martes, 31 de marzo de 2009

ALEJANDRO DUMAS- EL HOMBRE DE LA MASCARA - PARTE 1

Alejandro Dumas
EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
INDICE
Tres comensales admirados de comer juntos
¡A palacio y a escape!
Un negocio arreglado por M. de D'Artagnan
En donde Porthos se convence sin haber comprendido
La sociedad de Baisemeaux
El preso
La colmena, las abejas y la miel
Otra cena en la Bastilla
El general de la orden
El tentador
Corona y tiara
El castillo de Vaux
El vino de Melún
Néctar y ambrosía
La habitación de Morfeo
Colbert
Celos
Lesa majestad
Una noche en la Bastilla
La sombra de Fouquet
La mañana
El amigo del rey
Cómo se respeta la consigna en la Bastilla
El reconocimiento del rey
El falso rey.
En el que Porthos cree que corre tras un Ducado
El último adiós
Beaufort
Preparativos de marcha
El inventario de M. de Beaufort La fuente de plata
Prisionero y carceleros
Las promesas
Entre mujeres
La cena
Consejos de amigo
Cómo el rey Luis XIV hizo su pequeño papel
El caballo blanco y el caballo negro
En el cual la ardilla cae y la culebra vuela
Belle-Isle-en-Mer
Las explicaciones de Aramis
La despedida de Porthos
El hijo de Biscarrat
La gruta de Locmaria
En la gruta
Un canto de Hornero
La muerte de un titán
El epitafio de Porthos
El rey Luis XIV
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Los amigos de M. Fouquet
El testamento de Porthos
¡Padre, padre!
El Angel de la muerte
El último canto del poema
Epílogo
La muerte de D'Artagnan
TRES COMENSALES ADMIRADOS DE COMER JUNTOS
Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en
cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio
del gobierno.
D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:
––¿Qué veo?
––¿Qué veis, amigo mío? ––preguntó Athos con tranquilidad.
––Mirad allá abajo.
––¿En el patio?
––Sí, pronto.
––Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.
––Apostaría que es él, Athos.
––¿Quién?
––Aramis.
––¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.
––Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.
––¿Qué hace aquí, pues?
––Conoce al gobernador Baisemeaux, ––respondió D'Artagnan con socarronería: ––llegamos a tiempo.
––¿Para qué?
––Para ver.
––Siento de veras este encuentro, ––repuso Athos, ––al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente
de verme, y luego de ser visto.
––Muy bien hablado.
––Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.
––Se me ocurre una idea, Athos, ––repuso el mosquetero; –– hagamos por evitar la contrariedad de Aramis.
––¿De qué manera?
––Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomendaros
que mintáis, pues os sería imposible.
––Entonces?...
––Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.
Athos se sonrió.
Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.
––¿De acuerdo? ––preguntó D'Artagnan en voz queda,
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.
––¿Por qué casualidad?... ––dijo Aramis. ––Eso iba yo a preguntaros,––interrumpió D'Artagnan.
––¿Acaso nos constituimos presos todos? ––exclamó Aramis esforzándose en reírse.
––¡Je! eje! ––exclamó el mosquetero, ––la verdad es que las paredes huelen a prisión, que apesta. Señor
de Baisemeaux, supongo que no habéis olvidado que el otro día me convidasteis a comer.
––¡Yo! ––exclamó el gobernador.
––¡Hombre! no parece sino que os toma de sorpresa. ¿Vos no lo recordáis?
Baisemeaux, miró a Aramis, que a su vez le miró también a él, y acabó por decir con tartamuda lengua:
––Es verdad... me alegro... pero... palabra... que no... ¡Maldita sea mi memoria!
––De eso tengo yo la culpa, ––exclamó D'Artagnan haciendo que se enfadaba.
––¿De qué?
––De acordarme por lo que se ve.
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––No os formalicéis, capitán, ––dijo Baisemeaux abalanzándose al gascón; ––soy el hombre más desmemoriado
del reino. Sacadme de mi palomar, y no soy bueno para nada.
––Bueno, el caso es que ahora lo recordáis, ¿no es eso? ––repuso D'Artagnan con la mayor impasibilidad.
––Sí, lo recuerdo,––respondió Baisemeaux titubeando.
––Fue en palacio donde me contasteis qué sé yo que cuentos de cuentas con los señores Louvieres y
Tremblay.
––Ya, ya. ––Y respecto a las atenciones del señor de Herblay para con vos.
––¡Ah! ––exclamó Aramis mirando de hito en hito al gobernador, ––¿y vos decís que no tenéis memoria,
señor Baisemeaux?
––Sí, esto es, tenéis razón, ––dijo el gobernador interrumpiendo a D'Artagnan, ––os pido mil perdones.
Pero tened por entendido señor de D'Artagnan que, convidado o no, ahora y mañana, y siempre, sois el amo
de mi casa, como también lo son el señor de Herblay y el caballero que os acompaña.
––Esto ya lo daba yo por sobreentendido, ––repuso D'Artagnan; ––y como esta tarde nada tengo que
hacer en palacio, venía para catar vuestra comida, cuando por el camino me he encontrado con el señor
conde.
Athos asintió con la cabeza.
––Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha entregado una orden que exige pronta ejecución;
y como nos encontrábamos aquí cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero,
de quien me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que...
Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es verdad?
––El mismo.
––Bien llegado sea el señor conde, ––dijo Baisemeaux.
––Se queda a comer con vosotros, ––prosiguió D'Artagnan, –– mientras yo, voy adonde me llama el servicio.
Y suspirando como Porthos pudiera haberlo hecho, añadió: ––¡Oh vosotros, felices mortales!
––¡Qué! ¿os vais? ––dijeron Aramis y Baisemeaux a una e impulsados por la alegría que les proporcionaba
aquella sorpresa, y que no fue echada en saco roto por el gascón.
––En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.
––¡Cómo! ––exclamó el gobernador, ¿os perdemos?
––Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los postres.
––Os aguardaremos, ––dijo Baisemeaux.
––Me disgustaríais.
––¿Volveréis? ––preguntó Athos con acento de duda.
––Sí, ––respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la mano a su amigo. Y en voz baja, añadió:
––Aguardadme, poned buena cara, y sobre todo no habléis más que de cosas triviales.
Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis, decidido a sonsacar a Athos, le colmó de
halagos, pero Athos poseía en grado eminentísimo todas las virtudes. De exigirlo la necesidad, hubiera sido
el primer orador del mundo, pero también habría muerto sin articular una sílaba, de requerirlo las circunstancias.
Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.
Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo comió sopa y una
porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter
y de proyectos.
Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en casa de Baisemeaux,
cuando D'Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.
Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como
en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró
en su corazón, y se preguntó a su vez por qué D'Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de
la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.
Pero sigamos a D'Artagnan que, al subirse otra vez en su carroza, gritó al oído del cochero:
––¡A PALACIO Y A ESCAPE!
Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla
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Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére: pero por mucha que fuese su elocuencia, no
pudo persuadir a Luisa de que el rey tuviese un protector tan poderoso como eso, y de que no necesitaba de
persona alguna en el mundo cuando tenía de su parte al soberano.
En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba descubierto el famoso secreto, cuando Luisa,
deshecha en llanto, empezó a lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha
gracia al rey si hubiese podido presenciar la escena.
Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su pelos y señales.
––Pero bien––repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado, ––¿qué ha resuelto Luisa? ¿La veré a
lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será menester que yo vaya a su cuarto?
––Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis dar los primeros pasos, mas también recorrer
todo el camino.
––¡Nada para mí! ¡Ah! ¡muy hondas raíces tiene echadas en su corazón ese Bragelonne! ––dijo el soberano.
––No puede ser eso que decís, Sire, porque ––Sí, Sire, pero...
––¿Qué? ––interrumpió con impaciencia el monarca.
––Pero advirtiéndome que, de no hacerlo yo, lo arrestaría vuestro capitán de guardias.
––¿No os dejaba en buen lugar desde el instante en que no os obligaba?
––Sí a mí, Sire, pero no a mi amigo.
––¿Por qué no?
––Es más claro que la luz, porque fuese arrestado por mí o por el capitán de guardias, para mi amigo el
resultado era el mismo.
––¿Y esa es vuestra devoción, señor de D'Artagnan? ¿una devoción que razona y escoge? Vos no sois
soldado. ––Espero que Vuestra Majestad me diga qué, soy.
––¡Un frondista!
––En tal caso desde que se acabó la Fronda, Sire...
––¡Ah! Si lo que decís es cierto...
––Siempre es cierto lo que digo. Sire.
––¿A qué habéis venido? Vamos a ver.
––A deciros que el señor conde de La Fere está en la Bastilla.
––No por vuestro gusto, a fe mía.
––Es verdad, Sire: pero está allí, y pues allí está, importa que Vuestra Majestad lo sepa.
––¡Señor de D'Artagnan ¡estáis provocando a vuestro rey!
––Sire...
––¡Señor de D'Artagnan! ¡estáis abusando de mi paciencia!
––Al contrario, Sire.
––¡Cómo! ¿al contrario decís?
––Sí, Sire: porque he venido para hacer que también me arresten a mí.
––¡Para que os arresten a vos!
––Está claro. Mi amigo va a aburrirse en la Bastilla; por lo tanto, suplico a Vuestra Majestad me dé licencia
para ir a hacerle compañía. Basta que Vuestra Majestad pronuncie una palabra para que yo me arreste
a mí mismo; yo os respondo de que para eso no tendré necesidad del capitán de guardias. El rey se abalanzó
a su bufete y tomó la pluma para dar la orden de aprisionar a D'Artagnan,
––¡No olvidéis que es para toda la vida! ––exclamó el rey con acento de amenaza.
––Ya lo supongo ––repuso el mosquetero; ––porque una vez hayáis cometido ese abuso, nunca jamás os
atreveréis a mirarme cara a cara,
––¡Marchaos! ––gritó el monarca, arrojando con violencia la pluma.
––No, si os place, Sire.
––¡Cómo que no!
––He venido para hablar persuasivamente con el rey, y es triste que el rey se haya dejado llevar de la cólera;
pero no por eso dejaré de decir a Vuestra Majestad lo que tengo que decirle.
––¡Vuestra dimisión! ¡vuestra dimisión! ––gritó el soberano.
––Sire ––replicó D'Artagnan, ––ya sabéis que no estoy apegado a mi empleo; en Blois os ofrecí mi dimisión
01 día en que negasteis al rey Carlos el millón que le regaló mi amigo el conde La Fere. '––Pues venga
inmediatamente.
––No Sire, porque no es mi dimisión lo que ahora estamos ventilando. ¿No ha tomado Vuestra Majestad
la pluma para enviarme a la Bastilla? ¿Por qué, pues, muda de consejo Vuestra Majestad?
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––¡D'Artagnan! ¡gascón testarudo! ¿quién es el rey aquí? ¿vos o yo?
––Vos, Sire, por desgracia.
––¡Por desgracia!
––Sí, Sire, porque de ser yo el rey...
––Aplaudiríais la rebelión del señor de D'Artagnan, ¿no es así?
––¡No había de aplaudirla!
––¿De veras? ––dijo Luis XIV encogiendo los hombros.
––Y ––continuó D'Artagnan, ––diría a mi capitán de mosqueteros, mirándole con ojos humanos y no con
esas ascuas: “Señor de D'Artagnan, he olvidado que soy el rey: he bajado de mi trono para ultrajar a un
caballero”.
––¿Y vos estimáis que es excusar a vuestro amigo el sobrepujarlo en insolencia? ––prorrumpió Luis.
––¡Ah! Sire ––dijo D'Artagnan, ––yo no me quedaré en los términos que él, y vuestra será la culpa. Yo
voy a deciros lo que él, el hombre delicado por excelencia, no os ha dicho; yo os diré: Sire, habéis sacrificado
a su hijo, y él defendía a su hijo; lo habéis sacrificado a él, siendo así que os hablaba en nombre de la
religión y la virtud, y lo habéis apartado, aprisionado. Yo seré más inflexible que él, Sire, y os diré: Sire,
elegid. ¿Queréis amigos o lacayos? ¿soldados o danzantes de reverencias? ¿grandes hombres o muñecos?
¿queréis que os sirvan o que ante vos se dobleguen? ¿que os amen o que os teman? Si preferís la bajeza, la
intriga, la cobardía, decidlo, Sire; nosotros, los únicos restos, qué digo, los únicos modelos de la valentía
pasada, nos retiraremos, después de haber servido y quizá sobrepujado en valor y mérito a hombres ya resplandecientes
en el cielo de la posteridad. Elegid, Sire, y pronto. Los contados grandes señores que os quedan,
guardadlos bajo llave; nunca os faltarán cortesanos. Apresuraos, Sire, y enviadme a la Bastilla con mi
amigo; porque si no habéis escuchado al conde de La Fere, es decir la voz más suave y más noble del
honor, ni escucháis a D'Artagnan, esto es, la voz más franca y ruda de la sinceridad, sois un mal rey, y mañana
seréis un rey irresoluto; y a los reyes malos se les aborrece, y a los reyes irresolutos se les echa. He ahí
lo que tenía que deciros, Sire: muy mal habéis hecho al llevarme hasta ese extremo. Luis XIV se dejó caer
frío y pálido en su sillón; era evidente que un rayo que le hubiese caído a los dos no le habría causado más
profundo asombro: no parecía sino que iba a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamó
D'Artagnan, le entró en el corazón cual la hoja de un puñal.
D'Artagnan había dicho cuanto tenía que decir, y haciéndose cargo de la cólera del rey, desenvainó lentamente,
se acercó con el mayor respeto a Luis XIV, y dejó sobre el bufete su espada, que casi al mismo
instante rodó por el suelo impelida por un ademán de furia del rey, hasta los pies de D'Artagnan.
Por mucho que fuese el dominio que sobre él tenía, el mosquetero palideció a su vez, y temblando de indignación,
exclamó: ––Un rey puede retirar su favor a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero
aunque fuese cien veces rey, no tiene derecho a insultarlo deshonrando su espada. Sire, nunca en Francia ha
habido rey alguno que haya repelido con desprecio la espada de un hombre como yo. Está espada mancillada
ya no tiene otra vaina que mi corazón o el vuestro, y dad gracias a Dios y a mi paciencia de que escoja el
mío. Y abalanzándose a su espada, añadió: Sire, caiga mi sangre sobre vuestra cabeza.
Y apoyando en el suelo la empuñadura de su espada, D'Artagnan se precipitó con rapidez sobre la punta,
dirigida contra su pecho. El rey hizo un movimiento todavía más veloz que el de D'Artagnan, rodeó el cuello
de éste con el brazo derecho, y tomando con la mano izquierda la espada por la mitad de la hoja, la envainó
silenciosamente, sin que el mosquetero, envarado, pálido y todavía tembloroso, le ayudase para nada.
Entonces, Luis XIV, enternecido, se sentó de nuevo en el bufete, tomó la pluma, trazó algunas líneas,
echó su firma al pie de ellas, y tendió la mano al capitán.
––¿Qué es ese papel, Sire? ––preguntó el mosquetero.
––La orden al señor de D'Artagnan de que inmediatamente ponga en libertad al señor conde de La Fere.
D'Artagnan asió la mano del rey y se la besó; luego dobló la orden, la metió en su pechera y salió, sin que
él ni su majestad hubiesen articulado palabra.
––¡Oh corazón humano! ¡norte de los reyes! ––murmuró Luis cuando estuvo solo. ––¿Cuándo leeré en
tus senos como en un libro abierto? No, yo no soy un rey malo ni irresoluto, pero todavía soy un niño.
UN NEGOCIO ARREGLADO POR M. DE D'ARTAGNAN
D'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su palabra.
Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el pensamiento del
otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y de la próxima
fiesta que Fouquet debía dar en Vaux.
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D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la suya con el rey.
Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al capitán de los
mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador, el codearse con el rey implicaba
un derecho a todas sus atenciones.
Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de ella. Solamente a Athos
le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hombre
impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente
convencido de estar en lo firme, se levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como
para recordarle que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.
D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux, al presenciar
aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.
Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura: ––La verdad es, amigos
míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos, señor de Baisemeaux, con uno de
vuestros presos.
Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio que de su fortaleza,
de su Bastilla, tenía el buen sujeto.
––¡Ah! mi querido Athos ––repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias, ––casi me
he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére, ¿no es verdad? Y vos, como gran
señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuántas
son cinco.
––Adivinado, amigo mío.
––De manera ––dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan familiarmente con
un hombre que había perdido el favor de Su Majestad; ––de manera que, señor conde...
––De manera, mi querido señor gobernador ––repuso Athos, ––que el señor de D'Artagnan va a entregaros
ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de prisión.
Baisemeaux tendió la mano con agilidad.
En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó uno al gobernador. Este lo desdobló y lo
leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a Athos e interrumpiéndose a cada punto.
––“Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla.” Muy bien... “En mi fortaleza, de la
Bastilla... al señor conde de La Fer”. ¡Ah! caballero, ¡qué dolorosa honra para mí el teneros bajo mi guardia!
––No podíais hallar un preso más paciente ––contestó Athos con voz suave y tranquila.
––Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí ––exclamó D'Artagnan exhibiendo el segundo auto, ––
porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner inmediatamente en libertad al
conde.
––¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan ––dijo Aramis estrechando de un modo significativo la mano del
mosquetero y la de Athos.
––¡Cómo! ––exclamó con admiración éste último, ––¿el rey me da la libertad?
––Leed, mi querido amigo ––dijo D'Artagnan.
––Es verdad ––repuso el conde después de haber leído el documento.
––¿Os duele? ––preguntó el gascón.
––No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno puede desear a los reyes, es que
cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.
––¿Yo? ––dijo el mosquetero riéndose, ––ni por asomo. El hace cuanto quiero.
Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no miró más que al hombre, y se quedó
pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo que se le antojaba.
––¿Destierra a Athos Su Majestad? ––preguntó Aramis.
––No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra ––repuso D'Artagnan; ––pero tengo para mí que
lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las gracias a Su Majestad...
––No ––respondió Athos.
––Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde ––continuó D'Artagnan, ––es retirarse a
su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís una residencia a otra me comprometo
a dejar cumplidos vuestros deseos.
––No, gracias ––contestó Athos; ––lo más agradable para mí es tomar a mi soledad a la sombra de los
árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de los males del alma, la naturaleza es el remedio
soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? ––añadió Athos volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.
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––Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero ––añadió el gobernador volviendo y revolviendo los
dos papeles; ––a no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga otro auto.
––No, mi buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero, ––hay que atenernos al segundo y no pasar por ahí.
––¡Ah! señor conde ––dijo el gobernador dirigiéndose a Athos, ––no sabéis lo que––perdéis. Os hubiera
puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta, como los príncipes, y habríais cenado
todas las noches como habéis cenado ahora.
––Dejad que prefiera mi medianía, caballero ––replicó Athos. Y volviéndose hacia D'Artagnan, dijo: ––
Vámonos, amigo mío,.
––Vámonos ––repuso D'Artagnan.
––¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero de viaje, amigo mío? ––preguntó Athos al mosquetero.
––Tan sólo hasta la puerta ––respondió el gascón; ––después de lo cual os diré lo que he dicho al rey, esto
es, que estoy de servicio.
Y vos, mi querido Aramis ––preguntó al conde sonriéndose, ––me acompañáis? La Fere está en el camino
de Vannes.
––No, amigo mío ––respondió el prelado; ––esta noche tengo una cita en París, y no puedo alejarme sin
que se resientan graves intereses.
––Entonces, ––dijo Athos, ––dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux, gracias por vuestra
buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come en la Bastilla me habéis dado.
Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le desearon el más feliz viaje, y salió con
D'Artagnan.
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Mientras en la Bastilla tenía su desenl
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que en número de tres o cuatro embestían contra un ejército
o atacaban una fortaleza?
––Acabáis de inspirarme una idea, señor de Vallón ––dijo el vizconde, ––es necesario de toda necesidad
que veamos al señor de D'Artagnan.
––Sin duda.
––Debe de haber conducido ya a mi padre a la Bastilla y, por consiguiente, estar de regreso en su casa.
––Primeramente informémonos en la Bastilla ––dijo Grimaud, que hablaba poco, pero bien.
Los tres llegaron ante la fortaleza a tiempo que Grimaud pudo divisar cómo doblaba la gran puerta del
puente levadizo la carroza que conducía a D'Artagnan de regreso de palacio.
En vano Raúl espoleó su cabalgadura para alcanzar la carroza y ver quién iba dentro. Aquella ya se había
detenido allende la puerta grande, que volvió a cerrarse, mientras un guardia francés de centinela daba con
el mosquete en el hocico del caballo del vizconde, el cual volvió grupas, satisfecho de saber a qué atenerse
respecto de la presencia de aquella carroza que encerrara a su padre.
Ya lo hemos atrapado ––dijo Grimaud.
––Como estamos seguros de que va a salir, aguardemos, ¿no es verdad, señor de Vallón? ––dijo Bragelonne.
––A no ser también que D'Artagnan esté preso ––replicó Porthos; ––en cuyo caso todo está perdido.
Raúl, que conoció que todo era admisible, nada respondió a las palabras de Porthos; lo único que hizo fue
encargar a Grimaud que, para no dar sospechas condujese los caballos a la callejuela de Juan Beausire,
mientras él con su penetrante mirada atisbaba la salida de D'Artagnan o de la Carroza.
Fue lo mejor, pues apenas transcurridos veinte minutos, volvieron a abrir la puerta y apareció de nuevo la
carroza. ¿Quiénes iban en ella? Raúl no pudo verlo por habérselo privadd un deslumbramiento, pero Grimaud
afirmó haber visto a dos personas, una de las cuales era su amo.
Porthos miró a Bragelonne y al lacayo para adivinar qué pensaban.
––Es cierto ––dijo Grimaud, ––que si el señor conde está en la carroza, es porque lo han puesto en libertad,
o lo trasladan a otra prisión.
––El camino que emprenden nos lo dirá––repuso Porthos.
––Si lo han puesto en libertad ––continuó Grimaud, ––lo conducirán a su casa.
––Es verdad ––dijo el gigante.
––Pues la carroza no toma tal dirección ––exclamó el vizconde. En efecto, los caballos acababan de internarse
en el arrabal de San Antonio.
––Corramos ––dijo Porthos ––ataquemos la carroza una vez en la carretera, y digamos a Athos que se
ponga a salvo.
––A eso llaman rebelión, ––murmuró el vizconde.
Porthos lanzó a su joven amigo una segunda mirada digna hermana de la primera, a la cual respondió el
vizconde arreando a su cabalgadura.
Poco después los jinetes dieron alcance a la carroza. D'Artagnan, que siempre tenía despiertos los sentidos,
oyó el trote de los corceles en el momento en que Raúl decía a Porthos que se adelantasen a la carroza
para ver quién era la persona a la cual acompañaba D'Artagnan.
Porthos obedeció, pero como las cortinillas estaban corridas, nada pudo ver.
La rabia y la impaciencia dominaban a Bragelonne, que al notar el misterio de que se rodeaban los compañeros
de Athos, resolvió atropellar por todo.
D'Artagnan por su parte, conoció a Porthos y a Raúl, y comunicó a Athos el resultado de su observación.
Athos y D'Artagnan se proponían ver si Raúl y Porthos llevarían las cosas al último extremo.
Y así fue. Bragelonne empuñó una pistola, se abalanzó al primer caballo de la carroza, e intimó al cochero
que parase, Porthos dio un golpe y lo quitó de su sitio, y Grimaud se asió a la portezuela.
––¡Señor conde! ¡señor conde! ––exclamó Bragelonne abriendo los brazos.
––¿Sois vos, Raúl? ––dijo Athos ebrio de alegría.
––¡No está mal! ––repuso D'Artagnan echándose a reír.
Y los dos abrazaron a Porthos y a Bragelonne, que se habían apoderado de ellos.
––¡Mi buen Porthos! ¡mi excelente amigo! ––exclamó el conde de La Fere; ––¡siempre el mismo!
––Todavía tiene veinte años ––dijo D'Artagnan. ––¡Bravo, Porthos!
––¡Diantre! ––repuso el barón un tanto cortado, ––hemos creído que os habían preso.
––Ya lo veis ––replicó Athos, ––todo se reducía a un paseo en la carroza del señor de D'Artagnan.
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––Os seguimos desde la Bastilla ––replicó el vizconde con voz de duda y de reconvención.
––Adonde hemos ido a cenar con el buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero.
––Allí hemos visto a Aramis.
––¿En la Bastilla?
––Ha cenado con nosotros.
––¡Ah! ––exclamó Porthos respirando.
––Y nos ha dado mil curiosos recuerdos para vos.
––Gracias.
––¿Adónde va el señor conde? ––preguntó Grimaud, as quien su amo recompensara ya con una sonrisa.
––A Blois, a mi casa.
––¿Así en derechura?
––Desde luego.
––¿Sin equipaje?
––Ya se habría encargado Raúl de enviármelo o llevármelo al volver a mi casa, si es que a ella vuelve.
––Si ya no lo detiene en París asunto alguno, hará bien en acompañarnos, Athos ––dijo D'Artagnan
acompañando sus palabras de una mirada firme y cortante como una cuchilla y dolorosa como ella, pues
volvió a abrir las heridas del desventurado joven.
––Nada me detiene en París––repuso Bragelonne.
––Pues partamos ––exclamó Athos inmediatamente.
––¿Y el señor de D'Artagnan?
––Sólo acompañaba a Athos hasta aquí; me vuelvo a París con Porthos.
––Corriente ––dijo éste.
Acercaos, hijo mío ––añadió el conde ciñendo suavementay con su brazo el cuello de Raúl para atraerlo a
la carroza, y dándole un nuevo beso. Y volviéndose hacia Grimaud, prosiguió ––Oye, te vuelves a París con
tu caballo y el del señor de Vallón; Raúl y yo subimos a caballo aquí, y dejamos la carroza a esos dos caballeros
para que tornen a la ciudad. Una vez en mi casa, reúne mis ropas y mis cartas, y envíamelas a Blois.
––Señor conde ––dijo Raúl, que ardía en deseos de hacer hablar a su padre, ––ved que si volvéis a París
no hallaréis en vuestra casa ropa blanca ni cuanto es necesario, y eso os será por demás incómodo.
––Creo que tardaré mucho tiempo en volver, Raúl. Nuestra última estancia en París no me alienta a volver.
Raúl bajó la cabeza y no habló más.
Athos se bajó de la carroza y montó el caballo de Porthos.
Después de mil abrazos y apretones de manos, y de reiteradas protestas de amistad imperecedera, y de
haber Porthos prometido pasar un mes en casa de Athos tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones, y
Atagnan ofrecido aprovechar su primera licencia, este último abrazó a Raúl por la postrera vez, y le dijo:
––Hijo mío, te escribiré.
¡Qué no significaban estas palabras de D'Artagnan, que nunca escribía! A ellas, el vizconde se sintió enternecido,
y, no pudiendo refrenar las lágrimas, se soltó de las manos del mosquetero y partió.
D'Artagnan, subió a su carroza, en la cual ya se había instalado Porthos.
––¡Qué día, mi buen amigo! ––exclamó el gascón.
––Ya podéis decirlo ––replicó Porthos.
––Debéis estar quebrantado.
––No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana en buenas disposición.
––¿Para qué?
––Para dar fin a lo que he empezado.
––Me dais calambres, amigo mío. ¿Qué diablos habéis empezado que no esté concluido?
––¡Hombre! como Rául no se ha batido, fuerza es que yo me bata.
––¿Con quién? ¿con el rey?
––¡Como con el rey! ––exclamó Porthos, en el colmo de la estupefacción.
––Con el rey he dicho.
––¡Ca, hombre! con quien voy a batirme yo es con Saint-Aignán, lo hacéis contra el rey.
––¿Estáis seguro de lo que afirmáis? ––repuso Porthos abriendo desmesuradamente los ojos.
––¡No he de estarlo!
––¿Pues cómo se arregla eso?
––Ante todo veamos de cenar bien, y os îío que la mesa del capitán de mosqueteros es agradable. A ella
veréis sentado al gentil Saint-Aignán, y beberéis a su salud.
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––¿Yo? ––exclamó con horror el coloso.
––¡Cómo! ¿os negáis a beber a la salud del rey?
––Pero ¿quién diablos os habla del rey? Os hablo de SaintAignán.
––Es lo mismo ––replicó D'Artagnan.
––Así es distinto ––repuso Porthos vencido.
––Me habéis comprendido, ¿no es verdad?
––No ––respondió Porthos, ––pero lo mismo da.
––Decís bien, lo mismo da ––dijo D'Artagnan: ––vámonos a cenar.
LA SOCIEDAD DE BAISEMEAUX
No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la Bastilla, dejaron en ella y a
solas a Aramis y a Baisemeaux.
Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era excelente, era capaz de hacer hablar
a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía como a sí mismo al gobernador, y contaba
hacerle hablar por el sistema que este último tenía por eficaz.
Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba únicamente de la singular prisión
de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.
Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había dicho aun a Baisemeaux por
qué estaba allí.
Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:
––Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la Bastilla más distracciones que aquellas a que
he asistido las dos o tres veces que os he visitado?
El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.
––¿Distracciones? ––dijo Baisemeaux. ––Continuamente las tengo, monseñor.
––¿Qué clase de distracciones son esas?
––De toda especie.
––¿Visitas?
––No, monseñor; las visitas no son comunes en la Bastilla.
––¡Ah! ¿son raras las visitas?
––Rarísimas.
––¿Aun de parte de vuestra sociedad?
––¿A qué llamáis vos mi sociedad? ¿a mis presos?
––No, entiendo por vuestra sociedad la de que vos formáis parte.
––En la actualidad es muy reducida para mí ––contestó el gobernador después de haber mirado fijamente
a Aramis, y como si no hubiera sido imposible lo que por un instante había supuesto. ––Si queréis que os
hable con franqueza, señor de Herblay, por lo común, la estancia en la Bastilla es triste y fastidiosa para los
hombres de mundo. En cuanto a las damas, apenas vienen, y aun con terror no logro calmar. ¿Y como no
temblarían de los pies a la cabeza al ver esas tristes torres, y al pensar que están habitadas por desventurados
presos que...?
Y a Baisemeaux se le iba trabando la lengua, y calló.
––No me comprendéis, mi buen amigo –– repuso el prelado.
––No me refiero a la sociedad en general, sino a la sociedad a que estáis afiliado.
––¿Afiliado? ––dijo el gobernador, a quien por poco se le cae el vaso de moscatel que iba a llevarse a los
labios.
––Sí ––replicó Aramis con la mayor impasibilidad. ––¿No sois individuo de una sociedad secreta?
––¿Secreta?
––O misteriosa.
––¡Oh! ¡señor de Herblay!...
––No lo neguéis...
––Podéis creer...
––Creo lo que sé.
––Os lo juro...
––Como yo afirmo y vos negáis ––repuso Aramis, ––uno de los dos está en lo cierto. Pronto averiguaremos
quién tiene razón.
––Vamos a ver.
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––Bebeos vuestro vaso de moscatel. Pero ¡qué cara ponéis! ––No, monseñor.
––Pues bebed.
Baisemeaux bebió, pero atragantándose.
––Pues bien ––repuso Aramis, ––si no formáis parte de una sociedad secreta, o misteriosa, como querais
llamarla, no comprenderéis palabra de cuanto voy a deciros.
––Tenedlo por seguro.
––Muy bien.
––Y si no, probadlo.
––A eso voy. Si, al contrario, pertenecéis a la sociedad a que quiero referirme, vais a responderme inmediatamente
sí o no.
––Preguntad ––repuso Baisemeaux temblando.
––Porque, ––prosiguió con la misma impasibilidad Aramis, ––es evidente que uno no puede formar parte
de una sociedad ni gozar de las ventajas que la sociedad ofrece a los afiliados, sin que estos estén individualmente
sujetos a algunas pequeñas servidumbres.
––En efecto ––tartamudeó Baisemeaux, ––eso se concebiría, si...
––Pues bien, en la sociedad de que os he hablado, y de la cual, por lo que se ve no formáis parte, existe...
––Sin embargo ––repuso el gobernador, ––yo no quiero decir en absoluto...
––Existe un compromiso contraído por todos los gobernadores y capitanes de fortaleza afiliados a la orden.
Baisemeaux palideció.
––El compromiso ––continúo Aramis con voz firme, ––helo aquí.
––Veamos...
Aramis dijo, o más bien recitó el párrafo siguiente, con la misma voz que si hubiese leído un libro:
“Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionando capitán o gobernador de
fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado a la orden”.
Daba lástima ver a Baisemeaux; de tal suerte temblaba y tal era su palidez.
––¿No es ese el texto del compromiso? ––prosiguió tranquilamente Herblay.
––Monseñor...
––Parece que empieza a aclararse vuestra mente.
––Monseñor ––dijo Baisemeaux, ––no os burléis de la pobreza de mi inteligencia; yo ya sé que en lucha
con la vuestra, la mía nada vale si os proponéis arrancarme los secretos de mi administración.
––Desengañaos, señor de Baisemeaux; no tiro a los secretos de vuestra administración, sino a los de
vuestra conciencia.
––Concedo que sean de mi conciencia, señor de Herblay; pero tened en cuenta mi situación.
––No es común si estáis afiliado a esa sociedad ––prosiguió el inflexible Herblay; ––pero si estáis libre
de todo compromiso, si no tenéis que responder más que al rey, no puede ser más natural.
––Pues bien, señor de Herblay, no obedezco más que al rey, porque ¿a quién sino al rey debe obedecer
un caballero francés?
––Grato, muy grato es para un prelado de Francia ––repuso Aramis con voz suavísima, ––oír expresarse
con tanta lealtad a un hombre de vuestro valer.
––¿Habéis dudado de mí, monseñor?
––¿Yo? No.
––¿Luego no dudáis?
––¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva fielmente a los señores que se ha dado voluntariamente
a sí mismo?
––¡Los señores! ––exclamó Baisemeaux.
––Los señores he dicho.
––¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de Herblay?
––Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil la situación, lo concibo; pero no soy yo la causa
del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.
––Realmente no sois vos el causante ––repuso el gobernador en el colmo de la turbación. ––Pero ¿qué
hacéis? ¿Os marcháis?
––Sí.
––¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!
––No por mi fe.
––Pues quedaos.
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––No puedo.
––¿Por qué?
––Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.
––¿Tan tarde?
––Tan tarde.
––Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: “Cuando lo reclamen las circunstancias y a
petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado
la orden. He venido, me he explicado, no me habéis comprendido, y me vuelvo para decir a los que
me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.
––¡Cómo! ¿vos sois...? ––exclamó Baisemeaux mirando a Aramis casi con espanto.
––El confesor afiliado a la orden ––respondió Aramis sin modificar la voz.
Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron en el infeliz gobernador
el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.
––¡El confesor! ––murmuró Baisemeaux; ––¿vos el confesor de la orden, monseñor?
––Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar los dos.
––Monseñor...
––¡Ah!
––Ni que me niegue a obedecer.
––Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.
––No, monseñor; he querido cerciorarme...
––¿De qué? ––dijo Aramis con ademán de soberano desdén.
––De nada, monseñor; de nada ––dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose ante el prelado. ––En
todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores, pero...
––Muy bien; prefiero veros así ––repuso Herblay sentándose otra vez y tendiendo su vaso al gobernador,
que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano. ––Habéis dicho “pero”, ––dijo Aramis.
––Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar...
––¿Por ventura no dice el Evangelio: “Velad, porque sólo Dios sabe el momento”?
¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: “Velad, porque lo que yo quiero, vosotros debéis siempre
quererlo”? ¿A título de qué, pues, no esperabais la venida del confesor?
––Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté enfermo.
––¿Qué sabéis vos? ––replicó Herblay encogiendo los hombros.
––Me parece...
––Señor de Baisemeaux ––repuso Aramis arrellanándose en su sillón, ––he ahí vuestro criado que desea
deciros algo.
En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado de Baisemeaux.
––¿Qué hay? ––preguntó con viveza el gobernador.
––Señor de Baisemeaux ––respondió el criado, ––os traigo el boletín del médico de la casa.
––Haced que entre el mensajero ––dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos y serenos ojos.
El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.
––¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! ––exclamó con sorpresa el gobernador después de
haber leído el boletín y levantado la cabeza.
––¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable? ––repuso Aramis con indolencia
y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador la mirada.
––Si mal no recuerdo ––dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de haber despedido con ademán
al criado; ––si mal no recuerdo, el párrafo dice: “A petición del preso”.
––Esto es ––respondió Aramis; pero ved qué quieren de vos. En efecto, en aquel instante un sargento
asomó la cabeza por la puerta medio entornada.
––¿Qué más hay? ––exclamó el gobernador. ––No me dejarán diez minutos en paz?
––Señor gobernador ––dijo el sargento, ––el enfermo de la segunda Bertaudiere ha encargado a su llavero
que os pida un confesor.
En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.
Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.
––¿Qué respondo? ––prosiguió Baiseméaux.
––Lo que os guste ––dijo Aramis. ––Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?
––Decid al preso que se proveerá ––exclamó el gobernador volviéndose hacia el sargento y despidiéndole
con una seña. Luego añadió: ––¡Ah! monseñor, monseñor, ¿cómo pude sospechar... prever...?
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––¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba que previerais? ––replicó Aramis con desapego.
––La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?
––¿Qué ordenáis? ––dijo el gobernador.
––Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me mandáis que vaya a visitar a vuestro
enfermo?
––No os lo mando, monseñor, os lo ruego.
––Acompañadme, pues.
EL PRESO
Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux dejó de ser el
mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un pre lado a quien debía respeto, un
amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación que acababa de trastornarle todas las ideas,
Aramis fue el jefe, y él un inferior.
Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las órdenes de Aramis.
El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: “Está bien”, y con la mano una seña
que significaba: “Marchad delante”.
Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.
La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de las azoteas, y el
retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los pisos de las torres como para
recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad.
Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo piso, Baisemeaux,
si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos.
Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.
––No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso ––dijo Aramis cerrando el paso al Baisemeaux,
en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.
Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y entró; luego hizo
una seña para que tras él cerraran la puerta.
Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y el llavero se
alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre, dejó el farol en la mesa y
miró a todas partes.
En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque más nueva, y
bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya hemos hecho hablar una vez a
Herblay.
Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual se echa de ver de
cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la vela encendida hasta el momento
que va dicho.
Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana, se veía una
mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo llenos demostraban que el preso
había probado apenas su última comida.
Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido en parte por
los brazos.
La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía.
Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al la cama con
muestras visibles de interés y de respeto.
––¿Qué quieren de mí? ––preguntó el joven levantando la cabeza.
––¿No habéis pedido un confesor?
––Sí.
––¿Porque estáis enfermo?
––Sí.
––¿De gravedad?
––Gracias ––repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras un instante de silencio,
agregó: Ya os he visto otra vez.
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Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al preso, aquella revelación
de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía del obispo de Vannes, era poco tranquilizador
en la situación del joven, pues añadió:
––Estoy mejor.
––¿Así pues?... ––preguntó Aramis.
––Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme.
––¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado en vuestro pan?
El preso se estremeció.
––¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una revelación importante? ––prosiguió Aramis.
––En este caso ya es distinto ––dijo el joven dejándose caer nuevamente sobre su almohada.
Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado al ver aquel aire de majestad sencillo y desembarazado
que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre o en el corazón.
––Sentaos, caballero ––dijo el preso.
––¿Qué tal encontráis la Bastilla? ––preguntó Herblay inclinándose y después de haber obedecido.
––Muy bien.
––¿Padecéis?
––No.
––¿Deseáis algo?
––Nada
––¿Ni la libertad?
––¿A qué llamáis libertad? ––preguntó el preso con acento de quien se prepara a una lucha.
––Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la dicha de ir adonde os conduzcan
vuestras nerviosas piernas de veinte años.
––Mirad ––respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa que tanto podía ser de resignación
como de desdén, ––en ese vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en
el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia su encendido cáliz, y por cada pliegue de
sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma, que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son
las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
––Si las flores son la libertad, ––continuó con voz triste el cautivo, ––gozo de ella, pues poseo las flores.
––Pero ¿y el aire? ––exclamó Herblay, ––¿el aire tan necesario a la vida?
––Acercaos a la ventana, ––prosiguió el preso; ––está abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus
torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire que entra por esa ventana me
acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo y con el brazo en torno del barrote
que me sostiene, me figuro que nado en el vacío.
––¿Y la luz? ––preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose.
––Gozo de otra mejor, ––continuó; el preso; ––gozo del sol, amigo que viene a visitarme todos los días
sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por la ventana, traza en mi cuarto un
grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco de las colgaduras de mi cama.
Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente
como si le pesara apartarse de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último
rayo, he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han dicho que hay
desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que nunca ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
––Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, ––continuó el joven, ––aparte el brillo y la magnitud,
todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no haber encendido vos esa bujía, podíais
haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba
los ojos la irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma la religión del cautiverio, bajó la
cabeza.
––Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas, ––prosiguió el joven con la misma tranquilidad.
––Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el día por el jardín del gobernador,
por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si hace frío, lo hago al amor de la lumbre de mi chimenea.
––Y con expresión no exenta de amargura, el preso añadió: ––Creedme, caballero, los hombres han
hecho por mí cuanto puede esperar y anhelar un hombre.
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––Admito en cuanto a los hombres, ––replicó Aramis levantando la cabeza; ––pero creo que os olvidáis
de Dios.
––En efecto, me he olvidado de Dios, ––repuso con la mayor calma el joven; ––pero ¿por qué me decís
eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos?
Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación del mártir añadía la sonrisa del
ateo, y dijo con acento de reproche.
––¿Por ventura no está Dios presente en todo?
––Al fin de todo, ––arguyó con firmeza el preso.
––Concedido, ––repuso Aramis: ––pero volvamos al punto de partida.
––Eso pido.
––Soy vuestro confesor.
––Ya lo sé.
––Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad.
––Estoy dispuesto a decírosla.
––Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión. ¿Qué crimen
habéis cometido vos?
––Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis, ––contestó el preso.
––Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís.
––¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos?
––Porque soy vuestro confesor.
––Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen. Yo, por mi parte,
sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal.
––A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, sino
también porque sabe que otros los han cometido.
––Comprendo, ––repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención
profunda; ––decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista, podría muy bien ser que yo fuese criminal
a los ojos de los magnates. ––¡Ah! ¿conque sabéis algo? ––preguntó Aramis.
––Nada sé, ––respondió el joven; ––pero en ocasiones medito, y al meditar me digo...
––¿Que?
––Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría muchas cosas. ––¿Y
qué hacéis? ––preguntó Aramis con impaciencia. ––Paro el vuelo de mi mente.
––¡Ah!
––Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo...
––¿Qué?
––No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento
con lo que tengo.
––¿Teméis la muerte? ––preguntó Herblay con inquietud.
––Sí, ––respondió el preso sonriéndose.
––Pues si teméis la muerte, ––repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su interlocutor, ––es
señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender.
¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla, ––replicó el cautivo, ––cuando habéis hecho que
os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas revelaciones? Ya que los dos estamos
cubiertos con una máscara, o continuamos ambos con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo.
––Vamos a ver, ¿sois ambicioso?
––¿Qué es ambición? ––preguntó el joven.
––Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee.
––Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en
lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme.
––Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado.
––Eso no va conmigo, ––dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al obispo de Vannes.
Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo,
conocíase que éste esperaba algo más que el silencio.
––La primera vez que os vi, ––dijo Herblay hablando por fin, ––mentisteis.
––¡Que yo mentí! ––exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos ojos, que Aramis
retrocedió a su pesar.
––Quiero decir, ––prosiguió Aramis, ––que me ocultasteis lo que de vuestra infancia sabíais.
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Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante el primer advenedizo.
Es verdad, ––contestó Aramis inclinándose profundamente, ––perdonad; pero ¿todavía hoy soy para vos
un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. Este titulo causó una ligera turbación al preso;
sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen.
––No os conozco, caballero, ––repuso el joven. ––¡Ah! Sí yo me atreviera, ––dijo Herblay, ––tomaría
vuestra mano y os la besaría.
El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de sus pupilas se
apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa.
––¡Besar la mano de un preso! ––dijo el cautivo moviendo la cabeza; ––¿para qué?
––¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien, ––preguntó Aramis, ––que a nada aspirabais?
En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco?
De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se apagó sin más
consecuencias.
––¿Receláis de mí? ––preguntó el prelado.
––¿Por qué recelaría de vos?
––Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar de todos.
––Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro.
––Me hacéis desesperar, monseñor, ––exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descargando
el puño sobre su sillón.
––Y yo no os comprendo.
––Haced por comprenderme.
El preso clavó la mirada en su interlocutor. En ocasiones, ––prosiguió Herblay, ––pienso que tengo ante
mí al hombre a quien busco... y luego...
––El hombre ese que decís, desaparece, ¿no es verdad? ––repuso el cautivo sonriéndose.
––Más vale así.
––Decididamente nada tengo que decir a un hombre que desconfía de mí hasta el punto que vos, ––dijo
Aramis levantándose.
––Y yo, ––replicó en el mismo tono el joven, ––nada tengo que decir al hombre que se empeña en no
comprender que un preso debe recelar de todo.
––¿Aun de sus antiguos amigos? Es un exceso de prudencia, monseñor.
––¿De mis antiguos amigos, decís? ¡Qué! ¿vos sois uno de mis antiguos amigos?
––Vamos a ver, ––repuso Herblay,––¿por ventura ya no recordáis haber visto en otro tiempo, en la aldea
donde pasasteis vuestra primera infancia...?
––¿Qué nombre tiene esa aldea? ––preguntó el preso.
––Noisy-le-Sec, monseñor, ––respondió Aramis con firmeza.
––Proseguid, ––dijo el cautivo sin que su rostro afirmase o negase.
––En definitiva, monseñor, ––repuso el obispo, ––si estáis resuelto a obrar como hasta aquí, no sigamos
adelante. He venido para haceros sabedor de muchas cosas, es cierto; pero cumple por vuestra parte me
demostréis que deseáis saberlas. Convenid en que antes de que yo hablase, antes de que os diese a conocer
los importantes secreto de que soy depositario, debíais haberme ayudado, si no con vuestra franqueza, a lo
menos con un poco de simpatía, ya que no confianza. Ahora bien, como os habéis encerrado en una supuesta
ignorancia que me paraliza... ¡Oh! no, no me paraliza en el concepto que vos imagináis; porque por muy
ignorante que estéis, por mucha que sea la indiferencia que finjáis, no dejáis de ser lo que sois, monseñor, y
no hay poder alguno, ¿lo oís bien? no hay poder alguno capaz de hacer que no lo seáis.
––Os ofrezco escucharos con paciencia, ––replicó el preso. ––Pero me parece que me asiste el derecho de
repetir la pregunta que ya os he dirigido: ¿Quién sois?
––¿Recordáis haber visto, hace quince o diez y ocho años en Noisy-le-Sec, a un caballero que venía con
una dama, usualmente vestida de seda negra y con cintas rojas en los cabellos?
––Sí, ––respondió el joven, ––y recuerdo también que una vez pregunté cómo se llamaba aquél caballero,
a lo cual me respondieron que era el padre Herblay. Por cierto que me admiró que el tal padre tuviese un
aire tan marcial, y así lo expuse, y me dijeron que no era extraña tal circunstancia, supuesto que el padre
Herblay había sido mosquetero de Luis XIII.
––Pues bien, ––dijo Aramis, ––el mosquetero de Luis XIII, el sacerdote de Noisy-le-Sec, el que después
fue obispo de Vannes y es hoy vuestro confesor, soy yo.
––Lo sé, os he conocido.
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––Pues bien, monseñor, si eso sabéis, debo añadir algo que ignoráis, y es que si el rey fuese sabedor de la
presencia en este calabozo de aquel mosquetero, de aquel sacerdote, de aquel obispo, de vuestro confesor
de hoy, esta noche, mañana a más tardar, el que todo lo ha arrostrado para llegar hasta vos, vería relucir el
hacha del verdugo en un calabozo más negro y más escondido que el vuestro.
Al escuchar estas palabras dichas con firmeza, el cautivo volvió a incorporarse, fijó con avidez creciente
sus ojos en los de Aramis, y, al parecer, cobró alguna confianza, pues dijo:
––Sí, lo recuerdo claramente. La mujer de quien me habéis hablado vino una vez con vos, y otras dos veces
con la mujer...
––Con la mujer que venía a veros todos los meses, ––repuso Herblay al ver que el preso se interrumpía.
––Esto es.
––¿Sabéis quién era aquella dama?
––Sé que era una dama de la corte, ––respondió el cautivo dilatándosele las pupilas.
––¿La recordáis claramente?
––Respecto del particular, mis recuerdos no pueden ser confusos: vi una vez a aquella la dama acompañada
de un hombre que frisaba en los cuarenta y cinco; otra vez en compañía de vos y de la dama del vestido
negro y de las cintas rojas, y luego otras dos veces con esta última. Aquellas cuatro personas, mi ayo, la
vieja Peronnette, mi carcelero y el gobernador, son las únicas con quienes he hablado en mi vida, y puede
decirse las únicas que he visto.
––¿Luego en Noisy-le-Sec estabais preso?
––Sí aquí lo estoy, allí gozaba de libertad relativa, por más que fuese muy restringida. Mi prisión en Noisy-
le-Sec la formaban una casa de la que nunca salí, y un gran huerto rodeado de altísima cerca; huerto y
casa que vos conocéis, pues habéis estado en ellos. Por lo demás, acostumbrado a vivir en aquel cercado y
en aquella casa, nunca deseé salir de ellos. Así pues, ya comprendéis que no habiendo visto el mundo, nada
puedo desear, y que si algo me contáis, no tendréis más remedio que explicármelo.
––Tal es mi deber, y lo cumpliré, monseñor, ––dijo Aramis haciendo una inclinación con la cabeza,
––Pues empezad por decirme quién era mi ayo.
––Un caballero bondadoso y sobre todo honrado, a la vez preceptor de vuestro cuerpo y de vuestra alma.
De fijo que nunca os dio ocasión de quejaros.
––Nunca, al contrario; pero como me dijo más de una vez que mis padres habían muerto, deseo saber si
mintió al decírmelo o si fue veraz.
Se veía obligado a cumplir las órdenes que le habían dado.
––¿Luego mentía?
––En parte, pero no respecto de vuestro padre.
––¿Y mi madre?
––Está muerta para vos.
––Pero vive para los demás. ¿no es así?
––Sí, monseñor.
––¿Y yo estoy condenado a vivir en la oscuridad de una prisión? ––exclamó el joven mirando de hito en
hito a Herblay.
––Tal creo, monseñor, ––respondió Aramis exhalando un suspiro.
––¿Y eso porque mi presencia en la sociedad revelaría un gran secreto?
––Si, monseñor.
––Para hacer encerrar en la Bastilla a un niño, como era yo cuando me trasladaron aquí, es menester que
mi enemigo sea muy poderoso.
––Lo es.
––¿Más que mi madre, entonces? .
––¿Por qué me dirigís esa pregunta?
––Porque, de lo contrario, mi madre me habría defendido.
Sí, es más poderoso que vuestra madre ––respondió el prelado tras un instante de vacilación.
––Cuando de tal suerte me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y de tal manera me separaron de ellos, es señal
de que ellos o yo constituíamos un peligro muy grande para mi enemigo.
––Peligro del cual vuestro enemigo se libró haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza, ––dijo Aramis
con tranquilidad.
––¡Desaparecer! ––exclamó el preso. ––Pero, ¿de qué modo desaparecieron?
––Del modo más seguro, ––respondió el obispo; ––muriendo.
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––¿Envenenados? ––preguntó el cautivo palideciendo ligeramente y pasándose por el rostro una mano
tembloroso.
––Envenenados.
––Fuerza es que mi enemigo sea muy cruel. O que la necesídad le obligue de manera inflexible, para que
aquellas dos inocentes criaturas, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día; porque mi ayo
y mi nodriza nunca habían hecho mal a nadie.
––En vuestra casa la necesidad es dura, monseñor, y ella es también la que me obliga con profundo pesar
mío, a decirss que vuestro ayo y vuestra nodriza fueron asesinados.
––¡Ah! ––exclamó el joven frunciendo las cejas, ––no me decís nada que yo no sospechara.
––¿Y en qué fundabais vuestras sospechas?
––Voy a decíroslo.
El joven se apoyó en los codos y aproximó su rostro al rostro de Aramis con tanta expresión de dignidad,
de abnegación, y aun diremos de reto, que el obispo sintió cómo la electricidad del entusiasmo subía de su
marchitado corazón y en abrasadoras chispas a su cráneo duro como el acero.
––Hablad, monseñor, ––repuso Herblay. Ya os he manifestado que expongo mi vida hablándoos, pero
por poco que mi vida valga, os suplico la recibáis como rescate da la vuestra.
––Pues bien escuchad por qué sospeché que habían asesinado a mi nodriza y a mi ayo...
––A quien vos dabais título de padre.
––Es verdad, pero yo ya sabía que no lo era mío.
––¿Qué os hizo suponer?...
––Lo mismo que me da suponer que vos no sois mi amigo: el respeto excesivo.
––Yo no aliento el designio de ocultar la realidad. El joven hizo una señal con la cabeza y prosiguió:
––Es indudable que yo no estaba destinado a permanecer encerrado eternamente, y lo que así me lo da a
entender, sobre todo en este instante, es el cuidado que se tomaron en hacer de mí un caballero lo más
cumplido. Mi ayo me enseñó cuanto él sabía, esto es, matemáticas, nociones de geometría, astronomía esgrima
y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en la esgrima en una sala de la planta baja, y montaba
a caballo en el huerto. Ahora bien, una calurosa mañana de verano me dormí en la sala de armas, sin que
hasta entonces el más pequeño indicio hubiese venido a instruirme o a despertar mis sospechas, a no ser el
respeto del ayo. Vivía como los niños, como los pájaros y las plantas, de aire y de sol, por más que hubiese
cumplido los quince.
––¿Luego hace de eso ocho años?
––Poco más o menos: se me ha olvidado ya la medida del tiempo.
––¿Qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo?
––Que el hombre debe procurar crearse en la tierra una fortuna que Dios le ha negado al nacer; que yo,
pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo mismo, toda vez que no había ni habría quien
se interesara por mí... Como os decía, pues, estaba yo en la sala de armas, donde, fatigado por mi lección de
esgrima, me dormí. Mi ayo estaba en el piso primero, en su cuarto situado verticalmente sobre el mío. De
improviso llegó al mí una exclamación apagada, como si la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste
llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto, pues mi ayo descendió precipitadamente
la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi ayo abrió la puerta que ponía en comunicación
el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando a Peronnette... Las ventanas de la sala de armas
daban al patio, y en aquel instante tenían cerrados los postigos; pero al través de una rendija de uno de
ellos, vi cómo mi ayo se acercaba a un gran pozo situado casi debajo de las ventanas de su estudio, se asomaba
al brocal, miraba hacia abajo, y hacía desacompasados ademanes, al tiempo que volvía a llamar a
Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no sólo podía ver, sino también
oír, vi y oí.
––Hacedme la merced de continuar, monseñor, ––dijo Herblay. ––Mi ayo, al ver a mi nodriza; que acudió
a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo, tiró vivamente de ella hacia el brocal, y en cuanto
los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo:
“––Mirad, mirad, ¡qué desventura!
“––Sosegaos, por dios, ––repuso mi nodriza. ––¿qué pasa?
“––Aquella carta. ––exclamó mi ayo tendiendo la mano hacia el fondo del pozo, ––¿veis aquella carta?
“––Qué carta? ––preguntó mi nodriza.
“––La carta que veis nadando en el agua es la última que me ha escrito la reina.
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“Al oír yo la palabra “reina”, me estremecí de los pies a la cabeza. ¡Conque, dije entre mí, el que pasa por
mi padre, el que incesantemente me recomienda la modestia y la humildad, está en correspondencia con la
reina!
“––¿La última carta de Su Majestad? ––dijo mi nodriza, como si no le hubiese causado emoción alguna
el ver aquella carta en el fondo del pozo. ––¿Cómo ha ido al parar allí?
“––Una casualidad. señora Peronnette, ––respondió mi ayo. ––Al entrar en mi cuarto he abierto la puerta,
y como también estaba abierta la ventana, se formado una corriente de aire que ha hecho volar un papel.
Yo, al ver el papel, he conocido en él la carta de la reina, y me he asomado apresuradamente a la ventana
lanzando un grito; el papel ha revoloteado por un instante en el aire y ha caído en el pozo.
“––Pues bien, ––objetó la nodriza, ––es lo mismo que si estuviese quemada, y como la reina cada vez
que viene quema sus cartas...
“¡Cada vez que viene! murmuré, ––dijo el preso. Y fijando la mirada en Aramis, añadió: ––¿Luego aquella
mujer que venía a verme todos los meses era la reina?
Aramis hizo una señal afirmativa con la cabeza.
––“Bien, sí, ––repuso mi ayo, ––pero esa carta encerraba instrucciones, y ¿como voy yo ahora a cumplirlas?
“––¡Ah! la reina no querrá creer en este incidente, ––dijo el buen sujeto moviendo la cabeza; ––pensará
que me he propuesto conservar la carta para convertirla en un arma. ¡Es tan recelosa y el señor de Mazarino
tan...! Ese maldito italiano es capaz de hacernos envenenar a la primera sospecha.
Aramis movió casi imperceptiblemente la cabeza y se sonrió.
––“¡Son tan suspicaces en todo lo que se refiere a Felipe! ––continuó mi ayo.
“Felipe es el nombre que me daban, ––repuso el cautivo interrumpiendo su relato. Luego prosiguió:
“––Pues no hay que titubear, ––repuso la señora Peronnette; ––es preciso que alguien baje al pozo.
“––¡Para que el que saque la carta la lea al subir! ––Hagamos que baje algún aldeano que no sepa leer así
estaréis tranquilo.
“––Bueno ––dijo mi ayo; ––pero el que baje al pozo ¿no va a adivinar la importancia de un papel por el
cual se arriesga la vida de un hombre? Con todo eso acabáis de inspirarme una idea, señora Peronnette;
alguien va a bajar al pozo, es verdad, pero ese alguien soy yo.
“Pero al oír semejante proposición, mi nodriza empezó a llorar de tal suerte y a proferir tales lamentos;
suplicó con tales instancias al anciano caballero, que éste le prometió buscar una escalera de mano bastante
larga para poder bajar hasta el pozo, mientras ella se llegaba al cortijo en solicitud de un mozo decidido, al
cual darían a entender que había caído, envuelta en un papel, una alhaja en el agua.
“––Y como el papel, ––añadió mi ayo, ––en el agua se desdobla, no causará extrañeza el encontrar la carta
abierta.
“––Quizás ya se haya borrado, ––objetó mi nodriza.
“––Poco importa, con tal que la recuperemos. La reina, al entregársela, verá que no la hemos traicionado,
y, por consiguiente, Mazarino no desconfiará, ni nosotros tendremos que temer de él.
“En tomando esta resolución, mi ayo y mi nodriza se separaron. Yo volví al cerrar el postigo, y, al ver
que mi ayo se disponía a entrar de nuevo, me recosté en mis almohadones, pero zumbándome los oídos a
causa de lo que acababa de oír. Pocos segundos después mi ayo entreabrió la puerta y, al verme recostado
en los almohadones, volvió a cerrarla poquito al poco en la creencia de que yo estaba adormecido. Apenas
cerrada la puerta, volví a levantarme, y, prestando oído atento, oí como se alejaba el rumor de las pisadas.
Luego me volví a mi postigo, y vi salir a mi ayo y a mi nodriza, que me dejaron solo. Entonces, y sin tomarme
siquiera la molestia de atravesar el vestíbulo, salté por la ventana, me acerqué apresuradamente al
pozo, y, como mi ayo, me asomé a él y vi algo blanquecino y luminoso que temblequeaba en los trémulos
círculos de la verdosa agua. Aquel brillante disco me fascinaba y me atraía; mis ojos estaban fijos, y mi
respiración era jadeante; el pozo me aspiraba con su ancha boca, y su helado aliento, y me parecía leer allá
en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había tocado la reina. Entonces, inconscientemente,
animado por uno de esos arranques instintivos que nos empujan a las pendientes fatales, até
una de las extremidades de la cuerda al hierro del pozo, dejé colgar hasta flor de agua el cubo, cuidando de
no tocar el papel, que empezaba a tomar un color verdoso, prueba evidente de que iba sumergiéndose, y
tomando un pedazo de lienzo mojado para no lastimarme las manos, me deslicé al abismo. Al verme suspendido
encima de aquella agua sombría, y al notar que el cielo iba achicándose encima de mi cabeza, se
apoderó de mí el vértigo y se me erizaron los cabellos; pero mi voluntad fue superior a mi terror y a mi
malestar. Así llegué hasta el agua y, sosteniéndome con una mano, me zambullí resueltamente en ella y
tomé el precioso papel, que se partió en dos entre mis dedos. Ya en mi poder la carta, la escondí en mi pe-
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chera, y ora haciendo fuerza con los pies en las paredes del pozo, era sosteniéndome con las manos, vigoroso,
ágil, y sobre todo apresurado, llegué al brocal, que quedó completamente mojado con el agua que chorreaba
de la parte inferior de mi cuerpo. Una vez fuera del pozo con mi botín, me fui á lo último del huerto,
con la intención de refugiarme en una especie de bosquecillo que allí había, pero no bien senté la planta en
mi escondrijo, sonó la campana de la puerta de entrada. Acababa de regresar mi ayo. Entonces calculé que
me quedaban diez minutos antes que aquél pudiese dar conmigo, si, adivinando, dónde estaba yo, venía
directamente a mí, y veinte si se tomaba la molestia de buscarme, lo cual era más que suficiente para que
yo pudiese leer la preciosa carta, de la que me apresuré a juntar los fragmentos. Los caracteres empezaban a
borrarse, pero a pesar de ello conseguí descifrarlos.
––¿Qué decía la carta aquella, monseñor? ––preguntó Aramis vivamente interesado.
––Lo bastante para darme a entender que mi ayo era noble, y que mi nodriza, si bien no dama de alto
vuelo, era más que una sirvienta; y, por último, que mi cuna era ilustre, toda vez que la reina Ana de Austria
y el primer ministro Mazarino me recomendaban de tan eficaz manera.
––¿Y qué sucedió? ––preguntó Herblay, al ver que el cautivo se callaba, por la emoción.
––Lo que sucedió fue que el obrero llamado por mi ayo no encontró nada en el pozo, por más que buscó;
que mi ayo advirtió que el brocal estaba mojado, que yo no me sequé lo bastante al sol; que mi nodriza reparó
que mis ropas estaban húmedas, y, por último, que el fresco del agua y la conmoción que me causó el
descubrimiento, me dieron un calenturón tremendo seguido de un delirio, durante el cual todo lo dije, de
modo que, guiado por mis propias palabras, mi ayo encontró bajo mi cabecera los dos fragmentos de la
carta escrita por la reina.
––¡Ah! ahora comprendo, ––exclamó Aramis.
––Desde aquel instante no puedo hablar sino por conjeturas. Es indudable que mi pobre ayo y mi desventurada
nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que pasó, se lo escribie ron a la reina, enviándole
al mismo tiempo los pedazos de la carta.
––Después de lo cual os arrestaron y os trasladaron a la Bastilla.
––Ya lo veis.
––Y vuestros servidores desaparecieron.
––¡Ay sí.
––Dejemos a los muertos, ––dijo el obispo de Vannes, ––y veamos qué puede hacerse con el vivo. ¿No
me habéis dicho que estabais resignado?
––Y os lo repito.
––¿Sin que os importe la libertad?
––Sí.
––¿Y que nada ambicionabais ni deseabais? ¡Qué! ¿os callais?
––Ya he hablado más que suficiente, ––respondió el preso. ––Ahora os toca a vos. Estoy fatigado.
––Voy a obedeceros, ––repuso Aramis. Se recogió mientras su fisonomía tomaba una expresión de solemnidad
profunda. Se veía que había llegado al punto culminante del papel que fuera a representar en la
Bastilla.
––En la casa en que habitabais, ––dijo por fin Herblay, ––no había espejo alguno, ¿no es verdad?
––¿Espejo? No entiendo qué queréis decir, ni nunca oí semejante palabra, ––repuso el joven.
––Se da el nombre de espejo al un mueble que refleja los objetos, y permite, verbigracia, que uno vea las
facciones de su propia imagen en un cristal preparado, como vos veis las mías a simple vista.
––No, no había en la casa espejo alguno.
––Tampoco lo hay aquí, ––dijo Aramis después de haber mirado a todas partes; ––veo que en la Bastilla
se han tomado las mismas precauciones que en Noisy-le-Sec.
––¿Con qué fin?
––Luego lo sabréis. Me habéis dicho que os habían enseñado matemáticas, astronomía, esgrima y equitación;
pero no me habéis hablado de historia.
––A veces mi ayo me contaba las hazañas del rey san Luis, de Francisco I y de Enrique IV.
––¿Nada más?
––Casi nada más.
––También esto es hijo del cálculo; así como os privaron de espejos, que reflejan lo presente, han hecho
que ignoréis la historia, que refleja lo pasado, Y como desde que estáis preso os han quitado los libros, desconocéis
muchas cosas con ayuda de las cuales podríais reconstruir el derrumbado edificio de vuestros recuerdos
o de vuestros intereses.
––Es verdad, ––dijo el preso.
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––Pues bien, en sucintos términos voy al poneros al corriente de lo que ha pasado en Francia de veintitrés
a veinticuatro años a esta parte, es decir la fecha probable de vuestro nacimiento, o lo que es lo mismo,
desde el momento que os interesa.
––Decid, ––dijo el joven, recobrando su actitud seria y recogida. Entonces Aramis le contó, con grandes
detalles, la historia de los últimos años de Luis XIII y el nacimiento misterioso de un príncipe, hermano
gemelo de Luis XIV. El prisionero oyó este relato con la más viva emoción.
––Dos hijos mellizos cambiaron en amargura el nacimiento de uno solo, porque en Francia, y esto es
probable que no lo sepáis, el primogénito es quien sucede en el trono al padre.
––Lo sé.
––Y los médicos y los jurisconsultos, ––añadió Aramis, ––opinan que cabe dudar si el hijo que primero
sale del claustro materno es el primogénito según la ley de Dios y de la naturaleza.
El preso ahogó un grito y se puso más blanco que las sábanas que le cubrían el cuerpo.
––Fácil os será ahora comprender que el rey, ––continuó el prelado, ––que con tal gozo viera asegurada
su sucesión, se abandonase al dolor al pensar que en vez de uno tenía dos herederos, y que tal vez el que
acababa de nacer y era desconocido, disputaría el derecho de primogenitura al que viniera al mundo dos
horas antes, y que, dos horas antes había sido proclamado. Así pues, aquel segundo hijo podía, con el tiempo
y armado de los intereses o de los caprichos de un partido, sembrar la discordia y la guerra civil en el
pueblo, destruyendo ipso facto la dinastía a la cual debía consolidar.
––Comprendo, comprendo, ––murmuró el joven.
––He ahí lo que dicen, lo que afirman, ––continuó Aramis; ––he ahí por qué uno de los hijos de Ana de
Austria, indignamente separado de su hermano, indignamente secuestrado, reducido a la obscuridad más
absoluta, ha desaparecido de tal suerte que, excepto su madre, no hay en Francia quien sepa que tal hijo
existe.
––¡Sí, su madre que lo ha abandonado! ––exclamó el cautivo con acento de desesperación.
––Excepto la dama del vestido negro y las cintas encarnadas, ––prosiguió Herblay, ––y excepto, por fin...
––Excepto vos, ¿no es verdad? Vos, que venís a contarme esa historia y a despertar en mi alma la curiosidad,
el odio, la ambición, y ¿quién sabe? quizá la sed de venganza; excepto vos, que si sois el hombre a
quien espero, el hombre de que me habla el billete, en una palabra, el hombre que Dios debe enviarme,
traéis...
––¿Qué? ––preguntó Aramis.
––El retrato del rey Luis XIV, que en este momento se sienta en el trono de Francia.
––Aquí está el retrato, ––replicó el obispo entregando al preso un artístico esmalte en el cual se veía la
imagen de Luis XIV, altivo, gallardo, viviente, por decirlo así.
El preso tomó con avidez el retrato y fijó en él los ojos cual si hubiese querido devorarlo.
––Y aquí tenéis un espejo, monseñor, ––dijo Herblay, dejando al joven el tiempo necesario para anudar
sus ideas.
––¡Tan encumbrado! ¡tan encumbrado! –– murmuró el preso devorando con la mirada el retrato de Luis
XIV y su propia imagen reflejada en el espejo.
––¿Qué opináis? ––preguntó entonces Aramis.
––Que estoy perdido, ––respondió el joven, ––que el rey nunca me perdonará.
––Pues yo me pregunto, ––replicó el obispo fijando en el preso una mirada brillante y significativa, ––
cuál de los dos es el rey, si el que representa el retrato, o el que refleja ese espejo.
––El rey es el que se sienta en el trono, que no estás preso, y que, al contrario manda aprisionar a los demás.
La realeza es el poder, y ya veis que yo no tengo poder alguno.
––Monseñor, ––dijo Herblay con respeto más profundo que hasta entonces, ––tened por entendido que, si
queréis, será el rey el que, al salir de la prisión sepa sostenerse en el trono en el que le colocarán sus amigos.
––No me tentéis, ––dijo con amargura el cautivo.
––No flaqueéis, monseñor, ––persistió con energía el obispo. ––He traído todas las pruebas de vuestra
cuna, consultadlas, demostraos a vos mismo que sois hijo del rey, y, después, obremos.
––No, es imposible.
––A no ser que, ––añadió con ironía el prelado, ––sea corriente en vuestra estirpe que los príncipes excluidos
del trono sean todos ellos cobardes y sin honor, como vuestro tío Gastón de Orleans. que una y otra
vez conspiró contra su hermano el rey Luis XIII.
––¿Mi tío Gastón de Orleans conspiró contra su hermano? ––exclamó el príncipe despavorido; ––
¿conspiró para destronarlo?
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––Sí, monseñor.
––¿Qué me decís?
––La pura verdad.
––¿Y tuvo amigos... fieles?
––Como yo lo soy vuestro.
––¿Y sucumbió?
––Sí, monseñor, pero por su culpa, y para rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sagrada,
inviolable, sino para rescatar su libertad, vuestro tío sacrificó hoy, el baldón de la historia y la execración
de innumerables familias nobles del reino.
––Comprendo, ––repuso el príncipe. ––y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por traición?
––Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.
––¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como
yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad, pueda ayudar a los amigos que
intentaren salvarlo?
Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con ímpetu, que reveló
el ardor de su sangre: ––Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué tendría yo amigos, cuando no hay
quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?
––Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real, ––dijo Aramis.
––No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y
aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las
tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me
hacéis vislumbrar la omnipotencia, y oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen temblar
a vos más que no a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis
pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.
––Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?
––No he acabado todavía. ––repuso el joven. ––Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en todas
las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo clavaréis
los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos y los rastrillos?
––¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida, monseñor?
––Para un billete basta sobornar a un carcelero.
––Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre preso,
que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al
desventurado en un asilo incógnito.
––¡Ah! monseñor, ––repuso Aramis sonriéndose.
––Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo, como decís, príncipe,
hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza que mi madre y mi hermano me han
ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea
invulnerable a mis enemigos? ¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una
montaña: proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el
sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el
engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi amigo.
––Monseñor, ––repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente, ––admiro el firme y recto
criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había
olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros guiar por mí, sí consintierais en ser el príncipe más
poderoso de la tierra, serviríais los intereses de los muchos amigos que están dispuestos a sacrificarse por el
triunfo de vuestra causa.
––¿Muchos decís?
––Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío que no por el número.
––Explicaos.
––No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el día mismo en que os vea sentado
en el trono de Francia.
––Pero ¿y mi hermano?
––Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?
––¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo? ¡Nunca!
––¡Enhorabuena!
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––Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la mano, me hubiese dicho: “Hermano mío,
Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos. Vengo a vos, hermano mío. Un perjuicio
bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres, privado de todos los goces, y yo
quiero que os sentéis junto a mí, y ceñiros la espada de mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para
destruir mi poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada para derramar mi sangre?...” “¡Oh! no, le
hubiera respondido yo; os miro como a mi salvador, y os respetaré como a rey mío. Me dais mucho más
que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos tengo el derecho de amar y ser amado en
este mundo”.
––¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?
––Sí. Mas, ¿que me decís del admirable parecido que Dios me ha dado.con mi hermano?
––Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no haber despreciado: que vuestra
madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna a aquellos que la naturaleza creara
tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.
––¿Lo cual significa?...
––Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano tomará aquí el vuestro.
––¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando se ha bebido con abundancia en la copa de la
vida!
––Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca; perdone si bien le parece, una vez haya castigado.
––Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos sino fuera de la Bastilla.
––Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de veros una vez más.
––¿Cuándo?
––El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.
––Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?
––Vendré por vos.
––¿Vos mismo?
––No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en mi ausencia os compelen a ello, recordad
que no será de mi parte.
––¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más que a vos?
––Unicamente a mí, ––respondió Aramis inclinándose y asiendo la mano que le tendió el preso.
––Caballero, ––dijo el cautivo afectuosamente. ––Si habéis venido para devolverme el sitio que dios me
había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra mediación, me es dado vivir en la memoria
de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya hecho a mis pueblos, si, desde
la tristísima situación en que languidezco, subo a la cumbre de los honores, sostenido por vuestra generosa
mano, compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo, a quien doy de todo corazón las gracias.
Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra parte, porque nunca conseguiré compartir
con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.
––Monseñor, ––dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del preso, ––la nobleza de vuestra
alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las gracias, sino a los pueblos de los cuales
labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a quienes haréis ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis
más que la vida, pues os habré dado la inmortalidad.
El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba de rodillas, lanzó una exclamación de
seductiva modestia.
––Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey, ––dijo el prelado. ––Cuando vuelva a veros, os
diré: “Buenos días, Sire”.
––Hasta aquel momento no más ilusiones, no más luchas, porque mi vida se quebrantaría, ––exclamó el
joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos. ––¡Oh! ¡qué pequeño es este calabozo, qué baja esa
ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede haber pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí
tanto orgullo, tanta felicidad, tanto esplendor?
––Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído cuanto acaba de manifestar.
Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a ella con los nudillos.
Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado del gobernador, quien, devorado por la inquietud
y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.
Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar la voz, aun en los más impetuosos
arranques de la pasión.
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––¡Qué confesión tan larga! ––dijo Baisemeaux haciendo un esfuerzo para reírse. ––¿Quién dijera que un
recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan largos pecados?
Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla, de la que aumentaba en tercio y quinto
el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.
––Hablemos de negocios, mi querido gobernador, ––dijo Aramis así que hubo llegado al aposento de
Baisemeaux.
––¡Ay! ––exclamó por toda respuesta el gobernador.
––¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras? ––dijo el prelado.
––Y pagar el primer tercio de ellas. ––añadió el pobre gobernador exhalando un suspiro y adelantando
tres pasos hacia su armario de hierro.
––Aquí está el recibo, ––dijo Aramis.
––Y aquí está el dinero, ––repuso Baisemeaux lanzando una sarta de suspiros.
––La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil libras, ––dijo Herblay, ––no
que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.
Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa y la alegría, en presencia de aquel
regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de la Bastilla.
LA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL
Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San Mandé el obispo de Vannes.
Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos más célebres de París y al los
más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas en sus alvéolos, en producir una
miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a Su Majestad durante las fiestas.
Pelissón, meditaba el prólogo de los “Importunos”, comedia en tres actos que debía hacer representar
Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas de Vaux; La Fontaine iba de uno en otro,
como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable, zumbando y susurrando a la espalda de
cada uno mil impertinencias poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón, que éste levantó la cabeza y le dijo
con voz destemplada:
––A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por los jardines del Parnaso.
––¿Qué consonante deseáis? ––preguntó el fabulista, como le llamaba la Sevigné.
––Un consonante a “luz”.
––”Capuz”, ––respondió La Fontaine.
––¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias de Vaux, ––dijo Loret.
––Además de que “luz y capuz” no consuenan, ––repuso Pelissón.
––¡Cómo que no consuenan! ––exclamó La Fontaine con ademán de sorpresa.
––No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala, que a ella deberéis el no llegar nunca a
ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.
––¿De veras opináis así, Pelissón? ––dijo La Fontaine.
––De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede hallarse otro mejor.
––Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero, ––dijo La Fontaine exhalando un
profundo suspiro. ––Por lo que se ve, rimo desastrosamente.
––Hacéis mal.
––¿Lo veis? soy un faquín.
––¿Quién dice tal?
––Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín, Pelissón? Pelissón absorto otra vez en la composición
de su prólogo, se guardó de contestar.
––Si Pelissón ha dicho que erais un faquín, ––repuso Moliére, ––os ha inferido una ofensa grave.
––¿De veras?
––Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.
––¡Ay! ––exclamó La Fontaine.
––¿Os habéis batido alguna vez?
––Una, con un teniente de caballería ligera.
––¿Qué os hizo?
––Parece que sedujo a mi mujer.
––¡Ah! ––repuso Moliére palideciendo ligeramente.
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Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás habían vuelto el rostro. Moliére conservó
en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar al fabulista, a quien preguntó:
––¿Qué resultó del duelo?
––Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después de darme toda clase de satisfacciones, me
prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.
––¿Y vos os disteis por satisfecho? ––preguntó Moliére.
Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había batido con él porque fuese el
amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme: y que como nunca había sido yo tan
dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced de continuar frecuentando mi casa, como antes, so
pena de reanudar el duelo. De modo que el teniente se vio obligado a seguir galanteando a mi mujer, y yo
continué siendo el marido más feliz de la tierra.
Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.
En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos debajo del brazo.
Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras imaginaciones, todo quedó repentinamente
envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró su impasibilidad y su pluma.
Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet.
Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo, solicitaba de aquellos que le
enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él la fatiga de su trabajo nocturno.
Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó a una mesa y empezó a escribir
velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó cincuenta versos calentitos, Loret, su artículo
sobre las maravillosas fiestas de que el se hiciera profeta, y Aramis encargado de recoger el botín como
el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado, después de haber dicho a los
circunstantes que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente por la tarde.
––En este caso tengo que avisar a los de mi casa. ––dijo Moliere.
––¡Ah! es verdad, ––repuso Loret sonriéndose, ––el pobre Moliere “ama” a su mujer.
––”Amo”, sí, ––replicó Moliere sonriéndose de manera suave y triste, ––amo”, pero esto no quiere decir
que “me amen”.
––Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau––Thierry, ––dijo La Fontaine.
En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:
––¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor Fouquet, y dentro de un cuarto de hora
salgo para París. Ofrezco mi carroza.
––Como tengo prisa, acepto, ––dijo Moliere.
––Yo como aquí ––repuso Lores. ––Gourville me ha ofrecido langostines... ¿Habéis oído? ¡Langostines!...
Vaya, La Fontaine, busca una consonante.
Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La
Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:
¿Te ha ofrecido langostines?
El se sabrá con qué fines.
Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos de Fouquet, en el instante en que
Aramis abría la puerta de su gabinete.
Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay iba a ver al superintendente
para ponerse de acuerdo con él.
––¡Cómo ríen arriba! ––dijo Fouquet exhalando un suspiro.
––¿Y vos no os reís, monseñor?
––Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.
––La fiesta se acerca.
––Y el dinero se aleja.
––¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?
––Me habéis ofrecido millones.
––Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del rey en Vaux.
Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una helada mano por su humedecida frente.
Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía la imposibilidad en que se hallaba de
hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mosquetero,
lo hallase?
––¿Por qué dudáis? ––preguntó Aramis. Y al ver que el superintendente se limitaba a sonreírse y a mover
la cabeza, añadió: ––¡Hombre de poca fe!
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––Mi querido señor de Herblay, ––repuso Fouquet, ––si caigo...
––¿Qué?
––A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré. ––Y moviendo la cabeza
como para sustraerse a sí mismo, preguntó: ––¿De dónde venís, mi buen amigo?
––De París. ––¡Ah!
––De casa de Percerín.
––¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo que no dais una importancia tan grande como
eso a los trajes de nuestros poetas.
––Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpreesa.
––¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?
––Una sorpresa que vais a dar al rey.
––¿Costará cara?
––¡Bah! cien doblones para Le Brun.
––¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la pintura esa?
––Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he inspeccionado los trajes de nuestros poetas.
––¿Son elegantes, ricos?
––Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos. Así se verá la diferencia que va de los
cortesanos de la riqueza a los de la amistad.
––¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!
––Pertenezco a vuestra escuela.
––¿Y adónde vais ahora? ––preguntó Fouquet estrechando la mano de Herblay.
––A parís en cuanto me dais una carta.
––¿Para quién?
––Para Lyonne.
––¿Qué deseáis de Lyonne?
––Un auto.
––¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?
––Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.
––¿Quién?
––Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya para diez años por haber escrito dos versos
latinos contra los jesuitas.
––¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos latinos hace diez años que está preso el infeliz?
––Sí.
––¿Y no ha cometido otro crimen?
Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.
––¿Palabra?
––Palabra.
––¿Cómo se llama?
––Seldón.
––En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais advertido?
––Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.
––¿Y está pobre esa mujer?
––Está en la miseria más espantosa.
––¡Oh Dios! ––exclamó Fouquet, ––a las veces permitís tales injusticias, que me explico que haya infortunados
que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.
Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió velozmente algunas líneas a su
compañero Lyonne.
Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.
––Guardaos, ––dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas de a mil libras que había en él, –
–haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre todo no le digáis...
––¿Qué, monseñor?
––Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario diría que yo soy un pobrísimo superintendente.
Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.
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––También yo lo espero, ––dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo apresuradamente con la
carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose consigo a Moliere, que ya empezaba
a impacientarse.
OTRA CENA EN LA BASTILLA
Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los pobres cautivos.
Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes y a las cestas atestadas de
manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición
del detenido.
Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el
asador volteaba más cargado que de costumbre.
La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato mechado, ceñido
de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con
vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.
Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes, el cual, vestido a
lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su hambre y demostraba la más
viva impaciencia.
El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de Vannes, y aquella
noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia tras confidencia. El prelado se
convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en
cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.
––Caballero ––exclamó el gobernador, ––y perdonad que así os llame, pues en verdad esta noche no me
atrevo a llamaros monseñor.
––No, llamadme caballero, ––repuso Aramis; ––traigo botas. ––Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me
recordáis esta noche:
––No, ––respondió Aramis escanciándose vino, ––pero supongo que a un buen comensal vuestro.
A dos me recordáis... dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran cardenal, el de
Rochela, el que llevaba botas cual vos. No es verdad?
––Lo es, ––respondió Herblay. ––¿Y la otra?
––La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó
los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. ––Y al ver que Aramis se
dignaba sonreírse, se alentó a añadir: Y de cura se hizo obispo, y de obispo...
––¡Alto ahí! ––dijo Herblay.
––Os digo que me parecéis un cardenal.
––Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que calzo botas de caballero; pero ni aun
esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.
––Sin embargo, alentáis malas intenciones. –
––Malas como todo lo mundano.
––¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?
––Sí.
––¿Y continuáis esgrimiendo la espada?
––Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.
––Ahí tenéis vino.
––No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está cerrada.
––Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas o la llegada de los correos.
––¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?
––Clarísimamente, y eso me molesta.
––Pero uno se ahoga aquí... ¡Francisco!
––¿Señor?
––Hacedme el favor de abrir la ventana, ––dijo Aramis. ––Con vuestro permiso, señor de Baisemeaux.
––Monseñor está aquí en su casa, ––respondió el gobernador. ––Decidme, os encontraréis solo ahora que
el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es amigo muy antiguo, ¿no es verdad?
––Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros, ––respondió Aramis.
––Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.
––Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor de La Fere, le venero.
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––Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué buen bebedor! A lo menos uno puede leer en el
pensamiento de hombres como el capitán.
––Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros días, y si tengo alguna
pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais un diamante dentro de vuestro vaso.
––Bravo, ––dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino y trasegándolo en su estómago
mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe de algún pecado capital del obispo.
Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención el ruido que subía del patio.
Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con grande estrépito, pese a lo cual nada
oyó el gobernador.
––¡Cargue el diablo con él! ––exclamó Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó Baisemeaux. ––supongo que no os referís al vino que bebéis ni a quien os lo
da a beber.
––No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como pudiera hacerlo un escuadrón entero.
––Será algún correo, ––dijo Baisemeaux bebiendo a más y mejor. ––Tenéis razón, cargue con él el diablo,
y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.
––Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío, ––dijo Aramis mostrando el suyo.
––Palabra que me dais el mayor placer... ¡Francisco!... ¡vino!
––Está bien, señor, ––dijo Francisco;... ––pero... ha llegado un correo...
––Que se lo lleve el diablo.
––Sin embargo, señor...
––Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. ––Y canturreando añadió: ––Mañana será de día.
––Señor, ––tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.
––Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux, ––repuso Aramis.
––¿Y de qué he de tener yo cuidado? ––exclamó el gobernador, algo más que alegre.
––A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela, son órdenes.
––Casi siempre.
––¿No proceden de los ministros las órdenes?
––Sí; pero...
––¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey? ––Puede que tengáis razón. Con todo eso
no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien servida y en compañía de un amigo...
Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy yo quien os he convidado al mi mesa y que hablo con un
presunto cardenal.
––Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.
––¿Qué ha hecho Francisco?
––Ha murmurado.
––Malo, malo, malo...
––Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera de lo usual. Podría muy
bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar, sino vos al resistiros a escuchar.
––¿Yo no tener razón delante de Francisco? ––exclamó Baisemeaux. ––Duro me parece.
––Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he molestado;
pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.
––Puede que tengáis razón, ––masculló el gobernador. ––Una orden del rey es sagrada. Pero repito que
las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo...
––Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia...
––Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.
––No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.
––¿Conque queréis?
––Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese soldado.
––Esto es matemático; ––dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió: ––Que suban la orden
del rey.
El soldado salió.
––¿Sabéis que es? ––dijo el gobernador a Aramis: ––pues algo por el estilo: “Cuidado con el fuego en las
inmediaciones del polvorín”; o bien “Vigilad a fulano, que no se fugue”. ¡Si supieseis cuántas veces me han
hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden
llegada al galope, o más bien para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad!
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Se conoce que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que
de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de mis oficiales, la multiplicidad
de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio es escribir para molestarme cuando estoy
contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción. ––añadió Baisemeaux inclinándose ante
Aramis. ––Dejémosles, pues, que cumplan su cometido.
––Y cumplid vos el vuestro, ––propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.
De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió y la leyó con lentitud,
mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al través del cristal.
––¿No lo dije? ––exclamó el gobernador.
––¿Qué es? ––preguntó el obispo.
––Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!
––Buena es para el interesado, no lo negaréis.
––¡Y a las ocho de la noche!
––Eso es caridad.
––Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el haragán que se aburre
en su calabozo, –– prorrumpió el gobernador exasperado.
––¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de cuantía?
––¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.
––¿Me permitís si no hay indiscreción? ––dijo Herblay. ––Tomad, leed.
––La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?
––¡Urgente!... ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de soltarle, hoy, esta
noche misma, a las ocho?
Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima de la mesa y la
emprendió de nuevo con los manjares.
––Tienen unos arranques, que ¡vaya! ––repuso Baisemeaux con la boca llena; ––a lo mejor prenden a un
hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que sobre todo se ejerza sobre él la más escrupulosa
vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso,
¡pam! sin saber por qué ni por qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún
diréis que no hay para qué encoger los hombros?
––Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.
––Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?
––¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.
––A Dios gracias...
––Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.
––Decídmelo a mí.
––Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda mientras vive,
¿no es verdad, Baisemeaux?
––Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será puesto en libertad.
––¿Mañana?
––Al amanecer.
––¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?
––Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.
––Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la caridad es para mí un deber más
imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido ––bastante tiempo, pues según vos mismo
me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la Bastilla. Abreviadle su suplicio proporcionadle
sin más tardar la––alegría que le espera, y Dios os recompensará.
––¿Os empeñáis?
––Os lo ruego.
––¿Así, en lo mejor de la cena?
––Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra mesa.
––Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.
––No importa.
––Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la campanilla y llamar a Francisco y por un movimiento
natural, se volvió hacia la puerta.
Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para trocarla con otro papel doblado
de la misma manera y que sacó de su bolsillo.
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––Francisco, dijo el gobernador, ––que suba aquí el mayor con los llaveros de la Bertaudiére.
El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos comensales.
EL GENERAL DE LA ORDEN
Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no perdió de vista al
gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y que era evidente buscaba una
razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los
postres.
––¡Ah caramba! ––exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo que buscaba, no
puede ser.
––¿Qué es lo que no puede ser? ––preguntó Aramis.
––El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?
––Adonde pueda.
––Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.
Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.
––Para todo tenéis respuesta... ¡Francisco!... al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, número
3 de la Bertaudiére.
––¿Seldón, decís? ––preguntó con la mayor naturalidad el obispo. ––Sí, es el nombre del individuo al
quien ponen en libertad.
––Querréis decir Marchiali, ––replicó Aramis.
––¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.
––Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.
––Como que he leído la orden...
––Y yo también.
––Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así, ––repuso el gobernador mostrando un dedo.
––Pues yo he visto Marchiali en letras así, ––replicó Aramis alzando dos dedos.
––Aclarémoslo inmediatamente, ––dijo Baisemeaux, plenamente convencido de lo que afirmaba. ––
Basta leer el papel; aquí esta, ––¿Veis como dice Marchiali? ––dijo Herblay desdoblando el papel. ––
Mirad.
––Es verdad, ––respondió el gobernador con ademán de terror y dejando caer los brazos.
––¿No os lo dije?
––¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El hombre sobre quien me recomiendan incesantemente
que vele!
––Ya lo veis, Marchiali, ––replicó el inflexible Aramis.
––Confieso que no entiendo jota, monseñor.
––Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.
––¡Y decir que reza Marchiali!
––Y en buena letra.
––¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón, irlandés. Y aun recuerdo que
debajo del nombre, había un borrón.
––No hay borrón alguno; ved.
––Sí, repito, ––dijo el gobernador; ––y tan es así, que he arañado la arenilla de que el borrón estaba cubierto.
––Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis en libertad a Marchiali.
––De que ponga en libertad a Marchiali. ––repitió el gobernador esforzándose en recobrar la lucidez de
su mente.
––Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las puertas de la Bastilla a Seldón, no me
opongo.
Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada de ironía, que Baisemeaux acabó de serenar
y cobró alientos.
––Monseñor, ––dijo Baisemeaux, ––Marchiali es el preso a quien el otro día vino a visitar por manera tan
imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de “nuestra orden”.
––No sé nada de eso, ––replicó Aramis.
––Sin embargo, no hace tanto tiempo...
––Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el hombre de ayer.
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––Como quiera que sea, ––repuso Baisemeaux, ––la visita del confesor jesuita habrá sido grandemente
provechosa para ese joven.
Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.
Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por
el anverso y por el reverso con la mayor atención.
Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del poco paciente
Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo cuando sabía que el atufarse era
peligroso.
––¿Vais a libertar a Marchiali? ––dijo Herblay. ––¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido gobernador!
––Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y del interrogatorio a
que voy a sujetarlo resulte claro para mí...
––Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y qué queréis ver
claro por ese camino?
––Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la orden.
––¿Y qué provecho vais a sacar? ––repuso Aramis con la mayor frescura.
––Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores, ni infringe los
deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.
––Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado
cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes del cargo que desempeña.
Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.
––De lo cual se sigue, ––continuó Aramis, ––que para descargo de vuestra conciencia acudís a la consulta.
––Sí, monseñor.
––Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?
––Claro que sí, monseñor.
––¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?
––Sí. monseñor.
––¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?
––Es verdad, pero puede...
––Ser falsa, ¿no es verdad?
––Se han dado casos, monseñor.
––Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?
––También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con tanta mayor razón
pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.
––Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux, ––dijo Aramis, ––y vuestra argumentación
no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer que esas firmas sean falsas?
––En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no está presente para
decirme que ha firmado.
––Pues bien, señor de Baisemeaux, ––repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila, ––
adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a tomar una pluma si me la dais.
Baisemeaux le dio una pluma.
Y una hoja en blanco, ––añadió Aramis.
––Baisemeaux le dio el papel.
––Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro de que daréis fe,
por mucha que sea vuestra incredulidad.
Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél tan afable y alegre
poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.
Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima de su hombro:
“A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras, que significaban “ad
majorem Dei gliriam”. Luego continuó:
“Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la
Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución inmediatamente.
Herblay,
general de la Compañía por gracia de Dios.
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Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la boca y quedó
con la mirada fija, inmóvil y mudo.
Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que encerraba
un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello que suspendido al cuello y debajo
de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.
Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin inteligencia el
sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.
––Vaya, ––dijo Aramis tras un dilatado silencio, ––no me hagáis creer que la presencia del general de la
compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia de haberle visto. ¡Animo! levantaos,
dadme vuestra mano, y obedeced.
Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con
tartamuda lengua:
––¿Inmediatamente?
––No exageremos, ––repuso Aramis; ––sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos acatamiento a esos
ricos postres.
––De esta no me levanto, monseñor, ––dijo Baisemeaux. ––¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he
osado trataros de igual a igual!
––¿Quieres callarte, mi viejo compadre? ––replicó el obispo comprendiendo que la cuerda estaba muy tirante
y sería peligroso romperla. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi protección
y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos.
Baisemeaux reflexionó, y al ver, de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión
de un preso por medio de una orden falsa. puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la
orden, y halló que esta última no le compensaba.
––Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato, ––dijo Aramis, que leyó en el pensamiento de su comensal. –
–Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de hacerlo pro vos.
––Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? ––repuso el gobernador después de haberse inclinado ante un
nuevo gesto que hiciera el obispo.
––¡Qué hacéis cuando soltáis a un preso?
––Sigo las instrucciones del reglamento.
––Pues obrad ahora de la misma manera.
––Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando es personaje de
cuenta.
––Marchiali no es nada de eso, ––repuso Aramis con negligencia.
––No lo sé, ––replicó el gobernador con acento que quería decir: A vos os toca probármelo.
––Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali como si fuera de
los ínfimos.
––Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los oficiales subalternos
debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.
––Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?
––Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como
los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.
––¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?
––Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles y casi desnudo.
––Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.
––Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.
Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien debía.
Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que acababa de soltar
su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo una encendida detrás de la puerta.
Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos, pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su
movilidad.
Se iba acercando el rumor de pasos.
––Salid a recibir a esos hombres, ––dijo Aramis.
El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso regresó al comedor,
donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía la libertad.
El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.
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––Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento, ––añadió el gobernador, ––vais a jurar
que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.
El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.
––Estáis libre, ––dijo Baisemeaux, ––¿adónde pensáis ir?
El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de antemano.
––Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme, ––dijo Aramis saliendo de la penumbra.
––Dios os tenga en su santa guarda, ––dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador,
tanto cuanto le extrañara la fórmula.
El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.
––¿Os da mala espina mi orden? ––dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux; ––¿teméis que la encuentren
si vienen a practicar un registro?
––Deseo conservarla, ––respondió el gobernador. ––Si la encontraran en mi casa sería señal cierta de mi
perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.
––¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? ––repuso Aramis encogiendo los hombros. ––¡Bah! Adiós,
Baisemeaux.
Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.
El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata, subió a la carroza después de
haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta única palabra:
––¡Adelante!
La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida de un individuo que alumbraba
el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar libre el paso.
Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos, y tal era el estado de su
ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.
El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales de vida.
Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. A uno y otro lado se veía el
cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme, marcharon al paso hasta el centro del
barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora porque se enardecían, ya porque les aguijaban, fueron aumentando
su velocidad hasta que, una vez en Bercy, la carroza, más que por los caballos, parecía arrastrada
por el huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de San Jorge, donde estaba preparado el relevo.
Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza hacia Melún, no sin hacer un alto
en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a órdenes dadas de antemano por Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó el preso al detenerse la carroza y cual si despertara de largo sueño.
––Pasa, monseñor, ––respondió Herblay, ––que antes de seguir adelante es preciso que Vuestra Alteza y
yo conversemos un poco.
––Tan pronto se presente ocasión, ––repuso el joven príncipe.
––No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos en el corazón del bosque, y por lo tanto
nadie puede oírnos.
––¿Y el postillón?
––El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.
––A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.
––¿Os place quedaros aquí en la carroza?
––Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza esta; es la que me ha restituido a la liberta.
––Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.
––¿Cuál?
––Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas que viajan como nosotros,
y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance. Evitemos ofertas que nos incomodarían.
––Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas laterales.
––Tal era mi intención, monseñor.
Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las
riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas, a una alameda sinuosa, en lo
último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el
mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los retoños
de las encinas.
––Os escucho, ––dijo el joven príncipe a Aramis, ––pero ¿qué hacéis?
––Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.
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EL TENTADOR
––Príncipe mío, ––dijo Aramis volviéndose en la carroza, hacia su compañero, ––por muy poco que yo
valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el lugar que ocupo en la escala de los
seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de quien no haya leído en su imaginación al través de la
máscara viviente echada sobre nuestra inteligencia para reprimir sus manifestaciones. Pero esta noche, en
medio de la oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me será dable leer en vuestras
facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra sincera. Os suplico,
pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la balanza de los príncipes, sino por amor
a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras y las inflexiones de mi voz, que en las graves circunstancias
en que estamos metidos, tendrán cada una de ellas su significado y su valor, como jamás lo habrán
tenido en el mundo otras palabras.
––Escucho, ––repitió con decisión el príncipe, ––sin ambicionar ni temer cuanto vais a decirme.
Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones de la carroza, no sólo para sustraerse
fisicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste aun la suposición de su presencia. Estaban
completamente a oscuras.
––Monseñor, ––continuó Aramis, ––os es conocida la historia del gobierno que hoy rige los destinos de
Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la vuestra, con la diferencia, sin
embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión, la oscuridad de la soledad y la estrechez
de la vida oculta, ha pasado su infortunio, sus humillaciones y estrecheces en plena luz del implacable
sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso fango, en que toda gloria
parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores, y se vengará, lo cual
significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI o Carlos IX, pues no tiene que
lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de sus vasallos, porque ha padecido injurias
de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente los méritos y los defectos de ese príncipe, lo
primero que hago es poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.
Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras que acababa de pronunciar
se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.
––Dios todo lo hace bien, ––prosiguió el obispo de Vannes; y de esto estoy tan persuadido, que desde un
principio me felicité de que me hubiese escogido por depositario del secreto que os he ayudado a descubrir.
Dios, justiciero y previsor, para consumar una grande obra necesitaba un instrumento inteligente, perseverante,
convencido; y ese instrumento soy yo, que estoy dotado de clara inteligencia, soy perseverante y estoy
convencido, yo, que gobierno un pueblo misterioso que ha tomado por divisa la de Dios: “Patiens quia
aeternus!”
El príncipe hizo un movimiento.
––Conozco que habéis levantado la cabeza, monseñor, ––prosiguió Aramis, ––y que os admira que yo
gobierne un pueblo. No pudisteis imaginar que tratabais con un rey. ¡Ah! monseñor, soy rey, es verdad,
pero rey de un pueblo humildísimo y desheredado: humilde, porque sólo tiene fuerza arrastrándose; desheredado,
porque en este mundo casi nunca cosecha el trigo que siembra, no come el fruto que cultiva. Trabaja
por una abstracción, reune todas las moléculas de su poder para formar con ellas un hombre, y con las
gotas de su sudor forma una nube alrededor de ese hombre, que a su vez y con su ingenio debe convertirla
en una aureola abrillantada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad. Este es el hombre que está a
vuestro lado, monseñor; lo cual equivale a deciros que os he sacado del abismo a impulsos de un gran designio,
y que en mi esplendoroso designio quiero haceros superior a las potestades de la tierra y a mí.
––Me habláis de la secta religiosa de la cual sois la cabeza, –– dijo el príncipe tocando ligeramente en el
brazo de Aramis. –– Ahora bien, de lo que me habéis dicho resulta, a mi modo de ver, que el día que os
propongáis precipitar a aquel a quien habréis encumbrado, lo precipitaréis, y tendréis bajo vuestro dominio
a vuestro dios de la víspera.
––No, monseñor, ––replicó el obispo; ––si yo no tuviese dos miras, no habría arriesgado una partida tan
terrible con vuestra alteza real. El día que seréis encumbrado, lo estaréis para siempre; al poner el pie en el
estribo, todo lo derribaréis, todo lo arrojaréis tan lejos de vos, que nunca jamás su vista os recordará ni siquiera
su derecho a vuestra gratitud.
––¡Oh! caballero.
––Vuestra exclamación, monseñor, es hija de la nobleza de vuestro corazón. Gracias. Tened por seguro
que aspiro a más que a la gratitud; tengo la certidumbre de que, al llegar vos a la cima, me juzgaréis todavía
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más digno de vuestra amistad, y que ambos obraremos tales portentos, que serán recordados de siglo en
siglo.
––Decidme sin reticencias lo que soy actualmente y qué os proponéis que sea en el día de mañana, ––
repuso el príncipe.
––Sois el hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, y heredero natural y legítimo del trono de
Francia. Conservándoos junto a él, como ha hecho con su hermano menor Felipe, el rey se reservaba el
derecho de ser soberano legítimo. Sólo Dios y los médicos podían disputarle la legitimidad. Los médicos
prefieren siempre al rey que reina al que no reina, y Dios no obraría bien perjudicando a un príncipe digno.
Pero Dios ha permitido que os persiguieran, y esa persecución os consagra hoy rey de Francia. ¿Os lo disputan?
prueba que tenéis derecho a reinar; ¿os secuestran? señal que teníais derecho a ser proclamado; ¿no
se han atrevido a derramar vuestra sangre como la de vuestros servidores? es que vuestra sangre es divina.
Ved ahora lo que ha hecho en vuestro provecho Dios, a quien tantas veces habéis acusado de haberos perseguido
sin descanso. Mañana, o pasado mañana, a la primera ocasión, vos, fantasma real, retrato viviente
de Luis XIV, os sentaréis en su trono, del que la voluntad de Dios, confiada a la ejecución del brazo de un
hombre, lo habrá precipitado sin remisión.
––Comprendo, no derramarán la sangre de mi hermano.
––Sólo vos seréis el árbitro de su destino.
––El secreto que han abusado respecto de mí...
––Lo usaréis vos para con él. ¿Qué hacía él para ocultarlo? Os escondía. Vivo retrato suyo, descubriríais
la trama urdida por Mazarino y Ana de Austria. Vos tendréis el mismo interés en guardar bajo llave al que,
preso, se os parecerá, como vos os parecíais a él siendo rey.
––Vuelvo a lo que os decía. ¿Quién lo custodiará?
––El mismo que os custodiaba a vos.
––Y decidme, ¿quién está en ese secreto, aparte de vos que lo habéis vuelto en mi provecho?
––La reina madre y la señora de Chevreuse.
––¿Qué harán?
––Nada, si vos queréis.
––No entiendo.
––¿Cómo van a conoceros si vos obráis de modo que no os conozcan?
––Es verdad; pero hay otras dificultades más graves todavía.
––¿Cuáles?
––Mi hermano está casado, y yo no puedo quitarle su mujer.
––Haré que España consienta en un repudio, está bien con vuestra nueva política y con la moral humana.
Así saldrá beneficiado todo lo noble y útil.
––El rey, secuestrado, hablará.
––¿A quién? ¿A las paredes?
––¿Llamáis paredes a los hombres en quienes tendréis vos depositada vuestra confianza?
––En caso necesario, sí. Por otra parte, los designios de Dios no se detienen en tan buen camino. Un plan
de tal magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico. El rey, secuestrado, no constituirá
para vos el obstáculo que vos para el soberano reinante. Dios ha dotado de un alma orgullosa e impaciente
a vuestro hermano, a quien, además, ha enervado, desarmado con el goce de los honores y el hábito
del poder soberano. Dios, que tenía dispuesto que el resultado del cálculo geométrico de que os he hablado
fuese vuestro advenimiento al trono y la destrucción de cuanto os es perjudicial, ha decidido que el vencido
acabe sus sufrimientos a poco de haber vos acabado con los vuestros. Dios ha preparado, pues, el alma y el
cuerpo del rey para la brevedad de la agonía. Vos, aprisionado como un particular, secuestrado con vuestras
dudas, privado de todo, con el hábito de una vida solitaria, habéis resistido; pero vuestro hermano, cautivo,
olvidado, restricto, no soportará su desventura y Dios llamará a sí su alma en el tiempo prefijado, esto es,
pronto.
––Desterraré al rey destronado, ––repuso con voz nerviosa Felipe; ––será más humano.
––Vos resolveréis, monseñor, ––dijo Aramis. ––Ahora decidme, ¿he planteado claramente el problema?
¿lo he resuelto conforme a los deseos o a las previsiones de Vuestra Alteza Real?
––Excepto dos cosas, nada habéis olvidado.
––¿La primera?
––Hablemos de ella sin tardanza y con la misma franqueza que ha informado hasta ahora nuestra conversación,
hablemos de las causas que pueden echar por tierra las esperanzas que hemos concebido; de los
peligros que corremos.
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––Estos serían inmensos, infinitos, espantosos, insuperables, si, como os he manifestado, no concurriese
todo a anularlos en absoluto. Ni vos ni yo corremos peligro alguno si la constancia y la intrepidez de vuestra
Alteza Real corren parejas con el milagroso parecido que la naturaleza os ha dado con el rey. Repito,
pues, que no hay peligro alguno, pero sí obstáculos, por más que este vocablo común a todos los idiomas,
tenga para mí un significado tan obscuro, que de ser yo rey lo haría suprimir por absurdo e inútil.
––Pues hay un obstáculo gravísimo, un peligro insuperable que vos olvidáis, ––replicó el príncipe.
––¿Cuál?
––La conciencia que grita, el remordimiento que desgarra.
––Es verdad, ––dijo Herblay; ––hay tal encogimiento de ánimo, vos me lo recordáis. Tenéis razón, es un
obstáculo poderosísimo. El caballo que tiene miedo a la zanja, cae en ella y se mata; el hombre que cruza
su acero temblando, deja a la espada enemiga huecos por los cuales pasa la muerte. Es verdad, es verdad.
––¿Tenéis hermanos? ––preguntó el joven.
––Estoy solo en el mundo, ––respondió Aramis con voz nerviosa y estridente como el amartillar de una
pistola.
––Pero a lo menos amáis a alguien, ––repuso Felipe. ––¡A nadie! Pero digo mal, monseñor, os amo a
vos.
––El joven se abismó en un silencio tan profundo, que para el obispo se convirtió en ruido insufrible el
que producía su aliento.
––Monseñor, ––continuó Aramis, ––todavía no he manifestado a Vuestra Alteza Real cuanto tenía que
manifestarle; todavía no he ofrecido a mi príncipe todo el caudal de saludables consejos y de útiles expedientes
que para él he acumulado. No se trata de hacer brillar un rayo a los ojos del que se complace en la
obscuridad; no de hacer retumbar las magnificencias del cañón en los oídos del hombre pacífico que se
recrea en el sosiego y en la vista de los campos. No, monseñor; en mi mente tengo preparada vuestra dicha,
mis labios van a verterla, tomadla cuidadosamente para vos, que tanto habéis amado el firmamento, los
verdes prados y el aire puro. Conozco una tierra de delicias, un paraíso ignorado, un rincón del mundo en el
que solo, libre, desconocido, entre bosques, flores y aguas bullidoras, olvidaréis todas las miserias de que la
locura humana, tentadora de Dios, os ha hablado hace poco. Escuchadme, príncipe mío, y atended, que no
me burlo. Mi alma me tengo, monseñor, y leo en las profundidades de la vuestra. No os tomaré incompleto
para arrojaros en el crisol de mi voluntad, de mi capricho, o de mi ambición. O todo o nada. Estáis atropellado,
enfermo, casi muerto por el exceso de aire que habéis respirado durante la hora que hace gozáis de
libertad; y es ésta, para mí, señal evidente de que querréis continuar respirando con tal ansia. Limitémonos,
pues, a una vida más humilde, más adecuada a nuestras fuerzas. A Dios pongo por testigo de que quiero
que surja vuestra felicidad de la prueba en que os he puesto.
––Explicaos, ––exclamó el príncipe con viveza que dio que pensar a Aramis.
––En el Bajo Poitú conozco yo una comarca, ––prosiguió el prelado, ––de la que no hay en Francia quien
sospeche que exista. Ocupa dicha comarca una extensión de veinte leguas... Es inmensa, ¿no es verdad?
Veinte leguas, monseñor, cubiertas de agua, hierbas y juncales, y con islas pobladas de bosques. Aquellos
grandes y profundos pantanos cuajados de cañaverales, duermen en silencio bajo la sonrisa del sol. Algunas
familias de pescadores los cruzan perezosamente con sus grandes barcas de álamos y abedules, de suelo
cubierto con una alfombra de cañas y techo labrado de entretejidos y resistentes juncos. Aquellas barcas,
aquellas casas flotantes, van... adonde las lleva el viento. Si tocan la orilla, es por acaso, y tan blandamente,
que el choque no despierta al pescador, si está dormido. Si premeditadamente llega a la orilla, es que ha
visto largas bandadas de rascones o de avefrías, de gansos o de pluviales, de cercetas o de becazas, de los
que hace presa con el armadijo o con el plomo del mosquete. Las plateadas alosas, las descomunales anguilas,
los lucios nerviosos, las percas rosadas y cenicientas caen en incontable número en las redes del pescador,
que escoge las piezas mejores y suelta las demás. Allí no han sentado nunca la planta soldado ni ciudadano
alguno; allí el sol benigno; allí hay trozos de terreno que producen la vid y alimentan con generoso
jugo los hermosos racimos de uvas negras o blancas. Todas las semanas una barca va a buscar, en la tahona
común, el pan caliente y amarillento cuyo olor atrae y acaricia desde lejos. Allí viviréis como un hombre de
la antigüedad. Señor poderoso de vuestros perros de aguas, de vuestros sedaes, de vuestras escopetas y de
vuestra hermosa casa de cañas, viviréis allí en la opulencia de la caza, en la plenitud de la seguridad, así
pasaréis los años, al cabo de los cuales, desconocido, transformado, habréis obligado a Dios a que os depare
un nuevo destino. En este talego hay mil doblones, monseñor; esto es más de lo que se necesita para comprar
todo el pantano de que os he hablado, para vivir en él más años que no días alentaréis, para ser el más
rico, libre y dichoso de la comarca. Aceptad el dinero con la misma sinceridad, con el mismo gozo con que
os lo ofrezco, y sin más dilaciones vamos a desenganchar dos de los cuatro caballos de la carroza; el mudo,
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mi servidor, os conducirá, andando de noche y durmiendo de día, hasta aquella tierra, y a lo menos me cabrá
así la satisfacción de haber hecho por mi príncipe lo que por su voluntad mi príncipe habrá escogido.
Habré labrado la felicidad de un hombre, lo cual me premiará Dios con más creces que no si convirtiera a
ese hombre en poderoso; y cuenta que lo primero es imponderablemente más difícil. ¿Qué respondéis,
monseñor? Aquí está el dinero... No titubeéis. El único peligro que corréis en el Poitú es el de tomar las
fiebres; pero aun en este caso contaréis con los curanderos de allí, que al saber vuestro dinero vendrán a
curaros. De jugar la otra partida, la que sabéis, corréis el riesgo de que os asesinen en un trono u os estrangulen
en una cárcel. En verdad os digo, monseñor, que ahora que he explorado los dos caminos, no titubearía.
––Caballero, ––repuso el príncipe, ––dejadme que, antes de resolver, me baje de la carroza, ande un poco,
y consulte la voz con que Dios hace hablar a la naturaleza libre. Dentro d diez minutos os contestaré.
––Hágase como decís, ––dijo Herblay inclinándose, ––dijo Herblay inclinándose con respeto, tan augusta
y solemne había sido la voz del príncipe al decir sus últimas palabras.
CORONA Y TIARA
Aramis se apeó para tener la portezuela al príncipe, el cual se estremeció de los pies a la cabeza al sentar
la planta en el césped, y dio una vuelta alrededor de la carroza con paso torpe y casi tambaleándose, como
si no estuviese acostumbrado a caminar por la tierra de los hombres.
Eran las once de la noche del 15 de agosto; gruesas nubes, presagio de tormenta, cubrían el espacio y
ocultaban la luz de las estrellas y la perspectiva. Las extremidades de las alamedas apenas resaltaban sobre
los sotos por una penumbra gris opaca perceptible tan sólo, en medio de aquella negrura, tras atento examen.
Pero el olor de la hierba, las acres emanaciones de las encinas, la atmósfera templada por vez primera
después de tantos años le envolvía, la inefable fruición de libertad en medio del campo, hablaban un lenguaje
tan seductivo para el príncipe, que, sea cual fuere el recato, casi diremos el disimulo de que hemos
intentado dar idea, dio rienda a la emoción y exhaló un suspiro de gozo.
Poco a poco levantó el joven su entorpecida cabeza, y respiró las diferentes capas de aire a proporción
que le acariciaban el rostro cargadas de aromas. Con los brazos cruzados sobre el pecho como para impedirle
que reventara a la invasión de aquella nueva felicidad, aspiró con delicia al aire desconocido que de
noche circula bajo las bóvedas de los altos bosques. Aquel cielo que se le ofrecía a la mirada, aquellas
aguas que le enviaban sus murmullos, aquellas criaturas a quienes veía moverse, ¿no eran la realidad? ¿No
era un loco Aramis creyendo que en el mundo podía anhelarse más?
La embriagadora perspectiva de la vida campestre, libre de cuidados, temores y escaseces, el océano de
días venturosos que reverbera a los ojos de la juventud, he ahí el verdadero cebo en que puede quedar prendido
un infeliz cautivo, gastado por las piedras del calabozo, enervado por la falta de aire de la prisión. Y
aquél fue el cebo que le presentó Aramis al ofrecerle los mil doblones y el encantado edén que ocultaban a
los ojos del mundo los desiertos del Bajo Poitú.
Tales eran las reflexiones que se hacía Aramis mientras con ansiedad indecible seguía la marcha silenciosa
de las alegrías del príncipe, a quien veía abismarse gradualmente en las profundidades de su meditación.
Con efecto, Felipe, absorto, ya no tocaba con los pies en el suelo, y su alma, que de un vuelo subiera hasta
el excelso trono, suplicaba a Dios que en medio de aquella incertidumbre, de la que debía salir su vida o
su muerte, le concediese un rayo de luz.
Fue aquel un momento terrible para el obispo de Vannes; y es que aun no se había encontrado nunca en
presencia de un infortunio tan inmenso. Aquella alma de bronce, acostumbrada a luchar contra obstáculos
ante los cuales no se halló jamás inferior ni vencido, iba a naufragar en aquel vasto plan por no haber previsto
la influencia que ejercía en un cuerpo humano un punado de hojas regadas por algunos litros de aire.
Aramis, clavado en su sitio por la angustia de la duda, contempló pues la dolorosa agonía de Felipe, que
sostenía la lucha contra los dos ángeles misteriosos. Aquel suplicio duró los diez minutos que solicitara el
joven. El cual, durante aquella eternidad, no cesó de mirar el cielo con ojos de súplica, tristes y humedecidos;
como Aramis no apartó de Felipe los suyos, preñados de avidez, inflamados y devoradores.
Felipe bajó de repente la cabeza, y es que su pensamiento había bajado nuevamente a la tierra. Al joven
se le endureció la mirada, arrugósele la frente, y armósele de resolución indómita la boca; luego volvió a
quedar con los ojos fijos, que por ahora se reflejaba en ellos la llama de los humanos esplendores; ahora su
mirada era como la de Satanás cuando, en la cima de la montaña, quería tentar a Jesucristo mostrándole los
reinos y las potestades de la tierra.
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La mirada de Aramis se hizo tan suave como antes era sombría. Felipe, con además veloz y nervioso,
acababa de tomarle la mano, diciendo:
––Vamos adonde se encuentra la corona de Francia.
––¿Es esa vuestra decisión, príncipe mío? ––preguntó Aramis.
––Sí.
––¿Irrevocable?
Felipe ni siquiera se dignó responder; se limitó a mirar al obispo, como para preguntar si un hombre puede
volver sobre su acuerdo.
––Vuestras miradas son los dardos de fuego que pintan los caracteres, ––dijo Aramis inclinándose hasta
la mano de Felipe. ––Seréis grande, monseñor, yo soy quien os lo pronostico.
––Anudemos la conversación donde la hemos dejado, ––repuso el príncipe. ––Si no recuerdo, os he dicho
que “quería” ponerme de acuerdo con vos acerca de dos puntos: los peligros o los obstáculos. Ya está
resuelto este punto. El otro estriba en las condiciones que me impondréis. Ahora os toca hablar a vos, señor
de Herblay.
––¿Las condiciones, príncipe mío?
––Por supuesto. No vais a detenerme en mi camino por tal bagatela, ni me haréis el agravio de suponer
que yo creo a pies juntillas que os habéis metido desinteresadamente en este negocio. Conque dadme a conocer
sin ambages ni rodeos vuestro pensamiento.
––Es éste, ––dijo Aramis: ––una vez rey...
––¿Cuándo lo seré?
––Mañana por la noche.
––¿Cómo?
––Os lo diré después que me hayáis contestado a lo que voy a deciros. Os envié un hombre fiel para que
os entregara un cartapacio con notas en letra menuda y redactadas con firmeza, que permiten a Vuestra
Alteza conocer a fondo a cuantas personas componen o compondrán vuestra corte.
––Leí todas las notas a que os referís.
––¿Atentamente?
––Las sé de memoria.
––¿Las comprendisteis? Y perdonad si os hago la pregunta, que bien puedo hacérsela al infeliz abandonado
de la Bastilla. Dentro de ocho días nada tendré que preguntar a un hombre de tan claro entendimiento
como vos, en el pleno goce de la libertad y del poder.
––Interrogadme pues; me avengo a ser el escolar a quien su sabio maestro le hace dar la lección señalada.
––Primeramente hablemos de vuestra familia, monseñor.
––¿De mi madre Ana de Austria? ¿de sus amarguras y de su terrible dolencia? De todo me acuerdo.
––¿Y de vuestro segundo hermano! ––repuso Aramis inclinándose.
––Añadisteis a las notas unos retratos trazados por manera tan maravillosa, tan bien dibujados, tan bien
pintados, que en ellos reconocí a las personas de quienes vuestras notas designaban el carácter, las costumbres
y la historia. Mi hermano es un gallardo moreno de pálida tez, que no ama a su mujer Enriqueta, a
quien yo, Luis XIV, he amado un poco, y aun la amo coquetamente, por más que me arrancó lágrimas el
día en que quiso despedir a La Valiére.
––Cuidado con exponeros a los ojos de ésta, ––dijo Aramis. –– La Valiére ama de todo corazón al rey actual,
y difícilmente engaña uno los ojos de una mujer que ama.
––Es rubia, y tiene ojos garzos, cuya mirada de ternura me revelará su identidad. Cojea un poco, y escribe
diariamente una carta a la que por mi orden contesta Saint-Aignán.
––¿Y a éste lo conocéis?
––Como si lo viera, y sé de memoria los últimos versos que me ha dirigido, así como los que yo he compuesto
en contestación a los suyos.
––Muy bien. ¿Y vuestros ministros?
––Colbert, feo y sombrío, pero inteligente; con los cabellos caídos hasta las cejas, cabeza voluminosa,
pesada y redonda, y por aditamento, enemigo mortal de Fouquet.
––Respecto de Colbert nada tenemos que temer.
––No, porque precisamente me pediréis vos que lo destierre.
––Seréis muy grande, monseñor, ––se limitó a decir Aramis, lleno de admiración.
––Ya veis que sé la lección a las mil maravillas, ––añadió el príncipe, ––y con la ayuda de Dios y la
vuestra no padeceré muchas equivocaciones.
––Todavía quedan un par de ojos muy molestos para vos, monseñor.
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––Ya, os referís al capitán de mosqueteros, a vuestro amigo D'Artagnan.
––En realidad es amigo mío.
––El que acompañó a La Valiére a Chaillot, el que metió a Monck en una caja para entregárselo a Carlos
II, el que ha servido tan bien a mi padre, en una palabra, el hombre a quien le debe tanto la corona de Francia,
que se lo debe todo. ¿Por ventura vais también a pedirme que destierre a D'Artagnan?
––Nunca, Sire. D'Artagnan es hombre a quien me reservo contárselo todo llegada la ocasión; pero desconfiad
de él, porque si antes de mi revelación nos descubre, vos o yo la pagaremos con la libertad o la
vida. Es hombre audaz v resuelto.
––Lo reflexionaré. Bueno, hablemos' ahora de Fouquet. ¿Qué habéis determinado respecto de él?
––Permitidme que todavía no os hable de él, monseñor, y perdonadme mi aparente falta de respeto al interrogaros
incesantemente.
––Cumplís con vuestro deber al hacerlo, y aun diré que estáis en vuestro derecho.
––Antes de hablar del señor Fouquet, tendría escrúpulo de olvidar a otro amigo mío.
––Al señor de Vallón, el Hércules de Francia. Este tiene asegurada su fortuna.
––No quise referirme a él, monseñor.
––¿Al conde de La Fere, pues?
––Y a su hijo, el hijo de nosotros cuatro.
––¿El doncel que se muere de amor por La Valiére, a quien se la ha robado por manera tan desleal mi
hermano? Nada temáis, yo haré que la recobre. Decidme, caballero de Herblay, ¿olvida el hombre las injurias
cuando ama? ¿Perdona a la mujer infiel? ¿Encaja esto con el carácter francés, o es una de las leyes del
corazón humano?
––El hombre que ama como ama Raúl de Bragelonne, acaba por olvidar el crimen de su amada; lo que no
sé, es si Raúl olvidará.
––Procuraré que así sea. ¿Nada más tenéis que decirme, referente a vuestro amigo?
––Nada más.
––Ahora hablemos del señor Fouquet. ¿Qué pensáis vos que quiero hacer de él?
––Dejadlo donde está; que continúe siendo superintendente.
––Conformes; pero hoy es primer ministro.
––No del todo.
––Un rey ignorante e indeciso como lo seré yo, necesita forzadamente un primer ministro.
––Lo que necesita Vuestra Majestad es un amigo. Tengo uno, vos.
––Más adelante tendréis más, pero ninguno tan abnegado ni tan amante de vuestra gloria como yo.
––Vos seréis mi primer ministro.
––No, desde luego, monseñor. Esto levantaría demasiadas sospechas, causaría grande extrañeza.
––¿Por ventura el primer ministro de mi abuela María de Médicis, Richelieu, era algo más que obispo de
Luzón, como vos lo sois de Vannes?
––Veo que Vuestra Alteza ha aprovechado bien mis notas. No podéis figuraros cuánto me halaga vuestra
maravillosa perspicacia.
––También sé que, gracias a la protección de la reina, Rechelieu no tardó en recibir el capelo.
––Más valdrá, ––repuso Aramis inclinándose, ––que no sea yo
primer ministro hasta que Vuestra Alteza me haya hecho nombrar cardenal.
––Lo seréis antes de dos meses, señor de Herblay. Pero esto es muy poco, tan poco, que me daríais un
disgusto si limitáis a eso vuestra ambición.
––Por eso espero más, monseñor.
––¡Ah! decid, decid.
––El señor Fouquet no desempeñará por mucho tiempo la superintendencia, pues envejecerá rápidamente.
Si hoy comparte el placer con el trabajo, hasta donde éste se lo permite, es porque le queda aún algo de
juventud; algo que desaparecerá a la primera aflicción o a la primera enfermedad que le asalte. La aflicción
se la evitaremos, porque es hombre digno y de corazón noble, pero en cuanto a la enfermedad, nada podemos.
De consiguiente, quedamos en que una vez hayáis pagado las deudas del señor Fouquet y repuesto la
hacienda, aquél, a quien habremos enriquecido, continuará siendo rey en medio de su corte de poetas y pintores.
Entonces yo, primer ministro de Vuestra Alteza Real, podré pensar en mis intereses y en los vuestros.
El príncipe miró a su interlocutor.
––Richelieu, del cual hemos hablado, ––continuó Aramis, –– cometió el grande error de querer gobernar
por sí sobre el reino, de dejar que se sentaran dos reyes en un mismo trono, Luis XIII y él, cuando pudo
instalarlos más cómodamente en dos tronos diferentes.
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––¿En dos tronos? ––repuso Felipe.
––Sí, monseñor, ––prosiguió Aramis con voz sosegada: ––un cardenal primer ministro de Francia, con
ayuda del favor y del apoyo del rey cristianísimo; un cardenal a quien su amo y señor presta sus tesoros, sus
ejércitos y su consejo, al aplicar únicamente a Francia sus recursos no cumpliría con los deberes a su cargo.
Por otra parte, ––añadió Aramis dirigiendo una mirada escrutadora a Felipe, ––vos no seréis un rey como
vuestro padre, delicado, tardío y hastiado de todo, sino un rey inteligente y guerrero, y como tal, anheloso
de ensanchar vuestros dominios, en los cuales yo os molestaría. Ahora bien, nuestra amistad debe no verse
nunca, no diré alterada, pero ni siquiera levemente velada por un designio oculto. Yo os habré dado el trono
de Francia, vos me daréis el trono de San Pedro. Cuando vuestra mano leal, firme y armada tenga por gemela
la de un papa como yo seré, ni Carlos V, que ha poseído los dos tercios del mundo, ni Carlomagno,
llegarán a vuestra cintura. Como no tengo alianzas ni prevenciones, no os enfrascaré en la persecución de
los herejes ni en las guerras de familia. Vos y yo nos compartiremos el universo, vos en lo temporal, yo en
lo espiritual, y como yo moriré primero que vos, vuestra será mi herencia. ¿Qué os parece mi plan, monseñor?
––Que sólo el haberos comprendido me llena de gozo y de orgullo; seréis cardenal, señor Herblay, y una
vez cardenal, mi primer ministro, y una vez mi primer ministro, haré cuanto me digáis para que os elijan
papa. Pedidme garantías.
––¿Para qué? Nunca haré yo cosa alguna sin que vos salgáis ganando; ni subiré, que no os haya hecho
subir a vos el escalón superior, y me mantendré siempre lo bastante lejos de vos para sustraerme a vuestros
celos, y lo bastante cerca para conservar vuestro provecho y celar vuestra amistad. En este mundo todos los
pactos se rompen porque el interés que encierran tiende a ladearse de sólo un lado. Entre vos y yo nunca
pasará eso; he ahí por qué no necesito garantías.
––¿Así pues... mi hermano... desaparecerá?
––Sí, monseñor, y sin que persona alguna se dé cuenta de ello. Lo robaremos de su cama valiéndonos de
una trampa que cede a la presión del dedo. Dormido a la sombra de la corona, despertará en el cautiverio.
Vos, desde aquel instante, impondréis vuestra única voluntad, y nada os interesará como el conservarme a
vuestro lado.
––Es cierto. Aquí está mi mano, señor de Herblay.
––Permitidme que me arrodille respetuosamente en vuestra presencia, Sire. El día que la corona ciña
vuestra frente, y la tiara la mía, nos abrazaremos.
––Abrazadme sin más tardanza, y sed para mí más que un hombre grande y hábil, más que un genio sublime:
sed bueno para conmigo, sed un padre.
Al escuchar tales palabras, Aramis casi se le subieron las lágrimas a los ojos, y le pareció sentir en su corazón
algo hasta entonces para él desconocido; pero aquella impresión fue fugaz.
––¡Su padre! ––dijo entre sí Herblay. ––Padre, sí, pero padre santo.
El príncipe y el obispo subieron nuevamente a la carroza, que partió a escape camino de Vaux.
EL CASTILLO DE VAUX
El castillo de Vaux, situado a una legua de Melún, fue construido por Fouquet en 1653, es decir en un
tiempo en que en Francia era grande la escasez de dinero, pues por una parte Mazarino lo había robado casi
todo, y por la otra, Fouquet gastaba el resto. Sin embargo, como hay hombres que tienen fecundos los defectos
y útiles los vicios, Fouquet, al sembrar los millones en su palacio, halló manera de cosechar tres
hombres ilustres; a Levau, arquitecto del edificio, a Le Notres, autor del plano de los jardines, y a Le Brun,
que pintó las habitaciones.
Vaux no tenía más que un defecto, y era su carácter grandioso, su graciosa magnificencia.
Una gran verja sostenida por cariátides forma la entrada de Vaux, y luego que uno la ha atravesado se
encuentra frente al cuerpo principal del edificio, precedido de un gran patio ceñido de profundos fosos coronados
de una magnífica barandilla de piedra. Aquel edificio, construido por un vasallo, se parece más a
un alcázar que no los palacios que Wolsey se creía obligado a regalar a su señor para no despertarle la envidia.
Pero, si algo puede ser preferido a la espléndida disposición de las habitaciones, al lujo de los dorados, a
la profusión de las pinturas y las estatuas, es el parque, son los jardines de Vaux. Los surtidores, maravillosos
en 1653, lo son aún en la hora presente: las cascadas despertaban la admiración de reyes y príncipes; y
por lo que hace la famosa gruta, el lector nos perdonará que no describamos todas sus bellezas, porque no
querríamos despertar, respecto de nosotros, críticas como las que a la sazón meditaba Boileau. Haremos,
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pues, como Despreaux, entraremos en el parque que tenía entonces tan sólo ocho años, no obstante lo cual
se doraban a los primeros rayos del sol las ya frondosas y altas cimas de sus árboles. Le Notre anticipó el
goce del mecenas: todos los planteles dieron árboles precoces gracias al sumo cuidado que se puso en su
cultura y al eficaces abonos. Todo árbol de las cercanías que presentaba condiciones de gran desarrollo, era,
trasplantado al parque, para adorno del cual podía fouquet comprar muy bien árboles y más árboles, cuando
para agrandarlo había comprado tres aldeas junto con lo que contenían.
El suntuoso palacio estaba dispuesto para recibir “al más gran de rey del mundo”. Los amigos de Fouquet
habían conducido a él, en coche, unos sus actores y sus decoraciones, otros sus estatuarios y sus pintores, y,
otros, finalmente, algunos ingenios, pues se trataba de improvisar en grande.
Por patios y corredores circulaba un ejército de criados, mientras Fouquet, que hasta aquella mañana
misma no llegó, se paseaba tranquilo y perspicaz, para dar las últimas órdenes, después de haber pasado los
mayordomos la última revista.
Era el 15 de agosto. El sol caía verticalmente sobre los hombros de los dioses de mármol y de bronce, y
al tiempo que calentaba el agua de los estanques, hacía madurar en los vergeles los magníficos melocotones,
por los que debía suspirar medio siglo después el “gran rey”, que decía a cierto personaje: Sois demasiado
joven para haber comido melocotones del señor Fouquet.
¡Oh recuerdo! ¡oh trompetas de la fama! ¡oh gloria terrenal! ¡Aquel que tanto sabía apreciar el mérito;
aquel que recogió la herencia de Nicolás fouquet, y la quitara a Le Notre y a Le Brun, y lo mandara sepultar
a perpetuidad en una prisión de Estado, sólo recordaba los melocotones de su enemigo vencido, aniquilado,
olvidado! Por más que fouquet tiró treinta millones en sus estanques, en los crisoles de sus estatuarios, en
los bufetes de sus poetas y en las carteras de sus pintores, en vano creyó que dejaría memoria de él; y un
puñado de materia vegetal que un lirón roe con la mayor frecuencia, bastaba para que un gran rey evocara
en su memoria la imagen lamentable del último superintendente de Francia.
Seguro de que Aramis había distribuido bien los criados, cuidado de hacer guardar las puertas, y preparado
los alojamientos, Fouquet no se ocupó más que en el conjunto. Aquí, Gourville le mostró la disposición
de los fuegos artificiales, allí Moliére lo condujo al teatro, hasta que por fin y después de haber visitado la
capilla, los salones y las galerías, al bajar, rendido de cansancio, Fouquet se encontró en la escalera con
Aramis, que le hizo una seña.
El superintendente se unió a su amigo, que le detuvo ante un cuadro apenas terminado, y al cual daba los
últimos toques Le Brun, sudando, manchado de colores, pálido de fatiga y de inspiración. Era el esperado
retrato del rey, con el traje de ceremonia.
Fouquet se colocó delante de aquel retrato, que, por decirlo así, respiraba, miró la figura, calculó el trabajo,
se admiró, y no hallando recompensa digna de aquella hercúlea labor, echó los brazos al cuello del artista
y lo estrechó contra su pecho.
Si para el artista fue aquel un momento de gozo, no así para el sastre Percerín, que iba tras Fouquet, y
admiraba en la pintura de Le Brun el traje que él hiciera para Su Majestad.
Las exclamaciones de Percerín fueron interrumpidas por la señal que dieron desde la torre del palacio.
Más allá de Melún, en la llanura, los vigías de Vaux habían divisado el cortejo del rey y de las reinas: Su
Majestad entraba en aquel momento en Melún con su larga fila de carrozas y jinetes.
––Dentro de una hora, ––dijo Aramis a Fouquet.
––¡Dentro de una hora! ––exclamó el superintendente exhalando un suspiro.
––¡Y el pueblo que pregunta de qué sirven las fiestas reales! –– prosiguió el obispo riéndose con hipocresía.
––¡Ay! también yo me lo pregunto y no soy pueblo, ––repuso Fouquet.
––Dentro de veinticuatro horas os responderé, monseñor. Poned buena cara, que es día de júbilo.
––Tanto si me creéis como si no, Herblay, designando con el dedo el cortejo de Luis en el horizonte, ––
sé deciros que aunque él no me quiere mucho ni yo le quiero más a él, a proporción que va acercándose...
––¿Qué?
––Me es sagrado, es mi rey, casi me es querido.
––¿Querido? lo creo ––repuso Aramis haciendo hincapié en el vocablo, como andando el tiempo hizo el
padre Terray con Luis XV.
––No lo toméis a broma, Herblay; conozco que, de quererlo él, amaría a ese joven.
––Eso no tenéis que contármelo a mí ––replicó el obispo, –– sino a Colbert.
––¡A Colbert! ––exclamó Fouquet. ––¿Por qué?
––Porque hará que os señalen una pensión sobre el bolsillo particular del rey, cuando sea superintendente.
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––¿Adónde vais? ––preguntó Fouquet con gesto sombrío, al ver que Aramis se marchaba después de
haber disparado el dardo.
––A mi habitación para mudar de traje.
––¿Dónde estáis alojado?
––En el cuarto azul del piso segundo.
––¿El que cae encima del dormitorio del rey?
––Sí.
––¡Vaya una sujección que os habéis impuesto! ¡Condenarse a la inmovilidad!
––Paso la noche durmiendo o leyendo, monseñor.
––¿Y vuestros criados?
––Sólo me acompaña una persona.
––¡Nada más!
––Me basta mi lector. Adiós, monseñor; no os fatiguéis en demasía. Conservaos bien para la llegada del
rey.
––¿Os veremos a vos y al vuestro amigo Vallón?
––Le he dejado junto a mí. Ahora se está vistiendo.
Fouquet saludó con la cabeza y con una sonrisa, y pasó cual generalísimo que recorre las avanzadas al
anunciarle la presencia del enemigo.
EL VINO DE MELÚN
En efecto, el rey había entrado en Melún pero sin más propósito que el de atravesar la ciudad, tal era la
sed de placeres que le àguijaba. Durante el viaje, sólo había visto dos veces a La Valiére, y adivinando que
no podría hablar con ella sino de noche y en los jardines, después de la ceremonia, no veía la hora de llegar
a Vaux. Pero Luis XIV echaba la cuenta sin la huéspeda, queremos decir sin D'Artagnan y sin Colbert.
Semejante a Calipso, que no podía consolarse de la partida de Ulises, el capitán de mosqueteros no podía
consolarse de no haber adivinado por qué Aramis era el director de las fiestas.
––Como quiera que sea ––decía entre sí aquel hombre flexible en medio de su lógica, ––cuando mi amigo
el obispo de Vannnes ha hecho eso para algo será.
Pero en vano se devanaba los sesos.
D'Artagnan, que estaba tan curtido en las intrigas cortesanas, y conocía la situación de Fouquet más que
Fouquet mismo, concibió las más raras sospechas al tener noticia de aquella fiesta que habría arruinado a
un hombre rico, y que para un hombre arruinado era una empresa descabellada y de realización imposible.
Además, la presencia de Aramis, de regreso de Belle-Isle y nombrado director de las fiestas por Fouquet, su
asidua intervención en todos los asuntos del superintendente, y sus visitas a Baisemeaux, eran para D'Artagnan
puntos demasiado obscuros para que no le preocupasen hacía ya algunas semanas.
––Con hombres del temple de Aramis ––decía entre sí el gascón, ––uno no es el más fuerte sino espada
en mano. Mientras Aramis fue inclinado al la guerra, hubo esperanzas de sobrepu jarle; pero desde el punto
y ahora en que se echó una estola sobre la coraza no hay remedio para nosotros. Pero ¿qué se propone Aramis?...
¿qué me importa, si sólo quiere derribar a Colbert?... Porque ¿qué más puede querer?
El mosquetero se rascaba la frente, tierra fértil de la que el arado de sus uñas había sacado tantas ideas
fecundas, y resolvió hablar con Colbert; pero la amistad y el juramento que lo ligaban a Aramis le hicieron
retroceder, sin contar que él, por su lado odiaba también al intendente. Luego se le ocurrió hablar sin ambages
con el rey; pero el rey se quedaría a obscuras respecto de sus sospechas, que ni siquiera tenían la realidad
de la conjetura. Por último, decidió dirigirse directamente a Aramis tan pronto volviese a verlo.
––Lo tomaré de sorpresa ––dijo para sí el mosquetero; ––le hablaré al corazón, y me dirá... ¿Qué? Algo,
porque ¡vive Dios! que aquí hay misterio.
Ya más tranquilo, D'Artagnan hizo sus preparativos de viaje, y cuidó de que la casa militar del rey, muy
poco nutrida aún, estuviese bien regida y organizada en sus pequeñas proporciones. De lo cual se siguió
que Luis XIV, al llegar a la vista de Melún, se puso al frente de sus mosqueteros, de sus suizos y de un piquete
de guardias francesas, que en conjunto formaban un reducido ejército que se llevaba tras sí las miradas
de Colbert, que hubiera deseado aumentarlo en un tercio.
––¿Para qué? ––le preguntó el rey.
––Para honrar más al señor Fouquet ––respondió el intendente.
––Sí, para arruinarlo más aprisa ––dijo mentalmente el gascón.
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El ejército llegó frente a Melún, cuyos notables entregaron al Luis XIV las llaves de la ciudad y le invitaron
a entrar en las casas consitoriales para beber lo que en Francia llaman el vino de honor.
Luis XIV, que había hecho el propósito de no detenerse para llegar a Vaux, se sonrojó de despecho.
––¿Quién será el imbécil causante de ese retardo? ––murmuró el rey, mientras el presidente del municipio
echaba la arenga de rúbrica.
––No soy yo ––replicó D'Artagnan; ––pero sospecho que es el señor Colbert.
––¿Qué se os ofrece, señor D'Artagnan? ––repuso el intendente al oír su nombre.
––Se me ofrece saber si sois vos quien ha dispuesto que convidasen al rey a beber vino de Brie.
––Sí, señor.
––Entonces es a vos a quien el rey ha aplicado un calificativo.
––¿Cuál?
––No lo recuerdo claramente... ¡Ah!... mentecato... no, majadero... no, imbécil, esto es, imbécil. De eso
ha calificado Su Majestad al que ha dispuesto el vino de honor.
D'Artagnan, al ver que la ira había puesto tan sumamente feo al intendente, apretó todavía más las clavijas,
mientras el orador seguía su arenga y el rey sonrojaba a ojos vistos.
––¡Voto a sanes! ––dijo flemáticamente el mosquetero, ––al rey va darle un derrame. ¿Quién diablos os
ha sugerido semejante idea, señor Colbert? Como yo no soy hacendista no he visto más que un plan en
vuestra idea.
––¿Cuál?
––El de hacer tragar un poco de bilis al señor Fouquet, que nos está aguardando con impaciencia en
Vaux.
Lo dicho fue tan recio y certero, que Colbert quedó aturdido. Luego que hubo bebido el rey, el cortejo reanudó
la marcha al través de la ciudad.
El rey se mordió los labios, pues la noche se venía encima, y con ella se le desvanecían las esperanzas de
pasearse con La Valiére.
Por las muchas consignas, eran menester a lo menos cuatro horas para hacer entrar en Vaux la casa del
rey; el cual ardía de impaciencia y apremiaba a las reinas para llegar antes de que cerrara la noche. Pero en
el instante de ponerse nuevamente en marcha, surgieron las dificultades.
––¿Acaso el rey no duerme en Melún? ––dijo en voz baja Colbert a D'Artagnan.
Colbert estaba mal inspirado aquel día al dirigirse de aquella manera al mosquetero, que conociendo la
impaciencia del soberano, no quería dejarle entrar en Vaux sino bien acompañado, es decir, con toda la
escolta, lo cual, por otra parte, no podía menos de ocasionar retardos que irritarían todavía más al rey.
¿Cómo conciliar aquellas dos dificultades? D'Artagnan no halló otro expediente mejor que repetir al rey las
palabras del intendente.
––Sire ––dijo el gascón, ––el señor Colbert pregunta si Vuestra Majestad duerme en Melún.
––¡Dormir en Melún! ¿Por qué? ––exclamó Luis XIV, ––¿A quién puede habérsele ocurrido esa sandez,
cuando el señor Fouquet nos aguarda esta noche?
––Sire ––repuso Colbert con viveza, ––me ha movido el temor de que se retrasara Vuestra Majestad, que,
según la etiqueta, no puede entrar en parte alguna, más que en sus palacios, antes que su aposentador haya
señalado los alojamientos, y esté distribuida la guarnición.
D'Artagnan prestaba oído atento mientras se roía el bigote. Las reinas escuchaban también; y como estaban
fatigadas, deseaban dormir, y sobre todo impedir que el monarca se pasara aquella noche con Saint-
Aignán y las damas, pues si la etiqueta encerraba en sus habitaciones a la princesa, las damas podían pasearse
terminando el servicio.
Según se ve, todos aquellos intereses contrapuestos iban levantando vapores que debían transformarse en
nubes, como éstas en tempestad. El rey no podía morderse el bigote porque aun no lo tenía; pero roía el
puño de su látigo. ¿Cómo salir del atolladero? D'Artagnan se sonreía y Colbert se daba tono. ¿Contra quién
descargar la cólera?
––Que decida la reina ––repuso Luis XIV saludando a María Teresa y a su madre.
La deferencia del monarca llegó al corazón de la reina, que era buena y generosa, y que, al verse árbitra,
contestó respetuosamente:
––Para mí será una gran satisfacción cumplir la voluntad del rey. ¿Cuánto tiempo se necesita para ir a
Vaux? ––preguntó Ana de Austria vertiendo sílaba a sílaba sus palabras, y apretándose con la mano su dolorido
pecho.
––Para las carrozas de Vuestras Majestades y por caminos cómodos, una hora ––dijo D'Artagnan. Y al
ver que el rey le miraba, se apresuró a añadir: ––Y para el rey, quince minutos.
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––Así llegaremos de día ––repuso Luis XIV.
––Pero el alojamiento de la casa militar ––objetó con amabilidad el intendente ––hará perder al rey todo
el tiempo que gane apresurando el viaje, por muy rápido que éste sea.
––¡Ah! bruto ––dijo para sí D'Artagnan; ––si yo tuviese interés en desacreditarte, antes de diez minutos
lo habría conseguido. Y en alto voz añadió: ––Yo de Su Majestad, al dirigirme a casa del señor Fouquet,
que es un caballero cumplido, dejaría mi servidumbre y me presentaría como amigo; quiero decir que entraría
en Vaux sólo con mi capitán de guardias, y así sería más grande y más sagrado para mi hospedador.
––He ahí un buen consejo, señora ––dijo Luis XIV, brillándole de alegría los ojos. ––Entremos como
amigos en casa de un amigo. Vayan despacio los de las carrozas, y nosotros, señores, ¡adelante!
Dicho esto, el rey picó a su caballo y partió al galope, seguido de todos los jinetes.
Colbert escondió su grande y enfurruñada cabeza tras el cuello de su cabalgadura.
––Así podré hablar esta noche misma con Aramis ––dijo para sus adentros D'Artagnan mientras iba galopando.
Además el señor Fouquet es todo un caballero, y cuando yo lo digo, voto a mí que pueden creerme.
Así, a las siete de la tarde, sin trompetas ni avanzadas, exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó
ante la verja de Vaux, donde Fouquet, previamente avisado, hacía media hora que estaba aguardando con la
cabeza descubierta, en medio de sus criados y de sus amigos.
NÉCTAR Y AMBROSÍA
Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más graciosamente aún,
tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus labios a pesar de un ligero esfuerzo
del monarca.
El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las damas, que
llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a la claridad de una luz viva
como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y duró hasta que sus majestades hubieron
desaparecido en el interior del palacio.
Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la naturaleza
enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la satisfacción de los sentidos
y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en aquel encantado retiro, del que soberano
alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de poseer otro equivalente.
No hablaremos del gran festín que reunió a sus majestades, ni de los conciertos, ni de las mágicas metamorfosis,
nos limitaremos a pintar el rostro del rey, que, de alegre, expansivo y satisfecho como era al principio,
luego se volvió sombrío, reservado, irritado. Recordó su palacio y el mísero lujo de éste, que no era
sino el utensillo de la realeza y no propiedad del hombre––rey. ¿Los grandes jarrones de Louvre, los antiguos
muebles y la vajilla de Enrique II, de Francisco 1, y de Luis XI, no pasaban de monumentos históricos,
de objetos de valor intrínseco, desechos del oficio del rey? En el palacio de Fouquet, el arte competía
con la materia. Fouquet comía en una vajilla de oro que habían fundido y cincelado para él, artistas a su
sueldo, y bebía vinos de los que el rey de Francia ni aun conocía el nombre, y les bebía en vasos cada uno
de los cuales valía más que toda la bodega real.
¿Y qué diremos de los salones, de las colgaduras, de los cuadros y de los criados y lacayos de toda especie?
¿Qué del servicio, allí donde el orden sustituía a las etiquetas, el bienestar a las consignas, y el placer y
la satisfacción del huésped eran la ley suprema para cuentos al anfitrión obedecían?
Aquel enjambre de criados que iban y venían silenciosamente, aquella muchedumbre de convidados menos
numerosa que los servidores, el incalculable número de manjares y de vasos de oro y plata; los raudales
de luz, las flores desconocidas de que se habían despojado los invernaderos como de una sobrecarga, puesto
que aun estaban lozanas; aquel conjunto aromático, que no era más que preludio de la fiesta prometida,
llenó de regocijo a todos los asistentes, que una y otra vez manifestaron su admiración, no con la voz y el
ademán, lenguajes del cortesano que olvida el respeto debido al su señor, sino con el silencio y la intención.
El rey, con los ojos, hinchados, no se atrevió a mirar a la reina; y Ana de Austria, siempre superior al todos
en orgullo, abrumó a su huésped despreciando abiertamente cuando la servían.
María Teresa, buena y curiosa de la vida, alabó a Fouquet, comió con grande apetito, y preguntó el nombre
de muchas frutas que había sobre la mesa. Fouquet respondió que ignoraba sus nombres. Aquellas frutas
procedían de los reservados del superintendente, reservados que él mismo, peritísimo en agronomía
exótica, cultivara con frecuencia. El rey, que al oír la respuesta de Fouquet, se sintió tanto más humillado
cuanto conoció la delicadeza que la dictaba, halló algo vulgar a su mujer, y sobrado orgullosa a Ana de
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Austria, y por su parte hizo el propósito de mantenerse impasible en los límites del extremo desdén o de la
simple admiración.
Pero Fouquet, que era hombre sagaz y todo lo había previsto, no obstante haber manifestado terminantemente
el rey que mientras estuviese en Vaux no quería someter sus comidas a la etiqueta, y, por consiguiente,
comería con todo el mundo, hizo que sirvieran aparte a Su Majestad, si así podemos expresarnos,
en medio de la mesa general.
Aquella cena, maravillosa por su composición, comprendía todos los manjares gratos al rey, todo cuanto
éste solía escoger. Luis XIV, el hombre más comilón de Francia, no podía, pues, alegar excusa alguna para
no comer.
Fouquet hizo más aún: acatando la orden del rey se sentó a la mesa; pero una vez servidas las menestras,
se levantó para servir personalmente al rey, mientras la señora superintendenta permanecía en pie detrás del
sillón de la reina madre. El desdén de Juno y el enojo de Júpiter no resistieron a tales muestras de delicadeza;
así es que Ana de Austria comió un bizcocho mojado en vino de San Lúcar, y el rey comió de todo.
––No puede darse una comida mejor, señor superintendente ––dijo Luis XIV.
Los demás, al oír las palabras del rey, empezaron a mover con entusiasmo las mandíbulas.
Esto no impidió que después de haberse hartado, el rey volviese a ponerse triste; en proporción del buen
humor que él creyó debía manifestar, y sobre todo en comparación de la buena cara que sus cortesanos
habían puesto a Fouquet.
D'Artagnan que comía mucho y bebía más, como quien no hace nada no perdió un bocado, pero hizo un
gran número de observaciones provechosas.
Acabada la cena, el rey no quiso perder el paseo. El parque estaba iluminado; la luna, como si se hubiese
puesto al discreción del señor de Vaux, pateó los árboles y los lagos con sus diamantes y su brillo. El ambiente
era suave; las sombrías alamedas estaban tan mullidamente enarenadas, que daba gusto sentar los
pies en ella. La fiesta fue completa, pues el rey encontró a La Valiére en una de las revueltas de un bosque,
y pudo estrechar su mano y decirla que la amaba, sin que le oyese persona alguna, más que D'Artagnan,
que seguía, y Fouquet que precedía.
En hora ya avanzada de aquella noche de encantos, el rey manifestó deseos de acostarse. Al punto se pusieron
todos en movimiento. Las reinas se encaminaron al sus habitaciones al son de tiorbas y de flautas, y
el rey, al subir, encontró a sus mosqueteros a quienes Fouquet hizo venir de Melún y convidó a cenar.
D'Artagnan desechó toda desconfianza, y como estaba cansado, y había cenado bien, se propuso gozar,
una vez en su vida, de una fiesta en casa de un verdadero rey.
––¡Es todo un hombre! dijo entre sí el gascón refiriéndose al superintendente.
Con gran ceremonia condujeron a Luis XIV al templo de Morfeo, del que vamos a dar una sucinta reseña.
Era la pieza más hermosa y capaz del palacio, y en su cúpula, pintada al fresco por Le Brun, figuraban
los sueños felices y los tristes que Morfeo así envía los poderosos como a los humildes. Todo lo gracioso a
que da vida el sueño, miel y aromas, flores y néctar, voluptuosidad o reposo de los sentidos, Le Brun lo
había derramado en su obra, suave y haciendo contrastes con ella, veíanse las copas que destilan los venenos,
el puñal que brilla sobre la cabeza del durmiente, y hechiceros y quimeras de monstruosas cabezas, y
crepúsculos más espantables que las llamas o las tinieblas más profundas.
El rey, al entrar en aquella suntuosa estancia, sintió como una sacudida eléctrica; y al preguntarle Fouquet
la causa de ella, con la palidez en el rostro contestó que era el sueño.
––¿Quiere Vuestra Majestad que entre inmediatamente su servidumbre?
––No ––respondió Luis XIV; ––tengo que hablar con algunas personas. Que avisen al señor Colbert.
Fouquet hizo una reverencia y salió.
LA HABITACIÓN DE MORFEO
Después de la cena, D'Artagnan fue a visitar a Aramis, con el fin de saber lo que sospechaba; pero en vano.
Fue franco: pero Aramis, a pesar de los terribles cargos que le suponía, amistosamente, siempre, el
mosquetero no cedió un ápice y hasta llegó a decir:
––¡Si yo tengo la idea de tocar para nada al hijo de Ana de Austria, al verdadero rey de Francia: si no estoy
pronto a besar sus pies; si mañana no es el día más glorioso de mi rey ¡que me parta un rayo!
D'Artagnan, tranquilo y satisfecho, dejó a Aramis, el cual cerró la puerta de su habitación echó los cerrojos
cerró herméticamente las ventanas y llamó:
––¡Monseñor! ¡monseñor!
Felipe abrió una puerta corredera, situada detrás de la cama, y apareció diciendo:
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––Por lo que se ve, el señor de D'Artagnan es un costal de sospechas.
––¡Ah! ¿lo habéis conocido?
––Antes que lo hubieseis nombrado.
––Es vuestro capitán de mosqueteros.
––Me es muy devoto ––replicó Felipe dando mayor fuerza al pronombre personal.
––Es fiel como un perro, y algunas veces muerde. Si D'Artagnan no os conoce antes que “el otro” haya
desaparecido, contad con él para siempre, porque será señal de que nada habrá visto; y si ve demasiado
tarde, como el gascón, nunca en su vida confesará que se haya engañado.
––Tal supuse. Y ahora ¿qué hacemos?
––Vais a atisbar desde el observatorio cómo se acuesta el rey, digo como os acostáis vos con el ceremonial
ordinario.
––Muy bien. ¿dónde me pongo?
––Sentaos en esa silla de tijera. Voy a hacer correr el suelo para que podáis mirar al través de la abertura,
que corresponde a las ventanas falsas abiertas en la cúpula del dormitorio del rey. ¿Qué veis?
––Veo al rey ––contestó Felipe estremeciéndose como al aspecto de un enemigo.
––¿Qué hace?
––Invita a un hombre a que se siente junto a él.
––Ya, el señor Fouquet.
––No; aguardad...
––Recurrid a las notas y a los retratos, monseñor.
––El hombre a quien el rey invita a sentarse, es Colbert.
––¿Colbert sentarse delante del rey? ––exclamó Aramis.
––No puede ser.
––Mirad.
––Es cierto ––repuso Herblay mirando al través de la abertura del suelo. ––¿Qué vamos a oír y qué va a
resultar de esa intimidad?
––Indudablemente nada bueno para el señor Fouquet.
El príncipe no se engañó. Dijimos que Luis XIV mandó llamar a Colbert; éste se presentó entablando
conversación íntima con Su Majestad por uno de los más insignes favores que aquél concedía. Verdad es
que el rey estaba a solas con su vasallo.
––Sentaos ––dijo a Colbert el monarca.
El intendente, henchido de gozo, tanto más cuanto temía verse despedido, rehusó aquella honra insigne.
––¿Acepta? ––preguntó Aramis.
––No, se queda en pie.
––Escuchemos.
El futuro rey y el futuro papa escucharon con avidez a aquellos simples mortales a quienes tenían bajo
sus plantas y a los cuales pudieran haber reducido a polvo con sólo quererlo.
––Hoy me habéis contrariado grandemente, Colbert ––dijo Luis XIV.
––Ya lo sabía, Sire ––contestó el intendente.
––Me gusta la respuesta. ¿Lo sabíais y lo habéis hecho? Eso prueba un ánimo especial.
––Si corría el riesgo de contrariar a Vuestras Majestad, también lo corría de ocultarle su verdadero interés.
––¿Por ventura temíais algo contra mí?
––Aunque no fuese sino para una indigestión, Sire ––dijo Colbert; ––porque no da un súbdito festines tales
a su rey más que para sofocarlo bajo el peso de los manjares suculentos.
Lanzado que hubo su vulgarísima chanza, el intendente aguardó con faz risueña el efecto de ella.
Luis XIV, el hombre más vano y delicado de su reino, perdonó aquella nueva tontada a Colbert.
––La verdad es ––repuso el monarca, ––que el señor Fouquet me ha dado una cena más que buena. Pero
¿de dónde sacará ese hombre el dinero necesario para subvenir a tan enormes gastos? ¿Lo sabéis vos, Colbert?
––Sí, Sire.
––Probádmelo.
––Fácilmente, hasta lo último.
––Ya sé que contáis con exactitud.
––Es la cualidad mejor que puede exigirse a un intendente de hacienda.
––No todos la poseen.
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––Gracias, Sire, por un elogio tan lisonjero para mí en vuestra boca.
––El señor Fouquet está rico, riquísimo y eso todo el mundo lo sabe.
––Vivos y muertos.
––¿Qué queréis decir?
––Los vivos ven la riqueza del señor Fouquet, y admiran el resultado, y aplauden; pero los muertos, conocen
las causas, y acusan.
––¿A qué causas debe, pues, el señor Fouquet su fortuna?
––Con frecuencia el oficio de intendente favorece al que lo ejerce.
––Conozco que tenéis que hablarme más confidencialmente; nadas temáis, estamos solos.
––Bajo la égica de mi conciencia y la protección del rey, Sire, nunca temo ––dijo Colbert inclinándose.
––¿Conque los muertos hablan?
––A veces, Leed, Sire.
––¡Ah! ––dijo Aramis al oído del príncipe, que escuchaba sin perder sílaba; ––pues estáis aquí para
aprender vuestro oficio de rey, monseñor, escuchad una infamia real. Vais a asistir a una de tantas escenas
que Dios, o más bien el diablo, concibe y ejecuta. Escuchad atentamente y os aprovechará.
El príncipe redobló la atención, y vio como Luis XIV tomaba de las manos de Colbert una carta.
––¡Letra del difunto cardenal! ––exclamó el rey.
––Feliz memoria la de Vuestra Majestad ––dijo el intendente; ––conocer en seguida qué mano ha escrito
un documento, es una aptitud maravillosa para un rey destinado al trabajo.
Luis XIV leyó una carta de Mazarino, y como el lector ya la conoce desde el rompimiento entre la Chevreuse
y Aramis, dejamos de citarla aquí.
––No comprendo bien ––dijo el monarca hondamente interesado en aquel asunto.
––Vuestra Majestad no tiene todavía la práctica de los empleados de la intendencia.
––Veo que se trata de dinero entregado al señor Fouquet.
––Trece millones nada menos.
––¿Y esos trece millones faltan en el total de las cuentas? Repito que no lo comprendo bien. ¿cómo puede
ser que resulte ese déficit?
––Yo no digo que pueda o no pueda resultar, lo que digo es que resulta.
––¿Y la carta de Mazarino indicas el empleo de aquel dinero y el nombre del depositario?
––De ello puede convencerse Vuestra Majestad.
––Con efecto, de ella se deduce que el señor Fouquet aun no ha devuelto los trece millones.
––Así resulta de las cuentas, Sire.
––¿Qué inferís de todo eso?
––Que no habiendo el señor Fouquet devuelto los trece millones, se los ha metido en el bolsillo. Ahora
bien, con trece millones puede hacerse un gasto cuatro veces mayor del que Vuestra Majestad no pudo
hacer en Fontainebleau. donde, si Vuestra Majestad no lo ha olvidado, sólo gastamos tres millones.
Para un torpe, no dejaba de ser una sagaz perversidad el invocar el recuerdo de la fiesta en la cual el rey,
gracias a una insinuación de fouquet, notó por vez primera su inferioridad. Colbert devolvía en Vaux la
pelota que en Fontainebleau le lanzara Fouquet, y, como buen hacendista, con todos los intereses. Predispuesto
ya de tal suerte el rey, a Colbert le quedaba poco que hacer, y así lo conoció al ver el gesto sombrío
de Luis.
El intendente aguardó a que Su Majestad hablara, con tanta impaciencia como Felipe y Aramis desde lo
alto de su observatorio.
––¿Sabéis qué resulta de todo eso, señor Colbert? ––preguntó el rey tras un instante de meditación.
––No. Sire.
––Pues resulta que si quedase comprobadas la apropiación de los trece millones...
––Lo está.
––Quiero decir si se hiciese pública.
––Mañana lo sabría todo el mundo si Vuestra Majestad...
––Si no fuese el huésped del señor Fouquet ––repuso con bastante dignidad Luis XIV.
––En todas partes el rey está en su casa. Sire, y sobre todo en las casas pagadas con su dinero.
––Paréceme ––dijo Felipe en voz baja a Aramis, ––que el arquitecto que construyó esta cúpula, previendo
el uso que harían de ella, debía haberla hecho móvil para que uno pudiese desplomarla sobre la cabeza
de canallas como Colbert.
––Lo mismo estaba yo pensando ––repuso Herblay. ––pero como en este instante Colbert está tan cerca
del rey...
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––Es verdad, esto provocaría una sucesión.
––De la que vuestro hermano menor cosecharía todo el fruto, monseñor. Pero lo mejor que podemos
hacer es callar y seguir escuchando.
––Creo que no escucharemos largo espacio ––dijo el príncipe.
––¿Por qué?
––Porque yo, de ser rey, no diría una palabra más.
––¿Qué haríais?
––Esperaría a mañana para reflexionar.
Luis XIV levantó por fin los ojos, y al ver que el intendente aguardaba, mudó de conversación diciendo:
––Señor Colbert, va haciéndose tarde y quiero acostarme.
––¡Ah! ––repuso el intendente, ––creí...
––Mañana por la mañana resolveré.
––Está bien, Sire ––dijo Colbert contrariado, y retirándose a una señal del rey.
––¡Mi servidumbre! ––dijo éste.
Entrado que hubo la servidumbre en el dormitorio de Su Majestad, Aramis dijo con su habitual dulzura:
––Cuanto acaba de pasar no es sino un incidente del que mañana ya no nos acordaremos, pero el servicio
de noche, la etiqueta con que suele acostarse el rey, es asunto de importancia. Mirad y aprended cómo debéis
acostaros, Sire.
COLBERT
La historia nos dirá, o más bien nos ha dicho las suntuosísimas fiestas que al día siguiente dio a Luis XIV
el superintendente. Dos grandes escritores se han comprobado en la reñida com petencia entablada entre la
“cascada y el surtidor”, de la lucha empeñada entre la “fuente de la Corona y los Animales”, para saber cuál
se llevaba la gloria. Así pues, el día siguiente fue de diversiones y de alegría: hubo paseo, banquete y comedia,
comedia en la cual, y con asombro, conoció Porthos a Moliére que desempeñaba uno de los papeles
de la “farsa” los °Importunos”.
Luis XIV, preocupado en la escena de la víspera y dirigiendo el veneno vertido por Colbert, durante todo
aquel día se mostró frío, reservado y taciturno, sin embargo de reproducirse a cada paso en aquella encantada
mansión todas las maravillas de las “Mil y una noches”.
Hasta mediodía no empezó el rey a recobrar un poco la serenidad, sin duda porque acababa de tomar una
resolución definitiva.
Aramis, que seguí paso al paso al monarca así en su pensamiento como en su marcha, dedujo que no se
haría esperar el acontecimiento que él esperaba.
Ahora Colbert parecía andar de concierto con el obispo de Vannes, tanto, que ni por consejo de éste
habría punzado más hondamente el corazón del soberano.
Éste, teniendo necesidad de apartar de sí un pensamiento sombrío, buscó durante todo aquel día la compañía
de La VaIiére con tanta solicitud como huía de la de Colbert o la de Fouquet.
Llegada la noche, el rey manifestó el deseo de no pasearse hasta después del juego: así pues, se jugó entre
la cena y el paseo.
––Vaya, señores, al parque ––dijo Luis XIV después que hubo ganado mil doblones.
En el parque estaban ya las damas.
Hemos dicho que el rey había ganado y embolsado mil doblones; pero Fouquet supo perder diez mil: de
manera que se repartieron noventa mil libras entre los cortesanos, que estaban alegres como unas pascuas.
Colbert, indudablemente obedeciendo a una cita, aguardaba a Luis XIV en uno de los recodos de una
alameda; y decimos indudablemente, porque el rey, que durante todo el día evitara encontrarse con él, al
verle le hizo una seña y se internó con él en el parque.
La Valiére también había notado la sombría frente y la mirada encendida del soberano; y como a su amor
nada de cuanto germinaba en el alma de su amante era impenetrable, comprendió que aquella refrenada
cólera amagaba a alguno. Así pues, se situó en el camino de la venganza como un ángel de la misericordia.
Triste, confusa, dolorida por haber tenido que pasar tanto tiempo lejos de su real amante, se presentó al
rey con ademán cortado, ademán que aquél, en la mala disposición de ánimo, en que se encontraba, interpretó
desfavorablemente.
Estando ambos solos o casi solos, pues Colbert, al ver a Luisa, se detuvo respetuosamente a diez pasos de
distancia, el rey se acercó al ella, y asiéndole la mano, la dijo:
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––¿Puedo sin indiscreción, preguntaros qué os pasa? Parece que tenéis el pecho oprimido, y cualquiera
diría que habéis llorado. ––Si mi pecho está opreso, Sire, si tengo los ojos humedecidos, en una palabra, si
estoy triste, es porque Vuestra Majestad lo está.
––¿Triste yo? Os engañan vuestros ojos. No estoy triste, señorita.
––¿Pues qué?
––¡Humillado!
––¡Humillado! ¿qué decís?
––Digo que allí donde yo estoy, debería haber más amo que yo; y, sin embargo, mirad y ved si yo, rey de
Francia, no me obscurezco ante el rey de este feudo. ––Y apretando los dientes y crispando las manos, añadió:
––¡Ah! a ese procaz ministro voy a cambiarle su fiesta en un duelo del que la ninfa de Vaux, que dicen
los poetas, va a conservar largo tiempo el recuerdo.
––¡Oh! Sire...
––¡Qué! ¿Vais a poneros del lado del señor Fouquet, señorita? ––exclamó Luis XIV con impaciencia.
––No, Sire; pero sí os pregunto si estáis bien informado. Mas de una vez ha tenido Vuestra Majestad ocasión
de conocer lo que valen las acusaciones de la corte.
Luis hizo seña a Colbert de que se acercara, y le dijo:
––Explicaos, señor Colbert, pues creo que la señorita de La Valiére necesita escucharos para dar crédito a
la palabra de un rey. Decid a la señorita qué ha hecho el señor Fouquet. Y vos, señorita, hacedme la merced
de prestar atención por espacio de un minuto.
¿Por qué insistía con tanta obstinación Luis XIV? Porque no estaba tranquilo ni convencido, porque bajo
la historia de los trece millones vislumbraba algún amaño sombrío, desleal, y tenía empeño en que La Valiére,
sublevada a la idea de un robo, aprobase con una sola palabra la resolución que él tomara, y que, sin
embargo, no se atrevía a poner en ejecución.
––Ya que el rey quiere que os escuche, explicaos ––dijo Luisa a Colbert. ––¿Qué crimen ha cometido el
señor Fouquet?
––No es muy grave ––respondió el sombrío personaje: ––un sencillo abuso de confianza...
––Decid lo que hay, Colbert ––repuso el rey, ––y luego dejadnos y avisad al señor de D'Artagnan que
tengo que comunicarle órdenes.
––¡El señor de D'Artagnan! ––exclamó La Valiére; ¿por qué mandáis que avisen al señor de D'Artagnan,
Sire? Decídmelo por favor.
––¿Por qué sino para que arreste a ese titán orgulloso que, fiel a su divisa, amenaza escalar mi cielo?
––¿Arrestar al señor Fouquet, decís?
––¡Qué! ¿os pasma?
––¿En su casa?
––¿Por qué no? Si es culpable, tanto lo es en su casa como en cualquiera otra parte.
––¿Culpable el señor Fouquet, que en este momento se está arruinando para honrar a su rey?
––En verdad, tengo para mí que le defendéis.
Colbert se echó a reír “soto voce”, pero no tanto que el rey no oyera el silbido de su risa.
––Sire ––replicó La Valiére, ––no defiendo al señor Fouquet, sino a vos.
––¡A mí!
––Sire, no os deshonréis dando una orden semejante.
––¡Deshonrarme! ––murmuró el rey palideciendo de cólera. –– En verdad, os interesáis de manera singular
en este asunto.
––Lo que a mí me interesa ––repuso con nobleza La Valiére, –– es el buen nombre de Vuestra Majestad:
y con igual interés expondría mi vida, si fuere menester.
Colbert refunfuñó algunas palabras; pero Luisa le dirigió una mirada que le impuso el silencio, y al mismo
tiempo le dijo:
––Caballero, cuando el rey procede con rectitud, aunque sea en mi perjuicio o en el de los míos, me callo;
pero cuando lo contrario me aproveche a mí o a quienes amo, se lo digo.
––Señorita, paréceme que también yo amo al rey ––dijo Colbert.
––Los dos le amamos, pero cada cual a su manera ––replicó Luisa con tal acento, que el monarca se sintió
conmovido. ––Lo que hay, es que yo le amo de tal suerte, que todo el mundo lo sabe, con tanta pureza,
que él mismo no duda de mi amor. El rey es mi rey y señor, y yo soy su humilde esclava; pero quien vulnera
su honra, vulnera la mía, y repito que le deshonran aquellos que le aconsejan que mande arrestar al señor
Fouquet en su casa.
Colbert, al verse abandonado por el rey, bajó la cabeza, pero no sin decir:
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––Me bastaría proferir una palabra.
––No la profiráis, porque no la escucharía ––exclamó Luisa. –– Por otra parte, ¿qué me diríais? ¿Qué el
señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé, porque el rey me lo ha dicho, y cuando el rey dice: “Creo”, no
necesito que otros labios digan: “Afirmo”. Pero aunque el señor Fouquet fuese el más infame de los hombres,
lo digo en voz muy alta, es sagrado para el rey, porque el rey es su huésped. Aun cuando Vaux fuese
una madriguera, una caverna de monederos falsos o de bandidos, es una mansión santa, una morada inviolable,
pues en ella vive su esposa, y es un asilo que ni los verdugos violarían.
Luisa se calló, dejando al rey admirado y vencido por el calor de su acento y por la nobleza de aquella
causa. Colbert, anonadado por la desigualdad de aquella lucha, iba perdiendo terreno.
––Señorita ––dijo el rey con voz suave y con el pecho dilatado, tendiendo la mano al La Valiére, ––¿por
qué habláis contra mí? ¿Sabéis qué hará ese miserable si le dejo respirar?
––Por ventura no podéis echarle la mano siempre que os plazca, Sire?
––¿Y si escapa, si se fuga? ––exclamó el intendente.
––Será para el rey un timbre de imperecedera fama el haber dejado huir al señor Fouquet ––repuso La
Valiére; ––y cuanto más culpable haya sido aquél, tanto mayor será la gloria de Su Majestad comparada
con tanta miseria y tanto oprobio.
El rey hincó una rodilla ante su manceba y le besó la mano.
––Estoy perdido ––dijo entre sí el intendente. Pero serenándose de pronto, añadió: ––Mas no, todavía no.
Y mientras el soberano, protegido por el enorme tronco de un tilo gigantesco, estrechaba contra su corazón
y con todo el fuego de un amor inefable a Luisa, Colbert registró su cartera, sacó de ella un papel doblado
en forma de carta ––papel un tanto amarillento quizá, ––y dirigió una mirada de rencor al hechicero
grupo que formaban el rey y su manceba, grupo al que acababa de iluminar la luz de algunas antorchas que
se acercaban.
––Vete, Luisa ––dijo el aturdido rey al notar los reflejos de las hachas en el blanco vestido de La Valiére.
––Vienen, señorita, vienen ––exclamó Colbert para apresurar la partida de la joven.
Luisa desapareció con rapidez ente los árboles.
––¡Ah! ––exclamó el intendente al levantarse el rey: ––a la señorita de La Valiére se le ha caído algo.
––¿Qué? ––preguntó Luis XIV.
––Un papel, una carta, un objeto blanco; helo ahí.
El monarca se agachó con la vivacidad del rayo y tomó la carta, estrujándola.
En aquel instante llegaron las antorchas inundando de vivísima luz aquella obscura escena.
CELOS
Aquella verdadera luz, aquella solicitud por parte de todos, aquella nueva ocasión hecha al rey por Fouquet,
suspendieron el efecto de una resolución que La Valiére minó ya en el ánimo de Luis XIV.
El miró a Fouquet casi con gratitud por haber ofrecido al Luisa la ocasión de mostrarse tan generosa y tan
influyente en su corazón.
Era el instante de las últimas maravillas. No bien Fouquet condujo al rey hacia el palacio, cuando de la
cúpula de este y con majestuoso rumor surgió y voló por los aires una enorme manga de fuego, vivísima
aurora que iluminó hasta los más pequeños pormenores de las terrazas.
Empezaban los fuegos artificiales. Colbert prosiguió con obstinación su funesto propósito se esforzaba en
reducir de nuevo al monarca a ideas que la magnificencia del espectáculo alejaban demasiado.
De repente, en el instante en que tendía al fouquet la mano, el rey sintió en ella el papel que, según las
apariencias, La Valiére dejó caer a sus pies al marcharse.
El más irresistible imán atraía hacia el recuerdo de Luisa al rey de Francia, que a la luz de los fuegos artificiales,
cada vez más hermosos, leyó el billete que él creyó que era una carta de amor de La Vaillere.
Según iba leyendo, el rey perdía el color, y aquella sorda cólera, iluminada por los multicolores fuegos,
formaba un espectáculo terrible que hubiera hecho temblar a todos, de haber leído en aquel corazón destrozado
por las más siniestras pasiones. Rotos los diques de sus celos y de su rabia desde el instante que descubrió
la sombría verdad, para Luis XIV no hubo ya compasión, dulzura ni deberes de hospitalidad.
La carta, tirada a los pies del rey por Colbert, era la que había desaparecido junto con el lacayo Tobías en
Fontainebleau, después de la tentativa de Fouquet en solicitud del amor de La Valiére.
El superintendente veía la palidez del rey y no adivinaba la causa; en cambio Colbert veía la cólera y allá
en su ánimo se regocijaba de la proximidad de la tormenta.
La voz de Fouquet arrancó a Luis de su terrible abstracción.
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––¿Qué os pasa, Sire? ––preguntó con amabilidad suma el superintendente.
––Nada ––respondió el rey, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo.
––¿Por desgracia se encuentra mal Vuestra Majestad?
––Un poco, ya os lo he manifestado; pero no vale la pena. Y sin aguardar el fin de los fuegos artificiales,
Su Majestad se encaminó al palacio, acompañado de Fouquet y seguido de toda la corte; de manera que los
últimos cohetes ardieron tristemente para sí solos.
El superintendente hizo algunas preguntas más al enfurecido soberano, y al ver que no obtenía respuesta
alguna, creyó que aquél y su amante habían andado al la greña en el parque, y, que el rey, poco inclinado la
poner mala cara, pero entregado a su amor, se revolvía contra todos porque ella estaba de morros. Esto bastó
para tranquilizar a fouquet, que dirigió una sonrisa de amistad y de consuelo a Luis, cuando éste lo dio
las buenas noches.
No todo había acabado aun para el rey; faltábale tragar el servicio de aquella noche, es decir, acostarse
con todo el engorrosísimo ceremonial de grande etiqueta, pues el día siguiente era el fijado para la despedida,
y cumplía que los hospedados diesen las gracias al su huésped y pagasen con un acto de galantería los
doce millones que aquél gastaba en festejarlos.
––Señor Fouquet, no tardaréis en saber de mí, hacedme la merced de decir al señor D'Artagnan que venga
inmediatamente. Tal fue la galantería que a Luis XIV se le ocurrió al despedir al superintendente.
Fouquet tomó la mano del rey y se la besó sin que éste hiciese esfuerzo para retirarla, pero estremeciéndose
de los pies a la cabeza.
Cinco minutos después, D'Artagnan entró en el dormitorio de Luis XIV.
Aramis y Felipe estaban en su cuarto, ojo avizor y oído atento. El rey no dejó que su capitán de mosqueteros
llegase a su sillón. Al verlo, se levantó y salió a su encuentro, diciéndole:
––Que no entre nadie.
––Está bien, Sire ––replicó el soldado, que hacía largo rato notó la alteración de la fisonomía del rey. Y
después de haber dado desde la puerta la orden, añadió: ––¿Qué novedades ocurren, Sire?
––¿Cuántos hombres tenéis aquí? ––dijo el rey, sin responder a la pregunta del gascón.
––¿Para qué, Sire?
––¿Cuántos hombres tenéis aquí? ––repitió el soberano dando una patada.
––Tengo al los mosqueteros.
––¿Ninguno más?
––Sí, Sire, además de los mosqueteros, hay en Vaux veinte guardias y trece suizos.
––¿Cuántos hombres se necesitan para...?
––¿Para qué? ––preguntó el mosquetero mirando al rey con toda tranquilidad.
––Para arrestar al señor Fouquet.
––¡Arrestar al señor Fouquet! ––prorrumpió D'Artagnan retrocediendo un paso.
––¿También vos vais a decirme que es imposible? ––exclamó Luis XIV con rabia fría y rencorosa.
––Nunca digo que una cosa sea imposible ––replicó el gascón mortificado en lo vivo.
––Pues manos a la obra.
D'Artagnan dio medio vuelta y se encaminó al la salida, de la que no le separaban más de seis pasos. Pero
al llegar a la puerta se detuvo y dijo:
––Con perdón, Sire.
––¿Qué hay? ––dijo el rey.
––Para proceder al arresto del señor Fouquet, querría que Vuestra Majestad me diese la orden por escrito.
––¿Por qué? ¿desde cuándo no os basta la palabra de un rey? ––Porque cuando la palabra de un rey es
hija de la cólera, puede cambiar cuando esta desaparece.
––Nada de frases, caballero, y decid claramente vuestro pensamiento.
––Siempre los tengo, Sire, y muchos, y como por desgracia no los tienen los demás, ––replicó impertinentemente
el mosquetero.
El rey, en el furor de su arrebato, se plegó ante aquel hombre, como el caballo doblega los corvejones bajo
la robusta mano del domador.
––¡Expresadme vuestro pensamiento! ––exclamó el rey.
––Ahí va, Sire respondió D'Artagnan. ––La señal más evidente de que obráis sugestionado por la cólera,
es que hacéis arrestar a un hombre estando vos en su casa, y de eso os arrepentiréis una vez sosegado. Entonces
quiero poder mostraros vuestra firma; porque a lo menos, ya que no queda reparación, os probará
que un rey hace mal en encolerizarse.
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––¡Qué un rey hace mal en encolerizarse! ––gritó Luis XIV con frenesí. ––¿Acaso mi padre, mi abuelo
no se encolerizaban, cuerpo de Cristo?
––Si, pero únicamente en su casa.
––En todas partes está en ella el rey.
––¡Bah! esas son palabras de lisonjero, de seguro que es autor de ellas el señor Colbert; pero no son verdad.
El rey está en su casa en toda casa de la cual ha lanzado a su dueño.
Luis se mordió los labios.
––¡Cómo! ––prosiguió D'Artagnan, ––¿el señor Fouquet se arruina para daros gusto y mandáis que lo
arresten? ¡Voto a mil bombas! Sire, si yo me llamase Fouquet, y me hiciesen una jugarreta como esa, de un
golpe me tragaría diez cohetes y les pegaría fuego para que mi casa y cuantos en ella estuviesen dentro,
estallásemos. Pero es igual; ¿lo queréis? voy allá.
––Id ––dijo el rey.
––¿Suponéis vos que voy a llevarme conmigo alguno, Sire? Arrestar al señor Fouquet es tan fácil, que un
muchacho lo haría; tan fácil como beberse un vaso de ajenjo. No cuesta más que hacer una mueca.
––¿Y si se defiende?
––¿Quién? ¿Quién? ¿El? ¡Bah! ¡Defenderse él cuando tal rigor lo convierte en rey y mártir! Apuesto que
si le queda un millón, lo cual dudo, lo daría para tener tal fin. Voy allá, Sire. ––Aguardaos ––dijo el rey.
––¿Qué pasa?
––No hagáis público su arresto.
––Eso ya es más difícil. Porque nada hay tan sencillo como ir a buscarle en medio de las mil personas entusiastas
que lo rodean, y decirle que le arresto en nombre del rey. Pero ir al su encuentro, rodearlo, acorralarlo
en un rincón de su despacho para que no se escape; rotarlo a sus huéspedes, y conservároslo preso, sin
que nadie haya escuchado una de sus exclamaciones, esa es una dificultad real y verdadera, que el diablo
que la venza.
––Decid también que es imposible, y acabaréis más pronto. No parece sino que cuantos me rodean quieran
oponerse a mi voluntad.
––No seré yo quien me oponga a ella. ¿Queréis que arreste al señor Fouquet?
––Custodiadlo hasta mañana, que habré tomado una resolución.
––Se cumplirá vuestro deseo, Sire.
––Volved a la hora de levantarme para recibir órdenes.
––Volveré.
––Y ahora que me dejen solo.
––¿Ni siquiera queréis que entre el señor Colbert? ––dijo el mosquetero lanzando su última saeta en el
instante de marcharse.
El rey se estremeció. Entregado en cuerpo y alma a su venganza, había olvidado el cuerpo del delito.
––¡No quiero que entre aquí persona alguna! ––exclamó ––Dejadme.
Apenas salió D'Artagnan, el monarca cerró con sus propias manos la puerta, y empezó al pasearse desaforado
por el dormitorio, cual todo herido que lleva clavadas en sus espaldas las banderillas.
––¡Miserable! ––exclamó el rey a gritos ––no sólo roba el dinero de mi hacienda sino que también con el
dinero robado soborna secretarios, amigos, generales, artistas, y me quita mi amante. Por eso la pérfida le
ha defendido con tanto tesón...
¡Claro!... Con ello ha mostrado su agradecimiento... y quién sabe su amor... ––y añadió ente sí y con el
odio profundo que la primera juventud profesa a los hombres maduros que aun piensan en el amor: ¡Un
sátiro un fauno dado al galanteo y que nunca ha hallado oposición! ¡Un mujeriego que regala florecitas de
oro y diamantes, y tiene pintores para hacer el retrato de sus meretrices en traje de diosas! ––Y estremeciéndose
de desesperación, prosiguió a grito pelado: ––¡Todo lo mío lo mancilla y lo destruye! ¡todo! ¡y
por fin acabará conmigo! ¡Ese hombre me hace sombra! ¡es mi mortal enemigo! ¡Oh! ¡no hay remedio para
él!... ¡Le odio!... ¡le odio!... ¡le odio!...
Y al decir esto, aquel rey tan grande descargaba una granizada de puñetazos en el brazo del sillón en el
cual se sentaba para volver a levantarse como un epiléptico.
––¡Mañana! ¡mañana! ––rugió Luis XIV.
––¡Oh! ¡qué hermoso día el de mañana! Y con modestias digna de un rey, añadió:
––Cuando el sol se levante, sin más rival que yo, ese hombre caerá tan hondo que al ver las gentes los estragos
causados por mi cólera, dirán por fin que soy más grande que él.
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Incapaz de dominarse, el rey Luis XIV puso de un soberbio puñetazo patas arriba una mesita situada junto
al su cama, y perdido el aliento, vestido como estaba, se tiró sobre las sábanas y la emprendió a mordiscos
con ellas para hallar por ese sistema el reposo del cuerpo.
El lecho gimió bajo aquel peso, y, aparte algunos suspiros escapados del pecho del rey, todo quedó en silencio
en el templo de Morfeo.
LESA MAJESTAD
El exaltado furor que se posesionó del rey al ver y leer la carta de Fouquet a La Valiére, poco al poco se
resolvió en una fatiga dolorosa.
Allí donde el hombre maduro en su virilidad, o el anciano en su endeblez, hallan continuo alimento a su
dolor, el joven, sorprendido por la súbita revelación del mal, se enerva gritando, luchando cuerpo a cuerpo,
y se deja vencer más pronto por el inflexible enemigo.
Luis quedó vencido en un cuarto de hora; dejó de acusar con violentas palabras a Fouquet y a La Valiére,
y después de haber pasado del furor al despecho, cayó en la postración; tendió los brazos a lo largo del
cuerpo, apoyó lánguidamente la cabeza en la almohada de encajes, sus fatigados miembros se estremecieron
a impulsos de ligeras contracciones musculares, y de su pecho no partieron ya sino raros suspiros.
El dios Morfeo, que imperaba en aquel aposento besó al rey que cerró suavemente los ojos y se durmió.
Como suele suceder durante el primer sueño, tan ligero que levanta de la cama el cuerpo y remonta el
alma hacia las regiones superiores, al Luis le pareció que el dios Morfeo pintado en la bóveda le miraba con
ojos humanos, que en el techo brillaba y se agitaba algo; que los sueños siniestros, por un instante alejados
de su sitio dejaban al descubierto su rostro de hombre con la taríon contemplativa. Y lo más extraño era que
aquel hombre se parecía por manera tan extraordinaria al rey, que Luis tuvo por seguro que veía su propia
imagen reflejada en un espejo. Luego le pareció que poco a poco la bóveda iba subiendo, que las figuras y
los atributos pintados por Le Brun se obscurecían a causa de un alejamiento progresivo, y que a la inmovilidad
de la cama había seguido un movimiento suave, cadencioso como el del duque que se sumerge. El rey
creyó que estaba soñando, mientras, la corona de oro que sujetaba las colgaduras de la cama iba alejándose
como la cúpula de la cual estaba aquélla suspendida.
La cama seguía hundiéndose más y más Luis, con los ojos abiertos, se dejaba engañar por aquella terrible
alucinación. Por fin la luz de la cámara real casi se obscureció del todo, y algo frío, sombrío, inexplicable
invadió el ambiente. Pinturas, oro, colgaduras de terciopelo, todo desapareció, en su lugar no se veían sino
paredes de un color gris apagado y cada vez más obscuro. Y sin embargo, la cama iba descendiendo, descendiendo,
y tras un minuto, que al rey le pareció un siglo, llegó a una capa de aire negro y helado, y se
detuvo.
Luis XIV, que ya solamente veía la luz de su dormitorio como desde lo profundo de un pozo se ve la luz
del día, dijo entre sí.
––Horrible, horrible sueño. Ya es hora de que me despierte. Vaya, despertémonos.
Pero no bien lo hubo dicho, cuando advirtió que no solamente estaba despierto, sino que también tenía
abiertos los ojos.
Miró el rey al todas partes, y uno a cada lado de él vio a dos hombres armados, embozados en sendas y
largas capas y con el rostro tapado con un antifaz. Uno de ellos llevaba en la mano una lamparilla cuya
rojiza luz iluminaba el cuadro más triste que pueden ver ojos de rey.
Luis creyó que seguí soñando, y que para despertar del todo le bastaba mover los brazos o dar una voz; y
saltó de la cama, y al encontrarse de pie en un suelo húmedo, se volvió hacia el de la lamparilla y le dijo:
––¿Qué chanza es esta, caballero?
––No es ninguna chanza, ––respondió con voz sorda el interpelado.
––¿Sois agente del señor Fouquet? ––preguntó el rey un tanto turbado.
––Poco os importa de quién somos agentes, ––replicó el fantasma. ––Sabed que somos dueños de vos.
El rey, más impaciente que intimidado, se volvió hacia el otro personaje, y repuso:
––Si es una comedia, decid de mi parte al señor Fouquet que la encuentro de muy mal género, y que ordeno
que cese inmediatamente.
El enmascarado al quien ahora el rey dirigió la palabra era hombre alto y grueso, y parecía una estatua.
––¡Cómo! ¿no me respondéis? ––exclamó Luis dando una patada en el suelo.
––Si no os respondemos, caballerito, ––dijo con estentórea voz el coloso, ––es porque no tenemos que
deciros sino que sois el primer “importuno”, y que el señor Moliére se ha olvidado de inscribiros en la lista
de los suyos.
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––Pero en fin, ¿qué quieren de mí? ––exclamó Luis cruzando los brazos con ademán de cólera.
––Luego lo sabréis, ––repuso el de la lamparilla.
––Pero entretanto, ¿dónde estoy?
––Mirad.
En efecto, Luis XIV miró; pero a la luz de la lámpara que el enmascarado levantó, solamente vio paredes
húmedas en las cuales y acá y acullá brillaba el plateado rastro de las babosas.
––¿Es un calabozo? ––preguntó el rey.
––No, sino un subterráneo.
––¿Adónde conduce?
––Seguidnos.
––Yo no me muevo de aquí, ––exclamó el soberano.
––Como os amotinéis, amiguito, ––repuso el coloso; ––os levanto en peso, os envuelvo en mi capa, y, si
perdéis el resuello, peor para vos.
Luis se horrorizó a la idea de una violencia: porque comprendió que aquellos dos hombres, atropellarían
por todo.
––Por lo que se ve, ––dijo, ––he caído en manos de dos asesinos. ¡Vamos!
Ninguno de los dos enmascarados despegó los labios. El de la lamparilla tomó la delantera, seguido del
rey, que a su vez precedía al coloso, y así atravesaron una galería larga y sinuosa. Todas aquellas vueltas y
revueltas, afluyeron por fin a un largo corredor cerrado por una puerta de hierro, que el de la lámpara abrió
con una de tantas llaves que tenía al cinto.
Al abrirse aquella puerta, Luis aspiró el balsámico olor que exhalaban los árboles en las calurosas noches
de verano, y se detuvo: pero el robusto guardián que le seguía le empujó fuera del subterráneo.
––Otras vez os pregunto, ¿qué intentáis contra el rey de Francia? ––Exclamó el soberano volviéndose
hacia el que había tenido el atrevimiento de ponerle la mano encima.
––Haced por olvidar ese calificativo. ––repuso el de la lámpara con tono que, cual los famosos fallos de
Minos, no admitía réplica.
––Mereceríais que os enredaran por las palabras que acabáis de verter, ––añadió el coloso apagando la
luz que le entregó su compañero; ––pero el rey es demasiado humano.
Hizo el rey un movimiento tan súbito al oír aquella amenaza, que no pareció sino que intentaba fugarse;
pero el gigante le sentó la mano en el hombro y lo clavó en el sitio.
––Pero en fin, ¿adónde vamos? ––preguntó Luis XIV.
Venid, ––respondió el de la lámpara. Y conduciendo al rey hacia una carroza que estaba entre los árboles,
junto a dos caballos trabados y atados por el cabestro al las ramas bajas de corpulenta encima, abrió la
portezuela, bajó el estribo, y añadió: ––subid.
El rey obedeció y se sentó en la carroza, cuya puerta, almohadillada y con cerradura, se cerró inmediatamente
que hubieron entrado aquél y su conductor. El otro cortó a los caballos trabas y cabestros, los enganchó
y se encaramó en el pescante, en el que no había persona alguna. Al punto la carroza partió al trote camino
de París, y al llegar al bosque de Senart relevó el tiro con otros dos caballos que esperaban atados al
un árbol. La carroza entró en París a eso de las tres de la madrugada, echó por el barrio San Antonio, y después
de haber invocado el nombre del rey para que el centinela no se opusiera a su paso, entró en el recinto
circular de la Bastilla, que conducía al patio del gobierno, donde al pie de la escalinata se detuvieron los
humeantes caballos.
––Que despierten al señor gobernador, –– dijo con voz de trueno el cochero al sargento de guardia, que
acudió presuroso. Diez minutos después, Baisemeaux salió en bata a la puerta, y preguntó:
––¿Qué pasa?
El de la lamparilla abrió la portezuela de la carroza y dijo algunas palabras al cochero, que se bajó inmediatamente
del pescante, tomó un mosquete que a sus pies tenía, y apuntó con él el pecho del preso.
––Si chista, fuego, ––añadió el que acababa de salir de la carroza.
––Está bien, ––replico el otro.
Hecha aquella recomendación, el conductor echó escaleras arriba.
––¡Señor de Herblay! ––exclamó Baisemeaux al ver al conductor.
––¡Silencio! ––dijo Aramis. ––entremos en vuestra habitación.
––Pero ¿qué os trae a estas horas?
––Un error, señor de Baisemeaux. ––respondió con tranquilidad el obispo. ––El otro día teníais razón.
––¿Sobre? ––preguntó el gobernador.
––Sobre aquella orden de libertad, ¿recordáis?
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––Explicaos, señor, digo, monseñor, ––repuso Baisemeaux, tan sofocado por la sorpresa como por el terror.
––Es muy sencillo: ¿no es verdad?
––Es verdad. Con todo acordaos de mis dudas sobre el particular; yo no quería, pero vos me obligasteis.
––¿Qué estáis diciendo, señor de Baisemeaux? Lo que yo hice fue induciros.
––Esto es. me indujisteis a que os lo entregara, y os le levasteis en vuestra carroza.
––Pues ved lo que son las cosas, padecieron una equivocación al expedir la orden. Así lo han reconocido
en el ministerio, y de tal manera, que os traigo una orden del rey para que pongáis en libertad a Seldón; el
pobre escocés aquel, ¿sabéis?
––¿Seldón? ¿estáis ahora bien seguro?
––Convenceos por vuestros propios ojos. ––repuso Herblay entregando la orden al Baisemeaux.
––¡Pero si esta orden es la misma que ya tuve en mis manos el otro día! ––dijo el gobernador.
––¿De veras?
––Es la mismísima que la noche de marras os dije haber visto. ¡Voto a sanes! la conozco en el borrón.
––Yo no me meto en si es o no es esta misma, pero os la traigo.
––¿Y la otra, pues?
––¿Cuál?
––La referente a Marchiali.
––Os lo conduzco de nuevo.
––Esto no me basta. Para hacerme otra vez cargo de él necesito una orden nueva.
––¿Y qué barbaridades estáis vomitando, mi buen amigo? ––repuso Herblay; ––no parece sino que os
habéis vuelto niño. ¿Dónde está la orden que recibisteis referente a Marchiali?
Baisemeaux se acercó a un cofre, sacó de ella la orden y la entregó a Aramis, que con la mayor frescura
la rasgó en cuatro pedazos que redujo a cenizas en la llama de la lámpara.
––¿Qué hacéis? ––exclamó el gobernador en el colmo del espanto.
––Pero hombre, haceos cargo de la situación. ––dijo Aramis con su imperturbable serenidad, ––y veréis
cuán sencilla es. Bueno, no tenéis ya en vuestro poder orden alguna que justifique la salida de Marchiali,
¿no es eso?
––No la tengo, y esto va a ser causa de mi perdición.
––Desde el momento que os lo traigo, es como si no hubiese salido.
––¡Ah!.
––¿Qué duda cabe? Vais a encerrarlo nuevamente y sin demora.
––¡No, que no!
––Y en cambio y en virtud de la nueva orden, me entregaréis a Seldón. Así estará en regla vuestra contabilidad.
¿Comprendéis ahora?
––Yo...
––Veo que sí; muy bien, ––dijo Aramis.
––Pero en resumidas cuentas, ¿por qué después de haberme llevado a Marchiali me lo devolvéis? ––
exclamó Baisemeaux juntando las manos en un paroxismo de dolor y de aturdimiento.
––Para un amigo y servidor cual vos, no tengo secretos, –– contestó Herblay. Y acercando la boca al oído
del gobernador, añadió: ––Ya recordáis el parecido que hay entre aquel desventurado y...
––Y él; lo sé.
––Pues bien, el primer uso de Marchiali ha hecho de su libertad ha sido para sostener... A ver si adivináis
qué.
––¿Cómo queréis que yo adivine?
––Para sostener que él era el rey de Francia.
––¡Infeliz!
––Para vestirse igual que el rey y constituirse en usurpador.
––¡Válgame Dios!
––Por eso os lo traigo otra vez. Está loco, y hace ver su locura a todo el mundo.
––¿Qué hacer, pues?
––No dejéis que comunique con persona alguna, porque ahora que su locura ha llegado a oídos del rey,
que se había compadecido de su desventura, y se ha visto pagado con tan negra ingratitud, aquél está hecho
una furia. Os encargo, pues, que no olvidéis que ahora lo van a pagar con la vida cuantos dejen comunicar a
marchiali con otros que conmigo o con el mismo rey. Os va la vida en ello, ¿oís?
––Sí, lo oigo, ¡voto a...!
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Ahora bajad, y conducid de nuevo a Marchiali al su calabozo, a menos que prefiráis que suba aquí.
––¿Para qué?
––Más vale encerrarlo en seguida, ¿no es verdad?
––¡Ya lo creo!
––Pues andando.
Baisemeaux mandó tocar redoble y sonar la campana para advertir que todo dios se recogiese a su cuarto
a fin de evitar su encuentro con un preso misterioso. Libres ya todos los pasillos, el gobernador bajo para
hacerse cargo del preso, a quien Porthos, fiel a la consigna, continuaba teniéndole apuntado el mosquete.
––¡Ah! ¿estáis otra vez aquí, desventurado? ––exclamó Baisemeaux al ver al rey. ––Está bien, está bien.
Y haciendo apear inmediatamente a Luis XIV, en compañía de Porthos, que no se había quitado el antifaz,
y de Aramis, que se puso nuevamente el suyo, le condujo a la segunda Bertaudiere, y le abrió la puerta
del calabozo en que por espacio de diez años había gemido Felipe.
El rey, pálido y huraño, entró en el calabozo sin despegar los labios.
Baisemeaux cerró por sí mismo la puerta con dos vueltas de llave, y dijo a Aramis:
––Verdaderamente se parece al rey, pero no tanto como vos ponderáis.
––¿De modo que no os dejaríais engañar por la sustitución? –– repuso Herblay.
––Si, a mí con esas.
––No tenéis precio, mi buen amigo. Vamos, ahora soltad a Seldón.
––Es verdad, se me había olvidado.
––¡Bah! lo soltaréis mañana.
––¿Mañana? No, monseñor, ahora mismo. Dios me libre de esperar un segundo.
––Pues adonde os llama vuestra obligación, y yo a la mía. ¿Habéis comprendido?
––¿Qué?
––Que sólo puede entrar en el calabozo de Marchiali la persona que venga provista de una orden del rey,
y esa orden la traeré yo mismo.
––Corriente, monseñor, Guárdeos Dios.
––Vamos, Porthos, ––dijo Aramis, ––a Vaux, y a escape.
––Nunca se encuentra uno más ágil que cuando ha servido al rey, y, al servirlo, ha salvado al su patria, –
–repuso el gigante. –– Además, como la carroza lleva menos peso... Partamos, partamos.
Y la carroza, libre de un peso que, en efecto, podía parecer carga muy pesada a Aramis, atravesó el puente
levadizo de la Bastilla, que volvió a levantarse inmediatamente tras aquélla.
UNA NOCHE EN LA BASTILLA
El sufrimiento en esta vida está en proporción de las fuerzas humanas.
Cuando el rey, triste y quebrantado, vio que lo conducían a un calabozo de la Bastilla, lo primero que se
figuró fue que la muerte venía a ser como un sueño con sueños, que la cama se había hundido, que tras el
hundimiento de la cama había sobrevenido la muerte, y que, prosiguiendo su sueño, Luis XIV, difunto, soñaba
que le destronaban, le encarcelaban y le insultaban, a él, poco hacía tan poderoso.
––¿Es eso a lo que apellidan la eternidad, el infierno? ––murmuró Luis XIV en el instante en que se cerró
la puerta del calabozo, empujada por Baisemeaux.
El rey ni siquiera miró en torno de sí sino que, arrimado a una de las paredes del calabozo, se entregó a la
terrible suposición de su muerte, cerrando los ojos para no ver algo todavía más terrible.
––Pero ¿cómo he muerto? ––decía entre sí. ––¿Habrán hecho bajar artificiosamente mi cama? Pero no,
yo no recuerdo haber recibido confusión alguna, ningún choque... Más bien me habrán envenenado, durante
la cena o con el humo de las velas, como a Juana de Albret, mi bisabuela.
De repente el frío del calabozo envolvió como en un manto de hielo a Luis, que prosiguió:
––He visto el cadáver de mi padre en su lecho mortuorio y revestido con las insignias reales. Aquel rostro
pálido, tan sosegado y decaído; aquellas manos tan hábiles, entonces insensi bles, y aquellas envaradas
piernas, no renunciaban un dormir poblado de sueños. Y sin embargo, ¡cuántos sueños no debía dios enviar
a aquel muerto!... ¡a aquel muerto a quien tantos otros precedieran, precipitados por él en la muerte eterna!...
No, aquel rey todavía lo era; reinaba aún en su lecho mortuorio, como cuando estaba sentado en su
trono. Para nada había abdicado Su Majestad. Dios, que no le castigó a él, no puede castigarme a mí que
nada he hecho.
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Un ruido extraño llamó la atención del joven; miró y vio en la chimenea, a los pies de un colosal crucifijo
groseramente pintado al fresco, un ratón monstruoso que estaba royendo un mendru go, mientras fijaba en
el nuevo huésped del calabozo una mirada de inteligencia y curiosidad.
Luis, trémulo de miedo y de asco, retrocedió hasta la puerta, lanzando un grito, Luis conoció que estaba
vivo y en pleno goce de su razón y su conciencia naturales.
––¡Preso! ––exclamó; ¡preso yo! ––y después de buscar con la mirada una campanilla para llamar, continuó:
––En la Bastilla no las hay, y yo estoy encerrado en la Bastilla. Pero ¿cómo he sido reducido al prisión?
Necesariamente es esta una conspiración de Fouquet. En Vaux me han atraído a un lazo... Pero Fouquet
ha debido tener quien lo secundara... Su agente... aquella voz... era Herblay; sí, lo he conocido... Colbert
tenía razón. Pero, ¿qué quiere de mi Fouquet? ¿Va a reinar en mi lugar?... ¡Es imposible! ¿Quién sabe?...
Quizá mi hermano el duque de Orleáns hace contra mi lo que durante toda su vida se propuso contra
mi padre, mi tío... Pero, ¿y la reina? ¿y mi madre? ¿y La Valiére? ¡Oh! a La Valiére la habrán puesto a discreción
de la princesa... ¡Pobre Luisa! indudablemente la han encerrado como a mí, y nunca jamás volveremos
a vernos.
Ante tal idea, el amante estalló en sollozos, suspiros y lamentos.
––Aquí hay un gobernador ––prosiguió el rey enfurecido. –– Llamemos.
Llamó, pero ninguna voz respondió a la suya. Entonces, tomó la silla, y con ella golpeó la robusta puerta
de encina; pero al dar la madera contra la madera, sólo respondieron en las profundidades de la escalera mil
lúgubres ecos.
Entonces y calmado el primer paroxismo de su cólera, el monarca vio una enrejada ventana por la que
entraba un dorado cuadrilongo, indudablemente proyectado por la luminosa aurora, y acercándose a ella,
empezó a llamar, con voz natural primero, y luego a gritos. Pero como si no hubiese llamado.
Al rey empezaba a hervirle la sangre, a subírsele a la cabeza, acostumbrado a ordenar, se rebelaba contra
la idea de la desobediencia.
Poco a poco fue enconándose el ánimo del preso, que rompió la silla al esgrimirla como un ariete contra
la puerta.
Acá y aculá respondieron algunas voces ahogadas.
Las voces produjeron un efecto extraño en el rey, que se detuvo para escucharlas. Eran las de los presos,
en otro tiempo sus víctimas, y ahora sus compañeros. Aquellas voces acusaban al autor de aquel ruido, como
en silencio los suspiros y las lágrimas acusaban al autor de su cautiverio. Después de haber quitado la
libertad a tantos hombres, ahora les quitaba el sueño.
Esta idea estuvo a pique de acabar con su razón y, sediento de tener alguna noticia o una conclusión, redobló
sus fuerzas, y empezó de nuevo a esgrimir contra la puerta el palo de la silla.
Al cabo de una hora, Luis oyó ruido en el corredor, al otro lado de su puerta, en la que descargaron un
golpe furibundo que hizo cesar los suyos.
––¡Mil rayos! ––exclamó una voz ruda y grosera, ––¿habéis perdido el juicio? ¿qué os pasa esta mañana?
––¡Esta mañana! ––dijo entre sí y con sorpresa el rey. Y, cortésmente añadió: ––¿Sois el gobernador de
la Bastilla, caballero?
––Vaya, que os han volcado los sesos ––replicó la voz; ––pero esa no es razón para que metáis tanto ruido.
Silencio, ¡vive Dios! ––¿Sois vos el gobernador? ––repitió el rey.
Luis oyó cerrar una puerta. El carcelero acababa de marcharse sin haberse dignado responder.
Cuando el rey se persuadió de que se había alejado el que le dirigió la palabra, dio rienda suelta a su furor.
Agil como un tigre, saltó de la mesa a la ventana, de la que sacudió las rejas, y después de romper un
vidrio, cuyos pedazos fueron a parar al patio produciendo mil armoniosos tonos, llamó por espacio de una
hora y con voz cada vez más enronquecida al gobernador.
Víctima de ardiente calentura, con los cabellos en desoúden y pegados a la frente, hecho jirones y blanqueado
el traje, y desgarrada su camisa, el rey no calmó su furor hasta que hubo agotado sus fuerzas.
Apoyó la frente en la puerta, y dejó que fuese calmándose poco a poco su corazón.
––Hora legará en que me traigan el alimento que dan a todos los presos ––dijo entre sí, ––y entonces veré
a alguien que responderá a lo que yo pregunte.
El rey buscó en su memoria a qué hora comían los presos de la Bastilla; pero, en vano, pues lo ignoraba.
Aquella fue para él una sorda y dolorosa puñalada que le infería el remordimiento de haber vivido veinticinco
años rey y dichoso, sin pensar en los padecimientos de los desventurados a quienes priva injustamente
de su libertad. Y Luis sintió la vergüenza, y conoció que Dios, al permitir aquella humillación terrible, no
hacía más que devolver a un hombre los martirios que ese mismo hombre infligiera a tantos otros.
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Nada podía ser más eficaz para despertar nuevamente las creencias religiosas en aquella alma aterrada
por la sensación de los dolores, pero Luis no se atrevió a arrodillarse para elevar su corazón a Dios y suplicarle
que pusiese fin a aquella prueba.
––Dios siempre obra bien ––dijo entre sí, ––por lo tanto, yo sería un cobarde si pidiese lo que con frecuencia
he negado a mis semejantes.
Ahí estaba de sus reflexiones, es decir, de su agonía, cuando allende la puerta volvió a oírse ruido, pero
ahora seguido del rechinar de llaves y cerrojos.
El rey dio un brinco, para acercarse al que iba a entrar; pero de pronto se hizo cargo de que tales demostraciones
eran indignas de un monarca y, deteniéndose, tomó una actitud noble y tranquila, y aguardó, de
espaldas hacia la ventana, para disimular cuanto le fuese posible su agitación a los ojos del recién venido,
que no era otro que el llavero, portador de una cesta llena de víveres.
Luis miró con inquietud a aquel hombre, y aguardó a que hablase.
––¡Ah! ––dijo el llavero, ––¿conque habéis roto la silla? Ya lo dije. Por fuerza os habéis tocado de la cabeza.
––Ved lo que decís ––repuso Luis, ––pues os interesa grandemente.
––¿Cómo? ––exclamó con sorpresa el carcelero, dejando el cesto sobre la mesa.
––Decid al gobernador que suba ––añadió con nobleza el rey. ––Vamos a ver, hijo mío ––repuso el carcelero;
––siempre habéis sido muy cuerdo; pero la locura lo vuelve malo a uno, y quiero advertiros; habéis
roto la silla y hecho ruido, y este es delito que se castiga con el calabozo. Prometedme que no volveréis a
las andadas, y no diré nada al gobernador.
––Quiero ver al gobernador ––repitió el rey sin pestañear.
––¡Cuidado! os hará encerrar en el calabozo.
––¡Quiero verlo! ¿oís?
––¡Ah diantre! ¿se os extravía la mirada? pues me llevo vuestro cuchillo.
Y diciendo y haciendo, el carcelero cerró la puerta y se marchó, dejando al rey más aturdido, más desventurado
y más solo que nunca.
En vano empezó a golpear de nuevo la puerta con el palo de la silla; en vano arrojó fuentes y platos por
la ventana; nadie le hizo caso.
Dos horas después, del rey, del caballero, del hombre, del ente razonable, no quedaba más que un loco
que se arrancaba las uñac, arañando las puertas y haciendo esfuerzos sobrehumanos para desembaldosar el
suelo, lanzaba tan espantosos gritos que no parecía sino que la vetusta Bastilla se conmovía en sus cimientos
por haberse atrevido a rebelarse contra su amo y señor.
Baisemeaux ni siquiera se tomó la molestia de preguntar la causa de tanto ruido, porque ¿no eran los locos
moneda corriente en la fortaleza, y los muros no eran, a su vez, más fuertes que los locos?
Baisemeaux, impresionado con lo que dijo Aramis, y escudado con la orden del rey, no deseaba sino que
marchiali se volviese suficientemente loco para ahorcarse del pabellón de su cama o de uno de los barrotes
de su ventana.
En efecto, aquel preso reportaba poca ganancia, y ocasionaba más molestias que las debidas. Así, pues,
de suicidarse el preso, habrían tenido un desenlace que ni a pedir de boca las complicaciones de Seldón y
de Marchiali, y la libertad, reencarnación y semejanzas. Y aun creyó Baisemeaux haber notado que a Herblay
no le habría disgustado tal fin.
––Realmente ––decía Baisemeaux a su mayor, ––un preso es ya harto desdichado con estarlo, y padece
lo bastante para que, caritativamente pueda uno desearle la muerte. Con tanta mayor razón cuando el preso
se ha vuelto loco, entonces no habría que limitarse uno a desearle la muerte. sino matarlo sin más averiguaciones,
lo cual sería una buena obra.
Y el buen gobernador se hizo servir` el segundo almuerzo.
LA SOMBRA DE FOUQUET
D'Artagnan, aun aturdido de su entrevista con el rey, se preguntaba si realmente se hallaba en Vaux, si
era efectivamente el capitán de los mosqueteros, y Fouquet el propietario del castillo en el cual Luis XIV
acababa de recibir hospitalidad. Y aquellas no eran reflexiones del hombre embriagado con los vinos del
superintendente. Pero el gascón era hombre sereno, con solo tocar su espada transmitía a su moral, en las
ocasiones solemnes, el frío del acero.
Aquí estoy, históricamente envuelto en los destinos del rey y del ministro ––dijo entre sí D'Artagnan al
salir del real dormitorio; ––constará que yo, segundón de Gascuña, he echado la mano a Nicolás Fouquet,
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superintendente de la hacienda de Francia. Mis descendientes, si los tengo, se envanecerán con este arresto.
Hay que cumplir decorosamente la orden del rey. Todo el mundo es bueno para pedirle al señor Fouquet la
espada, pero no todos son a propósito para custodiarlo sin promover protestas. ¿Qué hacer, pues para que el
superintendente pase de la cúspide del favor al abismo de la desgracia?
Aquí D'Artagnan se puso sombrío que era una compasión; le asaltaron escrúpulos.
––Creo ––prosiguió D'Artagnan, ––que si no soy tonto daré a conocer a Fouquet lo que respecto a él se
propone el rey. Pero si vendo el secreto de mi soberano, soy un pérfido y traidor, crimen previsto por el
código militar. No, pienso que un hombre de ingenio, debe salir mucho más diestramente de este atolladero.
D'Artagnan se apretó las sienes con las manos, se arrancó algunos pelos del bigote, y prosiguió:
––La desgracia de Fouquet obedece a tres causas: el odio que le profesa Colbert, el haber intentado amar
a La Valiére, y el estar el rey apegado a La Valiére y a Colbert. No hay remedio para él, es hombre al agua.
¿Pero yo, hombre, voy a sentarle la planta sobre la cabeza cuando sucumbe a intrigas de mujeres y de empleados?
¡No en mi vida! Si es peligroso, lo abatiré; si sólo es víctima de la persecución, veré. Y en vez de
ir a buscar de un modo brutal a Fouquet, para arrestarlo y tapiarlo, voy a hacer cuanto esté en mi mano para
comportarme caballerosamente.
Y D'Artagnan se encaminó al dormitorio de Fouquet, que, después de haberse despedido de las damas, se
disponía a dormir tranquilamente sobre los laureles conquistados durante el día.
El ambiente estaba todavía perfumado o infestado, como se quiera, del olor de los fuegos artificiales. Las
bujías despedían sus moribundas claridades, las flores caían desprendidas de las guirnaldas, y los grupos de
danzarines y de cortesanos iban desparramándose por los salones.
El superintendente acababa de retirarse a su dormitorio, sonríense y más que medio muerto. Ya no oía ni
veía; su cama le atraía, le fascinaba.
Estaba ya en manos de su ayuda de cámara cuando D'Artagnan apareció en el umbral de su dormitorio.
D'Artagnan, nunca logró vulgarizarse en la corte; en vano le veían a todas horas y en todas partes; siempre
producía la misma impresión su presencia. Tal es el privilegio de ciertas personas, parecidas en esto al
rayo o al trueno. Todos saben lo que son; pero su aparición admira, y la última impresión es, indefectiblemente,
la que ha sido la más fuerte.
––¡Toma! ¿sois vos, señor de D'Artagnan? ––dijo Fouquet.
––Para serviros ––replicó el mosquetero.
––Entrad, mi querido señor de D'Artagnan.
––Gracias.
––¿Venís para hacerme una crítica de las fiestas? Sois hombre ingenioso.
––No, Señor.
––¿Estorban, por ventura, vuestro servicio?
––Nada.
––¿Quizás estáis mal alojado?
––Lo estoy a las mil maravillas.
––Os doy las gracias por vuestra amabilidad, y me siento obligado por todo lo que de lisonjero acabáis de
decirme.
Esto equivalía a indicarle a D'Artagnan que, pues tenía cama, fuese a acostarse y le dejase hacer a él otro
tanto.
––¿Ya os acostáis? ––preguntó el gascón al superintendente como si no hubiese comprendido la indirecta.
––Sí. ¿Tenéis que comunicarme algo?
––Nada. ¿Dormís aquí?
––Ya lo veis.
––¡Qué hermosas fiestas le habéis dado a Su Majestad, señor Fouquet!
––¿Lo creéis?
––Magníficas.
––¿Está satisfecho el rey?
––Hasta más no poder.
––¿Por ventura os ha rogado que vinieseis a comunicármelo?
––No hubiera elegido su majestad un mensajero tan indigno como yo.
––No os rebajéis, señor de D'Artagnan.
––¿Esa es vuestra cama?
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––¿Por qué me hacéis tal pregunta? ¿No estáis a gusto en la vuestra?
––¿Me dais licencia para que os hable con franqueza?
––De todo corazón.
––Pues bien, no.
––Señor de D'Artagnan ––dijo Fouquet estremeciéndose, ––os cedo la mía.
––¿Yo privaros de ella, monseñor? En mi vida.
––¿Cómo nos vamos a arreglar, pues?
––Permitiéndome compartirla con vos.
––¡Ah! ––exclamó Fouquet, mirando cara a cara al mosquetero, ––¿salís del dormitorio del rey?
––Sí, monseñor.
––¿Y su majestad querría que durmieseis aquí?
––Monseñor...
––Muy bien, muy bien, señor de D'Artagnan. Aquí sois el dueño.
––Palabra que no quería abusar...
––Déjanos ––dijo Fouquet a su ayudante de cámara. Y añadió: ––¿Tenéis que comunicarme algo?
––¡Quién! ¿yo?
––Un hombre como vos, no viene a conversar con un hombre como yo, en hora tan avanzada, sin causa
grave.
––No me interroguéis, monseñor.
––Al contrario. ¿Qué queréis de mí?
––Nada más que vuestra compañía.
––Pues vámonos al jardín, al parque.
––No, no ––repuso con viveza el mosquetero.
––¿Por qué no?
––El fresco de las noche...
––Vaya, decid sin rodeos que venís a arrestarme ––dijo Fouquet al capitán.
––¡Yo! no,'monseñor.
––¿Me veláis, pues?
––Para honraros.
––¿Para honrarme?... Esto es ya distinto.
––¡Ah! ¿conque me arrestan en mi casa?
––No digáis eso, monseñor.
––Al contrario, lo publicaré en alta voz.
––En este caso tendría que imponeros el silencio.
––¡Violencias en mi casa! ––exclamó Fouquet. ––¡Bien, muy bien, vive Dios!
––Veo que no nos comprendemos. Mirad, allí hay un tablero, juguemos si os place, monseñor.
––¿Conque he caído en desgracia, señor de D'Artagnan?
––No, monseñor, pero...
––Pero se me prohibe sustraerme a vuestra mirada.
––No comprendo palabra de cuantas decís, monseñor; y si deseáis que me retire, con decírmelo, estamos
al cabo.
––En verdad, señor D'Artagnan, que vuestras maneras van a trastornarme el juicio. Me caía de sueño y
me lo habéis quitado como con la mano.
––Lo siento mucho, y si queréis reconciliarme conmigo mismo, dormid ahí, en mi presencia, y lo celebraré
en el alma.
––¡Ah! ¿me vigiláis?
––Me voy, pues.
––Si os entiendo, que me emplumen.
––Buenas noches, monseñor, ––repuso D'Artagnan, haciendo que se marchaba.
––Vaya, no me acuesto ––dijo Fouquet. Y ahora os digo con toda formalidad que, pues os negáis a tratarme
como hombre y os andáis con sutilezas conmigo, voy a acorralaros como se hace con el jabalí.
––¡Bah! ––exclamó D'Artagnan, haciendo que se sonreía.
––Voy a ordenar que enganchen y parto para París ––dijo Fouquet, sondeando con la mirada el corazón
del capitán.
––Este es otro son, monseñor.
––¿Me arrestáis?
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––No, monseñor, parto con vos.
––Basta, señor D'Artagnan ––dijo Fouquet con frialdad. ––No en balde tenéis fama de hombre ingenioso
y de expedientes; pero conmigo todo eso es superfluo. Al grano: ¿por qué me arrestáis? ¿qué he hecho?
––Nada sé, monseñor; pero conste que no os arresto... esta noche...
––¡Esta noche! ––exclamó Fouquet palideciendo; ––pero, ¿y mañana?
––Todavía no estamos en mañana, monseñor. ¿Quién es capaz de responder del día siguiente?
––Capitán, permitidme hablar con el señor de Herblay.
––Lo siento, monseñor, pero no puede ser. Tengo orden de no dejaros hablar con persona alguna.
––¡Con el señor de Herblay, capitán, con vuestro amigo!
––¿Queréis decir, monseñor, que mi amigo el señor de Herblay sería el único con quien os debería impedir
comunicaros?
––Decís bien ––dijo Fouquet, tomando una actitud de resignación; ––recibo una lección que no debí provocarla.
El hombre caído no tiene derecho a nada, ni siquiera de parte de aquellos que le deben lo que son,
tanto más de aquellos a quienes no ha tenido la dicha de prestarles un servicio.
––¡Monseñor!
––Es verdad, señor de D'Artagnan; respecto de mí, siempre os habéis mantenido en la situación del hombre
destinado a arrestarme. Nunca me habéis pedido cosa alguna.
––Monseñor ––repuso el gascón enternecido ante aquel dolor elocuente y noble ––¿queréis hacerme la
merced de empeñarme vuestra palabra de caballero de que no saldréis de este aposento?
––¿Para qué, si me custodiáis en él? ¿Teméis, acaso, que desenvaine contra el hombre más valiente de
Francia?
––No, monseñor; es que voy a traeros al señor de Herblay, y, por consiguiente, a dejaros solo.
––¡Traerme al señor de Herblay! ¡dejarme solo! ––exclamó Fouquet con gozo y sorpresa indecibles y
juntando las manos.
––¿No se aloja Herblay en el cuarto azul?
––Sí, amigo mío, sí.
––¡Vuestro amigo!, gracias monseñor.
––¡Ah! me salváis, señor de D'Artagnan.
––Bien, emplearé diez minutos en ir y venir, ¿no es eso, monseñor?
––Poco más o menos.
––Y cinco para despertar y advertir a Aramis, hacen quince minutos. Ahora, monseñor, dadme vuestra
palabra de que no intentaréis fugaros, y de que os encontraré aquí al volver.
––Os la empeño, señor de D'Artagnan ––respondió Fouquet estrechando con afectuosa gratitud la mano
del mosquetero, que se alejó con paso firme.
Fouquet siguió con la mirada a D'Artagnan, aguardó con visible impaciencia que la puerta se hubiese cerrado
tras de aquél, y luego se abalanzó a sus llaves, abrió algunos cajones escondidos en varios muebles,
buscó en vano algunos papeles que, sin duda, se quedaron en San Mandé, y que el superintendente pareció
sentir no encontrarlos, y por fin, tomó con frenesí un montón de cartas, contratos y escrituras y los quemó
apresuradamente en la tabla de mármol del hogar, sin curarse de sacar del interior de aquél las macetas de
que estaba lleno.
Fouquet, como quien acaba de salvarse de un peligro inminente y libre del peligro, le abandonan las fuerzas,
se dejó caer anonadado en un sillón.
D'Artagnan, al regresar, encontró al superintendente en la misma actitud, y no sospechó que Fouquet dejase
de cumplir su palabra; pero sí pensó que utilizaría su ausencia para deshacerse de papeles, notas y contratos
que pudieran empeorar la situación ya de suyo grave en que se hallaba.
––¿Qué tal el señor de Herblay? ––preguntó el superintendente.
––Fuerza es que el señor de Herblay le gusten los paseos nocturnos, y a la luz de la luna, en el parque de
Vaux, componga versos con algunos de vuestros poetas, pues no está en su cuarto.
––¡Cómo! ¿no está en su cuarto? ––exclamó Fouquet, a quien se le escapaba su última esperanza; porque
sin explicarse de qué manera podía socorrerle el obispo de Vannes, comprendía que en realidad sólo de él
podía esperar socorro.
––O si está en su cuarto ––continuó D'Artagnan, ––ha tenido sus razones para no responderme.
––¿Por ventura no habéis llamado de modo que pudiese oíros?
––Ya podéis suponer, monseñor, que habiendo ya contravenido a la orden que me imponía el deber de no
dejaros de vista ni un segundo, hubiera sido una locura despertar a todos los de la casa y evidenciarme en el
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corredor del obispo de Vannes, para que el señor Colbert pudiese haber probado que yo os daba el tiempo
necesario para que quemarais vuestros papeles.
––¡Mis papeles!
––Está claro; a lo menos yo, en vuestro lugar, lo hubiera hecho. Pero volvamos a Aramis, monseñor.
––Os repito que habréis llamado excesivamente quedo, y no os habrá oído.
––Por muy quedo que uno llame a Aramis, monseñor, siempre oye cuando le interesa oír. Reitero, pues,
que o Aramis no estaba en su cuarto, o, para no conocer mi voz, ha tenido razones que ignoro y que, tal
vez, ignoráis vos también, por mucho que sea feudatario vuestro su grandeza monseñor el obispo de Vannes.
Fouquet lanzó un suspiro, se levantó, dio tres o cuatro vueltas por su dormitorio, y se sentó, con abatimiento,
en su regia cama de terciopelo cuajada de riquísimos encajes.
D'Artagnan miró a Fouquet con honda compasión.
––Durante. mi vida ––dijo con melancolía el mosquetero, ––he visto arrestar a muchos hombres. Vamos,
señor Fouquet, un hombre como vos no se abate de esta suerte. ¡Si vuestros amigos os vieran!
––No me habéis comprendido, señor de D'Artagnan ––repuso el superintendente sonriéndose con tristeza
––precisamente mi abatimiento obedece a que no me ven mis amigos. Solo, no vivo ni soy nada. Nunca he
sabido qué era el aislamiento, señor de D'Artagnan. La pobreza, que en ocasiones he visto con sus harapos
al final de mi camino, es el espectro con el cual se divierten hace muchos años algunos de mis amigos, que
le poetizan, le acarician, y me lo hacen amable. ¡La pobreza!... yo la acepto, la conozco, la acojo como a
una hermana desheredada, porque la pobreza no es soledad, el destierro, la prisión. ¿Acaso puedo yo ser
nunca pobre con amigos como Pelissón, La Fontaine y Moliere, y una amante como...? ¡Pero la soledad, la
soledad para mí, hombre de bullicio y de placeres, que sólo existo porque los otros existen!... ¡Ah! ¡si supieseis
qué solo me encuentro en este instante! ¡si supierais con qué fuerza representáis para mí, vos que
me separáis de cuanto amo, la imagen de la soledad, de la nada, de la muerte!
Ya os he dicho que estabais muy exagerado, señor Fouquet ––dijo D'Artagnan hondamente conmovido. –
–El rey os quiere.
––No ––replicó el superintendente moviendo la cabeza.
––Quien os odia es el señor Colbert.
––¿Colbert? ¿Y qué me importa a mí?
––Os arruinará.
––Lo reto a que lo haga: ya estoy arruinado.
D'Artagnan, al oír la estupenda declaración del superintendente miró alrededor con ademán expresivo.
––¿De qué sirven esas magnificencias cuando uno ha dejado de ser magnífico? ––exclamó Fouquet, que
comprendió la mirada del gascón. ––Pero ¿y las maravillas de Vaux? me diréis vos. Bueno, ¿y qué? ¿Con
qué, si estoy arruinado, derramaré el agua en las urnas de mis náyades, el fuego en las entrañas de mis salamandras,
el aire en el pecho de mis tritones? ¡Ah! señor de D'Artagnan, para ser suficientemente rico hay
que serlo demasiado... ¿Movéis la cabeza? Si vos fueseis dueño de Vaux lo venderíais y con su producto
compraríais un feudo en provincias que encerrara bosques, vergeles y campos y os diera con qué vivir... Si
Vaux vale cuarenta millones, bien sacaríais...
––Diez ––interrumpió D'Artagnan.
––¡Ni uno! señor capitán. No hay en Francia quien esté bastante rico para comprar el palacio de Vaux por
dos millones y conservarlo como está; ni podría; ni sabría.
––¡Diantre! ––repuso D'Artagnan; ––a lo menos bien daría un millón por él.
––¿Y qué?
––Que un millón no es la miseria.
––Casi, casi, señor de D'Artagnan.
––¿Cómo?
––No me comprendéis. No quiero vender mi casa de Vaux. Os la regalo si queréis.
––Regaládsela al rey y saldréis más beneficiado.
––El rey no necesita que yo se la regale ––dijo Fouquet, ––si le place, me la quitará. Por eso prefiero que
se derrumbe. ¡Ah! señor de D'Artagnan, si el rey no estuviese bajo mi techo, tomaría aquella vela y me iría
a prender fuego a dos cajas de pólvora y cohetes que han quedado bajo la cúpula, y reduciría mi palacio a
cenizas.
––Bueno ––repuso D'Artagnan con negligencia ––siempre quedarían los jardines, que es lo mejor.
––Pero ¿qué he dicho? ¡Incendiar a Vaux! ¡destruir mi palacio cuando Vaux no es mío! En verdad, Vaux
pertenece a Le Brun, a Le Notre, a Pelisson, a La Fontaine, a Moliere, que ha hecho representar en él “Los
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importunos”, en una palabra, a la posteridad. Ya veis pues, señor de D'Artagnan, que ni siquiera es mío mi
palacio.
Aplaudo la idea, y en ella os conozco, señor Fouquet ––repuso el mosquetero. ––Si estáis arruinado,
monseñor, tomadlo buenamente; también vos pertenecéis a la posteridad, y por lo tanto no tenéis derecho a
empequeñeceros. A los hombres como vos eso no les sucede más que una vez en la vida. Todo consiste en
adaptarse a las circunstancias. Un proverbio latino, del que no recuerdo las palabras pero sí la esencia, pues
más de una vez he meditado sobre él, dice que el fin corona la obra.
Fouquet se levantó, rodeó con su brazo derecho el cuello de D'Artagnan, y le apretó contra su pecho,
mientras con la izquierda le estrechaba la mano.
––Buen sermón ––dijo el superintendente después de una pausa.
––Sermón de mosquetero, monseñor.
––Vos que tal me decís, me queréis.
––Puede que sí.
––Pero, ¿dónde estará Herblay? ––repuso Fouquet.
––Eso me pregunto yo.
––No me atrevo a rogaros que le hagáis buscar.
––Ni que me lo rogarais lo hiciera, monseñor, porque sería una imprudencia. Todos se enterarían, y
Aramis, que no tiene arte ni parte en cuanto pasa, podría verse comprometido y englobado en vuestra desgracia.
Aguardaré a que amanezca.
––Es lo más acertado.
––¿Qué vamos a hacer una vez de día?
––No lo sé, monseñor.
––Hacedme una merced, señor de D'Artagnan.
––Con mil amores.
––Vuestra consigna es de que me custodiéis, ¿no es eso?
––Sí, monseñor.
––Pues bien, sed mi sombra; prefiero la vuestra a toda otra. D'Artagnan se inclinó.
––Pero olvidad que sois el señor de D'Artagnan, capitán de mosqueteros, y que yo soy el señor Fouquet,
superintendente de hacienda, y hablemos de mis asuntos particulares. ¿Qué es lo que ha dicho el rey?
––Nada.
––¡Así conversáis?
––¡Diantre!
––¿Qué concepto formáis de mi situación?
––Ninguno.
––Con todo, a menos de mala voluntad...
––Vuestra situación es delicada.
––¿Por qué?
––Porque os halláis en vuestra casa.
––Por delicada que sea, me hago cargo de ella.
––¿Imagináis, por ventura, que me habría mostrado tan franco con otro que no vos?
––¡Cómo! ¿vos franco para conmigo cuando os negáis a darme la más pequeña luz?
––Oíd, pues.
––Esto ya es distinto.
––¿Queréis que os diga cómo hubiera yo obrado con otro que no vos, monseñor? Pues bien, hubiera llegado
a vuestra puerta, una vez hubiesen salido vuestros amigos, y si no hubiesen salido, los habría esperado
a su salida para tomarlos unos tras otros como conejos al abandonar su gazapera, y los hubiera puesto a
buen recaudo; luego me habría tendido sobre la alfombra de vuestro corredor, y con una mano sobre vos,
sin que vos os dierais cuenta, os hubiera guardado para el almuerzo del amo. De esta suerte se evitaba toda
defensa, todo escándalo, todo ruido; pero en cambio ni una advertencia para el señor Fouquet, ni una reserva,
ni una de las atenciones delicadas que las personas corteses guardan entre sí en el momento decisivo.
¿Os place mi plan?
––Me hace estremecer.
––¡Qué triste hubiera sido para vos el que yo me hubiese presentado mañana, sin preparación, y os hubiera
pedido vuestra espada!
––Me habría muerto de cólera y vergüenza.
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––Expresáis con sobrada elocuencia vuestra gratitud; pero tened por seguro que no h&hecho lo bastante.
––No seré yo quien tal cosa afirme, señor de D'Artagnan.
––Pues bien, monseñor, si estáis satisfecho de mí, si estáis repuesto de la conmoción que he suavizado
cuanto he podido, dejemos que el tiempo bata sus alas; estáis quebrantado y tenéis que reflexionar, dormid,
pues, os lo ruego, o haced que dormís, sobre vuestra cama o entre sábanas. Yo dormiré en ese sillón, y
cuando duermo, mi sueño es tan pesado que no me despertarían ni a cañonazos.
Fouquet se sonrió.
––Sin embargo, exceptúo el caso que abran una puerta, secreta o visible, de salida o entrada, porque os
advierto que en este punto mi oído es vulnerable de manera extraordinaria. Id y ve nid, pues; paseaos por el
aposento, escribid, borrad, romped, quemad; pero no toquéis la llave de la cerradura, ni el botón de la puerta,
porque me haríais despertar sobresaltado, y esto me excitaría horrorosamente los nervios.
––Realmente sois el hombre más ingenioso y cortés que conozco, señor de D'Artagnan ––dijo Fouquet. –
–Sólo me dejaréis un pesar, el de haberos conocido tan tarde.
D'Artagnan exhaló un suspiro que quería decir: ¡Ay! tal vez me habéis conocido excesivamente pronto.
Luego se arrellanó en su sillón, mientras Fouquet, semi acostado en su cama y apoyado en el codo, meditaba
en lo que le estaba pasando.
De este modo, custodiado y custodia dejaron arder las velas y aguardaron la luz del alba; y cuando Fouquet
suspiraba demasiado alto, D'Artagnan roncaba con más fuerza.
Ninguna visita, ni la de Aramis, turbó su quietud, ni se oyó ruido alguno en el inmenso palacio.
LA MAÑANA
El joven príncipe descendió de la habitación de Aramis, como el rey había descendido de la mansión de
Morfeo. La cúpula bajó, obedeciendo a la presión de Herblay, y Felipe se encontró ante la cama real, que
había subido nuevamente, después de haber dejado a Luis XIV en las profundidades del subterráneo.
Solo, en presencia de aquel lujo, solo ante su poder, ante el papel que iba a verse forzado a desempeñar,
Felipe sintió, por primera vez abrirse su alma a las múltiples emociones que son los latidos vitales de un
corazón de rey; pero palideció al contemplar aquella cama vacía y aun arrugada por el cuerpo de su hermano.
Felipe se inclinó para examinar mejor la cama, y vio el pañuelo todavía humedecido con el sudor que corriera
por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterró a Felipe como la sangre de Abel aterró a Caín.
––Heme aquí cara a cara con mi destino ––dijo entre sí Felipe, pálido y con las pupilas ardientes. ––¿Será
más terrible que no doloroso ha sido mi cautiverio? ¿Obligado a seguir a cada instante la soberanía del
pensamiento, daré eternamente oído a los escrúpulos de mi corazón?... Sí, el rey ha descansado en esta
cama; su cabeza ha impreso esta concavidad en la almohada, y sus amargas lágrimas han humedecido este
pañuelo... ¡Y vacilo en acostarme en esta cama, en apretar entre mis dedos este pañuelo que ostenta las
armas y la cifra del rey!... ¡Oh! imitemos al señor de Herblay, que dice que la acción debe siempre
adelantarse un grado al pensamiento; sí, imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo y se
tiene por hombre honrado cuando sólo contraría o vende a sus enemigos. Esta cama yo la habría usado si
Luis XIV no me lo hubiese impedido con el crimen de nuestra madre; sólo yo habría tenido derecho a
servirme de este pañuelo con el escudo de Francia, si, como dice el señor de Herblay, me hubiesen dejado
en mi sitio en la cuna real... ¡Felipe, hijo de Francia, sube a tu cama! ¡Felipe, único rey de Francia, recobra
tu blasón! ¡Felipe, único heredero presunto de Luis XIII, tu padre, no tengas compasión para el usurpador,
que en este instante ni siquiera siente remordimiento alguno por lo que te ha hecho padecer!
Dicho esto, Felipe, a pesar de la repugnancia instintiva de su cuerpo, y de los estremecimientos y del terror
vencidos por la voluntad, se acostó en la cama real.
Al descansar la cabeza en la mullida almohada, Felipe divisó, encima de él, la corona de Francia, sostenida,
como hemos dicho, por el ángel de las alas de oro.
Contemplad al real intruso, de mirada sombría y cuerpo tembloroso; parece tigre extraviado durante la
noche de tormenta, que al través de cañaverales y de incógnitos barrancos, va a acostarse en la caverna del
león ausente.
Puede uno alentar la ambición de acostarse en el lecho del león, pero no esperar dormir tranquilo en él.
Felipe prestó oído atento a todos los rumores, dejó que su corazón oscilase al soplo de todos los sobresaltos;
pero fiado en su energía, redoblada por la exageración de su resolución suprema, aguardó sin debilidad
que se presentase una circunstancia decisiva para juzgarse a sí mismo.
Pero nada sobrevino.
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Hacia la madrugada, una sombra se deslizó en el dormitorio real, sombra que no causó sorpresa alguna a
Felipe, tanto más cuanto que la esperaba.
––¿Y bien, señor de Herblay? ––dijo el príncipe.
––Todo ha concluido, sire.
––¿Qué ha pasado?
––Lo que esperábamos.
––¿Ha resistido?
––Encarnizadamente; ha llorado y dado gritos.
––¿Y después?
––Ha sobrevenido el estupor.
––¿Y por fin?
––Por fin, victoria completa y silencio absoluto.
––¿Sospecha algo el gobernador de la Bastilla?
––Nada.
––¿Y el parecido?
––Es el que ha determinado el buen éxito de la empresa.
––Sin embargo, no olvidéis que el preso no puede menos de explicarse, como yo pude hacerlo no obstante
haberme visto obligado a combatir un poder incomparablemente más fuerte que el mío.
––Ya lo he previsto todo. Dentro de algunos días, más pronto si lo exigen las circunstancias, sacaremos
de su prisión al cautivo y lo desterraremos a un punto tan lejano...
––Uno vuelve del destierro, señor de Herblay.
––He dicho a un punto tan lejano, que las fuerzas materiales del hombre y la duración de su vida no bastarían
para procurar su regreso.
Una vez más el rey y Aramis cruzaron una fría mirada de inteligencia.
––¿Y el señor de Vallón? ––preguntó Felipe.
––Os lo presentarán hoy, y os felicitará confidencialmente por haberos salvado del peligro que os ha
hecho correr el usurpador.
––¿Qué haremos de él?
––¿Del señor de Vallón?
––Un duque vitalicio, ¿no es verdad?
––Sí, sire ––respondió Aramis, sonriéndose de un modo particular.
––¿Por qué os reís, señor de Herblay?
––Me río de la previsora idea de vuestra majestad. ––¿Previsora? ¿qué queréis decir?
––Vuestra majestad teme que el pobre Porthos se convierta en un testigo incómodo, y quiere deshacerse
de él.
––¿Creándole duque?
––Sí, sire, porque la alegría va a matarlo, y con él moriría el secreto.
––¡Qué decís!
––Y yo perderé un buen amigo ––repuso con la mayor flema Herblay.
En este momento y en medio de la fútil conversación bajo la cual los dos conspiradores ocultaban el gozo
y el orgullo del triunfo, Aramis oyó un rumor que le hizo aguzar el oído.
––¿Qué pasa? ––preguntó Felipe.
––Amanece, sire.
––¿Y qué?
––Que anoche, antes de acostaron, decidisteis hacer algo llegado el día.
––Sí, dije a mi capitán de mosqueteros que lo aguardaría, –– contestó con viveza el joven.
––Pues si así lo dijisteis, va a presentarse porque es hombre puntual.
––Oigo pasos en el vestíbulo.
––Es él.
––Ea, empecemos el ataque ––dijo Felipe con resolución.
––Cuidado, Sire ––repuso Aramis: ––empezar el ataque, y por D'Artagnan, sería una locura. D'Artagnan
no sabe ni ha visto cosa alguna y está a mil leguas de sospechar nuestro misterio; pero si es el primero en
entrar hoy aquí, barruntará que ha pasado algo que debe ponerle sobre aviso. Antes que permitáis la entrada
a D'Artagnan, debemos ventilar mucho el dormitorio, o introducir en él tanta gente, que el mejor sabueso
del reino quede desorientado por tantos rastros diferentes.
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––¿Cómo despedirle si le he citado? ––observó el príncipe, ardiendo en deseos de medirse con tan temible
adversario.
––Yo me encargo de ello ––repuso el obispo, ––y para empezar, voy a dar un golpe que dejará aturdido
al gascón.
––También él sabe darlos ––replicó con viveza el príncipe.
En efecto, en el exterior resonó un golpe.
Aramis no se engañó: realmente era D'Artagnan quien así se anunciaba.
Ya hemos visto al mosquetero pasar la noche filosofando con el señor Fouquet; pero aquél estaba fatigadísimo,
aun de fingir el sueño. Y apenas el alba iluminó con su azulada aureola las suntuosas cornisas del
dormitorio del superintendente, D'Artagnan se levantó de su sillón, acomodó su espada, y con la manga se
cepilló el traje y sombrero, como soldado pronto a pasar revista de limpieza.
––¿Os vais? ––preguntó Fouquet al gascón.
––Sí, monseñor, ¿y vos?
––Me quedo.
––¿Palabra?
––Palabra.
––Por otra parte, salgo únicamente en busca de la respuesta que vos sabéis.
––De la sentencia queréis decir.
––Mirad, monseñor, yo tengo algo de romano antiguo. Esta mañana, al levantarme, he notado que mi espada
no se ha enganchado en ninguna agujeta, y que el tahalí ha resbalado sin tropiezo. Es una señal infalible.
––¿De prosperidad?
––Sí.
––¡Diantre! no sabía que vuestra espada os tuviese tan al cabo ––dijo Fouquet. ––¿Es hechicera la hoja
de vuestra espada, o está encantada?
––Mi espada es miembro de mi cuerpo. He oído decir que a algunos hombres les avisa la pierna o una
punzada en las sienes. A mí me avisa mi espada. Pues bien, mi espada nada me ha dicho esta mañana...
¡Ah!, ¡sí!... ahora acaba de caer por sí en el último recodo del tahalí. ¿Sabéis qué presagia esto?
––No.
––Pues me presagia un arresto para hoy.
––Pero si nada triste os predice vuestra espada ––repuso el superintendente, más admirado que enojado
de aquella franqueza, ––¿no es triste para vos el arrestarme?
––¿Yo arrestaros a vos?
––Claro, el presagio...
––No es por vos, pues desde anoche estáis arrestado. Luego no seréis vos a quien yo arreste. Por eso me
alegro, por eso digo que se me prepara un bien día.
Dichas estas palabras con afectuoso gracejo, el capitán se despidió de Fouquet para encaminarse a la
habitación del rey. ––Dadme la última prueba de afecto ––dijo Fouquet, en el instante en que el gascón iba
a atravesar el umbral.
––Estoy pronto, monseñor.
––Permitidme que vea a Herblay.
––Haré cuanto esté en mi mano para conducirlo aquí.
D'Artagnan llamó a la puerta del dormitorio del rey, y una vez abierta, el gascón pudo creer que el mismísimo
rey le había franqueado el paso; suposición que no era inadmisible, atendido el estado de agitación
en que el mosquetero dejó a Luis XIV. Pero, en vez de la cara del rey, a quien iba a saludar con el mayor
respeto, vio la impasible fisonomía de Herblay.
––¡Aramis! ––exclamó D'Artagnan, ––dijo fríamente el prelado.
––¡Aquí! ––balbuceó el mosquetero.
––Su majestad os ruega que anunciéis que está descansando, pues ha pasado muy mala noche.
––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan, que no acertaba a explicarse cómo el obispo de Vannes, tan indiferente
para el rey la víspera, en seis horas se hubiese convertido en el más corpulento hongo que se hubiese producido
en el pasillo de una alcoba real.
En efecto, para transmitir en el umbral del dormitorio del monarca la voluntad de éste, para servir de intermediario
a Luis XIV, y ordenar en su nombre. a dos pasos de él, era preciso haber llegado adonde nunca
llegó Richelieu con Luis XIII.
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––Además ––continuó Aramis, ––cuidaréis, señor capitán, de que esta mañana sólo admitan las entradas,
pues su majestad quiere dormir algún tiempo más.
––Pero ––objetó D'Artagnan, pronto a atufarse, y sobre todo, a manifestar las sospechas que le inspiraba
el silencio del rey; –– pero, señor obispo, su majestad me dio cita para esta mañana.
––Más tarde, más tarde ––dijo el rey desde el interior de la alcoba.
Al oír aquella voz, D'Artagnan sintió una corriente de hielo en las venas, y se inclinó atontado, como
quien ve visiones, ante la sonrisa con que Aramis le anonadó luego de proferidas aquellas palabras.
––Y en respuesta de lo que veníais a preguntar al rey ––prosiguió el obispo, ––aquí va una orden concerniente
al señor Fouquet y de la cual os enteraréis inmediatamente.
––¿Una orden de libertad? ––dijo el gascón, tomando la que Aramis le tendió.
Aquella orden le explicaba la presencia de Aramis en el dormitorio del rey.
D'Artagnan, a quien le bastaba comprender algo para comprenderlo todo, saludó y avanzó dos pasos para
marcharse.
––Os acompaño ––dijo Herblay.
––¿Adónde?
––Al aposento del señor Fouquet; quiero gozar de su contento.
––¡Si supierais lo que habéis dado que pensar! ––repuso D'Artagnan.
––Pero ahora comprendéis, ¿no es así? ––replicó Herblay.
––¡Pues no he de comprender! ––respondió en voz alta el mosquetero. Y entre sí añadió: ––Pues no
comprendo ni pizca; pero lo mismo da, aquí traigo la orden. ––Luego dijo al prelado: Adelante, monseñor.
D'Artagnan condujo a Aramis al dormitorio de Fouquet.

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