentado innumerables ocasiones en los
últimos veinte años y nada me ha pasado. No se preocupe por los tipos como el que yace ahí o que
tampoco están ahí. El tiempo para correr llegará cuando vea que todos cargan con las lápidas y que el
lugar quede tan desnudo como un campo segado. Ya suena la hora y debo irme, ¡a sus pies, señoras!
Y se alejó cojeando.
Lucy y yo permanecimos sentadas unos momentos, y todo lo que teníamos delante era tan
hermoso que nos tomamos de la mano. Ella volvió a decirme lo de Arthur y su próximo matrimonio; eso
hizo que me sintiera un poco triste, porque nada he sabido de Jonathan durante todo un mes.
El mismo día. Vine aquí sola porque me siento muy triste. No hubo carta para mí: espero que
nada le haya sucedido a Jonathan. El reloj acaba de dar las nueve, puedo ver las luces diseminadas por
todo el pueblo, formando hileras en los sitios en donde están las calles y en otras partes solas; suben
hasta el Esk para luego desaparecer en la curva del valle. A mi izquierda, la vista es cortada por la línea
negra del techo de la antigua casa que está al lado de la abadía. Las ovejas y corderos balan en los
campos lejanos que están a mis espaldas, y del camino empedrado de abajo sube el sonido de pezuñas
de burros. La banda que está en el muelle está tocando un vals austero en buen tiempo, y más allá sobre
el muelle, hay una sesión del Ejército de Salvación en algún callejón. Ninguna de las bandas escucha a la
otra; pero desde aquí puedo ver y oír a ambas. ¡Me pregunto en dónde está Jonathan y si estará
pensando en mí! Cómo deseo que estuviera aquí.
Del Diario del doctor Seward
5 de junio. El caso de Renfield se hace más interesante cuanto más logro entender al hombre.
Tiene ciertamente algunas características muy ampliamente desarrolladas: egoísmo, sigilo e
intencionalidad. Desearía poder averiguar cuál es el objeto de esto último. Parece tener un esquema
acabado propio de él, pero no sé cuál es.
Su virtud redentora es el amor para los animales, aunque, de hecho, tiene tan curiosos cambios
que algunas veces me imagino que sólo es anormalmente cruel. Juega con toda clase de animales.
Justamente ahora su pasatiempo es cazar moscas. En la actualidad tiene ya tal cantidad que he tenido
un altercado con él. Para mi asombro, no tuvo ningún estallido de furia, como lo había esperado, sino que
tomó el asunto con una seriedad muy digna. Reflexionó un momento, y luego dijo:
—¿Me puede dar tres días? Al cabo de ellos las dejaré libres.
Le dije que, por supuesto, le daba ese tiempo. Debo vigilarlo.
18 de junio. Ahora ha puesto su atención en las arañas, y tiene unos cuantos ejemplares muy
grandes metidos en una caja. Se pasa todo el día alimentándolas con sus moscas, y el número de las
últimas ha disminuido sensiblemente, aunque ha usado la mitad de su comida para atraer más moscas
de afuera.
1 de julio. Sus arañas se están convirtiendo ahora en una molestia tan grande como sus moscas,
y hoy le dije que debe deshacerse de ellas. Se puso muy triste al escuchar esto, por lo que le dije que por
lo menos debía deshacerse de algunas. Aceptó alegremente esta propuesta, y le di otra vez el mismo
tiempo para que efectuara la reducción. Mientras estaba con él me causó muchos disgustos, pues
cuando un horrible moscardón, hinchado con desperdicios de comida, zumbó dentro del cuarto, él lo
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capturó y lo sostuvo un momento entre su índice y su pulgar, y antes de que yo pudiera advertir lo que iba
a hacer, se lo echo a la boca y se lo comió. Lo reñí por lo que había hecho, pero él me arguyó que tenía
muy buen sabor y era muy sano; que era vida, vida fuerte, y que le daba vida a él. Esto me dio una, o el
rudimento de una idea. Debo vigilar cómo se deshace de sus arañas. Evidentemente tiene un arduo
problema en la mente, pues siempre anda llevando una pequeña libreta en la cual a cada momento
apunta algo.
Páginas enteras de esa libreta están llenas de montones de números, generalmente números
simples sumados en tandas, y luego las sumas sumadas otra vez en tandas, como si estuviese
"enfocando" alguna cuenta, tal como dicen los auditores.
8 de julio. Hay un método en su locura, y los rudimentos de la idea en mi mente están creciendo;
pronto será una idea completa, y entonces, ¡oh, cerebración inconsciente!, tendrás que ceder el lugar a tu
hermana consciente. Me mantuve alejado de mi amigo durante algunos días, de manera que pudiera
notar si se producían cambios. Las cosas permanecen como antes, excepto que ha abandonado algunos
de sus animalitos y se ha agenciado uno nuevo. Se consiguió un gorrión, y lo ha domesticado
parcialmente. Su manera de domesticar es muy simple, pues ya han disminuido considerablemente las
arañas. Sin embargo, las que todavía quedan, son bien alimentadas, pues todavía atrae a las moscas
poniéndoles de tentación su comida.
19 de julio. Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora casi una completa colonia de gorriones, y
sus moscas y arañas casi han desaparecido. Cuando entré corrió hacia mí y me dijo que quería pedirme
un gran favor; un favor muy, muy grande; y mientras me hablaba me hizo zalamerías como un perro. Le
pregunté qué quería, y él me dijo, con una voz emocionada que casi se le quebraba en sollozos:
—Un gatito; un pequeño gatito, sedoso y juguetón, para que yo pueda jugar con él, y lo pueda
domesticar, ¡y lo pueda alimentar, y alimentar, y alimentar!
Yo no estaba desprevenido para tal petición, pues había notado cómo sus animalitos iban
creciendo en tamaño y vivacidad. Pero no me pareció agradable que su bonita familia de gorriones
amansados fueran barridos de la misma manera en que habían sido barridos las moscas y las arañas; así
es que le dije que lo pensaría, y le pregunté si no preferiría tener un gato grande en lugar de un gatito. La
ansiedad lo traicionó al contestar:
—¡Oh, sí!, ¡claro que me gustaría un gato grande! Yo solo pedí un gatito temiendo que usted se
negara a darme un gato grande. Nadie puede negarme un pequeño gatito, ¿verdad?
Yo moví la cabeza y le dije que de momento temía que no sería posible, pero que vería lo que
podía hacer. Su rostro se ensombreció y yo pude ver una advertencia de peligro en él, pues me echo una
mirada torva, que significaba deseos de matar. El hombre es un homicida maniático en potencia. Lo
probaré con sus actuales deseos y veré qué resulta de todo eso: entonces sabré más.
10 p. m. Lo he visitado otra vez y lo encontré sentado en un rincón, cabizbajo.
Cuando entré, cayó de rodillas ante mí y me imploró que por favor lo dejara tener un gato; que su
salvación dependía de él. Sin embargo, yo fui firme y le dije que no podía decírselo, por lo que se levantó
sin decir palabra, se sentó otra vez en el rincón donde lo había encontrado y comenzó a mordisquearse
los dedos. Vendré a verlo temprano por la mañana.
20 de julio. Visité muy temprano a Renfield, antes de que mi ayudante hiciera la ronda. Lo
encontré ya levantado, tarareando una tonada. Estaba esparciendo el azúcar que ha guardado en la
ventana, y estaba comenzando otra vez a cazar moscas; y estaba comenzando otra vez con alegría. Miré
en torno buscando sus pájaros, y al no verlos le pregunté donde estaban. Me contestó, sin volverse a
verme, que todos se habían escapado. Había unas cuantas plumas en el cuarto y en su almohada había
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unas gotas de sangre. No dije nada, pero fui y ordené al guardián que me reportara si le había sucedido
alguna cosa rara a Renfield durante el día.
11 a. m. Mi asistente acaba de venir a verme para decirme que Renfield está muy enfermo y que
ha vomitado muchas plumas. "Mi creencia es, doctor —me dijo—, que se ha comido todos sus pájaros, ¡y
que se los ha comido así crudos, sin más!".
11 p. m. Esta noche le di a Renfield un sedante fuerte, suficiente para hacerlo dormir incluso a él,
y tomé su libreta para echarle una mirada. El pensamiento que ha estado rondando por mi cerebro
últimamente está completo, y la teoría probada. Mi maniático homicida es de una clase peculiar. Tendré
que inventar una nueva clasificación para él y llamarlo maniático zoófago (que se alimenta de cosas
vivientes); lo que él desea es absorber tantas vidas como pueda, y se ha impuesto la tarea de lograr esto
de una manera acumulativa. Le dio muchas moscas a cada araña, y muchas arañas a cada pájaro, y
luego quería un gato para que se comiera muchos pájaros. ¿Cuál hubiera sido su siguiente paso? Casi
hubiera valido la pena completar el experimento. Podría hacerse si hubiera una causa suficiente. Los
hombres se escandalizaron de la vivisección, y, sin embargo, ¡véanse los resultados actuales! ¿Por qué
no he de impulsar la ciencia en su aspecto más difícil y vital, el conocimiento del cerebro humano? Si por
lo menos tuviese yo el secreto de una mente tal, si tuviese la llave para la fantasía de siquiera un lunático,
podría impulsar mi propia rama de la ciencia a un lugar tal que, comparada con ella, la fisiología de
Burdon Sanderson o el conocimiento del cerebro de Ferrier, serían poco menos que nada. ¡Si hubiese
una causa suficiente! No debo pensar mucho en esto, so pena de caer en la tentación; una buena causa
puede trasmutar la escala conmigo, ¿pues no es cierto que yo también puedo ser un cerebro
excepcional, congénitamente?
Qué bien razonó el hombre; los lunáticos siempre razonan bien dentro de su propio ámbito. Me
pregunto en cuántas vidas valorará a un hombre, o siquiera a uno. Ha cerrado la cuenta con toda
exactitud, y hoy comenzará un nuevo expediente. ¿Cuántos de nosotros comenzamos un nuevo
expediente con cada día de nuestra vida? Me parece que sólo fue ayer cuando toda mi vida terminó con
mi nueva esperanza, y que verdaderamente comenzó un nuevo expediente. Así será hasta que el Gran
Recordador me sume y cierre mi libreta de cuentas con un balance de ganancias o pérdidas. ¡Oh, Lucy,
Lucy!, no puedo estar enojado contigo, ni tampoco puedo estar enojado con mi amigo cuya felicidad es la
tuya; pero sólo debo esperar en el infortunio y el trabajo. ¡Trabajo, trabajo!.
Si yo pudiese tener una causa tan fuerte como la que tiene mi pobre amigo loco, una buena
causa, desinteresada, que me hiciera trabajar, eso sería indudablemente la felicidad.
Del diario de Mina Murray
26 de julio. Estoy ansiosa y me calma expresarme por escrito; es como susurrarse a si mismo y
escuchar al mismo tiempo. Y hay algo también acerca de los símbolos taquigráficos que lo hace diferente
a la simple escritura. Estoy triste por Lucy y por Jonathan. No había tenido noticias de Jonathan durante
algún tiempo, y estaba muy preocupada; pero ayer el querido señor Hawkins, que siempre es tan amable,
me envió una carta de él. Yo le había escrito preguntándole si había tenido noticias de Jonathan y él me
respondió que la carta que me enviaba la acababa de recibir. Es sólo una línea fechada en el castillo de
Drácula, en la que dice que en esos momentos está iniciando el viaje de regreso a casa. No es propio de
Jonathan; no acabo de comprender, y me siento muy inquieta. Y luego, también Lucy, aunque está tan
bien, últimamente ha vuelto a caer en su antigua costumbre de caminar dormida. Su madre me ha
hablado acerca de ello, y hemos decidido que yo debo cerrar con llave la puerta de nuestro cuarto todas
las noches. La señora Westenra tiene la idea de que los sonámbulos siempre salen a caminar por los
techos de las casas y a lo largo de las orillas de los precipicios, y luego se despiertan repentinamente y
se caen lanzando un grito desesperado que hace eco por todo el lugar. Pobrecita, naturalmente ella está
ansiosa por Lucy, y me ha dicho que su marido, el padre de Lucy, tenía el mismo hábito; que se
levantaba en las noches y se vestía y salía a pasear, si no era detenido. Lucy se va a casar en otoño, y
ya está planeando sus vestidos y cómo va a ser arreglada su casa. La entiendo bien, pues yo haré lo
mismo, con la diferencia de que Jonathan y yo comenzaremos la vida de una manera simple, y
tendremos que tratar de hacer que encajen las dos puntas. El señor Holmwood (él es el honorable Arthur
Holmwood, único hijo de lord Godalming) va a venir aquí por una breve visita, tan pronto como pueda
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dejar el pueblo, pues su padre no está tan bien, y yo creo que la querida Lucy esta contando los minutos
hasta que llegue. Ella quiere llevarlo a la banca en el cementerio de la iglesia sobre el acantilado y
mostrarle la belleza de Whitby. Me atrevo a decir que es la espera lo que la pone impaciente: se sentirá
bien cuando él llegue.
27 de julio. Ninguna noticia de Jonathan. Me estoy poniendo intranquila por él, aunque no sé
exactamente por qué; pero sí me gustaría mucho que escribiera, aunque sólo fuese una línea, Lucy
camina más que nunca, y cada noche me despierto debido a que anda de arriba abajo por el cuarto.
Afortunadamente el tiempo está tan caluroso que no puede resfriarse; pero de todas maneras la ansiedad
y el estar perpetuamente despierta están comenzando a afectarme, y yo misma me estoy poniendo
nerviosa y padezco un poco de insomnio. A Dios gracias, la salud de Lucy se sostiene. El señor
Holmwood ha sido llamado repentinamente a Ring para ver a su padre, quien se ha puesto seriamente
enfermo. Lucy se impacienta por la pospuesta de verlo, pero no le afecta en su semblante, está un
poquitín más gorda y sus mejillas tienen un color rosado encantador. Ha perdido el semblante anémico
que tenía. Rezo para que todo siga bien.
3 de agosto. Ha pasado otra semana y no he tenido noticias de Jonathan. Ni siquiera las ha
tenido el señor Hawkins, de quien he recibido comunicación. Oh, verdaderamente deseo que no esté
enfermo. Es casi seguro que hubiera escrito. He leído su última carta y hay algo en ella que no me
satisface. No parece ser de él, y sin embargo, está escrita con su letra. Sobre esto último no hay error
posible. La última semana Lucy ya no ha caminado tanto en sueños, pero hay una extraña concentración
acerca de ella que no comprendo; hasta cuando duerme parece estarme observando. Hace girar la
puerta, y al encontrarla cerrada con llave, va a uno y otro lado del cuarto buscando la llave.
6 de agosto. Otros tres días, y nada de noticias. Esta espera se está volviendo un martirio. Si por
lo menos supiera adónde escribir, o adónde ir, me sentiría mucho mejor: pero nadie ha oído palabra de
Jonathan desde aquella última carta. Sólo debo elevar mis oraciones a Dios pidiéndole paciencia. Lucy
está más excitable que nunca, pero por lo demás sigue bien. Anoche hubo mal tiempo y los pescadores
dicen que pronto habrá una tormenta. Debo tratar de observarla y aprender a pronosticar el clima. Hoy es
un día gris, y mientras escribo el sol está escondido detrás de unas gruesas nubes, muy alto sobre
Kettleness. Todo es gris, excepto la verde hierba, que parece una esmeralda en medio de todo; grises
piedras de tierra, nubes grises, matizadas por la luz del sol en la orilla más lejana, colgadas sobre el mar
gris, dentro del cual se introducen los bancos de arena como figuras grises. El mar está golpeando con
un rugido sobre las poco profundas y arenosas ensenadas, embozado en la neblina marina que llega
hasta tierra.
Todo es vasto; las nubes están amontonadas como piedras gigantescas, y sobre el mar hay
ráfagas de viento que suenan como el presagio de un cruel destino. En la playa hay aquí y allá oscuras
figuras, algunas veces envueltas por la niebla, y parecen "Árboles con formas humanas que caminaran".
Todos los lanchones de pesca se dirigen rápidamente a puerto, y se elevan y se sumergen en las
grandes olas al navegar hacia el puerto, escorando. Aquí viene el viejo señor Swales. Se dirige
directamente hacia mí, y puedo ver, por la manera como levanta su sombrero, que desea hablar conmigo.
Me he sentido bastante conmovida por el cambio del pobre anciano. Cuando se sentó a mi lado,
dijo de manera muy tímida:
—Quiero decirle algo a usted, señorita.
Pude ver que no estaba tranquilo, por lo que tomé su pobre mano vieja y arrugada en la mía y le
pedí que hablara con plena confianza; entonces, dejando su mano entre las mías, dijo:
—Tengo miedo, mi queridita, que debo haberle impresionado mucho por todas las cosas
malévolas que he estado diciendo acerca de los muertos y cosas parecidas estas últimas semanas; pero
no las he dicho en serio, y quiero que usted recuerde eso cuando yo me haya ido. Nosotros, la gente
vieja y un poco chiflada, y con un pie ya sobre el agujero maldito, no nos gusta para nada pensar en ello,
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y no queremos sentirnos asustados; y ése es el motivo por el cual he tomado tan a la ligera esas cosas,
para poder alegrar un poquitín mi propio corazón. Pero, Dios la proteja, señorita, no tengo miedo de la
muerte, no le tengo ni el menor miedo; sólo es que si pudiera no morirme, sería mejor. Mi tiempo ya se
está acabando, pues yo ya soy viejo, y cien años es demasiado para cualquier hombre que espere; y
estoy tan cerca de ella que ya el Anciano está afilando su guadaña. Ya ve usted, no puedo dejar la
costumbre de reírme acerca de estas cosas de una sola vez: las burlas van a ser siempre mi tema
favorito. Algún día el Ángel de la Muerte sonará su trompeta para mí. Pero no se aflija ni se arrepienta de
mi muerte —dijo, viendo que yo estaba llorando—, pues si llegara esta misma noche yo no me negaré a
contestar su llamado. Pues la vida, después de todo, es sólo una espera por alguna otra cosa además de
la que estamos haciendo; y la muerte es todo sobre lo que verdaderamente podemos depender. Pero yo
estoy contento, pues ya se acerca a mí, querida, y se acerca rápidamente. Puede llegar en cualquier
momento mientras estemos mirando y haciéndonos preguntas. Tal vez está en el viento allá afuera en el
mar que trae consigo pérdidas y destrucción, y penosas ruinas, y corazones tristes. ¡Mirad, mirad! —gritó
repentinamente—. Hay algo en ese viento y en el eco más allá de él que suena, parece, gusta y huele
como muerte. Está en el aire; siento que llega. ¡Señor, haced que responda gozoso cuando llegue mi
llamada!
Levantó los brazos devotamente y se quitó el sombrero. Su boca se movió como si estuviese
rezando. Después de unos minutos de silencio, se puso de pie, me estrechó las manos y me bendijo, y
dijo adiós. Se alejó cojeando. Todo esto me impresionó mucho, y me puso nerviosa.
Me alegré cuando el guardacostas se acercó, anteojo de larga vista bajo el brazo.
Se detuvo a hablar conmigo, como siempre hace, pero todo el tiempo se mantuvo mirando hacia
un extraño barco.
—No me puedo imaginar qué es —me dijo—. Por lo que se puede ver, es ruso. Pero se está
balanceando de una manera muy rara. Realmente no sabe qué hacer; parece que se da cuenta de que
viene la tormenta, pero no se puede decidir a navegar hacia el norte al mar abierto, o a guarecerse aquí.
¡Mírelo, otra vez! Está maniobrando de una manera extremadamente rara. Tal parece que no obedece a
las manos sobre el timón; cambia con cualquier golpe de viento. Ya sabremos más de él antes de
mañana a esta misma hora.
VII.— RECORTE DEL "DAILYGRAPH", 8 DE AGOSTO
(Pegado en el diario de Mina Murray)
De un corresponsal.
Whitby.- Una de las tormentas más fuertes y repentinas que se recuerdan acaba de pasar por
aquí, con resultados extraños. El tiempo un tanto bochornoso, pero de ninguna manera excepcional para
el mes de agosto. La noche del sábado fue tan buena como cualquier otra, y la gran cantidad de
visitantes fueron ayer a los bosques de Mulgrave, la bahía de Robin Hood, el molino de Rig, Runswick,
Staithes y los otros sitios de recreo en los alrededores de Whitby. Los vapores Emma y Scarborough
hicieron numerosos viajes a lo largo de la costa, y hubo un movimiento extraordinario de personas que
iban y venían de Whitby. El día fue extremadamente bonito hasta por la tarde, cuando algunos de los
chismosos que frecuentan el cementerio de la iglesia de East Cliff, y desde esa prominente eminencia
observan la amplia extensión del mar visible hacia el norte y hacia el este, llamaron la atención un grupo
de "colas de caballo" muy altas en el cielo hacia el noroeste. El viento estaba soplando desde el suroeste
en un grado suave que en el lenguaje barométrico es calificado como 2: brisa ligera. El guardacostas de
turno hizo inmediatamente el informe, y un anciano pescador, que durante más de medio siglo ha hecho
observaciones del tiempo desde East Cliff, predijo de una manera enfática la llegada de una repentina
tormenta. La puesta del sol fue tan bella, tan grandiosa en sus masas de nubes espléndidamente
coloreadas, que una gran cantidad de personas se reunieron en la acera a lo largo del acantilado en el
cementerio de la vieja iglesia, para gozar de su belleza. Antes de que el sol se hundiera detrás de la
negra masa de Kettleness, encontrándose abiertamente de babor a estribor sobre el cielo del oeste, su
ruta de descenso fue marcada por una miríada de nubes de todos los colores del celaje: rojas, moradas,
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color de rosa, verdes, violetas, y de todos los matices dorados; había aquí y allá masas no muy grandes,
pero notoriamente de un negro absoluto, en todas clases de figuras; algunas sólo delineadas y otras
como colosales siluetas. La vista de aquel paisaje no fue desaprovechada por los pintores, y no cabe
ninguna duda de que algunos esbozos del "Preludio a una Gran Tormenta" adornaran las paredes de R.
A. y R. I. el próximo mayo. Más de un capitán decidió en aquellos momentos y en aquel lugar que su
"guijarro" o su "mula" (como llaman a las diferentes clases de botes) permanecería en el puerto hasta que
hubiera pasado la tormenta. Por la noche el viento amainó por completo, y a la medianoche había una
calma chicha, un bochornoso calor, y esa intensidad prevaleciente que, al acercarse el trueno, afecta a
las personas de naturaleza muy sensible. Sólo había muy pocas luces en el mar, pues hasta los vapores
costeños, que suelen navegar muy cerca de la orilla, se mantuvieron mar adentro, y sólo podían verse
muy contados barcos de pesca. La única vela sobresaliente era una goleta forastera que tenía
desplegado todo su velamen, y que parecía dirigirse hacia el oeste.
La testarudez o ignorancia de su tripulación fue un tema exhaustivamente comentado mientras
permaneció a la vista, y se hicieron esfuerzos por enviarle señales para que arriaran velas, en vista del
peligro. Antes de que cerrara la noche, se le vio con sus velas ondear ociosamente mientras navegaba
con gran tranquilidad sobre las encrespadas olas del mar.
"Tan ociosamente como un barco pintado sobre un océano pintado."
Poco antes de las diez de la noche la quietud del viento se hizo bastante opresiva, y el silencio
era tan marcado que el balido de una oveja tierra adentro o el ladrido de un perro en el pueblo, se
escuchaban distintamente; y la banda que tocaba en el muelle, que tocaba una vivaracha marcha
francesa, era una disonancia en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Un poco después de
medianoche llegó un extraño sonido desde el mar, y muy en lo alto comenzó a producirse un retumbo
extraño, tenue, hueco.
Entonces, sin previo aviso, irrumpió la tempestad. Con una rapidez que, en aquellos momentos,
parecía increíble, y que aún después es inconcebible; todo el aspecto de la naturaleza se volvió de
inmediato convulso. Las olas se elevaron creciendo con furia, cada una sobrepasando a su compañera,
hasta que en muy pocos minutos el vidrioso mar de no hacía mucho tiempo estaba rugiendo y devorando
como un monstruo. Olas de crestas blancas golpearon salvajemente la arena de las playas y se lanzaron
contra los pronunciados acantilados; otras se quebraron sobre los muelles, y barrieron con su espuma las
linternas de los faros que se levantaban en cada uno de los extremos de los muelles en el puerto de
Whitby. El viento rugía como un trueno, y soplaba con tal fuerza que les era difícil incluso a hombres
fuertes mantenerse en pie, o sujetarse con un desesperado abrazo de los puntales de acero. Fue
necesario hacer que la masa de curiosos desalojara por completo los muelles, o de otra manera las
desgracias de la noche habrían aumentado considerablemente. Por si fueran pocas las dificultades y los
peligros que se cernían sobre el poblado, unas masas de niebla marina comenzaron a invadir la tierra,
nubes blancas y húmedas que avanzaron de manera fantasmal, tan húmedas, vaporosas y frías que se
necesitaba sólo un pequeño esfuerzo de la imaginación para pensar que los espíritus de aquellos
perdidos en el mar estaban tocando a sus cofrades vivientes con las viscosas manos de la muerte, y más
de una persona sintió temblores y escalofríos al tiempo que las espirales de niebla marina subían tierra
adentro. Por unos instantes la niebla se aclaraba y se podía ver el mar a alguna distancia, a la luz de los
relámpagos, que ahora se sucedían frecuentemente seguidos por repentinos estrépitos de truenos, tan
horrísonos que todo el cielo encima de uno parecía temblar bajo el golpe de la tormenta.
Algunas de las escenas que acontecieron fueron de una grandiosidad inconmensurable y de un
interés absorbente. El mar, levantándose tan alto como las montañas, lanzaba al cielo grandes masas de
espuma blanca, que la tempestad parecía coger y desperdigar por todo el espacio; aquí y allí un bote
pescador, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente en busca de refugio ante el peligro; de
vez en cuando las blancas alas de una ave marina ondeada por la tormenta. En la cúspide de East Cliff el
nuevo reflector estaba preparado para entrar en acción, pero todavía no había sido probado; los
trabajadores encargados de él lo pusieron en posición, y en las pausas de la niebla que se nos venía
encima barrieron con él la superficie del mar. Una o dos veces prestó el más eficiente de los servicios,
como cuando un barco de pesca, con la borda bajo el agua, se precipitó hacia el puerto, esquivando,
gracias a la guía de la luz protectora, el peligro de chocar contra los muelles. Cada vez que un bote
lograba llegar a salvo al puerto había un grito de júbilo de la muchedumbre congregada en la orilla; un
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grito que por un momento parecía sobresalir del ventarrón, pero que era finalmente opacado por su
empuje.
Al poco tiempo, el reflector descubrió a alguna distancia una goleta con todas sus velas
desplegadas, aparentemente el mismo navío que había sido avistado esa misma noche. A esas horas, el
viento había retrocedido hacia el este, y un temblor recorrió a todos los espectadores del acantilado
cuando presenciaron el terrible peligro en el que se encontraba la nave. Entre ella y el puerto había un
gran arrecife plano sobre el cual han chocado de tiempo en tiempo tantos buenos barcos, y que, con el
viento soplando en esa dirección, sería un obstáculo casi imposible de franquear en caso de que
intentase ganar la entrada del puerto. Ya era casi la hora de la marea alta, pero las olas eran tan
impetuosas que en sus senos casi se hacían visibles las arenas de la playa, y la goleta, con todas las
velas desplegadas, se precipitaba con tanta velocidad que, en las palabras de un viejo lobo de mar,
"debía de llegar a alguna parte, aunque sólo fuese al infierno".
Luego llegó otra ráfaga de niebla marina, más espesa que todas las anteriores; una masa de
neblina húmeda que pareció envolver a todas las cosas como un sudario gris y dejó asequible a los
hombres sólo el órgano del oído, pues el ruido de la tempestad, el estallido de los truenos y el retumbo de
las poderosas oleadas que llegaban a través del húmedo ambiente eran más fuertes que nunca. Los
rayos del reflector se mantuvieron fijos en la boca del puerto a través del muelle del este, donde se
esperaba el choque, y los hombres contuvieron la respiración. Repentinamente, el viento cambió hacia el
noreste, y el resto de la niebla marina se diluyó; y entonces, mirabile dictu, entre los muelles,
levantándose de ola en ola a medida que avanzaba a gran velocidad, entró la rara goleta con todas sus
velas desplegadas y alcanzó el santuario del puerto. El reflector la siguió, y un escalofrío recorrió a todos
los que la vieron, pues atado al timón había un cuerpo, con la cabeza caída, que se balanceaba
horriblemente hacia uno y otro lado con cada movimiento del barco. No se podía ver ninguna otra forma
sobre cubierta.
Un gran estado de reverencia y temor sobrecogió a todos cuando vieron que el barco, como por
milagro, había encontrado el puerto, ¡guiado solamente por las manos de un hombre muerto! Sin
embargo, todo se llevó a cabo más rápidamente de lo que tardo en escribir estas palabras. La goleta no
se detuvo, sino que, navegando velozmente a través del puerto, embistió en un banco de arena y grava
lavado por muchas mareas y muchas tormentas, situado en la esquina sureste del muelle que sobresale
bajo East Cliff, y que localmente es conocido como el muelle Tate Hill.
Por supuesto que cuando la nave embistió contra el montón de arena se produjo una sacudida
considerable. Cada verga, lazo y montante sufrió la sacudida, y una parte del mástil principal se vino
abajo. Pero lo más extraño de todo fue que, en el mismo instante en que tocó la orilla, un perro inmenso
saltó a cubierta desde abajo, y como si hubiese sido proyectado por el golpe, corrió hacia adelante y saltó
desde la proa a la arena. Corriendo directamente hacia el empinado acantilado donde el cementerio de la
iglesia cuelga sobre la callejuela que va hacia el muelle del este, tan pronunciadamente que algunas de
las lápidas (" transatlánticas" o "piedras atravesadas", como las llaman vernacularmente aquí en Whitby)
se proyectan de hecho donde el acantilado que la sostenía se ha derrumbado, y desapareció en la
oscuridad, que parecía intensificada justamente más allá de la luz del reflector.
Sucedió que por casualidad en aquellos momentos no había nadie en el muelle de Tate Hill, pues
todos aquellos cuyas casas se encontraban en la proximidad estaban, o en cama, o habían subido a las
alturas para ver mejor. Por eso el capitán del guardacostas de turno en el lado este del puerto, que de
inmediato corrió hacia el pequeño muelle, fue el primero que pudo subir a bordo. Los hombres que
manejaban el reflector, después de escudriñar la entrada al puerto sin ver nada, dirigieron la luz hacia el
buque abandonado y la mantuvieron allí. El capitán del guardacostas corrió sobre la cubierta de popa, y
cuando llegó al lado de la rueda se inclinó para examinarla, y retrocedió de pronto como si estuviera bajo
una fuerte emoción. Esto pareció picar la curiosidad general y un buen número de personas comenzaron
a correr. Es un buen trecho el que hay desde West Cliff pasando por el puente de Drawbridge hasta el
muelle de Tate Hill, pero su corresponsal es un corredor bastante bueno, y llegué con buena ventaja
sobre el resto de la gente. Sin embargo, cuando llegué, encontré en el muelle a una muchedumbre que
ya se había reunido, y a la cual el capitán del guardacostas y la policía no permitían subir a bordo. Por
cortesía del jefe de marineros se me permitió, como corresponsal que soy, subir a bordo, y fui uno de los
del pequeño grupo que vio al marinero muerto mientras se encontraba todavía atado a la rueda del timón.
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No era de extrañar que el capitán del guardacostas se hubiera sorprendido, o que hubiera sentido
temor, pues no es muy común que puedan verse cosas semejantes. El hombre estaba simplemente
atado de manos, una sobre otra, a la cabilla de la rueda del timón. Entre su mano derecha y la madera
había un crucifijo, estando los rosarios con los cuales se encontraba sujeto tanto alrededor de sus puños
como de la rueda, y todo fuertemente atado por las cuerdas que lo amarraban. El pobre sujeto puede ser
que haya estado sentado al principio, pero el aleteo y golpeteo de las velas habían hecho sus efectos en
el timón de la rueda y lo arrastraron hacia uno y otro lado, de tal manera que las cuerdas con que estaba
atado le habían cortado la carne hasta el hueso. Una detallada descripción del estado de cosas fue
hecha, y un médico, el cirujano J. M. Caffyn, de East Elliot Place, Nº 33, quien subió inmediatamente
después de mí, declaró después de hacer un examen que el hombre debió haber estado muerto por lo
menos durante dos días. En su bolsillo había una botella, cuidadosamente tapada con un corcho, y vacía,
salvo por un pequeño rollo de papel, que resultó ser el apéndice del diario de bitácora.
El capitán del guardacostas dijo que el hombre debió haber atado sus propias manos apretando
los nudos con sus dientes. El hecho de que el capitán del guardacostas fue el primero en subir a bordo,
puede evitar algunas complicaciones más tarde en la Corte del Almirantazgo; pues los guardacostas no
pueden reclamar el derecho de salvamento a que pueden optar todos los civiles que sean primeros en
encontrar un barco abandonado.
Sin embargo, los funcionarios legales ya se están moviendo, y un joven estudiante de leyes está
asegurando en altas y claras voces que los derechos del propietario ya están completamente
sacrificados, siendo retenida su propiedad en contravención a los estatutos de manos muertas, ya que la
caña del timón, como emblema, si no es prueba de posesión delegada, es considerada mano muerta. Es
innecesario decir que el marinero muerto ha sido reverentemente retirado del lugar donde mantenía su
venerable vigilancia y guardia (con una tenacidad tan noble como la del joven Casablanca), y ha sido
colocado en el depósito de cadáveres en espera de futuras pesquisas.
Ya esta pasando la repentina tormenta, y su ferocidad está menguando; la gente se desperdiga
en dirección a sus casas, y el cielo esta comenzando a enrojecer sobre la campiña de Yorkshire. Enviaré,
a tiempo para su próxima edición, más detalles del barco abandonado que encontró tan milagrosamente
la ruta hacia el puerto, en medio de la tormenta.
9 de agosto. La secuela al extraño arribo del barco abandonado en la tormenta de anoche es casi
más asombrosa que el hecho mismo. Resulta que la goleta es rusa, de Varna, y que es llamada
Demetrio. Está llena casi enteramente de lastre de arena de plata, con sólo una pequeña cantidad de
carga: muchas cajas grandes de madera llenas de tierra. Esta carga estaba consignada a un procurador
de Whitby, el señor S. F. Billington, de La Creciente, Nº 7, quien esta mañana fue a bordo y tomó
posesión formal de los bienes consignados a nombre de él. El cónsul ruso, también, actuando por el lado
del embarque, tomó posesión formal del barco y pagó todos los impuestos portuarios, etcétera. No se
habla de otra cosa aquí que de la extraña coincidencia; los empleados del Ministerio de Comercio han
sido exageradamente escrupulosos en ver que todos los trámites legales se cumplan de acuerdo con las
disposiciones vigentes.
Como el asunto parece que va a ser "un milagro de nueve días", están evidentemente
determinados a que no exista causa para mayores complicaciones. Se ha notado bastante interés por el
perro que saltó a tierra cuando el barco encalló, y más de un miembro de la A. P. C. A., que es muy fuerte
aquí en Whitby, ha tratado de hacerse cargo del animal. Pero para desconsuelo general, no ha sido
posible encontrarlo en ningún lado; más bien parece que ha desaparecido por completo del pueblo. Muy
bien puede ser que se encontrara aterrorizado y que haya corrido a refugiarse en los pantanos, donde
posiblemente está todavía escondido. Hay algunos que miran con miedo esta última posibilidad pues
podría ser que después se convirtiera en un peligro, ya que evidentemente se trata de una bestia feroz.
Temprano esta mañana, un perro grande, un mastín mestizo perteneciente a un comerciante de carbón
cercano al muelle de Tate Hill, apareció muerto en el camino situado enfrente al patio de su dueño. Había
estado peleando, y, manifiestamente tuvo a un oponente salvaje, pues tenía la garganta desgarrada y su
vientre estaba abierto como por una garra salvaje.
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Más tarde. Por amabilidad del inspector del Ministerio de Comercio, se me ha permitido que eche
una mirada al cuaderno de bitácora del Demetrio, que está en orden hasta hace tres días, pero que no
contenía nada de especial interés, excepto lo relativo a los hechos de hombres desaparecidos. El mayor
interés, sin embargo, se centra respecto al papel encontrado en la botella, que fue presentado hoy
durante las averiguaciones; y puedo asegurar que un cuento más extraño como el que parece deducirse
de ambas cosas, nunca se había atravesado en mi camino.
Como no hay motivos para guardar secreto, se me permite que los use y le envíe a usted un
relato detallado, omitiendo simplemente detalles técnicos de marinería y de sobrecargo. Casi parece
como si el capitán hubiese sido sobrecogido por una especie de manía antes de que hubiesen llegado
mar adentro, y que ésta se continuara desarrollando persistentemente a través del viaje. Por supuesto, mi
aseveración debe ser tomada cum grano, porque estoy escribiendo según lo dictado por un empleado del
cónsul ruso, quien amablemente traduce para mí, ya que hay poco tiempo.
CUADERNO DE BITÁCORA DEL "DEMETRIO"
De Verna a Whitby
Escrito el 18 de julio. Pasan cosas tan extrañas, de las que mantendré de aquí en adelante una
detallada información hasta que lleguemos a tierra.
El 6 de julio terminamos de embarcar el cargamento, arena de plata y cajas con tierra. Por la
tarde zarpamos. Viento del este, fresco. Tripulación, cinco manos..., dos oficiales, cocinero y yo (capitán).
El 11 de julio al amanecer entramos al Bósforo. Subieron a bordo empleados turcos de la aduana.
Propinas. Todo correcto. Reanudamos viaje a las 4 p. m.
12 de julio a través de los Dardanelos. Más empleados de aduana y barco insignia del escuadrón
de guardia. Otra vez propinas. El trabajo de los oficiales detallado, pero rápido. Querían deshacerse de
nosotros con prontitud. Al anochecer pasamos al archipiélago.
El 13 de julio pasamos cabo Matapán. La tripulación se encuentra insatisfecha por algo. Parece
asustada, pero no dice por qué.
El 14 de julio estuve un tanto ansioso por la tripulación. Todos los hombres son de confianza y
han navegado conmigo otras veces. El piloto tampoco pudo averiguar lo que sucede; sólo le dijeron que
había algo, y se persignaron. El piloto perdió los estribos con uno de ellos ese día y le dio un puñetazo.
Esperaba una pelea feroz, pero todo está tranquilo.
El 16 de julio el piloto informó en la mañana que uno de la tripulación, Petrovsky, ha
desaparecido. No pudo dar más datos. Tomó guardia a babor a las ocho campanas, anoche; fue relevado
por Abramov, pero no fue a acostarse a su litera. Los hombres, muy deprimidos, dijeron todos que ya
esperaban algo parecido, pero no dijeron más sino que había algo a bordo. El piloto se está poniendo
muy impaciente con ellos; temo más incidentes enojosos más tarde.
El 17 de julio, ayer, uno de los hombres, Olgaren, llegó a mi cabina y de una manera confidencial
y temerosa me dijo que él pensaba que había un hombre extraño a bordo del barco. Me narró que en su
guardia había estado escondido detrás de la cámara de cubierta, pues había lluvia de tormenta, cuando
vio a un hombre alto, delgado, que no se parecía a ninguno de la tripulación, subiendo la escalera de la
cámara y caminando hacia adelante sobre cubierta, para luego desaparecer. Lo siguió cautelosamente,
pero cuando llegó cerca de la proa no encontró a nadie, y todas las escotillas estaban cerradas. Le entró
un miedo pánico supersticioso, y temo que ese pánico pueda contagiarse a los demás. Adelantándome,
hoy haré que registren todo el barco cuidadosamente, de proa a popa.
Más tarde ese mismo día reuní a toda la tripulación y les dije que, como ellos evidentemente
pensaban que había alguien en el barco, lo registraríamos de proa a popa.
El primer oficial se enojó; dijo que era una tontería, y que ceder ante tan tontas ideas
desmoralizaría más a los hombres; dijo que él se comprometía a mantenerlos en orden a punta de
garrote. Lo dejé a él encargado del timón, mientras el resto comenzaba a buscar, manteniéndonos todos
unos al lado de otros, con linternas; no dejamos una esquina sin registrar. Como todo lo que había eran
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unas grandes cajas de madera, no había posibles resquicios donde un hombre se pudiera esconder. Los
hombres estaban mucho más aliviados cuando terminamos el registro, y se dedicaron a sus faenas con
alegría. El primer oficial refunfuñó, pero no dijo nada más.
22 de julio. Los últimos tres días, tiempo malo, y todas las manos ocupadas en las velas: no hay
tiempo para estar asustados. Los hombres parecen haber olvidado sus temores. El piloto, alegre otra vez,
y todo marcha muy bien. Elogié a los hombres por su magnífica labor durante el mal tiempo. Pasamos
Gibraltar y salimos de los estrechos.
Todo bien.
24 de julio. Parece que pesa una maldición sobre este barco. Ya teníamos una mano menos, y al
entrar en la bahía de Vizcaya con un tiempo de los diablos, otro hombre ha desaparecido anoche, sin
dejar rastro. Como el primero, dejó su guardia y no se lo volvió a ver. Todos los hombres tienen un miedo
pánico; envié una orden aceptando su solicitud de que se hagan guardias dobles, pues tienen miedo de
estar solos. El piloto, furioso. Temo que podamos tener algunos problemas, ya que o él o los hombres
pueden emplear la violencia.
28 de julio. Cuatro días de infierno, bamboleándonos en una especie de tifón, y con vientos
tempestuosos. Nadie ha podido dormir. Todos los hombres están cansados. Apenas sé cómo montar una
guardia, ya que ninguno está en condiciones de seguir adelante. El segundo oficial se ofreció
voluntariamente a timonear y hacer guardia, permitiendo así que los hombres pudieran dormir un par de
horas. El viento está amainando; el mar todavía terrorífico, pero se siente menos, ya que el barco ha
ganado estabilidad.
29 de julio. Otra tragedia. Esta noche tuvimos guardia sencilla, ya que la tripulación está muy
cansada para hacerla doble. Cuando la guardia de la mañana subió a cubierta no pudo encontrar a nadie
a excepción del piloto. Comenzó a gritar y todos subieron a cubierta. Minucioso registro, pero no se
encontró a nadie. Ahora estamos sin segundo oficial, y con la tripulación en gran pánico. El piloto y yo
acordamos ir siempre armados de ahora en adelante, y acechar cualquier señal de la causa.
30 de julio. Noche. Todos regocijados pues nos acercamos a Inglaterra. Tiempo magnífico, todas
las velas desplegadas. Me retiré por agotamiento; dormí profundamente; fui despertado por el oficial
diciéndome que ambos hombres, el de guardia y el piloto, habían desaparecido. Sólo quedamos dos
tripulantes, el primer oficial y yo, para gobernar el barco.
1 de agosto. Dos días de niebla y sin avistar una vela. Había esperado que en Canal de la
Mancha podríamos hacer señales pidiendo auxilio o llegar a algún lado. No teniendo fuerzas para trabajar
las velas, tenemos que navegar con el viento. No nos atrevemos a arriarlas, porque no podríamos izarlas
otra vez. Parece que se nos arrastra hacia un terrible desenlace. El primer oficial está ahora más
desmoralizado que cualquiera de los hombres. Su naturaleza más fuerte parece que ha trabajado en su
interior inversamente en contra de él. Los hombres están más allá del miedo, trabajando fuerte y
pacientemente, con sus mentes preparadas para lo peor. Son rusos; él es rumano.
2 de agosto, medianoche. Me desperté después de pocos minutos de dormir escuchando un
grito, que parecía dado al lado de mi puerta. No podía ver nada por la neblina. Corrí a cubierta y choqué
contra el primer oficial. Me dice que escuchó el grito y corrió, pero no había señales del hombre que
estaba de guardia. Otro menos. ¡Señor, ayúdanos! El primer oficial dice que ya debemos haber pasado el
estrecho de Dover, pues en un momento en que se aclaró la niebla alcanzó a ver North Foreland, en el
mismo instante en que escuchó el grito del hombre. Si es así, estamos ahora en el Mar del Norte, y sólo
Dios puede guiarnos en esta niebla, que parece moverse con nosotros; y Dios parece que nos ha
abandonado.
3 de agosto. A medianoche fui a relevar al hombre en el timón y cuando llegué no encontré a
nadie ahí. El viento era firme, y como navegamos hacia donde nos lleve, no había ningún movimiento. No
me atreví a dejar solo el timón, por lo que le grité al oficial. Después de unos segundos subió corriendo a
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cubierta en sus franelas. Traía los ojos desorbitados y el rostro macilento, por lo que temo mucho que
haya perdido la razón. Se acercó a mí y me susurró con voz ronca, colocando su boca cerca de mi oído,
como si temiese que el mismo aire escuchara: "Está aquí; ahora lo sé. Al hacer guardia anoche lo vi, un
hombre alto y delgado y sepulcralmente pálido. Estaba cerca de la proa, mirando hacia afuera. Me
acerqué a él a rastras y le hundí mi cuchillo; pero éste lo atravesó, vacío como el aire." Al tiempo que
hablaba sacó su cuchillo y empezó a moverlo salvajemente en el espacio. Luego, continuó: "Pero como
está aquí, lo encontraré. Está en la bodega, quizá en una de esas cajas. Las destornillaré una por una y
veré. Usted, sujete el timón." Y, con una mirada de advertencia, poniéndose el dedo sobre los labios, se
dirigió hacia abajo. Se estaba alzando un viento peligroso, y yo no podía dejar el timón. Lo vi salir otra vez
a cubierta con una caja de herramientas y una linterna y descender por la escotilla delantera. Está loco;
completamente delirante de locura, y no tiene sentido que trate de detenerlo. No puede hacer daño a
esas grandes cajas: están detalladas como "arcilla", y que las arrastre de un lado a otro no tiene ninguna
importancia. Así es que aquí me quedo, cuido del timón y escribo estas notas.
Sólo puedo confiar en Dios y esperar a que la niebla se aclare. Entonces, si puedo pilotear la
nave hacia cualquier puerto con el viento que haya, arriaré las velas y me quedaré descansando,
haciendo señales, pidiendo auxilio...
Ya casi todo ha terminado. Justamente cuando estaba comenzando a pensar que el primer oficial
podría regresar más calmado, pues lo escuché martillando algo en la bodega, y trabajar le hace bien,
subió por la escotilla un grito repentino que me heló la sangre; y apareció él sobre cubierta como
disparado por un arma, completamente loco, con los ojos girando y el rostro convulso por el miedo.
"¡Sálvame, sálvame!", gritó, y luego miró a su alrededor al manto de neblina. Su horror se volvió
desesperación, y con voz tranquila dijo: "Sería mejor que usted también viniera, capitán, antes de que
sea demasiado tarde. Está aquí. Ahora conozco el secreto. ¡El mar me salvará de él, y es todo lo que
queda!" Antes de que yo pudiera decir una palabra, o pudiera adelantarme para detenerlo, saltó a la
amura, y deliberadamente se lanzó al mar. Supongo que ahora yo también conozco el secreto. Fue este
loco el que despachó a los hombres uno a uno y ahora él mismo los ha seguido. ¡Dios me ayude! ¿Cómo
voy a poder dar parte de todos estos horrores cuando llegue a puerto? ¡Cuando llegue a puerto! ¿Y
cuándo será eso?
4 de agosto. Todavía niebla, que el sol no puede atravesar. Sé que el sol ha ascendido porque
soy marinero, pero no sé por qué otros motivos. No me atrevo a ir abajo; no me atrevo a abandonar el
timón; así es que pasé aquí toda la noche, y en la velada oscuridad de la noche lo vi, ¡a él! Dios me
perdone, pero el oficial tuvo razón al saltar por la borda. Era mejor morir como un hombre; la muerte de
un marinero en las azules aguas del mar no puede ser objetada por nadie. Pero yo soy el capitán, y no
puedo abandonar mi barco. Pero yo frustraré a este enemigo o monstruo, pues cuando las fuerzas
comiencen a fallarme ataré mis manos al timón, y junto con ellas ataré eso a lo cual esto —¡él! no se
atreve a tocar; y entonces, venga buen viento o mal viento, salvaré mi alma y mi honor de capitán. Me
estoy debilitando, y la noche se acerca. Si puede verme otra vez a la cara pudiera ser que no tuviese
tiempo de actuar... Si naufragamos, tal vez se encuentre esta botella, y aquellos que me encuentren
comprenderán; si no... Bien, entonces todos los hombre sabrán que he sido fiel a mi juramento. Dios y la
Virgen Santísima y los santos ayuden a una pobre alma ignorante que trata de cumplir con su deber...
Por supuesto, el veredicto fue de absolución. No hay evidencia que aducir; y si fue el hombre
mismo quien cometió los asesinatos, o no fue él, es algo que nadie puede atestiguar. El pueblo aquí
sostiene casi universalmente que el capitán es simplemente un héroe, y se le va a enterrar con todos los
honores. Ya está arreglado que su cuerpo debe ser llevado con un tren de botes por un trecho a lo largo
del Esk, y luego será traído de regreso hasta el muelle de Tate Hill y subido por la escalinata hasta la
abadía; pues se ha dispuesto que sea enterrado en el cementerio de la iglesia, sobre el acantilado. Los
propietarios de más de cien barcazas ya han dado sus nombres, señalando que desean seguir el cortejo
fúnebre del capitán.
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No se han encontrado rastros del inmenso perro; por esto hay mucha tristeza, ya que, con la
opinión pública en su presente estado, el animal hubiera sido, creo yo, adoptado por el pueblo. Mañana
será el funeral, y así terminará este nuevo "misterio del mar".
Del diario de Mina Murray
8 de agosto. Lucy pasó toda la noche muy intranquila, y yo tampoco pude dormir. La tormenta fue
terrible, y mientras retumbaba fuertemente entre los tiestos de la chimenea, me hizo temblar. Al llegar una
fuerte ráfaga de viento, parecía el disparo de un cañón distante. Cosa bastante rara, Lucy no se despertó;
pero se levantó dos veces y se vistió. Por fortuna, en cada ocasión me desperté a tiempo y me las arreglé
para desvestirla sin despertarla, metiéndola otra vez en cama. Es cosa muy rara este su sonambulismo,
pues tan pronto como su voluntad es frustrada de cualquier manera física, su intención, si es que la tiene,
desaparece, y se entrega casi exactamente a la rutina de su vida.
Temprano esta mañana nos levantamos las dos y bajamos hasta el puerto para ver si había
sucedido algo durante la noche. Había muy poca gente en los alrededores, y aunque el sol estaba
brillando y el aire estaba claro y fresco, las grandes olas amenazantes, que parecían más oscuras de lo
que eran debido a que la espuma las coronaba con penachos de nieve, se abrían paso a través de la
estrecha boca del puerto, como un hombre que camina a codazos entre una multitud. Sin razón aparente
me sentí contenta de que Jonathan no hubiera estado en el mar, sino en tierra. Pero, ¡oh!, ¿está en tierra
o en mar? ¿Dónde está él, y cómo? Me estoy poniendo verdaderamente ansiosa por su paradero. ¡Si
sólo supiera lo que debo hacer, y si pudiera hacer algo!
10 de agosto. Los funerales del pobre capitán, hoy, fueron de lo más conmovedor. Todos los
botes del puerto parecían estar ahí, y el féretro fue llevado en hombros por capitanes todo el camino,
desde el muelle de Tate Hill hasta el cementerio de la iglesia. Lucy vino conmigo, y nos fuimos muy
temprano a nuestro viejo asiento, mientras el cortejo de botes remontó el río hasta el viaducto y luego
descendió nuevamente. Tuvimos una vista magnífica, y vimos la procesión casi durante todo el viaje. Al
pobre hombre lo pusieron a descansar cerca de nuestro asiento, de tal manera que nosotras nos
paramos y, cuando llegó la hora, pudimos verlo todo. La pobre Lucy parecía estar muy nerviosa. Estuvo
todo el tiempo inquieta y alterada, y no puedo sino pensar que sus sueños de la noche le están
afectando. Hay algo muy extraño: no quiere admitirme a mí que hay alguna causa para su desasosiego; o
si hay alguna causa, ella misma no la comprende. Hay un motivo adicional en el hecho de que el pobre
anciano, el señor Swales, fue encontrado muerto esta mañana en nuestro asiento, con la nuca quebrada.
Evidentemente, como dijo el médico, cayó de espaldas sobre el asiento, presa de miedo, pues en su
rostro había una mirada de temor y horror, que los hombres decían los hacía temblar. ¡Pobre querido
anciano! ¡Quizá ha visto a la muerte con sus ojos moribundos! Lucy es tan dulce y siente las influencias
más agudamente que otra gente.
Ahora mismo está muy excitada por un pequeño detalle al que yo no le presté mucha atención,
aunque yo misma quiero mucho a los animales. Uno de los hombres que siempre subía aquí para mirar
los botes era seguido por su perro. El perro siempre estaba con él. Los dos son muy tranquilos, y yo
nunca vi al hombre enojado, ni escuché que el perro ladrara. Durante el servicio el perro no quiso
acercarse a su dueño, que estaba sobre el asiento con nosotras, sino que se mantuvo a unos cuantos
metros de distancia y ladrando y aullando. Su dueño le habló primero suavemente, luego en tono más
áspero, y finalmente muy enojado; pero el animal no quiso acercarse ni cesó de hacer ruido. Estaba
poseído como por una especie de rabia, con sus ojos brillándole salvajemente, y todos los pelos erizados
como la cola de un gato cuando se está preparando para la pelea. Finalmente, también el hombre se
enojó, y saltando del asiento le dio puntapiés al perro, y luego, tomándolo por el pescuezo, lo arrastró y lo
tiró sobre la lápida en la cual está montado el asiento. En el momento en que tocó la lápida la pobre
criatura recobró su actitud pacífica, pero comenzó a temblar desesperadamente. No trató de irse, sino
que se enroscó, temblando y agachándose, y se encontraba en tal estado de terror que yo traté de
calmarlo, aunque sin efecto, Lucy también sintió compasión, pero no intentó tocar al perro sino que sólo
lo miró con lástima. Temo mucho que tenga una naturaleza demasiado sensible como para que pueda
andar por el mundo sin problemas. Estoy segura de que esta misma noche soñará con todo lo que ha
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sucedido. Toda la acumulación de hechos extraños (el barco piloteado hasta el puerto por un hombre
muerto; su actitud, atado al timón con un crucifijo y rosarios; el emotivo funeral; el perro, unas veces
furioso y otras aterrorizado) le dará abundante material para sus sueños.
Creo que para ella lo mejor sería retirarse a su cama, cansada físicamente, por lo que la llevaré a
dar una larga caminata por los acantilados de la bahía de Robin Hood, y luego de regreso. No creo que
después le queden muchas inclinaciones para caminar dormida.
VIII.— DEL DIARIO DE MINA MURRAY
Mismo día, 11 p. m. ¡Oh, cómo estoy cansada! Si no fuera porque he tomado como un deber
escribir en mi diario todas las noches, hoy no lo abriría. Tuvimos un paseo encantador. Después de un
rato, Lucy estaba de mejor humor, debido, creo, a unas pacíficas vacas que llegaron a olfatearnos en el
campo cerca del faro, y nos sacaron completamente de quicio. Creo que lo olvidamos todo, excepto, por
supuesto, el temor personal, y esto pareció borrarlo todo y damos la oportunidad de comenzar de nuevo.
Tomamos un magnífico "té a la inglesa" en una pequeña y simpática posada, de antiguo estilo, en
la bahía de Robin Hood, con una ventana arqueada que daba a las rocas cubiertas de algas marinas en
la playa. Creo que hubiéramos asustado a la "Nueva Mujer" con nuestros apetitos. ¡Los hombres son más
tolerantes, benditos sean! Luego, emprendimos la caminata de regreso a casa, haciendo alguna o más
bien muchas paradas para descansar, y con nuestros corazones en constante temor por los toros
salvajes. Lucy estaba verdaderamente cansada, y teníamos la intención de escabullirnos a cama tan
pronto como pudiéramos. Sin embargo, llegó el joven cura, y la señora Westenra le pidió que se quedara
a cenar. Lucy y yo, ambas, tuvimos una pelea por ello con el molendero; yo sé que de mi parte fue una
pelea muy dura, y soy bastante heroica.
Creo que algún día los obispos deben reunirse y ver cómo crían una nueva clase de curas, que
no acepten a quedarse a cenar, sin importar cuánto se insista, y que sepan cuándo las muchachas están
cansadas. Lucy está dormida y respira suavemente. Tiene más color en las mejillas que otras veces, ¡y
su aspecto es tan dulce! Si el Señor Holmwood se enamoró de ella viéndola solamente en la sala, me
pregunto qué diría si pudiera verla ahora. Algunas de las escritoras de la "Nueva Mujer" pondrían en
práctica algún día la idea de que los hombres y las mujeres deben poder verse primero durmiendo antes
de hacer proposiciones o aceptar. Pero yo supongo que la "Nueva Mujer" no condescenderá en el futuro
a aceptar; ella misma hará la propuesta por su cuenta. ¡Y bonito va a ser el trabajo que tendrá! En esto
hay alguna consolación. Esta noche estoy muy contenta porque mi querida Lucy parece estar bastante
mejor.
Realmente creo que ya ha doblado la esquina, y que los problemas motivados por su
sonambulismo han sido superados. Estaría completamente feliz con sólo tener noticias de Jonathan...
Dios lo bendiga y lo guarde.
11 de agosto, 3 a. m. No tengo sueño, por lo que mejor será que escriba. Estoy demasiado
agitada para poder dormir. Hemos tenido una aventura extraordinaria; una experiencia muy dolorosa. Me
quedé dormida tan pronto como cerré mi diario...
Repentinamente desperté del todo, y me senté, con una terrible sensación de miedo en todo el
cuerpo; con un sentimiento de vacío alrededor de mí. El cuarto estaba a oscuras, por lo que no podía ver
la cama de Lucy; me acerqué a ella y la busqué a tientas. La cama estaba vacía. Encendí un fósforo y
descubrí que ella no estaba en el cuarto. La puerta estaba cerrada, pero no con llave como yo la había
dejado. Temí despertar a su madre, que últimamente ha estado bastante enferma, por lo que me puse
alguna ropa y me apresté a buscarla. En el instante en que dejaba el cuarto se me ocurrió que las ropas
que ella llevara puestas me podrían dar alguna pista de sus sonámbulas intenciones. La bata significaría
la casa; un vestido, la calle. Pero tanto la bata como sus vestidos estaban en su lugar. "Dios mío", me dije
a mí misma, "no puede estar lejos, ya que sólo lleva su camisón de dormir." Bajé corriendo las escaleras
y miré en la sala. ¡No estaba allí! Entonces busqué en los otros cuartos abiertos de la casa, con un frío
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temor siempre creciente en mi corazón. Finalmente llegué a la puerta del corredor y la encontré abierta.
No estaba abierta del todo, pero el pestillo de la cerradura no estaba corrido. La gente de la casa siempre
es muy cuidadosa al cerrar la puerta todas las noches, por lo que temí que Lucy se hubiera ido tal como
andaba. No había tiempo para pensar en lo que pudiera ocurrir; un miedo vago, invencible, oscureció
todos los detalles. Tomé un chal grande y pesado, y corrí hacia afuera. El reloj estaba dando la una
cuando estaba en la Creciente, y no había ni un alma a la vista. Corrí a lo largo de la Terraza Norte, pero
no pude ver señales de la blanca figura que esperaba encontrar. Al borde de West Cliff, sobre el muelle,
miré a través del puerto hacia East Cliff, con la esperanza o el temor, no sé cuál, de ver a Lucy en nuestro
asiento favorito. Había una luna llena, brillante, con rápidas nubes negras y pesadas, que daban a toda la
escena una diorama de luz y sombra a medida que cruzaban navegando; por unos instantes no pude ver
nada, pues la sombra de una nube oscurecía la iglesia de Santa María y todo su alrededor. Luego, al
pasar la nube, pude ver las ruinas de la abadía que se hacían visibles; y cuando una estrecha franja de
luz tan aguda como filo de espada pasó a lo largo, pude ver a la iglesia y el cementerio de la iglesia
aparecer dentro del campo de luz. Cualquiera que haya sido mi expectación, no fue defraudada, pues allí,
en nuestro asiento, la plateada luz de la luna iluminó una figura a medias reclinada, blanca como la nieve.
La llegada de la nube fue demasiado rápida para mí, y no me permitió ver mucho, pues las sombras
cayeron sobre la luz casi de inmediato; pero me pareció como si algo oscuro estuviera detrás del asiento
donde brillaba la figura blanca, y se inclinaba sobre ella. Si era hombre o bestia, es algo que no puedo
decir. No esperé a poder echar otra mirada, sino que descendí corriendo las gradas hasta el muelle y me
apresuré a través del mercado de pescado hasta el puente, que era el único camino por el cual se podía
llegar a East Cliff. El pueblo parecía muerto, pues no había un alma por todo el lugar. Me regocijó de que
fuera así, ya que no deseaba ningún testigo de la pobre condición en que se encontraba Lucy. El tiempo
y la distancia parecían infinitos, y mis rodillas temblaban y mi respiración se hizo fatigosa mientras subía
afanosamente las interminables gradas de la abadía. Debo haber corrido rápido, y sin embargo, a mí me
parecía que mis pies estaban cargados de plomo, y como si cada coyuntura de mi cuerpo estuviera
enmohecida.
Cuando casi había llegado arriba pude ver el asiento y la blanca figura, pues ahora ya estaba lo
suficientemente cerca como para distinguirla incluso a través del manto de sombras. Indudablemente
había algo, largo y negro, inclinándose sobre la blanca figura medio reclinada. Llena de miedo, grité:
"¡Lucy! ¡Lucy!", y algo levantó una cabeza, y desde donde estaba pude ver un rostro blanco de ojos rojos
y relucientes. Lucy no me respondió y yo corrí hacia la entrada del cementerio de la iglesia. Al tiempo que
entraba, la iglesia quedó situada entre yo y el asiento, y por un minuto la perdí de vista.
Cuando la divisé nuevamente, la nube ya había pasado, y la luz de la luna iluminaba el lugar tan
brillantemente que pude ver a Lucy medio reclinada con su cabeza descansando sobre el respaldo del
asiento. Estaba completamente sola, y por ningún lado se veían señales de seres vivientes.
Cuando me incliné sobre ella pude ver que todavía dormía. Sus labios estaban abiertos, y ella
estaba respirando, pero no con la suavidad acostumbrada sino a grandes y pesadas boqueadas, como si
tratara de llenar plenamente sus pulmones a cada respiro.
Al acercarme, subió la mano y tiró del cuello de su camisón de dormir, como si sintiera frío. Sin
embargo, siguió dormida. Yo puse el caliente chal sobre sus hombros, amarrándole fuertemente las
puntas alrededor del cuello, pues temía mucho que fuese a tomar un mortal resfrío del aire de la noche,
así casi desnuda como estaba. Temí despertarla de golpe, por lo que, para poder tener mis manos libres
para ayudarla, le sujeté el chal cerca de la garganta con un imperdible de gran tamaño; pero en mi
ansiedad debo haber obrado torpemente y la pinché con él, porque al poco rato, cuando su respiración se
hizo más regular, se llevó otra vez la mano a la garganta y gimió. Una vez que la hube envuelto
cuidadosamente, puse mis zapatos en sus pies y comencé a despertarla con mucha suavidad. En un
principio no respondía: pero gradualmente se volvió más y más inquieta en su sueño, gimiendo y
suspirando ocasionalmente. Por fin, ya que el tiempo pasaba rápidamente y, por muchas otras razones,
yo deseaba llevarla a casa de inmediato, la zarandeé con más fuerza, hasta que finalmente abrió los ojos
y despertó. No pareció sorprendida de verme, ya que, por supuesto, no se dio cuenta de inmediato de en
dónde nos encontrábamos. Lucy se despierta siempre con bella expresión, e incluso en aquellos
momentos, en que su cuerpo debía estar traspasado por el frío y su mente espantada al saber que había
caminado semidesnuda por el cementerio en la noche, no pareció perder su gracia. Tembló un poco y me
abrazó fuertemente; cuando le dije que viniera de inmediato conmigo de regreso a casa, se levantó sin
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decir palabra y me obedeció como una niña. Al comenzar a caminar, la grava me lastimó los pies, y Lucy
notó mi salto. Se detuvo y quería insistir en que me pusiera mis zapatos, pero yo me negué. Sin embargo,
cuando salimos al sendero afuera del cementerio, donde había un charco de agua, remanente de la
tormenta, me unté los pies con lodo usando cada vez un pie sobre el otro, para que al ir a casa, nadie, en
caso de que encontráramos a alguien, pudiera notar mis pies descalzos.
La fortuna nos favoreció y llegamos a casa sin encontrar un alma. En una ocasión vimos a un
hombre, que no parecía estar del todo sobrio, cruzándose por una calle enfrente de nosotros; pero nos
escondimos detrás de una puerta hasta que desapareció por un campo abierto como los que abundan
por aquí, pequeños atrios inclinados, o winds, como los llaman en Escocia. Durante todo este tiempo mi
corazón palpitó tan fuertemente que por momentos pensé que me desmayaría. Estaba llena de ansiedad
por Lucy, no tanto por su salud, a pesar de que podía afectarle el aire frío, sino por su reputación en caso
de que la historia de lo sucedido se hiciera pública. Cuando entramos, y una vez que hubimos lavado
nuestros pies y rezado juntas una oración de gracias, la metí en cama. Antes de quedarse dormida me
pidió, me imploró, que no dijese una palabra a nadie, ni siquiera a su madre, de lo que había pasado
aquella noche.
Al principio dudé de hacer la promesa; pero al pensar en el estado de salud de su madre, y cómo
la excitaría la noticia de un acontecimiento como aquél, y pensando además cómo podía ser retorcida
aquella historia (no, sería infaliblemente falsificada) en caso de que fuese conocida, pensé que era más
cuerdo prometer lo que se me pedía. Espero que haya obrado bien. He cerrado la puerta y he atado la
llave a mi muñeca, por lo que tal vez no vuelva a ser perturbada. Lucy está durmiendo profundamente; el
reflejo de la aurora aparece alto y lejos sobre el mar...
Mismo día, por la tarde. Todo marcha bien. Lucy durmió hasta que yo la desperté y pareció que
no había cambiado siquiera de lado. La aventura de la noche no parece haberle causado ningún daño;
por el contrario, la ha beneficiado, pues está mucho mejor esta mañana que en las últimas semanas. Me
sentí triste al notar que mi torpeza con el imperdible la había herido. De hecho, pudo haber sido algo
serio, pues la piel de su garganta estaba agujereada. Debo haber agarrado un pedazo de piel con el
imperdible, atravesándolo, pues hay dos pequeños puntos rojos como agujeritos de alfiler, y sobre el
cuello de su camisón de noche había una gota de sangre. Cuando me disculpé y le mostré mi
preocupación por ello, Lucy rió y me consoló, diciendo que ni siquiera lo había sentido. Afortunadamente,
no le quedará cicatriz, ya que son orificios diminutos.
Mismo día, por la noche. Hemos pasado el día muy contentas. El aire estaba claro, el sol brillante
y había una fresca brisa. Llevamos nuestro almuerzo a los bosques de Mulgrave; la señora Westenra
conduciendo por el camino, Lucy y yo caminando por el sendero del desfiladero y encontrándonos con
ella en la entrada. Yo me sentí un poco triste, pues pude darme cuenta de cómo hubiera sido
absolutamente feliz si hubiera tenido a Jonathan a mi lado. Pero, ¡vaya! Sólo debo ser paciente. Por la
noche dimos una caminata hasta el casino Terraza, y escuchamos alguna buena música por Spohr y
Mackenzie, y nos acostamos muy temprano. Lucy parece estar más tranquila de lo que había estado en
los últimos tiempos, y yo me dormí de inmediato. Aseguraré la puerta y guardaré la llave de la misma
manera que antes, pues no creo que esta noche haya ningún problema.
12 de agosto. Mis predicciones fueron erróneas, pues dos veces durante la noche fui despertada
por Lucy, que estaba tratando de salir. Parecía, incluso dormida, estar un poco impaciente por encontrar
la puerta cerrada con llave, y se volvió a acostar profiriendo quejidos de protesta. Desperté al amanecer y
oí los pájaros piando fuera de la ventana. Lucy despertó también, y yo me alegré de ver que estaba
incluso mejor que ayer por la mañana. Toda su antigua alegría parece haber vuelto, y se pasó a mi cama
apretujándose a mi lado para contarme todo lo de Arthur. Yo le dije a ella cómo estaba ansiosa por
Jonathan, y entonces, trató de consolarme. Bueno, en alguna medida lo consiguió, ya que aunque la
conmiseración no puede alterar los hechos, sí puede contribuir a hacerlos más soportables.
13 de agosto. Otro día tranquilo, y me fui a cama con la llave en mi muñeca como antes. Otra vez
desperté por la noche y encontré a Lucy sentada en su cama, todavía dormida, señalando hacia la
ventana. Me levanté sigilosamente, y apartando la persiana, miré hacia afuera. La luna brillaba
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esplendorosamente, y el suave efecto de la luz sobre el mar y el cielo, confundidos en un solo misterio
grande y silencioso, era de una belleza indescriptible. Entre yo y la luz de la luna aleteaba un gran
murciélago, que iba y venía describiendo grandes círculos. En un par de ocasiones se acercó bastante,
pero supongo que, asustándose al verme, voló de regreso, alejándose en dirección al puerto y a la
abadía. Cuando regresé de la ventana, Lucy se había acostado de nuevo y dormía pacíficamente. No
volvió a moverse en toda la noche.
14 de agosto. He estado en East Cliff, leyendo y escribiendo todo el día. Lucy parece haberse
enamorado tanto de este lugar como yo, y es muy difícil arrancarla de aquí cuando llega la hora de
regresar a casa para comer, tomar el té, o cenar. Esta tarde hizo un comentario muy extraño. Veníamos
de camino a casa para la cena, y habíamos llegado hasta las gradas superiores del puente Oeste,
deteniéndonos para mirar el paisaje como siempre lo hacemos. El sol poniente, muy bajo en el horizonte,
se estaba ocultando detrás de Kettleness; la luz roja caía sobre East Cliff y la vieja abadía, y parecía
bañarlo todo con un bello resplandor color de rosa. Estuvimos unos momentos en silencio, y de pronto
Lucy murmuró como para sí misma:
—¡Otra vez sus ojos rojos! Son exactamente los mismos.
Aquella fue una expresión tan rara, sin venir a colación, que me dejó perpleja.
Me aparté un poco, lo suficiente para ver a Lucy bien sin parecer estar mirándola, y vi que estaba
en un estado de duermevela, con una expresión tan rara en el rostro, que no pude descifrar; por eso no
dije nada, pero seguí sus ojos. Parecía estar mirando nuestro propio asiento, donde en aquellos instantes
estaba sentada una oscura y solitaria figura.
Yo misma me sentí un poco inquieta, pues por unos momentos pareció que aquel desconocido
tenía grandes ojos como llamas fulgurantes; pero una segunda mirada disipó la ilusión. La roja luz del sol
estaba brillando sobre las ventanas de la iglesia de Santa María, situada detrás de nuestro asiento, y al
ponerse el sol había justamente suficiente cambio en la refracción y reflexión de la luz como para dar la
apariencia de que la luz se movía. Llamé la atención de Lucy hacia ese efecto peculiar, y ella pareció
volver en sí con un sobresalto, aunque al mismo tiempo pareció muy triste. Es posible que estuviera
pensando en la terrible noche que había pasado allá arriba. Nunca hablamos de ella; por eso no dije
nada, y nos fuimos a casa a cenar. Lucy tenía dolor de cabeza y se acostó temprano. Cuando la vi
dormida, salí a dar un pequeño paseo yo sola; caminé a lo largo de los acantilados situados al oeste, y
estaba llena de una dulce tristeza, pues pensaba en Jonathan. Al regresar a casa (la luz de la luna
brillaba intensamente; tan intensamente que, aunque el frente de nuestra parte de la Creciente estaba en
la sombra, todo podía verse distintamente) eché una mirada a nuestra ventana y vi la cabeza de Lucy
reclinándose hacia fuera. Pensé que quizá estaba en espera de mi regreso, por lo que abrí mi pañuelo y
lo agité. Sin embargo, ella no lo notó, no hizo ningún movimiento. En esos momentos, la luz de la luna se
arrastró alrededor de un ángulo del edificio, y sus rayos cayeron sobre la ventana. Allí estaba Lucy, con la
cabeza reclinada contra el lado del antepecho de la ventana, y con los ojos cerrados.
Estaba profundamente dormida, y a su lado, posado en el antepecho de la ventana, había algo
que parecía ser un pájaro de regular tamaño. Sentí temor de que pudiera resfriarse, por lo que corrí
escaleras arriba, pero cuando llegué al cuarto ella ya iba de regreso a su cama, profundamente dormida y
respirando pesadamente; se llevaba la mano al cuello, como si lo protegiera del frío.
No la desperté, sino que la arropé lo mejor que pude; comprobé que la puerta estuviera bien
cerrada, y la ventana también. ¡Es tan dulce cuando duerme! Pero está más pálida que de costumbre, y
en sus ojos hay una mirada cansada, macilenta, que no me agrada. Temo que esté inquieta por algo.
Desearía averiguar qué es.
15 de agosto. Me levanté más tarde que de costumbre. Lucy está lánguida y cansada, y durmió
hasta después de que habíamos sido llamadas. En el desayuno tuvimos una grata sorpresa. El padre de
Arthur está mejorado, y quiere que el casamiento se efectúe lo más pronto posible. Lucy está llena de
callado regocijo, y su madre está a la vez alegre y triste. Más tarde me dijo la causa. Está melancólica por
tener que perder a Lucy, pero le alegra que pronto ella vaya a tener alguien que la proteja. ¡Pobre señora,
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tan querida y dulce! Me hizo la confidencia de que ya pronto morirá. No le ha dicho nada a Lucy, y me
hizo prometer guardar el secreto; su médico le ha dicho que dentro de unos meses, a lo sumo, va a morir,
pues su corazón se esta debilitando. En cualquier momento, incluso ahora, una impresión repentina le
produciría casi seguramente la muerte. ¡Ah! Hicimos bien en no contarle lo ocurrido aquella terrible noche
de sonambulismo de Lucy.
17 de agosto. No he escrito nada durante dos días seguidos. No he tenido ganas de hacerlo. Una
especie de oscuro sino parece estarse cirniendo sobre nuestra felicidad. Ninguna noticia de Jonathan, y
Lucy parece estar cada vez más débil, mientras las horas de su madre se están acercando al desenlace
final. No comprendo cómo Lucy se esta apagando como lo hace. Come bien y duerme bien, y goza del
aire fresco; pero todo el tiempo las rosas en sus mejillas están marchitándose y día a día se vuelve más
débil y más lánguida; por las noches la escucho boqueando como si le faltara el aire. Siempre tengo la
llave de la puerta atada a mi puño durante la noche, pero ella se levanta y camina de un lado a otro del
cuarto, y se sienta ante la abierta ventana. Anoche la encontré reclinándose hacia afuera, y cuando traté
de despertarla no pude; estaba desmayada. Cuando conseguí hacer que volviera en sí estaba
sumamente débil y lloraba quedamente entre largos y dolorosos esfuerzos por aspirar aire.
Cuando le pregunté como había podido ir hacia la ventana, sacudió la cabeza y la volvió hacia el
otro lado de la almohada. Espero que su enfermedad no se deba a ese malhadado piquete de alfiler.
Observé su garganta una vez que se hubo dormido, y las punturas no parecían haber sanado. Todavía
están abiertas las cicatrices, e incluso más anchas que antes; sus bordes aparecen blanquecinos, como
pequeñas manchas blancas con centros rojos. A menos que sanen en uno o dos días, insistiré en que las
vea el médico.
Carta de Samuel F. Billington e hijo, procuradores, en Whitby,
a los señores Carter, Paterson y Cía., en Londres
17 de agosto
"Estimados señores:
"Anexas a la presente les enviamos las mercancías enviadas por el Gran Ferrocarril del Norte.
Las mismas han de ser entregadas en Carfax, cerca de Purfleet, inmediatamente después de recibirse
las mercancías en la estación de King's Cross. Actualmente la casa está vacía, pero les enviamos
también las llaves, todas ellas rotuladas.
"Sírvanse depositar las cajas, cincuenta en total, las cuales constituyen el envío, en el edificio
parcialmente derruido que forma parte de la casa, y que está marcado con 'A' en el plano esquemático
que les enviamos. Su agente reconocerá fácilmente el lugar, ya que es la antigua capilla de la mansión.
Las mercancías, salen por tren a las 9:30 de la noche; llegarán a King's Cross mañana por la tarde a las
4:30. Como nuestro cliente desea que la entrega se haga lo más rápidamente posible, mucho les
agradeceríamos que tuvieran preparada alguna gente en King's Cross a la hora indicada, para efectuar el
traslado de la mercancía a su destino. Para evitar cualquier demora posible debida a trámites de rutina,
tales como pagos en sus departamentos, les enviamos anexo cheque por diez libras (£ 10), cuyo recibo
le agradeceríamos nos remitieran. Si los gastos son inferiores a esta cantidad, pueden devolver el saldo;
si son más, les enviaremos de inmediato un cheque por la diferencia al tener noticias de ustedes. Al
terminar la entrega, sírvanse dejar las llaves en el corredor principal de la casa, donde el propietario
pueda recogerlas al entrar en la casa mediante la llave que él posee.
"Por favor no piensen que nos excedemos en los límites de la cortesía mercantil, al insistir por
todos los medios en que efectúen este trabajo con la mayor rapidez posible.
"Quedamos de ustedes, estimados señores, sus Attos. y Ss. Ss.
SAMUEL F. BILLINGTON E HIJO "
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Carta de los señores Carter, Paterson y Cía., en Londres, a los señores
Billington e Hijo, en Whitby
21 de agosto
“Estimados señores:
"Acusamos recibo de £ 10 y les enviamos por £ 1 17s. 9d, excedente, tal como lo muestran los
recibos incluidos. La mercancía ha sido entregada según sus instrucciones, y las llaves quedaron en un
paquete en el corredor principal, tal como se nos pidió.
"Quedamos de ustedes, estimados señores, con todo respeto,
CARTER, PATERSON Y CÍA."
Del diario de Mina Murray
18 de agosto. Hoy estoy muy contenta, y escribo sentada en el asiento del cementerio de la
iglesia. Lucy está mucho mejor. Anoche durmió bien toda la noche, y no me molestó ni una vez. Parece
que ya las rosas regresan a sus mejillas, aunque todavía está tristemente pálida y descolorida. Yo
entendería su situación si estuviera anémica, pero no es el caso. Está de muy buen humor, y llena de
vida y alegría. Toda aquella mórbida reticencia parece haberla abandonado, y hace justamente un
momento me recordó, como si yo necesitara que me la recordaran, aquella noche, y lo que sucedió aquí,
en este mismo asiento, donde la encontré dormida. Al tiempo que me hablaba taconeaba
juguetonamente con el tacón de su bota sobre la lápida, y dijo:
—¡Mis pobres pies no hacían mucho ruido entonces! Me atrevo a decir que el pobre señor
Swales me habría dicho que era porque yo no quería despertar a Geordie.
Como estaba tan comunicativa, le pregunté si había tenido algún sueño esa noche. Antes de
responderme, esa su mirada tan dulce y traviesa asomó a su cara, la cual dice Arthur (lo llamo Arthur por
costumbre de ella) que ama; y, de hecho, no me extraña que así sea. Entonces, continuó de una manera
ensoñadora, como si estuviera tratando de recordar lo sucedido.
—No soñé propiamente, pero todo parecía ser muy real. Sólo quería estar aquí en este lugar, sin
saber por qué, pues tenía miedo de algo, no sé de qué. Aunque supongo que estaba dormida, recuerdo
haber pasado por las calles y sobre el puente. Al tiempo que pasaba saltó un pez, yo me incliné para
verlo y escuché muchos perros aullando; tantos, que todo el pueblo parecía estar lleno de perros que
aullaban al mismo tiempo, mientras yo subía las gradas. Luego tuve una vaga sensación de algo largo y
oscuro con ojos rojos, semejante a lo que vimos en aquella puesta de sol, y de pronto me rodeó algo muy
dulce y muy amargo a la vez; entonces me pareció que me hundía en agua verde y profunda, y escuché
un zumbido tal como he oído decir que sienten los que se están ahogando; y luego todo pareció
evaporarse y alejarse de mí; mi alma pareció salir de mi cuerpo y flotar en el aire. Me parece recordar que
en una ocasión el faro del oeste estaba justamente debajo de mí, y luego hubo una especie de dolor,
como si me encontrara en un terremoto, y volviera a mí, y descubrí que me estabas sacudiendo. Te vi
haciéndolo antes de que te pudiera sentir.
Entonces comenzó a reírse. A mí me pareció todo aquello pavoroso, y escuché sin aliento.
Aquello era sospechoso, y pensé que sería mejor que su mente no se detuviera más en el tema, por lo
que nos pusimos a hablar de otras cosas, y Lucy estaba como en sus buenos tiempos. Cuando
regresamos a casa, la fresca brisa la había vigorizado, y sus pálidas mejillas estaban realmente más
sonrosadas. Su madre se regocijó al verla así, y todas pasamos muy contentas una velada juntas.
19 de agosto. ¡Alegría, alegría, alegría! Aunque no todo es alegría. Finalmente noticias de
Jonathan. El pobrecito ha estado enfermo, y por eso no había escrito. Ya no tengo miedo de pensarlo o
decirlo, ahora que lo sé. El señor Hawkins me entregó la carta, y me escribió él mismo. ¡Oh! ¡Qué
amable! Voy a salir mañana por la mañana e iré donde Jonathan, para cuidarlo si es necesario y traerlo a
casa. El señor Hawkins dice que no estaría mal si nos pudiéramos casar allá. He llorado sobre la carta de
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la buena hermana, al grado que puedo sentirla húmeda contra mi pecho, donde la guardo. Es sobre
Jonathan, y debe estar cerca de mi corazón, ya que él está en mi corazón. He proyectado y previsto mi
viaje, y mi equipaje está preparado. Sólo me llevaré una muda de ropa; Lucy se llevará mi baúl a Londres
y lo guardará hasta que yo envíe por él, pues puede ser que... Ya no debo escribir. Debo guardármelo
todo para decírselo a Jonathan, mi marido. La carta que él ha visto y tocado debe confortarme hasta que
nos encontremos.
Carta de la hermana Agatha, Hospital de San José y Santa María, en Budapest, a la señorita
Willhelmina Murray
12 de agosto
“Estimada señorita:
"Le escribo por deseos del señor Jonathan Harker, ya que él mismo no está lo suficientemente
fuerte para escribir, aunque va mejorando gracias a Dios, a San José y a la Virgen María. Ha estado bajo
nuestro cuidado desde hace casi seis semanas, pues sufre de una violenta fiebre cerebral. Le envía a
usted su amor, y me ruega que le diga que por este mismo correo le escribo al señor Peter Hawkins, en
Exéter, para decirle, con el más profundo respeto, que está muy afligido por su retraso, y que todo su
trabajo ha sido completamente terminado. El señor Harker tendrá que permanecer todavía unas semanas
descansando en nuestro hospital en las montañas, pero luego regresará. Desea que yo diga que no tiene
suficiente dinero consigo, y que le gustaría pagar su estancia aquí, para que otros que necesiten no se
queden sin recibir ayuda.
"Considéreme usted siempre a sus órdenes, con mi afecto y bendiciones,
HERMANA AGATHA.
"P. D. Estando mi paciente dormido, abro esta para ponerla al tanto de los acontecimientos. El
señor Harker me lo ha contado todo respecto a usted, y que dentro de pronto usted será su esposa.
¡Todas las bendiciones para ustedes dos! Él ha sufrido una terrible impresión, así dice nuestro médico, y
en sus delirios sus desvaríos han sido terribles; de lobos, veneno y sangre, de fantasmas y demonios, y
temo decir de qué más.
Tenga siempre mucho cuidado con él para que en lo futuro no haya nada parecido a estas cosas
que puedan excitarlo; las huellas de una enfermedad como la que ha tenido no se borran tan fácilmente.
Hubiéramos escrito desde hace mucho tiempo, pero no sabíamos nada de sus amigos, y él no decía
nada que pudiéramos entenderle. Llegó en el tren de Klausenburgo y el guardia fue avisado por el jefe de
estación de aquel lugar, que entró corriendo en la estación pidiendo a gritos un billete para regresar a
casa. Viendo por sus violentos gestos que se trataba de un inglés, le dieron un billete para la estación
más lejana en esta dirección, a la que llega el tren.
"Esté usted segura de que cuidamos bien de él. Se ha ganado todos nuestros corazones por su
dulzura y suavidad. Verdaderamente está mejorando, y no tengo ya ninguna duda de que dentro de
pocas semanas estará completamente repuesto. Pero por amor a la seguridad cuide bien de él.
Seguramente que hay, así le pido a Dios y a San José y a Santa María, muchos, muchos felices años
para ustedes dos."
Del diario del doctor Seward
19 de agosto. Extraños y repentinos cambios en Renfield anoche. Cerca de las ocho comenzó a
ponerse inquieto y a olfatear por todos lados, como un perro cuando anda de caza. Mi ayudante se quedó
asombrado por su comportamiento, y conociendo mi interés por él lo animó para que hablara.
Generalmente es muy respetuoso con mi ayudante, y a veces hasta servil; pero anoche, me ha dicho el
hombre, se comportó en forma bastante arrogante. Por nada de este mundo quiso condescender a hablar
con él.
Todo lo que dijo fue:
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—No quiero hablar con usted: usted ya no cuenta ahora; el patrón está cerca. Mi ayudante cree
que es alguna repentina forma de manía religiosa la que se ha apoderado de él. Si es así, debemos de
estar alerta ante borrascas, pues un hombre fuerte con manías homicidas y religiosas al mismo tiempo
puede ser peligroso. A las nueve de la noche yo mismo lo visité. Su actitud conmigo fue la misma que con
mi ayudante; en su extremo repliegue sobre sí mismo, la diferencia entre mi persona y la de mi ayudante
le parece nula. Me parece que es una manía religiosa; dentro de muy poco pensará que es el propio
Dios. Las infinitesimales distinciones entre un hombre y otro hombre son demasiado mezquinas para un
ser omnipotente. ¡Cómo pueden llegar a exaltarse estos locos! El verdadero Dios pone atención hasta
cuando se cae un gorrión; pero el Dios creado por la vanidad humana no ve diferencia alguna entre un
águila y un gorrión. ¡Oh, si los hombres por lo menos supieran!
Durante media hora o más, Renfield se estuvo poniendo cada vez más excitado. Aparenté no
estar observándolo, pero mantuve una estricta vigilancia sobre todo lo que hacía. De pronto apareció en
sus ojos esa turbia mirada que siempre vemos cuando un loco ha captado una idea, y con ella ese
movimiento sesgado de la cabeza y la espalda que los médicos llegan a conocer tan bien. Se volvió
bastante calmado, y fue y se sentó en la orilla de su cama resignadamente, mirando al espacio vacío con
los ojos opacos.
Pensé que averiguaría si su apatía era real o sólo fingida, y traté de llevarlo a una conversación
acerca de sus animales, tema que nunca había dejado de llamarle la atención. Al principio no me
respondió, pero finalmente dijo, con visible mal humor:
—¿Quién se preocupa por ellos? ¡Me importan un comino!
—¿Cómo? —dije yo—. ¿Acaso ya no le interesan las arañas?
(Las arañas son de momento su mayor entretenimiento, y su libreta se está llenando con
columnas de pequeños números.)
A esto me respondió enigmáticamente:
—Las madrinas de la boda regocijan sus ojos, que esperan la llegada de la novia; pero cuando la
novia se va a acostar, entonces las madrinas no relucen a los ojos que están llenos.
No quiso dar ninguna explicación de lo dicho sino que permaneció obstinadamente sentado en la
cama todo el tiempo que estuve con él.
Esta noche estoy bastante cansado y desanimado. No puedo dejar de pensar en Lucy, y de cómo
hubiesen sido las cosas diferentes, Si no duermo de inmediato, cloral, el moderno Morfeo: CHCl3CHO.
Debo tener mucho cuidado para no habituarme a él. ¡No, no tomaré nada esta noche! He pensado en
Lucy, y no la deshonraré a ella mezclándola con lo otro. Si así tiene que ser, pasaré la noche en vela...
Más tarde. Estoy contento de haber tomado esa resolución; más contento aún de haberla
realizado. Había estado dando vueltas en la cama durante algún tiempo; y sólo había escuchado al reloj
dar dos veces la hora, cuando el guardia de turno vino a verme, enviado por mi asistente, para decirme
que Renfield se había escapado. Me vestí y bajé corriendo inmediatamente; mi paciente es una persona
demasiado peligrosa como para que ande suelta. Esas ideas que tiene pueden trabajar peligrosamente
frente a extraños.
El asistente me estaba esperando. Me dijo que lo había visto hacía menos de diez minutos,
aparentemente dormido sobre su cama, cuando miró a través de la rendija de observación en la puerta.
Luego su atención fue atraída por el ruido de una ventana que estaba siendo desencajada. Corrió de
regreso y vio que sus pies desaparecían a través de la ventana, y entonces envió rápidamente al guardia
a que me llamara. Renfield estaba sólo con su ropa de noche, por lo que no debía andar muy lejos. El
asistente pensó que sería más útil mirar hacia donde iba que perseguirlo, ya que podía perderlo de vista
mientras daba vuelta para salir por la puerta del edificio.
Era un hombre corpulento, y no podía salir por la ventana. Yo soy delgado, así es que con su
ayuda, salí, pero con los pies primero, y como sólo nos encontrábamos a unos cuantos pies sobre la
tierra, caí sin lastimarme. El asistente me dijo que el paciente había corrido hacia la izquierda y había
desaparecido en línea recta. Por lo que yo me apresuré en la misma dirección lo más velozmente que
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pude; al tiempo que atravesaba el cinturón de árboles vi una figura blanca escalando el alto muro que
separa nuestros terrenos de los de la casa desierta.
Corrí inmediatamente de regreso, y le dije al guardia que trajera tres o cuatro hombres y me
siguieran a los terrenos de Carfax, en caso de que nuestro amigo fuese a comportarse peligrosamente.
Yo mismo conseguí una escalera, y salvando el muro, salté hacia el otro lado. Pude ver la figura de
Renfield que desaparecía detrás del ángulo de la casa, por lo que corrí tras él. En el otro extremo de la
casa lo encontré reclinado fuertemente contra la vieja puerta de roble, enmarcada en hierro, de la capilla.
Estaba hablando, aparentemente a alguien, pero tuve miedo de acercarme demasiado a escuchar lo que
decía, pues podía asustarlo y echaría de nuevo a correr. ¡Correr detrás de un errante enjambre de abejas
no es nada comparado con seguir a un lunático desnudo, cuando se le ha metido en la cabeza que debe
escapa
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ego allí el tren. Siento que apenas puedo recordar lo que
pasó durante el viaje, excepto que sabía que iba de camino hacia Jonathan, y que, como seguramente
tendría que servir de enfermera, lo mejor era que durmiera lo que pudiera... Encontré a mi amado muy
delgado, pálido y débil. Toda la fuerza ha escapado de sus queridos ojos, y aquella tranquila dignidad
que te he dicho siempre mostraba en su rostro, ha desaparecido. Sólo es una sombra de lo que era, y no
recuerda nada de lo que le ha sucedido en los últimos tiempos. Por lo menos, eso desea que yo crea, y
por lo tanto nunca se lo preguntaré. Ha tenido una experiencia terrible, y temo que su pobre cerebro
pagará las consecuencias si trata de recordar. La hermana Agatha, que es una magnífica monja y una
enfermera nata, me dice que desvariaba sobre cosas horribles mientras tenía la cabeza trastornada.
Quise que ella me dijese de qué se trataba, pero sólo se persignó y me dijo que nunca diría nada; que los
desvaríos de los enfermos eran secretos de Dios, y que si una enfermera a través de su vocación los
llegaba a escuchar, debía respetar sus votos. Es un alma dulce, buena; y al día siguiente, cuando vio que
yo estaba muy afligida, ella misma suscitó de nuevo el tema, y después de decir que jamás mencionaría
sobre lo que desvariaba mi pobre enfermo, agregó: 'Le puedo decir esto, querida: que no era acerca de
nada malo que él mismo hubiera hecho; y usted, que será su esposa, no tiene nada por qué preocuparse.
No la ha olvidado a usted ni lo que le debe. Sus temores eran acerca de cosas grandes y terribles, sobre
las que ningún mortal debe hablar. Yo creo que la dulce hermana pensó que yo podría estar celosa, con
el temor de que mi amado se hubiera enamorado de otra mujer.
¡La idea de que yo pudiera estar celosa de Jonathan!. Y sin embargo, mi querida Lucy, déjame
susurrarte que cuando supe que no era otra mujer la causa de todos los males, sentí una corriente de
alegría por todo el cuerpo. Estoy sentada ahora al lado de su cama, desde donde le puedo ver la cara
mientras duerme. ¡Está despertando...!
"Al despertar me pidió su abrigo, ya que quería sacar algo de su bolsillo; le pregunté a la
hermana Agatha si podía hacerlo, y ella trajo todas sus cosas. Vi que entre ellas estaba su libreta de
apuntes, e iba a pedirle que me dejara verla (pues yo sabía que en ella podría encontrar alguna pista de
su mal), pero supongo que debe haber visto mi deseo en mis ojos, pues me dijo que me fuese a la
ventana un momento, ya que deseaba estar solo un rato. Luego me llamó y me dijo muy solemnemente:
"Willhelmina (supe que deseaba hablarme con toda seriedad, pues nunca me había dicho mi
nombre desde que me pidió que nos casáramos), tu conoces, querida, mis ideas sobre la confianza que
tiene que haber entre marido y mujer: no debe haber entre ellos ningún secreto, ningún escondrijo. He
sufrido una gran impresión, y cuando trato de pensar en lo que fue, siento que mi cabeza da vueltas, y no
sé si todo fue real o si fueron los sueños de un loco. Tú sabes que he tenido una fiebre cerebral, y que
eso es estar loco. El secreto esta aquí, y yo no deseo saberlo. Quiero comenzar mi vida de nuevo en este
momento, con nuestro matrimonio. (Pues, mi querida Lucy, hemos decidido casarnos tan pronto como se
arreglen las formalidades.) ¿Deseas, Willhelmina, compartir mi ignorancia? Aquí está el libro. Tómalo y
guárdalo, léelo si quieres, pero nunca menciones ante mí lo que contiene; a menos, claro está, que algún
solemne deber caiga sobre mí y me obligue a regresar a las amargas horas registradas aquí, dormido o
despierto, cuerdo o loco.
"Y al decir aquello se reclinó agotado, y yo puse el libro debajo de su almohada y lo besé. Le he
pedido a la hermana Agatha que suplique a la superiora que nuestra boda pueda efectuarse esta tarde, y
estoy esperando su respuesta...
"Ha regresado y me ha dicho que ya han ido a buscar al capellán de la iglesia de la Misión
Inglesa. Nos casaremos dentro de una hora, o tan pronto como despierte Jonathan...
"Lucy, llegó la hora y se fue. Me siento muy solemne, pero muy, muy contenta. Jonathan
despertó poco después de la hora, y todo estaba preparado; él se sentó en la cama, rodeado de
almohadas. Respondió 'sí, la acepto' con firmeza y fuerza. Yo apenas podía hablar; mi corazón estaba
tan lleno, que incluso esas palabras parecían ahogarme.
Las hermanas fueron todas finísimas. Nunca, nunca las olvidaré, ni las graves y dulces
responsabilidades que han recaído sobre mí. Debo hablarte de mi regalo de bodas…
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Cuando el capellán y las hermanas me hubieron dejado a solas con mi esposo, ¡oh, Lucy!, ¡es la
primera vez que he escrito las palabras 'mi esposo'!, cuando me hubieron dejado a solas con mi esposo
saqué el libro de debajo de su almohada, lo envolví en un papel blanco, lo até con un pequeño listón azul
pálido que llevaba alrededor de mi cuello y lo sellé sobre el nudo con lacre, usando como sello mi anillo
de bodas.
Entonces lo besé y se lo mostré a mi marido; le dije que así lo guardaría, y que sería una señal
exterior y visible para nosotros durante toda nuestra vida de que confiábamos el uno en el otro; que
nunca lo abriría, a menos que fuera por su propio bien o por cumplir un deber ineludible. Entonces él
tomó mi mano entre las suyas, y, ¡oh, Lucy, fue la primera vez que él tomó las manos de su mujer!, y dijo
que eran las cosas más bonitas en todo el ancho mundo, y que si fuera necesario pasaría otra vez por
todo lo pasado para merecerlas. El pobrecito ha de haber querido decir por parte del pasado, pero
todavía no puede pensar sobre el tiempo, y no me sorprendería que en un principio mezclara no sólo los
meses, sino también los años.
"Bien, querida, ¿qué más puedo decir? Sólo puedo decirte que soy la mujer más feliz de todo
este ancho mundo, y que yo no tenía nada que darle excepto a mí misma, mi vida y mi confianza, y que
con estas cosas fue mi amor y mi deber por todos los días de mi vida. Y, querida, cuando me besó, y me
atrajo hacia él con sus pobres débiles manos, fue como una plegaria muy solemne entre nosotros dos...
"Lucy, querida, ¿sabes por qué te digo todo esto? No sólo porque es tan dulce para mí, sino
también porque tú has sido, y eres mi más querida amiga. Fue mi privilegio ser tu amiga y guía cuando tú
saliste del aula de la escuela para prepararte en el mundo de la vida. Quiero verte ahora, y con los ojos
de una esposa muy feliz, a lo que me ha conducido el deber, para que en tu propia vida de matrimonio tú
también puedas ser tan feliz como yo. Mi querida, que Dios Todopoderoso haga que tu vida sea todo lo
que promete ser: un largo día de brillante sol, sin vientos adversos, sin olvidar el deber, sin desconfianza.
No debo desearte que no tengas penas, pues eso nunca puede ser; pero si te deseo que siempre seas
tan feliz como lo soy yo ahora. Adiós, querida.
Pondré esta carta inmediatamente en el correo, y quizá te escriba muy pronto otra vez.
Debo terminar ya, pues Jonathan está despertando. ¡Debo atender a mi marido!
"Quien siempre te quiere,
MINA HARKER"
Carta de Lucy Westenra a Mina Harker
Whitby, 30 de agosto
"Mi queridísima Mina:
"Océanos de amor y millones de besos, y que pronto estés en tu propio hogar con tu marido. Me
gustaría que regresaran pronto para que pudieran pasar cierto tiempo aquí con nosotros. El fuerte aire
restablecería pronto a Jonathan; lo ha logrado conmigo.
Tengo un apetito voraz, estoy llena de vida y duermo bien. Les agradará saber que ya no camino
dormida. Creo que no me he movido de la cama durante una semana, esto es, una vez que me acuesto
por la noche. Arthur dice que me estoy poniendo gorda. A propósito, se me olvidó decirte que Arthur está
aquí. Damos grandes paseos, cabalgamos, remamos, jugamos al tenis y pescamos juntos; lo quiero más
que nunca.
Me dice, que me quiere más: pero lo dudo, porque al principio me dijo que no me podía querer
más de lo que me quería ya. Pero estas son tonterías. Ahí está, llamándome, así es que nada más por
hoy.
LUCY
“P. D. —Mamá te envía recuerdos. Parece estar bastante mejor la pobrecita.”
“P. D. otra vez. Nos casaremos el 28 de septiembre.”
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71
Del diario del doctor Seward
20 de agosto. El caso de Renfield se hace cada vez más interesante. Por ahora hemos podido
establecer que hay períodos de descenso en su pasión. Durante una semana después de su primer
ataque se mantuvo en perpetua violencia. Luego, una noche, justamente al alzarse la luna, se tranquilizó,
y estuvo murmurando para sí mismo: "Ahora puedo esperar; ahora puedo esperar." El asistente me vino
a llamar, por lo que corrí rápidamente abajo para echarle una mirada. Todavía estaba con la camisa de
fuerza y en el cuarto de seguridad; pero la expresión congestionada había desaparecido de su rostro, y
sus ojos tenían algo de su antigua súplica; casi podría decir de su "rastrera" suavidad. Quedé satisfecho
con su condición actual y di órdenes para que lo soltaran. Mis ayudantes vacilaron, pero finalmente
llevaron a cabo mis deseos sin protestar. Una cosa extraña fue que el paciente tuvo suficiente buen
ánimo como para ver su desconfianza, pues, acercándoseme, me dijo en un susurro, al mismo tiempo
que los miraba a ellos furtivamente:
—¡Creen que puedo hacerle daño! ¡Imagínese, yo hacerle daño a usted! ¡Imbéciles!
Era un tanto consolador, para mis sentimientos, encontrarme disociado incluso en el cerebro de
este pobre loco de los otros; pero de todas maneras, no comprendo sus pensamientos. ¿Debo aceptar
que tengo algo en común con él, por lo que siendo como somos, como fuéramos, debemos unirnos? ¿O
tiene que obtener de mí un bien tan estupendo que mi salud le es necesaria? Tendré que averiguarlo
más tarde. Hoy en la noche no hablará. Ni el ofrecimiento de un gatito, o incluso de un gato grande, es
capaz de tentarlo. Sólo dice: "No me importan nada los gatos. Ahora tengo más en qué pensar, y puedo
esperar; puedo esperar."
Después de un rato, lo dejé. El ayudante me dice que estuvo tranquilo hasta un rato antes del
amanecer y que, entonces, comenzó a dar muestras de nerviosismo.
Finalmente se puso violento, hasta que, por último, cayó en una especie de paroxismo que lo
agotó de tal manera que, finalmente, se desvaneció en una especie de coma.
... Tres noches seguidas ha sucedido lo mismo: violento todo el día y tranquilo desde la salida de
la luna hasta la salida del sol. Realmente desearía descubrir alguna pista de la causa. Casi parecería
como si hubiera alguna influencia que viniera y se fuera. ¡Vaya idea! Esta noche vamos a enfrentar en un
juego a los cerebros sanos contra los cerebros enfermos. Una vez se escapó sin nuestra ayuda. Esta
noche se escapará con ella. Le daremos la oportunidad, y los hombres estarán preparados para seguirlo
en caso de que sea necesario...
23 de agosto. "Siempre sucede lo inesperado." Cómo conocía bien a la vida Disraeli. Cuando
nuestro pájaro encontró abierta la jaula, no quiso volar, de tal manera que todos nuestros sutiles
preparativos no sirvieron de nada. En todo caso, hemos probado una cosa: que los períodos de
tranquilidad duran un tiempo razonable. En lo futuro estaremos en capacidad de aflojarle un poco las
restricciones durante unas cuantas horas cada día. Le he dado instrucciones a mi asistente nocturno para
que sólo lo encierre en el cuarto de seguridad, una vez que ya se haya calmado, hasta una hora antes de
que suba el sol. El pobre cuerpo del enfermo va a gozar de este beneficio, aunque su mente no pueda
apreciarlo. ¡Alto! ¡Lo inesperado! Me llaman: el paciente se ha escapado otra vez.
Más tarde. Otra noche de aventuras. Renfield esperó astutamente hasta que el asistente estaba
entrando en el cuarto para inspeccionar. Entonces, salió corriendo a su lado y voló por el corredor. Yo
envié órdenes a los asistentes para que lo siguieran. Otra vez se fue directamente a los terrenos de la
casa desierta, y lo encontramos en el mismo lugar, reclinado contra la vieja puerta de la capilla. Cuando
me vio se puso furioso, y si los asistentes no lo hubiesen sujetado a tiempo, hubiera tratado de matarme.
Mientras lo estábamos deteniendo sucedió una cosa extraña. Repentinamente, redobló sus esfuerzos, y
luego, tan repentinamente, recobró la calma. Yo miré instintivamente a mi alrededor, pero no pude ver
nada. Luego capté el ojo del paciente y lo seguí, pero no pude descubrir nada mientras miraba al cielo
iluminado por la luna, excepto un gran murciélago, que iba aleteando en su silenciosa y fantasmal
travesía hacia el oeste. Los murciélagos generalmente giran en círculos indecisos, pero éste parecía ir
directamente, como si supiera adónde se dirigía o como si tuviera sus propias intenciones. El paciente se
calmó más, y al cabo de un rato, dijo:
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—No necesitan amarrarme; los seguiré tranquilo.
Sin ningún otro contratiempo, regresamos a la casa. Siento que hay algo amenazante en su
calma, y no olvidaré esta noche...
Del diario de Lucy Westenra
Hillingham, 24 de agosto. Debo imitar a Mina y escribir las cosas en un libro. Así, cuando nos
veamos podremos tener largas charlas. Me pregunto cuándo será. Desearía que estuviera otra vez
conmigo aquí, pues me siento tan infeliz. Anoche me pareció que estaba soñando otra vez como en
Whitby. Tal vez es el cambio de clima, o el hecho de que estoy otra vez en casa. Todo es oscuro y
horroroso para mí, pues no puedo recordar nada; pero estoy llena de un vago temor, y me siento débil y
exhausta. Cuando Arthur vino a comer se miró bastante preocupado al verme, y yo no tuve los ánimos
para tratar de parecer alegre. Me pregunto si tal vez pudiera dormir esta noche en el cuarto de mamá.
Inventaré una excusa y trataré...
25 de agosto. Otra mala noche. Mi madre no pareció caer en mi propuesta. Ella misma no parece
estar tan bien, y no cabe duda de que se preocupa mucho por mí. Traté de mantenerme despierta, y
durante un tiempo lo conseguí; pero cuando el reloj dio las doce, me despertó de un sopor, por lo que
debo haber estado durmiéndome. Había una especie de aletazos y rasguños en la ventana, pero no les
di importancia, y como no recuerdo qué sucedió después, supongo que debo haberme quedado dormida.
Más pesadillas. ¡Cómo desearía poder recordarlas! Esta mañana me sentí terriblemente débil.
Mi rostro está sumamente pálido, y me duele la garganta. Algo debe andar mal en mis pulmones,
pues me parece que nunca aspiro suficiente aire. Trataré de mostrarme alegre cuando llegue Arthur,
porque de otra manera yo sé que sufrirá mucho viéndome así.
Carta de Arthur Holmwood al doctor Seward
Hotel Albemarle, 31 de agosto
"Mi querido Jack:
"Quiero que me hagas un favor. Lucy está enferma; esto es, no tiene ninguna enfermedad
especial, pero su aspecto es enfermizo y está empeorando cada día. Le he preguntado si hay alguna
causa; no me atrevo a preguntarle a su madre, pues perturbar la mente de la pobre señora acerca de su
hija sería fatal, debido a que su propia salud anda muy mal. La señora Westenra me ha confiado que su
destino ya está sellado (enfermedad del corazón), aunque la pobre Lucy todavía no lo sabe. Estoy seguro
de que algo está ejerciendo influencia en la mente de mi amada novia. Cuando pienso en ella casi me
distraigo; el mirarla me produce siempre un sobresalto. Le dije que te pediría a ti que la vieras, y aunque
al principio puso algunas dificultades, yo sé por qué, viejo amigo, finalmente dio su consentimiento. Será
una tarea dolorosa para ti, lo sé, viejo, pero es por su bien, y yo no debo dudar en pedírtelo ni tú en
actuar. Puedes venir a almorzar a Hillingham mañana a las dos, para que la señora Westenra no
sospeche nada, y después de la comida Lucy va a buscar una oportunidad para estar a solas contigo. Yo
vendré a la hora del té, y podemos irnos juntos; estoy lleno de ansiedad, y quisiera hablar a solas contigo
tan pronto como la hayas visto. ¡No faltes!
ARTHUR
Telegrama de Arthur Holmwood a Seward
1 de septiembre
Me llaman para ver a mi padre, que ha empeorado. Escribo. Escríbeme detalladamente por
correo nocturno a Ring. Telefonea si es necesario.
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Carta del doctor Seward a Arthur Holmwood
2 de septiembre
"Mi querido y viejo amigo:
"Respecto a la salud de la señorita Westenra me apresuro a decirte inmediatamente que en mi
opinión no hay ningún trastorno funcional ni enfermedad que yo conozca. Al mismo tiempo, de ninguna
manera puedo considerarme satisfecho de su semblante; está totalmente diferente a lo que era la última
vez que la vi. Por supuesto, debes tener presente que no tuve oportunidad de hacer un examen
minucioso tal como hubiera deseado; nuestra misma amistad plantea aquí una pequeña dificultad que ni
siquiera la ciencia médica ni la costumbre pueden sobrepasar. Lo mejor será que te diga exactamente lo
que sucedió, dejándote en libertad para que saques, dentro de ciertas medidas, tus propias conclusiones.
Luego te diré lo que he hecho y lo que me propongo hacer.
"Encontré a la señorita Westenra con bastantes buenos ánimos. Su madre estaba presente, y en
pocos segundos me percaté de que estaba tratando por todos los medios de engañar a su madre, y
evitarle de esa manera ansiedades. No tengo ninguna duda de que adivina, en caso de que no lo sepa,
que hay necesidad de tener cautela. Comimos solos, y como nos esforzamos por parecer alegres,
obtuvimos, como una especie de recompensa por nuestros esfuerzos, cierta alegría real, entre nosotros.
Entonces, la señora Westenra se retiró a descansar, y Lucy se quedó conmigo. Fuimos a su boudoir, y
hasta que llegamos ahí su reserva no se modificó, pues los sirvientes iban y venían.
Sin embargo, tan pronto como se cerró la puerta, la máscara cayó de su rostro y se hundió en un
sillón dando un gran suspiro y escondiendo sus ojos con la mano.
Cuando yo vi que su animosidad había fallado, me aproveché inmediatamente de su reacción
para hacer un diagnóstico. Me dijo muy dulcemente:
"No puedo decirle a usted cuánto detesto tener que hablarle acerca de mi persona.
"Yo le recordé que las confidencias de un doctor eran sagradas, pero que tú estabas
verdaderamente muy ansioso por ella. Ella captó inmediatamente el significado de mis palabras, y arregló
todo el asunto con un par de palabras.
"Dígale a Arthur cualquier cosa que usted crea conveniente. ¡Yo no me preocupo por mí misma,
sino por él!
"Por lo tanto, tengo libertad de hablar.
"Fácilmente pude darme cuenta de que le hace falta un poco de sangre, pero no pude ver los
síntomas típicos de la anemia, y por una casualidad tuve de hecho la oportunidad de probar la cualidad
de su sangre, pues al abrir una ventana que estaba remachada, un cordón se rompió y ella se cortó
ligeramente la mano con el vidrio quebrado. En sí mismo fue un hecho insignificante, pero me dio una
oportunidad evidente, de tal manera que yo me apoderé de unas pocas gotas de sangre, y las he
analizado. El análisis cualitativo muestra que existen condiciones normales, y además, puedo inferir,
señalan la existencia de un vigoroso estado de salud. En otros asuntos físicos quedé plenamente
convencido de que no hay necesidad de temer; pero como en alguna parte debe haber una causa, he
llegado a la conclusión de que debe ser algo mental. Ella se queja de tener a veces dificultades al
respirar, y de tener sueños pesados, letárgicos, con pesadillas que la asustan, pero de las cuales no se
puede acordar. Dice que cuando niña solía caminar dormida, y que estando en Whitby la costumbre
regresó, y que una vez salió caminando en la noche y fue hasta East Cliff, donde la encontró la señorita
Murray; pero me asegura que últimamente esta costumbre ha vuelto a desaparecer. He quedado con
dudas, por lo que he hecho lo mejor que sé: le he escrito a mi viejo amigo y maestro, el profesor van
Helsing, de Ámsterdam, que es una de las personas que más conocimientos tiene sobre enfermedades
raras en el mundo. Le he pedido que venga, y como tú me dijiste que todas estas cosas estarían a tu
cargo, te he mencionado a ti y tus relaciones con la señorita Westenra. Esto, mi viejo amigo, es en
obsequio de tus deseos, pues yo me siento demasiado orgulloso y demasiado feliz de poder hacer lo que
pueda por ella. Yo sé que Van Helsing hará cualquier cosa por mí por una razón personal, así es que no
importa por qué motivos venga, debemos aceptar sus deseos. Es un hombre aparentemente muy
arbitrado, pero esto es porque él sabe de lo que habla más que ninguna otra persona. Es un filósofo y un
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metafísico, y uno de los científicos más avanzados de nuestra época; y tiene, supongo, una mente
absolutamente abierta. Esto, con unos nervios de acero, un temperamento frío, una resolución
indomable, un autocontrol y una tolerancia exaltada de virtudes y bendiciones, y el más amable de los
más sinceros corazones que laten, forman su equipo para la noble tarea que está realizando por la
humanidad, trabajo tanto en la teoría como en la práctica, pues su visión es tan amplia como lo es su
simpatía. Te cuento esto para que tú puedas saber por qué tengo tanta confianza en él. Le he pedido que
venga inmediatamente.
Mañana veré otra vez a la señorita Westenra. Nos veremos en la ciudad, de manera que yo no
alarme a su madre con mi visita.
"Tu amigo,
JOHN SEWARD"
Carta de Abraham Helsing, Doctor en Medicina, Filosofía y Letras, etc., al doctor Seward
3 de septiembre
"Mi buen amigo:
"Cuando he recibido su carta ya estoy de camino hacia usted. Por buena fortuna puedo partir de
inmediato, sin mal para ninguno de aquellos que han confiado en mí.
Fueran otras las circunstancias, sería perjudicial para esos que han confiado en mí, pues yo voy
adonde mi amigo cuando él me llama para ayudar a aquellos a quienes tiene cariño. Dígale a su amigo
que cuando aquella vez usted chupó de mi herida tan rápidamente el veneno de la gangrena de aquel
cuchillo que nuestro otro amigo, tan nervioso, dejó deslizar, hizo usted más por él cuando él quiere mi
ayuda y usted la solicita, que todo lo que puede hacer su gran fortuna. Pero es un doble placer hacerlo
por él, su amigo; y hacia usted voy. Tenga ya dispuesto, y por favor así arreglado, que podamos ver a la
joven dama no tan tarde mañana mismo, pues es probable que yo tenga que regresar aquí esa noche.
Pero si hay necesidad, regresaré otra vez tres días después, y estaré más tiempo si es preciso. Hasta
entonces, mi buen amigo John, adiós.
VAN HELSING "
Carta del doctor Seward al honorable Arthur Holmwood
3 de septiembre
"Querido Art:
"Vino Van Helsing y se fue. Fue conmigo a Hillingham, y encontré que, por discreción de Lucy, su
madre había salido invitada a comer, de tal manera que quedamos solos con ella. Van Helsing hizo un
examen muy minucioso de la paciente.
Quedó en comunicármelo a mí, y yo te aconsejaré a ti, pues por supuesto yo no estuve presente.
Está, lo temo, muy preocupado, pero me dijo que debía reflexionar. Cuando yo le dije de nuestra amistad
y cómo tú me habías confiado el asunto, él dijo: 'Debe usted decirle todo lo que piensa. Dígale lo que
pienso yo, si usted puede adivinar, y usted adivinará. No; no estoy bromeando. Esta no es broma, sino
vida y muerte; quizá más.' Le pregunté qué quería decir con aquello, pues estaba muy serio. Esto sucedió
cuando ya habíamos regresado a la ciudad, y estaba tomando una taza de té antes de iniciar su regreso
a Ámsterdam. No me dio ninguna pista más. No debes estar enojado conmigo, Art, porque su misma
reticencia significa que todo su cerebro está trabajando por el bien de ella. Puedes estar seguro de que, a
su debido tiempo, hablará con toda claridad. Así es que yo le dije que escribiría simplemente un registro
de nuestra visita, justamente como si estuviese haciendo un artículo descriptivo especial para el Daily
Telegraph. Pareció no tomar nota de ello, y sólo comentó que el hollín de Londres no era tan malo como
solía ser cuando él era estudiante aquí. Yo recibiré su informe mañana, si tiene tiempo para hacerlo. En
todo caso, recibiré una carta.
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"Bien, ahora, a la visita. Lucy estaba más alegre que el día que la vi por primera vez, y desde
luego parecía estar mucho mejor. Había perdido algo de aquella mirada fantasmal que tanto te inquieta, y
su respiración era normal. Fue muy dulce con el profesor (siempre lo es), y trató de que se sintiera
tranquilo; sin embargo, yo pude ver que la pobre muchacha estaba haciendo un gran esfuerzo. Creo que
Van Helsing también lo notó, pues bajo sus espesas cejas vi aquella rápida mirada que tan bien conozco.
Entonces, comenzó a charlar de todas las cosas posibles menos de nosotros y las
enfermedades, y lo hizo con tanto ingenio que yo pude ver cómo la pretendida animación de Lucy se
convertía en realidad. Entonces, sin que se notara el cambio, mi maestro llevó la conversación
suavemente al motivo de su visita, y dijo calmadamente:
"Mi querida joven, tengo este gran placer porque usted es encantadora. Eso es mucho, querida,
aunque estuviera aquí ese a quien no veo. Me dijeron que estaba usted desanimada, y que tenía una
palidez fantasmal. A ellos les digo: ¡bah! (y tronó los dedos, agregando a continuación): Pero usted y yo
les vamos a demostrar cuán equivocados están. Cómo puede él (dijo, y me señaló con la misma mirada y
gesto con el que me había sacado de su clase en cierta ocasión, o mejor dicho, después de esa ocasión),
¿cómo puede él saber nada acerca de jóvenes? Él tiene sus locos con quienes juega, y a quienes
devuelve la felicidad, juntamente con la felicidad de aquellos que lo quieren. Es bastante lo que hace, y,
¡oh!, pero hay recompensas, en el mismo hecho de poder restaurar esa felicidad. ¡Más de jovencitas! No
tiene mujer ni hija, y los jóvenes no confían en los jóvenes, sino en los viejos como yo, que han conocido
ya tantos dolores y las causas de ellos. Así es, querido, que lo enviaremos a que se fume un cigarro en el
jardín, mientras usted y yo tenemos una pequeña charla confidencial.
"Acepté la sugestión y salí del cuarto, hasta que al cabo de un rato el profesor salió por la
ventana y me pidió que entrara. Parecía preocupado, pero dijo: "He efectuado un minucioso examen,
pero no hay ninguna causa funcional.
Estoy de acuerdo con usted en que ha habido mucha pérdida de sangre; ha habido, pero no la
hay. Además, el estado general de la joven no muestra ningún síntoma de anemia.
Le he pedido que me envíe a su sirvienta para que yo pueda hacerle un par de preguntas, de tal
manera que no quede oportunidad de perder algo. Yo sé muy bien lo que dirá. Y sin embargo, hay una
causa; siempre hay una causa para todo. Debo regresar a casa y pensar. Usted debe enviarme el
telegrama todos los días; y si hay motivo, vendré otra vez. La enfermedad, pues no estar del todo bien es
enfermedad, me interesa y también me interesa ella, la dulce jovencita. Me encanta, y por ella, si no por
usted, o por enfermedad, vendré.
"Y como te digo, no quiso decir más, ni cuando estuvimos solos. Así es, Art, que ya sabes todo lo
que yo sé. Mantendré una estricta vigilancia. Espero que tu pobre padre siga mejor. Debe ser una cosa
terrible para ti, mi querido viejo, estar situado en una posición tal entre dos personas que son tan queridas
para ti. Yo conozco tu idea del deber para con tu padre, y haces bien en ser fiel a ella; pero si hay
necesidad, te enviaré un mensaje para que vengas de inmediato a donde Lucy; de tal manera que no te
acongojes de más, a menos que recibas noticias mías."
Del diario del doctor Seward
4 de septiembre. Mi paciente zoófago siempre me mantiene interesado. Sólo ha tenido un ataque,
y eso fue ayer a una hora inusitada. Poco antes del mediodía comenzó a mostrarse inquieto. El asistente
reconoció los síntomas y pidió de inmediato ayuda.
Afortunadamente, los hombres llegaron corriendo, y apenas a tiempo, pues al dar el mediodía se
volvió tan furioso que tuvieron que usar toda su fuerza para sujetarlo. Sin embargo, como a los cinco
minutos comenzó a tranquilizarse paulatinamente, hasta que finalmente se hundió en una especie de
melancolía, estado en el cual ha permanecido hasta ahora. El asistente me dice que sus gritos, durante el
paroxismo, fueron realmente escalofriantes; cuando entré, me encontré con las manos llenas, atendiendo
a algunos de los otros pacientes que estaban asustados por su comportamiento. De hecho, puedo
entender bastante bien el efecto, pues el ruido de sus gritos me perturbó incluso a mí, aunque yo me
encontraba alejado, a cierta distancia. Ahora acabamos de cenar en el asilo, y sin embargo, todavía mi
paciente está sentado en una esquina murmurando, con una mirada sombría, amenazadora y angustiosa.
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Su rostro más bien parece indicar, en vez de mostrar algo directamente. No puedo acabar de
comprenderlo.
Más tarde. Otro cambio en mi paciente. A las cinco de la tarde lo fui a ver y lo encontré casi tan
alegre como solía estar antes. Estaba capturando moscas y comiéndoselas, y mantenía registro de sus
capturas haciendo unas rayas con las uñas en el borde de la puerta entre los canales del relleno. Cuando
me vio, se dirigió a mí y pidió disculpas por su mala conducta, y me suplicó de una manera muy humilde y
atenta que le permitiera regresar otra vez a su cuarto y que le diera su libreta. Pensé que convenía
complacerlo; de tal manera que está de regreso en su cuarto con la ventana abierta. Ha regado el azúcar
de su té por el antepecho de la ventana, y está entregado otra vez a su colección de moscas. De
momento no se las está comiendo, sino que las está poniendo en una caja, igual que antes, y ya está
examinando los rincones de su cuarto para encontrar arañas. Traté de hacerle hablar sobre lo sucedido
en los últimos días, pues cualquier pista sobre sus pensamientos me sería muy útil, pero él no quiso
entrar en conversación. Durante unos momentos puso una expresión bastante triste, y dijo con apagada
voz, como si más bien hablara consigo mismo en vez de hablar conmigo:
—¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado! Me ha abandonado. ¡No tengo esperanza, a menos
de que yo mismo lo haga!
Luego, repentinamente, volviéndose a mí de manera resuelta, me dijo:
—Doctor, ¿sería usted tan amable de darme un poquito más de azúcar? Creo que me haría muy
bien.
—¿Y las moscas? —le pregunté.
—¡Sí! A las moscas les gusta también, y a mí me gustan las moscas; por lo tanto, a mí me gusta.
¡Y pensar que hay gente tan ignorante que piensa que un loco no tiene argumentos! Le di doble
ración de azúcar y lo dejé feliz, como supongo que puede ser feliz un hombre en este mundo. Desearía
poder penetrar en su mente.
Medianoche. Otro cambio en él. Había ido yo a visitar a la señorita Westenra, a quien encontré
mucho mejor, y acababa de regresar; estaba parado en nuestro propio portón mirando la puesta del sol,
cuando escuché que el loco gritaba. Como su cuarto está en este lado de la casa, pude oírlo mejor que
en la mañana. Fue una sorpresa muy fuerte para mí, y con desagrado aparté la vista de la maravillosa
belleza humeante del sol poniente sobre Londres, con sus fantásticas luces y sus sombras tintáceas, y
todos los maravillosos matices que se ven en las sucias nubes tanto como en el agua sucia, para darme
cuenta de la triste austeridad de mi propio frío edificio de piedra, con su riqueza de miserias respirantes, y
mi propio corazón desolado que la soporta. Llegué junto al paciente en el momento en que el sol se
estaba hundiendo, y desde su ventana vi desaparecer el disco rojo. Al hundirse, el paciente empezó a
calmarse, y al desaparecer por completo se deslizó de las manos que lo sostenían, como una masa
inerte, cayendo al suelo. Sin embargo, es maravilloso el poder intelectual recuperativo que tienen los
lunáticos, pues al cabo de unos minutos se puso en pie bastante calmado y miró en torno suyo. Hice una
seña a los asistentes para que no lo sujetaran, pues estaba ansioso de ver lo que iba a hacer. Fue
directamente hacia la ventana y limpió los restos del azúcar; luego tomó su caja de moscas y la vació
afuera, arrojando posteriormente la caja; después cerró la ventana y, atravesando el cuarto, se sentó en
su propia cama. Todo esto me sorprendió, por lo que le pregunté:
—¿Ya no va a seguir cazando más moscas?
—No —me respondió él—, ¡estoy cansado de tanta basura!
Desde luego es un formidable e interesante caso de estudio. Desearía poder tener una ligera
visión de su mente, o de las causas de su repentina pasión. Alto: puede haber, después de todo, una
pista, si podemos averiguar por qué hoy sus paroxismos se produjeron a mediodía y no al ocultarse el
sol. ¿Sería posible que hubiera malignas influencias del sol en períodos que afectan ciertas naturalezas,
así como la luna afecta a otros? Lo veremos.
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Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam
4 de septiembre.
Paciente todavía mejor hoy.
Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam
5 de septiembre.
Paciente muy mejorada. Buen apetito; duerme bien; buen humor; color regresa.
Telegrama de Seward, en Londres, a van Helsing, en Ámsterdam
6 de septiembre.
Terrible cambio para mal. Venga enseguida; no pierda una hora. No enviaré telegrama a
Holmwood hasta verle a usted.
X.— CARTA DEL DOCTOR SEWARD AL HONORABLE
ARTHUR HOLMWOOD
6 de septiembre.
"Mi querido Art:
"Mis noticias hoy no son muy buenas. Esta mañana Lucy había retrocedido un poquito. Sin
embargo, una cosa buena ha resultado de ello: la señora Westenra estaba naturalmente ansiosa
respecto a Lucy, y me ha consultado a mí profesionalmente acerca de ella. Aproveché la oportunidad y le
dije que mi antiguo maestro, van Helsing, el gran especialista, iba a pasar conmigo unos días, y que yo la
pondría a su cuidado; así es que ahora podemos entrar y salir sin causarle alarma, pues una impresión
para ella significaría una repentina muerte, y esto, aunado a la debilidad de Lucy, podría ser desastroso
para ella. Estamos todos llenos de tribulaciones, pero, mi viejo, Dios mediante, vamos a poder
sobrellevarlas y vencerlas. Si hay alguna necesidad, te escribiré, por lo que si no tienes noticias de mí,
puedes estar seguro de que simplemente estoy a la expectativa. Tengo prisa. Adiós.
"Tu amigo de siempre,
JOHN SEWARD"
Del diario del doctor Seward
7 de septiembre. Lo primero que van Helsing me dijo cuando nos encontramos en la calle
Liverpool, fue: "¿Ha dicho usted algo a su amigo, el novio de ella?"
—No —le dije—. Quería esperar hasta verlo a usted antes, como le dije en mi telegrama. Le
escribí una carta diciéndole simplemente que usted venía, ya que la señorita Westenra no estaba bien de
salud, y que le enviaría más noticias después.
—Muy bien, muy bien, mi amigo —me dijo—. Mejor será que no lo sepa todavía; tal vez nunca lo
llegue a saber. Eso espero; pero si es necesario, entonces lo sabrá todo. Y, mi viejo amigo John, déjeme
que se lo advierta: usted trata con los locos. Todos los hombres están más o menos locos; y así como
usted trata discretamente con sus locos, así trate discretamente con los locos de Dios: el resto del
mundo. Usted no le dice a sus locos lo que hace ni por qué lo hace; usted no les dice lo que piensa. Así
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es que debe mantener el conocimiento en su lugar, donde pueda descansar; donde pueda reunirse con
los de su clase y procrear. Usted y yo nos guardaremos como hasta ahora lo que sabemos...
Y al decir esto me tocó en el corazón y en la frente, y luego él mismo se tocó de manera similar.
—Por mi parte tengo algunas ideas, de momento. Más tarde se las expondré a usted.
—¿Por qué no ahora? —le pregunté—. Puede que den buen resultado; podríamos llegar a
alguna conclusión.
Él me miró fijamente, y dijo:
—Mi amigo John, cuando ha crecido el maíz, incluso antes de que haya madurado, mientras la
savia de su madre tierra está en él, y el sol todavía no ha comenzado a pintarlo con su oro, el marido se
tira de la oreja y la frota entre sus ásperas manos, y limpia la verde broza, y te dice: "¡Mira!: es buen
maíz; cuando llegue el tiempo, será un buen grano."
Yo no vi la aplicación, y se lo dije. Como respuesta extendió su brazo y tomó mi oreja entre sus
manos tirando de ella juguetonamente, como solía hacerlo antiguamente durante sus clases, y dijo:
—El buen marido dice así porque conoce, pero no hasta entonces. Pero usted no encuentra al
buen marido escarbando el maíz sembrado para ver si crece; eso es para niños que juegan a
sembradores. Pero no para aquellos que tienen ese oficio como medio de subsistencia. ¿Entiende usted
ahora, amigo John? He sembrado mi maíz, y la naturaleza tiene ahora el trabajo de hacerlo crecer; si
crece, entonces hay cierta esperanza; y yo esperaré hasta que comience a verse el grano.
Al decir esto se interrumpió, pues evidentemente vio que lo había comprendido.
Luego, prosiguió con toda seriedad:
—Usted siempre fue un estudiante cuidadoso, y su estuche siempre estaba más lleno que los
demás. Entonces usted era apenas un estudiante; ahora usted es maestro, y espero que sus buenas
costumbres no hayan desaparecido. Recuerde, mi amigo, que el conocimiento es más fuerte que la
memoria, y no debemos confiar en lo más débil. Aunque usted no haya mantenido la buena práctica,
permítame decirle que este caso de nuestra querida señorita es uno que puede ser, fíjese, digo puede
ser, de tanto interés para nosotros y para otras personas que todos los demás casos no sean nada
comparados con él. Tome, entonces, buena nota de él. Nada es demasiado pequeño. Le doy un consejo:
escriba en el registro hasta sus dudas y sus conjeturas. Después podría ser interesante para usted ver
cuánta verdad puede adivinar. Aprendemos de los fracasos; no de los éxitos.
Cuando le describí los síntomas de Lucy (los mismos que antes, pero infinitamente más
marcados) se puso muy serio, pero no dijo nada. Tomó un maletín en el que había muchos instrumentos
y medicinas, "horrible atavío de nuestro comercio benéfico", como él mismo lo había llamado en una de
sus clases, el equipo de un profesor de la ciencia médica. Cuando nos hicieron pasar, la señora
Westenra salió a nuestro encuentro. Estaba alarmada, pero no tanto como yo había esperado
encontrarla.
La naturaleza, en uno de sus momentos de buena disposición, ha ordenado que hasta la muerte
tenga algún antídoto para sus propios errores. Aquí, en un caso donde cualquier impresión podría ser
fatal, los asuntos se ordenan de tal forma que, por una causa o por otra, las cosas no personales (ni
siquiera el terrible cambio en su hija, a la cual quería tanto) parecen alcanzarla. Es algo semejante a
como la madre naturaleza se reúne alrededor de un cuerpo extraño y lo envuelve con algún tejido
insensible, que puede protegerlo del mal al que de otra manera se vería sometido por contacto. Si esto es
un egoísmo ordenado, entonces deberíamos abstenernos un momento antes de condenar a nadie por el
defecto del egoísmo, pues sus causas pueden tener raíces más profundas de las que hasta ahora
conocemos.
Puse en práctica mi conocimiento de esta fase de la patología espiritual, y asenté la regla de que
ella no debería estar presente con Lucy, o pensar en su enfermedad, más que cuando fuese
absolutamente necesario. Ella asintió de buen grado; tan de buen grado, que nuevamente vi la mano de
la naturaleza protegiendo la vida. Van Helsing y yo fuimos conducidos hasta el cuarto de Lucy. Si me
había impresionado verla a ella ayer, cuando la vi hoy quedé horrorizado. Estaba terriblemente pálida;
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blanca como la cal. El rojo parecía haberse ido hasta de sus labios y sus encías, y los huesos de su
rostro resaltaban prominentemente; se dolía uno de ver o escuchar su respiración. El rostro de van
Helsing se volvió rígido como el mármol, y sus cejas convergieron hasta que casi se encontraron sobre su
nariz. Lucy yacía inmóvil y no parecía tener la fuerza suficiente para hablar, así es que por un instante
todos permanecimos en silencio. Entonces, van Helsing me hizo una seña y salimos silenciosamente del
cuarto. En el momento en que cerramos la puerta, caminó rápidamente por el corredor hacia la puerta
siguiente, que estaba abierta. Entonces me empujó rápidamente con ella, y la cerró.
—¡Dios mío! —dijo él—. ¡Esto es terrible! No hay tiempo que perder. Se morirá por falta de
sangre para mantener activa la función del corazón. Debemos hacer inmediatamente una transfusión de
sangre. ¿Usted, o yo?
—Maestro, yo soy más joven y más fuerte; debo ser yo.
—Entonces, prepárese al momento. Yo traeré mi maletín. Ya estoy preparado.
Lo acompañé escaleras abajo, y al tiempo que bajábamos alguien llamó a la puerta del corredor.
Cuando llegamos a él, la sirvienta acababa de abrir la puerta y Arthur estaba entrando velozmente. Corrió
hacia mí, hablando en un susurro angustioso.
—Jack, estaba muy afligido. Leí entre líneas tu carta, y he estado en un constante tormento. Mi
papá está mejor, por lo que corrí hasta aquí para ver las cosas por mí mismo. ¿No es este caballero el
doctor van Helsing? Doctor, le estoy muy agradecido por haber venido.
Cuando los ojos del profesor cayeron por primera vez sobre él, había en ellos un brillo de cólera
por la interrupción en tal momento: pero al mirar sus fornidas proporciones y reconocer la fuerte hombría
juvenil que parecía emanar de él, sus ojos se alegraron. Sin demora alguna le dijo, mientras extendía la
mano:
—Joven, ha llegado usted a tiempo. Usted es el novio de nuestra paciente, ¿verdad? Está mal;
muy, muy mal. No, hijo, no se ponga así —le dijo, viendo que repentinamente mi amigo se ponía pálido y
se sentaba en una silla casi desmayado—. Usted le va a ayudar a ella. Usted puede hacer más que
ninguno para que viva, y su valor es su mejor ayuda.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arthur, con voz ronca—. Dígamelo y lo haré. Mi vida es de ella,
y yo daría hasta la última gota de mi sangre por ayudarla.
El profesor tenía un fuerte sentido del humor, y por conocerlo tanto yo pude detectar un rasgo de
él, en su respuesta:
—Mi joven amigo, yo no le pido tanto; por lo menos no la última.
—¿Qué debo hacer?
Había fuego en sus ojos, y su nariz temblaba de emoción. Van Helsing le dio palmadas en el
hombro.
—Venga —le dijo—. Usted es un hombre, y un hombre es lo que necesitamos. Usted está mejor
que yo, y mejor que mi amigo John.
Arthur miró perplejo y entonces mi maestro comenzó a explicarle en forma bondadosa:
—La joven señorita está mal, muy mal. Quiere sangre, y sangre debe dársele, o muere. Mi amigo
John y yo hemos consultado; y estamos a punto de realizar lo que llamamos una transfusión de sangre:
pasar la sangre de las venas llenas de uno a las venas vacías de otro que la está pidiendo. John iba a
dar su sangre, ya que él es más joven y más fuerte que yo (y aquí Arthur tomó mi mano y me la apretó
fuertemente en silencio), pero ahora usted está aquí; usted es más fuerte que cualquiera de nosotros,
viejo o joven, que nos gastamos mucho en el mundo del pensamiento. ¡Nuestros nervios no están tan
tranquilos ni nuestra sangre es tan rica como la suya!
Entonces Arthur se volvió hacia el eminente médico, y le dijo:
—Si usted supiera qué felizmente moriría yo por ella, entonces entendería...
Se detuvo, con una especie de asfixia en la voz.
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—¡Bien, muchacho! —dijo van Helsing—. En un futuro no muy lejano estará contento de haber
hecho todo lo posible por ayudar a quien ama. Ahora venga y guarde silencio. Antes de que lo hagamos
la besará una vez, pero luego debe usted irse: y debe irse a una señal mía. No diga ni palabra de esto a
la señora; ¡usted ya sabe cuál es su estado! No debe tener ninguna impresión; cualquier contrariedad la
mataría. ¡Venga!
Todos entramos en el cuarto de Lucy. Por indicación del maestro, Arthur permaneció fuera. Lucy
volvió la cabeza hacia nosotros y nos miró, pero no dijo nada.
No estaba dormida, pero estaba simplemente tan débil que no podía hacer esfuerzo alguno. Sus
ojos nos hablaron; eso fue todo. Van Helsing sacó algunas cosas de su maletín y las colocó sobre una
pequeña mesa fuera del alcance de su vista. Entonces, mezcló un narcótico y, acercándose a la cama, le
dijo alegremente:
—Bien, señorita, aquí está su medicina. Tómesela toda como una niña buena. Vea; yo la
levantaré para que pueda tragar con facilidad. Así.
Hizo el esfuerzo con buen resultado.
Me sorprendió lo mucho que tardó la droga en surtir efecto. Esto, de hecho, era un claro síntoma
de su debilidad. El tiempo pareció interminable hasta que el sueño comenzó a aletear en sus párpados.
Sin embargo, al final, el narcótico comenzó a manifestar su potencia, y se sumió en un profundo sueño.
Cuando el profesor estuvo satisfecho, llamó a Arthur al cuarto y le pidió que se quitara la chaqueta. Luego
agregó:
—Puede usted dar ese corto beso mientras yo traigo la mesa. ¡Amigo John, ayúdeme!
Así fue que ninguno de los dos vimos mientras él se inclinaba sobre ella. Entonces, volviéndose a
mí, van Helsing me dijo:
—Es tan joven y tan fuerte, y de sangre tan pura, que no necesitamos desfibrinarla.
Luego, con rapidez, pero metódicamente, van Helsing llevó a cabo la operación.
A medida que se efectuaba, algo como vida parecía regresar a las mejillas de la pobre Lucy, y a
través de la creciente palidez de Arthur parecía brillar la alegría de su rostro.
Después de un corto tiempo comencé a sentir angustia, pues a pesar de que Arthur era un
hombre fuerte, la pérdida de sangre ya lo estaba afectando. Esto me dio una idea de la terrible tensión a
que debió haber estado sometido el organismo de Lucy, ya que lo que debilitaba a Arthur apenas la
mejoraba parcialmente a ella. Pero el rostro de mi maestro estaba rígido, y estuvo con el reloj en la mano
y con la mirada fija ora en la paciente, ora en Arthur. Yo podía escuchar los latidos de mi corazón.
Finalmente dijo, en voz baja:
—No se mueva un instante. Es suficiente. Usted atiéndalo a él; yo me ocuparé de ella.
Cuando todo hubo terminado, pude ver cómo Arthur estaba debilitado. Le vendé la herida y lo
tomé del brazo para ayudarlo a salir, cuando van Helsing habló sin volverse; el hombre parecía tener ojos
en la nuca.
—El valiente novio, pienso, merece otro beso, el cual tendrá de inmediato.
Y como ahora ya había terminado su operación, arregló la almohada bajo la cabeza de la
paciente. Al hacer eso, el estrecho listón de terciopelo que ella siempre parecía usar alrededor de su
garganta, sujeto con un antiguo broche de diamante que su novio le había dado, se deslizó un poco hacia
arriba y mostró una marca roja en su garganta. Arthur no la notó, pero yo pude escuchar el profundo
silbido de aire inhalado, que es una de las maneras en que van Helsing traiciona su emoción. No dijo
nada de momento, pero se volvió hacia mí y dijo:
—Ahora, baje con nuestro valiente novio, dele un poco de vino y que descanse un rato. Luego
debe irse a casa y descansar; dormir mucho y comer mucho, para que pueda recuperar lo que le ha dado
a su amor. No debe quedarse aquí. ¡Un momento! Presumo, señor, que usted está ansioso del resultado;
entonces lléveselo consigo, ya que de todas maneras la operación ha sido afortunada. Usted le ha
salvado la vida esta vez, y puede irse a su casa a descansar tranquilamente, pues ya se ha hecho todo lo
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que tenía que hacerse. Yo le diré a ella lo sucedido cuando esté bien; no creo que lo deje de querer por
lo que ha hecho. Adiós.
Cuando Arthur se hubo ido, regresé al cuarto. Lucy estaba durmiendo tranquilamente, pero su
respiración era más fuerte; pude ver cómo se alzaba la colcha a medida que respiraba. Al lado de su
cama se sentaba van Helsing, mirándola intensamente. La gargantilla de terciopelo cubría la marca roja.
Le pregunté al profesor:
—¿Qué piensa usted de esa señal en su garganta?
—Y usted, ¿qué piensa?
—Yo todavía no la he examinado —respondí, y en ese mismo momento procedí a desabrochar la
gargantilla.
Justamente sobre la vena yugular externa había dos pinchazos, no grandes, pero que tampoco
presagiaban nada bueno. No había ninguna señal de infección, pero los bordes eran blancos y parecían
gastados, como si hubiesen sido maltratados. De momento se me ocurrió que aquella herida, o lo que
fuese, podía ser el medio de la manifiesta pérdida de sangre; pero abandoné la idea tan pronto como la
hube formulado, pues tal cosa no podía ser. Toda la cama hubiera estado empapada de rojo con la
sangre que la muchacha debió perder para tener una palidez como la que había mostrado antes de la
transfusión.
—¿Bien? —dijo van Helsing.
—Bien —dije yo—, no me explico qué pueda ser.
Mi maestro se puso en pie.
—Debo regresar a Ámsterdam hoy por la noche —dijo—. Allí hay libros y documentos que deseo
consultar. Usted debe permanecer aquí toda la noche, y no debe quitarle la vista de encima.
—¿Debo contratar a una enfermera? —le pregunté.
—Nosotros somos los mejores enfermeros, usted y yo. Usted vigílela toda la noche; vea que
coma bien y que nada la moleste. Usted no debe dormir toda la noche. Más tarde podremos dormir, usted
y yo. Regresaré tan pronto como sea posible, y entonces podremos comenzar.
—¿Podremos comenzar? —dije yo—. ¿Qué quiere usted decir con eso?
—¡Ya lo veremos! —respondió mi maestro, al tiempo que salía precipitadamente.
Regresó un momento después, asomó la cabeza por la puerta y dijo, levantando un dedo en
señal de advertencia: —Recuérdelo: ella está a su cargo. ¡Si usted la deja y sucede algo, no podrá dormir
tranquilamente en lo futuro!
Del diario del doctor Seward (continuación)
8 de septiembre. Estuve toda la noche sentado al lado de Lucy. El soporífero perdió su efecto al
anochecer, y despertó naturalmente; parecía un ser diferente del que había sido antes de la operación.
Su estado de ánimo era excelente, y estaba llena de una alegre vivacidad, pero pude ver las huellas de la
extrema postración por la que había pasado. Cuando le dije a la señora Westenra que el doctor van
Helsing había ordenado que yo estuviese sentado al lado de ella, casi se burló de la idea señalando las
renovadas fuerzas de su hija y su excelente estado de ánimo. Sin embargo, me mostré firme, e hice los
preparativos para mi larga vigilia. Cuando su sirvienta la hubo preparado para la noche, entré, habiendo
entretanto cenado, y tomé asiento al lado de su cama. No hizo ninguna objeción, sino que se limitó a
mirarme con gratitud siempre que pude captar sus ojos. Después de un largo rato pareció estar a punto
de dormirse, pero con un esfuerzo pareció recobrarse y sacudirse el sueño. Esto se repitió varias veces,
con más esfuerzo y pausas más cortas a medida que el tiempo pasaba. Era aparente que no quería
dormir, de manera que yo abordé el asunto de inmediato:
—¡No quiere usted dormirse?
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—No. Tengo miedo.
—¡Miedo de dormirse! ¿Por qué? Es una bendición que todos anhelamos.
—¡Ah! No si usted fuera como yo. ¡Si el sueño fuera para usted presagio de horror...!
—¡Un presagio de horror! ¿Qué quiere usted decir con eso?
—No lo sé, ¡ay!, no lo sé. Y eso es lo que lo hace tan terrible. Toda esta debilidad me llega
mientras duermo; de tal manera que ahora me da miedo hasta la idea misma de dormir.
—Pero, mi querida niña, usted puede dormir hoy en la noche. Yo estaré aquí velando su sueño, y
puedo prometerle que no sucederá nada.
—¡Ah! ¡Puedo confiar en usted!
Aproveché la oportunidad, y dije:
—Le prometo que si yo veo cualquier evidencia de pesadillas, la despertaré inmediatamente.
—¿Lo hará? ¿De verdad? ¡Qué bueno es usted conmigo! Entonces, dormiré.
Y casi al mismo tiempo dejó escapar un profundo suspiro de alivio, y se hundió en la almohada,
dormida.
Toda la noche estuve a su lado. No se movió ni una vez, sino que durmió con un sueño tranquilo,
reparador. Sus labios estaban ligeramente abiertos, y su pecho se elevaba y bajaba con la regularidad de
un péndulo. En su rostro se dibujaba una sonrisa, y era evidente que no habían llegado pesadillas a
perturbar la paz de su mente.
Temprano por la mañana llegó su sirvienta; yo la dejé al cuidado de ella y regresé a casa, pues
estaba preocupado por muchas cosas. Envié un corto telegrama a van Helsing y a Arthur,
comunicándoles el excelente resultado de la transfusión. Mi propio trabajo, con todos sus contratiempos,
me mantuvo ocupado durante todo el día; ya había oscurecido cuando tuve oportunidad de preguntar por
mi paciente zoófago. El informe fue bueno; había estado tranquilo durante el último día y la última noche.
Mientras estaba cenando, me llegó un telegrama de van Helsing, desde Ámsterdam,
sugiriéndome que me dirigiera a Hillingham por la noche, ya que quizá sería conveniente estar cerca, y
haciéndome saber que él saldría con el correo de la noche y que me alcanzaría temprano por la mañana.
9 de septiembre. Estaba bastante cansado cuando llegué a Hillingham. Durante dos noches
apenas había podido dormir, y mi cerebro estaba comenzando a sentir ese entumecimiento que indica el
agotamiento cerebral. Lucy estaba levantada y animosa.
Al estrecharme la mano me miró fijamente a la cara, y dijo:
—Usted no se sentará hoy toda la noche. Está acabado. Yo ya estoy bastante bien otra vez; de
hecho, me siento perfectamente, y si alguien va a cuidar a alguien, entonces yo seré quien lo cuide a
usted.
No tuve ánimos para discutir, sino que me fui a cenar.
Lucy subió conmigo, y avivado por su encantadora presencia, comí con bastante apetito y me
tomé un par de vasos del más excelente oporto. Entonces Lucy me condujo arriba y me mostró un cuarto
contiguo al de ella, donde estaba encendido un acogedor fogón.
—Ahora —dijo ella—, usted debe quedarse aquí. Dejaré esta puerta abierta, y también mi puerta.
Puede acostarse en el sofá, pues sé que nada podría inducir a un médico a descansar debidamente en
una cama mientras hay un paciente al lado. Si quiero cualquier cosa gritaré, y usted puede estar a mi
lado al momento.
No pude sino asentir, pues estaba muerto de cansancio, y no hubiera podido mantenerme
sentado aunque lo hubiese intentado. Así es que, haciendo que renovara su promesa de llamarme en
caso de que necesitase algo, me acosté en el sofá y me olvidé completamente de todo.
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Del diario de Lucy Westenra
9 de septiembre. Me siento feliz hoy por la noche. He estado tan tremendamente débil, que ser
capaz de pensar y moverme es como sentir los rayos del sol después de un largo período de viento del
este y de cielo nublado y gris. Arthur se siente muy cerca de mí. Me parece sentir su presencia caliente
alrededor de mí. Supongo que es porque la enfermedad y la debilidad vuelven egoísta, y vuelven
nuestros ojos internos y nuestra simpatía sobre nosotros mismos, mientras que la salud y la fuerza dan
rienda suelta al amor, y en pensamiento y sentimiento puede uno andar donde uno quiera. Yo sé donde
están mis pensamientos. ¡Si Arthur lo supiese! Querido mío, tus oídos deben zumbar mientras duermes,
tal como me zumban los míos al caminar. ¡Oh, el maravilloso descanso de anoche! Cómo dormí, con el
querido, buen doctor Seward vigilándome. Y hoy por la noche no tendré miedo de dormir, ya que está
muy cerca y puedo llamarlo. ¡Gracias a todos por ser tan buenos conmigo! ¡Gracias a Dios! Buenas
noches, Arthur.
Del diario del doctor Seward
10 de septiembre. Fui consciente de la mano del profesor sobre mi cabeza, y me desperté de
golpe en un segundo. Esa es una de las cosas que por lo menos aprendemos en un asilo.
—¿Y cómo está nuestra paciente?
—Bien, cuando la dejé, o mejor dicho, cuando ella me dejó a mí —le respondí.
—Venga, veamos —dijo él, y juntos entramos al cuarto contiguo.
La celosía estaba bajada, y yo la subí con mucho cuidado mientras van Helsing avanzó, con su
pisada blanda, felina, hacia la cama.
Cuando subí la celosía y la luz de la mañana inundó el cuarto, oí el leve siseo de aspiración del
profesor, y conociendo su rareza, un miedo mortal me heló la sangre. Al acercarme yo él retrocedió, y su
exclamación de horror, "¡Gott in Himmel!" ,no necesitaba el refuerzo de su cara doliente. Alzó la mano y
señaló en dirección a la cama, y su rostro de hierro estaba fruncido y blanco como la ceniza. Sentí que
mis rodillas comenzaron a temblar.
Ahí sobre la cama, en un aparente desmayo, yacía la pobre Lucy, más terriblemente blanca y
pálida que nunca. Hasta los labios estaban blancos, y las encías parecían haberse encogido detrás de
los dientes, como algunas veces vemos en los cuerpos después de una prolongada enfermedad. Van
Helsing levantó su pie para patear de cólera, pero el instinto de su vida y todos los largos años de hábitos
lo contuvieron, y lo depositó otra vez suavemente.
—¡Pronto! —me dijo—. Traiga el brandy,
Volé, al comedor y regresé con la garrafa. Él humedeció con ella los pobres labios blancos y
juntos frotamos las palmas, las muñecas y el corazón. Él escuchó el corazón, y después de unos
momentos de agonizante espera, dijo: —No es demasiado tarde. Todavía late, aunque muy débilmente.
Todo nuestro trabajo se ha perdido; debemos comenzar otra vez. No hay aquí ningún joven Arthur ahora;
esta vez tengo que pedirle a usted mismo que done su sangre, amigo John.
Y a medida que hablaba, metía la mano en el maletín y sacaba los instrumentos para la
transfusión; yo me quité la chaqueta y enrollé la manga de mi camisa. En tal situación no había
posibilidad de usar un soporífero, pero además no había necesidad de él; y así, sin perder un momento,
comenzamos la transfusión. Después de cierto tiempo (tampoco pareció ser tan corto, pues el fluir de la
propia sangre no importa con qué alegría se vea, es una sensación terrible), van Helsing levantó un dedo
en advertencia:
—No se mueva —me dijo—, pues temo que al recobrar las fuerzas ella despierte; y eso sería
muy, muy peligroso. Pero tendré precaución. Le aplicaré una inyección hipodérmica de morfina.
Entonces procedió, veloz y seguramente, a efectuar su proyecto. El efecto en Lucy no fue malo,
pues el desmayo pareció transformarse sutilmente en un sueño narcótico. Fue con un sentimiento de
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orgullo personal como pude ver un débil matiz de color regresar lentamente a sus pálidas mejillas y
labios. Ningún hombre sabe, hasta que lo experimenta, lo que es sentir que su propia sangre se transfiere
a las venas de la mujer que ama.
El profesor me miraba críticamente.
—Eso es suficiente —dijo.
—¿Ya? —protesté yo—. Tomó usted bastante más de Art.
A lo cual él sonrió con una especie de sonrisa triste, y me respondió:
—Él es su novio, su fiancé. Usted tiene trabajo, mucho trabajo que hacer por ella y por otros; y
con lo que hemos puesto es suficiente.
Cuando detuvimos la operación, él atendió a Lucy mientras yo aplicaba presión digital a mi propia
herida. Me acosté, mientras esperaba a que tuviera tiempo de atenderme, pues me sentí débil y un poco
mareado. Al cabo de un tiempo me vendó la herida y me envió abajo para que bebiera un vaso de vino.
Cuando estaba saliendo del cuarto, vino detrás de mí y me susurró:
—Recuerde: nada debe decir de esto. Si nuestro joven enamorado aparece inesperadamente,
como la otra vez, ninguna palabra a él. Por un lado lo asustaría, y además de eso lo pondría celoso. No
debe haber nada de eso, ¿verdad?
Cuando regresé, me examinó detenidamente, y dijo:
—No está usted mucho peor. Vaya a su cuarto y descanse en el sofá un rato; luego tome un
buen desayuno, y regrese otra vez acá.
Seguí sus órdenes, pues sabía cuán correctas y sabias eran. Había hecho mi parte y ahora mi
siguiente deber era recuperar fuerzas. Me sentí muy débil, y en la debilidad perdí algo del placer de lo
que había ocurrido. Me quedé dormido en el sofá; sin embargo, preguntándome una y otra vez como era
que Lucy había hecho un movimiento tan retrógrado, y como había podido perder tanta sangre, sin dejar
ninguna señal por ningún lado de ella. Creo que debo haber continuado preguntándome esto en mi
sueño, pues, durmiendo y caminando, mis pensamientos siempre regresaban a los pequeños pinchazos
en su garganta y la apariencia marchita y maltratada de sus bordes a pesar de lo pequeños que eran.
Lucy durmió hasta bien entrado el día, y cuando despertó estaba bastante bien y fuerte, aunque
no tanto como el día anterior. Cuando van Helsing la hubo visto, salió a dar un paseo, dejándome a mí a
cargo de ella, con instrucciones estrictas de no abandonarla ni por un momento. Pude escuchar su voz en
el corredor, preguntando cuál era el camino para la oficina de telégrafos más cercana.
Lucy conversó conmigo alegremente, y parecía completamente inconsciente de lo que había
sucedido. Yo traté de mantenerla entretenida e interesada. Cuando su madre subió a verla, no pareció
notar ningún cambio en ella, y sólo me dijo agradecida: ¡Le debemos tanto a usted, doctor Seward, por
todo lo que ha hecho! Pero realmente ahora debe usted tener cuidado de no trabajar en exceso. Se ve
usted mismo un poco pálido. Usted necesita una mujer para que le sirva de enfermera y que lo cuide un
poco; ¡eso es lo que usted necesita!
A medida que ella hablaba, Lucy se ruborizó, aunque sólo fue momentáneamente, pues sus
pobres venas desgastadas no pudieron soportar el súbito flujo de sangre a la cabeza. La reacción llegó
como una excesiva palidez al volver ella sus ojos implorantes hacia mí. Yo sonreí y moví la cabeza, y me
llevé el dedo a los labios; exhalando un suspiro, la joven se hundió nuevamente entre sus almohadas.
Van Helsing regresó al cabo de unas horas, y me dijo:
—Ahora usted váyase a su casa, y coma mucho y beba bastante. Repóngase. Yo me quedaré
aquí hoy por la noche, y me sentaré yo mismo junto a la señorita. Usted y yo debemos observar el caso, y
no podemos permitir que nadie más lo sepa. Tengo razones de peso. No, no me las pregunte; piense lo
que quiera. No tema pensar incluso lo más improbable. Buenas noches.
En el corredor, dos de las sirvientas llegaron a mí y me preguntaron si ellas o cualquiera de ellas
podría quedarse por la noche con la señorita Lucy. Me imploraron que las dejara, y cuando les dije que
era una orden del doctor van Helsing que fuese él o yo quienes veláramos, me pidieron que intercediera
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con el "caballero extranjero". Me sentí muy conmovido por aquella bondad. Quizá porque estoy débil de
momento, y quizá porque fue por Lucy que se manifestó su devoción; pues una y otra vez he visto
similares manifestaciones de la bondad de las mujeres. Regresé aquí a tiempo para comer; hice todas
mis visitas y todos mis pacientes estaban bien; y luego me senté mientras esperaba que llegara el sueño.
Ya viene.
11 de septiembre. Esta tarde fui a Hillingham. Encontré a van Helsing de excelente humor y a
Lucy mucho mejor. Poco después de mi llegada, el correo llevó un paquete muy grande para el profesor.
Lo abrió con bastante prisa, así me pareció, y me mostró un gran ramo de flores blancas.
—Estas son para usted, señorita Lucy —dijo.
—¿Para mí? ¡Oh, doctor van Helsing!
—Sí, querida, pero no para que juegue con ellas. Estas son medicinas.
Lucy hizo un encantador mohín.
—No, pero no es para que se las tome cocidas ni en forma desagradable; no necesita fruncir su
encantadora naricita, o tendré que indicarle a mi amigo Arthur los peligros que tendrá que soportar al ver
tanta belleza, que él quiere tanto, distorsionarse en esa forma. Ajá, mi bella señorita, eso es: tan bonita
nariz esta muy recta otra vez. Esto es medicinal, pero usted no sabe cómo. Yo lo pongo en su ventana,
hago una bonita guirnalda y la cuelgo alrededor de su cuello, para que usted duerma bien. Sí; estas
flores, como las flores de loto, hacen olvidar las penas. Huelen como las aguas de Letos, y de esa fuente
de la juventud que los conquistadores buscaron en la Florida, y la encontraron, pero demasiado tarde.
Mientras hablaba, Lucy había estado examinando las flores y oliéndolas. Luego las tiró, diciendo,
medio en risa medio en serio:
—Profesor, yo creo que usted sólo me está haciendo una broma. Estas flores no son más que ajo
común.
Para sorpresa mía, van Helsing se puso en pie y dijo con toda seriedad, con su mandíbula de
acero rígida y sus espesas cejas encontrándose:
—¡No hay ningún juego en esto! ¡Yo nunca bromeo! Hay un serio propósito en lo que hago, y le
prevengo que no me frustre. Cuídese, por amor a los otros si no por amor a usted misma —añadió, pero
viendo que la pobre Lucy se había asustado como tenía razón de estarlo, continuó en un tono más
suave—: ¡Oh, señorita, mi querida, no me tema! Yo sólo hago esto por su bien; pero hay mucha virtud
para usted en esas flores tan comunes. Vea, yo mismo las coloco en su cuarto. Yo mismo hago la
guirnalda que usted debe llevar. ¡Pero cuidado! No debe decírselo a los que hacen preguntas indiscretas.
Debemos obedecer, y el silencio es una parte de la obediencia; y obediencia es llevarla a usted fuerte y
llena de salud hasta los brazos que la esperan. Ahora siéntese tranquila un rato. Venga conmigo, amigo
John, y me ayudará a cubrir el cuarto con mis ajos, que vienen desde muy lejos, desde Haarlem, donde
mi amigo Vanderpool los hace crecer en sus invernaderos durante todo el año. Tuve que telegrafiar ayer,
o no hubieran estado hoy aquí.
Entramos en el cuarto, llevando con nosotros las flores. Las acciones del profesor eran
verdaderamente raras y no creo que se pudiera encontrar alguna farmacopea en la cual yo encontrara
noticias. Primero cerró las ventanas y las aseguró con aldaba; luego, tomando un ramo de flores, frotó
con ellas las guillotinas, como para asegurarse de que cada soplo de aire que pudiera pasar a través de
ellas estuviera cargado con el olor a ajo. Después, con el manojo frotó los batientes de la puerta, arriba,
abajo y a cada lado, y alrededor de la chimenea de la misma manera. Todo me pareció muy grotesco, y
al momento le dije al profesor:
—Bien, profesor, yo sé que usted siempre tiene una razón por lo que hace, pero esto me deja
verdaderamente perplejo. Está bien que no hay ningún escéptico a los alrededores, o diría que usted está
haciendo un conjuro para mantener alejado a un espíritu maligno.
—¡Tal vez lo esté haciendo! —me respondió rápidamente, al tiempo que comenzaba a hacer la
guirnalda que Lucy tenía que llevar alrededor del cuello.
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Luego esperamos hasta que Lucy hubo terminado de arreglarse para la noche, y cuando ya
estaba en cama entramos y él mismo colocó la guirnalda de ajos alrededor de su cuello. Las últimas
palabras que él le dijo a ella, fueron:
—Tenga cuidado y no la perturbe; y aunque el cuarto huela mal, no abra hoy por la noche la
ventana ni la puerta.
—Lo prometo —dijo Lucy, y gracias mil a ustedes dos por todas sus bondades conmigo. ¡Oh!
¿Qué he hecho para ser bendecida con amigos tan buenos?
Cuando dejamos la casa en mi calesín, que estaba esperando, van Helsing dijo:
—Hoy en la noche puedo dormir en paz, y quiero dormir: dos noches de viaje, mucha lectura
durante el día intermedio, mucha ansiedad al día siguiente y una noche en vela, sin pegar los ojos.
Mañana temprano en la mañana pase por mí, y vendremos juntos a ver a nuestra bonita señorita, mucho
más fuerte por mi "conjuro" que he hecho. ¡Jo!, ¡jo!
Estaba tan confiado que yo, recordando mi misma confianza de dos noches antes y los penosos
resultados, sentí un profundo y vago temor. Debe haber sido mi debilidad lo que me hizo dudar de
decírselo a mi amigo pero de todas maneras lo sentí, como lágrimas contenidas.
XI.— EL DIARIO DE LUCY WESTENRA
12 de septiembre. ¡Qué buenos son todos conmigo! Casi siento que quiero a ese adorable doctor
van Helsing. Me pregunto por qué estaba tan ansioso acerca de estas flores. Realmente me asustó.
¡Parecía tan serio! Sin embargo, debe haber tenido razón, pues ya siento el alivio que me llega de ellas.
Por algún motivo, no temo estar sola esta noche, y puedo acostarme a dormir sin temor. No me importará
el aleteo fuera de la ventana. ¡Oh, la terrible lucha que he tenido contra el sueño tan a menudo
últimamente!
¡El dolor del insomnio o el dolor del miedo a dormirme, y con los desconocidos horrores que tiene
para mí! ¡Qué bendición tienen esas personas cuyas vidas no tienen temores, ni amenazas; para quienes
el dormir es una dicha que llega cada noche, y no les lleva sino dulces sueños! Bien, aquí estoy hoy,
esperando dormir, y haciendo como Ofelia en el drama: con virgin crants and maiden strewments. ¡Nunca
me gustó el ajo antes de hoy, pero ahora lo siento admirable! Hay una gran paz en su olor; siento que ya
viene el sueño. Buenas noches, todo el mundo.
Del diario del doctor Seward
13 de septiembre. Pasé por el Berkeley y encontré a van Helsing, como de costumbre, ya
preparado para salir. El coche ordenado por el hotel estaba esperando. El profesor tomó su maletín, que
ahora siempre lleva consigo.
Lo anotaré todo detalladamente. Van Helsing y yo llegamos a Hillingham a las ocho en punto. Era
una mañana agradable; la brillante luz del sol y todo el fresco ambiente de la entrada del otoño parecían
ser la culminación del trabajo anual de la naturaleza. Las hojas se estaban volviendo de todos los bellos
colores, pero todavía no habían comenzado a caer de los árboles. Cuando entramos encontramos a la
señora Westenra saliendo del recibidor. Ella siempre se levanta temprano. Nos saludó cordialmente, y
dijo:
—Se alegrarán ustedes de saber que Lucy está mejor. La pequeñuela todavía duerme. Miré en
su cuarto y la vi, pero no entré, para no perturbarla.
El profesor sonrió, y su mirada era alegre. Se frotó las manos, y dijo:
—¡Ajá! Pensé que había diagnosticado bien el caso. Mi tratamiento está dando buenos
resultados.
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A lo cual ella respondió:
—No debe usted llevarse todas las palmas solo, doctor. El buen estado de Lucy esta mañana se
debe en parte a mi labor.
—¿Qué quiere usted decir con eso, señora? —preguntó el profesor.
—Bueno, estaba tan ansiosa acerca de la pobre criatura por la noche, que fui a su cuarto. Dormía
profundamente; tan profundamente, que ni mi llegada la despertó. Pero el aire del cuarto estaba
terriblemente viciado. Por todos lados había montones de esas flores horribles, malolientes, e incluso ella
tenía un montón alrededor del cuello. Temí que el pesado olor fuese demasiado para mi querida criatura
en su débil estado, por lo que me las llevé y abrí un poquito la ventana para dejar entrar aire fresco. Estoy
segura de que la encontrarán mejor.
Se despidió de nosotros y se dirigió a su recámara donde generalmente se desayunaba
temprano. Mientras hablaba, observé la cara del profesor y vi que se volvía gris como la ceniza. Fue
capaz de retenerse por autodominio mientras la pobre dama estaba presente. Pues conocía su estado y
el mal que le produciría una impresión; de hecho, llegó hasta a sonreírse y le sostuvo la puerta abierta
para que ella entrara en su cuarto. Pero en el instante en que ella desapareció me dio un tirón repentino y
fuerte, llevándome al comedor y cerrando la puerta tras él.
Allí, por primera vez en mi vida, vi a van Helsing abatido. Se llevó las manos a la cabeza en una
especie de muda desesperación, y luego se dio puñetazos en las palmas de manera impotente; por
último, se sentó en una silla, y cubriéndose el rostro con las manos comenzó a sollozar, con sollozos
ruidosos, secos, que parecían salir de su mismo corazón roto. Luego alzó las manos otra vez, como si
implorara a todo el universo.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —dijo—. ¿Qué hemos hecho, qué ha hecho esta pobre criatura, que nos ha
causado tanta pena? ¿Hay entre nosotros todavía un destino, heredado del antiguo mundo pagano, por
el que tienen que suceder tales cosas, y en tal forma? Esta pobre madre, ignorante, y según ella
haciendo todo lo mejor, hace algo como para perder el cuerpo y el alma de su hija; y no podemos decirle,
no podemos siquiera advertirle, o ella muere, y entonces mueren ambas. ¡Oh, cómo estamos acosados!
¡Cómo están todos los poderes de los demonios contra nosotros! —añadió, pero repentinamente saltó—.
Venga —dijo—, venga; debemos ver y actuar. Demonios o no demonios, o todos los demonios de una
vez, no importa: nosotros luchamos con él, o ellos y por todos.
Salió otra vez a la puerta del corredor con su maletín, y juntos subimos al cuarto de Lucy. Una
vez más yo subí la celosía, mientras van Helsing fue hacia su cama. Esta vez él no retrocedió espantado
al mirar el pobre rostro con la misma palidez de cera, terrible, como antes. Sólo puso una mirada de
rígida tristeza e infinita piedad.
—Tal como lo esperaba —murmuró, con esa siseante aspiración que significaba tanto.
Sin decir una palabra más fue y cerró la puerta con llave, y luego comenzó a poner sobre la mesa
los instrumentos para hacer otra transfusión de sangre. Yo había reconocido su necesidad de inmediato y
comencé a quitarme la chaqueta, pero él me detuvo con una advertencia de la mano.
—No —dijo—. Hoy debe usted efectuar la operación. Yo seré el donante. Usted ya está débil.
Y al decir esto, se despojó de su chaqueta y se enrolló la manga de la camisa.
Otra vez la operación; nuevamente el narcótico. Una vez más regresó el color a las mejillas
cenizas, y la respiración regular del sueño sano. Esta vez yo la vigilé mientras van Helsing se recluía y
descansaba.
Poco después aprovechó una oportunidad para decirle a la señora Westenra que no debía quitar
nada del cuarto de Lucy sin consultarlo. Que las flores tenían un valor medicinal, y que respirar su olor
era parte del sistema de curación. Entonces se hizo cargo del caso él mismo, diciendo que velaría esa
noche y la siguiente, y que me enviaría decir cuándo debería yo venir.
Al cabo de otra hora, Lucy despertó de su sueño, fresca y brillante, y desde luego mirándose
mucho mejor de lo que se podía esperar debido a su terrible prueba.
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¿Qué significa todo esto? Estoy comenzando a preguntarme si mi larga costumbre de vivir entre
locos no estará empezando a ejercer influencia sobre mi propio cerebro.
Del diario de Lucy Westenra
17 de septiembre. Cuatro días y noches de paz. Me estoy poniendo otra vez tan fuerte que
apenas me reconozco. Es como si hubiera pasado a través de una larga pesadilla, y acabara de
despertar para ver alrededor de mí los maravillosos rayos del sol, y para sentir el aire fresco de la
mañana. Tengo un ligero recuerdo de largos y ansiosos tiempos de espera y temor; una oscuridad en la
cual no había siquiera la más ligera esperanza de hacer menos punzante la desesperación. Y luego, los
largos períodos de olvido, y el regreso hacia la vida como un buzo que sale a la superficie después de
sumergirse. Sin embargo, desde que el doctor van Helsing ha estado conmigo, todas estas pesadillas
parecen haberse ido; los ruidos que solían asustarme hasta sacarme de quicio, el aleteo contra las
ventanas, las voces distantes que parecían tan cercanas a mí, los ásperos sonidos que venían de no sé
dónde y me ordenaban hacer no sé qué, todo ha cesado. Ahora me acuesto sin ningún temor de dormir.
Ni siquiera trato de mantenerme despierta. Me he acostumbrado bastante bien al ajo; todos los días me
llega desde Haarlem una caja llena. Hoy por la noche se irá el doctor van Helsing, ya que tiene que estar
un día en Ámsterdam. Pero no necesito que me cuiden; ya estoy lo suficientemente bien como para
quedarme sola. ¡Gracias a Dios en nombre de mi madre, y del querido Arthur, y de todos nuestros amigos
que han sido tan amables! Ni siquiera sentiré el cambio, pues anoche el doctor van Helsing durmió en su
cama bastante tiempo. Lo encontré dormido dos veces cuando desperté; pero no temí volver a dormirme,
aunque las ramas o los murciélagos, o lo que fuese, aleteaban furiosamente contra los cristales de mi
ventana.
Recorte de La Gaceta de Pall Mall, 18 de septiembre
EL LOBO QUE ESCAPO PELIGROSA AVENTURA DE NUESTRO REPORTERO
Entrevista con el guardián del Jardín Zoológico
Después de muchas pesquisas y otras tantas negaciones, y usando repetidamente las palabras
Gaceta de Pall Mall como una especie de talismán, logré encontrar al guardián de la sección del Jardín
Zoológico en el cual se encuentra incluido el departamento de lobos. Thomas Bilder vive en una de las
cabañas detrás del recinto de los elefantes, y estaba a punto de sentarse a tomar el té cuando lo
encontré. Thomas y su esposa son gente hospitalaria, y sin niños, y si la muestra de hospitalidad de que
yo gocé es el término medio de su comportamiento, sus vidas deben ser bastante agradables. El
guardián no quiso entrar en lo que llamó "negocios" hasta que hubimos terminado la cena y todos
estábamos satisfechos. Entonces, cuando la mesa había sido limpiada, y él ya había encendido su pipa,
dijo:
—Ahora, señor, ya puede adelantarse y preguntarme lo que quiera. Perdonará que me haya
negado a hablar de temas profesionales antes de comer. Yo le doy a los lobos, a los chacales y a las
hienas en todo nuestra sección su té antes de comenzar a hacerles preguntas.
—¿Qué quiere usted decir con "antes de hacerles preguntas"? —inquirí deseando ponerlo en
situación de hablar.
—Golpeándolos sobre la cabeza con un palo es una manera; rascarles en las orejas es otra,
cuando algún macho quiere impresionar un poco a sus muchachas. A mí no me importa mucho el barullo,
pegarles con un palo antes de meterles su cena, pero espero, por así decirlo, a que se hayan tomado su
brandy y su café, antes de intentar rascarles las orejas. ¿Sabe usted? —agregó filosóficamente —, hay
bastante de la misma naturaleza a nosotros que en esos animales. Aquí está usted, viniendo y
preguntando acerca de mi oficio, cuando no tenía yo nada en la barriga. Mi primer intento fue despedirlo
sin decirle nada. Ni siquiera cuando usted me preguntó en forma medio sarcástica si quisiera que usted le
preguntara al superintendente si usted podía hacerme algunas preguntas. Sin ofenderlo, ¿le dije que se
fuera al diablo?
—Sí, me lo dijo.
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—Y cuando usted dijo que daría un informe sobre mí por usar lenguaje obsceno, eso fue como si
me golpeara sobre la cabeza; pero me contuve: lo hice muy bien. Yo no iba a pelear, así es que esperé
por la comida e hice con mi escudilla como hacen los lobos, los leones y los tigres. Pero, que Dios tenga
compasión de usted ahora que la vieja me ha metido un trozo de su pastel en la barriga, me ha remojado
con su floreciente tetera, y que yo he encendido mi tabaco. Puede usted rascarme las orejas todo lo que
quiera, y no dejaré escapar ni un gruñido. Comience a preguntarme. Ya sé a lo que viene: es por ese lobo
que se escapó.
—Exactamente. Quiero que usted me dé su punto de vista sobre ello. Sólo dígame cómo sucedió,
y cuando conozca los hechos haré que me diga sus opiniones sobre la causa de ellos, y cómo piensa que
va a terminar todo el asunto.
—Muy bien, gobernador. Esto que le digo es casi toda la historia. El lobo ese que llamábamos
Bersicker era uno de los tres grises que vinieron de Noruega para Jamrach, y que compramos hace
cuatro años. Era un lobo bueno, tranquilo, que nunca causó molestias de las que se pudiera hablar. Estoy
verdaderamente sorprendido de que haya sido él, entre todos los animales, quien haya deseado irse de
aquí. Pero ahí tiene, no puede fiarse uno de los lobos, así como no puede uno fiarse de las mujeres.
—¡No le haga caso, señor! —interrumpió la señora Bilder, riéndose alegremente—. Este viejo ha
estado cuidando durante tanto tiempo a los animales, ¡que maldita sea si no es él mismo como un lobo
viejo! Pero todo lo dice sin mala intención.
—Bien, señor, habían pasado como dos horas después de la comida, ayer, cuando escuché por
primera vez el escándalo. Yo estaba haciendo una cama en la casa de los monos para un joven puma
que está enfermo; pero cuando escuché los gruñidos y aullidos vine inmediatamente a ver. Y ahí estaba
Bersicker arañando como un loco los barrotes, como si quisiera salir. No había mucha gente ese día, y
cerca de él sólo había un hombre, un tipo alto, delgado, con nariz aguileña y barba en punta. Tenía una
mirada dura y fría, y los ojos rojos, y a mí como que me dio mala espina desde un principio, pues parecía
que era con él con quien estaban irritados los animales. Tenía guantes blancos de niño en las manos;
señaló a los animales, y me dijo:
"Guardián, estos lobos parecen estar irritados por algo.
"Tal vez es por usted —le dije yo, pues no me agradaban los aires que se daba.
"No se enojó, como había esperado que lo hiciera, sino que sonrió con una especie de sonrisa
insolente, con la boca llena de afilados dientes blancos.
"—¡Oh, no, yo no les gustaría! —me dijo.
"—¡Oh, sí!, yo creo que les gustaría —respondí yo, imitándolo—. Siempre les gusta uno o dos
huesos para limpiarse los dientes después de la hora del té. Y usted tiene una bolsa llena de ellos.
"Bien, fue una cosa rara, pero cuando los animales nos vieron hablando se echaron, y yo fui
hacia Bersicker y él me permitió que le acariciara las orejas como siempre. Entonces se acercó también
el hombre, ¡y bendito sea si no él también extendió su mano y acarició las orejas del lobo viejo!
"Tenga cuidado —le dije yo—. Bersicker es rápido.
"No se preocupe —me contestó él—. ¡Estoy acostumbrado a ellos!
"—¿Es usted también del oficio? —le pregunté, quitándome el sombrero, pues un hombre que
tenga algo que ver con lobos, etc., es un buen amigo de los guardianes.
"No —respondió él—, no soy precisamente del oficio, pero he amansado a varios de ellos.
"Y al decir esto levantó su sombrero como un lord, y se fue. El viejo Bersicker lo siguió con la
mirada hasta que desapareció, y luego se fue a echar en una esquina y no quiso salir de ahí durante toda
la noche. Bueno, anoche, tan pronto como salió la luna, todos los lobos comenzaron a aullar. No había
nada ni nadie a quien le pudieran aullar. Cerca de ellos no había nadie, con excepción de alguien que
evidentemente estaba llamando a algún perro en algún lugar, detrás de los jardines de la calle del
Parque. Una o dos veces salí a ver que todo estuviera en orden, y lo estaba, y luego los aullidos cesaron.
Un poco antes de las doce de la noche salí a hacer una última ronda antes de acostarme y, que me parta
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un rayo, cuando llegué frente a la jaula del viejo Bersicker vi los barrotes quebrados y doblados, y la jaula
vacía. Y eso es todo lo que sé."
—¿No hubo nadie más que viera algo?
—Uno de nuestros jardineros regresaba a casa como a esa hora de una celebración, cuando ve a
un gran perro gris saliendo a través de las jaulas del jardín. Por lo menos así dice él, pero yo no le doy
mucho crédito por mi parte, porque no le dijo ni una palabra del asunto a su mujer al llegar a su casa, y
sólo hasta después de la escapada del lobo se conoció; y ya habíamos pasado toda la noche buscando
por el parque a Bersicker, cuando recordó haber visto algo. Yo más bien creo que el vino de la
celebración se le había subido a la cabeza.
—Bien, señor Bilder, ¿y puede usted explicarse la huida del lobo?
—Bien, señor —dijo él, con una modestia un tanto sospechosa —, creo que puedo; pero yo no sé
si usted quedará completamente satisfecho con mi teoría.
—Claro que quedaré. Si un hombre como usted, que conoce a los animales por experiencia, no
puede aventurar una buena hipótesis, ¿quién es el que puede hacerlo?
—Bien, señor, entonces le diré la manera como yo me explico esto. A mí me parece que este
lobo se escapó... simplemente porque quería salir.
Por la manera tan calurosa como ambos, Thomas y su mujer, se rieron de la broma, pude darme
cuenta de que ya había dado resultados otras veces, y que toda la explicación era simplemente una treta
ya preparada. Yo no podía competir en pillerías con el valeroso Thomas, pero creí que conocía un
camino mucho más seguro hasta su corazón, por lo que dije:
—Ahora, señor Bilder, consideraremos que este primer medio soberano ya ha sido amortizado, y
este hermano de él está esperando ser reclamado cuando usted me diga qué piensa que va a suceder.
—Tiene usted razón, señor –dijo él rápidamente—. Me tendrá que disculpar, lo sé, por haberle
hecho una broma, pero la vieja aquí me guiñó, que era tanto como decirme que siguiera adelante.
—¡Pero..., nunca! —dijo la vieja.
—Mi opinión es esta: el lobo ese está escondido en alguna parte, el jardinero dice que lo vio
galopando hacia el norte más velozmente que lo que lo haría un caballo; pero yo no le creo, pues, ¿sabe
usted, señor?, los lobos no galopan más de lo que galopan los perros, pues no están construidos de esa
manera. Los lobos son muy bonitos en los libros de cuentos, y yo diría cuando se reúnen en manadas y
empiezan a acosar a algo que está más asustado que ellos, pueden hacer una bulla del diablo y cortarlo
en pedazos, lo que sea. Pero, ¡Dios lo bendiga!, en la vida real un lobo es sólo una criatura inferior, ni la
mitad de inteligente que un buen perro; y no tienen la cuarta parte de su capacidad de lucha. Este que se
escapó no está acostumbrado a pelear, ni siquiera a procurarse a sí mismo sus alimentos, y lo más
probable es que esté en algún lugar del parque escondido y temblando, si es capaz de pensar en algo,
preguntándose dónde va a poder conseguirse su desayuno; o a lo mejor se ha retirado y está metido en
una cueva de hulla. ¡Uf!, el susto que se va a llevar algún cocinero cuando baje y vea sus ojos verdes
brillando en la oscuridad. Si no puede conseguir comida es muy posible que salga a buscarla, y pudiera
ser que por casualidad fuera a dar a tiempo a una carnicería.
“Si no sucede eso y alguna institutriz sale a pasear con su soldado, dejando al infante en su
cochecillo de niño, bien, entonces no estaría sorprendido si el censo da un niño menos. Eso es todo.
Le estaba entregando el medio soberano cuando algo asomó por la ventana, y el rostro del señor
Bilder se alargó al doble de sus dimensiones naturales, debido a la sorpresa.
¡Dios me bendiga! —exclamó —. ¡Allí está el viejo Bersicker de regreso, sin que nadie lo traiga!
Se levantó y fue hacia la puerta a abrirla; un procedimiento que a mí me pareció innecesario. Yo
siempre he pensado que un animal salvaje nunca es tan atractivo como cuando algún obstáculo de
durabilidad conocida está entre él y yo; una experiencia personal ha intensificado, en lugar de disminuir,
esta idea.
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Después de todo, sin embargo, no hay nada como la costumbre, pues ni Bilder ni su mujer
pensaron nada más del lobo de lo que yo pensaría de un perro. El animal mismo era tan pacífico como el
padre de todos esos cuentos de lobos, el amigo de otros tiempos de Caperucita Roja, mientras está
disfrazado tratando de ganarse su confianza.
Toda la escena fue una complicada mezcla de comedia y tragedia. El maligno lobo que durante
un día y medio había paralizado a Londres y había hecho que todos los niños del pueblo temblaran en
sus zapatos, estaba allí con mirada penitente, y estaba siendo recibido y acariciado como una especie de
hijo pródigo vulpino. El viejo Bilder lo examinó por todos lados con la más tierna atención, y cuando hubo
terminado el examen del penitente, dijo:
—¡Vaya, ya sabía que el pobre animal se iba a meter en alguna clase de lío! ¿No lo dije siempre?
Aquí está su cabeza toda cortada y llena de vidrio quebrado. Seguramente que quiso saltar sobre algún
muro u otra cosa. Es una vergüenza que se permita a la gente que ponga pedazos de botellas en la parte
superior de sus paredes. Estos son los resultados. Ven conmigo, Bersicker.
Se llevó al lobo y lo encerró en una jaula con un pedazo de carne que satisfacía, por lo menos en
lo relativo a la cantidad, las condiciones elementales de un ternero gordo, y luego se fue a hacer el
informe.
Yo también me marché a hacer el informe de la única y exclusiva información que se da hoy
referente a la extraña escapada del zoológico.
Del diario del doctor Seward
17 de septiembre. Estaba ocupado, después de cenar, en mi estudio fechando mis libros, los
cuales, debido a la urgencia de otros trabajos y a las muchas visitas a Lucy, se encontraban tristemente
atrasados. De pronto, la puerta se abrió de golpe y mi paciente entró como un torbellino, con el rostro
deformado por la ansiedad. Yo me sobresalté, pues es una cosa casi desconocida que un paciente entre
de esa manera y por su propia cuenta en el despacho del superintendente. Sin hacer ninguna pausa se
dirigió directamente hacia mí. En su mano había un cuchillo de cocina, y como vi que era peligroso, traté
de mantener la mesa entre nosotros. Sin embargo, fue demasiado rápido y demasiado fuerte para mí;
antes de que yo pudiera alcanzar mi equilibrio me había lanzado el primer golpe, cortándome bastante
profundamente la muñeca izquierda. Pero antes de que pudiera lanzarme otro golpe, le di un derechazo y
cayó con los brazos y piernas extendidos por el suelo. Mi muñeca sangraba profusamente, y un pequeño
charco se formó sobre la alfombra. Vi que mi amigo no parecía intentar otro esfuerzo, por lo que me
ocupé en vendar mi muñeca, manteniendo todo el tiempo una cautelosa vigilancia sobre la figura
postrada. Cuando mis asistentes entraron corriendo y pusimos nuestra atención sobre él, su aspecto
positivamente me enfermó. Estaba acostado sobre el vientre en el suelo, lamiendo como un perro la
sangre que había caído de mi muñeca herida. Lo sujetamos con facilidad, y, para sorpresa mía, se dejó
llevar con bastante docilidad por los asistentes, repitiendo una y otra vez:
—¡La sangre es la vida! ¡La sangre es la vida!
No puedo permitirme perder sangre en la actualidad; ya he perdido demasiada últimamente como
para estar sano, además de que la prolongada tensión de la enfermedad de Lucy y sus horribles fases
me están minando. Estoy muy irritado y cansado, y necesito reposo, reposo, reposo. Afortunadamente,
van Helsing no me ha llamado, por lo que no necesito privarme esta vez de dormir; no creo que podría
prescindir de un buen descanso esta noche.
Telegrama de van Helsing a Seward, en Carfax
(Enviado a Carfax, Sussex, ya que no mencionaba ningún condado; entregado con veintidós
horas de retraso.)
17 de septiembre. No deje de estar hoy por la noche en Hillingham. Si no observando todo el
tiempo, visitando frecuentemente y viendo que las flores estén colocadas; muy importante; no falle.
Estaré con usted tan pronto como posible después de llegada.
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Del diario del doctor Seward
18 de septiembre. Acabo de tomar el tren para Londres. La llegada del telegrama de van Helsing
me llenó de ansiedad. Una noche entera perdida, y por amarga experiencia sé lo que puede suceder en
una noche. Por supuesto que es posible que todo esté bien, pero, ¿qué puede haber sucedido?
Seguramente que hay un horrible sino pendiendo sobre nosotros, que hace que todo accidente posible
nos frustre aquello que tratamos de hacer. Me llevaré conmigo este cilindro, y entonces podré completar
mis apuntes en el fonógrafo de Lucy.
Memorando dejado por Lucy Westenra
17 de septiembre. Noche. Escribo esto y lo dejo para que lo vean, de manera que nadie pueda
verse en problemas por mi causa. Este es un registro exacto de lo que sucedió hoy por la noche. Siento
que estoy muriendo de debilidad y apenas tengo fuerza para escribir, pero debo hacerlo, aunque muera
en el intento.
Fui a la cama como siempre, cuidando de que las flores estuvieran colocadas como lo ha
ordenado el doctor van Helsing, y pronto me quedé dormida.
Fui despertada por el aleteo en la ventana, que había comenzado desde aquella noche en que
caminé sonámbula hasta el desfiladero de Whitby, donde Mina me salvó, y que ahora conozco tan bien.
No tenía miedo, pero si deseé que el doctor Seward estuviera en el cuarto contiguo (tal como había dicho
el doctor van Helsing que estaría), de manera que yo pudiera hablarle en cualquier momento. Traté de
dormirme nuevamente, pero no pude. Entonces volvió la antigua angustia de antes de dormirme, y decidí
permanecer despierta. Perversamente, el sueño trató de regresar cuando yo ya no quería dormir; de tal
manera que, como temía estar sola, abrí mi puerta y grité: "¿Hay alguien allí?" No obtuve respuesta. Tuve
miedo de despertar a mamá, y por eso cerré la puerta nuevamente. Entonces, afuera, en los arbustos, oí
una especie de aullido de perro, pero más fiero y más profundo. Me dirigí a la ventana y miré hacia
afuera, mas no alcancé a distinguir nada, excepto un gran murciélago, que evidentemente había estado
pegando con sus alas contra la ventana. Por ello regresé de nuevo a la cama, pero con la firme
determinación de no dormirme. Al momento se abrió la puerta y mi madre miró a través de ella; viendo
por mi movimiento que no estaba dormida, entró y se sentó a mi lado. Me dijo, más dulce y suavemente
que de costumbre:
—Estaba intranquila por ti, querida, y entré a ver si estabas bien.
Temí que pudiera resfriarse sentándose ahí, y le pedí que viniera y durmiera conmigo, por lo que
se metió en la cama y se acostó a mi lado; no se quitó su bata, pues dijo que sólo iba a estar un momento
y que luego regresaría a su propia cama. Mientras yacía ahí en mis brazos, y yo en los de ella, el aleteo y
roce volvió a la ventana. Ella se sorprendió, y un poco asustada, preguntó: "¿Qué es eso?" Yo traté de
calmarla; finalmente pude hacerlo, y ella yació tranquila; pero yo pude oír cómo su pobre y querido
corazón todavía palpitaba terriblemente. Después de un rato se escuchó un estrépito en la ventana y un
montón de pedazos de vidrio cayeron al suelo. La celosía de la ventana voló hacia adentro con el viento
que entraba, y en la abertura de las vidrieras quebradas apareció la cabeza de un lobo grande y flaco. Mi
madre lanzó un grito de miedo y se incorporó rápidamente sentándose sobre la cama, sujetándose
nerviosamente de cualquier cosa que pudiera ayudarla. Entre otras cosas se agarró de la guirnalda de
flores que el doctor van Helsing insistió en que yo llevara alrededor de mi cuello, y me la arrancó de un
tirón. Durante un segundo o dos se mantuvo sentada, señalando al lobo, y repentinamente hubo un
extraño y horrible gorgoteo en la garganta; luego se desplomó, como herida por un rayo, y su cabeza me
golpeó en la frente, dejándome por unos momentos un tanto aturdida. El cuarto y todo alrededor parecía
girar. Mantuve mis ojos fijos en la ventana, pero el lobo retiró la cabeza y toda una miríada de pequeñas
manchas parecieron entrar volando a través de la rota ventana, describiendo espirales y círculos como la
columna de polvo que los viajeros describen cuando hay un simún en el desierto. Traté de moverme, pero
había una especie de hechizo sobre mí, y el pobre cuerpo de mamá que parecía ya estarse enfriando,
pues su querido corazón había cesado de latir, pesaba sobre mí; y por un tiempo no recuerdo más.
No pareció transcurrir mucho rato, sino más bien que fue muy, muy terrible, hasta que pude
recobrar nuevamente la conciencia. En algún lugar cercano, una campana doblaba; todos los perros de la
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vecindad estaban aullando, y en nuestros arbustos, aparentemente muy cercanos, cantaba un ruiseñor.
Yo estaba aturdida y embotada de dolor, terror y debilidad, pero el sonido del ruiseñor pareció la voz de
mi madre muerta que regresaba para consolarme. Los ruidos parece que también despertaron a las
sirvientas, pues pude oír sus pisadas descalzas corriendo fuera de mi puerta. Las llamé y entraron, y
cuando vieron lo que había sucedido, y qué era lo que descansaba sobre mí en la cama, dieron gritos. El
viento irrumpió a través de la rota ventana y la puerta se cerró de golpe. Levantaron el cuerpo de mi
amada madre y la acostaron, cubriéndola con una sábana, sobre la cama, después de que yo me hube
levantado. Estaban tan asustadas y nerviosas que les ordené fueran al comedor a tomar cada una un
vaso de vino. La puerta se abrió de golpe unos instantes y luego se cerró otra vez. Las sirvientas gritaron
horrorizadas, y luego se fueron en grupo compacto al comedor, y yo puse las flores que había tenido
alrededor de mi cuello sobre el pecho de mi querida madre. Cuando ya estaban allí recordé lo que me
había dicho el doctor van Helsing, pero no quise retirarlas, y, además, alguna de las sirvientas podría
sentarse conmigo ahora. Me sorprendió que las criadas no regresaran. Las llamé, pero no obtuve
respuesta, por lo que bajé al comedor a buscarlas.
Mi corazón se encogió cuando vi lo que había sucedido. Las cuatro yacían indefensas en el
suelo, respirando pesadamente. La garrafa del jerez estaba sobre la mesa medio llena, pero había
alrededor un raro olor acre. Tuve mis sospechas y examiné la garrafa. Olía a láudano, y mirando en la
alacena encontré que la botella que el doctor de mi madre usa para ella (¡oh, usaba!) estaba vacía. ¿Qué
debo hacer? ¿Qué debo hacer? Estoy de regreso en el cuarto, con mamá. No puedo abandonarla, y
estoy sola, salvo por las sirvientas dormidas, que alguien ha narcotizado. ¡Sola con la muerte! No me
atrevo a salir, pues oigo el leve aullido del lobo a través de la rota ventana. El aire parece lleno de
manchas, flotando y girando en la corriente de la ventana, y las luces destellan azules y tenues. ¿Qué
debo hacer? ¡Dios me proteja de cualquier mal esta noche! Esconderé este papel en mi seno, donde lo
encontrarán cuando vengan a amortajarme. ¡Mi querida madre se ha ido! Ya es tiempo de que yo
también me vaya.
Adiós, querido Arthur, si no logro sobrevivir esta noche. Que Dios te proteja, querido, ¡y que Dios
me ayude!.
XII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
18 de septiembre. Me dirigí de inmediato a Hillingham, y llegué temprano. Dejando mi calesa en
el portón, corrí por la avenida solo. Toqué suavemente el timbre, lo más delicadamente posible, pues
temía perturbar a Lucy o a su madre, y esperaba que me abriera la puerta sólo una sirvienta. Después de
un rato, no encontrando respuesta, toqué otra vez; tampoco me respondieron. Maldije la haraganería de
las sirvientas que todavía estuvieran en cama a esa hora, ya que eran las diez de la mañana, por lo que
toqué otra vez, pero más impacientemente, sin obtener tampoco respuesta. Hasta aquí yo había culpado
sólo a las sirvientas, pero ahora me comenzó a asaltar un terrible miedo. ¿Era esta desolación otro
enlace en la cadena de infortunios que parecía estar cercándonos? ¿Sería acaso a una mansión de la
muerte a la que habría llegado, demasiado tarde? Yo sé que minutos, o incluso segundos de tardanza
pueden significar horas de peligro para Lucy, si ella hubiese tenido otra vez una de esas terribles
recaídas; y fui alrededor de la casa para ver si podía encontrar por casualidad alguna otra entrada.
No pude encontrar ningún medio de entrar. Cada ventana y puerta tenía echado el cerrojo y
estaba cerrada con llave, por lo que regresé desconcertado al pórtico. Al hacerlo, escuché el rápido
golpeteo de las patas de un caballo que se acercaba velozmente, y que se detenía ante el portón. Unos
segundos después encontré a van Helsing que corría por la avenida. Cuando me vio, alcanzó a
murmurar:
—Entonces era usted quien acaba de llegar. ¿Cómo está ella? ¿Llegamos demasiado tarde?
¿No recibió usted mi telegrama?
Le respondí tan veloz y coherentemente como pude, advirtiéndole que su telegrama no lo había
recibido hasta temprano por la mañana, que no había perdido ni un minuto en llegar hasta allí, y que no
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había podido hacer que nadie en la casa me oyera. Hizo una pausa y se levantó el sombrero, diciendo
solemnemente:
—Entonces temo que hayamos llegado demasiado tarde. ¡Que se haga la voluntad de Dios! —
pero luego continuó, recuperando su habitual energía—: Venga. Si no hay ninguna puerta abierta para
entrar, debemos hacerla. Creo que ahora tenemos tiempo de sobra.
Dimos un rodeo y fuimos a la parte posterior de la casa, donde estaba abierta una ventana de la
cocina. El profesor sacó una pequeña sierra quirúrgica de su maletín, y entregándomela señaló hacia los
barrotes de hierro que guardaban la ventana. Yo los ataqué de inmediato y muy pronto corté tres.
Entonces, con un cuchillo largo y delgado empujamos hacia atrás el cerrojo de las guillotinas y abrimos la
ventana. Le ayudé al profesor a entrar, y luego lo seguí. No había nadie en la cocina ni en los cuartos de
servicio, que estaban muy cerca. Pulsamos la perilla de todos los cuartos a medida que caminamos, y en
el comedor, tenuemente iluminado por los rayos de luz que pasaban a través de las persianas,
encontramos a las cuatro sirvientas yaciendo en el suelo. No había ninguna necesidad de pensar que
estuvieran muertas, pues su estertorosa respiración y el acre olor a láudano en el cuarto no dejaban
ninguna duda respecto a su estado. Van Helsing y yo nos miramos el uno al otro, y al alejarnos, él dijo:
"Podemos atenderlas más tarde." Entonces subimos a la habitación de Lucy. Durante unos breves
segundos hicimos una pausa en la puerta y nos pusimos a escuchar, pero no pudimos oír ningún sonido.
Con rostros pálidos y manos temblorosas, abrimos suavemente la puerta y entramos en el cuarto.
¿Cómo puedo describir lo que vimos? Sobre la cama yacían dos mujeres, Lucy y su madre. La
última yacía más hacia adentro, y estaba cubierta con una sábana blanca cuyo extremo había sido
volteado por la corriente que entraba a través de la rota ventana, mostrando el ojeroso rostro blanco, con
una mirada de terror fija en él. A su lado yacía Lucy, con el rostro blanco y todavía más ojeroso. Las
flores que habían estado alrededor de su cuello se encontraban en el pecho de su madre, y su propia
garganta estaba desnuda, mostrando las dos pequeñas heridas que ya habíamos visto anteriormente,
pero esta vez terriblemente blancas y maltratadas. Sin decir una palabra el profesor se inclinó sobre la
cama con la cabeza casi tocando el pecho de la pobre Lucy; entonces giró rápidamente la cabeza, como
alguien que escuchara, y poniéndose en pie, me gritó:
—¡Todavía no es demasiado tarde! ¡Rápido, rápido! ¡Traiga el brandy!
Volé escaleras abajo y regresé con él, teniendo cuidado de olerlo y probarlo, por si acaso también
estuviera narcotizado como el jerez que encontré sobre la mesa. Las sirvientas todavía respiraban, pero
más descansadamente, y supuse que los efectos del narcótico ya se estaban disipando. No me quedé
para asegurarme, sino que regresé donde van Helsing. Como en la ocasión anterior, le frotó con brandy
los labios y las encías, las muñecas y las palmas de las manos. Me dijo:
—Puedo hacer esto; es todo lo que puede ser hecho de momento. Usted vaya y despierte a esas
sirvientas. Golpéelas suavemente en la cara con una toalla húmeda, y golpéelas fuerte. Hágalas que
reúnan calor y fuego y calienten agua. Esta pobre alma está casi fría como la otra. Necesitará que la
calentemos antes de que podamos hacer algo más.
Fui inmediatamente y encontré poca dificultad en despertar a tres de las mujeres. La cuarta sólo
era una jovencita y el narcótico la había afectado evidentemente con más fuerza, por lo que la levanté
hasta el sofá y la dejé dormir. Las otras estaban en un principio aturdidas, pero al comenzar a recordar lo
sucedido sollozaron en forma histérica. Sin embargo, yo fui riguroso con ellas y no les permití hablar. Les
dije que perder una vida era suficientemente doloroso, y que si se tardaban mucho iban a sacrificar
también a la señorita Lucy. Así es que, sollozando, comenzaron a hacer los arreglos, a medio vestir como
estaban, y prepararon el fuego y el agua.
Afortunadamente, el fuego de la cocina y del calentador todavía funcionaba, por lo que no hacía
falta el agua caliente. Arreglamos el baño y llevamos a Lucy tal como estaba a la bañera. Mientras
estábamos ocupados frotando sus miembros alguien llamó a la puerta del corredor. Una de las criadas
corrió, se echo encima apresuradamente alguna ropa más, y abrió la puerta. Luego regresó y nos susurró
que era un caballero que había llegado con un mensaje del señor Holmwood. Le supliqué simplemente
que le dijera que debía esperar, pues de momento no podíamos ver a nadie. Ella salió con el recado, y
embebidos en nuestro trabajo, olvidé por completo la presencia de aquel hombre.
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En toda mi experiencia nunca vi trabajar a mi maestro con una seriedad tan solemne. Yo sabía,
como lo sabía él, que se trataba de una lucha desesperada contra la muerte, y en una pausa se lo dije.
Me respondió de una manera que no pude comprender, pero con la mirada más seria que podía reflejar
su rostro:
—Si eso fuera todo, yo pararía aquí mismo donde estamos ahora y la dejaría desvanecerse en
paz, pues no veo ninguna luz en el horizonte de su vida.
Continuó su trabajo con un vigor, si es posible, renovado y más frenético.
Al cabo de un rato ambos comenzamos a ser conscientes de que el calor estaba comenzando a
tener algún efecto. El corazón de Lucy latió un poco más audiblemente al estetoscopio, y sus pulmones
tuvieron un movimiento perceptible. La cara de van Helsing casi irradió cuando la levantamos del baño y
la enrollamos en una sábana caliente para secarla. Me dijo:
—¡La primera victoria es nuestra! ¡Jaque al rey!
Llevamos a Lucy a otra habitación, que para entonces ya había sido preparada, y la metimos en
cama y la obligamos a que bebiera unas cuantas gotas de brandy. Yo noté que van Helsing ató un suave
pañuelo de seda alrededor de su cuello. Ella todavía estaba inconsciente, y estaba tan mal, si no peor, de
como jamás la hubiéramos visto.
Van Helsing llamó a una de las mujeres y le dijo que se quedara con ella y que no le quitara los
ojos de encima hasta que regresáramos. Luego me hizo una seña para que saliéramos del cuarto.
—Debemos consultar sobre lo que vamos a hacer —me dijo, mientras descendíamos por las
gradas.
En el corredor abrió la puerta del comedor y entramos en él, cerrando cuidadosamente la puerta.
Las persianas habían quedado abiertas, pero las celosías ya estaban bajadas, con esa obediencia a la
etiqueta de la muerte que la mujer británica de las clases inferiores siempre observa con rigidez. Por lo
tanto, el cuarto estaba bastante oscuro. Sin embargo, había suficiente luz para nuestros propósitos. La
seriedad de van Helsing se mitigaba un tanto por una mirada de perplejidad. Evidentemente estaba
torturando su cerebro acerca de algo, por lo que yo esperé unos instantes, al cabo de los cuales dijo:
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿A quién podemos recurrir? Debemos hacer otra transfusión de
sangre, y eso con prontitud, o la vida de esa pobre muchacha no va a durar una hora. Usted ya está
agotado; yo estoy agotado también. Yo temo confiar en esas mujeres, aun cuando tuviesen el valor de
someterse. ¿Qué debemos hacer por alguien que desee abrir sus venas por ella?
—Bien, entonces, ¿qué pasa conmigo?
La voz llegó desde el sofá al otro lado del cuarto, y sus tonos llevaron aliento y alegría a mi
corazón, pues eran los de Quincey Morris. Van Helsing lo miró enojado al primer sonido, pero su rostro se
suavizó y una mirada alegre le asomó por los ojos cuando yo grité: "¡Quincey Morris!", y corrí hacia él con
los brazos extendidos.
—¿Qué te trajo aquí? —le pregunté, al estrecharnos las manos.
—Supongo que la causa es Art.
Me entregó un telegrama:
"No he tenido noticias de Seward durante tres días, y estoy terriblemente ansioso. No puedo ir. Mi
padre en el mismo estado. Envíame noticias del estado de Lucy. No tardes. HOLMWOOD ."
—Creo que he llegado apenas a tiempo. Sabes que sólo tienes que decirme qué debo hacer.
Van Helsing dio unos pasos hacia adelante y tomó su mano, mirándolo fijamente a los ojos
mientras le decía:
—La mejor cosa que hay en este mundo cuando una mujer está en peligro, es la sangre de un
hombre valiente. Usted es un hombre, y no hay duda. Bien, el diablo puede trabajar contra nosotros
haciendo todos sus esfuerzos, pero Dios nos envía hombres cuando los necesitamos.
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Una vez más tuvimos que efectuar la horrenda operación. No tengo valor para describirla
nuevamente en detalle. Lucy estaba terriblemente débil, y la debilidad la había afectado más que las
otras veces, pues aunque bastante sangre penetró en sus venas, su cuerpo no respondió al tratamiento
tan rápidamente como en otras ocasiones.
Su lucha por mantenerse en vida era algo terrible de ver y escuchar. Sin embargo, el
funcionamiento, tanto de su corazón como de sus pulmones, mejoró, y van Helsing practicó inyección
subcutánea de morfina, como antes, y con buenos resultados. Su desmayo se convirtió en un sueño
profundo. El profesor la observó mientras yo bajaba con Quincey Morris, y envié a una de las sirvientas a
que le pagara al cochero que estaba esperando. Dejé a Quincey acostado después de haberle servido un
vaso de vino, y le dije a la cocinera que preparara un buen desayuno. Entonces tuve una idea y regresé
al cuarto donde estaba Lucy. Cuando entré, sin hacer ruido, encontré a van Helsing con una o dos hojas
de papel en las manos. Era evidente que las había leído, y que ahora estaba reflexionando sobre su
contenido, sentado con una mano en su frente. Había una mirada de torva satisfacción en su cara, como
la de alguien que ha resuelto una duda.
Me entregó los papeles, diciendo solamente:
—Se cayó del pecho de Lucy cuando la llevábamos hacia el baño.
Cuando los hube leído, me quedé mirando al profesor, y después de una pausa le pregunté:
—En nombre de Dios, ¿qué significa todo esto? ¿Estaba ella, o está loca? ¿O qué clase de
horrible peligro es?
Estaba tan perplejo que no encontré otra cosa que decir. Van Helsing extendió la mano y tomó el
papel diciendo:
—No se preocupe por ello ahora. De momento, olvídelo. Todo lo sabrá y lo comprenderá a su
tiempo; pero será más tarde. Y ahora, ¿qué venía a decirme?
Esto me regresó a los hechos, y nuevamente fui yo mismo.
—Vine a hablarle acerca del certificado de defunción. Si no actuamos como es debido y
sabiamente, puede haber pesquisas, y tendríamos que mostrar ese papel. Yo espero que no haya
necesidad de pesquisas, pues si las hubiera, eso seguramente mataría a la pobre Lucy, si no la mata otra
cosa. Yo sé, y usted sabe, y el otro doctor que la atendía a ella también, que la señora Westenra padecía
de una enfermedad del corazón; nosotros podemos certificar que murió de ella. Llenemos
inmediatamente el certificado y yo mismo lo llevaré al registro, y pasaré al servicio de pompas fúnebres.
—¡Bien, amigo John! ¡Muy bien pensado! Verdaderamente, si la señorita Lucy tiene que estar
triste por los enemigos que la asedian, al menos puede estar contenta de los amigos que la aman. Uno,
dos, tres, todos abren sus venas por ella, además de un viejo como yo. ¡Ah sí!, yo lo sé, amigo John; no
estoy ciego; ¡lo quiero a usted más por ello! Ahora, váyase.
En el corredor encontré a Quincey Morris con un telegrama para Arthur diciéndole que la señora
Westenra había muerto; que Lucy también había estado enferma, pero que ya estaba mejorando; y que
van Helsing y yo estábamos con ella. Le dije adónde iba, y me instó a que me apresurara. Pero cuando
estaba a punto de hacerlo, me dijo:
—Cuando regreses, Jack, ¿puedo hablarte a solas?
Moví la cabeza afirmativamente y salí. No encontré ninguna dificultad para hacer el registro, y
convine con la funeraria local en que llegaran en la noche y tomaran las medidas del féretro e hiciesen los
demás preparativos.
Cuando regresé, Quincey me estaba esperando. Le dije que lo vería tan pronto como supiera
algo acerca de Lucy, y subí a su cuarto. Todavía estaba durmiendo, y aparentemente mi maestro no se
había movido de su asiento al lado de ella. Por la manera como se puso el dedo sobre los labios, adiviné
que esperaba que se despertara de un momento a otro, y estaba temeroso de adelantarse a la
naturaleza. Así es que bajé donde Quincey y lo llevé al desayunador, donde las celosías no estaban
bajadas y por lo cual era un poco más alegre, o mejor dicho, menos triste que los otros cuartos. Cuando
estuvimos solos, me dijo:
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—Jack Seward, no quiero entrometerme en ningún lugar donde no tenga derecho a estar, pero
esto no es ningún caso ordinario. Tú sabes que yo amaba a esta muchacha y quería casarme con ella;
pero, aunque todo eso está pasado y enterrado, no puedo evitar sentirme ansioso acerca de ella. ¿Qué le
sucede? ¿De qué padece? El holandés, y bien me doy cuenta de que es un viejo formidable, dijo, en el
momento en que ustedes dos entraron en el cuarto, que debían hacer otra transfusión de sangre y que
ustedes dos ya estaban agotados. Ahora, yo sé muy bien que ustedes los médicos hablan in camera, y
que uno no debe esperar saber lo que consultan en privado. Pero este no es un asunto común, y, sea lo
que fuera, yo he hecho mi parte. ¿No es así?
—Así es —le dije yo, y él continuó:
—Supongo que ustedes dos, tú y van Helsing, ya hicieron lo que yo hice hoy. ¿No es así?
—Así es.
—E imagino que Art también está en el asunto. Cuando lo vi hace cuatro días en su casa, parecía
bastante raro. Nunca había visto a nadie que enflaqueciera tan rápidamente, desde que estuve en las
Pampas y tuve una yegua que le gustaba ir a pastar por las noches. Uno de esos grandes murciélagos a
los que ellos llaman vampiros la agarró por la noche y la dejó con la garganta y la vena abiertas, sin que
hubiera suficiente sangre dentro de ella para permitirle estar de pie, por lo que tuve que meterle una bala
mientras yacía. Jack, si puedes hablarme sin traicionar la confianza que hayan depositado en ti, dime,
Arthur fue el primero, ¿no es así?
A medida que hablaba mi pobre amigo daba muestras de estar terriblemente ansioso. Estaba en
una tortura de inquietud por la mujer que amaba, y su total ignorancia del terrible misterio que parecía
rodearla a ella intensificaba su dolor. Le sangraba el propio corazón, y se necesitó toda la hombría en él
(de la cual había bastante, puedo asegurarlo) para evitar que cayera abatido. Hice una pausa antes de
responder, pues sentía que no debía decir nada que traicionara los secretos que el médico desea
guardar; pero de todas maneras él ya sabía tanto, y adivinaba tanto, que no había ninguna razón para no
responder, por lo que le contesté con la misma frase:
—Así es.
—¿Y durante cuánto tiempo ha estado sucediendo esto?
—Desde hace cerca de diez días,
—¡Diez días! Entonces supongo, Jack Seward, que la pobre criatura que todos amamos se ha
puesto en sus venas durante ese tiempo la sangre de cuatro hombres fuertes. Un hombre mismo no
podría soportarlo mucho tiempo —añadió, y luego, acercándoseme, habló en una especie de airado
susurro—: ¿Qué se la sacó?
Yo moví la cabeza negativamente.
—He ahí el problema. Van Helsing simplemente se pone frenético acerca de ello, y yo estoy a
punto de devanarme los sesos. Ya no puedo ni aventurar una adivinanza. Ha habido una serie de
pequeñas circunstancias que han echado por tierra todos nuestros cálculos para que Lucy sea vigilada
adecuadamente. Pero esto no ocurrirá otra vez. Nos quedaremos aquí hasta que todo esté bien... o mal.
Quincey extendió su mano.
—Cuenten conmigo —dijo—. Tú y el holandés sólo tienen que decirme lo que haga, y yo lo haré.
Cuando Lucy despertó por la tarde, su primer movimiento fue de palparse el pecho, y, para mi
sorpresa, extrajo de él el papel que van Helsing me había dado a leer.
El cuidadoso profesor lo había colocado otra vez en su sitio, para evitar que al despertarse ella
pudiera sentirse alarmada. Sus ojos se dirigieron a van Helsing y a mí y se alegraron. Entonces miró
alrededor del cuarto y, viendo donde se encontraba, tembló; dio un grito agudo y puso sus pobres y
delgadas manos sobre su pálido rostro. Ambos entendimos lo que significaba (se había dado plena
cuenta de la muerte de su madre), por lo que tratamos de consolarla. No cabe la menor duda de que
nuestra conmiseración la tranquilizó un poco, pero de todas maneras siguió muy desalentada y se quedó
sollozando silenciosa y débilmente durante largo tiempo. Le dijimos que cualquiera de nosotros dos, o
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ambos, permaneceríamos con ella todo el tiempo, y eso pareció consolarla un poco. Hacia el atardecer
cayó en una especie de aturdimiento. Entonces ocurrió algo muy extraño. Mientras todavía dormía sacó
el papel de su pecho y lo rompió en dos pedazos. Van Helsing se adelantó y le quitó los pedazos de las
manos.
De todas maneras, ella siguió con la intención de romper, como si todavía tuviese el material en
los dedos; finalmente levantó las manos y las abrió, como si esparciera los fragmentos. Van Helsing
pareció sorprendido y sus cejas se unieron como si pensara, pero no dijo nada.
19 de septiembre. Toda la noche pasada durmió precariamente, sintiendo siempre miedo de
dormirse y aparentando estar un poco más débil cada vez que despertaba. El profesor y yo nos turnamos
en la vigilancia, y no la dejamos ni un solo momento sin atender. Quincey Morris no dijo nada acerca de
su intención, pero yo sé que toda la noche se estuvo paseando alrededor de la casa.
Cuando llegó el día, su esclarecedora luz mostró los estragos en la fortaleza de la pobre Lucy.
Apenas si era capaz de volver su cabeza, y los pocos alimentos que pudo tomar parecieron no hacer
ningún provecho. Por ratos durmió, y tanto van Helsing como yo anotamos la diferencia en ella, mientras
dormía y mientras estaba despierta.
Mientras dormía se veía más fuerte, aunque más trasnochada, y su respiración era más suave;
su abierta boca mostraba las pálidas encías retiradas de los dientes, que de esta manera positivamente
se veían más largos y agudos que de costumbre; al despertarse, la suavidad de sus ojos cambiaba
evidentemente la expresión, pues se veía más parecida a sí misma, aunque agonizando. Por la tarde
preguntó por Arthur, y nosotros le telegrafiamos. Quincey fue a la estación a encontrarlo.
Cuando llegó ya eran cerca de las seis de la tarde y el sol se estaba ocultando con todo
esplendor y colorido, y la luz roja fluía a través de la ventana y le daba más color a las pálidas mejillas. Al
verla, Arthur simplemente se ahogó de emoción, y ninguno de nosotros pudo hablar. En las horas que
habían pasado, los períodos de sueño, o la condición comatosa que simulaba serlo, se habían hecho
más frecuentes, de tal manera que las pausas durante las cuales la conversación era posible se habían
reducido. Sin embargo, la presencia de Arthur pareció actuar como un estimulante; se reanimó un poco y
habló con él más lúcidamente de lo que lo había hecho desde nuestra llegada. Él también se dominó y
habló tan alegremente como pudo, de tal manera que se hizo lo mejor.
Va a dar la una de la mañana, y él y van Helsing están sentados con ella. Yo los relevaré dentro
de un cuarto de hora, y estoy consignando esto en el fonógrafo de Lucy.
Tratarán de descansar hasta las seis. Temo que mañana se termine nuestra vigilancia, pues la
impresión ha sido demasiado grande; la pobre chiquilla no se puede reanimar.
Dios nos ayude a todos.
Carta de Mina Harker a Lucy Westenra (sin abrir)
17 de septiembre
"Mi querida Lucy:
"Me parece que han pasado siglos desde que tuve noticias de ti, o más bien desde que te escribí.
Sé que me perdonarás por todas mis faltas cuando hayas leído las noticias que te voy a dar. Bien, pues
traje a mi marido de regreso en buenas condiciones; cuando llegamos a Exéter nos estaba esperando un
carruaje, y en él, a pesar de tener un ataque de gota, el señor Hawkins nos llevó a su casa, donde había
habitaciones para nosotros, todas arregladas y cómodas, y cenamos juntos. Después de cenar, el señor
Hawkins dijo:
"Queridos míos, quiero brindar por vuestra salud y prosperidad, y que todas las bendiciones
caigan sobre vosotros dos. Os conozco desde niños, y he visto, con amor y orgullo, como crecíais. Ahora
deseo que hagáis vuestro hogar aquí conmigo. Yo no dejo tras de mí ni descendientes ni hijos; todos se
han ido, y en mi testamento os instituyo herederos universales.
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99
"Yo lloré, Lucy querida, mientras Jonathan y el anciano señor Hawkins se estrechaban las
manos. Tuvimos una velada muy, muy feliz.
"Así es que aquí estamos, instalados en esta bella y antigua casa, y tanto desde mi dormitorio
como desde la sala puedo ver muy cerca los grandes olmos de la catedral, con sus fuertes troncos
erectos contra las viejas piedras amarillas de la catedral, y puedo escuchar a las cornejas arriba
graznando y cotorreando, chismorreando a la manera de las cornejas... y de los humanos. Estoy muy
ocupada, y no necesito decírtelo, arreglando cosas y haciendo trabajos del hogar. Jonathan y el señor
Hawkins pasan ocupados todo el día; pues ahora que Jonathan es su socio, el señor Hawkins quiere que
sepa todo lo concerniente a sus clientes.
"¿Cómo sigue tu querida madre? Yo desearía poder ir a la ciudad durante uno o dos días para
verte, querida, pero no me atrevo a ir todavía, con tanto trabajo sobre mis espaldas; y Jonathan todavía
necesita que lo cuiden. Está comenzando a cubrir con carne sus huesos otra vez, pero estaba
terriblemente debilitado por la larga enfermedad; incluso ahora algunas veces despierta sobresaltado de
su sueño de una manera repentina, y se pone a temblar hasta que logro, con mimos, que recobre su
placidez habitual. Sin embargo, gracias a Dios estas ocasiones son cada vez menos frecuentes a medida
que pasan los días, y yo confío en que con el tiempo terminarán por desaparecer del todo. Y ahora que te
he dado mis noticias, déjame que pregunte por las tuyas. ¿Cuándo vas a casarte, y dónde, y quién va a
efectuar la ceremonia, y qué vas a ponerte? ¿Va a ser una ceremonia pública, o privada? Cuéntame todo
lo que puedas acerca de ello, querida; cuéntame todo acerca de todo, pues no hay nada que te interese a
ti que no me sea querido a mí. Jonathan me pide que te envíe sus 'respetuosos saludos', pero yo no creo
que eso esté a la altura del socio juvenil de la importante firma Hawkins & Harker; y así como tú me
quieres a mí, y él me quiere a mí, y yo te quiero a ti con todos los modos y tiempos del verbo,
simplemente te envío su 'cariño'. Adiós, mi queridísima Lucy, y todas las bendiciones para ti.
"Tu amiga,
MINA HARKER"
Informe de Patrick Hennessey, M. D.: M. R. C. S. L. K. Q. C. P. I., etc., para John Seward. M. D.
"Estimado señor:
"En obsequio de sus deseos envío adjunto un informe sobre las condiciones de todo lo que ha
quedado a mi cargo... En relación con el paciente, hay algo más que decir. Ha tenido otro intento de
escapatoria, que hubiera podido tener un final terrible, pero que, como sucedió, afortunadamente, no
llegó al desenlace trágico que se esperaba.
Esta tarde, un carruaje con dos hombres llegó a la casa vacía cuyos terrenos colindan con los
nuestros, la casa hacia la cual, usted recordará, el paciente se escapó en dos ocasiones. Los hombres se
detuvieron ante el portón para preguntarle al portero por el camino, ya que eran forasteros. Yo mismo
estaba viendo por la ventana del estudio, mientras fumaba después de la cena, y vi como uno de los
hombres se acercaba a la casa. Al pasar por la ventana del cuarto de Renfield, el paciente comenzó a
retarlo desde adentro y a llamarlo por todos los nombres podridos que pudo poner en su lengua. El
hombre, que parecía un tipo decente, se limitó a decirle que "cerrara su podrida boca de mendigo", ante
lo cual nuestro recluso lo acusó de robarle y querer matarlo, y agregó que frustraría sus planes aunque lo
colgaran por ello. Yo abrí la ventana y le hice señas al hombre para que no tomara en serio las cosas, por
lo que él se contentó con echar un vistazo por el lugar, quizá para hacerse una idea sobre la clase de sitio
al que había ido a dar. Y luego dijo: 'Dios lo bendiga, señor; yo no me altero por lo que me digan en una
casa de locos como esta. Usted y el director más bien me dan lástima por tener que vivir en una casa con
una bestia salvaje como esa. Luego preguntó por el camino con bastante cortesía, y yo le indiqué dónde
quedaba el portón de la casa vacía; se alejó, seguido de amenazas e improperios de nuestro hombre.
Bajé a ver si podía descubrir la causa de su enojo, ya que habitualmente a un hombre correcto, y con
excepción de los periodos violentos nunca le ocurre nada parecido. Para mi asombro, lo encontré
bastante tranquilo y comportándose de la manera más cordial. Traté de hacerlo hablar sobre el incidente,
pero él me preguntó suavemente que de qué estaba hablando, y me condujo a creer que había olvidado
completamente el asunto. Era, sin embargo, lamento tener que decirlo, sólo otra instancia de su astucia,
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100
pues media hora después tuve noticias de él otra vez. En esta ocasión se había escapado otra vez de la
ventana de su cuarto, y corría por la avenida. Llamé a los asistentes para que me siguieran y corrí tras él,
pues temía que estuviera intentando hacer alguna treta. Mi temor fue justificado cuando vi que por el
camino bajaba el mismo carruaje que había pasado frente a nosotros anteriormente, cargado con algunas
cajas de madera. Los hombres se estaban limpiando la frente y tenían las caras encendidas, como si
acabaran de hacer un violento ejercicio. Antes de que pudiera alcanzarlo, el paciente corrió hacia ellos y,
tirando a uno de ellos del carruaje, comenzó a pegar su cabeza contra el suelo. Si en esos momentos no
lo hubiera sujetado, creo que habría matado a golpes al hombre allí mismo. El otro tipo saltó del carruaje
y lo golpeó con el mango de su pesado látigo. Fue un golpe terrible, pero él no pareció sentirlo, sino que
agarró también al hombre y luchó con nosotros tres tirándonos para uno y otro lado como si fuésemos
gatitos. Usted sabe muy bien que yo no soy liviano, y los otros dos hombres eran fornidos. Al principio
luchó en silencio, pero a medida que comenzamos a dominarlo, y cuando los asistentes le estaban
poniendo la camisa de fuerza, empezó a gritar: 'Yo lo impediré. ¡No podrán robarme! ¡No me asesinarán
por pulgadas! ¡Pelearé por mi amo y señor!’, y toda esa clase de incoherentes fruslerías. Con bastante
dificultad lograron llevarlo de regreso a casa y lo encerramos en el cuarto de seguridad. Uno de los
asistentes, Hardy, tiene un dedo lastimado. Sin embargo, se lo entablilló bien, y está mejorando. "En un
principio, los dos cocheros gritaron fuertes amenazas de acusarnos por daños, y prometieron que sobre
nosotros lloverían todas las sanciones de la ley. Sin embargo, sus amenazas estaban mezcladas con una
especie de lamentación indirecta por la derrota que habían sufrido a manos de un débil loco. Dijeron que
si no hubiese sido por la manera como habían gastado sus fuerzas en levantar las pesadas cajas hasta el
carruaje, habrían terminado con él rápidamente. Dieron otra razón de su derrota: el extraordinario estado
de sequía a que habían sido reducidos por la naturaleza misma de su ocupación, y la reprensible
distancia de cualquier establecimiento de entretenimiento público a que se encontraba la escena de sus
labores. Yo entendí bien su insinuación, y después de un buen vaso de grog, o mejor, de varios vasos de
la misma cosa, y teniendo cada uno de ellos un soberano en la mano, empezaron a hacer bromas sobre
el ataque, y juraron que encontrarían cualquier día a un loco peor que ese sólo por tener el placer de
conocer así a 'un tonto tan encantador' como el que esto escribe. Anoté sus nombres y direcciones, en
caso de que los necesitemos. Son los siguientes: Jack Smollet, de Dudding's Rents, King George's Road.
Great Walworth, y Thomas Snelling, Peter Farley's Row, Guide Court, Bethnal Green. Ambos son
empleados de Harris e Hijos, Compañía de Mudanzas y Embarques, Orange Master's Yard, Soho.
"Le informaré de cualquier asunto de interés que ocurra aquí, y le telefonearé inmediatamente en
caso de que suceda algo de importancia.
"Quedo de usted, estimado señor, su atento servidor,
PATRICK HENNESSEY"
Carta de Mina Harker a Lucy Westenra (sin abrir)
18 de septiembre
“Mi queridísima Lucy:
Hemos sufrido un terrible golpe. El señor Hawkins murió repentinamente. Algunos podrán pensar
que esto no es triste para nosotros, pero ambos habíamos llegado a quererlo tanto que realmente parece
como si hubiésemos perdido a un padre.
Yo nunca conocí ni a mi padre ni a mi madre, de tal manera que la muerte de este querido
anciano ha sido un verdadero golpe para mí. Jonathan está también muy abatido. No sólo se siente triste,
muy triste, por el querido viejo que le ha ayudado tanto en su vida, y que ahora al final lo ha tratado como
si fuera su propio hijo y le ha dejado una fortuna que para gente de nuestro modesto origen es una
riqueza más allá de los sueños de avaricia. Jonathan siente también otra cosa: dice que la gran
responsabilidad que recae sobre él lo pone nervioso. Empieza a dudar de sí mismo. Yo trato de animarlo,
y mi fe en él le ayuda a tener fe en sí mismo. Pero es precisamente en esto como la gran impresión que
ha experimentado ejerce más en él. ¡Oh! Es demasiado duro que una naturaleza tan dulce, simple, noble
y fuerte como la de él (una naturaleza que le posibilitó, con la ayuda de nuestro amigo, elevarse desde
simple empleado hasta el puesto que hoy tiene) se encuentre tan dañada que haya desaparecido la
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misma esencia de su fuerza. Perdóname, querida, si te importuno con mis problemas en medio de tu
propia felicidad; pero, Lucy querida, yo debo hablar con alguien, pues el esfuerzo que hago por mantener
una apariencia alegre ante Jonathan me cansa, y aquí no tengo a nadie en quien confiar. Temo llegar a
Londres, como debemos hacerlo pasado mañana, pues el pobre señor Hawkins dejó dispuesto en su
testamento que deseaba ser enterrado en la tumba con su padre. Como no hay ningún pariente,
Jonathan tendrá que presidir los funerales. Trataré de pasar un momento a verte, querida, aunque sólo
sea unos minutos. Perdona nuevamente que te cause aflicciones. Con todas las bendiciones, te quiere,
MINA HARKER"
Del diario del doctor Seward
20 de septiembre. Sólo un gran esfuerzo de voluntad y la costumbre me permiten hacer estas
anotaciones hoy por la noche. Me siento demasiado desgraciado, demasiado abatido, demasiado
hastiado del mundo y de todo lo que hay en él, incluida la vida misma, de tal manera que no me
importaría escuchar en este mismo momento el aleteo de las alas del ángel de la muerte. Y han estado
aleteando esas tenebrosas alas últimamente por algún motivo: la madre de Lucy y el padre de Arthur, y
ahora...
Continuemos mi trabajo.
Relevé puntualmente a van Helsing en su guardia sobre Lucy. Queríamos que Arthur también se
fuese a descansar, pero al principio se negó. Sólo accedió cuando le dije que lo necesitaríamos durante
el día para que nos ayudara, y que no debíamos agotarnos todos al mismo tiempo porque Lucy podría
sufrir las consecuencias. Van Helsing fue muy amable con él.
—Venga, hijo —le dijo—; venga conmigo. Usted está enfermo y débil y ha tenido muchas
tristezas y muchos dolores, asimismo como un desgaste de su fuerza que nosotros conocemos bien. No
debe usted estar solo, pues estar solo es estar lleno de temores y alarmas. Venga a la sala, donde hay
una buena lumbre y dos sofás. Usted se acostará en uno y yo en el otro, y nuestra compañía nos dará
cierto alivio, aun cuando no hablemos, y aun en caso de que durmamos.
Arthur se fue con él, echando una nostálgica mirada al rostro de Lucy, que yacía en su almohada
casi más blanca que la sábana. Yacía bastante tranquila, y yo miré alrededor del cuarto para ver que todo
estuviera en orden. Pude ver que el profesor había realizado en este cuarto, al igual que en el otro, su
propósito de usar el ajo; todas las guillotinas de las ventanas olían fuertemente a él. Y alrededor del
cuello de Lucy, sobre el pañuelo de seda que van Helsing le había hecho usar, había tosca gargantilla
hecha de las mismas olorosas flores. Lucy estaba respirando un tanto estertorosamente y su rostro
estaba descompuesto, pues la boca abierta mostraba las pálidas encías. A la tenue e incierta luz, sus
dientes parecían más largos y más agudos de lo que habían estado en la mañana. En particular, debido
quizá a algún juego de luz, los caninos parecían más largos y agudos que el resto. Yo me senté a su
lado, y al poco tiempo ella se movió inquieta. En el mismo instante llegó una especie de sordo aleteo o
arañazos desde la ventana. Fui silenciosamente hacia ella y espié por una esquina de la celosía.
Había luna llena, y pude ver que el ruido era causado por un gran murciélago que revoloteaba,
indudablemente atraído por la luz, aunque fuese tan tenue, y de vez en cuando golpeaba la ventana con
las alas. Cuando regreso a mi asiento, vi que Lucy se había movido ligeramente y se habían desprendido
las flores de ajo del cuello. Las coloqué nuevamente en su sitio lo mejor que pude, y me senté,
observándola.
Al poco rato despertó, y yo le di alimentos tal como los había prescrito van Helsing. Sólo tomó
unos pocos, y de mala gana. Parecía que ya no estaba con ella su antigua inconsciente lucha por la vida,
y la fortaleza que hasta entonces había marcado su enfermedad. Me sorprendió como un hecho curioso
el que en el momento de volverse consciente ella apretara las flores de ajo contra su pecho. Ciertamente
era muy raro que cuando quiera que ella entrara a ese estado letárgico, con respiración estertórea,
tratara de quitarse las flores, pero que al despertar las sujetara. No había ninguna posibilidad de cometer
un error acerca de esto, pues en las largas horas que siguieron tuvo muchos períodos de sueño y vigilia,
y repitió ambas acciones muchas veces.
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A las seis de la mañana, van Helsing llegó a relevarme. Arthur había caído en un sopor, y
bondadosamente él le permitió que siguiera durmiendo. Cuando vio el rostro de Lucy pude escuchar la
siseante aspiración de su boca, y me dijo en un susurro agudo:
—Suba la celosía; ¡quiero luz!
Luego se inclinó y, con su rostro casi tocando el de Lucy, la examinó cuidadosamente. Quitó las
flores y luego retiró el pañuelo de seda de su garganta. Al hacerlo retrocedió, y yo pude escuchar su
exclamación: "¡Mein Gott!…" , que se quedó a media garganta. Yo me incliné y miré también, y cuando lo
hice, un extraño escalofrío me recorrió el cuerpo.
Las heridas en la garganta habían desaparecido por completo.
Durante casi cinco minutos van Helsing la estuvo mirando, con el rostro serio y crispado como
nunca. Luego se volvió hacia mí y me dijo calmadamente:
—Se está muriendo. Ya no le quedará mucho tiempo. Habrá mucha diferencia, créamelo, si
muere consciente o si muere mientras duerme. Despierte al pobre muchacho y déjelo que venga y vea lo
último; él confía en nosotros, y se lo habíamos prometido.
Bajé al comedor y lo desperté. Estuvo aturdido por un momento, pero cuando vio la luz del sol
entrando a través de las rendijas de las persianas pensó que ya era tarde, y me expresó su temor. Yo le
aseguré que Lucy todavía dormía, pero le dije tan suavemente como pude que tanto van Helsing como yo
temíamos que el fin estaba cerca. Se cubrió el rostro con las manos y se deslizó sobre sus rodillas al lado
del sofá, donde permaneció, quizá un minuto, con la cabeza agachada, rezando, mientras sus hombros
se agitaban con el pesar. Yo lo tomé de la mano y lo levanté.
—Ven —le dije, mi querido viejo amigo; reúne toda tu fortaleza: será lo mejor y lo más fácil para
ella. Cuando llegamos al cuarto de Lucy pude ver que van Helsing, con su habitual previsión, había
estado poniendo todas las cosas en su sitio y haciendo que todo estuviera tan agradable como fuera
posible. Incluso le había cepillado el pelo a Lucy, de manera que éste se desparramaba por la almohada
en sus habituales rizos de oro. Cuando entramos en el cuarto, ella abrió los ojos, y al verlo a él susurró
débilmente:
—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan contenta de que hayas venido!
Él se detuvo para besarla, pero van Helsing le ordenó que se retirara.
—No —le susurró—, ¡todavía no! Sostenga su mano; le dará más consuelo.
Así es que Arthur le tomó la mano y se arrodilló al lado de ella, y ella resplandeció, con todas las
suaves líneas haciendo juego con la angelical belleza de sus ojos. Entonces, gradualmente, sus ojos se
cerraron y se hundió en el sueño. Por un corto tiempo su pecho se elevó suavemente; y subió y bajó
como el de un niño cansado.
Luego, insensiblemente, llegó el extraño cambio que yo había notado durante la noche.
Su respiración se volvió estertórea, abrió la boca, y las pálidas encías estiradas hacia atrás
hicieron que los dientes parecieran más largos y agudos que nunca. Abrió los ojos de una manera vaga,
sonámbula, como inconsciente, reflejando ahora al mismo tiempo vaguedad y dureza, y dijo en una voz
suave y voluptuosa, tal como yo nunca la había escuchado en sus labios:
—¡Arthur! ¡Oh, mi amor, estoy tan feliz de que hayas venido! ¡Bésame!
Arthur se inclinó ansiosamente para besarla, pero en ese mismo instante van Helsing, quien,
como yo, había estado asombrado por la voz de la joven, se precipitó sobre el novio y, sujetándolo por el
cuello con ambas manos, lo arrastró hacia atrás con una fuerza que yo nunca creí pudiera poseer, y de
hecho lo lanzó casi al otro lado del cuarto.
—¡Nunca en su vida! —le dijo—; ¡no lo haga, por amor a su alma y a la de ella!
Y luego, se situó entre los dos como un león acorralado. Arthur estaba tan sorprendido que por
un momento no encontró qué hacer ni qué decir; y antes de que ningún impulso de violencia pudiera
apoderarse de él, se dio cuenta del lugar y de las circunstancias y se quedó en silencio, esperando.
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Yo mantuve los ojos fijos en Lucy, lo mismo que van Helsing, y vimos un espasmo de ira pasar
rápidamente como una sombra por su rostro; los agudos dientes se cerraron de golpe. Luego sus ojos se
cerraron y ella respiró pesadamente.
Al poco tiempo sus ojos se abrieron con toda su suavidad, y extendiendo su pobre mano pálida y
delgada, tomó la pesada y oscura mano de van Helsing; acercándosela, la besó.
—Mi verdadero amigo —dijo ella, en una débil voz pero con un acento doloroso indescriptible—.
¡Mi verdadero amigo, y amigo de él! ¡Oh, protéjalo, y deme paz a mí!
—¡Lo juro! —dijo él solemnemente, arrodillándose al lado de ella y sosteniendo su mano, como
alguien que presta juramento. Luego se volvió a Arthur y le dijo—: Venga, hijo, tome la mano de ella entre
las suyas, y bésela en la frente, y sólo una vez.
Se unieron sus ojos en vez de sus labios; y así se despidieron.
Los ojos de Lucy se cerraron; y van Helsing, que había estado observando desde cerca, tomó del
brazo a Arthur y lo alejó del lecho.
Luego la respiración de Lucy se volvió estertórea una vez más, y repentinamente cesó del todo.
—Ya todo terminó —dijo van Helsing ¡Está muerta!
Tomé a Arthur del brazo y lo conduje a la sala, donde se sentó y se cubrió la cara con las manos,
sollozando como un chiquillo.
Regresé al cuarto y encontré a van Helsing mirando a la pobre Lucy, y su rostro estaba más serio
que nunca. El cuerpo de ella había cambiado algo. La muerte le había regresado parte de su belleza,
pues sus cejas y mejillas habían recobrado algo de sus suaves líneas; hasta los labios habían perdido su
mortal palidez. Era como si la sangre, innecesaria ya para el funcionamiento del corazón, hubiera querido
mitigar en lo posible la rigidez y la desolación de la muerte.
"Pensamos que moría mientras estaba durmiendo, y durmiendo cuando murió."
Me situé al lado de van Helsing, y le dije:
—¡Ah! ¡pobre muchacha! Al fin hay paz para ella. ¡Es el final! Él se volvió hacia mí, y dijo con
grave solemnidad:
—Nada de eso. ¡Ay!, nada de eso. ¡Es sólo el comienzo!
Cuando le pregunté qué quería decir, movió la cabeza y me respondió:
—No podemos hacer nada por ella todavía. Espere. Ya verá usted...
XIII.— DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Se dispuso el funeral para el día siguiente, de manera que Lucy y su madre pudieran ser
enterradas juntas. Yo me encargué de todos los desagradables trámites, y el cortés empresario de
pompas fúnebres me probó que sus empleados estaban afectados, o bendecidos, por algo de su propia
gratuita suavidad. Hasta la mujer que efectuaba los últimos oficios para los muertos me comentó, de una
manera confidencial, como entre compañeros de profesión, cuando hubo salido de la cámara de la
muerte:
—Señor, la joven es un magnífico cadáver. Es verdaderamente un privilegio atenderla. ¡No
exagero cuando digo que atender a semejantes clientes acredita a nuestro establecimiento!
—Noté que van Helsing nunca se alejaba mucho. Esto era posible debido al desordenado estado
de la casa. No había parientes a mano, y como Arthur tenía que estar de regreso al día siguiente para
atender a los funerales de su padre, fuimos incapaces de notificar a alguien que hubiera llevado la
dirección de los asuntos. Bajo esas circunstancias, van Helsing y yo iniciamos el examen de los papeles,
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etc. Mi maestro insistió en hacerse cargo de los papeles de Lucy personalmente. Yo le pregunté por qué,
pues temía que él, siendo extranjero no estuviera al tanto de los requerimientos legales ingleses, y
pudiera de esta manera, por ignorancia causar algunos contratiempos innecesarios. Él me contestó:
—Lo sé; lo sé. Usted olvida que yo también soy abogado, además de médico. Pero esto no es de
todas maneras para la ley. Usted previó claramente eso cuando evitó al forense. Yo tengo que evitar a
otros además de él. Puede haber otros papeles...
Al hablar sacó de su libreta de bolsillo el memorando que había estado en el pecho de Lucy, y
que ella había roto mientras dormía.
—Cuando usted descubra algo del abogado de la difunta señora Westenra, selle todos sus
papeles y escríbale hoy por la noche. Yo, por mi parte, vigilaré aquí en el cuarto y en el viejo cuarto de la
señorita Lucy toda la noche, y yo mismo buscaré por lo que sea. No es bueno que sus pensamientos más
íntimos vayan a manos de gente extraña.
Yo me dediqué a mi parte del trabajo, y a la media hora había encontrado el nombre y la
dirección del abogado de la señora Westenra, y le había escrito. Todos los papeles de la pobre dama
estaban en orden; se daban en ellos órdenes explícitas respecto al lugar del entierro. No había terminado
de sellar la carta cuando, para mi sorpresa, van Helsing entró en el cuarto, diciendo:
—¿Puedo ayudarle, amigo John? Estoy libre, y si me lo permite colaboraré con usted.
—¿Encontró lo que buscaba? —le pregunté, a lo cual él respondió:
—No busqué ninguna cosa específica. Sólo esperaba encontrar, y he encontrado algunas cartas
y unas cuantas notas, y un diario recientemente comenzado. Pero los tengo aquí, y por el momento no
diremos nada de ellos. Yo veré al pobre muchacho mañana por la noche, y, con su anuencia, utilizaré
estos documentos.
Cuando terminamos el trabajo que teníamos entre manos, me dijo:
—Y ahora, amigo John, creo que podemos ir a la cama. Queremos dormir, tanto usted como yo, y
descansar para recuperarnos. Mañana tendremos ambos mucho que hacer, pero por la noche de hoy no
hay necesidad de nosotros.
Antes de retirarnos fuimos a ver a la pobre Lucy. El empresario de pompas fúnebres había hecho
un trabajo indudablemente bueno, pues el cuarto se había transformado en una pequeña chapelle
ardente. Había una multitud de bellas flores blancas, y la muerte había sido hecha lo menos repulsiva
posible. El extremo del sudario estaba colocado sobre su cara; cuando el profesor se inclinó y lo retiró
suavemente hacia atrás, ambos nos sorprendimos de la belleza que estaba ante nosotros, dando los
altos cirios de cera suficiente luz para que la notáramos. Toda la hermosura de Lucy había regresado a
ella en la muerte, y las horas que habían transcurrido, en lugar de dejar trazos de los "aniquiladores de la
muerte" habían restaurado la belleza de la vida, de tal manera que positivamente no daba crédito a mis
ojos de estar mirando un cadáver.
El profesor miró con grave seriedad. No la había amado como yo, y por ello no había necesidad
de lágrimas en sus ojos. Me dijo: "Permanezca aquí hasta que regrese", y salió del cuarto. Volvió con un
puñado de ajo silvestre de la caja que estaba en el corredor pero que aún no había sido abierta, y colocó
las flores entre las otras, encima y alrededor de la cama. Luego, tomó de su cuello, debajo de su camisa,
un pequeño crucifijo de oro, y lo colocó sobre la boca de la muerta. Regresó la sábana a su lugar y
salimos de la habitación.
Me estaba desvistiendo en mi propio cuarto cuando, con unos golpecitos de advertencia, entró, y
de inmediato comenzó a hablar:
—Mañana quiero que usted me traiga, antes del anochecer, un juego de bisturíes de disección.
—¿Debemos hacer una autopsia? —le pregunté.
—Sí, y no. Quiero operar, pero no como usted piensa. Déjeme que se lo diga ahora, pero ni una
palabra a otro. Quiero cortarle la cabeza y sacarle el corazón. ¡Ah!, usted es un cirujano y se espanta.
Usted, a quien he visto sin temblor en la mano o en el corazón haciendo operaciones de vida y muerte
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que hacen temblar a los otros. ¡Oh! Pero no debo olvidar, mi querido amigo John, que usted la amaba; y
no lo he olvidado, pues soy yo el que va a operar y usted no debe ayudar. Me gustaría hacerlo hoy por la
noche, pero por Arthur no lo haré; él estará libre después de los funerales de su padre mañana y querrá
verla a ella, ver eso. Luego, cuando ella ya esté en el féretro al día siguiente, usted y yo vendremos
cuando todos duerman. Destornillaremos la tapa del féretro y haremos nuestra operación; luego lo
pondremos todo en su lugar, para que nadie se entere, salvo nosotros.
—Pero, ¿por qué debemos hacer eso? La muchacha está muerta. ¿Por qué mutilar
innecesariamente su pobre cuerpo? Y si no hay necesidad de una autopsia y nada se puede ganar con
ella (no se beneficia a Lucy, no nos beneficiamos nosotros, ni la ciencia, ni el conocimiento humano),
¿por qué debemos hacerlo? Tal cosa es monstruosa.
Por toda respuesta, él puso la mano sobre mi hombro, y dijo después, con infinita ternura:
—Amigo John, me compadezco de su pobre corazón sangrante; y lo quiero más porque sangra
de esa manera. Si pudiera, yo mismo tomaría la carga que usted lleva. Pero hay cosas que usted ignora,
y que sin embargo conocerá, y me bendecirá por saberlas, aunque no son cosas agradables. John, hijo
mío, usted ha sido amigo mío desde hace muchos años, pero, ¿supo usted que alguna vez yo hiciera
alguna cosa sin una buena razón? Puedo equivocarme, sólo soy un hombre: pero creo en todo lo que
hago. ¿No fue por esto por lo que usted envió por mí cuando se presentó el gran problema? ¡Sí! ¿No
estaba usted asombrado, más bien horrorizado, cuando yo no permití que Arthur besara a su amada, a
pesar de que ella se estaba muriendo, y lo arrastré con todas mis fuerzas? ¡Sí! Sin embargo, usted vio
como ella me agradeció, con sus bellos ojos moribundos, su voz también tan débil, y besó mi ruda y vieja
mano y me bendijo. ¿Y no me oyó usted hacer una promesa a ella para que así cerrara agradecida los
ojos? ¡Sí!
"Bien, ahora tengo una buena razón para todo lo que quiero hacer. Muchos años usted ha
confiado en mí; en las semanas pasadas usted ha creído en mí, cuando ha habido cosas tan extrañas
que bien hubiera podido dudar. Confíe en mí todavía un poco más, amigo John. Si no confía en mí,
entonces debo decir lo que pienso; y eso tal vez no esté bien. Y si yo trabajo, como trabajaré, no importa
la confianza ni la desconfianza, sin la confianza de mi amigo en mí, trabajo con el corazón pesado, y
siento, ¡oh!, que estoy solo cuando deseo toda la ayuda y el valor que puede haber hizo una pausa un
momento, y continuó solemnemente—: Amigo John, ante nosotros hay días extraños y terribles. Seamos
no dos, sino uno, para poder trabajar con éxito. ¿Tendrá usted fe en mí?"
Tomé su mano y se lo prometí. Mientras él se alejaba, mantuve mi puerta abierta y lo observé
entrar en su cuarto y cerrar la puerta. Mientras estaba sin moverme, vi a una de las sirvientas pasar
silenciosamente a lo largo del corredor (iba de espaldas a mí, por lo que no me vio) y entrar en el cuarto
donde yacía Lucy. Esto me impresionó. ¡La devoción es tan rara, y nos sentimos tan agradecidos para
con aquellos que la demuestran hacia nuestros seres queridos sin que nosotros se lo pidamos...! Allí
estaba una pobre muchacha sobreponiéndose a los terrores que naturalmente sentía por la muerte, para
ir a hacer guardia solitaria junto al féretro de la patrona a quien amaba, para que la pobre no estuviese
solitaria hasta que fuese colocada para su eterno descanso...
Debo haber dormido larga y profundamente, pues ya era pleno día cuando van Helsing me
despertó al entrar en mi cuarto. Llegó hasta cerca de mi cama, y dijo:
—No necesita molestarse por los bisturíes. No lo haremos.
—¿Por qué no? —le pregunté, pues la solemnidad que había manifestado la noche anterior me
había impresionado profundamente.
Porque —dijo, solemnes demasiado tarde... o demasiado temprano. ¡Vea! —añadió, sosteniendo
en su mano el pequeño crucifijo dorado. Esto fue robado durante la noche.
—¿Cómo? ¿Robado? —le pregunté con asombro—. Si usted lo tiene ahora...
—Porque lo he recobrado de la inútil desventurada que lo robó; de la mujer que robó a los
muertos y a los vivos. Su castigo seguramente llegará, pero no por mi medio: ella no sabía lo que hacía, y
por ignorancia, sólo robó. Ahora, debemos esperar.
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106
Se alejó al decir esto, dejándome con un nuevo misterio en que pensar, un nuevo rompecabezas
con el cual batirme.
La mañana pasó sin incidentes, pero al mediodía llegó el abogado: el señor Marquand, de
Wholeman, hijos, Marquand & Lidderdale. Se mostró muy cordial y agradecido por lo que habíamos
hecho, y nos quitó de las manos todos los cuidados relativos a los detalles. Durante el almuerzo nos dijo
que la señora Westenra había estado esperando una muerte repentina por su corazón desde algún
tiempo, y había puesto todos sus asuntos en absoluto orden; nos informó que, con la excepción de cierta
propiedad con título del padre de Lucy, que ahora, a falta de heredero directo, se iba a una rama distante
de la familia, todo el patrimonio quedaba absolutamente para Arthur Holmwood. Cuando nos hubo dicho
todo eso, continuó:
—Francamente, nosotros hicimos lo posible por impedir tal disposición testamentaria, y
señalamos ciertas contingencias que podían dejar a su hija ya sea sin un centavo, o no tan libre como
debiera ser para actuar teniendo en cuenta una alianza matrimonial. De hecho, presionamos tanto sobre
el asunto que casi llegamos a un choque, pues ella nos preguntó si estábamos o no estábamos
preparados para cumplir sus deseos. Por supuesto, no tuvimos otra alternativa que aceptar. En principio,
nosotros teníamos razón, y noventa y nueve veces de cada cien hubiéramos podido probar, por la lógica
de los acontecimientos, la cordura de nuestro juicio. Sin embargo, francamente, debo admitir que en este
caso cualquier otra forma de disposición hubiera resultado en la imposibilidad de llevar a cabo sus
deseos. Pues su hija hubiera entrado en posesión de la propiedad y, aunque ella sólo le hubiera
sobrevivido a su madre cinco minutos, su propiedad, en caso de que no hubiera testamento, y un
testamento era prácticamente imposible en tal caso, hubiera sido tratada a su defunción como ab
intestato. En cuyo caso, lord Godalming, aunque era un amigo íntimo de ellas, no podría tener ningún
derecho. Y los herederos, siendo parientes lejanos, no abandonarían tan fácilmente sus justos derechos,
por razones sentimentales referidas a una persona totalmente extraña. Les aseguro, mis estimados
señores, que estoy feliz por el resultado; muy feliz.
Era un buen tipo, pero su felicidad por aquella pequeña parte (en la cual estaba oficialmente
interesado) en medio de una tragedia tan grande, fue una lección objetiva de las limitaciones de la
conmiseración.
No permaneció mucho tiempo, pero dijo que regresaría más tarde durante el día y vería a lord
Godalming. Su llegada, sin embargo, había sido un cierto alivio para nosotros, ya que aseguraba que no
tendríamos la amenaza de críticas hostiles por ninguno de nuestros actos. Se esperaba que Arthur
llegara a las cinco, por lo que poco antes de esa hora visitamos la cámara mortuoria. Y así podía llamarse
de verdad, pues ahora tanto madre como hija yacían en ella. El empresario de pompas fúnebres, fiel a su
habilidad, había hecho la mejor exposición de sus bienes que poseía, y en todo el lugar había una
atmósfera tétrica que inmediatamente nos deprimió. Van Helsing ordenó que se pusiera todo como
estaba antes, explicando que, como pronto llegaría lord Godalming, sería menos desgarrador para sus
sentimientos ver todo lo que quedaba de su fiancée a solas. El empresario pareció afligido por su propia
estupidez y puso todo empeño en volver a arreglarlo todo tal como había estado la noche anterior, para
que cuando llegara Arthur se evitaran tantas malas impresiones como fuera posible.
¡Pobre hombre! Estaba desesperadamente triste y abatido; hasta su hombría de acero parecía
haberse reducido algo bajo la tensión de sus múltiples emociones. Había estado, lo sé, genuina y
devotamente vinculado a su padre; y perderlo, en una ocasión como aquella, era un amargo golpe para
él. Conmigo estuvo más afectuoso que nunca, y fue dulcemente cortés con van Helsing; pero no pude
evitar ver que había alguna reticencia en él. El profesor lo notó también y me hizo señas para que lo
llevara arriba.
Lo hice y lo dejé a la puerta del cuarto, ya que sentí que él desearía estar completamente solo
con ella, pero él me tomó del brazo y me condujo adentro, diciendo secamente:
—Tú también la amabas, viejo amigo; ella me contó todo acerca de ello, y no había amigo que
tuviese un lugar más cercano en su corazón que tú. Yo no sé como agradecerte todo lo que has hecho
por ella. Todavía no puedo pensar...
Y aquí repentinamente mostró su abatimiento, y puso sus brazos alrededor de mis hombros
haciendo descansar su cabeza en mi pecho, llorando:
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—¡Oh, Jack! ¡Jack! ¿Qué haré? Toda la vida parece habérseme ido de golpe, y no hay nada en el
ancho mundo por lo que desee vivir.
Lo consolé lo mejor que pude. En tales casos, los hombres no necesitan mucha expresión. Un
apretón de manos, o palmadas sobre los hombros, un sollozo al unísono, son expresiones agradables
para el corazón del hombre. Yo permanecí quieto y en silencio hasta que dejó de sollozar, y luego le dije
suavemente:
—Ven y mírala.
Juntos caminamos hacia la cama, y yo retiré el sudario de su cara. ¡Dios! Qué bella estaba. Cada
hora parecía ir acrecentando su hermosura. En alguna forma aquello me asombró y me asustó; y en
cuanto a Arthur, él cayó temblando, y finalmente fue sacudido con la duda como si fuese un escalofrío.
Después de una larga pausa, me dijo, exhalando un suspiro muy débil:
—Jack, ¿está realmente muerta?
Yo le aseguré con tristeza que así era, y luego le sugerí (pues sentí que una duda tan terrible no
debía vivir ni un instante más del que yo pudiera permitirlo) que sucedía frecuentemente que después de
la muerte los rostros se suavizaban y aun recobraban su belleza juvenil; esto era especialmente así
cuando a la muerte le había precedido cualquier sufrimiento agudo o prolongado. Pareció que mis
palabras desvanecían cualquier duda, y después de arrodillarse un rato al lado de la cama y mirarla a ella
larga y amorosamente, se alejó. Le dije que ese tenía que ser el adiós, ya que el féretro tenía que ser
preparado, por lo que regresó y tomó su mano muerta en la de él, la besó, y se inclinó y besó su frente.
Luego se retiró, mirando amorosamente sobre su hombro hacia ella a medida que se alejaba.
Lo dejé en la sala y le conté a van Helsing que Arthur ya se había despedido de su amada; por lo
que fue a la cocina a decir a los empleados del empresario de pompas fúnebres que continuaran los
preparativos y atornillaran el féretro. Cuando salió otra vez del cuarto, le referí la pregunta de Arthur, y él
replicó:
—No me sorprende. ¡Precisamente hace un momento yo dudaba de lo mismo!
Cenamos todos juntos, y pude ver como el pobre Art trataba de hacer las cosas lo mejor posible.
Van Helsing guardó silencio durante todo el tiempo de la cena, pero cuando encendimos nuestros
cigarrillos, dijo:
—Lord...
Mas Arthur lo interrumpió:
—No, no, eso no, ¡por amor de Dios! De todas maneras, todavía no. Perdóneme, señor, no quise
ofenderlo; es sólo porque mi pérdida es muy reciente.
El profesor respondió muy amablemente:
—Sólo usé ese título porque estaba en duda. No debo llamarlo a usted "señor" y le he tomado
mucho cariño; sí, mi querido muchacho, mucho cariño; le llamaré Arthur.
Arthur extendió la mano y estrechó calurosamente la del viejo.
—Llámeme como usted quiera —le dijo—. Y espero que siempre tenga el título de amigo. Y
déjeme decirle que no encuentro palabras para agradecerle todas sus bondades para con mi pobre
amada —hizo una pausa y luego continuó—. Yo sé que ella comprendió sus bondades incluso mejor que
yo; y si fui rudo o de cualquier forma molesto cuando usted actuó extrañamente, ¿lo recuerda? —el
profesor asintió —, debe usted perdonarme.
Mi maestro contestó con solemne bondad:
—Sé que fue terrible para usted darme su confianza entonces, pues para confiar en tales
violencias se necesita comprender; y yo supongo que usted no confía en mí ahora, no puede confiar,
pues todavía no lo comprende. Y puede haber otras ocasiones en que yo quiera que usted confíe cuando
no pueda, o no deba, y todavía no llegue a comprender. Pero llegará el tiempo en que su confianza en mí
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será irrestricta, y usted comprenderá, como si la misma luz del sol penetrara en su mente. Entonces, me
bendecirá por su propio bien, por el bien de los demás y por el bien de aquella a quien juró proteger.
—Y, de hecho, señor —dijo Arthur calurosamente—, confiaré en usted de todas maneras. Yo sé y
creo que usted tiene un corazón noble, y es amigo de Jack, y fue amigo de ella. Haga usted lo que juzgue
conveniente.
El profesor se aclaró la garganta un par de veces, como si estuviese a punto de hablar, y
finalmente dijo:
—¿Puedo preguntarle algo ahora?
—Por supuesto.
—¿Sabe usted que la señora Westenra le dejó todas sus propiedades?
—No. ¡Pobre señora! Nunca pensé en ello.
—Y como todo es de usted, tiene usted el derecho de hacer con ello lo que le plazca. Deseo que
usted me dé su autorización para leer todas los papeles y cartas de la señorita Lucy. Créame, no es mera
curiosidad. Yo tengo un motivo que, puede usted estar seguro, ella habría aprobado. Aquí los tengo
todos. Los tomé antes de que supiéramos que todo era de usted, para que ninguna mano extraña los
tocara, para que ningún ojo extraño pudiera ver a través de las palabras en su alma. Yo los guardaré, si
me lo permite; ni usted mismo los podrá ver todavía, pero los guardaré bien. No se perderá ni una
palabra, y en tiempo oportuno se los devolveré a usted. Es una cosa dura la que pido, pero usted la hará,
¿no es así?, por amor a Lucy...
Arthur habló sinceramente, como solía hacerlo:
—Doctor van Helsing, puede usted hacer lo que desee. Siento que al decir esto estoy haciendo lo
que mi Lucy habría aprobado. No lo molestaré con preguntas hasta que llegue la hora.
El anciano profesor se puso en pie al tiempo que decía solemnemente:
—Y tiene usted razón. Habrá mucho dolor para todos nosotros; pero no todo será dolor, ni este
dolor será el último. Nosotros y usted también, usted más que nadie, mi querido amigo, tendremos que
pasar a través del agua amarga antes de llegar a la dulce. Pero debemos ser valientes y desinteresados,
y cumplir con nuestro deber; todo saldrá bien.
Yo dormí en un sofá en el cuarto de Arthur esa noche. Van Helsing no se acostó.
Caminó de un lado a otro, como si estuviera patrullando la casa, y nunca se alejó mucho del
cuarto donde Lucy yacía en su féretro, salpicada con las flores de ajo silvestre, que despedían, a través
del aroma de las lilas y las rosas, un pesado y abrumador olor en el silencio de la noche.
Del diario de Mina Harker
22 de septiembre. En el tren hacia Exéter, Jonathan duerme. Parece que sólo fue ayer cuando
hice los íntimos apuntes, y sin embargo, ¡cuánto ha transcurrido entre ellos, en Whitby y en todo el
mundo ante mí! Jonathan estaba lejos y yo sin noticias de él; y ahora, casada con Jonathan, Jonathan de
procurador, socio de una empresa, rico, dueño de su negocio, el señor Hawkins muerto y enterrado, y
Jonathan con otro ataque que puede perjudicarlo mucho. Algún día me puede preguntar acerca de ello.
Todo va para abajo. Estoy enmohecida en mi taquigrafía; véase lo que la prosperidad inesperada hace
por nosotros, por lo que no está mal que la refresque otra vez ejercitándome un poco.
El servicio fue muy simple y solemne. Sólo asistimos nosotros mismos y los sirvientes, uno o dos
viejos amigos de él de Exéter, su agente en Londres y un caballero representando a sir John Paxton, el
presidente de la Sociedad Jurídica. Jonathan y yo estuvimos tomados de la mano, y sentimos que
nuestro mejor y más querido amigo nos había abandonado.
Regresamos a la ciudad en silencio y tomamos un autobús hasta la esquina de Hyde Park,
Jonathan pensó que me interesaría ir un momento al Row, por lo que nos sentamos; pero había tan poca
gente ahí, que era triste y desolado ver tantas sillas vacías. Nos hizo pensar en la silla vacía que
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teníamos en casa; así es que nos levantamos y caminamos en dirección a Piccadilly. Jonathan me
llevaba de la mano, tal como solía hacerlo antiguamente antes de que yo fuera a la escuela. A mí me
parecía aquello muy osado, pues no se pueden pasar años dando clases de etiqueta y decoro a las niñas
sin que la pedantería de ello lo impresione a uno un poquito. Pero era Jonathan, y era mi marido, y
nosotros no conocimos a nadie de los que vimos (y no nos importaba si ellos nos conocían), por lo que
seguimos caminando en la misma forma.
Yo estaba mirando a una muchacha muy bella, con un sombrero de rueda de carruaje, que
estaba sentada en una victoria afuera de Giuliano's, cuando sentí que Jonathan me apretó la mano tan
fuerte que me hizo daño, y dijo como en un susurro: "¡Dios mío!" Yo siempre estoy ansiosa por Jonathan,
pues siempre temo que algún ataque nervioso pueda enfermarlo otra vez; así es que me volví hacia él
rápidamente y le pregunté qué le había molestado.
Estaba muy pálido, y sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras, con una mezcla de terror
y asombro, miraba fijamente a un hombre alto y delgado, de nariz aguileña, bigote negro y barba en
punta, que también estaba observando a la muchacha bonita. La estaba mirando tan embebido que no se
percató de nuestra presencia, y por ello pude echarle un buen vistazo. Su cara no era una buena cara;
era dura y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos, que se miraban más blancos por el encendido
rojo de sus labios, estaban afilados como los de un animal. Jonathan estuvo mirándolo tan fijamente que
yo tuve hasta miedo de que el individuo lo notara. Y temí que lo tomara a mal, ya que se veía tan fiero y
detestable. Le pregunté a Jonathan por qué estaba perturbado, y él me respondió, pensando
evidentemente que yo sabía tanto como él cuando lo hizo:
—¿No ves quién está allí?
—No, querido —dije yo—; no lo conozco, ¿quién es?
Su respuesta me impresionó y me llenó de ansias, pues la dio como si no supiera que era yo su
Mina a quien hablaba:
—Es el hombre en persona.
Mi pobre amado estaba evidentemente aterrorizado por algo; muy aterrorizado.
Creo en verdad que si no me hubiese tenido a mí para apoyarse y para que lo sujetara, se habría
desplomado. Se mantuvo mirando fijamente con asombro; un hombre salió de la tienda con un pequeño
paquete y se lo dio a la dama, quien entonces reanudó su caminata. El hombre misterioso mantuvo sus
ojos fijos en la bella dama, y cuando el carruaje se alejó por Piccadilly él siguió en la misma dirección, y
alquiló un cabriolé.
Jonathan lo siguió con la mirada, y dijo, como para sí mismo:
—Creo que es el conde, pero ha rejuvenecido mucho. ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Si yo
supiera, si yo supiera!
Estaba tan nervioso que yo temí hacerle daño al hacerle preguntas, por lo que guardé silencio.
Muy suavemente lo comencé a alejar del lugar, y él, asido a mi brazo, me siguió con facilidad.
Caminamos un poco más y luego nos sentamos un rato en el Green Park. Era un día caluroso para ser
otoño, y había un asiento bastante cómodo en un lugar sombreado. Después de mirar unos minutos
fijamente al vacío, Jonathan cerró los ojos y rápidamente se sumió en un sueño, con la cabeza apoyada
en mi hombro.
Pensé que era lo mejor para él, y no lo desperté. Como a los veinte minutos despertó, y me dijo
bastante alegre:
—¡Pero, Mina, me he quedado dormido! ¡Oh, perdóname por ser tan desatento! Ven; nos
tomaremos una taza de té en cualquier parte.
Evidentemente había olvidado todo lo relacionado con el extraño forastero, de la misma manera
que durante su enfermedad había olvidado todo aquello que este episodio le había recordado
nuevamente. No me gustan estos ataques de amnesia; puede causarle o prolongarle algún mal cerebral.
Pero no debo preguntárselo, por temor a causarle más daño que bien; sin embargo, debo de alguna
manera conocer los hechos de su viaje al extranjero. Temo que ha llegado la hora en que debo abrir
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aquel paquete y saber lo que contiene. ¡Oh, Jonathan, tú me perdonarás, lo sé, si hago mal, pero es por
tu propio y sagrado bien!
Más tarde. Fue un regreso triste a casa en todos aspectos: la casa vacía del querido difunto que
fuera tan bondadoso con nosotros: Jonathan todavía pálido y aturdido bajo una ligera recaída de su
enfermedad, ahora un telegrama de van Helsing, quienquiera que sea: "Tengo la pena de participarle que
la señora Westenra murió hace cinco días, y que Lucy murió anteayer. Ambas fueron enterradas hoy."
¡Oh, qué cúmulo de dolores en tan pocas palabras! ¡Pobre señora Westenra! ¡Pobre Lucy! ¡Se
han ido; se han ido para no regresar nunca más a nosotros! ¡Y pobre, pobre Arthur, que ha perdido una
dulzura tal de su vida! Dios nos ayude a sobrellevar todos nuestros pesares.
Del diario del doctor Seward
22 de septiembre. Todo ha culminado. Arthur ha regresado a Ring y se ha llevado consigo a
Quincey Morris. ¡Qué magnífico tipo es este Quincey! Creo en lo más profundo de mi corazón que él
sufrió tanto como cualquiera de nosotros dos por la muerte de Lucy; pero supo sobreponerse a su dolor
como un estoico. Si América puede seguir produciendo hombres como este, no cabe la menor duda de
que llegará a ser una gran potencia en el mundo. Van Helsing está acostado, tomándose un descanso
preparatorio para su viaje. Se va a ir hoy por la noche a Ámsterdam, pero dice que regresará mañana por
la noche; que sólo quiere hacer algunos arreglos que únicamente pueden efectuarse en persona. Cuando
regrese, si puede, se quedará en mi casa; dice que tiene trabajo que hacer en Londres que le puede
llevar cierto tiempo. ¡Pobre viejo amigo! Temo que el esfuerzo de las últimas semanas ha roto hasta su
fortaleza de hierro.
Durante todo el tiempo del funeral, pude ver que él estaba haciendo un terrible esfuerzo por
refrenarse. Cuando todo hubo pasado, estábamos parados al lado de Arthur, quien, pobrecito, estaba
hablando de su parte en la operación cuando su sangre fue transferida a las venas de Lucy; pude ver que
el rostro de van Helsing se ponía blanco y morado alternadamente. Arthur estaba diciendo que desde
entonces sentía como si los dos hubiesen estado realmente casados y que ella era su mujer a los ojos de
Dios. Ninguno de nosotros dijo una palabra de las otras operaciones, y ninguno de nosotros la dirá jamás.
Arthur y Quincey se fueron juntos a la estación, y van Helsing y yo nos vinimos para acá. En el momento
que estuvimos solos en el carruaje dio rienda suelta a un ataque regular de histeria. Desde entonces se
ha negado a admitir que fue histeria, e insiste que sólo fue su sentido del humor manifestándose bajo
condiciones muy terribles. Rió hasta que se puso a llorar y yo tuve que bajar las celosías para que nadie
nos pudiera ver y malinterpretar la situación; y entonces lloró hasta que rió otra vez; y río y lloró al mismo
tiempo, tal como hace una mujer. Yo traté de ser riguroso con él, de la misma manera que se es con una
mujer en iguales circunstancias; pero no dio efecto. ¡Los hombres y las mujeres son tan diferentes en su
fortaleza o debilidad nerviosa!
Luego, cuando su rostro se volvió nuevamente grave y serio, le pregunté el motivo de su júbilo y
por qué precisamente en aquellos momentos. Su réplica fue en cierta manera característica de él, pues
fue lógica, llena de fuerza y misterio. Dijo:
—Ah, usted no comprende, amigo John. No crea que no estoy triste, aunque río. Fíjese, he
llorado aun cuando la risa me ahogaba. Pero no piense más que estoy todo triste cuando lloro, pues la
risa hubiera llegado de la misma manera. Recuerde siempre que la risa que toca a su puerta, y dice:
"¿puedo entrar?", no es la verdadera risa. ¡No! La risa es una reina, y llega cuando y como quiere. No
pregunta a persona alguna; no escoge tiempo o adecuación. Dice: "aquí estoy". Recuerde, por ejemplo,
yo me dolí en el corazón por esa joven chica tan dulce; yo doy mi sangre por ella, aunque estoy viejo y
gastado; di mi tiempo, mi habilidad, mi sueño; dejo a mis otros que sufran necesidad para que ella pueda
tener todo. Y sin embargo, puedo reír en su propia tumba, reír cuando la tierra de la pala del sepulturero
caía sobre su féretro y decía ¡tud!, ¡tud!, sobre mi corazón, hasta que éste retiró de mis mejillas la sangre.
Mi corazón sangró por ese pobre muchacho, ese muchacho querido, tan de la edad en que estuviera mi
propio muchacho si bendecidamente viviera, y con su pelo y sus ojos tan iguales. Vaya, ahora usted sabe
por qué yo lo quiero tanto. Y sin embargo, cuando él dice cosas que conmueven mi corazón de hombre
tan profundamente, y hacen mi corazón de padre nostálgico de él como de ningún otro hombre, ni
siquiera de usted, amigo John, porque nosotros estamos más equilibrados en experiencias que un padre
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y un hijo, pues aun entonces, en esos momentos, la reina risa viene a mí y grita y ruge en mi oído: "¡aquí
estoy, aquí estoy!", hasta que la risa viene bailando nuevamente y trae consigo algo de la luz del sol que
ella me lleva a las mejillas. Oh, amigo John, es un mundo extraño, un mundo lleno de miserias, y
amenazas, y problemas, y sin embargo, cuando la reina risa viene hace que todos bailemos al son de la
tonada que ella toca. Corazones sangrantes, y secos huesos en los cementerios, y lágrimas que queman
al caer..., todos bailan juntos la misma música que ella ejecuta con esa boca sin risa que posee. Y
créame, amigo John, que ella es buena de venir, y amable. Ah, nosotros hombres y mujeres somos como
cuerdas en medio de diferentes fuerzas que nos tiran de diferentes rumbos. Entonces vienen las
lágrimas; y como la lluvia sobre las cuerdas nos atirantan, hasta que quizá la tirantez se vuelve
demasiado grande y nos rompemos. Pero la reina risa, ella viene como la luz del sol, y alivia nuevamente
la tensión; y podemos soportar y continuar con nuestra labor, cualquiera que sea.
No quise herirlo pretendiendo que no veía su idea; pero, como de todas maneras no entendía las
causas de su regocijo, le pregunté. Cuando me respondió, su rostro se puso muy serio, y me dijo en un
tono bastante diferente:
—Oh, fue la triste ironía de todo eso, esta encantadora dama engalanada con flores, que se veía
tan fresca como si estuviese viva, de modo que uno por uno dudamos de si en realidad estaba muerta;
ella yaciendo en esa fina casa de mármol en el cementerio solitario, donde descansan tantas de su clase,
yacía allí con su madre que tanto la amaba, y a quien ella amaba a su vez; y aquella sagrada campana
haciendo: ¡dong!, ¡dong!, ¡dong!, tan triste y despacio; y aquellos santos hombres, con los blancos
vestidos del ángel, pretendiendo leer libros, y sin embargo, todo el tiempo sus ojos nunca estaban en una
página; y todos nosotros con la cabeza inclinada. ¿Y todo para qué? Ella está muerta; así pues, ¿o no?
—Bien, pues por mi vida, profesor —le dije yo—, yo no veo en todo eso nada que cause risa. La
verdad es que su explicación lo hace más difícil de entender todavía. Pero aunque el servicio fúnebre
haya sido cómico, ¿qué hay del pobre Art y de sus problemas? Pues yo creo que su corazón se estaba
sencillamente rompiendo.
—Justamente. ¿Dijo él que la transfusión de su sangre a las venas de ella la había hecho su
verdadera esposa?
—Sí, y fue una idea dulce y consoladora para él.
—Así es. Pero había una dificultad, amigo John. Si así era, ¿qué hay de los otros? ¡Jo, jo! Pues
esta pobre y dulce doncella es una poliándrica, y yo, con mi pobre mujer muerta para mí pero viva para la
ley de la iglesia, aunque sin chistes, libre de todo, hasta yo, que soy fiel marido a esta actual no esposa,
soy un bígamo.
—Pues tampoco veo aquí donde está el chiste —dije yo, y no me sentí muy alegre con él porque
estuviese diciendo esas cosas. Él puso su mano sobre mi brazo y dijo:
—Amigo John, perdóneme si causo dolor. No le mostré mis sentimientos a otros cuando hubieran
herido, sino sólo a usted, mi viejo amigo, en quien puedo confiar. Si usted hubiera podido mirar dentro de
mi propio corazón entonces, cuando yo quería reír; si usted hubiera podido hacerlo cuando la risa llegó, si
usted lo pudiera hacer, cuando la reina risa ha empacado sus coronas, y todo lo que es de ella, pues se
va lejos, muy lejos de mí, y por un tiempo largo, muy largo, tal vez usted quizá se compadecería de mí
más que nadie.
Me conmovió la ternura de su tono y le pregunté por qué.
—¡Porque yo sé!
Y ahora estamos todos regados; y durante muchos largos días la soledad se va a sentar sobre
nuestros techos con las alas desplegadas. Lucy descansa en la tumba de su familia, un señorial
mausoleo en un solitario cementerio, lejos del prolífico Londres, donde el aire es fresco y el sol se levanta
sobre el Hampstead Hill, y donde las flores salvajes crecen según su propio acuerdo.
Así es que puedo terminar este diario; y sólo Dios sabe si alguna vez comenzaré otro. Si lo
comienzo, o si tan sólo vuelvo a abrir éste otra vez, tratará con gente diferente y con temas diferentes;
pues aquí al final, donde se narra el romance de mi vida, aquí vuelvo yo a tomar el hilo de mi trabajo
cotidiano, y lo digo triste y sin esperanza.
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FINIS
“Gaceta de Westminster”, 25 de septiembre
UN MISTERIO DE HAMPSTEAD
La vecindad de Hampstead está de momento siendo acosada por una serie de sucesos que
parecen correr en líneas paralelas con aquellos que fueron conocidos por los escritores de titulares como
"El horror de Kensington", o "La Asesina del Puñal", o "La Mujer de Negro". Durante los últimos dos o tres
días han acontecido varios casos de pequeños niños que vagabundean de su hogar o se olvidan de
regresar de su juego en el Brezal. En todos estos casos los niños han sido demasiado pequeños como
para poder dar adecuadamente una explicación inteligible de lo sucedido, pero el consenso de sus culpas
es que han estado con la "dama fanfarrona". Siempre ha sido tarde por la noche cuando se ha notado su
ausencia, y en dos ocasiones los niños no han sido encontrados sino hasta temprano a la mañana
siguiente. En el vecindario se supone generalmente que, como el primer niño perdido dio como su razón
de haberse ausentado que una "dama fanfarrona" le había pedido que se fuera con ella a dar un paseo,
los otros han recogido la frase y la han usado en su debida ocasión. Esto es tanto más natural cuanto el
juego favorito de los pequeñuelos es actualmente atraerse unos a otros mediante engaños. Un
corresponsal nos escribe que ver a los chiquilines pretendiendo ser la "dama fanfarrona", es
verdaderamente divertido. Dice que algunos de nuestros caricaturistas debieran tomar una lección en
ironía de lo grotesco comparando la realidad y el teatro. Sólo es de acuerdo con los principios generales
de la naturaleza humana que la "dama fanfarrona" deba ser el papel popular en estas representaciones al
fresco. Nuestro corresponsal dice ingenuamente que ni Ellen Terry podría ser tan felizmente atractivo
como pretenden ser algunos de estos pequeñuelos de cara arrugada, e incluso se imaginan que son.
Sin embargo, posiblemente hay un lado serio de la cuestión, pues algunos de los niños, de hecho
todos los que han sido perdidos durante la noche, han estado ligeramente rasgados o heridos en la
garganta. Las heridas parecen tales que pudieran haber sido hechas por una rata o un pequeño perro, y
aunque individualmente carecen de mucha importancia, tienden a mostrar que cualquiera que sea el
animal que las causa, tiene un sistema o método propio. La policía del lugar ha sido instruida para que
mantenga una aguda vigilancia sobre niños vagabundos, especialmente si son muy jóvenes, en los
alrededores y dentro del Brezal de Hampstead, y también por cualquier perro vagabundo que ande en los
alrededores.
“Gaceta de Westminster”. 25 de septiembre
Extra Especial
EL HORROR DE HAMPSTEAD OTRO NIÑO HERIDO
La "Dama Fanfarrona"
Acabamos de recibir noticias de que otro niño perdido anoche, sólo pudo ser encontrado tarde
esta mañana bajo un arbusto de retama en el lado de Shooter's Hill del Brezal de Hampstead, que es, tal
vez, menos frecuentado que las otras partes. Tenía las mismas diminutas heridas en la garganta que han
sido notadas en otros casos. Estaba terriblemente débil y parecía bastante extenuado. También él,
cuando se hubo recuperado parcialmente, tuvo la misma historia de haber sido engañado a irse por la
"dama fanfarrona".
XIV.— DEL DIARIO DE MINA HARKER
23 de septiembre. Jonathan ha mejorado después de una mala noche. Estoy contenta de que
tenga bastante trabajo que hacer, pues eso le mantiene la mente alejada de cosas terribles; y, ¡oh, estoy
feliz de que ahora ya no esté abrumado por la responsabilidad de su nueva posición! Yo sabía que sería
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fiel a sí mismo, y ahora estoy orgullosa de ver a mi Jonathan elevándose hasta las alturas de su
avanzada posición y manteniendo el paso en toda forma con los deberes que recaen sobre él. Estará
fuera de casa todo el día hasta tarde, pues dijo que no regresaría a la hora de comer. He terminado mis
quehaceres domésticos, por lo que tomaré su diario extranjero y me encerraré en mi cuarto para leerlo...
24 de septiembre. No tuve ánimos de escribir anoche; ese terrible registro de Jonathan me
sobresaltó. ¡Pobre querido mío!, cómo debe haber sufrido, sea verdad o sólo su imaginación. Me
pregunto si hay alguna verdad en todo eso. ¿Tuvo primero la fiebre cerebral y luego escribió todas esas
cosas terribles, o había otra causa para todo ello? Supongo que nunca lo sabré, pues no me atrevo a
abrir conversación sobre el tema con él... ¡Y sin embargo, ese hombre que vio ayer! Parecía estar
bastante seguro de él...
¡Pobre Jonathan! Supongo que fue el funeral lo que le intranquilizó y envió su mente de regreso
en una cadena de pensamientos... Él mismo lo cree todo. Recuerdo cómo en nuestro día de casamiento
dijo: "A menos que algún solemne deber caiga sobre mí para hacerme regresar a las amargas horas,
dormido o despierto, loco o cuerdo." Parece haber a través de esto un hilo de continuidad... Ese terrible
conde iba a venir a Londres... Si así fuera y viniera a Londres, con sus prolíficos millones... Puede haber
un deber solemne; y si llega ese deber no debemos encogernos ante él... Yo estaré preparada. Tomaré
mi máquina de escribir en este mismo momento y comenzaré la transcripción. Entonces estaremos listos
para otros ojos si es necesario. Y si así se quiere, entonces, tal vez, si estoy lista, el pobre Jonathan no
necesita sobresaltarse, pues yo puedo hablar por él y no dejar nunca que se moleste o preocupe por el
asunto para nada. Si alguna vez, Jonathan se sobrepone a su nerviosismo, puede ser que quiera decirme
todo, y yo puedo hacerle preguntas y averiguar las cosas, y ver cómo puedo consolarlo.
Carta de van Helsing a la señora Harker
24 de septiembre (Confidencial)
“Querida señora:
"Le ruego que perdone que le escriba, ya que soy un amigo tan lejano, y que le envié las malas
noticias de la muerte de la señorita Lucy Westenra. Por la bondad de lord Godalming, tengo poder para
leer sus cartas y papeles, pues estoy profundamente interesado en ciertos asuntos vitalmente
importantes. En ellos encuentro algunas cartas de usted, que muestran cuán gran amiga era usted de ella
y cómo la quería. ¡Oh, señora Mina, por ese amor yo le imploro que me ayude! Por el bien de otros le
pido, para evitar mucho mal, y para evitar muchos y muy terribles trastornos que pueden ser mucho
mayores de lo que usted se imagina, ¿me concedería usted una entrevista? Puede usted confiar en mí.
Soy amigo del doctor John Seward y de lord Godalming (ese era el Arthur de la señorita Lucy). De
momento debo guardar estricta reserva. Yo acudiría a Exéter a verla a usted inmediatamente si usted me
dice que puedo tener el honor de verla, y dónde y cómo. Señora, le imploro perdón. He leído sus cartas
para la pobre Lucy, y sé cuán buena es usted y cómo sufre su marido; por eso le ruego, si puede ser, no
le diga nada a él, pues pudiera causarle daño. Otra vez le pido perdón y quedo de usted,
respetuosamente,
VAN HELSING "
Telegrama de la señora Harker al doctor van Helsing
25 de septiembre. Venga hoy tren cuarto pasadas las diez si puede alcanzarlo.
Puedo recibirlo en cualquier momento que usted llegue.
WILLHELMINA HARKER
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Del diario de Mina Harker
25 de septiembre. No puedo evitar sentirme terriblemente ansiosa a medida que se acerca la
hora de la visita del doctor van Helsing, pues espero que me iluminará sobre la triste experiencia de
Jonathan; y como él ha atendido a la pobre Lucy en su última enfermedad, me puede contar muchas
cosas acerca de ella. Esa es la razón por la que viene; es debido a Lucy y a su sonambulismo, y no
acerca de Jonathan. ¡Entonces nunca sabré la verdadera realidad! ¡Qué tonta soy! Ese horroroso diario
se apodera de mi imaginación y tiñe todo con algo de su propio color. Por supuesto que es algo acerca
de Lucy. La enfermedad le volvió a la pobrecita, y la terrible noche en el acantilado debe haberla
enfermado. Debido a todos los asuntos que tengo entre manos, ya casi había olvidado cómo había
estado enferma después. Ella debe haberle contado a él su aventura de sonámbula en el acantilado, y
que yo sabía todo acerca de ello; y ahora él quiere que yo le diga lo que sé, de manera que él pueda
entenderlo.
Espero haber obrado bien al no decirle nada a la señora Westenra; nunca me podría perdonar a
mí misma si algún acto mío, aunque fuese por descuido, le hubiese causado daño a mi pobre Lucy.
Espero, también, que el doctor van Helsing no me culpe a mí; he tenido tantos problemas y tanta
ansiedad últimamente, que siento no poder soportar más de momento.
Supongo que a todos nos hace bien llorar de vez en cuando... Las lágrimas limpian el ambiente,
así como la lluvia. Tal vez fue la lectura del diario de ayer lo que me inquietó, y luego Jonathan se fue hoy
por la mañana para no regresar durante un día entero y la noche, siendo esta la primera vez que nos
separamos desde nuestro casamiento. Realmente espero que mi amado esposo pueda cuidarse, y que
no ocurra nada que lo intranquilice. Son las dos de la tarde, y el doctor estará por llegar. No le diré nada
del diario de Jonathan, a menos que él me lo pregunte. Celebro ahora haber pasado a máquina mi diario,
para que, en caso de que me pregunte algo sobre Lucy, yo pueda entregárselo a él; eso ahorrará muchas
preguntas.
Más tarde. Ha venido, y ya se fue. ¡Oh, qué encuentro más extraño, y cómo hace que todo gire
en mi cabeza! Me siento como si estuviera en un sueño. ¿Puede ser todo posible, o siquiera parte de
ello? Si yo no hubiese leído primero el diario de Jonathan, jamás habría aceptado ni siquiera una
posibilidad... ¡Pobre, pobre querido Jonathan! ¡Cómo debe haber sufrido! Quiera Dios que todo esto no lo
vuelva a intranquilizar. Yo trataré de salvarlo de ello, pero incluso puede ser un consuelo o ayuda para él,
aunque sea muy terrible y horroroso en sus consecuencias, el saber con certeza que sus ojos, sus oídos
y su cerebro no lo engañaron, y que todo es realidad.
Puede ser que sea la duda la que lo inquiete; que cuando la duda termine, independientemente
de la verdad, vigilia o sueño, estará más satisfecho y más capaz de soportar la impresión. El doctor van
Helsing debe ser un hombre bueno y además inteligente, si es amigo de Arthur y del doctor Seward, y si
ellos lo trajeron de Holanda sólo para que cuidara a Lucy. Tengo la impresión, después de haberlo visto,
de que es bueno, amable y noble. Cuando regrese mañana, le preguntaré acerca de Jonathan; y
entonces, ojalá que toda esta tristeza y ansiedad nos conduzca a un desenlace feliz. Yo solía pensar que
me gustaban las entrevistas; el amigo de Jonathan en Las Noticias de Exéter le dijo que la memoria era
todo en un trabajo como ese; que uno debe ser capaz de escribir exactamente casi todas las palabras
que se dicen, aunque posteriormente se tenga que refinar algo. Esta fue una entrevista rara; trataré de
registrarla verbatim.
Eran las dos y media de la tarde cuando llamaron a la puerta. Hice de tripas corazón, y esperé.
Poco después Mary abrió la puerta y anunció: "El doctor van Helsing."
Me puse en pie e hice una inclinación de cabeza y él se acercó a mí; es un hombre de peso
medio, fornido, de hombros echados hacia atrás, pecho amplio y profundo y el cuello bien asentado sobre
el tronco tal como la cabeza sobre el cuello. Su cabeza me impresionó inmediatamente como indicativa
de fuerza de pensamiento e inteligencia; la cabeza es noble, de regular tamaño, amplia, y ancha detrás
de las orejas.
El rostro, afeitado, muestra un mentón duro y cuadrado, una boca larga, resuelta e inquieta, una
nariz de tamaño regular, más bien recta, pero con ventanas muy sensibles, que parecen dilatarse a
medida que caen las espesas cejas y que se aprieta la boca. La frente es amplia y fina, levantándose al
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principio casi recta y luego echándose hacia atrás sobre dos protuberancias muy separadas; es una
frente en la que el pelo rojizo no puede caer sobre ella, sino que naturalmente cae hacia atrás o hacia los
lados. Los ojos azul oscuro están muy separados, y son rápidos y tiernos o serios, según el estado de
ánimo del hombre. Me dijo:
—¿La señora Harker?
Incliné la cabeza, asintiendo.
—¿Fue usted la señorita Mina Murray?
Asentí nuevamente.
—Es a Mina Murray a quien vengo a ver; a la que fue amiga de la infortunada, querida Lucy
Westenra. Señora Mina, en nombre de la muerta vengo.
—Caballero —dije yo—, no puede usted tener mejor carta de presentación que haber sido amigo
y médico de Lucy Westenra.
Y le extendí la mano. Él la tomó y dijo tiernamente:
—¡Oh, señora Mina!, yo sé que la amiga de esa pobre muchachita debe ser buena, pero todavía
tenía que saber...
Terminó su discurso haciendo una reverencia cortés. Yo le pregunté para qué me quería ver, por
lo que él comenzó de inmediato:
—He leído sus cartas a la señorita Lucy. Perdóneme, pero yo tenía que comenzar las
investigaciones en algún lado, y no había nadie a quien preguntar. Sé que usted estuvo con ella en
Whitby. Ella algunas veces llevó un diario, no necesita usted mirar sorprendida, señora Mina; lo comenzó
después de que usted se hubo venido y era una imitación del suyo, y en ese diario ella rastrea por
inferencia ciertas cosas relacionadas con un sonambulismo, y anota que usted la salvó. Con gran
perplejidad entonces yo vengo a usted, y le pido, abusando de su mucha amabilidad, que me diga todo lo
que pueda recordar acerca de eso.
—Creo que le puedo decir a usted, doctor van Helsing, todo lo que sucedió.
—¡Ah! ¡Entonces usted tiene buena memoria para los hechos, para los detalles! No siempre
sucede lo mismo con todas las jóvenes.
—No, doctor, pero sucede que escribí todo lo que sucedía. Puedo mostrárselo, si usted quiere.
—¡Oh, señora Mina, se lo agradezco mucho! Me honrará y me ayudará usted muchísimo.
No pude evitar la tentación de hacerle una broma; supongo que ese es el gusto de la manzana
original que todavía permanece en nosotras, de tal manera que le entregué el diario estenográfico. Él lo
tomó, haciendo una reverencia de agradecimiento, y me dijo:
—¿Puedo leerlo?
—Si usted quiere —le respondí, tan modestamente como pude.
Él lo abrió y durante un instante su rostro se fijó en el papel. Luego se puso en pie e hizo una
reverencia.
—¡Oh, usted es una mujer muy lista! —me dijo él—. Desde hace tiempo sabía que el señor
Jonathan era un hombre de muchos merecimientos; pero vea, su mujer no le va a la zaga. ¿Y no me
haría usted el honor de ayudarme a leer esto? ¡Ay! No sé taquigrafía.
Para aquel tiempo, ya mi broma había pasado, y me sentí casi avergonzada; de manera que
tomé la copia mecanográfica de mi cesto de costura, y se la entregué
—Perdóneme —le dije—, no pude evitarlo; pero yo había estado pensando que era algo acerca
de la querida Lucy que usted deseaba preguntarme, y para que usted no tenga que esperar mucho
tiempo, no de mi parte, sino porque yo sé que el tiempo debe ser precioso para usted, he sacado una
copia de esto a máquina para usted.
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La tomó, y sus ojos brillaron.
—Es usted muy amable —dijo—. ¿Puedo leerlo ahora? Quizá me gustaría hacerle unas
preguntas después de haberlo leído.
—No faltaba más —le dije yo—, léalo todo mientras yo ordeno la comida; y luego me puede usted
preguntar lo que quiera, mientras comemos.
Hizo una reverencia y se acomodó en una silla, de espaldas a la luz, y se absorbió en los
papeles, mientras yo iba a ver cómo estaba la comida, principalmente para dejarlo leer a sus anchas.
Cuando regresé lo encontré caminando rápidamente de uno a otro lado del cuarto, con el rostro todo
encendido de emoción. Se dirigió rápidamente hacia mí y me tomó ambas manos.
—¡Oh, señora Mina! —me dijo—, ¿cómo puedo decirle lo que le debo? Este papel es claro como
el sol. Me abre las puertas. Estoy aturdido, deslumbrado por tanta luz, y sin embargo, unas nubes rondan
siempre detrás de la luz. Pero eso usted no lo comprende; no lo puede comprender. ¡Oh! Pero le estoy
muy agradecido. Es usted una mujer muy lista. Señora agregó esta vez con tono solemne—, si alguna
vez Abraham van Helsing puede hacer algo por usted o los suyos, espero que usted me lo comunique.
Será un verdadero placer y una dicha si puedo servirla a usted como amigo; como amigo, pero con todo
lo que he sabido, todo lo que puedo hacer, para usted y los que usted ama. Hay oscuridades en la vida y
hay claridades; usted es una de esas luces. Usted tendrá una vida feliz y una vida buena, y su marido
será bendecido en usted.
—Pero, doctor, usted me alaba demasiado, y no me conoce.
—¡No la conozco...! Yo, que ya soy un viejo, y toda mi vida he estudiado a hombres y mujeres;
yo, que he hecho del cerebro y de todo lo que con él se relaciona y de todo lo que surge de él, mi
especialidad. Y he leído su diario, que usted tan bondadosamente ha escrito para mí, y que respira en
cada línea veracidad. Yo, que he leído su carta tan dulce para la pobre Lucy contándole de su
casamiento y confiándole sus cuitas. ¡Cómo no la voy a conocer! ¡Oh! señora Mina, las buenas mujeres
dicen toda su vida, y día a día, hora por hora y minuto a minuto, muchas cosas que los ángeles pueden
leer; y nosotros los hombres que deseamos saber tenemos dentro algo de ojos de ángel. Su marido es de
muy noble índole, y usted también es noble, pues confía, y la confianza no puede existir donde hay almas
mezquinas. Y su marido, dígame, ¿está bien? ¿Ya cesó la fiebre, y está fuerte y contento?
Aquí vi yo una oportunidad para consultarlo acerca de Jonathan, por lo que dije:
—Ya casi se había alentado, pero se ha puesto muy inquieto por la muerte del señor Hawkins.
El médico me interrumpió:
—¡Oh, sí! Ya lo sé. Leí sus últimas dos cartas.
Yo continué:
—Supongo que esto lo puso nervioso, pues cuando estuvimos el jueves en la ciudad sufrió una
especie de impresión.
—¡Un susto, y después de la fiebre cerebral tan cercana! Eso no es bueno. ¿Qué clase de susto
fue?
—Pensó que vio a alguien que le recordaba cosas terribles; acontecimientos que le causaron la
fiebre cerebral.
Y al decir aquello toda la historia pareció sobrecogerme repentinamente. La lástima por Jonathan,
el horror que había experimentado, todo el aterrador misterio de su diario, y el temor que me había
estado rondando desde entonces, todo se me representó en tumulto. Supongo que yo estaba histérica,
pues caí de rodillas y levanté mis dos manos hacia él, implorándole que curara a mi marido y lo dejara
sano otra vez.
Él me tomó de las manos y me levantó, y me hizo sentarme en el sofá, sentándose él a mi lado;
me sujetó las manos en las suyas, y me dijo con una indecible ternura:
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—Mi vida es yerma y solitaria, y tan llena de trabajo que no he tenido mucho tiempo para la
amistad, pero desde que he sido llamado aquí por mi amigo John Seward he llegado a conocer a tanta
gente buena, y he visto tanta nobleza que siento más que nunca, y esto ha ido creciendo al avanzar mis
años, la soledad de mi vida. Créame, entonces, que yo vengo aquí lleno de respeto por usted, y usted me
ha dado esperanza... Esperanza, no de lo que yo estoy buscando, sino de que todavía quedan mujeres
buenas para hacer la vida feliz... Mujeres buenas, cuyas vidas y cuyas verdades pueden ser buenas
lecciones para los hombres del mañana. Estoy muy contento de poderle ser útil a usted, pues si su
marido sufre, sufre dentro de los dominios de mis estudios y experiencias. Le prometo a usted que haré
con gusto todo lo que pueda por él; todo lo que pueda por hacer su vida más fuerte, y que también la vida
de usted sea feliz. Ahora debe usted comer. Está usted agotada y tal vez emocionada. A su esposo no le
gustará verla pálida; y lo que no le gusta de la que ama, no es bueno para él. Por lo tanto, por amor a él
debe usted comer y sonreír. Ya me lo ha dicho usted todo acerca de Lucy, así es que ahora no
hablaremos sobre ello, pues puede molestarla. Me quedaré esta noche en Exéter, pues quiero pensar
mucho sobre lo que usted me dijo, y cuando haya pensado le haré a usted preguntas, si me lo permite. Y
luego, también me contará usted los problemas de su esposo tanto como pueda, pero todavía no. Ahora
debe comer; después hablaremos largo y tendido.
Después de la comida, cuando ya habíamos regresado a la sala, me dijo:
—Y ahora, cuénteme acerca de él.
En el momento en que iba a comenzar a hablarle a este gran hombre, empecé a sentir miedo de
que creyese que yo era una tontuela y Jonathan un loco (siendo su diario tan extraordinariamente
extraño), y por un momento dudé cómo proseguir. Pero él fue muy dulce y amable, y me había prometido
tratar de ayudarme, por lo que tuve confianza en él, y le dije:
—Doctor van Helsing, lo que yo tengo que decirle a usted es muy raro, pero usted no debe reírse
de mí ni de mi marido. Desde ayer he estado en una especie de fiebre de incertidumbre; debe tener usted
paciencia conmigo, y no creer que soy tonta por haber creído algunas cosas muy raras.
Él me volvió a tranquilizar con sus maneras y sus palabras cuando dijo:
—¡Oh, mi querida amiga!, si usted supiera qué raro es el asunto por el cual yo estoy aquí,
entonces sería usted la que reiría. He aprendido a no pensar mal de las creencias de cualquiera, por más
extrañas que sean. He tratado de mantener una mente abierta; y no son las cosas ordinarias de la vida
las que pueden cerrarla, sino las cosas extrañas; las cosas extraordinarias, las cosas que lo hacen dudar
a uno si son locura o realidad.
—¡Gracias, gracias, mil veces gracias! Me ha quitado usted un peso de la mente. Si usted me lo
permite, yo le daré un papel para que lo lea. Es largo, pero lo he mecanografiado. En él está descrito mi
problema y el de Jonathan. Es una copia del diario que llevó mientras estuvo fuera del país y de todo lo
que sucedió. No me atrevo a decir nada de él. Usted debe leerlo por su cuenta y juzgar. Y después de
que lo haya visto, tal vez sea usted tan amable de decirme lo que piensa acerca de él.
—Lo prometo —me dijo, al tiempo que yo le entregaba los papeles—; en la misma mañana, tan
pronto como pueda, vendré a verla a usted y a su marido, si me lo permite.
—Jonathan estará aquí a las once y media, y usted debe venir a comer con nosotros y verlo a él
entonces; podría usted tomar el tren rápido de las 3:34, que lo dejará en Paddington antes de las ocho.
Se quedó sorprendido sobre mi conocimiento del horario de trenes, pero no sabe que he
aprendido de memoria todos los trenes que salen y llegan a Exéter, de manera que pueda ayudarle a
Jonathan en caso de que él tenga prisa.
Así es que tomó los papeles consigo y se fue, y yo estoy sentada pensando...
Pensando no sé qué.
Carta (manuscrita) de van Helsing a la señora Harker
25 de septiembre, 6 de la tarde
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"Querida señora Mina:
"He leído el maravilloso diario de su marido. Usted puede dormir sin duda. ¡Extraño y terrible
como es, es verdad! Yo podría apostar mi vida a ello. Puede ser peor para otros; pero para usted y él no
hay amenaza. Él es un tipo muy noble; y permítame decirle, por la experiencia de hombres, que uno que
hiciera como hizo él bajando por la pared y entrando por ese cuarto (¡ay!, y entrando por segunda vez),
no es alguien que pueda ser perjudicado permanentemente por una impresión. Su cerebro y su corazón
están muy bien; esto lo juro, antes de siquiera haberlo visto; por lo tanto, tranquilícese.
Tendré muchas preguntas que hacerle sobre otras cosas. Estoy muy contento de poder llegar
hoy a verlos, pues de golpe he aprendido tantas cosas que otra vez estoy deslumbrado... Deslumbrado
más que nunca, y debo pensar.
"Su fiel servidor,
ABRAHAM VAN HELSING "
Carta de la señora Harker al doctor van Helsing
25 de septiembre, 6:30 p. m.
"Mi querido doctor van Helsing:
"Mil gracias por su amable carta, que me ha quitado un gran peso de la mente. Y sin embargo, a
decir verdad, qué cosas más terribles hay en el mundo, y qué cosas más horrorosas si ese hombre, ese
monstruo, está realmente en Londres. Temo pensarlo. En estos momentos, mientras escribía, he recibido
una llamada de Jonathan, diciéndome que sale de Launceston con el tren de las 6:25 hoy por la noche, y
que estará aquí a las 10:18 para que yo no tenga miedo por la noche. Entonces, ¿podría usted en vez, de
venir a comer con nosotros mañana, pasar a desayunarse a las ocho de la mañana si no es muy
temprano para usted? Si tiene prisa, puede irse con el tren de las 10:30, que lo dejará en Paddington a
las 2:35. No me conteste ésta, pues en caso de que no tenga noticias de usted sabré que vendrá a
desayunarse con nosotros.
"Quedo de usted, su fiel y agradecida amiga,
MINA HARKER"
Del diario de Jonathan Harker
26 de septiembre. Yo creí que nunca volvería a escribir en este diario, pero ha llegado la hora.
Cuando llegué a casa anoche, Mina ya había preparado la cena, y cuando terminamos de cenar me
refirió la visita de van Helsing y de que le había entregado a él copias mecanográficas de los dos diarios,
y de que había estado muy preocupada por mí. Me mostró que en la carta del doctor se aseguraba que
todo lo que yo había escrito era verdad. Me parece que eso ha hecho un nuevo hombre de mí. Lo que
verdaderamente me atormentaba era la duda acerca de la realidad de todo el asunto.
Me sentía impotente, en la oscuridad, y desconfiado. Pero ahora, ahora que sé, no le tengo
miedo ni siquiera al conde. Ha logrado, a pesar de todo, realizar sus designios de llegar a Londres, y
seguramente fue a él a quien vi. Ha rejuvenecido, pero, ¿cómo? Van Helsing es el hombre que puede
desenmascararlo y perseguirlo si es como Mina me lo ha descrito. Estuvimos despiertos hasta muy tarde
y hablamos sobre todo esto. Mina se está vistiendo y yo iré dentro de unos minutos al hotel, a buscar al
doctor.
Creo que se asombró de verme. Cuando entré en la habitación en que se encontraba y me
presenté, me tomó por un hombro, volvió mi cabeza hacia la luz, y dijo, después de un detenido
escrutinio:
—Pero la señora Mina me dijo que usted estaba enfermo y bajo una fuerte impresión.
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Fue muy divertido oír que este anciano de rostro fuerte y amable llamara a mi esposa "señora
Mina". Sonreí, y le dije:
—Estaba enfermo, y tuve una fuerte impresión: pero usted ya me curó.
—¿Y cómo?
—Mediante su carta a Mina, anoche. Yo sentía incertidumbre, y entonces todo tomaba un halo de
sobrenaturalidad, y yo no sabía en qué confiar; ni siquiera en la evidencia de mis sentidos. No sabiendo
en qué confiar, no sabía tampoco qué hacer; y entonces sólo podía mantenerme trabajando en lo que
hasta aquí había sido la rutina de mi vida. La rutina cesó de serme útil, y yo desconfié de mí mismo.
Doctor, usted no sabe lo que es dudar de todo; incluso de uno mismo. No, usted no lo sabe, usted no
podría saberlo con esas cejas que tiene.
Pareció complacido, y rió mientras dijo:
—¡Así es que usted es un fisonomista! Cada hora que pasa aprendo algo más aquí.
Voy a desayunarme con ustedes con mucho gusto, y, ¡oh, señor!, usted permitirá una alabanza
de un viejo como yo, pero usted tiene una mujer que es una bendición.
Yo escucharía alabanzas de él para Mina durante un día entero, por lo que simplemente hice un
movimiento con la cabeza y guardé silencio.
—Ella es una de las mujeres de Dios, confeccionadas por sus propias manos para mostrarnos a
los hombres y a otras mujeres que existe un cielo en donde podemos entrar, y que su luz puede estar
aquí en la tierra. Tan veraz, tan dulce, tan noble, tan desinteresada, y eso, permítame decirle a usted, es
mucho en esta edad tan escéptica y egoísta. Y usted, señor, he leído todas las cartas para la pobre
señorita Lucy, y algunas de ellas hablan de usted, de tal manera que por medio del conocimiento de otros
lo conozco a usted desde hace algunos días; pero he conocido su verdadera personalidad desde anoche.
Me dará usted su mano, ¿verdad que sí? Y seamos amigos para toda la vida.
Nos estrechamos las manos, y él se comportó tan serio y tan amable que por un momento me
sentí sofocado.
—Y ahora —dijo él—, ¿podría pedirle un poco de ayuda más? Tengo que llevar a cabo una gran
tarea, y al principio debo saber algo más. En eso me puede ayudar usted. ¿Puede usted decirme qué
pasó antes de irse usted a Transilvania? Más tarde puede ser que le pida más ayuda, de diferente índole;
pero de momento con esto bastará.
—Mire, un momento, señor —le dije—, ¿lo que usted tiene que hacer está relacionado con el
conde?
—Lo está —me dijo solemnemente.
—Entonces estoy con usted en cuerpo y alma. Como va a partir en el tren de las 10: 30 no tendrá
usted tiempo para leerlos, pero le traeré el rollo de papeles. Puede llevárselos y leerlos en el tren durante
el viaje.
Después del desayuno lo acompañé a la estación. Cuando nos estábamos despidiendo, dijo:
—Tal vez vendrá usted a la ciudad cuando yo lo llame, y traiga también a la señora Mina.
—Ambos llegaremos cuando usted nos lo pida.
Yo le había comprado los periódicos de la mañana y los periódicos de Londres de la noche
anterior, mientras hablábamos por la ventanilla del coche, esperando que el tren partiera; él comenzó a
hojearlos. Sus ojos parecieron repentinamente captar algo en uno de ellos: La Gaceta de Westminster; yo
lo reconocí por el color, y se puso bastante pálido. Leyó algo intensamente murmurando para sí mismo:
"¡Mein Gott! ¡Mein Gott! ¡Tan pronto! ¡Tan pronto!" No creo que se acordase de mí en esos momentos.
En esos mismos instantes sonó el silbato y el tren arrancó. Esto pareció volverlo en sí, y se inclinó por la
ventanilla agitando su mano y gritando: "Recuerdos a la señora Mina; escribiré tan pronto como me sea
posible."
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Del diario del doctor Seward
26 de septiembre. Verdaderamente no hay cosa que sea definitiva. No ha pasado una semana
desde que dije "Finis", y aquí estoy comenzando de nuevo, o más bien, continuando mi antiguo registro.
Hasta esta tarde no tenía ningún motivo para pensar en lo que estoy haciendo. Renfield se había vuelto,
contra todos los pronósticos, tan cuerdo como siempre. Ya estaba muy adelantado en su negocio de las
moscas, y había comenzado en la línea de las arañas; de tal manera que no me había causado ninguna
molestia. Recibí una carta de Arthur escrita el domingo, y por el contenido de ella me parece que lo está
soportando muy bien. Quincey Morris está con él y eso le ayuda mucho, Pues él mismo es una
burbujeante fuente de buen humor. Quincey también me escribió una línea, y por él sé que Arthur está
recobrando algo de su antigua animación; por lo que respecta a ellos, pues, mi mente está tranquila. En
cuanto a mí mismo, me estaba acomodando en el trabajo con el entusiasmo que solía tener por él, por lo
que bien pude haber dicho que la herida causada por la desaparición de la pobre Lucy había comenzado
a cicatrizar. Sin embargo, todo se ha vuelto a abrir nuevamente; y cómo irá a terminar, es cosa que sólo
Dios sabe. Tengo la vaga impresión de que van Helsing también cree que sabe algo, pero no deja
entrever más que lo suficiente para estimular la curiosidad. Ayer fue a Exéter, y se quedó allí por la
noche. Regresó hoy, y casi saltó a mi cuarto como a las cinco y media poniendo en mis manos la Gaceta
de Westminster de anoche.
—¿Qué piensa usted de eso? —me preguntó, mientras se retiraba y se cruzaba de brazos.
Miré el periódico, pues realmente no sabía qué me quería decir; pero él me lo quitó y señaló unos
párrafos acerca de algunos niños que habían sido atraídos con engaños en Hampstead. La noticia no me
dio a entender mucho, hasta que llegué a un pasaje donde describía pequeñas heridas de puntos en sus
gargantas. Una idea me pasó por la mente, y alcé la vista.
—¿Bien? —dijo él.
—Son como las de la pobre Lucy.
—¿Y qué saca en conclusión de ello?
—Simplemente que hay alguna causa común. Aquello que la hirió a ella los ha herido a ellos.
No comprendí del todo su respuesta.
—Eso es verdad indirectamente, pero no directamente.
—¿Qué quiere decir con eso, profesor? —le pregunté yo. Estaba un tanto inclinado a tomar en
broma su seriedad, pues, después de todo, cuatro días de descanso y libertad de la ansiedad horripilante
y agotadora, le ayudan a uno a recobrar el buen ánimo. Pero cuando vi su cara, me ensombrecí. Nunca;
ni siquiera en medio de nuestra desesperación por la pobre Lucy, había puesto expresión tan seria.
—¿Cómo? —le dije yo—. No puedo aventurar opiniones. No sé qué pensar, y no tengo ningún
dato sobre el que fundar una conjetura.
—¿Quiere usted decirme, amigo John, que usted no tiene ninguna sospecha del motivo por el
cual murió la pobre Lucy; no la tiene después de todas las pistas dadas, no sólo por los hechos sino
también por mí?
—De postración nerviosa, a consecuencia de una gran pérdida o desgaste de sangre.
—¿Y cómo se perdió o gastó la sangre?
Yo moví la cabeza. El maestro se acercó a mí y se sentó a mi lado.
—Usted es un hombre listo, amigo John; y tiene un ingenio agudo, pero tiene también
demasiados prejuicios. No deja usted que sus ojos vean y que sus oídos escuchen, y lo que está más allá
de su vida cotidiana no le interesa. ¿No piensa usted que hay cosas que no puede comprender, y que sin
embargo existen? ¿Qué algunas personas pueden ver cosas y que otras no pueden? Pero hay cosas
antiguas y nuevas que no deben contempladas por los ojos de los hombres, porque ellos creen o piensan
creer en cosas que otros hombres les han dicho. ¡Ah, es error de nuestra ciencia querer explicarlo todo! Y
si no puede explicarlo, dice que no hay nada que explicar. Pero usted ve alrededor de nosotros que cada
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día crecen nuevas creencias, que se consideran a sí mismas nuevas, y que sin embargo son las
antiguas, que pretenden ser jóvenes como las finas damas en la ópera. Yo supongo que usted no cree en
la transferencia corporal. ¿No? Ni en la materialización. ¿No? Ni en los cuerpos astrales. ¿No? Ni en la
lectura del pensamiento. ¿No? Ni en el hipnotismo...
—Sí —dije yo—. Charcot ha probado esto último bastante bien.
Mi maestro sonrió, al tiempo que continuaba:
—Entonces usted está satisfecho en cuanto a eso. ¿Sí? Y por supuesto, entonces usted entiende
cómo actúa y puede seguir la mente del gran Charcot. ¡Lástima que ya no viva! Estaba dentro del alma
misma del paciente que él trataba. ¿No? Entonces, amigo John, debo deducir que usted simplemente
acepta los hechos, y se satisface en dejar completamente en blanco desde la premisa hasta la
conclusión. ¿No? Entonces, dígame, pues soy un estudioso del cerebro, ¿cómo acepta usted el
hipnotismo y rechaza la lectura del pensamiento? Permítame decirle, mi amigo, que hay actualmente
cosas en las ciencias físicas que hubieran sido consideradas impías por el mismo hombre que descubrió
la electricidad, quien a su vez no hace mucho tiempo habría podido ser quemado por hechicero. Siempre
hay misterios en la vida. ¿Por qué vivió Matusalén novecientos años, y el "Old Parr" ciento sesenta y
nueve, y sin embargo esa pobre Lucy, con la sangre de cuatro hombres corriéndole en las venas no pudo
vivir ni un día? Pues, si hubiera vivido un día más, la habríamos podido salvar. ¿Conoce usted todos los
misterios de la vida y de la muerte? ¿Conoce usted toda la anatomía comparada para poder decir por qué
las cualidades de los brutos se encuentran en algunos hombres, y en otros no? ¡Puede usted decirme por
qué, si todas las arañas se mueren pequeñas y rápidamente, por qué esa gran araña vivió durante siglos
en la torre de una vieja iglesia española, y creció, hasta que al descender se podía beber el aceite de
todas las lámparas de la iglesia? ¿Puede usted decirme por qué en las pampas, ¡oh!, y en muchos otros
lugares, existen murciélagos que vienen durante la noche y abren las venas del ganado y los caballos
para chuparlos y secarles las venas? ¿Cómo en algunas islas de los mares occidentales hay murciélagos
que cuelgan todo el día de los árboles, y que los que los han visto los describen como nueces o vainas
gigantescas, y que cuando los marinos duermen sobre cubierta, debido a que está muy caliente, vuelan
sobre ellos y entonces en la mañana se encuentran sus cadáveres, tan blancos como el de la señorita
Lucy?
—¡Santo Dios, profesor! —dije yo, poniéndome en pie—. ¿Quiere usted decirme que Lucy fue
mordida por un murciélago de esos, y que una cosa semejante a ésa está aquí en Londres, en el siglo
XIX?
Movió la mano, pidiéndome silencio, y continuó:
—¿Puede usted decirme por qué una tortuga vive mucho más tiempo que muchas generaciones
de hombres? ¿Por qué el elefante sigue viviendo hasta que ha visto dinastías, y por qué el loro nunca
muere si no es de la mordedura de un gato o un perro, u otro accidente? ¿Puede usted decirme por qué
en todas las edades y lugares los hombres creen que hay unos hombres que viven si se les permite, es
decir, que hay unos hombres y mujeres que no mueren de muerte natural? Todos sabemos, porque la
ciencia ha atestiguado el hecho, que algunos sapitos han estado encerrados en formaciones rocosas
durante miles de años, en un pequeño agujero que los ha sostenido desde los primeros años del mundo.
¿Puede usted decirme cómo el faquir hindú puede dejarse morir y enterrar, y sellar su tumba plantando
sobre ella maíz, y que el maíz madure y se corte y desgrane y se siembre y madure y se corte otra vez, y
que entonces los hombres vengan y retiren el sello sin romper y que ahí se encuentre el faquir hindú, no
muerto, sino que se levante y camine entre ellos como antes?
Y al llegar aquí lo interrumpí. Me estaba descontrolando; de tal manera estaba amontonando en
mi mente su lista de todas las excentricidades e imposibilidades "posibles" que mi imaginación parecía
haber cogido fuego. Tuve la vaga idea de que me estaba dando alguna clase de lección, como solía
hacerlo hacía algún tiempo en su estudio en Ámsterdam; pero él solía decirme la cosa de manera que yo
pudiera tener el objeto en la mente todo el tiempo. Mas ahora yo estaba sin esta ayuda, y sin embargo lo
quería seguir, por lo que dije:
—Maestro, permítame que sea otra vez su discípulo predilecto. Dígame la tesis, para que yo
pueda aplicar su conocimiento a medida que usted avanza. De momento voy de un punto a otro como un
loco, y no como un cuerdo que sigue una idea. Me siento como un novicio dando traspiés a través de un
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pantano envuelto en la niebla, saltando de un matorral a otro en el esfuerzo ciego de andar sin saber
hacia dónde voy.
—Esa es una buena imagen —me dijo él—. Bien, se lo diré a usted. Mi tesis es esta: yo quiero
que usted crea.
—¿Qué crea qué?
—Que crea en cosas que no pueden ser. Permítame que lo ilustre. Una vez escuché a un
norteamericano que definía la fe de esta manera: "Es esa facultad que nos permite creer en lo que
nosotros sabemos que no es verdad." Por una vez, seguí a ese hombre. Él quiso decir que debemos
tener la mente abierta, y no permitir que un pequeño pedazo de la verdad interrumpa el torrente de la
gran verdad, tal como una piedra puede hacer descarrilar a un tren. Primero obtenemos la pequeña
verdad. ¡Bien! La guardamos y la evaluamos; pero al mismo tiempo no debemos permitir que ella misma
se crea toda la verdad del universo.
—Entonces, usted no quiere que alguna convicción previa moleste la receptividad de mi mente en
relación con algo muy extraño. ¿Interpreto bien su lección?
—¡Ah! Usted todavía es mi alumno favorito. Vale la pena enseñarle. Ahora que está deseoso de
entender, ha dado el primer paso para entender. ¿Piensa usted que esos pequeños agujeros en las
gargantas de los niños fueron hechos por lo mismo que hizo los orificios en la señorita Lucy?
—Así lo supongo.
Se puso en pie y dijo solemnemente:
—Entonces, se equivoca usted. ¡Oh, que así fuera! ¡Pero no lo es! Es mucho peor, mucho, pero
mucho peor.
—En nombre de Dios, profesor van Helsing, ¿qué es lo que usted quiere decir?
Se dejó caer con un gesto de desesperación en una silla, y puso sus codos sobre la mesa
cubriéndose el rostro con las manos al hablar.
—¡Fueron hechos por la señorita Lucy!.
XV.— EL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Por un momento me dominó una fuerte cólera; fue como si en vida hubiese abofeteado a Lucy.
Golpeé fuertemente la mesa y me puse en pie al mismo tiempo que le decía:
—Doctor van Helsing, ¿está usted loco?
Él levantó la cabeza y me miró: la ternura que reflejaba su rostro me calmó de inmediato.
—¡Me gustaría que así fuera! —dijo él—. La locura sería más fácil de soportar comparada con
verdades como esta. ¡Oh, mi amigo!, ¿por qué piensa que yo di un rodeo tan grande? ¿Por qué tomé
tanto tiempo para decirle una cosa tan simple? ¿Es acaso porque lo odio y lo he odiado a usted toda mi
vida? ¿Es porque deseaba causarle daño? ¿Era porque yo quería, ahora, después de tanto tiempo,
vengarme por aquella vez que usted salvó mi vida, y de una muerte terrible? ¡Ah! ¡No!.
—Perdóneme —le dije yo.
Mi maestro continuó:
—Mi amigo, fue porque yo deseaba ser cuidadoso en darle la noticia, porque yo sé que usted
amó a esa niña tan dulce. Pero aun ahora no espero que usted me crea. Es tan difícil aceptar de golpe
cualquier verdad muy abstracta, ya que nosotros podemos dudar que sea posible si siempre hemos
creído en su imposibilidad..., y es todavía más difícil y duro aceptar una verdad concreta tan triste, y de
una persona como la señorita Lucy. Hoy por la noche iré a probarlo. ¿Se atreve a venir conmigo?
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Esto me hizo tambalear. Un hombre no gusta que le prueben tales verdades; Byron decía de los
celos: "Y prueban la verdad pura de lo que más aborrecía."
Él vio mi indecisión, y habló:
—La lógica es simple, aunque esta vez no es lógica de loco, saltando de un montecillo a otro en
un pantano con niebla. Si no es verdad, la prueba será un alivio; en el peor de los casos, no hará ningún
daño. ¡Si es verdad...! ¡Ah!, ahí está la amenaza. Sin embargo, cada amenaza debe ayudar a mi causa,
pues en ella hay necesidad de creer. Venga; le digo lo que me propongo: primero, salimos ahora mismo y
vamos a ver al niño al hospital. El doctor Vincent, del Hospital del Norte, donde el periódico dice que se
encuentra el niño, es un amigo mío, y creo que de usted también, ya que estudió con él en Ámsterdam.
Permitirá que dos científicos vean su caso, si no quiere que lo hagan dos amigos. No le diremos nada,
sino sólo que deseamos aprender. Y entonces...
—¿Y entonces?
Sacó una llave de su bolsillo y la sostuvo ante mí.
—Entonces, pasamos la noche, usted y yo, en el cementerio donde yace Lucy. Esta es la llave
que cierra su tumba. Me la dio el hombre que hizo el féretro, para que se la diera a Arthur.
Mi corazón se encogió cuando sentí que una horrorosa aventura parecía estar ante nosotros. Sin
embargo, no podía hacer nada, así es que hice de tripas corazón y dije que sería mejor darnos prisa, ya
que la tarde estaba pasando...
Encontramos despierto al niño. Había dormido y había comido algo, y en conjunto iba mejorando
notablemente. El doctor Vincent retiró la venda de su garganta y nos mostró los puntos. No había ninguna
duda con su parecido de aquellos que habían estado en la garganta de Lucy. Eran más pequeños, y los
bordes parecían más frescos; eso era todo. Le preguntamos a Vincent a qué los atribuía, y él replicó que
debían ser mordiscos de algún animal; tal vez de una rata; pero se inclinaba a pensar que era uno de uno
de esos murciélagos que eran tan numerosos en las alturas del norte de Londres.
—Entre tantos inofensivos —dijo él—, puede haber alguna especie salvaje del sur de algunos
tipos más malignos. Algún marinero pudo haberlo llevado a su casa, y puede habérsele escapado; o
incluso algún polluelo puede haberse salido de los jardines zoológicos, o alguno de los de ahí puede
haber sido creado por un vampiro. Estas cosas suceden; ¿saben ustedes?, hace sólo diez días se
escapó un lobo, y creo que lo siguieron en esta dirección. Durante una semana después de eso, los niños
no hicieron más que jugar a "Caperucita Roja" en el Brezal y en cada callejuela del lugar hasta que el
espanto de esta "dama fanfarrona" apareció. Desde entonces se han divertido mucho. Hasta este pobre
pequeñuelo, cuando despertó hoy, le preguntó a una de las enfermeras si podía irse. Cuando ella le
preguntó por qué quería irse, él dijo que quería ir a jugar con la "dama fanfarrona"
—Espero —dijo van Helsing— que cuando usted envíe a este niño a casa tomará sus
precauciones para que sus padres mantengan una estricta vigilancia sobre él. Dar libre curso a estas
fantasías es lo más peligroso; y si el niño fuese a permanecer otra noche afuera, probablemente sería
fatal para él. Pero en todo caso supongo que usted no lo dejará salir hasta dentro de algunos días, ¿no
es así?
—Seguramente que no; permanecerá aquí por lo menos una semana; más tiempo si la herida
todavía no le ha sanado.
Nuestra visita al hospital se prolongó más tiempo del que habíamos previsto, y antes de que
saliéramos el sol ya se había ocultado. Cuando van Helsing vio que estaba oscuro, dijo:
—No hay prisa. Es más tarde de lo que yo creía. Venga; busquemos algún lugar donde podamos
comer, y luego continuaremos nuestro camino.
Cenamos en el Castillo de Jack Straw, junto con un pequeño grupo de ciclistas y otros que eran
alegremente ruidosos. Como a las diez de la noche, salimos de la posada.
Ya estaba entonces bien oscuro, y las lámparas desperdigadas hacían la oscuridad aún mayor
una vez que uno salía de su radio individual. El profesor había evidentemente estudiado el camino que
debíamos seguir, pues continuó con toda decisión; en cambio, yo estaba bastante confundido en cuanto
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a la localidad. A medida que avanzamos fuimos encontrando menos gente, hasta que finalmente nos
sorprendimos cuando encontramos incluso a la patrulla de la policía montada haciendo su ronda
suburbana normal. Por último, llegamos a la pared del cementerio, la cual escalamos. Con alguna pero
no mucha dificultad (pues estaba oscuro, y todo el lugar nos parecía extraño) encontramos la cripta de los
Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la rechinante puerta y apartándose cortésmente, pero sin darse
cuenta, me hizo una seña para que pasara adelante. Hubo una deliciosa ironía en este ademán; en la
amabilidad de ceder el paso en una ocasión tan lúgubre. Mi compañero me siguió inmediatamente y cerró
la puerta con cuidado, después de ver que el candado estuviera abierto y no cerrado. En este último caso
hubiésemos estado en un buen lío. Luego, buscó a tientas en su maletín, y sacando una caja de fósforos
y un pedazo de vela, procedió a hacer luz. La tumba, durante el día y cuando estaba adornada con flores
frescas, era ya suficientemente lúgubre; pero ahora, algunos días después, cuando las flores colgaban
marchitas y muertas, con sus pétalos mustios y sus cálices y tallos pardos; cuando la araña y el gusano
habían reanudado su acostumbrado trabajo; cuando la piedra descolorida por el tiempo, el mortero
cubierto de polvo, y el hierro mohoso y húmedo, y los metales empañados, y las sucias filigranas de plata
reflejaban el débil destello de una vela, el efecto era más horripilante y sórdido de lo que puede ser
imaginado.
Irresistiblemente pensé que la vida, la vida animal, no era la única cosa que pasaba y
desaparecía.
Van Helsing comenzó a trabajar sistemáticamente. Sosteniendo su vela de manera que pudiera
leer las inscripciones de los féretros, y sosteniéndola de manera que el esperma de ballena caía en
blancas gotas que se congelaban al tocar el metal, buscó y encontró el sarcófago de Lucy. Otra
búsqueda en su maletín, y sacó un destornillador.
—¿Qué va a hacer? —le pregunté.
—Voy a abrir el féretro. Entonces estará usted convencido.
Sin perder tiempo comenzó a quitar los tornillos y finalmente levantó la tapa, dejando al
descubierto la cubierta de plomo bajo ella. La vista de todo aquello casi fue demasiado para mí. Me
parecía que era tanto insulto para la muerta como si se le hubiesen quitado sus vestidos mientras dormía
estando viva; de hecho le sujeté la mano y traté de detenerlo. Él sólo dijo: "Verá usted", y buscando a
tientas nuevamente en su maletín sacó una pequeña sierra de calados. Atravesando un tornillo a través
del plomo mediante un corto golpe hacia abajo, cosa que me estremeció, hizo un pequeño orificio que,
sin embargo, era suficientemente grande para admitir la entrada de la punta de la sierra. Yo esperé una
corriente de gas del cadáver de una semana. Los médicos, que tenemos que estudiar nuestros peligros,
nos tenemos que acostumbrar a tales cosas, y yo retrocedí hacia la puerta. Pero mi maestro no se detuvo
ni un momento; aserró unos sesenta centímetros a lo largo de uno de los costados del féretro, y luego a
través y luego por el otro lado hacia abajo. Tomando luego el borde de la pestaña suelta, lo dobló hacia
atrás en dirección a los pies del féretro, y sosteniendo la vela en la abertura me indicó que echara una
mirada.
Me acerqué y miré. El féretro estaba vacío.
Ciertamente me causó una gran sorpresa, y me dio una fuerte impresión; pero van Helsing
permaneció inmóvil. Ahora estaba más seguro que antes sobre lo que hacía, y más decidido a proseguir
su tarea.
—¿Está usted ahora satisfecho, amigo John? —me preguntó.
Yo sentí que toda la rebeldía agazapada de mi carácter se despertaba dentro de mí, y le
respondí:
—Estoy satisfecho de que el cuerpo de Lucy no está en el féretro; pero eso sólo prueba una
cosa...
—¿Y qué es lo que prueba, amigo John?.
—Que no está ahí.
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—Eso es buena lógica —dijo él—, hasta cierto punto. Pero, ¿cómo puede usted explicarse que
no esté ahí?
—Tal vez un ladrón de cadáveres —sugerí yo—. Alguno de los empleados del empresario de
pompas fúnebres pudo habérselo robado.
Yo sentí que estaba diciendo tonterías, y sin embargo, aquella fue la única causa real que pude
sugerir. El profesor suspiró.
—¡Ah! Debemos tener más pruebas. Venga conmigo, John.
Cerró otra vez la tapa del féretro, recogió todas sus cosas y las metió en el maletín, apagó la luz y
colocó la vela en el mismo lugar de antes. Abrimos la puerta y salimos. Detrás de nosotros cerró la puerta
y le echó llave. Me entregó la llave, diciendo:
—¿Quiere guardarla usted? Sería mejor que estuviese bien guardada.
Yo reí, con una risa que me veo obligado a decir que no era muy alegre, y le hice señas para que
la guardara él.
—Una llave no es nada —le dije—, puede haber duplicados; y de todas maneras, no es muy
difícil abrir un candado de esa clase.
Mi maestro no dijo nada, sino que guardó la llave en su bolsillo. Luego me dijo que vigilara un
lado del cementerio mientras él vigilaba el otro. Ocupé mi lugar detrás de un árbol de tejo, y vi su oscura
figura moviéndose hasta que las lápidas y los árboles lo ocultaron a mi vista.
Fue una guardia muy solitaria. Al poco rato de estar en mi lugar escuché un reloj distante que
daba las doce, y a su debido tiempo dio la una y las dos. Yo estaba tiritando de frío, muy nervioso, y
enojado con el profesor por llevarme a semejante tarea y conmigo mismo por haber acudido. Estaba
demasiado frío y demasiado adormilado para mantener una aguda observación, pero no estaba lo
suficientemente adormilado como para traicionar la confianza del maestro; en resumen, pasé un largo
rato muy desagradable.
Repentinamente, al darme vuelta, pensé ver una franja blanca moviéndose entre dos oscuros
árboles de tejo, en el extremo más lejano de la tumba al otro lado del cementerio; al mismo tiempo, una
masa oscura se movió del lado del profesor y se apresuró hacia ella. Luego yo también caminé: pero tuve
que dar un rodeo por unas lápidas y unas tumbas cercadas, y tropecé con unas sepulturas. El cielo
estaba nublado, y en algún lugar lejano un gallo tempranero lanzó su canto. Un poco más allí, detrás de
una línea de árboles de enebros, que marcaban el sendero hacia la iglesia, una tenue y blanca figura se
apresuraba en dirección a la tumba. La propia tumba estaba escondida entre los árboles, y no pude ver
donde desapareció la figura. Escuché el crujido de unos pasos sobre las hojas en el mismo lugar donde
había visto anteriormente a la figura blanca, y al llegar allí encontré al profesor sosteniendo en sus brazos
a un niño tierno.
Cuando me vio lo puso ante mí, y me dijo:
—¿Está usted satisfecho ahora?
—No —dije yo en una manera que sentí que era agresiva.
—¿No ve usted al niño?
—Sí; es un niño, pero, ¿quién lo trajo aquí? ¿Está herido?
—Veremos —dijo el profesor, y movidos por el mismo impulso buscamos la salida del
cementerio, llevando con nosotros al niño dormido.
Cuando nos hubimos alejado un pequeño trecho, nos recogimos tras un macizo de árboles,
encendimos un fósforo y miramos la garganta del niño. No tenía ni un arañazo ni cicatriz alguna.
—¿Tenía yo razón? —pregunté triunfalmente.
—Llegamos apenas a tiempo —dijo el profesor, como meditando.
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Ahora teníamos que decidir qué íbamos a hacer con el niño, por lo que consultamos acerca de él.
Si lo llevábamos a una estación de policía tendríamos que dar declaración de nuestro movimiento durante
la noche; por lo menos, tendríamos que declarar de alguna manera como habíamos encontrado al niño.
Así es que finalmente decidimos que lo llevaríamos al Brezal, y que si oíamos acercarse a un policía lo
dejaríamos en un lugar en donde él tuviera que encontrarlo. Luego podríamos irnos a casa lo más pronto
posible, A la orilla del Brezal de Hampstead, oímos los pesados pasos de un policía y dejamos al niño a
la orilla del camino, y luego esperamos y observamos hasta que vimos que él lo había iluminado con su
linterna. Escuchamos sus exclamaciones de asombro y luego nos alejamos en silencio. Por suerte
encontramos un coche cerca de "Los Españoles", y nos fuimos en él a la ciudad.
No puedo dormir, por lo que estoy haciendo estas anotaciones. Pero debo tratar de dormir
siquiera unas horas, ya que van Helsing vendrá por mí al mediodía. Insiste en que lo acompañe en otra
expedición semejante a la de hoy.
27 de septiembre. Dieron las dos de la tarde antes de que encontráramos una oportunidad para
realizar nuestro intento. Un funeral efectuado al mediodía había terminado, y los últimos dolientes
rezagados se alejaban perezosamente en grupos, cuando, mirando cuidadosamente detrás de un macizo
de árboles de aliso, vimos cómo el sepulturero cerraba la verja detrás de él. Sabíamos que estaríamos a
salvo hasta la mañana en caso de que lo deseáramos; pero mi maestro me dijo que no necesitaríamos
más que una hora, a lo sumo. Nuevamente sentí esa horrible sensación de la realidad de las cosas, en la
cual cualquier esfuerzo de la imaginación parece fuera de lugar; y me di cuenta distintamente de las
amenazas de la ley que pendían sobre nosotros debido a nuestro impío trabajo. Además, sentí que todo
era inútil. Delictuoso como fuese el abrir un féretro de plomo, para ver si una mujer muerta cerca de una
semana antes estaba realmente muerta, ahora me parecía la mayor de las locuras abrir otra vez esa
tumba, cuando sabíamos, por haberlo visto con nuestros propios ojos, que el féretro estaba vacío. Me
encogí de hombros, sin embargo, permanecí en silencio, pues van Helsing tenía una manera de seguir su
propio camino, sin importarle quién protestara. Sacó la llave, abrió la cripta y nuevamente me hizo una
cortés seña para que lo precediera. El lugar no estaba tan espantoso como la noche anterior, pero, ¡oh!,
cómo se sentía una indescriptible tristeza cuando le daba la luz del sol. Van Helsing caminó hacia el
féretro de Lucy y yo lo seguí. Se inclinó sobre él y nuevamente torció hacia atrás la pestaña de plomo. Un
escalofrío de sorpresa y espanto me recorrió el cuerpo.
Allí yacía Lucy, aparentemente igual a como la habíamos visto la noche anterior a su entierro.
Estaba, si era posible, más bella y radiante que nunca; no podía creer que estuviera muerta. Sus labios
estaban rojos, más rojos que antes, y sus mejillas resplandecían ligeramente.
—¿Qué clase de superchería es esta? —dije a van Helsing.
—¿Está usted convencido ahora? —dijo el profesor como respuesta, y mientras hablaba alargó
una mano de una manera que me hizo temblar, levantó los labios muertos y mostró los dientes blancos.
Vea —continuó—, están incluso más agudos que antes. Con éste y éste —y tocó uno de los caninos y el
diente debajo de ellos pequeñuelos pueden ser mordidos. ¿Lo cree ahora, amigo John?
Una vez más la hostilidad se despertó en mí. No podía aceptar una idea tan abrumadora como la
que me sugería; así es que, con una intención de discutir de la que yo mismo me avergonzaba en esos
momentos, le dije:
—La pudieron haber colocado aquí anoche.
—Es verdad. Eso es posible. ¿Quién?
—No lo sé. Alguien lo ha hecho.
—Y sin embargo, hace una semana que está muerta. La mayor parte de la gente no tendría ese
aspecto después de tanto tiempo...
Para esto no tenía respuesta y guardé silencio. Van Helsing no pareció notar mi silencio; por lo
menos no mostró ni disgusto ni triunfo. Estaba mirando atentamente el rostro de la muerta; levantó los
párpados, la miró a los ojos y, una vez más, le separó los labios y examinó sus dientes. Luego, se volvió
hacia mí, y me dijo:
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—Aquí hay algo diferente a todo lo conocido; hay alguna vida dual que no es como las comunes.
Fue mordida por el vampiro cuando estaba en un trance, caminando dormida. ¡Oh!, se asombra usted.
No sabe eso, amigo John, pero lo sabrá más tarde; y en trance sería lo mejor para regresar a tomar más
sangre. Ella murió en trance, y también en trance es una "nomuerta". Por eso es distinta a todos los
demás.
Generalmente, cuando los "nomuertos" duermen en casa —y al hablar hizo un amplio ademán
con los brazos para designar lo que para un vampiro era "casa" su rostro muestra lo que son, pero éste
es tan dulce, que cuando ella es "nomuerta" regresa a la nada de los muertos comunes. Vea; no hay
nada aparentemente maligno aquí, y es muy desagradable que yo tenga que matarla mientras duerme.
Esto me heló la sangre, y comencé a darme cuenta de que estaba aceptando las teorías de van
Helsing; pero si ella estaba realmente muerta, ¿qué había de terrorífico en la idea de matarla? Él levantó
su mirada hacia mí, y evidentemente vio el cambio en mi cara, pues dijo casi alegre:
—¡Ah! ¿Cree usted ahora?
Respondí:
—No me presione demasiado. Estoy dispuesto a aceptar. ¿Cómo va a hacer usted este trabajo
macabro?
—Le cortaré la cabeza y llenaré su boca con ajo, y atravesaré su corazón con una estaca.
Me hizo temblar pensar en la mutilación del cuerpo de la mujer que yo había amado. Sin
embargo, el sentimiento no fue tan fuerte como lo hubiera esperado. De hecho, comenzaba a sentir
repulsión ante la presencia de aquel ser, de aquella "nomuerta", como lo había llamado van Helsing, y a
detestarlo. ¿Es posible que el amor sea todo subjetivo, o todo objetivo?
Esperé un tiempo bastante considerable para que van Helsing comenzara, pero él se quedó
quieto, como si estuviese absorto en profundas meditaciones. Finalmente, cerró de un golpe su maletín, y
dijo:
—Lo he estado pensando, y me he decidido por lo que considero lo mejor. Si yo actuara
simplemente siguiendo mi inclinación, haría ahora, en este momento, lo que debe hacerse; pero otras
cosas seguirán, y cosas que son mil veces más difíciles y que todavía no conocemos. Esto es simple.
Ella todavía no ha matado a nadie, aunque eso es cosa de tiempo; y el actuar ahora sería quitar el peligro
de ella para siempre. Pero luego podemos necesitar a Arthur, ¿y cómo le diremos esto? Si usted, que vio
las heridas en la garganta de Lucy, y vio las heridas tan similares en el niño, en el hospital; si usted, que
vio anoche el féretro vacío y lo ha visto hoy lleno, con una mujer que no sólo no ha cambiado sino que se
ha vuelto más rosada y más bella en una semana después de muerta, si usted sabe esto y sabe de la
figura blanca que anoche trajo al niño al cementerio, y sin embargo, no cree a sus propios sentidos,
¿cómo entonces puedo esperar que Arthur, quien desconoce todas estas cosas, crea? Dudó de mí
cuando evité que besara a la moribunda. Yo sé, que él me ha perdonado, pero creyendo que por ideas
equivocadas yo he hecho algo que evitó que él se despidiera como debía; y puede pensar que debido a
otro error esta mujer ha sido enterrada viva; y en la más grande de todas las equivocaciones, que la
hemos matado. Entonces argüirá que nosotros, los equivocados, somos quienes la hemos matado debido
a nuestras ideas; y entonces se quedará muy triste para siempre. Sin embargo, nunca podrá estar seguro
de nada, y eso es lo peor de todo. Y algunas veces pensará que aquella a quien amaba fue enterrada
viva, y eso pintará sus sueños con los horrores que ella debe haber sufrido; y otra vez, pensará que
pueda ser que nosotros tengamos razón, y que después de todo, su amada era una "nomuerta". ¡No! Ya
se lo dije una vez, y desde entonces yo he aprendido mucho. Ahora, desde que sé que todo es verdad,
cien mil veces más sé que debe pasar a través de las aguas amargas para llegar a las dulces. El pobre
muchacho, debe tener una hora que le hará parecer negra la faz del mismo cielo; luego podremos actuar
decisivamente y a fondo, y ponerlo en paz consigo mismo. Me he decidido. Vámonos. Usted regrese a su
casa, por la noche, a su asilo, y vea que todo esté bien. En cuanto a mí, pasaré esta noche aquí en el
cementerio. Mañana por la noche vaya a recogerme al hotel Berkeley a las diez. Avisaré a Arthur para
que venga también, y también a ese fino joven de América que dio su sangre. Más tarde, todas
tendremos mucho que hacer. Yo iré con usted hasta Piccadilly y cenaré ahí, pues debo estar de regreso
aquí antes de la salida del sol.
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Así pues, echamos llave a la tumba y nos fuimos, y escalamos el muro del cementerio, lo cual no
fue una tarea muy difícil, y condujimos de regreso a Piccadilly.
Nota dejada por van Helsing en su abrigo, en el hotel Berkeley, y dirigida a
John Seward, M. D. (sin entregar).
27 de septiembre
"Amigo John:
"Le escribo esto por si algo sucediera. Voy a ir solo a vigilar ese cementerio de la iglesia. Me
agradaría que la muerta viva, o "nomuerta", la señorita Lucy, no saliera esta noche, con el fin de que
mañana a la noche esté más ansiosa. Por consiguiente, debo preparar ciertas cosas que no serán de su
agrado: ajos y un crucifijo, para sellar la entrada de la tumba. No hace mucho tiempo que es muerta viva,
y tendrá cuidado. Además, esas cosas tienen el objeto de impedir que salga, puesto que no pueden
vencerla si desea entrar; porque, en ese caso, el muerto vivo está desesperado y debe encontrar la línea
de menor resistencia, sea cual sea. Permaneceré alerta durante toda la noche, desde la puesta del sol
hasta el amanecer, y si existe algo que pueda observarse, lo haré. No tengo miedo de la señorita Lucy ni
temo por ella; en cuanto a la causa a la que debe el ser muerta viva, tenemos ahora el poder de registrar
su tumba y guarecernos. Es inteligente, como me lo ha dicho el señor Jonathan, y por el modo en que
nos ha engañado durante todo el tiempo que luchó con nosotros por apoderarse de la señorita Lucy. La
mejor prueba de ello es que perdimos. En muchos aspectos, los muertos vivos son fuertes. Tienen la
fuerza de veinte hombres, e incluso la de nosotros cuatro, que le dimos nuestras fuerzas a la señorita
Lucy. Además, puede llamar a su lobo y no sé qué pueda suceder. Por consiguiente, si va allá esta
noche, me encontrará allá; pero no me verá ninguna otra persona, hasta que sea ya demasiado tarde.
Empero, es posible que no le resulte muy atractivo ese lugar. No hay razón por la que debiera
presentarse, ya que su coto de caza contiene piezas más importantes que el cementerio de la iglesia
donde duerme la mujer muerta viva y vigila un anciano.
"Por consiguiente, escribo esto por si acaso... Recoja los papeles que se encuentran junto a esta
nota: los diarios de Harker y todo el resto, léalos, y, después, busque a ese gran muerto vivo, córtele la
cabeza y queme su corazón o atraviéselo con una estaca, para que el mundo pueda estar en paz sin su
presencia.
"Si sucede lo que temo, adiós.
VAN HELSING"
Del diario del doctor Seward
28 de septiembre. Es maravilloso lo que una buena noche de sueño reparador puede hacer por
uno. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las monstruosas ideas de van Helsing, pero, en estos
momentos, veo con claridad que son verdaderos retos al sentido común. No me cabe la menor duda de
que él lo cree todo a pie juntillas. Me pregunto si no habrá perdido el juicio. Con toda seguridad debe
haber alguna explicación lógica de todas esas cosas extrañas y misteriosas. ¿Es posible que el profesor
lo haya hecho todo él mismo? Es tan anormalmente inteligente que, si pierde el juicio, llevaría a cabo
todo lo que se propusiera, con relación a alguna idea fija, de una manera extraordinaria. Me niego a
creerlo, puesto que sería algo tan extraño como lo otro descubrir que van Helsing está loco; pero, de
todos modos, tengo que vigilarlo cuidadosamente. Es posible que así descubra algo relacionado con el
misterio.
29 de septiembre, por la mañana... Anoche, poco antes de las diez, Arthur y Quincey entraron en
la habitación de van Helsing; éste nos dijo todo lo que deseaba que hiciéramos; pero, especialmente, se
dirigió a Arthur, como si todas nuestras voluntades estuvieran concentradas en la suya. Comenzó
diciendo que esperaba que todos nosotros lo acompañáramos.
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—Puesto que es preciso hacer allí algo muy grave, ¿viene usted? ¿Le asombró mi carta?
Las preguntas fueron dirigidas a lord Godalming.
—Sí. Me sentí un poco molesto al principio. Ha habido tantos enredos en torno a mi casa en los
últimos tiempos que no me agradaba la idea de uno más. Asimismo, tenía curiosidad por saber qué
quería usted decir. Quincey y yo discutimos acerca de ello; pero, cuanto más ahondábamos la cuestión
tanto más desconcertados nos sentíamos. En lo que a mí respecta, creo que he perdido por completo la
capacidad de comprender.
—Yo me encuentro en el mismo caso —dijo Quincey Morris, lacónicamente.
—¡Oh! —dijo el profesor—. En ese caso, se encuentran ustedes más cerca del principio que
nuestro amigo John, que tiene que desandar mucho camino para acercarse siquiera al principio.
A todas luces había comprendido que había vuelto a dudar de todo ello, sin que yo pronunciara
una sola palabra. Luego, se volvió hacia los otros dos y les dijo, con mucha gravedad:
—Deseo que me den su autorización para hacer esta noche lo que creo conveniente. Aunque sé
que eso es mucho pedir; y solamente cuando sepan qué me propongo hacer comprenderán su
importancia. Por consiguiente, me veo obligado a pedirles que me prometan el permiso sin saber nada,
para que más tarde, aunque se enfaden conmigo y continúen enojados durante cierto tiempo, una
posibilidad que no he pasado por alto, no puedan culparse ustedes de nada.
—Me parece muy leal su proceder —interrumpió Quincey—. Respondo por el profesor. No tengo
ni la menor idea de cuáles sean sus intenciones; pero les aseguro que es un caballero honrado, y eso
basta para mí.
—Muchas gracias, señor —dijo van Helsing con orgullo—. Me he honrado considerándolo a usted
un amigo de confianza, y su apoyo me es muy grato.
Extendió una mano, que Quincey aceptó.
Entonces, Arthur tomó la palabra:
—Doctor van Helsing, no me agrada "comprar un cerdo en un saco sin verlo antes", como dicen
en Escocia, y si hay algo en lo que mi honor de caballero o mi fe como cristiano puedan verse
comprometidos, no puedo hacer esa promesa. Si puede usted asegurarme que esos altos valores no
están en peligro de violación, le daré mi consentimiento sin vacilar un momento; aunque le aseguro que
no comprendo qué se propone.
—Acepto sus condiciones —dijo van Helsing—, y lo único que le pido es que si considera
necesario condenar alguno de mis actos, reflexione cuidadosamente en ello, para asegurarse de que no
se hayan violado sus principios morales.
—¡De acuerdo! —dijo Arthur—. Me parece muy justo. Y ahora que ya hemos terminado las
negociaciones, ¿puedo preguntar qué tenemos que hacer?
—Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al cementerio de la iglesia de Kingstead.
El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía, con tono que denotaba claramente su
desconcierto:
—¿En donde está enterrada la pobre Lucy?
El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:
—¿Y una vez allí...?
—¡Entraremos en la tumba!
Arthur se puso en pie.
—Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de alguna broma monstruosa? Excúseme,
ya veo que lo dice en serio.
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Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postura rígida y llena de altivez, como alguien
que desea mostrarse digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:
—¿Y una vez en la tumba?
—Abriremos el ataúd.
—¡Eso es demasiado! —exclamó, poniéndose en pie lleno de ira—. Estoy dispuesto a ser
paciente en todo cuanto sea razonable; pero, en este caso..., la profanación de una tumba... de la que...
Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró tristemente.
—Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo mío —dijo—, Dios sabe que lo haría;
pero esta noche nuestros pies hollarán las espinas; o de lo contrario, más tarde y para siempre, ¡los pies
que usted ama hollarán las llamas!
Arthur levantó la vista, con rostro extremadamente pálido y descompuesto, y dijo:
—¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!
—¿No cree usted que será mejor que escuche lo que tengo que decirles? —dijo van Helsing—.
Así sabrá usted por lo menos cuáles son los límites de lo que me propongo. ¿Quieren que prosiga?
—Me parece justo —intervino Morris.
Al cabo de una pausa, van Helsing siguió hablando, haciendo un gran esfuerzo por ser claro:
—La señorita Lucy está muerta; ¿no es así? ¡Sí! Por consiguiente, no es posible hacerle daño;
pero, si no está muerta...
Arthur se puso en pie de un salto.
—¡Santo Dios! —gritó—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha habido algún error? ¿La hemos
enterrado viva?
Gruñó con una cólera tal que ni siquiera la esperanza podía suavizarla.
—No he dicho que estuviera viva, amigo mío; no lo creo. Solamente digo que es posible que sea
una "muerta viva", o "no muerta".
—¡Muerta viva! ¡No muerta! ¿Qué quiere usted decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué?
—Existen misterios que el hombre solamente puede adivinar, y que desentraña en parte con el
paso del tiempo. Créanme: nos encontramos actualmente frente a uno de ellos. Pero no he terminado.
¿Puedo cortarle la cabeza al cadáver de la señorita Lucy?
—¡Por todos los diablos, no! —gritó Arthur, con encendida pasión—. Por nada del mundo
consentiré que se mutile su cadáver. Doctor van Helsing, está usted abusando de mi paciencia. ¿Qué le
he hecho para que desee usted torturarme de este modo? ¿Qué hizo esa pobre y dulce muchacha para
que desee usted causarle una deshonra tan grande en su tumba? ¿Está usted loco para decir algo
semejante, o soy yo el alienado al escucharlo? No se permita siquiera volver a pensar en tal profanación.
No le daré mi consentimiento en absoluto. Tengo el deber de proteger su tumba de ese ultraje. ¡Y les
prometo que voy a hacerlo!
Van Helsing se levantó del asiento en que había permanecido sentado durante todo aquel
tiempo, y dijo, con gravedad y firmeza:
—Lord Godalming, yo también tengo un deber; un deber para con los demás, un deber para con
usted y para con la muerta. ¡Y le prometo que voy a cumplir con él! Lo único que le pido ahora es que me
acompañe, que observe todo atentamente y que escuche; y si cuando le haga la misma petición más
adelante no está usted más ansioso que yo mismo porque se lleve a cabo, entonces... Entonces cumpliré
con mi deber, pase lo que pase. Después, según los deseos de usted, me pondré a su disposición para
rendirle cuentas de mi conducta, cuando y donde usted quiera —la voz del maestro se apagó un poco,
pero continuó, en tono lleno de conmiseración—: Pero le ruego que no siga enfadado conmigo. En el
transcurso de mi vida he tenido que llevar a cabo muchas cosas que me han resultado profundamente
desagradables, y que a veces me han destrozado el corazón; sin embargo, nunca había tenido una tarea,
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tan ingrata entre mis manos. Créame que si llegara un momento en que cambiara usted su opinión sobre
mí, una sola mirada suya borraría toda la tristeza enorme de estos momentos, puesto que voy a hacer
todo lo humanamente posible por evitarle a usted la tristeza y el pesar. Piense solamente, ¿por qué iba a
tomarme tanto trabajo y tantas penas? He venido desde mi país a hacer lo que creo que es justo;
primeramente, para servir a mi amigo John, y, además, para ayudar a una dama que yo también llegué a
amar. Para ella, y siento tener que decirlo, aun cuando lo hago para un propósito constructivo, di lo
mismo que usted: la sangre de mis venas. Se la di, a pesar de que no era como usted, el hombre que
amaba, sino su médico y su amigo. Le consagré mis días y mis noches... antes de su muerte y después
de ella, y si mi muerte puede hacerle algún bien, incluso ahora, cuando es un "muerto vivo", la pondré
gustosamente a su disposición.
Dijo esto con una dignidad muy grave y firme, y Arthur quedó muy impresionado por ello. Tomó la
mano del anciano y dijo, con voz entrecortada:
—¡Oh! Es algo difícil de creer y no lo entiendo. Pero, al menos, debo ir con usted y observar los
acontecimientos.

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